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Así murió Filomeno Achavalastra
Puebla de Cipreses, Andalucía la Baja. 16 de noviembre de 1912
l inspector Torices había visto, a lo largo de su dilatada carrera, algunos cadáveres Esumergidos en el agua, pero el lugar en el que apareció el marquesito, en la mañana del 16 de noviembre de 1912, le resultó una novedad. Filomeno Achavalastra permanecía hundido en el baño termal, con una losa atada al cuello, tendido boca arriba sobre el mármol del fondo, y los brazos extendidos, pugnando por salir a la superficie, como si fueran las alas de un malogrado pajarillo. ―Menuda manera de celebrar su cumpleaños ―musitó el policía cuidándose mucho de que quienes le acompañaban no oyeran su comentario. Había tras él un número excesivo de empleados del balneario, curiosos y agentes del orden, quienes se habían visto incapaces de impedir el paso de tanto espectador a aquella parte de las lujosas instalaciones de la población sureña. Mariano se dio la vuelta, escrutó incrédulo a los asistentes y, con su voz de bajo, ordenó a todos que salieran de allí de inmediato. ―¡Esto no es un circo, caballeros! ―dijo para después acuclillarse despacio a los pies de la escalerilla de jaspe que llevaba a la piscina de agua termal. Tras de sí escuchó el murmullo de la gente al abandonar la sala, sus pasos sobre el mármol y la voz destemplada de los miembros de la benemérita expulsando a aquel nutrido grupo de entrometidos. A solas con el muerto, Torices pudo escuchar el ligero chapoteo del agua cuando el cadáver, imperceptiblemente, se desplazaba en su terrible inmersión. Le llegó también el eco de las voces de la gente que se agolpaba en el exterior, ávidos de noticias o chascarros con que alimentar la curiosidad.
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El policía observó después el inmenso y lujoso lugar donde se encontraba. El balneario estaba presidido por aquel baño, al que se accedía bajando unas escaleras de mármol cuyos últimos peldaños terminaban en el fondo de la piscina. A su derecha había cinco camillas de madera para masajes, varias butacas para el descanso tras el baño, y un banco largo con toallas limpias y perfectamente dobladas con las iniciales bordadas del club. Desde donde se encontraba pudo ver también dos baños algo más pequeños que aquel donde Achavalastra había aparecido muerto. Eran circulares y bastante profundos, con asideros en los bordes para poder hacer ciertos ejercicios de recuperación. A la izquierda de la sala principal estaba el pasillo por el que se salía a la calle, pero también el distribuidor que conducía a los vestuarios y a las oficinas. ―De manera que el finado tuvo anoche fiesta en su casa, y en vez de terminar durmiendo la borrachera en la cama junto a alguna fulana, acabó aquí, bajo casi dos metros de agua. ―Mariano Torices no necesitó darse la vuelta para saber que Sancho Godoy, su ayudante, estaba tras él. ―Deberías abandonar esa marca francesa que te anuncia como si llevaras una enorme pancarta colgada en el cuello ―le reprochó―, y pasarte a algún aroma más discreto―. El inspector le dedicó, al volverse, una sonrisa avinagrada. Godoy se encogió de hombros, miró el cadáver, luego a la gente amontonada tras una de las ventanas que daban luz al interior del balneario, y contestó mientras se acercaba a correr el cortinón que iba de un lado a otro de la cristalera: ―Eso se comenta ahí fuera, que ayer se montó una saturnal en casa del marqués. ―¿Qué tenemos, aparte de a este desgraciado? ¿Hay taquillas forzadas, algo que nos indique un robo? ―No. Hemos revisado los vestuarios pero todo está en orden ―contestó Godoy. ―¿Han localizado ya al ordenanza? —Sí. Tenemos también al sereno que cree haber visto al finado acompañado de una mujer. Barea le ha estado haciendo algunas preguntas al guarda llaves. Dice que reconoció al marquesito, pero no a la joven, pero que como terminaba su turno se fue a su casa y que no 2
sabe qué pudo pasar. El conserje del balneario espera fuera a que lo interroguemos. Parece nervioso. —Tanto mejor, pero sería prematuro colocarle como encausado solo porque le abrió la puerta del club a Achavalastra. Además, como las porteras en los edificios, ese hombre estará al corriente de todo lo que se cuece en el balneario; quién era esa mujer. Sabrá con quién intimaba la víctima, con quién no; si le gustaba la carne o el pescado, ya me entiendes, Godoy, no hace falta que te explique la metáfora, caramba. Sancho Godoy, joven inspector, pero conocedor del carácter lenguaraz y un poco cascarrabias de Torices, asintió en silencio. ―¿Qué le llevaría a suicidarse ? —preguntó Sancho volviendo a mirar a Achavalastra. ―¿Suicidarse? ―interrumpió destempladamente el veterano policía mientras fruncía el ceño. ―Señor ―comenzó a hablar su ayudante temiendo que su superior tuviera una de esas lagunas que, cada vez con más frecuencia, aparecían en su cabeza―: tiene una losa colgada de una cuerda. El inspector Torices miró a su compañero y luego negó con la cabeza en señal de desaprobación. ―Hijo, mira a la piscina. ¿Qué ves? Godoy puso atención en el cadáver y se limitó a decir: ―Un muerto con una plancha de mármol de al menos quince quilos atada con una gruesa soga al cuello. ―Ya, eso también lo habría visto mi abuelo Ataulfo, que se quedó ciego en la mina cuando tenía veinte años… ¿No hay nada más que te llame la atención? ―se impacientó el otro mientras se retorcía con fruición las puntas de su bigotillo cano. Sancho Godoy tragó saliva. El inspector, mientras, daba golpecitos con la suela de uno de sus zapatos sobre el lustroso mármol esperando que, de una vez, su ayudante apreciara algún detalle en especial.
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―Permíteme que te lo diga: a veces me recuerdas a un aspirante. ¿Crees que el rostro de ese muchacho no nos está revelando nada? Godoy dio un paso al frente, se agachó y distinguió las mejillas heridas de Achavalastra. ―Lo veremos mejor cuando saquen al joven del agua, pero parece claro ―indicó Torices satisfecho al fin― que esas marcas son de unas uñas. ―Una pelea… ―soltó el otro, desnortado. ―Una pelea, desde luego ―repitió Torices sin excesivo afán. Le malhumoraba la falta de reflejos de su ayudante. —¿Y dices que el portero anda nervioso? —preguntó el inspector—. Pues que no se preocupe por eso, mientras no esté nervioso yo, que es quien va a hacerle las preguntas, no hay cuidado; ya sabes que cuando me inquieto suelto los puños como los soltaba Sullivan1. Godoy dijo que iría a buscar al guarda del balneario, pero lo hizo sabiendo que su superior, por más que repitiera aquella bravata, jamás ponía una mano encima a nadie ―tampoco estaban ya sus fuerzas para golpes pugilísticos―. La paciencia estaba entre sus virtudes, y emplear la violencia no entraba nunca en las estrategias del inspector. Confiaba más en un interrogatorio bien dirigido, en unas preguntas contundentes, y que la amenaza de un duro castigo flotara en la atmósfera, aunque eso, como ya se ha explicado, nunca llegaba a ocurrir si el viejo inspector de policía dirigía las pesquisas. ****** Cuando Godoy regresó a la sala termal con el guarda del balneario, se encontró con que el juez Campogrande charlaba con Mariano, en tanto el secretario del magistrado, el metódico Jaime Segorbe, circunspecto y ajeno al diálogo, tomaba algunas notas en una pequeña agenda mientras tres empleados del cementerio sacaban al finado del agua, no sin trabajo, después de cortar la cuerda con el lastre. El cadáver quedó tendido decúbito supino, chorreando, con la piel algo desleída y ligeramente hinchado. Tenía, en efecto, la cara arañada con fiereza. Cuando lo sacaron de
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El boxeador estadounidense John L. Sullivan (1858-1918) es considerado el último campeón mundial de boxeo a puño limpio y el primero del boxeo con guantes.
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la piscina vestía esmoquin negro, camisa blanca y unos zapatos oscuros de charol. Alrededor del cuello, además de la marca dejada por la cuerda, tenía la pajarita con el nudo deshecho. ―Pobre muchacho ―se lamentó Campogrande―. Alguien debió tener un forcejeo con él antes de matarle… En fin, inspector —concluyó el juez haciendo ademán de ponerse el sombrero—, no voy a hacer de policía, que es lo que nos faltaba a mí y a ustedes ―le dijo a Torices posando amistosamente una mano sobre su hombro—. Mande a mi despacho el informe cuando lo tenga. Ah, y póngame a los pies de su esposa. —Mariano pensó que el magistrado era un cursi redomado, pero contestó a sus palabras con un escueto “así lo haré, señoría”, para después continuar estudiando detenidamente el cuerpo de Achavalastra mientras el juez abandonaba el lugar. —Ejem, señor… Torices sabía sobradamente que Godoy aguardaba a prudente distancia con el bedel del club, pero aunque ya tenía suficientes datos sobre el cadáver, esperó un rato porque todo eso formaba parte de la técnica persuasiva que solía emplear cuando tenía la intuición de que quien iba a interrogar podía aportar valiosa información o incluso convertirse en sospechoso. Cuando abandonó al fin la inspección del muerto, el policía alzó la cabeza y vio que quien esperaba junto a su ayudante tenía el aspecto de un oso. Alto y corpulento, el bedel del balneario miraba el cadáver con los ojos muy abiertos, mientras arrugaba la gorra entre sus manazas descomunales. ―Acérquense. —La voz de Torices sonó como un trueno en una cripta. Godoy y el bedel dieron unos pasos adelante y se acercaron donde estaba el inspector. ―¿Conocía usted a este hombre, además de por verle por el balneario, señor…? ―Gerardo, Gerardo Arrabal, para servirle. ―El portero alargó la mano para saludar al policía, pero éste apenas le tomó los dedos sin ningún interés en corresponder el saludo. ―Sí, sí señor ―contestó apartando la vista del muerto―. El señorito Filomeno me contrató hace tres años para el mantenimiento del césped y las flores del jardín de su residencia. 5
―Así que también es usted jardinero… ―dijo Mariano alzando un poco el mentón, fijándose bien en cada centímetro de sus manos y su cara, pero sin encontrar el menor rastro de heridas ni marcas de pelea alguna. Arrabal, ajeno a eso, observó en silencio al inspector. Le calculó al menos sesenta años, aunque el cabello, escaso y cano, lo envejecían. Bajo la nariz afilada, el bigote le corría de un lado a otro, también pelicano, lo mismo que aquellas cejas revueltas que empequeñecían sus ojos de ratón. Ligeramente encorvado, lo miraba sin pestañear, endureciendo su gesto a medida que la respuesta se demoraba. ―Jardinero, electricista, cerrajero… Hago de todo, señor, aquí y en la casa del señorito ―contestó finalmente el otro soltando un largo suspiro de alivio cuando los empleados del cementerio, a instancias de Torices y una vez registrados sus bolsillos, taparon el cadáver, dejando a la vista tan solo los zapatos de charol, cuyo brillo a Godoy se le antojó grotesco e inútil. ―Señor inspector, con todos los respetos, ¿no sería posible… es decir, habría posibilidad de que me pregunte lo que quiera en otro sitio? No es agradable estar aquí ―admitió el bedel visiblemente incómodo en tanto miraba de soslayo que el cuerpo cubierto de Filomeno Achavalastra era subido a una raquítica camilla. Torices fue a decir algo, pero la mirada de los que sacaron al muerto del agua le distrajo; esperaban la autorización para retirar el cadáver una vez terminaron de acomodarlo en la camilla. ―Procedan, procedan, el juez ya ha firmado. No se demoren. Dos operarios alzaron la camilla en tanto un tercero se ocuparía de abrir las puertas que daban a la calle. Por un momento, Mariano Torices, Sancho Godoy y el bedel parecieron idiotizados ante el traslado del cadáver, pues uno de los brazos, fuera de la camilla, bamboleaba con un fúnebre vaivén, hasta que el empleado que abría paso colocó la extremidad sobre el pecho de Achavalastra.
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Se alejaron los pasos y creció un sordo murmullo en el exterior. Antes de volver a hablar, el inspector observó el charco dejado por el cuerpo empapado de Filomeno y los tres hombres que se habían visto obligados a meterse en el baño para sacar al fallecido. —Se lo preguntaré sin dar rodeos porque no me gusta perder el tiempo― habló Mariano ignorando por completo la sugerencia de Gerardo Arrabal―: ¿Mató usted a ese hombre? — La cuestión restalló en la sala lo mismo que un latigazo. Sancho respiró profundamente, a pesar de no sorprenderse ya por casi ninguna cosa que viniera de Torices. Luego observó al portero, cuya gorra había desaparecido bajo sus poderosas manos. —No, no señor —balbuceó el conserje después de tragar saliva. —Ha de saber que vieron entrar aquí al señor Filomeno Achavalastra y a una mujer a tempranas horas. Es de suponer que fue usted quien les abrió. ¿A qué hora entra a trabajar? —A las seis en punto de la mañana. Y sí, es cierto que abrí a don Filomeno y su prometida, pero les perdí de vista aquí mismo, en el balneario —la voz del gigantón sonó trémula. —De manera que dice usted que perdió de vista al señor Achavalastra y a su acompañante aquí mismo. —Así es, señor inspector. ―¿Y cómo es eso? ―Les dejé pasar y seguí con mis tareas en el jardín y el merendero. Cuando regresé me encontré a don Filomeno tal y como ustedes lo han visto. ―¿Y no escuchó nada extraño? ¿Una pelea, un forcejeo, gritos…? ¿Nada? ―Nada en absoluto, señor ―aseguró el bedel. Torices se quedó un rato mirando la piscina, luego se rascó con fruición una ceja y dijo: —Completaremos todo eso en comisaría. —¿Estoy detenido? —inquirió Arrabal. ―De momento no —contestó el policía―, pero si le sorprendo en un renuncio terminará subido a un patíbulo en el patio del penal, ¿me ha comprendido? —La advertencia de
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Mariano Torices ―estratégica o no— sonó tan contundente que hasta Godoy sintió aquellas palabras como un golpe en el pecho. ****** El pueblo, tan dado al linchamiento público, no dudó en señalar con dedo acusador a Gerardo Arrabal cuando salió del balneario en compañía de los inspectores. Tampoco hubo quien, acaso contagiado por la gavilla de curiosos y metomentodo, gritó “¡asesino!”, o “¡a la horca con él!”. Tales deseos retumbaban ahora en la cabeza del bedel, quien durante el recorrido hasta la comisaría de la ciudad —a quince quilómetros del pueblo— montado en el coche, apenas había vuelto a abrir la boca. Ese silencio desconcertó un poco a Torices, pues no era capaz de averiguar si el mutismo del bedel se debía a que, como le había dicho que hiciera, estaba pensando cada detalle de lo que sabía o si, por el contrario, el miedo atroz a ser descubierto lo tenía bloqueado.
—El señorito Filomeno bebía mucho, muchísimo, diría yo, y no fueron pocas las veces en las que amenazó con hacer un disparate —explicó el conserje del balneario una vez tomó asiento en el despacho del inspector. Como un niño tímido que acude por primera vez a la escuela, aquel grandullón observó compungido el mobiliario compuesto por un escritorio, un flexo, tres sillas, un perchero desnudo, una máquina de escribir Erika, y un archivero de metal mucho más moderno que el resto del moblaje. En el techo, un ventilador de tres aspas giraba con un lamento de rata herida, moviendo a duras penas el aire contaminado por la costumbre del viejo policía de fumarse unos habanos descomunales mientras trabajaba. —Bebía —repitió Godoy quien, a petición de su jefe, se había puesto al frente de la máquina de escribir. —Ustedes no conocen nada de ese hombre que allá, en el pueblo, llamaban el marquesito, pero yo sí. Para empezar, don Filomeno no era marqués, ni falta que le hacía. El señorito siempre ha sido un niño bien de Bilbao. Su padre, don Antonio Achavalastra, es armador, con posibles, como ustedes entenderán. ¿Y Filomeno? Filomeno es… era un descarriado, 8
un haragán y un inútil que delegaba todas sus funciones en su secretario, porque él siempre ha sido incapaz de hacer un presupuesto, de negociar con proveedores y con otros armadores… —Mucho sabe de los negocios de los Achavalastra —observó Torices mientras encendía uno de sus inmensos puros. Gerardo Arrabal se encogió de hombros y contestó: —Ustedes dirán, he pasado muchas horas en la casa, a pesar de mi trabajo en el balneario, señor. En la mansión todo el servicio sabe eso, pueden preguntar a quien quieran. Don Felipe, el administrador y hombre confianza del padre de don Filomeno, no es persona comedida en el hablar. Quiero decir, que… —Que habla a gritos cuando se enfada, vaya. —Torices dio una profunda calada al puro, luego miró satisfecho la punta humeante y soltó una fumarada azul y gris que ascendió hacia el techo. El sonido átono y metálico de la Erika se mezclaba con el cri-cri del ventilador. De tanto en tanto, Mariano Torices esperaba a que Godoy terminara de teclear para seguir interrogando al bedel; otras preguntaba ignorando el trabajo de transcripción de su compañero. —Desde luego, señor. A don Felipe le llaman, ejem…, a don Felipe en la casa le llaman el bulldog. Malas pulgas tiene para dar y tomar. Y eso que a mí no me ha molestado nunca, ni se ha metido en mi trab… —Vaya usted al grano —le conminó Torices soltando el puro en el cenicero para colocar los codos sobre la mesa y clavar sus ojos en los del interrogado. —La última riña la tuvieron ayer mismo por la mañana. —¿Qué pasó? —preguntó el veterano policía reclinándose ligeramente en el sillón. —Fue otra vez por Isabelita. —¿Era la prometida de Filomeno? ¿La misma persona que le acompañaba esta mañana en el balneario? —Sí, ella misma. ―Dígame su nombre y apellidos. ¿Sabe dónde podemos encontrarla? 9
―Isabel Asturias, pero no estoy seguro del segundo apellido. Vino al cumpleaños del señorito, aunque imagino que ya no estará aquí. Un autobús sale a primera hora y recorre todas las aldeas de la sierra. Es que ella no es del pueblo, vive con sus padres en Santo Pelayo ―Eso está bastante lejos. ¿Hay allí algún teléfono donde se la pueda localizar? El conserje se encogió de hombros. ―No lo sé. Recuerdo haber escuchado antes a don Filomeno hablar con ella por el aparato, pero no sé a dónde se hacían las llamadas. Verá —prosiguió el bedel moviéndose incómodo en la silla—, esa muchacha le sacaba los ojos al señorito, pero a él nunca le importó nada de eso, ni las discusiones con el administrador, ni tampoco con su padre, quien amenazó con desheredarle y apartarlo para siempre de los negocios. Eso sí lo sabe hasta el último de los doce mil habitantes que tiene el pueblo. Esta mañana, el señorito y su novia se presentaron en el balneario, muy poco después de llegar yo. Don Filomeno venía completamente borracho y con la cara hecha un Cristo. Y ella lo mismo, que venía borracha, quiero decir. El señorito Achavalastra me rogó que le abriera, pues tenía que recoger algunas pertenencias de su taquilla porque se marchaba del pueblo. “¿Se va, señorito Filomeno? Pero, ¿a dónde? ¿Quiere que avise a un médico?”, le pregunté. El marquesito apenas me contestó porque parecía aturdido de tan beodo, e Isabelita, a la que nunca le he caído bien, ni siquiera se dignó a hablarme. En fin, les dejé pasar, pero no le acompañé a la taquilla porque me pareció una indiscreción. Además era hombre de toda confianza, de modo que seguí con mis quehaceres, como ya le he dicho antes, en el merendero y el jardín, regando un poco, más que otra cosa, porque a esas horas todavía no había mucha luz. Al poco fui a la lavandería y cuando fui a dejar las toallas y unos albornoces lo encontré ahogado en la piscina, con la losa atada al cuello. Torices cogió el puro del cenicero, lo observó detenidamente y esperó a que Godoy terminara de aporrear las teclas.
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Dos recios golpes en la puerta de cristal sonaron en ese momento. El inspector dio permiso y la puerta se abrió. Un policía uniformado entró en la oficina, se descubrió y dijo: ―La guardia civil ha estado en la casa, señor, tal y como usted pidió. La única persona que estaba en ese momento les ha dicho que ayer, como ya sabíamos, el finado celebró su cumpleaños. La sirvienta se retiró en cuanto se fueron los últimos invitados, pero recuerda haber visto al señor Achavalastra bastante borracho, y al parecer había discutido acaloradamente por teléfono con su padre unas horas antes. —¿Alguna cosa más, Quesada? —Torices echó el cuerpo hacia atrás, dio una profundísima calada a su puro y esperó la respuesta del policía observando distraídamente la nube borrascosa que enturbiaba el despacho. —Nada, señor. El sargento Puentes dice que la caja fuerte no está forzada, ni hay cajones registrados. Salvo la suciedad propia de la fiesta, que la empleada trataba de retirar, no han encontrado nada sospechoso. El inspector Godoy apartó las manos de la máquina de escribir, movió los dedos que se le habían agarrotado y le preguntó al bedel si el señorito Achavalastra le había mencionado en algún momento cómo se había herido. —No —contestó Gerardo Arrabal moviendo la cabeza de un lado a otro—. Le pregunté pero ya les he dicho que no quiso contestar. Yo creo que se peleó con su novia o algo, porque Isabelita tiene un geniazo de mil demonios. —¿Tiene idea de qué pudo ir a buscar don Filomeno a la taquilla y a esas horas? —No, no señor. Dinero no creo, ni nada importante. Las taquillas son robustas, sin duda, y difíciles de abrir si se intentan forzar. Pero el balneario es un sitio para clientes con mucho dinero. Ningún socio va allí a robarle a otro. Creo que no hace falta que yo tenga que explicarles eso. —De acuerdo, puede volver a su trabajo ―concluyó el inspector Torices dando un suave golpe en la mesa con las palmas de las manos, como si estuviera cansado de tener a ese hombre frente a él. 11
―Intente estar localizable —le rogó Godoy—. Por si necesitamos hablar de nuevo con usted. —Saben donde encontrarme. Estoy a su disposición —El portero dijo eso, se levantó y salió de la comisaría. Torices vio salir a Arrabal y esperó que cerrara la puerta en compañía del policía uniformado. Después observó un momento cómo el humo de su puro se expandía cuando llegaba a las aspas bamboleantes del ventilador y miró a Godoy, quien leía el folio encajado en la máquina de escribir. ―¿Qué opinas, Sancho? ―preguntó Torices sin estar seguro de querer dar otra calada al cigarro. ―El marquesito―contestó Godoy levantándose con las piernas entumecidas―, tras la discusión con el padre y la fiesta, se emborrachó como una cuba y luego se fue a buscar algo al balneario en compañía de su novia. Lo que tenemos que saber es qué tenía guardado allí. Mucho me temo que esa respuesta está en poder de la tal Isabelita, a la que no tendremos más remedio que localizar para hacerle unas cuantas preguntas. Lo que me resulta algo extraño es que la muchacha colgara a la víctima esa losa tan pesada. Quizá el bedel tenga que ver con eso. —Almorzaremos algo rápido ―dijo Torices comprobando que eran ya las tres y cuarto de la tarde― e iremos a hacer una visita a la madeimoselle. Santo Pelayo no es muy grande: no debe costarnos localizarla —afirmó Torices apretando el cigarro contra el cenicero mientras se levantaba del sillón―. Pero antes tendríamos que charlar también con el administrador. En la mansión de la víctima nos dirán dónde encontrarlo. A la vuelta será conveniente hablar otro rato con el portero del balneario. Lo que dices de él sobre la ayuda a la muchacha tiene bastante sentido. ****** El Cyma del inspector Torices marcaba las cuatro menos cuarto cuando su compañero, Sancho Godoy, pulsó el timbre de la puerta de la mansión de Filomeno Achavalastra. Una campanada metálica se oyó al otro lado de la puerta y unos pasos se acercaron. 12
La puerta se abrió y apareció un mayordomo con uniforme oscuro y el gesto sombrío. ―¿Sí? ―Soy el inspector de policía Mariano Torices, él es mi compañero, el inspector Sancho Godoy. Nos gustaría saber dónde podríamos encontrar al administrador de las empresas que gestionaba don Filomeno, y también si es posible saber las señas exactas de doña Isabel Asturias, la prometida del señor Achavalastra. El criado puso cara de pasmo, luego soltó una sonrisilla cargada de incredulidad. ―¿Isabel Asturias? Me temo, caballeros, que no comprendo. Pero pasen, tengan la bondad. ******
Miró su reloj con impaciencia, comprobando que solo faltaban seis minutos para las cuatro de la tarde. El único andén de la estación rebosaba de viajeros, pues el tren que llevaba a Madrid era el único de la semana. Observó inquieto entre la gente, sabiendo que solo disponía de esos seis minutos ―siempre que el tren llegara puntual― para desaparecer para siempre del pueblo. ****** ―¿Está usted seguro, señor? ―el veterano inspector preguntó aquello con el rostro congestionado, a punto de que le diera una apoplejía, abrumado por su absoluta torpeza. ―Completamente señor inspector. ―¿Así que un huele braguetas? ―soltó Torices fuera de sí. ―Don Filomeno jamás tuvo novia. Todo lo que entraba en su habitación eran hombres, casi todos bastante jovencitos, por cierto. El empleado ofreció el teléfono de la casa para llamar a la estación, pero los dos intentos fueron en vano: la línea —dijo la operadora— estaba ocupada. Los dos policías se despidieron del mayordomo de la casa y salieron en el Citroën 5CV a toda velocidad, dando saltos por el carril que conducía a la carretera del pueblo. ―A la estación, Godoy, porque ese malnacido tiene que estar allí. ****** 13
Arrabal se había puesto un bigotazo postizo y unas patillas de hacha. Impaciente miró una y otra vez en la lejanía, deseando ver aparecer el tren. Cuando el convoy, al poco, se detuvo como una bestia malherida, entre humos y chirridos, el reloj marcaba las 4 en punto de la tarde, justo en el momento en el que el coche de los inspectores salía de la propiedad de Achavalastra. Al llegar a la estación, unos minutos después, los agentes vieron cómo la máquina del tren tiraba de los vagones, alejándose de allí con su fuerza fabulosa. Godoy se quitó el gabán y salió a una carrera imposible dispuesto a tomar el último vagón. Torices se quedó junto al abrigo de su compañero negando despacio con la cabeza mientras recogía la prenda de su compañero. ―Es completamente inútil ―dijo mostrando su desaliento por aquel fracaso.
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Epílogo
Pasaban las arboledas tras la ventanilla, en un paisaje efímero que se perdía a su espalda, mientras el humo del tabaco velaba el aire del vagón con un tono tordo y apagado igual que el de la comisaría. Sentado en el incómodo banco de madera, Gerardo Arrabal recordó con un deje triunfal y la bolsa con los dos millones de pesetas bien sujeto en el regazo, cada uno de los detalles que le llevaron a convertirse en un hombre rico. ―Gerardo, ¿puedo hablar con usted un momento? ―El encargado del mantenimiento del balneario y la casa de don Filomeno Achavalastra, soltó las tijeras de podar y, llevado del brazo del marquesito, quien había estado bebiendo mucho a tenor del fuerte olor a alcohol que desprendía, le propuso un negocio que debía llevar con absoluta discreción. Achavalastra miró un momento hacia la casa y las otras partes del jardín, donde una docena de personas preparaba su fiesta de cumpleaños. Después habló en voz queda: ―Sin duda conoces a Arturo Valme, ese viejo verde, entrometido y rácano que posee fábricas de tabaco en España y en Francia. Arrabal, sin saber todavía qué iba a proponerle el marquesito, esperó que don Filomeno se explicara. ―Sí señor, naturalmente sé quién es. He hecho alguna que otra chapucilla en su casa. ―Valme es un maniático y un desconfiado enfermizo desde que le robaron en su casa hace un año. Sé que tiene la costumbre de repartir dinero en efectivo por sus propiedades. El otro día coincidí con él en los vestuarios del balneario, y se apresuró a guardar una bolsa de cuero negra en su taquilla, que cerró a toda prisa cuando me vio llegar. Arrabal atendía en silencio. Filomeno Achavalastra le recordaba a Gardel, con el pelo engominado, la piel tersa y los ojos negros y vivaces. 15
―Estoy convencido de que ha guardado dinero en su casillero o cualquier otra cosa de valor, pero no puedo abrir la puertecilla si no es con su ayuda. Necesito dinero. Mi padre viene aquí la semana que viene a hacer números con el administrador. Me va a pedir cuentas y verá que no cuadran. Es urgente que coja lo que haya en la taquilla de Valme, que debe ser mucho, y traerlo hasta mi caja de caudales. Luego deberá dejar la cerradura sin rastro de haber sido forzada. Usted puede hacerlo. ―¿Y qué gano yo a cambio? No se trata de abrir la taquilla, es que si lo hago me convierto en el cómplice de un robo. ―¿Servirán 50 mil pesetas solo por abrir el balneario esta madrugada y abrir y arreglar luego la cerradura de la taquilla? Estoy completamente desesperado. ―Me compromete usted, don Filomeno, pero no puedo negar que es una cantidad generosa para un trabajo tan sumamente sencillo. ―¿Entonces? ―Nos encontraremos poco antes de las 6 de la mañana en la esquina de su casa, pero he de tomar mis precauciones, no quiero que nadie me reconozca yendo con usted a esas horas de la noche.
Bufó la máquina, feroz y pesada, antes de cruzar un largo túnel. Gerardo apretó contra sí la bolsa con el dinero, temeroso de que en la negrura del pasadizo, una mano le arrebatara el botín. Después, cuando volvió la luz del sol, recordó bien que aquella misma tarde había preparado cerca de la piscina, oculto entre las toallas y los albornoces, una losa horadada en un extremo que ató a una cuerda de cáñamo. Luego salió del balneario, se marchó a su casa y esperó a la hora convenida para ponerse un bisoñé de mujer y un abrigo femenino. Cuando se encontró con Filomeno Achavalastra, comprobó ―tal y como esperaba― que venía completamente borracho de la fiesta de su cumpleaños. En silencio, recorrieron las callejas del pueblo hasta llegar a los baños. Un hombre pertrechado con dos enormes manojos de llaves los vio pasar a lo lejos, pero luego miró la
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hora y comprobó que su turno acababa, así que guardó las llaves en un zurrón, se lo colgó en bandolera y se marchó de allí. Dentro del balneario olía a detergente y a suelo encerado. Los pasos resonaron en el pasillo que llevaba a los vestuarios. Gerardo Arrabal abrió la puerta, pero no encendió la luz. Con un pequeño candil de petróleo fue a la taquilla que don Filomeno le indicó y estuvo durante un buen rato manipulando la cerradura hasta que ésta saltó limpiamente. En efecto, dentro había una bolsa de cuero que Achavalastra sacó de allí con avidez. Sus ojos, brillantes por el alcohol, se abrieron de par en par cuando un ingente número de fajos de billetes cayó al suelo al abrir la bolsa. ―¡Santa Madre de Dios! ―musitó Arrabal. Filomeno no dijo nada. Rio un poco por lo bajo mientras contaba desordenadamente los montoncitos de billetes. Mientras el marquesito se afanaba en su tarea, Arrabal colocó de nuevo la cerradura correctamente, pues no había sufrido ningún daño. Después ayudó a Achavalastra a meter el dinero en la bolsa y lo acompañó a la salida. ― ¿Por qué cogemos por aquí? ―preguntó Filomeno al borde de la piscina más grande extrañado por pasar por los baños, cuando no había ninguna necesidad de ello. Todo lo demás ocurrió muy deprisa. Apenas vio el quinqué apagarse. Después sintió que algo áspero le rodeaba el cuello y jalaba de él hacia abajo ferozmente. De un tirón Arrabal le quitó el bolso con el dinero y trató después de empujar al hombre al agua, pero Achavalastra lo agarró y cayeron los dos al baño termal. El marquesito, en clara inferioridad por la losa atada al cuello y la corpulencia del bedel, apenas pudo resistirse. Gerardo se desembarazó de Filomeno, que no lo había soltado ni aun bajo el agua, poniéndole la mano sobre la cara, clavándole las uñas en una mejilla hasta que sintió que las pocas fuerzas del hijo del armador cedieron. Entonces salió del baño boqueando como un perro tras una larga carrera, respirando aliviado porque la bolsa no había caído a la piscina. Luego observó a Achavalastra bocarriba, en el fondo del baño, y salió de allí con el dinero que dejó en su casa. Después regresó al balneario, secó el suelo, y avisó a las autoridades. 17
El revisor le pidió el billete y sacó a Arrabal de sus pensamientos. ― ¿Viaje de placer? ―preguntó el empleado, amable, mientras miraba los datos del volante. ―Así es ―contestó Arrabal ―. Quiero conocer Francia y Suiza, y quizá, quién sabe, si me agrada, me quede a vivir allí. ―Se baja usted en Madrid… ―Eso pone ahí ―sonrió Arrabal pensando en qué cara pondría la policía en la estación cuando registraran el tren al final del trayecto y no lo encontraran allí. El revisor salió del compartimento y continuó su trabajo con otros viajeros ―“billete, por favor”―le escuchó decir el bedel mientras él seguía viendo el paisaje por la ventanilla y trataba de decidir en cuál de las siguientes paradas podía bajarse para continuar hasta Madrid otro día, quizá en autobús o en otro tren. Arrabal volvió a apretar el maletín contra sí y cerró los ojos satisfecho, fantaseando con lo que iba a hacer con tanto dinero, mientras a su espalda, solo unos metros atrás, un joven irrumpía despacio en el vagón, sin fuelle y sudoroso, mientras cargaba su arma reglamentaria.
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