Bernardo Ruiz EL ÚLTIMO ELEFANTE. México, D.F., 2002

EL ÚLTIMO ELEFANTE 4 BERNARDO RUIZ 5 Bernardo Ruiz EL ÚLTIMO ELEFANTE México, D.F., 2002 Todos los derechos reservados. © Bernardo Ruiz, 200

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EL hombre elefante; David Lynch
Drama. Enfermedad. Discapacidad

El elefante e un animal y
6 Fecha: EVALUACIÓN Nombre: 1. Escribe cada nombre colectivo al lado de su individual. orquesta equipo jugador árbol manada bosque lobo músic

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EL ÚLTIMO ELEFANTE

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BERNARDO RUIZ

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Bernardo Ruiz

EL ÚLTIMO ELEFANTE

México, D.F., 2002

Todos los derechos reservados. © Bernardo Ruiz, 2001 Registro en derechos de autor: 03-2001-080710250200-14 HTTP://WWW.PRIMUS.CC HTTP://WWW.GEOCITIES.COM/~BJRUIX/ [email protected] [email protected] [email protected] Arizona 94-6, Col. Nápoles, C.P. 03810 Del. Benito Juárez, México, D.F. Tel. (55) 5682-2469 Tel. / Fax (55) 5536-0857 5Tel. 0 Se prohibe su reproducción parcial o total por cualquier medio, sin autorización expresa del autor

HECHO E IMPRESO EN MÉXICO/PRINTED AND MADE IN MEXICO

EL ÚLTIMO ELEFANTE

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Este libro fue escrito gracias al apoyo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Sistema Nacional de Creadores Artísticos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

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A don Fausto Vega Gómez, maestro en la inteligencia de la vida

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Entre el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre. EL TULIPÁN NEGRO Alejandro Dumas La he mirado con lástima en los últimos meses. Estoy en un décimo piso y hasta acá llegan los bramidos de las perforadoras, el rumor de los automóviles y gemidos de perros negándose a morir. La observo fijamente, trato de ver el sol entre sus brumas A tan temprana hora, la ciudad es un paquidermo que bosteza. ... Abajo hay policías, boleros, enfermeras, enanos, asaltantes. Llamas de incendios salen por las ventanas y el ulular de las sirenas anuncia el señorío de la violencia. Aquí en el décimo piso, los muertos caminamos con recelo, angustiados, alertas, no sea que nos vayan a matar de nuevo. LA DEGRADACIÓN DE LA PRIMAVERA Francisco Hernández

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EL

E LE TE LEFFAN ANT

Los elefantes, cuando deciden morir, atraviesan un sen-

dero a través de la noche, guiados por la bruma que cierra e inaugura los meses elefantinos. Aguardan bajo una bóveda de silencio, en señal de despedida. ¿Para qué las explicaciones? Toda la tribu sabe cuál es su destino. ¿Los motivos? Ése es un problema meramente humano. Cada paquidermo sabe que su destino está marcado como el del remoto mamut, en edad y latitudes, por lo menos. Una certeza le acompaña: durante decenas de miles de años, su género ha agotado las razones que invocan la muerte. El elefante no se despide. Espera con pudor el sueño de la manada, observa al grupo, lo contempla con la seguridad de atisbar en el espejo los antiguos pilares del mundo. De sus ojos surgen lágrimas inmensas que se confunden cómplices con la hierba y la tierra. En un juego de contrastes, conviven bajo la noche los tonos blancos con los negros, los grises y las sombras. Mira las siluetas opacas de los proboscidios imperecederos que, hoy, la tierra sostiene; y toma el camino que la luna indica, como lo hicieron sus antepasados y los inmensos predecesores de sus antepasados. Ahí va, con paso lento, firme. Algún dolor íntimo lo aqueja. Una enfermedad, arrastrada durante años; algún acceso de fiebre; la anciana herida, que jamás ha cicatriza-

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do, un ardor en el abdomen, ígneo como la lava. Quizá. Mas conserva su elegancia, tranquila, paquidérmica. Al paso de las horas, y de las necesarias alboradas y crepúsculos, tras los días y noches en que falta el agua y a veces escasea la hierba, acompañado por la fatiga y el agotamiento, el peregrinaje del elefante por la sabana se acerca a su fin. Llega a la cadena de montañas, semejante a la espina dorsal del primero y más antiguo de sus antepasados, negra como su luto y la eterna noche. En silencio, atraviesa el desfiladero, se interna entre las quebradas hasta el secreto paso, donde sólo el olfato y el tacto cauteloso de su trompa lo guían. Surge en la desembocadura del pasaje. Ya contempla el valle original y último, polvoso y blanquecino, semejante a un cráter lunar iluminado por un sol impío, indiferente. Son miles y más miles de osamentas, congregadas ahí por orden natural, por mandato del tiempo, por un rito último, atávico, invariable, que aguardará paciente el arribo del postrer proboscidio en franca rebelión contra la podredumbre y la vocación de polvo. Ahí están los marfiles y los cráneos de sus mayores. Ahí aguardan viejos rivales, fallecidos; los filósofos elefánticos, las matriarcas y los antaño gallardos sementales, pastores de las manadas, descansan junto con los restos de las más bellas hembras que encontraron los más nobles machos del continente a lo largo de la historia de la especie. Abrazan a los cielos algunas osamentas. Otras, se han confundido con el polvo: una arena fina como la del recién despedido desierto. En algún árbol distingue la silueta del buitre; no se inmuta: durante días ha escuchado en coro demoniaco la risa furtiva de las hienas, implacables, hambrientas, acechantes. El elefante no somete su instinto ni lo despliega. Espera, en medio de la sed y la fatiga, el total reposo. Y, como olvidado de sí, deja lo inunden la sed, el olvido, el hambre, el debilitamiento.

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Vence sus patas, finalmente. El cuerpo se derrumba majestuoso, lento. Y lo recibe un misericordioso sueño.

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1.

EUE

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EL HOMBRE

Tiene nombre, pasaporte y cartilla. Por la edad, merece-

ría estar en la guardia nacional. Su casa, un departamento, está en el sexto piso, como una imperfección de su cábala. Si fuera un color su amargura, sería blanca, como la suma de todos los colores. Ha perdido la mujer. La extraña. No la culpa porque sabe que todo rencor —en esos casos— es un mal mancomunado. Afirma que recuerda poco; dice que ya ni siquiera juzga. Tantas y tantas veces se contó la historia, la detalló a los escasos amigos, la imaginó —al fin—, que comienza a olvidarla, a mentirla, para entretener el insomnio. Pero está harto. Su cuerpo, en la última cúspide de la madurez, prevé su ocaso en algún dolor, tras algún esfuerzo, en la próxima pendiente del declive. Cuando lee el periódico, percibe en toda crónica, en la intersección de las anécdotas, una combinatoria fatigada, como si la vida pudiera resumirse en unos cuantos naipes para negocio de charlatanes y privilegio de adivinadores. Carga en la mano un revólver. Lo deposita sobre la mesa. Se levanta, abre la ventana, la luz de la habitación se encuentra con la medianoche: el cielo cubierto, el viento frío. El viento frío de la Ciudad de México al principio de 2000. Martes 18 de enero. La calle está en silencio, vacía. Principia un nuevo día. Madrugada. Ya es la madrugada. Al que madruga, Dios le ayuda. Monologa consigo

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EUE

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mismo. No por mucho madrugar, amanece más temprano. Madruga antes de que te madruguen. La calle esta silenciosa y vacía. Se vuelve. Atraviesa la sala-comedor, entra a la cocina, abre la despensa. Del estante más alto, saca el maletín de cuero negro. Lo sacude con una servilleta de papel. Regresa. La escena es familiar. Un hombre solo en una habitación desmonta con habilidad un arma. La aceita, la carga. Acomoda y reacomoda, juega sobre un mantel a cuadros rojos y blancos, limpio, con los cartuchos relucientes, como en una escena mil y cien veces vista en el cine, la representación de un juego de damas imaginario, no necesariamente mortal. Regresa a la cocina. Saca el vodka del congelador, se sirve en un vaso bajo, de cristal, el líquido traslúcido. ¿Hay algo que explicar? Nada. Nuevamente, se dirige hacia la mesa, donde bebe con lentitud. De la chamarra extrae los cigarrillos y el encendedor. Imposible calcular las veces que su cuerpo ha repetido esos gestos, sólo para que el humo sea la única imagen manifiesta de su ensimismamiento. La mano izquierda sostiene el cigarrillo. La derecha, acaricia el arma. Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veía que resistía fue a invitar a otro elefante. Dos elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que resistía fueron a llamar a otro elefante. Tres elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que resistía fueron a llamar a otro elefante. Cuatro... En la calle, el sonido intempestivo: una carrera, el golpe frenético, sucesivo de los pies de un cuerpo que huye por la calle. El silencio se quiebra en un grito incompren-

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sible. La conciencia del hombre se alerta. Es el ruido de una huida, abajo, en la calle, tras el abismo de la ventana. Escucha los ecos que se columpian entre la penumbra inferior y los muros. Entonces, nuevamente, el grito. Los acontecimientos producen vértigo. El grito es de una mujer, nítido como un encuentro en la claridad del sueño. Absurdo como una pesadilla. —¡Ayuda! ¡Ayu.. !— el grito rápidamente sofocado. Toma el arma, por reflejo. De manera automática se ha colmado los bolsillos con los demás cartuchos. Ya observa desde la ventana: cuatro hombres jalonean a una mujer. Ella intenta defenderse. Él, como un dios imprudente, se violenta. Va hasta la puerta, la abre, toma las llaves, sale del departamento. Es absurdo esperar el elevador. Oye la puerta de su casa cerrarse tras él empujada por el viento: un golpe como un disparo seco. A grandes saltos, rápidos, más largos, desciende por la escalera. 84 escalones y seis descansos. 63 segundos. Los números son nada para una máquina, para un animal. Él es un animal. Un animal violento. ¿Cuántos elefantes caben en un volkswagen?, se pregunta. Odia la metafísica. El vestíbulo del edificio es una más intensa penumbra, la atraviesa, abre la puerta. Percibe a la mujer vencida, suplicante, tendida sobre el cemento. Ella intenta inútilmente rechazar la agresión. Los brazos que la encadenan, la arrastran. Distingue el cuerpo de uno de los atacantes. Apunta. Dispara. Blanco. Otro cuerpo; apunta, dispara. Yerra. Baja milímetros el arma. Apenas afirma la muñeca. Dispara. Un trastabilleo. Falla. Dispara. Diana. Cuatro balas. Dos blancos. La intervención del hombre duró 9 segundos. Con el mismo rumbo, alejadas entre sí, dos sombras corren zigzagueantes, la última contraataca: intenta un disparo inútil, que pega metros a un lado del defensor. Hay tres cuerpos en tierra. Una mujer, dos hombres. Ellos son jóvenes. Están heridos, muy heridos, gimen. Sangran. La mujer está sollozante. Cinco elefantes. Tres

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atrás; dos adelante. Completa la adivinanza Como si él fuera el destino, sin gesto alguno que externe sus emociones, arrastra del cabello y remata a los dos hombres. Tiro de gracia. Mira a su alrededor. Como si quisiera distinguir fosforescente el rastro de los restantes enemigos. Nadie. A lo lejos, se escucha el ulular de una sirena. El viento frío. Por mero reflejo o costumbre recarga con habilidad el arma. Enero. Martes. Ni te cases ni te embarques. Ahora ayuda a poner de pie a la mujer, recoge su bolso, le pide suavemente lo acompañe: «Pasó todo ya. Venga», dice su voz rasposa. Ella no se resiste. Se alejan hacia la avenida.

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Él la tomó del brazo y habló por segunda vez: «Tran-

quilícese, respire hondo, debemos descansar unos minutos. Después, terminaré lo empezado.» El hombre apenas reconoce su voz, gutural, ronca, baja y cargada de adrenalina. Posiblemente ella, con el miedo, el efecto de la impresión, los golpes y apretones, el vértigo de los acontecimientos, no se da cabal cuenta de lo que sucede. Pareciera que transita entre la pesadilla y el sueño. La mujer no sabe qué hacer y por eso lo sigue, como bajo el efecto de una droga. Él es una máquina, un programa de ajedrez. Mientras camina, escucha los sonidos de la ciudad: el sonido de una sirena, todavía lejana, que se aproxima, quizá, al lugar de los hechos, más y más rápido. Efecto Doppler, recuerda. Él no tiene nada que perder. Él debe pensar únicamente en cómo actuar con mayor celeridad y precisión durante las siguientes jugadas. Con la proximidad de la policía y las ambulancias, los agresores no se acercarán a la escena, calcula. De modo que tienen tiempo. «Trate de mantener la compostura», le pide a la mujer, mientras terminan de dar vuelta a la manzana. Ella se estremece ante el contraste de la calle vacía por donde intentó huir, ahora poblada por un grupo de curiosos que los ignoran, extasiados con la contemplación

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de los cuerpos. Los devoradores de carroña. Él la toma del antebrazo y entran con rapidez al edificio en Poe. Se escucha la llegada abrupta de la policía cuando suben al elevador. —Tenemos unos minutos para salir de aquí— explica mientras abre la puerta del departamento. —Alguien pudo atestiguar mi intervención. No menciona los disparos. Habla con tranquilidad, como si hubiera aparecido fumando una hermosa pipa o un buen cigarrillo. —Vea en el clóset de ese cuarto cuál ropa le queda. Cámbiese rápido. Límpiese todo resto de sangre. El baño está allí. La luz a su derecha. Le sugiero recogerse el cabello. Quien la haya visto no debe reconocerla. ¿Tiene lentes oscuros? —... —Le buscaré algunos. Igual, en el tocador a su derecha encontrará alguno de los que dejó mi esposa. Dicta sus instrucciones en tanto apura el contenido del vaso. En una mochila de excursionista —de las que llevan los usuarios del metro o cualquier muchacho— mete un par de mudas de ropa, sus lentes oscuros, un teléfono portátil, y el cargador de baterías junto con una caja con parque y algunos objetos de mano. Incluye un par de botellas de vodka, una navaja y la munición restante. Un viaje largo, una huida. Se escuchan abajo, afuera, las sirenas de las ambulancias, que apenas llegan y —con intermitencia— la estática, y las distorsionadas voces de los radios de las patrullas. Ella, en tanto, ha pasado de la habitación al baño, donde llora. Él comienza a apagar las luces. Observa la escena bajo su ventana, brevemente. Entra a su habitación. Toma un abrigo, una bufanda y una chamarra. Medita. Ahora escucha el correr del agua. La puerta, su rechinar distintivo. Entrega a la mujer el abrigo, se reserva la chamarra. Un abrigo de ciudad. Una chamarra de campamento, vistosa, cara.

LA MUJER

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—Toda su casa está adornada con elefantitos— observa la mujer. —Son bestias excepcionales. Impresionantes. Pero nada que ver; son regalos, la confirmación reiterada de un antiguo apodo. Ella parece tratar de buscarle un parecido con un elefante, y aunque es corpulento, 1.85, 1.90 de estatura, no le parece elefántico. Un poco bestia, sí, lo acaba de demostrar, y se siente sonrojar impresionada con la imagen de los dos muchachos rematados en la acera. Él ya no la observa. Termina de apagar las luces. La invita a salir. Cierra. En silencio, bajan por el elevador hasta el sótano. Él abre la puerta derecha de un Jetta blanco, echa en el asiento de atrás la parafernalia y, luego, deja que ella suba. Coloca el seguro y le pide a su compañera se sujete el cinturón. Casi de inmediato está al volante. El motor está helado, como si tuviera días sin encenderse, tarda un momento en arrancar. Él acelera y desacelera, suavemente. Cuando calcula que la temperatura es la adecuada, mete reversa. Saca de la visera una cajetilla negra de plástico, con un cuadro de metal reluciente. Pone la palanca de la velocidad en primera, se siente un breve jalón, y ascienden por la rampa. Dirige el aparato hacia el portón cerrado, éste comienza a replegarse verticalmente, como si fuera la cortina de un comercio. —Por favor, recuéstese como si fuera durmiendo— pide a la mujer—, no quiero que la identifiquen. Y póngase los anteojos. Alguno de los cómplices puede estar entre la gente... Ella, un poco asustada, maniobra una perilla a su derecha, hasta que se siente protegida por el poste entre las puertas trasera y delantera, y vuelve el rostro y los ojos oscuros hacia el hombre, como si estuviera a punto de decirle algo, o al borde del sueño. Sólo distingue que la aceleración del motor es creciente, que la salida es más violenta de lo que ella esperaba, que el tanque de gasolina

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del auto y el escape golpean la banqueta a la hora de enfilarse hacia la avenida. Y él, tranquilo, como un ministro londinense, algún domingo soleado de verano, satisfecho por sacar su perro a paseo, rumbo al parque. «Sólo le falta ponerse a silbar.» Piensa ella, casi con rencor, triste, asustada, con ganas de contener las lágrimas. —¿Se siente bien? ¿Cenó ya?— pregunta él, inocente. Tranquilícese, sólo quiero protegerla.

Ella quiere pensar esto no me está sucediendo, estas cosas sólo pasan en las películas, y el héroe es agradable, a veces guapo, muy guapo, como Brad Pitt, o simpático y atractivo como Antonio Banderas o con algo, como Harrison Ford; o feo, feísimo, y con apariencia de malnacido, como Tommy Lee Jones, pero también simpático, como Bruce Willis o Travolta. A Clint Eastwood le perdona lo anciano y melodramático por ese gesto con que masca el cigarro y guiña el ojo. Y de Tom Cruise le parece apetecible la cara de mosca muerta. Pero ella —se recrimina— no debe pensar en estrellas de cine cuando siente golpeada la espalda, la cabeza, magulladas las nalgas, los brazos amoratados y raspados, y las yemas de los dedos y las uñas ardiendo con dolor, con unto de tequila, una loción pegajosa, piel y sangre, como la mordida boca. Y odio. Y horror. Y miedo y asco. Un vasto horror. Horror que se transforma en miedo, en odio, por segundos, en un estremecimiento sin límite conforme el tiempo la arrastra en su caída. La mujer preferiría en este instante parapetarse tras la pantalla de su computadora, jugando Última 2000, navegando por Internet, o buscando una presentación en 3-D del pasatiempo clásico de su grupo: una combinación residente para dibujar un ábaco en pantalla. Inutilerías, las llaman.

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A ella, a Antonia, siempre le pareció que había en el mundo desniveles que no le fueron explicados, de los que jamás consiguió el mapa. Desde su infancia tuvo que descubrir, como quien observa la llegada de la luz a la superficie del agua que, dentro del vaso, las formas cobraban un distinto ángulo, otras proporciones. Más importante aún fue aprender que por definición — como si la vida fuera un tratado de geometría— era inevitable que no hubiera una continuidad entre la mente y los objetos del mundo. Discontinuidad, la llama. Ahora no sabe si va huyendo del problema o enfrentándolo: ignora si quiere estar en su casa, o lejos de la ciudad, o solamente en el Jetta blanco que sale de Anzures y se enfila hacia Reforma, dentro de un sueño, en una pesadilla. Descubrió la discontinuidad, o al menos es la fecha que registra su memoria, a los cuatro años, afirma, cuando en una comida familiar, en el rancho del compadre de un tío suyo, Antonia encontró un arroyo y, en la ribera, una inmensa alfombra de flores de diente de león. Se puso a cortar algunas para hacer varios ramilletes: para su madre, para la tía Josefina, para la hermana Andrade —la enfermera de su abuela—, y para la abuela Damiana. Antonia estaba ensimismada —distraída, le dijeron—, y no escuchó los gritos que la alertaban. Una vaquilla había escapado e iba contra el vestido color sandía de la niña, que al agacharse y levantarse para recoger las flores, parecía provocarla, llamarla. Cuando tuvo noción de que algo extraño pasaba, fue al momento en que el compadre Romero la jaló con una fuerza desconocida, la atravesó el arroyo de seis zancadas inmensas, y la subió a un naranjo, apenas a tiempo para evitar la embestida. Se dio cuenta de que a lo lejos las mujeres gritaban y lloraban. Pudo escuchar algunas exclamaciones. Pero ella no había visto la vaquilla, ni tenía miedo. Se puso a llorar lastimada por un pinchazo en el muslo; porque una rama le raspó el dorso de la mano; porque había perdido casi

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todos sus ramilletes. Y le pareció estremecedor que entre tres peones lazaran a la vaquilla y la llevaran atada al encierro con vengativa violencia. Desde las ramas de aquel naranjo, Antonia contempló el paisaje. Las personas y las cosas cobraban una proporción diversa a la distancia que en la cercanía. Las voces y lamentos, en contraste, apenas se distinguían del murmurar del viento en la arboleda. —Le debes la vida a mi compadre Romero— le comentó el doctor Maurer a su hija. Antonia tardó años en comprender que aquellos instantes para ella no pasaron con descuido, que ella oyó, que tal vez percibió a la bestia, pero no tenía miedo, porque ella estaba cortando flores para regalo. No fue otra su preocupación. Su deseo era entregar cuatro ramos de dientes de león para las mujeres que más amaba. En todo caso, precisamente —así, como esta noche este desconocido de los elefantes—, ahí había estado el compadre Romero, en la discontinuidad del mundo. Una distorsión, un deslizamiento, decía, desajustaba la visión entre uno y otro extremo de los objetos: un lápiz, un columpio, una playa, la silueta de una nube vistos a través del agua o sumergidos debían «tocarse» a distinta altura. Tal vez fuera igual con la vida. Si no, era inexplicable la presencia de este hombre, en medio de la noche. ¿Cuántos años hace de la muerte del compadre Romero? No sabe. Su padre no le dijo nunca si seguía vivo o estaba muerto. —Mire señor —se atreve a decir para romper el silencio—, soy Antonia. Antonia Maurer. Estoy en Ciencias de la Computación en la UNAM. Trabajo en Magicom, una compañía de soporte de sistemas y computación. Le agradezco que me haya salvado. —No la he salvado todavía. Quedan dos cómplices. Hay que eliminarlos. Páseme el vodka de la mochila. Por favor. Ella obedece. Destapa la botella, se la acerca. Él agradece, bebe con gusto, intensamente, sin apuro. Antonia lo deja beber mirando hacia el frente, como si los modales

LA MUJER

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de su salvador no acabaran de convencerla, aunque en el fondo, no le molesta. Su hermana se comporta de manera semejante. Será quizá que la palabra eliminar, resuena con fuerza en su imaginación; desde hace cuarenta minutos, el término tiene para ella un significado preciso. —Me querían violar. Qué cerdos. Él le pasa la botella. Ella la acomoda entre sus piernas, la mirada fija en el pavimento iluminado por los fanales. Antonia parece hipnotizada. —¿Tiene usted idea de quiénes son?— pregunta con inocencia la voz a su lado. Para hacer tiempo, Antonia pasa la mano sobre la boca del frasco, y bebe. El vodka le quema la garganta, la hace sentir viva. No acierta a hablar, sólo asiente con la cabeza, deja ir la mirada en la sucesión de luces y sombras de los árboles y las luminarias de Reforma, que para ella son como una imagen de su vida. El hombre percibe el gesto afirmativo de la mujer. Recuerda la posición de las balas sobre la mesa, su pretendido juego de damas, y lo recorre ante ese recuerdo —por primera vez en muchos meses— un escalofrío de placer. Antonia se deja llevar por la tristeza y vuelve a sollozar callada, doliente, con miedo ante la certeza del pozo que es su vida. Para calmarse, bebe nuevamente. Esta vez, la sensación del alcohol es tibia. La reconforta, como si un invisible escudo comenzara a protegerla de su desamparo. —Es extraña su casa. De un bonito extraño, quiero decir. De buen gusto, sobria. Pero impersonal: no hay una sola fotografía, ni un diploma, ni un retrato. Ninguna persona, sólo elefantes... En esa casa no ha vivido una mujer en un buen tiempo. —Usted es la primera en entrar desde hace años. —Lo siento, espero no... —Mire, señorita Maurer, no tengo particular predilección por los recuerdos. El Jetta blanco se enfila hacia Sevilla, para entrar a la colonia Roma.

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—Disculpe, señor. Acaba de matar usted enfrente de mí al hermano de mi exnovio y a su mejor amigo. —¿Y él, su ex? —Escapó junto con su primo, un judicial o soldado, no sé bien. Son los que dispararon Mientras la mujer llora, él dobla por Colima, hacia la Condesa. Saca un cigarrillo, lo enciende y abre la ventanilla para fumar con plenitud, muy lejos del llanto de la muchacha. Maneja con precaución. Seis elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que resistía fueron a llamar a un camarada.

Cuatro minutos después están en la esquina de Cholula y Campeche. Entran a una taquería con poca gente. Dos parejas de jóvenes, un poco borrachos, comentan sus hazañas. El hombre llena la comanda un poco al azar, tiene poco apetito, quizá ella sólo tenga sed, pero le pide unos tacos de costilla, un bistec y tres pastores, un oranchito y cebollas tiernas. Por último, dos cafés.

—¿Dónde vive usted, Antonia? —En Newton, señor. Cerca de Lope de Vega. Hoy no circulaba mi coche. Fui a la Warner, ahí en Leibnitz, junto a la iglesia, a un asunto de trabajo, que se complicó un poco: salí tarde. Quería tomar un taxi en el sitio del Camino Real pero me vi obligada a huir... me persiguieron, ¿sabe? En el «señor» de Antonia, el hombre nota que no se ha presentado, que para ella él es eso: el señor o un pistolero. —Efrén Rivacoba, ingeniero en comunicaciones, a sus órdenes, señorita Antonia, disculpe. Créame que la circunstancia no se prestaba para un duelo de cortesías. Suelo ser más educado. —No se preocupe, le agradezco...

LA MUJER

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Ella parece no haber entendido la complejidad del momento. No entiende que no está a salvo. —¿Con quién vive usted? —Con mi hermana. Mi padre murió hace tres años. Mi madre no vive en México. —Avísele a su hermana que se encierre, y explíquele que pasaré por ella en cuanto la deje a usted segura. El teléfono está en la mochila. Esos hampones no han parado todavía. —Fernanda no está en México, estudia en Berkeley. Se fue el viernes pasado. Rivacoba piensa sólo un par de segundos su comentario: —Mientras la acompañaba, ella fue su seguro de vida—, musita el hombre en una frase que ella escucha mas no alcanza a comprender. —Durante las vacaciones vivimos en Puebla, casi un mes, en la cabaña de una amiga. —¿Hace cuánto dejó a este tipo, señorita? — Rompimos el dos o tres de octubre, él había cambiado mucho. —Tiempo suficiente para que se consumiera de rencor. ¿Por qué dice que cambió? ¿Qué le hizo usted? —Nada. Lo corté. Edgar estudiaba Derecho, por problemas de dinero dejó la carrera a medias; primero estuvo en un bufete; no la hizo. Cambió de trabajo, quería independizarse, tener prestigio como litigante. Yo le presté algo de dinero. Cuando lo conocí, tomaba nada más, y, de vez en vez, fumaba mota. Luego se volvió agresivo y delirante; sospeché que andaba en algo más fuerte. Crack, pastillas, qué sé yo. No quise mezclarme más: me daba miedo. Discutíamos. Intentó pegarme un par de veces. Me alejé de él para no que no me lastimara. Duramos casi ocho meses. Una mala elección. —En verdad, el jovencito anda en cosas bastante fuertes. Lo siento por usted. Está a punto de arruinarle la vida. ¿Dónde vive?

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—Atrás, en la Roma, en Mérida, entre Puebla y Chapultepec. —Ahí hubo varios nidos —musita el ingeniero. —¿Perdón? —Él le habla con un lenguaje extraño. —Ahí hubo refugios, casas de seguridad, puntos de contacto de la guerrilla urbana. Desde Cuauhtémoc hasta Orizaba. Es zona caliente. Como la Aragón, como la Santa María, como la Doctores. Ésta es una ciudad violenta. —Lo sé, lo lamento... ¿Ingeniero, usted es policía? —Soy ingeniero en comunicaciones. Jamás he sido policía. Páseme el teléfono, por favor. Ella siente que le dice la verdad, aunque no explica nada. Pronuncia la palabra policía con desprecio, con altísimo desprecio. Consulta su reloj, son las 2:14 del 19 de enero. Extraña su casa, pero teme quedarse sola. —¿Coronel Gámez? Rivacoba, a sus órdenes. Quería desvelarlo o desmañanarlo un rato. ¿Me permite? Estrictamente confidencial. Allá le cuento. ¿Me presta un par de habitaciones? Mil gracias. Desconecta. Llama al mesero. Paga. Vigila las actitudes de la muchacha. Antonia bien pudiera ser su hija. Debe andar entre los 25 y los 28, en esa edad cuando las mujeres deberían permanecer eternamente jóvenes. La ve soportar la tensión y el cansancio. La muchacha reprime un bostezo, al notarse observada, sonríe sumisa, triste. Le parece que en otras condiciones le parecería una hermosa muchacha. Bonita, aunque flaca. No le importa demasiado. —Me voy a permitir sugerirle que no duerma hoy en su casa, Antonia, un viajo amigo de mi padre ofrece hospedarla con seguridad. Tal vez su antiguo novio tuviera o tenga a alguien más vigilando su casa. No se arriesgue y confíe en mi propuesta. ¿Acepta? El cuidadoso tono, la sencillez con que le explica el riesgo que ella intuye, y el temor de una angustiante soledad la hacen asentir en silencio. Sin comprometer tampoco el agradecimiento, sin manifestar su ansia de seguridad.

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Arranca el auto, enfila hacia Constituyentes. Por el periférico, a la altura del hipódromo, subirá hacia el Huizachal. El ingeniero le pregunta acerca de sus vacaciones, de Puebla, del rancho próximo a Izúcar, de la cabaña, de la comida, de Fernanda, de su computadora y los cursos de la universidad. De la huelga. ¿Cumplen los profesores? ¿No la distrae mucho el trabajo? Ella responde entusiasmada. La cotidianidad es una amplia y segura tabla de salvación en los naufragios. —Confíe en mí, Antonia. No podemos ir a su casa ni regresar a la mía. Ha sido un día difícil. El coronel Gámez es un viejo que agradecerá la desvelada. Y estará usted segura— le confía—. Mañana temprano, avise que no irá a trabajar. Use el celular. No recurra a la línea de teléfono y sea breve. Explique que está enferma o algo así. No diga dónde pueden localizarla. En todo caso, invente que debe salir de México con urgencia. Su hermana, su mamá, un problema inaplazable... Lo cual es cierto. —El doctor Mendizábal, mi jefe, con tal de que avise me da permiso. Unas cuantas líneas de código se reponen rápido... Warner era lo único impostergable... —Esta noche usted tiene en contra todo su pasado. Su futuro es incierto. La ayudaré a resolverlo. Ella no desea acusar el golpe. El hombre le parece inamovible, abstracto, analítico. Siente como pesa cada una de sus actitudes y palabras, acechante, en busca de una definición, de una pista. Una cruza de dóberman y pastor alemán con mastín. Ahora entiende por qué la ciudad se ha visto a últimas fechas custodiada por vigilantes con perros.

La casa del Coronel es de dos plantas. El coronel Gámez vive solo. Entre semana, una señora, Estelita, le hace de comer y el aseo. Los fines de semana se alternan las hijas y los yernos para acompañarlo. Después de los setenta, el Coronel perdió la cuenta de sus años. Asegura que así vivirá eternamente.

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Recibe a sus visitantes con ceremonia. Afable y riguroso; erguido y exacto en sus movimientos. Podría tener sesenta años, piensa Antonia. El viejo ha preparado café. Les ofrece. Trata con respeto a Rivacoba, pero se les nota un tono familiar, de lenguajes entendidos que delata una amistad paleolítica. Antonia trata de concentrarse en el detalle del ritual con que se reconocen ambos hombres. El agotamiento no le permite apreciar el encuentro. Sin demasiado protocolo, Rivacoba toma la iniciativa y la lleva a la que será su recámara. Una habitación limpia con un tocador como para maquillar a un dinosaurio. Un teléfono disfrazado de lata de Coca-cola es el único objeto más o menos contemporáneo. Mobiliario de Liverpool de los sesenta, infiere. La habitación de una quinceañera que nunca dejó de serlo. Frente a la puerta de acceso hay otras dos puertas. Averigua que una desemboca en un bañito rosa y salmón, y la otra da a un closet. Están echadas las cortinas a su derecha. La limpieza es notoria a su alrededor. Apenas apaga la luz y se descalza, queda dormida.

2. GHE

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EL VIEJO Y EL HOMBRE

Los hombres velan. Dirimen la situación: seguramente

la noticia se difundirá en los noticiarios matutinos y en los diarios amarillistas del mediodía. Serán contradictorias las versiones. La primera hipótesis —el orden de importancia es arbitrario— referirá una venganza o un pleito de pandillas o una cuenta entre narcos. La identificación de los cuerpos no presentará problemas: el móvil de este doble crimen no fue el asalto. Si identifican los cuerpos con rapidez, uno de los presuntos homicidas podría ser —por algún pleito de familia— el antiguo novio. Es evidente que el primo judicial —o soldado— se encargará de fabricar una coartada o una cortina de humo, problema resuelto. Si no son tontos, buscarán la revancha: ir sobre el aparecido y eliminar a la mujer. Necesitan eliminarlos, adelantarse. Pero el caso se plantea lo suficientemente confuso y sensacionalista para que el subprocurador lo confíe a un solo grupo. Un grupo judicial —así es el uso— atenderá la hipótesis de la venganza o la posible revancha entre traficantes. El tiro de gracia delata la necesidad de que callen rápido. Un equipo alterno se dedicará a recabar información de otro estilo o a conseguir un soplo entre malvivientes. El primo judicial —de querer interferir, tendrá problemas—: podrá ser rebasado por los médicos legistas o por el ministerio público: restos de la piel, la ropa o el cabe2. GHE

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llo de la mujer. Algún rasguño. Mas los legistas no conducen las investigaciones. Sólo hacen su trabajo: observar, inferir, informar. Construyen un expediente. Papeles. Y los papeles —en ocasiones o frecuentemente— pueden ser trastocados a capricho. O desaparecer. No es una solución barata, pero el exnovio puede, seguramente, conseguir recursos, porque a fin de cuentas puede vender sus servicios a algún postor, a algún capo. La verdadera historia sólo la conocen las dos parejas fugitivas, ellos y sus oponentes. Como no hay denuncia de Antonia ante el MP, la principal vertiente será la del segundo grupo. Tienen que averiguar quién fue el asesino (todos los tiros provienen de la misma arma, que es de uso exclusivo del ejército, o de contrabando). “Por supuesto, mi coronel, la Mágnum no tiene registro. Sólo la había usado en prácticas”. Se revisarán perfiles específicos: quién ronda por Anzures que sea un experimentado tirador, que se mete con unos jóvenes presumiblemente adictos. Quién a quince o veinte metros, en la oscuridad, elimina a dos blancos móviles con máxima eficiencia. Un profesional. ¿De qué lado? ¿Es un ángel de la muerte?, ¿es un justiciero? ¿Un vigilante?, ¿un protector? ¿El enviado de algún jefe de la mafia? Ésa respuesta sí la conoce el primo agente. Un enemigo extraordinario, sin duda. Pero no hay archivos acerca de él al alcance de ninguno de estos agentes o enemigos. Punto a favor, nuestro. Sin embargo hay muchos tiradores sueltos desde el caso Buenos Aires. “¿Cuál?” “Acuérdese mi coronel, la pura crema y nata de la policía haciendo una limpia al mejor estilo Chicago.” —Créeme, Rivacoba, que no veo últimamente noticieros, ni me interesan los diarios. Ya sólo leo libros de historia patria y sobre la revolución. “Si algún policía o periodista —ambos o cualquiera de ellos— logran informarse por algún testigo del desarrollo de la escena, las deducciones serán inmediatas. Otra hipótesis se pondrá en marcha: un ejecutor.”

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—El ejecutor sale del edificio, dispara y se lleva a la mujer. ¿A dónde? ¿Por qué? —¿Sale? —Sí, oficial. A menos que los hubiera estado esperando ahí desde antes. —Descríbalo. Describa a los que huyeron. Describa a la mujer. Ésa es la ventaja del primo agente y del exnovio. Vieron, vivieron y escucharon el origen de los disparos. Pero no pueden estar seguros de dónde salió el tirador. O si el tirador iba por ella y ellos se atravesaron. O... “Tienes razón, Efrén, pero no olvides que todo perseguidor es también un perseguido”. —En la persecución de Antonia, en los dos minutos que pudo haber durado el forcejeo y la sujeción de la muchacha, el primo debió vigilar la calle y las aceras por miedo, por oficio, por costumbre. Aunque estuviera ebrio o dopado. Aunque no sé cuál de ellos disparó. Él será el primero en tratar de cobrar venganza. Suprimido el obstáculo, el hombre, se quitarán de encima a la mujer. ¿Por qué no persiguió el asesino —es decir, Rivacoba— a los fugitivos? Por lo menos, uno iba armado. Confiaban en el número y en la sorpresa. Seguramente la habían vigilado. Y el punto de encuentro estaba donde la acorralaron y desviaron: en Leibnitz , donde nace la calle Poe. El mayor riesgo para el ejecutor fue regresar al sitio del crimen con la víctima del atentado. Jamás falta el mirón, el curioso casual, el propio perpetrador, junto al observador de oficio capaz de convertirse en el testigo: la anciana insomne y paralítica al pie de una ventana, tras una cortina; el memorioso enfermo que envidia el mundo activo a su alrededor. El depresivo que mira a la noche. El cuidador o el portero de un edificio. La madre o la esposa que aguarda. Todos ignoramos su existencia, y a la vez la damos por sabida cuando se manifiesta como el inefable ojo de Dios. Ellos conocen a todos en su zona. Son el mayor expediente vivo de la ciudad. Ni los diarios, ni los monitores diseminados

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por la urbe, ni los micrófonos y cámaras a distancia, ni los informantes de Seguridad Nacional poseen una cobertura tan continua y extensa. Por lo cual, naturalmente, se recurre a ellos. Así se dirime quién es el extraño en una calle, en un barrio. El rostro ajeno de la colonia. El intruso en un barrio de la ciudad. Todas las almas solitarias son guardadas por una mirada, por un oído atento a su presencia. A la vez, ésa es la ventaja contra el primo agente: el silencio de los que saben. Los que festejan la resistencia a la invasión. Los que en su inmovilidad e impotencia celebran la victoria contra los enemigos y se vuelven cómplices. O bien, por el contrario, Rivacoba será delatado y entregado a sus oponentes por un traidor, por quien desee que haya una expiación contra el que ha hecho justicia; o alguien a quien se intimide, se amenace, se chantajeé o se le pague. Dos dudas surgen al término de la noche. ¿Es Antonia de confianza? No importa. El ejecutor asumió el riesgo — y para qué negarlo— el placer de su acción. Con ella, sus consecuencias. El ejecutor se guarda solamente una frase: para él: la vida no es uno de sus preciados bienes. ¿Sabe cómo se llama el primo judicial? Es la primera pregunta que le hará Rivacoba a la mujer en la mañana.

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EL CORONEL

E l coronel recuerda la comida con el brigadier

Rivacoba, su amigo de toda la vida. Se encontraron en el Danubio, hace más de 40 años. Rivacoba padre no quería que su hijo estuviera en México. Efrén era el único de sus descendientes. Habían exterminado a la familia del brigadier, mayor en aquel entonces, en una emboscada en Oaxaca. Una venganza, se dijo. Aunque era obvio que lo que deseaban era terminar con Luciano. La Revolución nunca terminó. O dormía en algún rincón del tiempo, o esperaba su revancha. Los caciques, o los caciques que sustituyeron a los caciques, apenas perdieron poder. Los campesinos nunca cobraron los beneficios de que la tierra fuera de ellos. Como decían los oaxaqueños: desde que dejó de estar en manos de oaxaqueños el Supremo Gobierno, el país fue puro desgobierno. Un pleito vertiginoso por la silla. Una silla cubierta de deudas —desde que se tiene memoria—, pero silla al fin para sentarse y gobernar o hacer la finta de que..., mientras haya quien recorra la sierra; en tanto se pueda sacar a relucir al Ejército si ocurre una desgracia; o para prevenir una desgracia cuando la gente está inquieta; el poseedor de la silla no se despeina. En fin, si alguien ha estado particularmente inmerso y discreto en la vida del país es el Ejército. Y, en los sesenta, ni Huajuapan ni Juchitán, ni la Mixteca

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estaban en paz. Cosas que no cuentan las historias nacionales porque no ven más que al Centro. Pero se saben. Allí perdió el primer Rivacoba lo que ganó en ascensos: la mujer, tres de los cuatro hijos y las ganas de vivir. Y en medio de aquel problema ¿quién iba a preocuparse por cuatro muertos entre tantos? Cuando pasó aquello supe que mi mayor había perdido. Los machetazos, las ráfagas y la Molotov eran para él. Para su suerte, Efrencito, que era muy desbalagado, la libró. Como Luciano. Pero esa soledad no se compone nunca. Quizá nunca se compone ninguna soledad. Únicamente se maquilla. Era patético ver a los Rivacobas llorando en el velorio. No es lo mismo enterrar a los compañeros que a la familia. Les tocó. Un chavito de diez años y un hombrón de cincuenta tan destrozados como los cuerpos —o lo que quedaba de ellos— en los ataúdes. Cuatro catafalcos contra dos familiares es demasiado desconsuelo. Un soldado piensa siempre que la familia será la que le dé sepultura. Eso tiene sentido. No a la inversa. Uno no tiene por qué andar enterrando a la mujer y a los hijos cuando uno es la gente de armas. Pero así fue con los Rivacobas. Los dos ahí, rumiando su pena, masticando sus odios. ¿Cómo iban a tener luego querencia? Mi Brigadier ya sólo tuvo rencores. Todos se la debíamos. No porque la trajera con nadie. Eso no. Era un duelo contra la vida. Lo libró. No conocí jamás en Inteligencia militar a nadie más efectivo. Y qué que se encabronara porque el Efrén, por más que se lo eduqué, no iba a ingresar al ejército y se le rebelaba. Qué. Puro instinto de conservación. Con una rociada basta: ya sabe uno cómo silban las balas; ya aprende uno cómo son el peligro y el miedo. Se lo dije a mi amigo con todo respeto: deje que el muchacho trate de hacer su vida; si trae la milicia en la sangre, la abrazará voluntariamente. Fue buen consejo.

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Efrén nunca se enlistó en el ejército más que para cumplir su servicio militar. Cuál hubiera sido la actitud de Rivacoba en el 68 si su hijo hubiera andado en las calles por esos días con una muchacha como la chica ésta. A varios les pasó. Algunos no se disciplinaron. Otros debimos escoger. Éste o aquel lado. Y el pinche Rivacoba, que en paz descanse, niguas. Su trabajo. Obedecer. No cuestionar. En contraste, al muchacho en la academia nunca le importó la disciplina. Lo salvó su capacidad para manejar las armas, su resistencia física, su actitud de jugador de póker, su capacidad deductiva, la inteligencia, francamente. Se lo dije en el Lincoln. “Luciano: Efrén no va a ser militar. Va a ser el clamor de tu venganza”. Pero Luciano no hizo caso, dejó a su depresión convertirse en cáncer. Por lo menos tuvo el gusto de escoger uno maligno, de esos rápidos, de páncreas, que matan en un par de meses... Efrencito quedó solo. Pudo irse a MIT a estudiar sin ningún problema. Y demostró cómo es inteligente. Bueno para el análisis, bueno para la estrategia y con una capacitación técnica singular. Aquí lo hubieran echado a perder. Resultó mejor de lo que se esperaba. Una precisión implacable. Como su orgullo. Si hasta mi señor Secretario quiso llevárselo de su asesor. Lástima que ya trajera la amargura como fiera herida. Los elefantes jamás olvidan. Dicen. Y no necesitan la manada. Dicen. Para eso están las hembras. Dicen. Pero también los enloquece la soledad. Si bien digo que la muchacha aquella del otro lado tuvo mucha de la culpa. Lotte, sí, Lotte. Era bella, y allá hubiera estado bien. Aquí, no tenía nada que hacer, ni de qué agarrarse, qué iba a entender. Por eso se deprimía, por eso no aguantaba. No tenía por qué entender. Por más que se quisieran. Ni modo. Eso de irse con el hijo a su tierra en gringolandia, era natural, pero le quitó todo a Efrén. Nos lo quitó, porque también fui padrino de Aaroncito. Rivacoba fue de los pocos que se olió lo de Chiapas, mucho antes que Gobernación. No iban a reconocerlo,

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claro, y a Efrén no le importaba. Le extrañó la indiferencia de la Oficina, de los que cuidan a los que vigilan. Le extrañó la magnitud del silencio. Una complicidad inmensa, abrumadora, sospechaba. Cuando lo comenté por ahí, de manera inocente, sin más referencia, me miraron con recelo. Con ese gesto que tantas veces he visto entre los implicados: cállate o te vamos a callar. Ignoro, pero adivino algún nexo de Efrencito con la sucesión. Muy serio, Rivacoba me decía: “Coronel, cuando seamos más viejos diremos que este año fue cuando perdimos la República. No la salvación, sino la caída total en el infierno.” E intuyo que no me dijo todo. Como nada le decía a Lotte, ni a nadie. Él sabía demasiado. Y para desesperación de todos, estaba limpio. Limpio como ninguno. Me extraña que no lo mataran en el 94. A nadie hubiera extrañado en medio de aquella larga cadena de asesinatos. Por eso me atemorizó su actitud. Debió irse en silencio, con Lotte y con el hijo a Iowa o a Canadá. Nunca lo iba a hacer. Pero debió irse. No dejar que ella se fuera. Porque, finalmente, ella lo dejó para siempre, como bien describen las canciones, y apuesto que también así sucederá con el hijo. Pero quién sabe. Yo tampoco puedo creer en nada.

—¿Puedo pasar?—, pregunta Antonia. —Ándele, señorita. Acompañe a este viejo. ¿Cómo se siente? —Más tranquila, pero atemorizada todavía, coronel. —Es natural, el susto y el maltrato no se pasan con facilidad. El cuerpo se resiente. ¿Comió bien? —Sí, gracias. Me trató muy bien doña Estelita. —Sólo por ella y por mis hijas esta casa sigue en pie. Yo soy un viejo inútil, señorita Antonia. —No diga eso. Usted y el ingeniero han sido muy buenos conmigo. No entiendo cómo hay todavía gente como ustedes. Ni sé cómo agradecer... —Con que sonría es suficiente— aprovechó el coro-

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nel la pausa—, Efrén así es de entrometido. Y a mí me encanta hacerle segunda. —¿Se conocen desde hace mucho? —Soy su padrino, imagínese los años. Su padre, Luciano, fue mi mejor amigo. Siempre estuve cerca de los dos. Y nunca he dejado de cuidar de Efrén desde que mi amigo faltó. ¿Sabe? Luciano me salvó varias veces la vida. Esas deudas nunca se pagan. —Le creo. Yo me siento igual de agradecida con el ingeniero. Hoy más que ayer. Anoche yo no podía entender que me estuviera pasando todo esto... Una comprende la probabilidad de que algo así le suceda, pero se confía siempre en que la lotería de la mala es para otros. Por eso anoche la situación era absurda. Me porté como una tonta. —Por lo que me contó Efrén, usted no jugó lotería. Señorita Antonia, usted es el blanco de esos muchachos: el premio mayor de la lotería. Tarde se dio cuenta el coronel de que había sido demasiado claridoso. A fin de cuentas así era. Para qué decirle a la chica que todo estaba arreglado. Extendió la mano hasta la mesita de centro y tomó de una caja de plata un habano, solicitó la anuencia de la mujer, y preparó el cigarro, seguro de que la elegancia de su ritual distraería la conversación unos instantes. Se escondió unos segundos entre la llama, el tabaco y la primera bocanada de humo. Luego bosquejó una disculpa: —Sepa que usted honra esta casa con su confianza, señorita. Con lentitud, en voz alta, pero como dirigiéndose a sí misma, Antonia dijo con voz tenue: —Desde el final de la secundaria, la vida ya es así. Vivimos amenazadas. O con cierta resignación. Sabemos que cualquier día regresaremos violadas o golpeadas a casa. Si regresamos. Conforme una crece, dejamos de hablar de fiestas y de muchachos para comentar lo que ha ocurrido a la salida de un baile, de una cena, de una discoteca: accidentes absurdos, robos, asaltos, encuentros con enfermos y pervertidos. Después de los doce o trece años, to-

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das tenemos alguna historia siniestra entre nuestros recuerdos: desde un taxista que nos mira las piernas desde sus espejos, para masturbarse mientras conduce, hasta la amiga que ya no regresó —y nos enteramos que sus atacantes decidieron que mejor era matarla, porque se purga más rápido un crimen que una violación..., ¿sabe? Pero quizá sea mejor estar muerta, que padecer esta rabia, la impotencia y el coraje. La muchacha pierde el hilo de sus ideas conforme las lágrimas comienzan a vencerla. El coronel la mira con tristeza, solamente con tristeza. —La entiendo, Antonia. Llore, niña, llore. Es una forma elegante de decir que está viva.

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EL ELEFANTE

«

Le dicen el elefante por la memoria, por el colmillo, porque ya no hay muchos como él. Y porque tiene la mano pesada, ya lo notó. Un hombre de ley, más allá — a veces— que la misma ley. Yo prefiero no juzgarlo, es como usted lo ve. Medio triste, sí. No tiene a nadie, quizá eso aclare algo, pero no explica nada. «Su esposa fue una gringa. Igual pudo ser mexicana o italiana o turca, digo yo. Tienen un hijo, Aarón. Pero pudieron no tener hijos. Ella estuvo con él un tiempo largo. Relativamente. Para Lotte, creo, estar bien era que Efrén trabajara fuera de casa y fuera un proveedor cumplido. Ella nunca supo bien a bien de qué trabajaba Rivacoba. Sabía que tenía éxito y que era medianamente feliz. Eso bastaba. Era una buena mujer, sencilla, sonriente y discreta. «Quizá no pudo con la desilusión. Dicen que Rivacoba dirigiría la inteligencia civil de la nueva administración. Eran los últimos meses del 93. ¿Qué tenía que hacer él en un área tan notoria? Sólo él lo sabe. Junto con mil otras cosas a las que nunca se refiere. Verdad o mentira, después de la muerte del candidato, Efrén ya no quiso trabajar más. Dejó el empleo, se encerró en un silencio absoluto. Y ahí se ha quedado. Pensando. Lo hace muy bien. Pero Lotte no era para aguantar aquello. Poco tiempo antes de irse, me dijo que vivir con Efrén era como vivir con la Esfinge en la sala de la casa.

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«Efrén no protestó cuando se fue Lotte con el muchacho. Seguro lo tenía previsto. Y tal vez se sintió en paz. Que al menos ella y Aarón tuvieran una mejor posibilidad de vida, o una vida verdadera lejos de él. Y quizá tiene razón. La existencia no tiene que ser como las películas de final feliz, ni tampoco un supertragedión, ¿me entiende? «Y digamos que comprendo que la dignidad de un hombre no necesita testigos para demostrarse. La dignidad es un diálogo con uno mismo, como el honor, como la libertad o la moral. «Es posible que Efrén esté en una época en que ha querido poner en claro ideas así. Sin intentar manifestarlas, por supuesto. También es cuestión de edad. Llegado a un punto, uno debe hablar más consigo que con otros. «A veces viene, así, como ustedes anoche, y nada más lo veo tomar cinco o seis vodkas, seis o siete whiskies. En silencio, propiamente. Y se va. Un par de semanas, mes o mes y medio. Y regresa. No tiene muchos amigos. Omar, Darío o quizá, Adán... Su trabajo no era para hacer amigos. Tampoco para conservarlos. «Él lo asumió así. Por eso es el mejor. Es difícil una chamba de ésas. ¿No le dijo? Cómo le iba a comentar. No es un trabajo sencillo de describir... o de entender. Además de que no es un hombre paciente, con trabajos llega a contar hasta tres. No le gusta esperar. Más bien, Efrén no espera nada. Observa, calcula y ejecuta. Un aparato de precisión. «Pero la edad no perdona... que falló uno o dos tiros, creí entender anoche. Hace diez años no hubiera desperdiciado ninguno. Un par de veces lo pidieron que probara a los escoltas de Estado Mayor —esto no lo cuente—, y con relación a él los mejores sólo alcanzaron el cuarenta por ciento de la eficiencia de Efrencito. No sólo en tiro, también en defensa personal y en asalto y defensa estratégicas. Sólo hay seis o siete gentes como él en el país. Y creo que tres más en América Latina. Aunque él sabe y ha estudiado, no es eso. Ni un guardaespaldas. Profesión deleznable, según él. Ahí está el encanto de su personalidad.

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Sólo le gusta conocer el poder de su aptitud... Su padre quería educarlo como un ángel exterminador. Efrén no se dejó. Aunque lo complacía... Imagínese, que locura. Él es demasiado inteligente para eso. ¿Más café?»

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Muchas veces, de adolescente, Antonia se había pregun-

tado si era bella. Su cuerpo le parecía muy delgado y envidiaba un poco a su hermana. Sólo años después se dio cuenta que el cuerpo de Fernanda con sus voluminosos senos, con sus llamativas caderas, tenía un toque ligero de vulgaridad, aunque sus modales fueran distinguidos. Ahora Antonia no se preocupa más de esas cosas. Ha aprendido que Fernanda será siempre acechada por cualquier hombre porque es un llamado evidente a la sexualidad. Antonia, en cambio, es sensual, ya lo aprendió. Su sensualidad es discreta. Nunca llama la atención en primera instancia; ella ha observado que —al principio—, a donde llega, a un café, a una fiesta, pasa inadvertida, y es cuando puede medir la situación. Porque cuando despliega sus gestos, cuando echa hacia atrás el cabello, cuando sonríe o cuando comienza a mover las manos conforme habla, ella ha impuesto su hermosura. Y hay hombres que le han confesado que es muy bella; pero se sabe atractiva. Así le gusta, y la hace sentir segura. Esta tarde, sin embargo, mientras busca qué ver por la televisión por cable, su falta de control sobre las circunstancias la hace sentir particularmente extraña. Agradece su suerte y estar a salvo. Se estremece y la angustia el recuerdo de la medianoche. Quisiera también entender por qué se siente tan tranquila entre esos dos hombres tan afines y tan disímbolos entre sí. Son mundos que están

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más allá de sus mañanas en la Universidad o sus días en Magicom: escenarios que van más allá de las proporciones de los juegos violentos de la computadora, dos personas que nunca imaginó que existieran en su misma ciudad y en su tiempo. No está acostumbrada a pensar en una causalidad ajena: lo que no ocurrió, los “hubiera” o los “qué habría pasado si”. Le gusta que los hechos sean los que hablen. Ella está allí porque así sucedieron las cosas, como ciertas frases que no se sabe de donde provienen, pero son definitivas: “hay una bala que lleva tu nombre”; o, bien, “nadie se muere la víspera”. Y sonríe al llegar a la inevitable frase de su tía abuela: «el que nace para maceta, no pasa del corredor». Para Antonia las sociedades son un ejemplo de la entropía, o una formulación específica de la teoría del caos. Eso le gusta del coronel, que no se preocupe por la filosofía. Eso le agrada del ingeniero: no necesita de palabras. Actos y hechos. En general los hombres no son así. Se dicen duros o inamovibles, pero son como arenas movedizas en paisajes llenos de recuerdos. De modo que le parecen, en general, evidentes. O casi. Enloquecen, le queda claro, Edgar —el muy perro— se lo acaba de demostrar. La muerte. La muerte llega de cualquier parte. Y lo que estaba vivo se escapa de manera intangible. Eso es magia. Un acto mágico terrible. Mas no alcanza a sentir compasión por los muertos de la madrugada. ¿Por qué decimos que algunas gentes carecen de alma? ¿Por qué importa más la muerte de un perro, de un gato, de un animal querido que la de seres semejantes, a quienes despojamos del crédito que sean mejores que nuestra especie? Si ella hubiera podido disparar... No. Antonia sabe que quiso tener un cuchillo, que deseaba un cuchillo —no se le ocurrió otra cosa— y la habilidad para descargarlo contra aquel torbellino de violencia que se alzaba en su contra. Se estremece. La imagen de una legión de cucarachas en un anuncio le hace endurecer el abdomen. Claro. Cuando

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se mata a una cucaracha se conoce la satisfacción de una victoria contra un intruso. No importa el instrumento para aniquilarlas. La muerte de sus atacantes, más que gusto, descubre, le produjo placer. El placer de alzarse sobre ellos. De estar viva, de poder contarlo. El espasmo de cada cuerpo en el suelo al recibir un balazo, reconoce, tuvo la intensidad de un orgasmo. Después, esa inmensa piedad hacia ella misma. Tras un triste orgasmo.

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Parece un abuelo con su nieta”, piensa, en tanto deja una bolsa enorme al costado del sillón donde fuma un habano el coronel. —¿Descansaron?— pregunta el hombre. —A mi edad duerme uno más durante la siesta que durante la noche, Efrén. —¿Usted, señorita? —Vi un poco la tele. Nada interesante. —Le conseguí una máquina, para que no se aburra. Es suya. —Una Vaio, ¡Pentium III!, ¡Qué bárbaro! ¿De verdad? ¡Qué exceso! ¿Cómo pudo?.. No debió molestarse ¡Es maravillosa! Gracias. Ella va hasta la bolsa que señala el recién llegado. Y entre exclamaciones descubre una caja de cartón en forma de portafolios que protege a su vez una notebook y sus accesorios; además de un par de discos compactos con programas. Antonia se vuelve hacia los hombres con el rostro transfigurado. Se ve hermosa. —Gracias, de verdad, gracias, ingeniero. No se hubiera molestado. —Efrén es feo, pero riquillo —apunta con fingida seriedad el coronel—, algún encanto había de tener. Sincera, Antonia dice con inocencia: —Pero es muy serio. Efrén no acusa golpe, aunque al coronel se le escapa

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una carcajada. —Ay, perdón... Quise decir... —Que es terriblemente serio —la interrumpe el viejo—. Ha sido usted muy discreta, señorita Antonia —ajusta. — ¿Y qué otra sorpresa nos tienes, Efrén? —Nada extraordinario, coronel. Un poco de ropa para la señorita y libros. Un par de teléfonos portátiles de repuesto, y muchas tarjetas amigo. Por lo demás..., jugué un poco de pull. Relaja mucho. —Relajante y sustancioso, me imagino —sentencia el viejo. —Y fui a poner un anuncio. —Tratándose de ser discreto, imagino que es un anuncio con esas características. —Por supuesto. Sólo dice “se renta”, y el número del nuevo teléfono celular. Aquí lo tiene, es para usted. —¿Que rentamos? —Mi departamento, coronel. ¿No lo supuso? —Un ataque súbito de discreción, ciertamente. Eso y decir que tú fuiste el ajustador de cuentas me parece un discreto ataque de locura. Efrén sonríe: —Al contrario, se trata de la decisión súbita de un tímido vecino acobardado por el incidente de esta madrugada. Un señor serio al que no le gustan los escándalos. Eso dirá la portera. Y no tiene por qué ser de otra forma. Doña Luz es mi agente encubierta. —Pero qué tal tu descripción física. —Es semejante a la de otros dos vecinos, eso confundirá cualquier pesquisa. —Está el auto... —No, ya no está el auto. Fui con Adán Corbera; él me presentó a un amigo de él de la Escandón, un comerciante de autos usados que arregló el negocio en un momento. Ya después me fui de compras. Ahora traigo un Focus azul horrendo con placas del Estado de México. Adán y Darío estarán en contacto con usted, les hice algunos encargos. —Los atenderé con gusto. Tanto tiempo sin saber de ellos. Ahora soy su jefe. Gracias, Efrén.

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Los hombres ríen. Antonia se ha posesionado de la mesa del comedor donde manipula su aparato de cómputo como una niña a una muñeca. Al coronel Gámez parecen sorprenderle las proporciones mínimas del instrumento, Rivacoba, en cambio, estudia la habilidad y la concentración de la mujer frente a la pantalla. Antonia está atenta como un controlador de vuelo. —¿Le sirve, está bien?—decide interrumpir el ingeniero. —La máquina es excelente, aunque los programas son lo normal, muy comerciales. —El señor que me atendió dijo eso. Cuando le expliqué como para quién era, me recomendó esto—. Saca del bolsillo de la chamarra un CD ROM y se lo extiende. —¡Un Linux!, ¡qué gusto! Me voy a sentir en casa. ¿Cómo adivinó? —No quise adivinar, Antonia, fui directo a Magicom —le sonríe, como un prestidigitador que detalla un truco trivial—, no me gusta equivocarme... ni abrir todas mis cartas de un solo golpe. —Yo no quisiera ser un aguafiestas, Rivacoba, señorita, pero es hora de cenar. —Perdón, coronel, tiene razón. Llevemos a la señorita a cenar. Aquí encerrada se va a aburrir. —Imposible aburrirse con un juguete como éste. Gracias sinceramente. Es una gran delicadeza de su parte, ingeniero. —Espero disculpe mi rudeza anoche. —Y cambiando de tono abruptamente—: por cierto, en la bolsa de papel estraza hay un estuchito donde viene la impresora.. Y ya no diga nada.Vámonos a cenar o nos va a regañar el coronel. Ella sonríe y sólo acierta a murmurar emocionada: —No se mide. Gracias.

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A: Fernanda Maurer De: Antonia Maurer Asunto: Pesadilla

Kiki querida: Apenas te fuiste y comenzó la aventura de mi vida. Si así va a ser el año, mejor que se acabe. Esta semana me ha ocurrido todo: antier estuve a punto de ser violada por el pendejo de Edgar: regresaba de chambear, era noche, me persiguieron cuatro imbéciles y dos se me echaron encima. De la nada, salió un tipo que me salvó de Edgar y del “Molerito”, que huyeron. Los Villegas, Daniel y Ricardo resultaron baleados y muertos en el relajo. Y te imaginarás, yo en la histeria. Me tocó ver cómo el cuate que me defendió, el ingeniero Rivacoba, los mataba. Lástima que se escaparon Edgar y su primo, el tal Cruz Molero, el que te había dado tan mala vibra en mi cumpleaños porque te quiso fajar a las primeras (¿ya te acordaste?). El inge Rivacoba me trajo a vivir a casa de un viejo amigo de él, el coronel Servando Gámez, un viejo sensacional. Me tienen escondida para que no me pase nada.

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Al principio, te imaginarás, yo estaba sacadísima de onda, como si estuviera secuestrada; y el ingeniero advirtiéndome que lo mejor era que Edgar y el Cruz no me pudieran seguir la pista por ningún lado. Una pesadilla, y yo sin saber qué hacer. El ingeniero no es hombre de muchas palabras. En cambio, el coronel es un ruco cotorrísimo, me traduce todos los misterios del inge y me distrae. Es un abuelito encantado de que le haga la visita. Por ese lado, la cosa está tranquila. El periódico contó la noticia de que el Daniel y Ricardo amanecieron muertos y baleados, como si se tratara de una venganza de la mafia. No sé si traían mota o coca, adentro, (La Prensa dice que de las dos) pero a mí me apestaron a alcohol, y andaban gruesos: yo no estaba para diagnósticos, francamente, tratando de descontarlos, morderlos o cegarlos y de escaparme. Pinches machitos. El caso es que mi latida de que Edgar estaba en rollos gruesos no andaba lejos de la realidad. Y te confieso, me da miedo que ande suelto. Sabe todo de mí, de ti, de varios de mis amigas y amigos como para estar tranquila. Nunca me molestó que fuera un poco rencoroso, pero no lo pensé tan vengativo, tan loco. A veces pensé que andaba tras la lana que nos dejó papá. Ya ves que le presté un par de veces. Ahora sé que es un cuate dispuesto a lo que sea, con tal de chingar y sentirse bien. Una mierda. Por eso, aquí con el coronel y con el inge me siento segura. Y ojalá me lo quiten de encima. Te parecerá absurdo lo que te digo, pero ellos son los únicos que pueden manejar esto. ¿Por qué me siento bien aquí, en medio de dos desconocidos? ¿Por qué me va a cumplir?, es decir, ¿por qué los va a matar? Por suerte, porque al inge le molestan los cobardes. Además, por esta misma suerte me escapé de estar como Doris.

UN CORREO

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Siempre pensamos que cosas así les ocurren a otros, y enterarnos de que les sucede parece ponernos a salvo. Cuando entiendes que eso es pura fantasía, sólo un inmenso vacío parece abrirse. Cenamos anoche en La Mansión, frente al Toreo. Nunca había estado allí. Y vieras cómo estaba de aprensiva. Temía ver a Edgar y al Molerito entrar disparando contra mis protectores. Y yo, a merced de ellos. Pero me controlé. Por cierto que les hizo gracia tu apodo. Les conté que le habías puesto Molerito porque el Cruz chinga como bolerito, por su falta de estilo. Es lo único en que pude estar alivianada, porque no se me pasa la impresión. Todas las ideas y las emociones me dan vueltas en la cabeza. Es peor que la regla. Deseo que esto se solucione como sea, y pueda salir segura a la calle, hacer mi vida sin broncas. No tener que atormentarme por una inacabable serie de temores. Hasta aquí la telecomedia. El resto son decisiones que debemos tomar. Me aconsejan vender el departamento de Newton. Al principio, ayer, me molestó la idea, después de tanto esfuerzo para conseguirlo. Pero el temor de que en cualquier momento alguien de los Villegas o Edgar o el Cruz quieran vengarse conmigo, me estremece. La verdad, Kiki, creo que deberíamos hacerlo. Me gustaría saber tu opinión. Tal vez sólo estoy muy paranoica. Llama a mamá y dile que estoy bien, pero que no me busque ni en la oficina ni en casa. Así quedo cubierta, ya le hablaré de algún celular. El coronel y el ingeniero me advierten que nuestra casa pudo estar vigilada, de modo que los menos datos que tengan de mí, mejor. Es posible también que hayan intervenido el teléfono de la casa, de modo que dalo por muerto. Si algo se ofreciera llama al 1275

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6070, un celular de tarjeta que me consiguieron, junto con la notebook desde la que te escribo, y algo de ropa (no son mis colores, pero está pasable). Sé que mi situación parece de locura. Pero la he pensado durante las horas que estoy sola aquí, y me convenzo de que soy afortunada. ¿Por qué son tan buenos? Lo ignoro. Pero los dos hombres se divierten defendiéndome, como si fuera una linda travesura, aunque toman las cosas en serio, muy en serio y yo sólo puedo sentirme segura así. Imagínate a un par de ociosos propiamente “con permiso para matar” y con una cantidad enorme de conectes de lo más extraño en el ejército y en cosas como de seguridad, encantados de salvarme de mis perseguidores para pasar el rato. Por que eso son, aunque no sé que tanto esté a su alcance. Y brillantes, discretos, muy inteligentes, cada uno en su onda. Un par de película. Como dices, éste es un país de locos. Y los admiro. De no ser por él, por ellos, yo sería una víctima más de una violación tumultuaria, sola con mi palabra contra esos hijos de la fregada. Ni la policía, ni la judicial ni nadie me hubieran sacado de mi problema. Me aterra. No me escribas al correo electrónico de la oficina, no me parece improbable que también quieran buscarme por allí o sacar información de alguien. Esta dirección es segura, sólo tú la conoces. De cualquier modo, en cosas de paranoia no hay nada escrito. Así que por favor sé cuidadosa. Yo trataré de hacerlo lo mejor posible. Adiós, Kiki. No dejes de escribirme, será una forma de seguir juntas. Te quiere Toni

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Recuerdo a Doris sonriente siempre. No sabía deprimir-

se durante las malas. Fue la única de las amigas de Fernanda que nos acompañó durante el entierro de papá. Un absurdo día soleado, tras semanas en vela, ya que el enfisema acabó por ahogarlo. La primera en las fiestas, Doris; la primera en dejar que el galán que le gustaba la invitara una pieza, Doris... y las demás, atentas a su estilo, torpe, lentamente, aprendimos sus secretos. Algunos, sólo algunos. Ella y Fernanda se encargaron de hacerme menos estremecedora la pérdida de papá —y que le perdonara su afán por tragarse todo el humo del mundo, por el que me había cambiado. “Tu padre te amó siempre”, me explicó Doris, tras no sé cuantas veces de decirme las cosas con tanta delicadeza y elegancia que yo ni en cuenta. “Tu padre te quiso siempre: jamás te golpeó, nunca te gritó. En su vida te hubiera reclamado algo: ni tus llegadas tarde sin aviso; ni las veces que se dio perfectamente cuenta que venías medio alegrona y fingiendo demencia; ni puso el grito en el cielo cuando por sentirte muy de mundo te pusiste dos días high. Tampoco bebía ni se iba con viejas; ni lo oíste —y nadie lo oyó— hacer ningún comentario en contra de tu madre y sus puterías y decisiones. Te dejó hacerte mujer y que aprendieras los alcances de tu libertad. Y a fin de cuentas, Sebastián quiso y respetó a tus

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amigas y fue, también, su amigo. De verdad, Toni. La cólera, la ira, los deseos postergados, las frustraciones, las fue convirtiendo en humo. Se tragó todo, lo quemó y lo exhaló como una intangible visión ¿Entiendes? Claro que comprendí. Comprendí muy bien. De eso se trataba. No tanto por las palabras, sino por el tono. Me abrió los ojos. Me los abrió completamente. De joven una piensa que, con quitarse de encima la virginidad, ya vivió todo. Luego advierten a una las que se casan muy jóvenes y tienen hijos: “espérate tantito, y verás lo que te falta”; y son como un gremio, aunque cualquiera ha visto un pañal sucio. E imagino que siempre ha de ser así, que una se siente grande, sea cual sea la edad, pero no falta quien contemple las cosas con otra proporción y perspectiva. Y en eso Doris, tal vez porque su familia fuera numerosísima o por lo que había presenciado y oído, sabía mucho. Intuí —y no me equivocaba— que quiso ligarse a mi padre. Sólo me latió que le había caído. No sé por qué, si por el tono, por el demasiado afecto que ponía al pronunciar su nombre. Lo ignoro, cosas del instinto. Pero me dieron ganas de arañarla. Ya me le iba a echar encima cuando me adivinó la intención. Entonces, se quebró: —¿Qué quieres que te diga?, ¿por qué no iba a tener derecho?— balbuceó. De inmediato se puso a llorar. Lloró, lloró, lloró mucho, de una manera atroz. A mí me vino una sensación de angustia profunda, como cuando tiembla, como perder el control del volante, o el temor que provoca la baja intensidad del sonido de un avión grande. Y no sabe la gente donde meterse. Mucha angustia. Me entró la culpa por mi egoísmo ante su intimidad lastimada. No supe dónde meterme. Por estúpida. O por ciega, o por inexperta. Caí en la cuenta de que yo jamás me había enamorado verdaderamente. Recuerdo muy bien a Doris, de pie frente a mí y a la defensiva, como una condenada a muerte, llorando, como

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una bruja indefensa, a punto de ver a sus pies la llama que la consumirá en la hoguera —como si, atada, esperara el cumplimiento de su sentencia, sin esperanza alguna para un nuevo plazo. Tan vencida como un animal viejo cuando agoniza. Así de triste, golpeada por una humillación profunda. Nos separaba, apenas, la mesa entre los dos sillones de la sala, pero había una distancia impresionante entre ambas. No alcanzaba a medir su proporción. Y llegó el torrente. Una rápida, cortante lista de frases desarticuladas. Una crecida violenta, inesperada, que arrasa sin medida. Cuánta razón y sangre revueltas. —¿Por qué no había de querer a Sebastián?, Toni. Yo no era de su sangre, y lo sentía muy cerca. Me hice la ilusión de que podía ser para mí. A nadie le quitaba nada, carajo... y estaba cerca, tan solitario, en un mundo que me parecía cercano, que anhelo..., por qué no, y que tiene su encanto. Pero a él le parecía difícil, de alguna manera sentía que les arrebataba algo a ustedes, y con toda caballerosidad se negó a mi ofrecimiento. ¡Qué loca! ¿No? “Pero él sufrió. Y fumó, fumó más. A mí me dolió un chingo, no sabes. Pero fui comprendiendo una historia contada en retazos: antes de que tu madre se fuera, él ya se sabía enfermo... aunque no quiso saber con certeza hasta qué grado.” Me fui calmando poco a poco, conforme la oía; en tanto fue quedándose en silencio, hundida con sus recuerdos y con su tristeza. Silencio. Las dos llorábamos. De nuevo vino a mí esa imagen de mi padre que me obsesiona, con la que sueño. Fuma, encerrado en la penumbra; camina de un lado a otro de la ventana que da al jardín de atrás, su respiración se oye lenta. Si estuviera más cerca, escucharía el esfuerzo de sus pulmones y el sordo murmullo que le recuerda a cada instante que esa máquina, su máquina, está descompuesta. Anda y desanda el mismo camino.

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No sé por qué pienso que recuerda a mi madre y que se pregunta por qué ella no está con él. “¿Qué le vio al otro, al intruso?”, debe interrogarse. Tal vez se culpe de algún error o lo invente. ¿Cómo explicarle que hay mujeres así?, que para algunas estar con un hombre no es un problema de edad ni de calendario. Sencillamente una siente que ya estuvo bien, que ya no hay nada, que hay que buscar otra cosa. Con permiso. Y es extraño, pero no hay culpa. Prerrogativa femenina. Quizás hoy me lo explico mejor que antes. Ahí está en mis pesadillas, fumando. Enciende el cigarrillo con un deleite como si fuera su último deseo; se aguanta la tos, el golpe en el diafragma, la protesta de la garganta. Y manda el humo al fondo de sus entrañas, o lo que quede de ellas. Me ve, me sonríe, como diciendo, me atrapaste, niña. Ya no sé si es él o su fantasma. Va a veces vagando por el jardín como un aparecido, de ésos que no lastiman, a mitad del día, en el último instante de la tarde. Su bata a cuadros, los pasos lentos, extinguiéndose, inhalando la fatiga, exhalando instantes. Su rostro se parece al color de la ceniza. Ah, los dedos manchados; ah, la voz baja, lenta, como un murmullo dulce de un viento a punto de silencio; ah, tu tos suave, que presagia la tormenta. Sólo, meses después, a punto de despedirme de esa casa en la que ya no está, le murmuro a su recuerdo: —Le hubieras dado el sí a Doris. La violó un tipo de su colonia hace unos días. Se deprimió mucho. No soportó. Se la pasa inmóvil, acurrucada. Apenas come, algo bebe. Murmura. Quiero imaginar que dice tu nombre, Sebastián. Se atiene a tu protección. Pero ya es muy tarde. Si se hubiera quedado aquí, tal vez no hubiera tenido que pasar por eso. Van a internarla. Cuídala. Yo no tengo ánimos para ir a verla. Le doy la espalda y me alejo. Lloro por él, lloro por Doris. No entiendo nada. Así, despierto muchas noches, pero jamás voy al cementerio.

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SIN ELLOS

Un día sola y los extraño. El coronel se puso su traje

militar y se despidió afable después del desayuno. De Rivacoba, ni sus luces. La computadora lleva el calendario de los días. Si no, pensaría que llevo meses aquí, y que de no ser por mis recuerdos he estado siempre aquí. Apenas se me notan los moretones y rasguños en el cuerpo. Nada más la huella del miedo sigue abierta. Me pregunto si se quedará conmigo para siempre. Hoy tengo miedo de estar sola. La posibilidad me aterra. Hace una semana me emocionaba la llegada de los viernes. Mañana es viernes. Un viernes distinto. Todo cambió. Espero la noche con ansia. Mis guardianes. Su compañía. Y, al final, un sueño apacible, profundo. Doña Estelita sube cada media hora para ver si se me ofrece algo, para ver si estoy bien y sólo atino a decirle que sí, que gracias. Hace un café rico, me tomo tres o cuatro mientras ajusto la máquina, mientras leo los periódicos en la computadora, mientras envío cartas técnicas a gente que posiblemente nunca conoceré —pero que es cordial. Un puente con el mundo. Pero estoy lejos de Magicom. Me gusta la conversación de los jáckers, su capacidad de juego, su cordialidad. El único poder: la capacidad para no dejar huella en las máquinas. Y he querido ser como ellos, invisible. Puedo ser perseguida, a veces rastreada,

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pero sé huir. Ponerme en contacto con quien me interese. Luego, no dejar huella. Que no me encuentren. Me gustaría que así fuera hoy mi vida, la de afuera. En eso, creo que Rivacoba y yo nos parecemos. Él sabe hacerlo en la vida, en la calle. No necesita dar muchas explicaciones. Su juego, como el mío, es cambiar de espacio. No dejar traza. Dos magias complementarias, supongo. Me gustaría ayudarlo, pero él lo quiere hacer a su manera. Cuando le dije que podíamos entrar a las bases de datos de la Judicial, vi que le interesó la propuesta, pero no quiso intentarlo. Se contuvo. Aunque le llamó la atención mi habilidad. —Otro día me enseña —fue su explicación—. Hoy no se arriesgue. Para ser ingeniero en comunicaciones, me parece fuera de serie.

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UNA VISITA

Aunque todo cambia, nada cambia. Cambian los nom-

bres de las dependencias, de las calles, de los centros de reunión, los públicos o los exclusivos. No importa. Todo vuelve a ser como era: las esquinas de las busconas, las cantinas de los viciosos, las zonas de tolerancia, las cuevas de los ladrones, las madrigueras de los asesinos, las residencias de narcos, las imprentas clandestinas, las piqueras y las fondas. O se mueven apenas unos metros en el mapa para repetir una evolución, una variable. Nada cambia, igualmente, en las costumbres. Como un sello de agua, como una marca de nacimiento, ciertas actividades podrán disfrazarse, mas el resultado es el mismo siempre: el coyote y el avaricioso, el contador ladronzuelo, el asesino a sueldo y el policía deshonesto. Cada profesión engendra sus dioses y sus demonios: luchan entonces los contrarios por formar sus legiones, comprar timoratos, hacer valientes a quienes carecen de coraje. Pareciera que ese destino es el de la especie, como si debiera sobrevivir la más apta. ¿Quién triunfa? No importa. El duelo lleva milenios, y las subespecies se confunden. El hombre santo engendra dioses y demonios, timoratos e iluminados. A la inversa, el criminal perpetúa otros caracteres: la espía y la amazona, la sacerdotisa y el monje, el justiciero y el mercenario; o, bien, la beata, el tribuno, el cínico y el conspirador. Piezas todas de un ajedrez de imprevisibles consecuencias.

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Un peón coronado, en ocasiones, trastoca el mundo. Sólo quienes se alejan de la realidad, cambian las cosas: el suicida y el científico, el desesperado jugador de cartas o el asiduo comprador de lotería. El hombre interrumpe su divagación cuando la presa se acerca. La reconoce por instinto. Él es el cazador. No la pierde de vista por el retrovisor ni un segundo. La presa acude puntual a la cita. No acusa ningún nerviosismo. El ingeniero tiene ventaja. Desciende del auto, lanza el cigarrillo al arroyo. Sin volverse, se dirige a la entrada principal de Poe. A su casa. A su cementerio de elefantes. Alza la vista con interés para ver el letrero en el sexto piso, el que dice: “Se renta”. Y apresura el paso. Casualmente mira hacia los costados, como para ubicar en su memoria el lugar para la eternidad, esa cuadra de Edgar Allan Poe, y mira de pasada al muchacho. Con este gesto se ha convertido en la carnada de su presa. El hombre avanza y toca en el timbre que señala un número: 601. Y da la espalda a la puerta, en el preciso momento en que el joven lo mira con desconfianza, como un mastín saturado de adrenalina, molesto ante cualquier obstáculo que se interpone a su capricho. El Molerito, concluye, conforme a la descripción de la mujer. —Con permiso, señor —le dice Cruz Molero con voz ronca, haciendo a un lado la vista, porque la mirada imperturbable del hombre que lo observa lo molesta, lo provoca. Y toca en el 601. —¿Viene usted por el departamento? —pregunta Rivacoba curioso. —Sí, hice cita esta mañana. ¿Usted? —El señor Servando Díaz me citó a esta hora. Qué extraño. —A mí me dijo que nadie le había llamado. Nada más falta que se quiera pasar de listo. —Cualquiera comete una equivocación... —y el rostro de Rivacoba resplandece de beatífica inocencia.

UNA VISITA

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—Se ve que usted no sabe como son de ojetes los dueños de deptos. —¿Perdón? —el educado ingeniero, desde su impecable traje, revisa al jovenzuelo que se las da de experimentado. Una ligera mueca de desaprobación dispara la ira del cándido mastín, que ladra: —Órale, qué me ve, güey. —Trae mal ajustada la corbata, caballero —afirma Rivacoba imperturbable. Un breve silencio parece caer entre ambos. El joven intenta enderezar el nudo, que queda, empero, puesto con desaliño. El muchacho respira hondo, y cae en la cuenta de que no le conviene llamar demasiado la atención. —Disculpe, señor, pero ya ve cómo sobran ahora los putos. —No se preocupe, yo soy únicamente un inversionista— concluye Rivacoba la conversación. El joven parece interesado en la palabra inversionista, pero su reflexión se ve interrumpida por el sonido de la cerradura que se abre para ellos. El coronel Gámez mira con desconfianza a la contrastante pareja que aguarda frente a él. —¿Digan? —El ingeniero se adelanta: —Ingeniero Armando Onofre, servidor. Vine a ver el departamento, aunque me informa este caballero que nuestras citas coinciden... señor Díaz, ¿supongo? El coronel Gámez pareciera ejercitar una difícil maniobra mental, de la que ciertamente él no es culpable. Mira a ambos hombres como si se tratara de un par de seres extraterrestres que piden posada a mitad del día. Finalmente, tras ocho o diez segundos, largos como un pasillo del metro, encuentra la respuesta: —¡Ah, sí, pasen, por favor, pasen! El viejo conduce a los hombres hasta el elevador. Más con prisa que con cortesía el muchacho pregunta a cuál piso. Tras la respuesta, presiona el botón 6 del tablero. La ascensión es directa y en silencio, sólo el rumor del aparato y las miradas en los variables y sucesivos números lu-

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minosos sobre las puertas. Desembocan en el corredor que los conduce al departamento 601, donde está entreabierta la puerta. —Pasen por favor. ¿Vieron el letrero o se enteraron por el Segunda mano? —Por la revista, en mi caso— afirma el ingeniero. —Yo vi ayer el letrero y lo llamé. Daniel Armenta, servidor — acota el joven Cruz Molero. —Encantado. Miren, el departamento tiene todos los servicios. Lo puedo rentar tanto amueblado como sin mobiliario. El precio sería el mismo, siete mil pesos, más gastos del condominio. La zona lo vale, es particularmente tranquila, y bien vigilada. —¿Está usted seguro?— interroga el joven. —En principio —interrumpe Rivacoba— me conviene, tengo que pasar en México hasta tres días a la semana por cuestiones de negocios. Regresar a Toluca es fatigoso a veces. Además, ya no es seguro. La semana pasada, en Constituyentes, me robaron el coche, nada del otro mundo: un BMW; hoy debí pedirle el auto a mi hermana. Y créanme, es una situación molesta. Señor Díaz, yo tomaría, inclusive, el departamento amueblado, si está usted de acuerdo. —¿Es lo menos?— pregunta el joven. —Es lo menos, señor Armenta, siete mil. Además, si se queda con él, tendrá la garantía de que no se lo pediré en breve si es usted buen inquilino. Los vecinos no lo molestarán. Son señoras respetables y familias de gente bien. Aquí entre nos —les hace un guiño de ojo—, soy el único que vive solo en el inmueble. El viejo deja salir un suspiro: —Mi hija me ha insistido que me vaya a vivir con ella. Ustedes saben, ya usted lo menciona, señor, lo riesgoso que es vivir en la ciudad. Me iré a Mazatlán con Susy, y tal vez me haga bien: la altura de la ciudad no es buena para mi corazón. —Se lo rentaré con gusto, la instalación se ve en buenas condiciones—acota Rivacoba.

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—Enton’s, disculpen, el depa es demasiado grande para mí—, se despide el joven. El coronel se ofrece para acompañar al Molerito, mientras Rivacoba revisa a sus anchas su departamento. El ingeniero aprovecha la ausencia de ambos para servirse una cerveza. Tal vez la escena resultó convincente; tal vez no. Desde el ventanal, Rivacoba ve al joven alejarse, ve cómo inspecciona su auto y mira cómo marca con un rayón de navaja la lámina: una larga línea que concluye al borde de la calavera izquierda. Instantes después, oye cerrarse la puerta, y el ritmo sólido de los pasos del coronel. —Parece que no te reconoció. Estoy seguro que el cabecilla es el que no vino y te apuesto un Absolut a que este imbécil no es militar y ni siquiera marchó. ¿Tú cómo lo viste, Efrencito? —Como es, mi coronel, como es: un pinche bolerito.

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LA COMISIÓN

Seguramente los hombres pensaban que dormía en mi

cuarto. En efecto, los oí llegar. Primero, Rivacoba; media hora, o quizá un poco más tarde, el coronel. Estuvieron en silencio un largo rato. Volví a soñar unos instantes. Estaba yo en la oficina y Ra me decía que, a veces, más cómodo que intentar entrar a un sistema conviene simular un nodo. No le entendí bien. Le preguntaba a Matuk y me ponía cara de que esas preguntas no se hacen. Obed, mi Watson, sonreía y prometía explicarme al detalle... lo que sé. Luego, un sueño breve, profundo y sin imágenes. Desperté, tenía sed. Decidí bajar para servirme un poco de agua. Allí estaban. Seguían en silencio. Bebían pausadamente. No habían encendido la luz. Olía a habano. El ingeniero rompió el silencio: —Se preguntará por qué nunca quise volver a la Comisión, coronel. O tal vez, con su habitual discreción, jamás ha querido saberlo. Usted es de los que prefieren observar a interrogar. Hacer preguntas, en efecto, no ayuda mucho. Es más fácil dejar que las palabras lleguen. —Por supuesto que hago preguntas: Efrén, ¿quieres otro vodka? —Acepto. —¿Cómo piensas salir de ésta? —Apenas resuelva una disyuntiva: si me deshago de uno, su muerte será el aviso para que el restante se esfume.

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Aunque son de respuesta rápida, no son brillantes. Lo comprobó usted hoy. Están encima. El de hoy, el Molerito, es el que menos me interesa. De alguna manera tengo que despedazar al otro, al que se esconde y coordina, al Edgar; luego al de hoy... O cazarlos juntos, así de simple. El animal que entrevistamos, definitivamente, no importa. —Lástima que no acabó el asunto la misma noche. —Era absurdo perseguir a los prófugos. Me faltaba perspectiva. En mi lógica, los dos que cuidaban a los agresores eran los líderes. Por eso disparé sobre ellos. Hubiera sido imposible no herir a la muchacha si intentaba hacer fuego contra el par que pretendía someterla. No traía expansivas; con eso todo habría estado a mi favor… —No exageres, igual habrías arriesgado a la chica. Y un breve silencio. Como una idea que cobra fuerza y escoge las palabras necesarias para manifestarse. —¿La Comisión? ¿Le sigue pareciendo interesante? La pasé mejor de enlace en grande... Antonia siente que no tiene derecho a espiar a sus protectores. Decide bajar. —Perdón, me voy a servir agua. No puedo dormir. —¿Le ofrezco un whisky muy suavecito? —¿No los interrumpo? —Quédese si gusta. Tal vez el ingeniero, que es un conversador compulsivo, nos platique un cuento antes de dormir. Sin mucha emoción, dudando entre sus recuerdos y la placidez del momento, Rivacoba pone cara de resignarse para complacer a su protector y amigo. Lo mira como reprochándole esa invitación a la sinceridad y observa la actitud inocente, atenta, de la muchacha. «Esa expresión es la que ha de tener en sus clases», se imagina. Queda un último refugio: el ingeniero vuelve a encender su cigarrillo. Ante el silencio a su alrededor, habla: —No hay mucho que contar, realmente. Fui enlace entre Presidencia, el ejército y el CISEN, Seguridad Nacional, Antonia —agrega ante el gesto de extrañamiento de la

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muchacha—: vamos, un espécimen peculiar, algo así como un nuncio entre las áreas de inteligencia del país; dependía sólo del Ejecutivo, como se decía, lo cual nunca permitía que fuera bienvenido en ninguno de los espacios en los que tenía incumbencia. Cosas del oficio. Aunque tenía acceso privilegiado: informaciones de los gobernadores, el espionaje por y entre Secretarías, el panorama de inteligencia militar y algunos detallitos que por mi cuenta entretejía, conversaciones aquí y allá, me hacían un observador privilegiado. El ojo de Dios. Porque oídos le sobran. Un poco harto del desgaste inútil que empieza durante el tercer año de gobierno, solicité mi cambio. Hubo un proyecto confidencial al que fui derivado, finalmente, en 92: la Comisión, surgida de las conversaciones privadas de los gobernantes de varios países, y pagada aquí de la partida secreta de la Presidencia. Buscaba fortalecer al bloque latinoamericano ante el G-6. Teóricamente, el objetivo era cambiar —reestructurar, era el término utilizado— las formas de gobierno en las naciones involucradas. —¿Con qué fin? —interrumpió Antonia. —El discurso oficial instruía «garantizar la democracia y la paz social, conservar el entorno biológico, sustentar la gobernabilidad de los estados» y, es claro, «cuidar los intereses económicos junto con la estructura de las naciones». La Comisión era un superconsejo latinoamericano. De funcionar, seríamos la contraparte americana de la comunidad europea. —¿No era eso demasiado para nuestro modo de ser?— lo provoca Gámez. —Era un antecedente de la globalización, mi coronel. Se pensó favorable. Sí. —¿Y eso convenía? —En lo personal, Antonia, no creo en propuestas utópicas. Tanta gente nunca se pone de acuerdo. Antonia se vuelve hacia el coronel: —¿Y usted? —Tampoco creo. ¿Un estado atrás de todo gobierno? No

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me gusta. La cuestión, a mis años, pudiera interesar teóricamente, como un ejercicio intelectual. Sólo nos unieron España y la Iglesia, malos amantes, todo país buscó distancia. Me separa de ustedes una trayectoria militar, el constante análisis de dos guerras mundiales y una cadena de promesas que sólo se quedaron en los papeles. Poco se logró. Como militar sólo puedo decirle que un tratado es vigente hasta que alguien lo rompe. Cosa común. Asunto de costumbre, digo yo. Ya ve que hay maneras de divertirse... —De cualquier forma, me parece una idea interesante, siga. —Acepté colaborar con el proyecto. Me permitía recorrer el país, formular una hipótesis respecto a los diversos comportamientos de cada grupo social y obtener su perfil. Algo parecido hice en Centroamérica, y en algunas partes de Estados Unidos; al mismo tiempo ayudé y fui capacitado para trabajos un poco más... confidenciales, u oscuros, como quiera. —¿Hace eso un ingeniero en comunicaciones? —se asombra Antonia. —No es mi única especialidad. La vida da para ejercer muchos oficios, niña. Mi tarea era muy simple: aprender, observar los numerosos rostros del miedo. Proponer estrategias para usarlo o combatirlo. En fin, lo que usted llama un banco de datos; aunque el oficio requería un poco de iniciativa más allá de la mera enumeración. —Nunca imaginé trabajos así. No creo que se haya hablado mucho de eso. Algo le hubiera oído a papá o a sus amigos. —Calcule el alcance del proyecto y los riesgos de una filtración. Con los cinco que supieron de él y lo patrocinaron fue suficiente. Para mí fue un entrenamiento útil. Hasta que lo supe concluido una madrugada: colaboraba conmigo un sociólogo cubano que arrastraba el lápiz, Omar, e iba conmigo a todas partes —y daba cuenta de mi comportamiento, sospecho. Una noche, me invitó unos tragos... Para no ser menos que su relato, Rivacoba apura su

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bebida y se apresta para surtirse nuevamente. El coronel le hace seña de que él lo sirve. El ingeniero continúa: —Era enero, también. Estábamos en Antigua, en Guatemala. Me preguntó si aquella ciudad no me recordaba en algo a México, o a alguna de sus ciudades. Le respondí lo obvio, que por momentos no habíamos salido de Oaxaca, de Campeche o de Jalapa. Y concedí que esa era la más superficial de las circunstancias. Que de cualquier forma yo sabía, y subrayé el sabía, que Antigua no era México, ni ninguna ciudad de México. Miles de circunstancias cambian al atravesar una línea fronteriza. “Acuérdate de esta noche”, dijo, y aceleró su ritmo de beber. —¿Para qué acordarse de una conversación de borrachos, ingeniero? Es ruido, basura mental. —Lo podemos discutir después —corta Rivacoba—, casi termino: aquello vino a cuento algunos meses después. “¿Tú, cómo lees el miedo?”, me preguntó Omar en una cantina de Monterrey. Rivacoba describió una numerosa cantidad de señales. Las signos eran casi siempre semejantes, o contradictorios en ocasiones, pero los motivos en general podían ser tangibles... o de imposible comprensión. Para Efrén fue difícil precisar aquello. Bosquejó apenas que se notaba en los modos de reunirse o divertirse de la gente y de comportarse con los demás. Un sendero de violencia sorda, acallada como un rumor que persiste y nadie puede ignorar, que nadie menciona... —Quizá un día llegues a las mismas conclusiones que yo, Rivacoba— le dijo Omar—, este catálogo inútil me confirma una vieja suposición: estamos ante un proyecto absurdo. Simplemente se distingue o no el miedo y se perciben sus fronteras. Lo provoca uno o lo sufre. —Omar hizo una pausa y añadió: «Anda, comienza a mirar torvamente a cualquiera de los parroquianos y verás dónde nos conducen sus miedos. Si fuéramos investigadores gringos, no saldríamos de un laboratorio y todo el personal sería de amansalocos, nurses, y computadoras.

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Algo muy lindo, y hasta les daríamos unos centavitos a nuestros jámsters por contarnos cuál es el disparador de sus temores. ¿Me sigues?» Y no, Rivacoba, ya no seguía las divagaciones del cubano que iba de un lado para otro, hablando de autores y de teorías como una enciclopedia, sino en busca de sus propias conclusiones: el miedo de morir, el miedo al dolor, el miedo a carecer de certezas, el miedo a Dios, el miedo al diablo, el miedo a perder la cosecha, el miedo a ese pasaje oscuro, a la sequía, a los terremotos, el miedo a quedar embarazada, el miedo a ser impotente, el miedo al jefe, el miedo de perder el bebé, el miedo a las armas, el miedo a las inundaciones, el miedo de quedarse sin matrícula, sin pasaporte; el miedo a las cucarachas o a las abejas, el miedo a las inyecciones, el miedo a los contagios: el pie de atleta, el SIDA, una hepatitis, miedo a la castración y a la amputación, el miedo al miedo: la anteposición de la partícula miedo a todos los actos humanos; para desembocar en la pregunta fundamental: ¿dónde empieza y dónde termina el miedo? —Tal vez estábamos agotados —concluye Rivacoba—. Seguimos trabajando juntos un tiempo, los dos con la certeza de que por distintos caminos habíamos llegado a conclusión análoga. Y que ya nos habíamos dicho todo, sólo quedaba la circularidad, la comprobación de todo aquello. Renuncié. Me ofrecieron una asesoría en Interpol, y meses después, me pidieron como favor el nexo con la Comisión, esta vez para que el candidato estuviera al tanto... Antonia no pierde palabra. Piensa que hay infinitos mundos en el espacio computacional, ciberespacio, como se dice ahora; pero se da cuenta de que hay una política más allá de todos los actos ciudadanos, donde ella está tan indefensa como un zorro ante la jauría. Eso ha de ser la metapolítica. El lugar donde se apuesta por los destinos en un horóscopo planetario. Ni estrellas, ni constelaciones. Juegan los hombres a Dios, y apuestan a los dados. Una apuesta corrosiva contra la idea de Einstein. El coronel Gámez ha dejado que su habano se extinga,

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lo sostiene entre los dedos mientras arriesga conjeturas respecto a lo que sabe de Rivacoba y lo que ignora de él. Rivacoba da un largo sorbo a su vodka, bebe, vuelve a apurar el contenido, y esta vez se queda con la copa fría entre las manos: —Al poco tiempo, cuando por la televisión vi subir a la ambulancia el cuerpo de Luis Donaldo Colosio en Lomas Taurinas, me di cuenta de que nuevos miedos alterarían de norte a sur las hipótesis de mis mapas, como unos meses antes ya había ocurrido: la marea había ascendido de sur a norte, de Chiapas al centro del altiplano. Comprendí la visión de Omar, me confirmé en mi percepción: era evidente que la Comisión tardaría años en terminar de estructurarse y, mientras, seguiría convertida en una superestructura, un área de inteligencia ineficaz, burocrática. Nada me detenía ya; de modo que dejé todo. El resto no vale la pena detallarlo.

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REALIDAD VIRTUAL

El contacto con el exterior pende de un hilo. La mujer

se informa de su mundo a través de una pequeña pantalla del tamaño de un libro abierto. Tal vez sea un libro abierto para quienes saben descifrarlo de esa manera: “Un libro único que cada quien estructura”. La mujer se entera de los acontecimientos puertas afuera: desfiles de candidatos y discursos, levantamientos indígenas en Ecuador, el avance de las tropas rusas contra una ciudad en la otra parte del mundo, un ejercicio de corrupción alemana, la apuesta de los universitarios contra una singular invasión del campus... Contempla el movimiento de la gente en una esquina de un parque en San Francisco, y las imágenes del Hubble, mientras en otra ventana lee la respuesta de Fernanda: “Toni, lo siento de verdad. Por mí, puedes vender todo. ¿Has pensado que puedes continuar acá tu carrera y tu vida? Por mi parte, si voy allá será para estar contigo cuando podamos estar juntas. ¿Te das cuenta de que México se nos ha ido acabando? Besos. Kiki” Click, click. La mujer cierra el programa y busca la música de Napster. Está en su mundo, un sitio donde ella es poderosa, capaz de vencer a cualquier enemigo. Un sitio donde se concentra la inteligencia del planeta, donde el acta de ciudadanía es la mera presencia en la red. En contraste con lo que sucede en el mundo del miedo, ella aquí puede demostrar que nada de este espacio le es ajeno:

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sabe el nombre de las cosas, el qué y el para qué de cada objeto que atañe a los sentidos o a la comprensión. A su vez, puede visitar Magicom y su escritorio, o bien ir a la universidad para ver qué pasa con los compañeros del semestre. ¿Volverá a tener clases? Y sin pensar mucho en eso o en qué deberá contestarle algún día a su hermana, se refugia con sus amigos daneses. Wann’ a play? Alguien ha escrito. Y bien, ¿por qué no? Tiempo es lo que sobra. Finalmente, se olvida de la pantalla para hundirse en una divagación que la lleva más lejos de lo ocurrido: el inasible pasado, el nebuloso porvenir. Junto con los deslumbrantes deslizamientos que la obsesionan cuando está lejos de un teclado de computadora. “En cuanto la pesadilla termine”, se consuela, “me iré del país”.

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Antonia Maurer fue paciente con el interrogatorio al

que la sometió Efrén Rivacoba durante el desayuno del viernes. —Tómelo como un ejercicio de memoria. Concéntrese. Cierre los ojos. Necesito integrar cada detalle que me permita recuperar sus objetos. Unos pueden ser urgentes otros esperar. Pero quiero evitar que sus enemigos se adelanten y vayan a causarle alguna pérdida. Comencemos por las llaves de su casa y las de su coche. Tardó un poco más de una hora el cuestionamiento. Rivacoba la hizo recorrer su cotidianidad más íntima. Como ante un médico o un psicoanalista confesó sus más escondidos secretos. La mitad del tiempo no levantó la mirada del piso. A alguien a quien se espera volver a ver no le cuenta uno todos sus secretos. “El departamento es interior. Tiene un elevador y dos escaleras de acceso”. Explicó que la chapa de la cocina no funciona, está trabada. Se debe entrar siempre por la puerta principal. Describió el sitio de cada interruptor y enchufe. Los objetos aquí y allá, en el closet y los armarios. Los ruidos de la aspiradora por las mañanas en la casa de arriba. El sonido obsesivo del congelador cada 22 minutos... Había dejado unas cervezas enfriando, unas Casta brunas, una cerveza que había descubierto hacía poco. Debía haber cuatro botellas, algo de jamón y crema. Quizá

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algo de comida para gatos. Fernanda se había llevado a Lorenzo, un siamés de tres meses, su regalo de Navidad. Pero a Rivacoba no le interesaba el gato y menos el refrigerador. A ella sí: quería que le trajera una bolsita de hielos... una travesura que se le había ocurrido. Con eso de que estaban de moda los robos a casa habitación... ella había dejado detrás de las charolas de los hielos una bolsa de plástico, donde el jugo de uva congelado escondía algunas de las joyas maternas. “No se ría, no sea malo”. La chequera bajo el CPU en el estudio, su álbum de fotografías, su pasaporte, la llave del cuarto de servicio en el cajón de los cubiertos en la cocina. Su alhajero, atrás de los libros de la sala, unas cosas de fantasía, “pero tengo un par de collares de mi abuela, ¿sabe?, perlas...” La llave de la caja de seguridad en el Tanenbaum de Minix. Ah, y la caja con los CD ROM y mi diario de hace diez años... el acta de nacimiento, los papeles fiscales en el cajón izquierdo del escritorio del estudio... “y esas fotografías semidesnuda que su primer novio le tomó, y que sólo ellos habían visto... ésas métalas en un fólder —o quémelas, mejor, no quiero saber más de ellas”. Se sonrojó. “Los cuadros, ¿hay forma de que no, se maltraten? Hay varios retratos de familia...” Describió, descubrió su casa. “Deshágase del lipstick y de mis cremas y maquillajes y los cepillos, sólo rescate la ropa limpia...” Y conforme hablaba supo a la vez que ese esfuerzo de memoria era una despedida. Un adiós a su casa de soltera. Ya jamás estaría en su departamento, ya jamás reconocería el olor ni los ruidos de su departamento. Le entregó sus llaves y las de su coche. Toda su vida en manos de Rivacoba. —¿Su credencial de electora, tarjetas de crédito...? —Las traía conmigo, en la bolsa. Están allá arriba. —Cuando llegue el coronel dígale que tiene sus papeles en orden—. Y salió.

Al regreso de Gámez, casi a la hora de la comida, le informó de lo ocurrido. El viejo le sonrió con benevolencia,

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como si intuyera su duelo. Hizo una llamada y se sentó a comer con Antonia. Estaba inquieto. —¿Efrencito no le explicó nada más? —No. —Por lo visto le gusta que me encargue de los detalles administrativos del asunto—, se resignó el viejo. —Creo que estaba de buen humor. Se reía de mis cosas, ¿usted cree? Hay veces que se dirige a mí como a una adolescente. Llevaba una mirada pícara cuando se fue... —Es usted buena sicóloga, Antonia. —Sólo me queda la duda. Me interroga una hora, me confiesa, ahí va la sopa, y ahora me pregunto: ¿para qué tanto detalle respecto a mis asuntos, si no tomó nota de nada? —Es fácil responder. Para eso están los apodos. Quizá el mayor tormento de Rivacoba sea su memoria. A veces no sé qué es mayor en él, su inteligencia, o su incapacidad para olvidar. Ya verá. ¿No ha curioseado entre mis videos? —Es falta de educación, coronel.... —Hágalo con toda confianza. Todo en esta casa es suyo. Sinceramente. A mí me entretiene el canal ese de animales en la televisión. Tengo grabados varios programas sobre elefantes. He descubierto que no hay mejor manera de entender a Efrén. ¿Sabía que su padre se refería a él como el elefantito? —No. O sí, la noche que nos escondimos en su casa, le dije que me parecía algo así como el museo de los elefantes. Me llamó la atención que no hubiera fotos o diplomas. —El verdadero museo de las cosas increíbles está en la cabeza de Efrén. Comieron el viejo y la mujer frente a la TV, sin llegar a distinguirse en sus comentarios, si hablaban de elefantes, si hablaban del ingeniero.

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Ánimo. Si estoy aquí, es por que lo deseé. Siempre quise

ser uno de los protagonistas de Juegos de guerra, la película que me acercó a ‘Joshua’, un alter ego del arquetípico HAL9000 de 2001, odisea del espacio. “—Do you want to play?” pregunta Joshua y ofrece una serie de opciones al joven jáquer que ingresa a la computadora base de la defensa estratégica de Estados Unidos. Fascinante. Por eso, y por la irrepetible oportunidad de trabajar con el más afín discípulo de Juanito Rosas, el mayor genio mexicano de la computación, estoy aquí. En este lío, le confieso a la pantalla de mi Sun. Sí, siempre quise estar en el juego de los grandes, como estuvieron el doc Mendizábal, el gran Juanito, como Mario Magidin, como Miguel de Icaza, como La Mancha, Brausen y el siempre misterioso Negra Barba, nuestros grandes gurús. Cuyo secreto se sabe a voz en cuello: el camino de la sabiduría se recorre construyéndolo un mismo. Así lo enseña The Tao of Computing. Jugar es un sinónimo de guerra. Y la guerra hoy se hace a través de las computadoras. —Últimamente proliferan los ataques a los servidores oficiales. El doctor Mendizábal acostumbra tratar los asuntos de la semana los viernes, al término de la jornada. Forma sutil de seguir trabajando. No importa que la invitación

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parezca una charla informal, en un café, en un restaurante, en una cantina. El método es conveniente para el modus vivendi de Magicom, una empresa que propiamente nunca duerme. Vigilantes, atentos, nuestros servidores funcionan siempre, como se registra desde el primer día en la historia de Magicom, cuando nuestras máquinas se conectaron a este mundo y a sus satélites para convertirse en uno de los corredores de la información planetaria. Como parte de ese sistema, me corresponde vigilar esa continuidad, evitar que una falla mínima altere el comportamiento de este cruce de caminos o la amenace. Pocas personas saben de mi oficio: un trabajo para introvertidos, para fantasiosos, para quienes no les gusta hablar o prefieren un anonimato perfecto. Eso la hace para mí la mejor profesión del mundo. Aunque hay otras envidiables. En Canadá, dice la leyenda, hay unos puestos de trabajo próximos a Terranova, donde deben permanecer en aislamiento absoluto los vigilantes contratados durante los seis meses del invierno (allá no hay sino dos estaciones, la del día y la de la noche) junto con unos cuantos supervisores de los tableros de control de los oleductos, que se encargan de que la presión no destruya el sistema. Parece que pocas personas aguantan un trabajo de esa naturaleza. A mí me gustaría hacer la prueba. Aunque también comentan que pocos regresan al puesto después de un par de años consecutivos de esos inviernos. El resplandor de Kubrick quería ilustrar esa idea. Otras películas lo han hecho peor, incluso los Expedientes secretos X. “¿Qué haces?”, ocurre que me preguntan. En inglés, la respuesta sería sencilla, I’m a watchdog, cualquier gente del medio comprende qué clase de guardián soy. El guardián del sistema, el ojo de Dios. Sin embargo, me he acostumbrado a decir que trabajo de mandrilito en una empresa de computadoras, nada más. Una verdad a medias. Gracias a la

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tele y a las noticias de los diarios o las películas, la palabra jácker les suena peligrosa, a bajos fondos, a delito, a oscuro. Si alguien me pregunta si soy jácker, entonces respondo que sí, que siempre quise ser jáquer. Y que soy cool, buena onda. De cualquier manera, no soy exactamente lo que en el mundo del cómputo es un jácker. Soy un físico y un especialista en sistemas. Conozco trucos de jácker, he descubierto algunas soluciones al estilo de los jáckers; y a veces debo trabajar como jácker para evitar problemas que las soluciones usuales no resuelven. Hay una parte más ofensiva y fascinante de mi trabajo: atacar a los cráckers. Ellos, los que usan la tecnología para el mal, para su provecho, para joder, son nuestros enemigos. No respetan códigos de ética y dañan los sistemas o arruinan los archivos de las personas. Combatir a los cráckers es esencial en mi oficio. Si no, seríamos muy mediocres proveedores de Internet y pésimos constructores de sistemas. Por eso debo ser un buen guardián. Y aprender, e imaginar qué está pensando mi contrincante. Muchos, la mayor parte de los trucos me los ha enseñado el doctor, quien tampoco es un jácker, sino un gurú: un maestro. Al doctor le decimos Ra, él es Magicom. La leyenda dice que un auténtico gurú sabe volar y puede andar sobre las aguas. Es una exageración. Pero casi es cierto. Al menos con Ra. Vivir para Magicom no es trascendental; hay muchas compañías y casi todas pagan bien; la diferencia sustancial estriba en ese hombre pequeño y miope, cincuentenario, de barba gris y cabello abundante, capaz de bendecir por igual al silicio que al carbono, como un moderno San Francisquito de las laptops. El doc es la buena onda. Y todos los viernes invita las cervezas. Las veladas de los viernes permiten el flujo y re-

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flujo de ideas que, en una junta formal, se perderían en el vacío. En eso los gringos nos influyeron mucho: dejar fuera del sistema la formalidad empresarial. El cambio de ambiente, la variedad de los espacios, el ir y venir de los parroquianos, la actuación de los meseros y capitanes, o el mero paso de las hostess nos permite celebrar un ritual antiquísimo, que todas las pequeñas comunidades humanas cumplen puntuales desde su principio: festinar, reconocerse como una tribu, identificarse como grupo. Alguna vez le pregunté al doctor Mendizábal cómo se le había ocurrido este rito. Primero me dijo que lo había leído en un artículo del doctor Lítvak. A los pocos días, cuando me oyó darle la misma explicación a Antonia, me llamó aparte. —Obed, piensa —y se tocó dos veces con el índice la frente—, hay cosas que se aprenden, otras que se infieren, y otras que uno mismo discierne. Focus. No le des vueltas a las cosas. Concéntrate. Toda respuesta es producto de una inferencia.

En la mesa de La Cabaña estamos el inmenso y rotundo Matuk, el aflautado Chigüín Rosas —la voz del pueblo de Magicom— y yo con Ra. El lic. Matuk comenta los chismes de moda mientras toma una Corona: —Ayer entraron a la página de Presidencia y los hicieron pomada. No se lo esperaban. —Corren con NT—, sentencia el Chigüín Rosas, dispuesto a intervenir en cualquier discusión. El NT es un sistema de Windows, impuesto a la mayoría de los servidores por Bill Gates, el Al Capone de los programadores, del que todos nos quejamos por convicción: es una imposición comercial perversa, y un dolor de cabeza. No hay un administrador serio que no tenga quejas de él y de sus inagotables fallas. —Hace un par de meses ventilaron el asunto en Slashdot.com. Se evita con un honey pot—, informo.

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—¿Qué carajos es eso de un honey pot? —revira Matuk, como si yo estuviera hablando en hebreo. Pobre, es administrador, un hombre sometido a la aritmética. —Un jarrito de miel —apunta el Chigüín, cuyo inescrutable apodo le fue conferido por su mítico tío, Juanito Rosas, el héroe cibernético de Plastijoy, quien convenció a Ra de la necesidad estratégica de fundar una compañía como Magicom. —Una computadora que actúa como una barda contra los cráckers. Es como un papel matamoscas. —Buena idea, es simple, Watson —sonríe Ra. —Aprovechando el viaje, doctor —le pido —, ¿no podríamos utilizar el modelito? Tengo la impresión de que desde hace rato tengo una visita extraña, aunque todos los registros son normales. —¿Tienes un visitante? —arquea las cejas el Chigüín Rosas que desconfía de la capacidad de cualquier otro computólogo que no sea él. —Bueno, lo desconecté esta mañana un par de veces... — me justifico. —Vaya mastín —me revienta el Chigüín— el problema no es tirarlo, sino dejarlo afuera, afuera, ésa es la ley. —¿Y cuál fue el fin del incidente? —Ra pide respuesta. —Casi de inmediato se rutea por otro puerto. —¿Y? —Ay de mí, el gurú contraataca, impasible como un profeta. —¿Y? —le devuelvo su pregunta al doctor Mendizábal, tratando inútilmente de ganar tiempo, arrepentido de mi inoportuno comentario. —...Y todavía no sé que es tú ‘hace rato’, Obed. —Sí, ¿y qué más? ¿Nos dejó en paz? —clava el puñal en la herida el Chigüín Rosas. —¿Y tú qué harías con alguien que te juega con tus mismas armas? ¿No te asusta que alguien tenga varios accesos a la mano? Y Ra: —Obed, en El bueno, el malo y el feo hay una frase brillante del Rubio...

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—¿«Cuándo tengas que disparar: no expliques, dispara»? —pregunta y afirma el Chigüín Rosas, que es medio cinéfilo también. El maestro niega con la cabeza: —«Las armas también tienen su estilo para disparar» —sonríe. Cuestión oscura. Abrí la boca y no gané nada. Excepto la certeza de que sabe más de lo que manifiesta ahora, y juega conmigo al gato y al ratón intentando educarme, a pesar incluso de este par de vándalos a mis costados. Matuk no deja que caiga el silencio. Mientras le flamean su plato, comenta como gran hazaña que por primera vez en nuestra historia vendimos una laptop superequipada, con la exigencia del usuario de llevarse un disco de Linux. —¿Hombre o mujer? —pregunta algo interesado Mendizábal. —Hombre. Ropa casual, madurón. Pagó en efectivo. —Curioso —musita Ra—. ¿Cuándo fue eso? —El miércoles en la tarde. El Chigüín Rosas, que había pedido vino, estaba efervescente, como si se hubiera pasado la semana pegado a todas las páginas de chistes de la red. Hecho a un lado el incidente, la cena transcurrió divertidísima. El doctor llama al capitán y pide traiga el carrito de los postres, consulta su reloj. Son casi las once. Rosas le comenta al corpulento Matuk algo de la conveniencia de anunciar asesoría Linux durante tres meses como parte de nuestras promociones. Ra parece ignorar la propuesta. Se abstrae en la contemplación del ventanal hacia la calle. Intempestivamente le pide a Gabriel: —¿Puedo saber una parte de tu vida privada? Chigüín Rosas y yo paramos oreja. Ésas bolas rápidas del doc, que se convierten en curvas, son fascinantes. El viejo siempre sorprende. Matuk nos mira de reojo como pensando cuántos espacios de fuga tiene. La sonrisa tierna del doctor, extasiado ante las posibilidades de la vida secreta de un oso panda, insinúa alguna travesura propia de él: —Prometo no contarle a Liliana ni a Aída.

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La cosa se pone buena. En el intercambio de información en los baños y en las comidas de los bajos mandos, se rumora que, desde su divorcio, hace dos años, el doctor le tira el perro a Liliana, la hermana mayor de Matuk, una historiadora-sabelotodo que frisa los cuarenta. Y el Chigüín me ha dicho que la esposa de Matuk, Aída, es como el diablo de celosa. Yo no le veo el caso al esfuerzo de la pobre mujer, Matuk no me parece el prototipo del hombre sensual. En todo caso el único francotirador tras todas las faldas de Magicom es el Chigüín Rosas. Pese al compromiso de silencio de Ra, Matuk se revuelve en su silla, como si estuviera sentado entre piedras. Nuestro administrador en jefe apura de un trago los restos de su cuba. —Obed, pídeme un capuchino. —Ni un por favor, así es Matuk. Obedezco. Chigüín Rosas musita un «miau». Retador, dirigiéndose ahora al doc, Gabriel agrega: —¿Qué sabes tú?, yo nunca he traicionado a mi mujer. Además, ¿qué le importa a Liliana lo que hago? —Estás como regadera, jefe Matuk, Liliana sabe guardar secretos —explica tranquilo el doc. —Pero le preocupa tu matrimonio. Es uno de sus temas favoritos. Ya ves como son las mujeres. Se protegen entre ellas, aunque se odien —murmura Rosas. —Está bien. ¿Qué quieres saber? —baja finalmente la guardia Gabriel Matuk, administrador en jefe y cofundador de Magicom. —Lo que se diga aquí, se calla. ¿De acuerdo? —Nos advierte el patrón a los más jóvenes: —¿Qué sabes de Antonia? —Lo que todos. Nada, desde el martes. —Sé que salió contigo el martes a la hora de la comida. —No seas mal pensado, doctor. Antonia iba a Warner, y yo a casa de mi madre. Chécalo, si quieres, no tengo por qué mentir. Apenas si me llevo con ella. En la fiesta de fin de año, mientras llegaba Aída del hospital, la Toni y yo sólo platicamos del bug del 2000. A los dos nos parecía una sicosis colectiva. Desde entonces, nada que ver. Cross

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my heart. Además, Aída la conoce bien, la escaneó, obvio, desde que sustituyó a Ramiro en el mantenimiento del sistema del Mocel. ¿Saben que dijo entonces? —ahora sí se dirige a la mesa, comienza a controlar la situación—: ‘Tu compañera será más joven que yo; pero, pobre, es muy flaca y le falta estilo. No sé cómo dices que tu pandilla la encuentra atractiva. ¿Qué hace una pirrurris como ella con ustedes? Ha de ser una de las debilidades de Mendizábal; como ése Rosas, dichoso. Eso sí, Antonia es eficiente’. Por suerte para mí, yo no existo más que como una pálida sombra que se diluye con la primera luz en el mundo de Aída; si no, me hubiera tocado también una buena rociada de los venenos de la señora Matuk. No dejó títere con cabeza. —No respondiste mi pregunta —se queja el habilidoso doctor Mendizábal. —Tú debes saber la respuesta, presidente, Antonia sólo reporta contigo. Cuando invitas los viernes a la Morgana, se la pasa callada, sólo te pela a ti. —Al contrario, Gabriel, hablas demasiado y sólo a ti te oye —le dice Chigüín Rosas, ardido aún por la sugerencia de nepotismo en su contrato.—Más bien, aquí la Toni se pone al día. Hace preguntas, sugiere y tiene por lo general intervenciones más inteligentes que las del compadre Obed Watson, aquí presente, por cierto. —Por cierto que tú con tus inseguridades sólo tratas de patear a los de abajo, Chigüín. —Lo paro en seco. —Haya paz entre los príncipes cristianos —interviene Ra—, dejen finalmente que Gabriel conteste con detalle mi pregunta. —Mira, doctor, los martes no circula el coche de Antonia. No había ninguno de los de la compañía para que se lo llevara, y me pidió aventón. Me dijo que había pedido un taxi pero en el sitio le informaron que sólo tendrían taxis en una media hora, que estaban sin unidades en ese momento. Nos fuimos juntos, sí, pero se quedó en Warner. Puntual, por cierto. Eso nos salva de los descuentos a fa-

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vor del cliente.. Ya ves, Morgana, en honor a la verdad cuida su cartera como nadie. Supongo que hizo bien la chamba. No ha habido queja de Warner. —¿Se puede saber por qué la pregunta, doctor? —intervengo. —¿Sabes si tiene novio, Obed? —es la nueva respuesta del doctor. —No, desde hace rato. Se va tarde por lo general. Y a veces me la encuentro en la Cineteca. Va sola, jefe —reporta el inefable Rosas, diablo guardián de todas las mujeres en edad de merecer de Magicom. —Ése es buen dato, Chigüín —comenta Ra, quien de nuevo se abstrae, una costumbre muy de él. Un gran desconcierto para quien no lo conoce. Matuk se relaja y da un sorbo a su café. A su vez, el sobrino incómodo no lo piensa soltar fácilmente: —¿Qué más dice Aída de Morgana? —Que hace cosas que tú deberías hacer. El otro día tenían broncas entre el inventario de Farmacia y los suministros a los pisos ahí en el Mocel. No cuadraban. Error del programa. Y según mis registros tú eres el que lo trabajó y afinó. Fíjate más. La Toni no tiene por qué hacer tu chamba. En una de ésas, te desplaza en las próximas promociones. Justicia divina. Ahora sí se lo chingaron todito. —Por cierto, Matuk —Ra da un giro a la conversación—, avísale al capitán que dejaremos aquí los coches de Chigüín y de Obed, preferiría que tú nos repartas. Propuesta extraña, ya que acostumbro dejar de pasada a Ra en su casa. Después, Mendizábal le pide a Rosas su celular y se dirige a la oficina técnica de caballeros. Aprovecho el general desconcierto para decir a Matuk: —Ya que eres conductor designado, me tomaré un Don Julio como Dios manda. Oigo otro «miau» de Chigüín Rosas cuando Matuk llama al Capi. Pide que nos atienda y cierre la cuenta. —¿Puedes dejarme antes que a los demás? —ordena el doc-

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tor a su regreso del baño. Sin distraerse, Matuk acepta con una semisonrisa—. Es hora de irnos. Como de costumbre, la cuenta está pagada. Ésa es para mí la verdadera magia de Magicom. Apuramos las bebidas con beatífica calma, aunque presionados un poco por la prisa de Ra y su plan familiar en el coche de Matuk, y salimos. Parsimonioso, el valet trae el Honda del administrador en jefe. Y abordamos. Diría que el frío es insultante si no fuera por el efecto del tequila. Sin embargo creo que me excedí un poco: más de tres cervezas y un tequila, me afectan. No estoy acostumbrado a beber. Ahora, en vez de la suave lasitud que propicia beber sin combinaciones ni mezclas —sean éstas autorizadas o no—, me siento avispado. Salimos de La Cabaña y enfilamos hacia el sur para subir por Altavista, rumbo a casa del jefe. Noto, entonces, las diferencias entre ésta y anteriores reuniones. Mendizábal jamás había mostrado ningún acelere, y hoy se comporta como si fuera a recibir herencia. ¿Para qué necesita regresar temprano? ¿Por qué ese cambio inusual del programa acostumbrado? ¿Algún recado en su bíper? Estoy a punto de formular una hipótesis cuando la respuesta se hace tangible. Después de Reina, un Shadow negro se le atraviesa a Matuk sin mayor aviso, y de él bajan un par de asaltantes que de inmediato nos encañonan. Sin volverse, inmutable como un ídolo demente, Ra musita desde su lugar, con los dientes apretados en su perfecto inglés: —Be cool everybody, everything is under my control. Asunto que la palidez del Chigüín Rosas traduce perfectamente con un gesto de ‘yo no la voy a hacer de tos para nada’, y yo siento que el corazón se me acelera junto con la respiración, y mi mano que se congela junto a la manija, atento al instante en que Matuk libere los seguros eléctricos del auto. «Ojalá le estén apuntando al Chigüín Rosas», pienso. En tanto, el tipo más alto, encubierto con una media,

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apunta a Ra y le hace seña de abrir la ventana. Mendizábal obedece. —Pinche nomo, dime dónde está Antonia o aquí te mueres. El cómplice al volante, una especie de guarura gringo, nos vigila embozado y medio oculto además por del oscuro cañón de una pistola. —Salió a París, su madre está grave —dice Ra tranquilo, pausado, en el momento que el cómplice le grita al que habló: “Súbete ya”, y percibo —al tiempo que él—, a mis espaldas, el sonido de las sirenas y el reflejo de los fanales intermitentes de colores rojo y azul que al doblar por Revolución parecen acercarse en nuestra ayuda. El asombro y la adrenalina nos mantienen congelados, protagonistas de una escena que deseamos sea irreal, una mera pesadilla de la que acabamos de escapar. Adrián Sánchez Zarza, el jefe de seguridad de Magicom, aparece junto a la ventana del doctor. —¿Está usted bien, patrón? —Gracias a usted, jefe Sánchez Zarza, todos a salvo. —Le latió bien, doctor. Esos cuates los siguieron desde una cuadra abajo del restorán. Sería bueno que la patrulla los alcance. Ya pidieron refuerzos, pero igual nomás hacen la finta, a los policías en éstas no les gusta arriesgar demasiado. —Escóltenos entonces. Creo que iremos a levantar un acta. —No se lo recomiendo, doctor. Es viernes en la noche, la Delegación debe ser un desastre a estas alturas. Si gusta, paso mañana por usted a primera hora para hacerlo.

El resto del camino es en silencio, con el Tsuru blanco del jefe Sánchez a nuestras espaldas, y el ir y venir de la escena recién vivida dando vueltas por mi cerebro. El doctor Mendizábal se despide con la última estocada: —¿Nadie manda saludos para Antonia? —Y deja en el asiento, al costado del piloto de combate Gabriel Matuk, el celular del Chigüín Rosas.

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Doña Estelita se encerró toda la tarde en la cocina. Se

escuchaba eventualmente el sonido de cazuelas o de ollas, como si le hubiera dado por ordenar todo su territorio, con un sonido que intentaba despertar los ecos de la casa paterna de la infancia de la joven. Se preguntaba Antonia por qué las mujeres mayores tienen una energía superior y una resistencia que rara vez se observa en escasos hombres viejos, cuando escuchó el motor del auto y el sonido de la puerta eléctrica que daba acceso al garage. La llegada de Rivacoba detuvo el flujo de los recuerdos. A cambio, tuvo Antonia el amplio panorama de su situación: un limbo desconcertante. Ya no le importaba mayormente el destino que se había prometido —al que consideraba ahora inescrutable—, su única certeza era esa necesidad de estar viva, ese leve placer de sentirse un poco a salvo. Ni “cómo” ni “dónde” tenían interés, nada más las palabras “estar viva” tenían significado. Apenas dio Rivacoba las buenas noches al coronel, se dirigió a Antonia para comentarle los pormenores de la mudanza y le entregó un par de llaves («Una para usted, otra para su hermana») dando cuenta de lo que venía escrito, y con más detalle, en un sobre con copia de toda la información. («Enviaremos por FEDEX la llave, el sobre por DHL, mañana mismo, a quien usted decida»). Sin mayor

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preámbulo le avisó que en una hora y media tendrían una cena de negocios, por si quería descansar unos minutos. —¿Puedo saber la razón de celebrar en viernes una cena de negocios? —Es necesaria. No sabemos todavía el desenlace del asunto que nos ocupa. Abusando de la gentileza de mi coronel y de Estelita, su ferviente admiradora, Antonia, consideré prudente que un notario sepa de mis asuntos, en caso de que ocurra una fatalidad; y si le parece convincente alguno de los argumentos que le he expuesto respecto a su seguridad, me gustaría que también usted pueda garantizar a su hermana o a su señora madre el destino de sus bienes. —Es la primera vez que me habla con rodeos, ingeniero. —Si quiere que lo diga claramente, traduzco: puse en venta su departamento; estaré a cargo de la operación. Le pido firme los poderes del caso. A mi vez, cambiaré mi testamento, la nombro mi beneficiaria, heredera universal, en reciprocidad de su confianza. No estamos metidos en un asunto exento de riesgos. Sería bueno que usted medite su sucesión para que su hermana no quede en el aire en caso de que algo nos suceda. —Ya entiendo— respondió Antonia con la voz baja y quebrada. —Ahora le pido, mi coronel, un nuevo favor—dijo a Gámez— que acepte ser mi testigo, o si tiene a bien pedir a Martita que nos asista, se lo agradeceré: no quiero dejar cabos sueltos. —Quizá convenga más el marido de Martita. Por lo que veo nunca has hecho un testamento, Efrencito. —Con el divorcio, lo mío fue mío, y el resto de mi hijo. Le confieso que sólo tenía en casa una carta a su nombre declarándolo a usted como mi heredero universal. —Ay, muchacho, a mi edad. En buena te hubieras metido. No había mejores noticias, por lo demás. Darío Gutiérrez

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y Adán Corbera, los viejos camaradas de Rivacoba, reportaban que en ninguna de las sucesivas direcciones de Edgar se tenía el menor dato de él. Peor aún, ni el bufete de la calle de Bucareli donde supuestamente había trabajado existía ya. Nadie recordaba su nombre —que era notorio ciertamente— y, advertían, quizá con una foto fuera más sencillo averiguar el paradero del antiguo novio y algo más acerca de Cruz Molero, del que algunos judiciales del DF pensaban haber oído hablar, aunque no colaboraba con ellos. Tal vez fuera madrina de alguien, señaló Corbera. Eso era todo. La esperanza estaba en las fotografías. —Imposible, les prendí fuego a las que tenía de él o en las que salíamos—aclaró compungida Antonia. —Ni se preocupe, suele suceder —disculpó Gámez. —Comienzo a sospechar que no anduvo usted con un “Edgar”, alguien tan fosforescente como el muchacho que usted me ha descrito no pasa inadvertido a ningún agente de la justicia —cerró el diálogo Rivacoba con una sonrisa—. Le agradezco las llamadas, coronel.

Se llama punto muerto en las investigaciones cuando se llega a ninguna parte. En muchas ocasiones, una pista conduce a un callejón sin salida. Fuera de contexto, un dato es una brújula que ha perdido el norte. El conocimiento que uno posee respecto a alguien o algo, cuando no se comparte colectivamente, puede ser calificado de alucinación, mentira o verdad, incluso, cuando no atenta contra las creencias comunitarias. Éstas son patrimonio de cada grupo social. Antonia podía afirmar que intentaron violarla. De no ser por la palabra de Rivacoba, el atentado podía ser mera imaginación. Peor: mero deseo reprimido. Y Antonia sabía que de cambiar el encuadre de la circunstancia, ella podía haber sido el gancho para asesinar a dos pobres muchachos. Y contra eso no tenía defensa. Hasta el Molerito podía

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ser un arcángel de luz en contraste con semejante maldad. Lo que ocurría en el interior de Antonia es que se reclamaba la estupidez de la confianza. Querer así, a tontas y a locas, andar con Edgar porque era bien parecido y sabía encontrar su goce y estremecimiento, aunque fuera un bruto para otras cosas —pésimo y balbuceante inglés, una incultura galopante que incluía las materias que a ella le preocupaban: el cine, las canciones de Tom Waits y Björk, los cuadros de Escher y Magritte, el teatro, o carecer de la paciencia para dejarse explicar la diferencia entre una Cray y una Sun, por lo menos—, le parecían buenas razones para reconvenirse. ¿Cómo había además tolerado siquiera sus ataques violentos, y sus vicios, o el desmedido interés de Edgar por el dinero y su afán de relaciones y poder? En fin, reconoció: no había duda que enceguecida por el deseo jamás quiso reconocer lo que Doris y Fernanda le habían insinuado: que no había compatibilidad alguna entre ellos. Pero a veces se ocultaba esas verdades con la filosofía de Fernanda: «No importa que sean medio bestias, no se trata de tirarse a la enciclopedia». Porque ellas estaban ciertas de que las neuronas y las sinapsis, por lo general, estaban de su lado, y que no había que pedir imposibles a la mayoría de los hombres. Ahora le molestaba la tomadura de pelo. «Qué pendeja, me reiría de no ser tan peligroso. Me acosté con un fantasma». Y apretó los puños porque no quería llorar más a causa de aquel imbécil-poco-hombre, que ni siquiera quiso usar su nombre. Uta. Se metió a la ducha. Y ahí se permitió algunos sollozos. El cabrón sí la había violado. La había burlado definitivamente. Con ello su odio fue prístino, y juró vengarse del bicho sin nombre, asaltante y estafador de mierda, aunque eso fuera el último acto de su vida.

TESTAMENTO

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Pese a todo el sombrío preámbulo, la cena de doña Estelita resultó un éxito. Contra los prejuicios de Antonia, el notario resultó ser además de un experto en su negocio, un conversador a la altura de sus protectores. Quince años más joven que el coronel Gámez, el Lic. Ovando parecía un centenario. Un verdadero esperpento. Pero transpiraba bondad. Era en el fondo un corazón inocente, pensó Antonia. Y de alguna forma intuyó que sus protectores jugaban con él al gato y al ratón de una manera secreta, abusando de la bondad del abogado. Antonia, por su parte, se sentía la dueña de la fiesta, como una Alicia que inventara el mundo para el sombrerero loco, la liebre de marzo y su excepcional invitado. Se explayó respecto a su actividad e intereses: convenció al notario de mejorar sus servicios a través de las capacidades de nuevos sistemas. Velocidad, plantillas, intercomunicación confidencial a bajos costos y bancos de datos jurídicos al alcance incluso de los profanos. Toda una cena de negocios. Finalmente, la joven pidió permiso para retirarse poco después de la medianoche, en tanto los caballeros aún tomaban el café, cortaban sus cigarros y decidían cuál licor les sentaría bien. En su habitación, comenzó por limpiar el escaso maquillaje y desvestirse. No pudo resistir la tentación de verificar su correo mientras se lavaba los dientes. Sólo había un mensaje, fechado minutos antes: “Tuve visitas. Preguntaron malamente por ti”. Firmaba Ra. Se puso cualquier cosa encima y bajó las escaleras. Al verla, Rivacoba se apartó de inmediato del grupo: —Qué pasa, ¿se siente mal? —Mi jefe, el doctor Mendizábal, me avisó que lo buscaron para preguntarle por mí. —¿Le dijo usted cómo localizarla? —No, nada más le escribí avisándole que tenía un

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problema familiar y que no estaría en México..., aunque puede suponer que estoy en México. Me envió un correo. —Averigüe detalles, y dígale que me espere mañana al mediodía en su oficina. Ya no se preocupe. Vaya a su cuarto... así se va a resfriar. Antonia se sonroja al verse tan escasamente cubierta. Vuelve a su habitación. Ante la pantalla, sin ver el teclado, escribe: “talk 200.186.12.1” En segundos, la ventanilla tuvo un cambio. Se dividió en dos partes. Leyó: “Root en 200.186.12.1", en la sección inferior de su monitor. “Morgana te busca”, escribió. “Bienvenida, Morgana”, respondió Ra desde el otro extremo de la red.

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FUERA DE SERIE

¿

Cómo describirle estos hombres a Ra?, se dijo en la madrugada la mujer insomne. Le habla de un sujeto que apuesta con placer la vida acompañado de una botella de vodka, de su silencio, y el de la noche. La música de fondo es el sonido del mecanismo de su Magnum y el ritmo pausado de su respiración. Se llama Efrén y le dicen Rivacoba. Divorciado, debe andar por los cuarenta y cinco o cincuenta, es difícil calcular su edad. Vive solo, en Anzures, a unos pasos del Hotel Camino Real. Rivacoba tiene un amigo: el coronel Gámez. Al viejo soldado le gustan los programas de animales en la televisión. No ve ni escucha noticieros, apenas hojea los diarios. Ha reunido una colección de videos dedicados a las costumbres de los elefantes. Le parecen unos mamíferos excepcionales. O quizá un chiste privado: una referencia a Efrén, el memorioso Rivacoba: su proyecto y el de su padre, el general Luciano Rivacoba. El general fue el mando del coronel Gámez. Lo hizo su compadre. Como su compadre, le encargó a su hijo cuando le dieron la noticia de su cáncer. A su hijo heredó un eterno deseo de venganza, y una depresión inmensa como la suma de sus rencores. Gámez y el general Rivacoba estaban destacados en Oaxaca, una zona militar difícil durante los se-

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sentas. Había mucha inconformidad y pobreza entre la gente. Ellos eran la mano dura del gobierno. Es difícil saber si el ataque y acribillamiento de la familia Rivacoba —la esposa del general y dos de sus hijos— iban directamente dirigido a ellos o bien, si era un ajuste de cuentas contra el general Luciano. A Efrén lo salvó ir oculto entre trapos y costales de grano, fuera de la cabina de una pickup. Un camión de redilas y unos macheteros que venían en sentido opuesto por la brecha interrumpieron, aunque tarde, a los asaltantes. Los asesinos se perdieron en la sierra sin que nadie quisiera identificarlos. El general juró venganza. Nunca la obtuvo. El joven Rivacoba vivió atormentado por el acontecimiento. Y trató de no olvidar. Y no olvidó ni su indefensión, ni su impotencia, ni la terrible condición de sus deudos. Su padre fue transferido para evitar que sus actos rebasaran el estrecho margen legal con que actuaba el ejército. Mas Efrén y Gámez continuaron en Juchitán, Pinotepa, los alrededores de Puerto Angelito y en la Mixteca durante una larga temporada buscando a los culpables. El coronel Gámez barajó un buen número de hipótesis para la cacería de los culpables. Investigó con pasión de tigre cebado cada pista, sin desalentarse con los fracasos. Efrén aprendió a encubrirse, a interrogar, a actuar, y a desaparecer: aún adolescente supo convertirse en confidente y espía, cohechar e infiltrarse en grupos políticos o criminales, y a asociarse con bandas de abigeos y de polleros. Frío, preciso, huraño y desconfiado, conoció las entrañas de un mundo que despreció para siempre. Sus únicos cómplices en la vida fueron Gámez y Rivacoba padre. Fuera de ellos, sólo menciona el nombre de cuatro o cinco conocidos. Sin embargo, Antonia supo que aquellas palabras eran inútiles, que sólo le explicaban a ella por qué ahora era parte de la pesadilla de otros. Y tuvo miedo de quedar sola: sin su pasado y encerrada en un mundo ajeno,

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donde comenzaba a pensar que encajaba. Tenía una isla desierta para su naufragio. No borró el texto. Lo guardó como testimonio de su cordura. Absurdamente, se avergonzó de haber estado a punto de traicionar la confianza de sus amigos. Quiso explicarse y se dijo que sus ideas carecían lógica: no sabía relatar los últimos días de su vida. Con la luz apagada, se recostó. Como lo había hecho cientos de veces de chica, cuando quería hablar con su papá que estaba de viaje, y quejarse de su mamá, o de Fernanda, o decirle una confidencia o mencionar un detalle que la había emocionado. Se platicó en voz alta que estaba chica, que estaba sola, que tenía sueño y que al día siguiente un hombre extraño contaría su historia. Encontró la brevedad, esa frase que casi acaricia el silencio. En efecto, sólo debía transmitir el mensaje de Rivacoba. Después, no hizo más.

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SÁBADO

EN

MAG ICOM

C

uando el taxi me llevó a recoger el Chevy al restaurante fui tranquilo, divertido. El conductor se la pasó hablando de los Rayos. Había ido a recibirlos al aeropuerto y apostaba de que a pesar del tironeo del campeonato mundial de clubes tendrían aire para vencer a los del Neza, que me caen mal por faroles. El camino a Magicom no me pareció tan inocente: estoy seguro que pasé más tiempo comprobando mis laterales y el retrovisor que viendo al frente. Y no era yo el único intranquilo. En la papelería Mayte, en la contraesquina de Magicom, noté a Pepeluis Gómez golfeando: fumaba con un estilo sabatino próximo al absoluto estado coloidal. Pepeluis, «el Torito», es una especie de reliquia viva de la empresa: parece escapado de una película de Pedro Infante.

—Te volaste la barda, doctor. Venía yo todo escamado por lo de anoche, cuando descubrí en la papelería a nuestro agente encubierto en su disfraz del servicio militar. —La idea fue de Sánchez: en este momento tenemos cubiertas las dos esquinas: los accesos terrestres al edificio están controlados: por el norte, Pepeluis; el escape sur, por doña Mary, que acabó el aseo temprano y espera la salida del Torito. Hay que cuidar los intereses del personal —me guiñó el ojo—. Y autoricé

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un vigilante para la azotea del edificio, además de las cámaras de siempre. En suma, estoy paranoico. Su delirio persecutorio no le quitaba el buen humor al jefe. Y realmente el nervio sólo se notaba porque caminaba incesantemente por la oficina, como jámster de jaula, una y otra vez, sin rumbo fijo. Matuk y el Chigüín Rosas ya estaban ahí, mudos. —El jefe Sánchez Zarza hoy no se cambiaría por ningún comandante de la Guerra del Golfo. Ya levantamos acta por amenazas, y aunque no podemos todavía identificar a los tipos de anoche, tengo a Sánchez seleccionando videos para que los revisemos. Esos cuates saben de nosotros. Por cierto... Morgana nos va a mandar su contacto. —Pues le entró a un cártel o qué. —No, un tipo que la salvó de alguna bronca vendrá a ponerme al día de esta locura. No quiso o no pudo ser más explícita. —Apuesto a que la asaltaron como a nosotros. —Ella avisó desde el miércoles que no se iba a presentar durante unos días, que, en todo caso, informara que estaba fuera de México. Le hice el paro. Obviamente, Toni es quien te traía como loco en el servidor, Obed. —Alzo los hombros para fingir que ya lo sabía. —Esta madrugada me hizo un talk como acuse de recibo de un correo. Me dijo que no podía hablar mucho, que ya me explicaría en un mensaje más largo qué pasa, que tuviéramos muchísimo cuidado —¡a buena hora!—, y que me detallaría el asunto con amplitud en un correo. Luego envió algo cifrado, aunque sin encriptar. No entendí la referencia, pero ya la explicará su mensajero. —¿Tienes el mensaje? —Deja ver... aquí está la impresión: «El hombre que me salvó irá a verte mañana a mediodía. A primera vista parece extraterrestre. Después, descubres su bondad extraña. Él te contará todo. Como la Lola, Morgana»... Me cae que hay días que me digo que ustedes ya no saben decir nada sin depender de las pinches máquinas, deberían vivir más, y no necesitar de los fierros para todo.

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—No es una clave, doctor, es una cita de Botellita de Jerez y de los Tacubos —le aclaré para que dejara de dar lata. —¿Y quiénes son ésos? —Músicos, roqueros. Esa canción la tocan en cualquier discoteca. Dice algo así como «...siguióla, atacóla, golpeóla, violóla y matóla... con una pistola...». —Está bien, te creo —me interrumpió el doctor— ya entendí, no necesitas aullar. En eso, el mundo de Ra es antiquísimo. Recuerda el primer amanecer en el Nilo. Qué falta de sensibilidad. —Hablando de referencias, te comento una de mi mujer —interviene Matuk, quien por lo general, me doy cuenta, la única autoridad a la que cita como referencia en su vida, es a su mujer—: el miércoles en la madrugada Aída ayudó a la atención de un tipo que tenía una cortada en el brazo. Algo accidental supuso. Cuando le conté el amago de anoche me dijo: «Qué bruta. Lo del miércoles no fue una cortada, claro, sino una herida de bala». No sé si venga al caso. —¿Y eso tiene algo que ver con Antonia? —se pregunta Ra en voz alta. —Puede ser una anécdota del fuero común, pero interesante también ante este alud de acontecimientos, señor... —Bueno, se confirma... no todo está en el silicio.

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Debo confesar que no tengo más experiencia con las

armas que la de un televidente promedio, y que la mayor parte de los muertos que he contemplado ya estaban en su féretro —tal vez reprimo gloriosas excepciones—, de modo que no ocultaré la impresión que me provocó el detallado relato del ingeniero Rivacoba. En cambio, a él, la crónica de nuestra aventura el único comentario que le mereció fue un «¡Carajo, de estar con ustedes ya habríamos acabado!». Frase que no necesitaba respuesta en virtud de que era ajena a cualquier contexto. El doctor se veía tranquilo. —Mire, ingeniero, aunque son unas circunstancias en extremo molestas, cabe reconocer que los acontecimientos nos han favorecido. Más allá del choque emocional, y un mínimo daño físico a Antonia, sólo queda el temor de la incertidumbre por el destino de nuestra común amiga. Del tal novio, quizá tengamos videos. A Cruz, usted y su amigo lo tienen perfectamente identificado. —Antonia no tenía por qué conservar fotografías que sólo ahora parecen valiosas. De ahí que dependo de usted. A Molero puedo identificarlo, pero no lo retraté, malamente pensé que con los datos del «Edgar» íbamos sobre seguro. Tan es derecho el tipo, que no tuvo empacho en comentar su error. Eso le dio puntos a favor conmigo. —Usted, jefe Sánchez, usted, doctor, ya habrán calculado

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que han sido víctimas de una amplia vigilancia ejercida sobre Magicom durante este tiempo. No hablo únicamente de las fechas tras la ruptura de Antonia con Edgar hasta hoy. Consideren que también hubo una época de gran contacto entre esta chica y su atacante. Situación que concluyó en octubre. A todos nos quedó claro el talón de Aquiles que pueden ser los afectos. El único que mantuvo el gesto despreocupado fue Mendizábal, cuyas cavilaciones al respecto deben rayar en lo infinito. Metódico como de costumbre, el doctor hizo un resumen de los hechos y enunció la información que compartíamos. Entre las conclusiones, fijó como tarea prioritaria averiguar los datos relativos a la ubicación actual de los pandilleros sobrevivientes; el acuerdo para intercambiar fotografías; y la necesaria filtración hacia la prensa de la presencia de este grupo violento, a quien debía presumirse como secuestradores y/o asaltantes interesados en empresarios; además del compromiso de evitar cualquier mención respecto a Antonia o su paradero. El acta levantada esa misma mañana por Sánchez Zarza y Mendizábal poseía una importancia estratégica: daba la opción de un acoso de los medios contra estos sujetos. La presión sobre ellos podría permitir que cometieran errores. —Necesitamos atraerlos, provocarlos para ponerlos en la mira. Son hábiles para no dejar rastro. Dependemos de algún error de ellos. Si no, estamos a su merced. En punto muerto. Parecía que la breve reunión estaba por llegar a su fin cuando musitó Ra la única pregunta compleja de esa jornada: —¿Vamos a ser sus cómplices, ingeniero? Todos estábamos de acuerdo en cuidar a Antonia, y en protegernos; pero el estilo napalm de Rivacoba tenía un encuadre más allá de lo legal que, es evidente, no agradaba del todo al doctor Mendizábal. Ra

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aguardó con su actitud ensimismada la respuesta. El silencio fue largo, tenso. —¿Saben ustedes qué voy a hacer? —dijo el hombre con voz ronca y pausada. —Yo sólo les he enterado de que ofrecí asilo seguro a su compañera en casa de una persona honorable y con recursos defensivos. De acuerdo, hemos intercambiado información, y estoy seguro que compartirla beneficiará a su amiga. Mi único mérito, si hay alguno en este asunto, fue la fortuna de encontrar a la señorita Antonia después de que alguien la había salvado de sus agresores, persona o personas a las que yo no vi actuar. Podría jurarlo. Del resto de mis actos, señores, darán constancia la propia Antonia y su protector, a quienes prometo hacer llegar sus saludos. Me volví hacia el Chigüín Rosas y le puse cara de qué onda con este rollo. Él sólo alzó los hombros y dejó ascender su mirada al cielo, mismo gesto que tenían en aquel momento el jefe Sánchez Zarza y Matuk, quienes seguramente estaban en un proceso de conversión religiosa fascinante, contemplando el paso de algún santo o a la escucha de una exclusiva voz virginal o divina. Mendizábal bajó la mirada hacia algún papel en su escritorio. —Le agradezco nuevamente ingeniero todo lo que hace por nuestra amiga. Mucha suerte. Rivacoba le dejó una tarjeta con los datos de su teléfono celular, “por cualquier cosa”. Agregó un frío «con permiso» y salió al ascensor. Sánchez lo escoltó. El Chigüín Rosas, el doctor, Matuk y yo guardamos silencio unos instantes. Vi con curiosidad el papelito, sólo era un número, 044 2189 3471, lo guardé en mi celular. Con lo distraído que es Ra, más vale.

Sánchez Zarza regresó. Esperaba instrucciones del jefe. —Es el que me compró la máquina y el Linux —susurró Matuk.

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—Impresiona la versión mexicana de Rambo, ¿verdad, doc? —apostilla el Chigüín Rosas. —Le garantizo, Fernando, —le comenta por lo bajo Sánchez Zarza a Chigüín Rosas— que nunca le faltaría al respeto al inge ése, el tipo es de los que no se cuartean. —Si hubiera que definirlo —remata Chigüín Rosas— el cuate podría ser fundador de la SS y de la NKVD. Ra interrumpe la discusión. Gira instrucciones. Rosas, Matuk y yo deberemos supervisar los videos de julio-agosto del 99 con la descripción de cada uno de los Molero. El jefe Sánchez y él buscarán en los de las semanas pasadas. —Obed, revisas luego en tus máquinas las bitácoras de los últimos meses. Hay que verificar si hubo intentos de accesos no autorizados al sistema con la clave de Morgana —me indica el mero mero. —Cierto. Comienza por ahí. Y vale la pena aislar las llamadas telefónicas al número de Antonia. Con una rápida ordenadita podríamos ubicar las horas y número de las llamadas. Todo hombre es un animal de costumbres. —Sentencia, lógico, el Chigüín, quien ha decidido que por hoy también es mi jefe. —Pues, para no perder la costumbre, acuérdate a las tres de invitarnos a comer. Tanto ajetreo me abre el apetito —respondo de mala gana a Mendizábal ante la estupefacción de todos.. Es mi primera rebelión tras dos años de trabajar en Magicom. Por suerte el Chigüín Rosas no dijo ni miau. Luego me sentiría mal por mi reacción, pero la perspectiva de perderme de una partida de Alpha Centauri, concertada desde hacía un par de semanas con cuates de seis países, no me pareció consoladora. Al menos, estos días estoy sin novia —Mónica decidió seguir en Sao Paolo—; si no, armo un pancho sin importarme el bono o el puesto. Me consolé finalmente diciéndome que Toni es mi amiga. Me hubiera gustado entrarle a la investigada con Sánchez y el inge ése. A cambio, hoy entiendo cabalmente lo que significan ‘los intereses de una empresa’. Con resignación, me dirigí a mi guarida, en el piso 8.

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Era imposible ignorar la belleza de la tarde. Me hice un

poco de limonada y salí al jardín de la parte trasera de la casa. La construcción me impresiona, es muy espaciosa. La casa, que carece de características arquitectónicas notables, es de una sobriedad total. A primera vista, lo único que buscó el constructor fue tener cuartos abundantes en las dos plantas visibles de la casa. El primer piso está pensado como estudio y dormitorios. La planta baja como despensa, cocina y antecomedor, junto con una breve oficina con una salita y un recibidor. Luego están —independientes de la sala—, el comedor y el salón fumador con el bar donde nos reunimos el coronel, el ingeniero y yo en las noches, frente al televisor grande. Cada recámara tiene una televisión y acceso a canales de cable. La del bar usa satélite e indistintamente video o DVD. Antes de irse esta mañana, doña Estelita me acabó de explicar el funcionamiento de la casa. Nunca he sido experta en búnkers, pero recibí con interés mi primera lección. Me asombró saber que la construcción incluye un sótano. Se tiene acceso a él a través de la despensa, donde una escalera conduce a la bodega de vinos y al resto de las estancias. En el sótano estánlas bombas de agua y la cisterna. Quedan exactamente debajo del garaje. Después viene el equivalente subterráneo de los salones de arriba.

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Contra lo que imaginé cuando me habló doña Estelita de «sótano», el lugar es impresionante no por la suciedad, las telarañas, la humedad y la oscuridad reinantes, sino por el opuesto: su limpieza; aunque hay algo de polvo en el piso, no se respira tierra. El ambiente es perfectamente seco. En cada habitación funcionan tanto las luces como sus ventilas que, con toda lógica, son hendiduras como breves hileras de delgadas celosías en el techo, de modo que el aire circula con facilidad hasta sus respiraderos y extractores. —Si al coronel le gustara la fotografía ésta sería una comodísima área de revelado —fue lo único que se me ocurrió decir. —A usted sí le puedo confiar señorita Antonia que toda la idea de esta casa, de los terrenos juntos, de la construcción como se concluyó y todo eso, fue idea del general Rivacoba. A mi coronel, a don Servando, «Las Marías» le ha quedado grande siempre. Lee, ve tele, come, fuma, recibe a regañadientes a la familia. Es un ermitaño. Sólo con la presencia de usted ha recuperado algo de su antiguo ánimo. Y “Las Marías” ha vuelto a vivir. Claro que no lo manifesté, pero mi primera reacción iba a ser de risa: que a alguien se le ocurra ponerle nombre a una casa, como si fuera una computadora o una granja, me parecía fuera de lugar... Después caí en la cuenta que era tan inocente bautizar a una casa como a una computadora. Luego sentí una extraña emoción: Marías fueron la madre y la hermana del ingeniero y, seguramente, la esposa del coronel, ya que no las hijas. O quizá sí las hijas, pero sin usar el María, como sucede con mi hermana Fernanda: María Fernanda. O conmigo, Antonia: Antonia María Maurer. Imaginé entonces el plan del papá del ingeniero: hacer una linda casa arriba para el coronel, su esposa y sus dos hijas, y dejar la planta de abajo, como una pequeña casa de huéspedes para él y para su hijo, si era necesario. Sin embargo, la presencia de tantos cuartos subterráneos con una convertibilidad o adaptabilidad tan ex-

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traordinaria —si buscaba uno fijarse en los detalles: los enchufes, las tuberías ocultas, algunas mesas largas de aluminio, grandes y pequeñas cajas apenas con números de identificación, sin leyendas, los paquetes de diarios y revistas, las breves coladeras en lugares estratégicos, en tal esquina; aquí en el centro, la rejilla de protección de los focos, etcétera—, no me pareció del todo ingenua. Rebasaba la idea del dúplex horizontal. Mucho más sabiendo que la hija y la esposa del general Rivacoba no iban a habitar «Las Marías». Propiamente podría organizarse en este espacio una oficina completa o un laboratorio encubierto. Estelita parece adivinar mi pensamiento. —Cada año mando fumigar el sótano, por precaución, no vayamos a tener un día ratas, bichos o alacranes, o vaya usted a saber. Cuando se construyó la casa no había propiamente nadie en la colonia, hace treinta y cinco años. Esto antes era puro monterío. Y el general Luciano quería manejar desde aquí sus operaciones para los secretarios en turno. ¿Me entiende? Concluyo así que entonces sin duda, como ahora, el lugar se hubiera prestado indudablemente para ser una maravillosa casa de seguridad o un centro de espionaje digno de una película de aventuras. Un director de cine podría imaginar un sin número de opciones para este lugar Aun perseguidos de cerca, la primera noche, imagino, de entrar aquí con apremio el ingeniero y yo, nunca hubieran podido Edgar y Molero hacernos ni un rasguño. Desde el exterior, la casa es un muro de cantera rosada con tres puertas de acero. Las ventanas, altas como un hombre, no tienen más de 40 centímetros de anchura, aunque se multiplican por la fachada. Esta casa no costó poco. Si el inge y el coronel son unos personajazos impresionantes, ¿cómo habrá sido el Rivacoba viejo, bronco y vengativo? Un hombre inexpugnable, imagino. El cielo está azul, hay apenas unas cuantas nubes y la

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temperatura es incapaz de denunciar al invierno a esta hora. El año pasado fue calurosísimo casi todo y éste lo será igual, supongo, en tanto el calentamiento global no sea frenado por algún descubrimiento que —a su vez— altere el orden del mundo con alguna imprevisible consecuencia. Como por ejemplo, que ahora las noches son heladas como nunca. Pasaba igual con las medicinas para mi padre: comprábamos ésta, cara y sorprendente como un vestido de moda lujosísimo. Y ahí iba a fondo. Y tómate tu pastilla. Inyéctate. No dejes de tomar el jarabe. Encarguen más oxígeno. ¿Y ahora? El medicamento le provocó náusea..., también diarrea. Suspéndanlo. Seguramente es alérgico. O tiene gastritis. ¿Y ahora? Veremos cómo reacciona con el Azantac. No, siempre no, suspendan la ranitidina..., intenten un té de sávila... Y otra vez, y otra vez. Pero el cielo está azul y el aire tibio. ¿Y si le preguntara a alguno de mis cuates de Warner si saben de algún dibujante de criminales? Le describiría a Edgar. Edgar que no es Edgar. Sino un antiguo ángel: el resplandeciente Luzbel convertido en Lucifer, que incluso si quedara desfigurado por las llamas, con sólo disitinguir el brillo de la mirada, aun en la distancia, sabría que es él, mi ángel del mal: ese rayo de lascivia en medio de la oscuridad; ese viento maldito de su voz jurándome que viviría eternamente arrepentida, en la más aterradora soledad, seca por dentro: como el desierto que evocan los bajos de su entonación y su aliento ácido, capaz de desfigurarme la vida; y la constante amenaza: «Volverás a saber de mí», y la advertencia: ese golpe en la boca del estómago, con el que una parece desvanecerse, perder pie, como una muñeca sin hilos; y nada más queda una sostenida por la tierra, el cuerpo termina su caída, mas no finaliza el vértigo: el vacío en que ha quedado convertida la vida, como un volátil puñado de cenizas. Siento un sobresalto. Tomo de nuevo conciencia del jardín, de la banca de metal bajo la higuera, del golpe

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de la luz de la tarde sobre la parte trasera de la casa. «Las Marías» parece el último refugio de la tierra o el primero, dependiendo de cuál sea el rumbo del Paraíso. Me fijo de nuevo en la edificación: ni siquiera se distingue desde ella el área de servicios. Tras la alta enredadera del fondo está el cuarto de lavado, los tendederos y el bungalito de doña Estelita. Una moda de las casas solariegas de la ciudad. Conozco varias así en la del Valle y en las Lomas. La ropa sucia dejó de lavarse en casa; hoy, preferentemente, se hace atrás: lejos y al fondo. El jardín, el silencio... la tarde sería perfecta si tuviera un diskman. Escucharía algo de Loreena McKennitt y me pondría a soñar que vuelo a San Francisco y que me veré con Fernanda en unos minutos. Vamos al Pier y en un lindo bar, todo de madera, con sus cortinas de olanes y cuadritos tomo un blanc cassis, y otro, y otro, y agarro una alegre borrachera y grito: «Pinches hombres, por suerte un día los mandaré a todos al carajo..., menos al mío». Y Fernanda y yo nos reímos como locas. Cuando mamá se fue, le echamos la culpa. Más tarde entendimos que no había nada por dirimir o juzgar. Porque seguramente papá tampoco había propiciado que ella se quedara. Tal vez por eso, en esta conversación, Fernanda y yo pensamos la posibilidad de cambiar el desvarío de nuestras vidas: nos prometemos terminar nuestras carreras y hacer el posgrado juntas en una universidad europea. O inglesa. Porque ya nada nos ata a México. Ni una carrera, ni una multinacional, ni una promesa de amor.

El coronel les había advertido a María Marta y a Sofía que Antonia estaba en casa y que se había ofrecido para encargarse de la casa; que no se preocuparan por él. —No siempre es cómodo tener a los yernos y a los nietos los fines de semana —le confesó a la joven—: son divertidos, pero no puede uno hacer nada en paz. De alguna manera jamás deja uno de pensar que siguen dependiendo de nosotros, pero es mejor super-

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visar desde lejos. No hay que interferir. Su frase me sonó familiar. Jamás he perdido la imagen de esa preocupación tantas veces observada en mi padre, que velaba hasta que llegáramos. O aun mi madre, que se preocupa de que no nos hayamos casado, ya rebasada la barrera de los veinticinco. Según ella, la necesidad de volverse madre después de esa edad es irresistible. A mí no me estremece la idea de un hijo. ¿Será instintivo? Reconozco el deseo, la ilusión de un compañero, de un cómplice, de un punto de referencia con una misma. Pero de ahí en adelante, territorio desconocido —una zona ártica donde pensar en la fragilidad de un niño y en su inaprehensible destino, al menos en una ciudad como ésta, en un país que parece odiar a sus habitantes, o despreciarlos, de antemano me acongoja. Papá nos decía que su felicidad eran sus hijas. Y se sentía tranquilo por dejarnos protegidas —¡vaya ironía— y sin deudas. “Hasta con dote”, bromeó Fernanda, viéndose de reojo en el espejo del que fuera tocador de mi madre. —A todos mis amigos les gustaba presumir de sus varones. Yo jamás los necesité; en especial cuando los percibo tan conformistas y tan rebeldes, sin una razón que alcance a comprender más allá de que les tocó una existencia menos difícil. Ustedes, en cambio, insumisas y altivas, terminarán por ser magníficas en lo que se propongan. Hoy mi magnificencia se reduce a este espacio. A los pocos momentos en que desarrollo mis algoritmos, que serán basura virtual en tres o cuatro años, si bien les va. Tal vez en Fernanda se cumpla la predicción. Si hace su especialidad acerca de microorganismos, y logra desarrollar nuevas fuentes de proteínas, o algo por el estilo. En fin, mi frustración del día, absurda, de defraudada esposa, la traduzco en un breve frase: Rivacoba no llegó a comer, ni ha llamado.

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El viento refresca. Comienza el atardecer. Quizá me anime a llamar al ingeniero para pedirle alguna película. Algo de música. Algo que me permita imaginar que estoy segura, que estoy en casa.

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LUZ DE TARDE

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astaba haber visto arrancar al ingeniero Rivacoba para saber que iba de malas. Cuando salió, tras sus instrucciones, Mendizábal dio por terminada la reunión para hundirse en su sillón como un submarino se sumerge en un profundo océano. Vaya manera de no sacar del apuro a la muchacha. Seguramente Rivacoba está tan encabronado como ansioso el jefe. A ver si Ra no se enferma. Pero, ¿qué más podía esperar un hombre como él de nosotros? ¿Un aplauso a la prepotencia? ¿Una brigada auxiliar de exterminio? Somos gente de paz, ciertos como él de la ineficiencia de la justicia. Acongojados, preferimos permanecer en esta zona gris del respeto a lo establecido, que tanto se asemeja a la antigua educación en el temor de Dios, cuyo único fruto era una cobarde resignación. La pareja criminal sobreviviente podría exterminarnos uno a uno y apenas daríamos un par de manotazos al aire en tono de súplica o rechazo ante lo inevitable. A esta incapacidad de las hormigas se le llama orden social: mientras se respete a la abeja reina, a la hormiga reina, los insectos soldado están tranquilos, la comunidad restante es parte de la riqueza de la colonia. En las películas gringas los términos son clarísimos: «casualties», pérdidas aceptables en cierto número. Somos desechables, «disposables», tan numerosos que podemos ser desperdiciados sin demasiada contemplación, en tanto la esta-

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dística no sea escandalosa. Es la paga por el precio de la paz social. Es el progreso. Desde el piso 8 de Magicom vi por el ventanal hacia la calle de Magdalena imaginando si los pandilleros vendrían por el sur o por el norte. Había un poco de esmog hacia el este, de modo que no pude hacerme siquiera una idea de la condición del Popo, que algunas veces se podía admirar desde ahí. También pensé que, para bien o para mal, a quien toca enfrentar a estos enfermos es al doctor Mendizábal. Nuestra abeja reina. Me puse a trabajar.

La extensión de Antonia, descubro, apenas recibe llamadas externas. Casi todas de clientes. Algunas fueron hechas, entonces, desde su casa, el 5545 3219; otras —escasas, mas notorias— desde Francia e Italia. Y la más insistente de las ajenas —5658 2023— se interrumpe al principio de agosto para ser sustituidas por un número bastante metódico, el 5694 4373, cuya incidencia podría graficarse como una perfecta campana de Gauss. El resto, son casi todos números que terminan en 000, como corresponde a los conmutadores de las grandes compañías —Magicom tiene el 5420 7000— u otros obvios, ya que resultan ser de proveedores o pequeñas empresas. El 5658 corresponde, según el directorio, a Coyoacán; el 5694 a Iztapalapa. Refino mi búsqueda. Cuando la llamada del 5694 tiene vacíos en su frecuencia, una llamada desde algún teléfono público lo sustituye. La hora preferente es alrededor de las 16:30, con veinte o veinticinco minutos de margen, previo o posterior. Si la llamada se origina de un teléfono público, hay una hora de variante. Axioma: todo romance tiene su pulso. Le reporto la información al doctor. Sonríe ante el resultado, como si estuviera cierto de que vamos sobre seguro. —¿En qué estamos metidos realmente? —digo con auténtico desconcierto. —En un asunto para el que no hay una matriz: un pro-

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blema humano. Mi desconcierto proviene de esta sensación de vivir desde ayer en el viejo oeste. Martes: desaparece la muchacha. Viernes: quisieron asaltar la diligencia. Hoy, sábado, llegó el vaquero capaz de enfrentarse a las cuadrillas de malhechores, y avisa que la heroína está a salvo después de una terrible escaramuza. Nuestro papel es sencillo, Obed, nos toca hacer los carteles de «se buscan vivos o muertos» y encontrar las pistas que conduzcan al héroe a la guarida de los criminales. Tranquilízate y ve a ayudar al Chigüín Rosas y a Matuk. Gracias.

Mis camaradas estaban perdiendo el tiempo. Matuk comía una torta cubana y leía los anuncios de espectáculos del Reforma. Chigüín Rosas colocaba una videocinta y la corría en cámara rápida hasta que aparecía alguna mujer. La calificaba, la criticaba y pasaban a la siguiente. —Güevones, parecen albañiles calientes, pónganse a trabajar —les conmino. Y me cubro: —Instrucciones del patrón. —¿Y tú qué?, ¿vas a buscar a los tipos que debe matar el cuate de Antonia? —se defiende el Chigüín Rosas. —Voy a revisar si aparece el imbécil que me amenazó y apuntó ayer en la noche con su pistola, en vez de dispararte a ti. No tengo vocación de blanco móvil. Y comienzo a deshacerme de todas las cintas previas a las cinco o seis de la tarde, de acuerdo con mi lista. Conforme al método anfetamínico Chigüín Rosas-Matuk, reviso una cinta —una tarde completa—, en diez minutos. Me detengo cuando veo salir a Antonia de la oficina. Tiene un estilo elegante: no camina, se desliza. Chigüín Rosas parece adivinar mis pensamientos. —Cuando observas con obsesión, puedes crearte una obsesión, Watson. Le sonrío, pillado en mis pensamientos más íntimos. Quizá me sonrojo. Y emprendo mi defensa con el pretexto de la eficacia: —Con este método creo que nos acercamos al objetivo:

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sólo necesitamos comprobar que la Maurer se va de aquí entre las siete y las ocho y media, y que saldrá casi siempre por el estacionamiento. Hay un detalle que se olvida: Matuk explicó que Antonia no circula los martes; si queremos encontrar algún registro en el vestíbulo de acceso, alguien que la espere, tendrá que ser en un video de esos días, cuando ella salga por la puerta de personal. El resto es pan comido. —Brillante deducción, Mr. Obed Watson —aplaude el Chigüín Rosas, mientras se atraganta de coca de dieta y sabritones. —Te vas a herniar, ayúdalo —le advierte Matuk al ocioso. —Está bien. Tú, con confianza, sigue engordando, hasta que haya que sacarte de aquí en bulldozer —contesta el sobrino güevas. —Apúrenle y nos podemos ir temprano. Pinches jefazos —trato de arrear a mis mulas. —¡Detente! —grita Chigüín Rosas—, ¡ahí está!, ése es el tipo, ¡qué chida suerte! —¡Ya acabamos! —celebro. Mientras el arrastrado del Chigüín Rosas (¡miau!) le avisa a Mendizábal que encontró al sujeto, Matuk me pide le haga una copia de la imagen. —Y tú para qué la quieres lic, ni que fueras a andar de vengador solitario con el ingeniero Terminator. —Aída me dirá si él estuvo en el hospital el miércoles. Ante mi cara de extrañeza, repite la conversación con su mujer. Le digo que no creo en casualidades de ese orden. —Si te hubieras fijado en la cara que puso Schwarzenegger cuando lo dije... —Ese cuate es campeón de pókar. Un rostro inescrutable. —De acuerdo, pero llévasela. Con lo bien que me cae. Aída Matuk siempre me ha dado la impresión de querer ser la niña de todos los bautizos y la novia de todas las bodas. El Chigüín Rosas vuelve. Avisa que ya hay más in-

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formación: parece que Sánchez Zarza localizó un buen número de tomas en los alrededores de Magicom de un par de tipos que corresponden al perfil de nuestros atacantes de ayer. Visitas cotidianas durante las últimas dos semanas. En silencio nos ponemos a elaborar las imágenes. Los temores de Ra ahora están justificados. Formato TIF, pesado, útil en impresiones finas. Se las envié a Toni. Matuk todavía debe quedarse. Él rara vez sale antes que el patrón. —Aída te espera, Obed. Le intriga saber si conoce a los criminales. —De ahora en adelante refiérete a ellos como nuestros presuntos. —El Chigüín Rosas no se cansa de hacerse notar. —¿Por qué presuntos?— me inconformo. —Ahora que somos detectives, mi querido Watson, no podemos inculpar sin juicio a nadie. Es ilegal. Sólo tenemos sospechosos, indiciados o presuntos. Acostúmbrate a decirles así. ¿Nunca lees la nota roja? —¿No te basta con vivir en la ciudad? —Morbo y tánatos no tienen límite en mi cuerpecito. —Déjalo, Chigüín —ordena Matuk serio—. Ya vete. Y que me hable Aída, por favor. —Concedido. Abur. Son insoportables los directores. Primero se pelean todo el tiempo, cuando están en público, y luego la agarran contra uno en privado. Se conocen demasiado y los adora el doctor, así que hay que estar bien con ellos. Ser fundadores de Magicom les da todo tipo de privilegios. Pero no sé si en el fondo me caen bien o mal —o si sólo es una repugnancia propia de la diferencia de edades, o la dulce pendiente de mi indiferencia ante toda autoridad.. Llegué al Mocel en quince minutos. Aída Matuk se puso pálida al ver las imágenes impresas. Luego fue por la hoja clínica.

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—La herida fue superficial, apenas lastimó músculo, Obed. Había varias urgencias en ese momento. Y es obligación atenderlas. Estuvieron aquí en este pasillo, como quince minutos, en tanto lo revisaban, y luego en este consultorio. Yo lo preparé, y el doctor Casamadrid lo cosió. Seguramente se quitó el suéter o la chamarra al entrar, hubiera notado la evidente diferencia entre un corte y un disparo. Qué pena, ni con los años que estuve en la Cruz Roja... Éste —y señala al más atlético y primermundista—, sólo exigía; el paciente, Gustavo Cosío, el más joven —uno que más bien se comporta como niño de la calle, crecidito— sólo se veía molesto. Llegué a pensar que habían tenido una bronca de borrachos o alguna discusión entre ellos. —No, señora, el lic Matuk le contará. Que no deje de llamarle, pidió. Orgullosa de ser útil a la investigación, cualquiera que ésta sea, me regala un dato: —Dile también al doctor Mendizábal que el lunes tiene cita el joven Cosío para la revisión de la sutura. Hoy sí, todos me vieron cara de gato y de mandadero. Por mis pistolas, intentaré enviarle la información a Morgana: [email protected]. Me aprendí su número, que no tiene declarado un nombre, es fijo: 197.234.19.5; debe estar colgada de la red sin maquillaje, como decimos los perros de caza.

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Se casaba uno adulto, señorita. Los que se juntaban con

prisa, digamos a los 18, a los 25, luego andaban por ahí de abandonados o dejando mujeres. Al menos en mi pueblo. Nací en Sombrerete, Zacatecas, en los veintes. En aquel entonces el pueblo era chico y la capital pequeña. Estudié la primaria en la escuela parroquial, y me fui para Aguascalientes. Ahí entré a trabajar en el ferrocarril. No se imagine que en la parte operativa. Primero, me tocó hacer de mozo en la estación: cargaba bultos, ordenaba bodegas y almacenes. Luego, me tocó la limpieza. Aguascalientes tenía un movimiento impresionante de trenes, era el centro operativo del país, el enlace con el norte. Llegó una oportunidad de ascenso, la taquilla en el turno de noche. Una labor más de resistencia que de tráfico intenso. Me hice amigo del telegrafista. Sobraba el tiempo y tenía buena memoria: aprendí la clave Morse. Ese fue mi pasaporte a la vida. Me parecían impresionantes los soldados en los convoyes. Los veía ir a todas partes, conocían la República, la vigilaban. Si me quedaba allí, sosiego, la vida se me iría en ese lugar sin más cambio de paisaje que los del clima, los colores del cielo, de la hora o las estaciones. Y luego ya nada. Nada, porque nunca fui religioso, ¿sabe? Aunque allá todo mundo es creyente. Decidí entrar al ejército por contagio, por el deseo de aventura, como tanto repetían los soldados de los convoyes.

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Me despedí de los cuatro o cinco amigos que hice en Aguas, a quienes jamás volví a ver, y me vine para la capital. Pasé sin muchos problemas el examen de admisión en la Escuela Militar y a los pocos años obtuve la patente como subteniente de Infantería. Además de los estudios, me apasionó la preparación física. Creo que ni en el cine había visto un gimnasio, y en particular los aparatos me parecían algo del otro mundo. Se me hizo obsesión el ejercicio. Esto de los habanos es una manía que quise adoptar de viejo, va muy bien con mi personalidad. Bueno, eso decía la Marilupe, mi mujer. Mi general Rivacoba era egresado de la Escuela Superior de Guerra, ahí se hacían los jefes. Lo cuidó mucho el general Amaro, le había notado la casta. Luciano fue preparado como mando. En contraste con mucha de la superioridad de antes, que se había forjado en la Revolución, en el fragor de la batalla. Durante los treintas se había buscado que militares franceses y españoles fueran nuestros ejércitos modelo. Con la segunda guerra, cambió la perspectiva y empezamos a imitar a los gringos. Lo que predominó siempre fue la vocación de elite. A los civiles era a quienes les importaba más que las cosas cambiaran despacio, o se quedaran con fachada nueva únicamente. La conciencia del militar se forjó de distinto modo: ahora pocos recuerdan que su origen provenía de la carencia, del instinto, había que sobrevivir: los libros dicen que era el quítate que ahí te voy. Eso hasta arriba, claro, pero no más abajo, entre la milicia; no el juan, que veía realmente la oportunidad de progresar. Aunque no niego que también hubiera envidias entre los rasos. Hay una diferencia sustancial en los modos de pensar en el país: civiles van y vienen; pero en el ejército, sus integrantes no dejan de ser militares ni cuando están francos. Uno pertenece a su arma. De ahí que el ejército sepa — como la iglesia, si usted quiere— lo que es la permanencia. Por eso es una institución por excelencia. Mi coronel Rivacoba fue el primero y único jefe que tuve, de manera que me hice a su modo, y aprendí de él

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todo lo que había que saber. Estuve con Luciano en las buenas, las malas y las peores, ya le he dicho, y nunca traicioné su confianza. A veces, en la administración; otras, en regiones difíciles, como fueron Sinaloa o Guerrero, porque cuando los civiles se pasan de la raya nos usan para enmendar los entuertos. Ya después nos avientan a los medios. O nos dejan morir solos. Y ahí uno aguanta. Buscan siempre que resultemos los malos de la película. De cualquier forma, uno se siente orgulloso. Hay un pasado fatal, pero de una dignidad de excepción, que apenas se menciona en las escuelas, y mal. Si leyera usted de los sacrificios de los soldados en la guerra del 47, de las jornadas infernales con sol a plomo del audaz Santa Anna para pelear sin previo descanso contra los tejanos; acerca de los soldados fieles a Juárez o de mi general Carranza y sus huestes, no pensaría —supongo— que somos, nada más, los culpables del 68, donde nos tocó obedecer. Incluso ahora, con esto de Chiapas, nuestra actitud ha sido defensiva ante una evidente ofensiva, ¿no cree? El resto es enjuague de los civiles, a mí no me vengan con cuentos. Y ya verá cómo se hacen bolas para resolverlo. Las negociaciones son buen negocio y a ésas nadie nos va a invitar ni a preguntar. Al tiempo. Hubo una época en que Efrencito y yo comentábamos de esas cosas. Ya luego, nos volvimos escépticos: si los dedicados a pensar no solucionan un carajo, con su perdón, decíamos, uno qué. Por eso tampoco ni a él ni a mí nos interesa justificar nuestra actitud. Hace unos años, cuando mi esposa aún vivía, comenzaron en el periódico una serie de artículos que notificaban de la desaparición de mujeres en algunos estados, en Hidalgo, en Puebla, en Morelos, en Veracruz. Nadie hizo mucho caso del asunto en la capital, como nadie se alarmó demasiado por una serie de crímenes en Ciudad Juárez, donde el número de víctimas, jovencitas siempre, siguió aumentando cada veinte, cada treinta días. ¿Sabe quién se molestó en enfrentar ese asunto? Nadie, oficialmente.

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Para Rivacoba todo aquello estaba relacionado, dijo. La causa no era múltiple, sino una alguna delgada línea de intereses, me apostó. Siete meses después, tras media botella de Zubrowka, vencedor, contó la historia: un empleado menor de la embajada de México en Japón había incurrido en grandes deudas. Lo engancharon durante el periodo de descanso que causó su desgracia, en algún casino de Hong Kong. Con facilidad, manejaron con él la situación a partir de su desorbitada afición a las mujeres y al opio, su deuda determinó que fuera el primer eslabón de una cadena impresionante de hechos criminales. Aceptó, en principio, negociar su vida a cambio de conexiones en México, y de filtrar alguna información favorable al cártel de Tchen Lin, cuyas conexiones se internaban en Sumatra, Camboya y Tailandia. Estaba por aprobarse en México el primer tratado de libre comercio, y su evolución repercutía en el futuro de los mercados en el mundo. Un hermano de Rodríguez Morales, el empleado traidor, utilizó su bufete en Puebla para ponerse en contacto con una familia veracruzana, los Nuñez Jara, para mayor precisión, dedicada al cultivo de hierba y al tráfico de indocumentados: un negocio discreto, con profundas ramificaciones tanto en Mexicali como en Ciudad Juárez y otros puntos de la frontera norte. No fue difícil la encomienda para el abogado, logró convencer a Melesio Nuñez de las posibilidades del asunto. Era la oportunidad de un crecimiento insospechado, donde incluso las áreas por involucrar en el lavado de dinero ofrecían beneficios estratégicos: una línea de autobuses foráneos, una franquicia de hoteles, un grupo de agencias de viajes y restaurantes..., o varias; creo —incluso— que varias escuelas de secretarias y de comercio, para mayor ironía, fueron estructurándose a partir de esa deuda de casino. Formidable, en verdad formidable, y deslumbrante, la capacidad y rapidez con que aquel proyecto se armó. No hablo de años, sino de meses, únicamente meses. Tal era remolino que arrastraba al fondo a tantas muchachas. La prensa registró unos 36 casos de desapari-

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ciones, en un año, en las regiones que nombro. Créame, eso no es ni el dos por ciento de lo que fue aquello en verdad. Una pesadilla para cientos de familias. Los procedimientos eran sencillos, pero evidentes. Rivacoba estaba en Huauchinango, en el verano de 93, cuando vio un cartel de inocente apariencia en un café cercano a la plaza central. Le llamó sobremanera la atención la especificidad del anuncio. “Estoy seguro de que ésa es la carnada”, me puso sobreaviso: solicitaban muchachas a quienes les interesara acompañar, tras un curso de un par de días, a pequeños grupos femeninos de trabajo cuya misión era promover en el país las posibilidades de invertir en diferentes regiones. El sueldo era extraordinario. La duración de la gira entre uno y tres meses. Dicho con brevedad, reclutaban gente para hacer contactos, querían lavar dinero. El resto de las condiciones eran mínimas: un acta de nacimiento, fotografías, excelente salud y algún comprobante de estudios, que fácilmente podía obviarse. Rivacoba me contaba sorprendido cómo la habilidad del abogado para ésta y otras formas de reclutamiento estaban calculadas para conseguir un máximo de candidatas en un tiempo mínimo, con mujeres de diferente condición y tipo en oficinas que, apenas cumplían su cuota, eran abandonadas de la mañana a la noche. El esquema evitaba repeticiones durante determinados periodos y, después, se aplicaba una variante del mismo en una ciudad de otro estado, y en diversos municipios. Tengo en el sótano varios documentos que prueban mi aserto, pero eso no viene a cuento. La siguiente fase era un proceso vertiginoso para exportar víctimas, y para aprovechar localmente un mínimo de ellas. El Rodríguez Morales radicado en México cobraba el riesgo y el favor al hermano a través de una tajada de apariencia mínima, donde las menos impolutas promotoras recién contratadas tenían la oportunidad de participar —sin mayores preámbulos— en una empresa de escoltas que en mucho recordaba la telaraña donde

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el diplomático había perdido su destino. El mayor número de infelices desaparecían por medio de un convenio de intercambio que la mafia china de Mexicali estableció con el cártel de Tchen Lin. En Estados Unidos se reprodujeron pasaportes y números de los documentos —mismos que la embajada mexicana en Japón averiguaba con impunidad. Aunque nunca se averiguará, se sospecha que con las actas de nacimiento se realizaron falsificaciones semejantes. En efecto, las mujeres perdían su identidad, adquirían una nueva. Más tarde, se las narcotizaba, se les propiciaba alguna adicción o se las amenazaba con torturas indescriptibles o la muerte —de ellas o sus familiares, sin mayor preámbulo— para conseguir su sometimiento. Cumplían su encargo, contactaban empresarios, y las evaporaban, por decirlo con delicadeza. El desenlace del paradero de estos cientos de muchachas no es difícil de adivinar. Salían en vuelos o en embarcaciones clandestinas, se intercambiaban por droga y quedaban en un abandono sin adjetivos en destinos numerosos como esclavas sexuales. Puertos y ciudades del oriente fuera del alcance de cualquier justicia. Una carnicería demencial, sin límite. Efrencito tuvo más suerte que talento en este asunto, porque se enfrentaba a un proceso donde docenas de cómplices y eslabones de esta cadena de transmisión estaban involucrados. Una línea de transmisión donde diversos engranajes sustituían a la anterior y movían una segunda serie de eslabones. Y cobraban su propio movimiento, y así sucesivamente, si me vale el símil. El mecanismo sólo podía detenerse impidiendo que el proceso tuviera esa versatilidad infernal. Cortando la cabeza de la serpiente. O, lo que más bien ocurre en estos casos, arrancando la cola de la lagartija, para repetir la amputación cuando el apéndice se regenere al paso del tiempo. Regreso a los acontecimientos, donde se dio un golpe de suerte, imprevisto a todas luces, aunque posible. Un golpe favorable de ruleta. A Rivacoba le tocó ser el testigo.

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Cosas tales suceden en la vida por un azar contra el que nos rebelamos a veces por maldito; otras, lo bendecimos, sin comprenderlo cabalmente. Se lo digo de verdad, Antonia, porque si una situación semejante se la contaran en un libro o en una película, usted diría que no es cierto. Pero no tengo por qué mentir. Eso le ocurrió conmigo al escéptico de Efrén, que me respondió como los gringos de las series de investigación, con su voz roncota, arrastrando un poco las palabras: “A veces ocurre, mi coronel. No sea incrédulo: El hombre adecuado, en el sitio adecuado, en el momento adecuado”, como si él fuera el 007. ¿Usted cree? Voy a los hechos. Tras romper con su novio, Nadia Velasco, que estudiaba la secundaria, vio uno de esos avisos en Orizaba. Ella era de Metepec, que es propiamente un suburbio de Toluca. Su madre le había permitido irse a casa de una amiga, allá, unos días, de vacaciones, contenta de que hubiera roto con el novio, un muchacho, que no le convenía. Un poco el resentimiento contra la victoria materna, un natural deseo de aventura, quizá un tanto de menosprecio de su propia imagen y alguna ilusión, la que usted deseé imaginar, hicieron acudir a Nadia a la oficina de contrataciones. Cuando llegó allí, ella misma se había cambiado ya el nombre. Ahora era Azucena, el apellido no lo recuerdo. Le había pedido a la amiga la copia de su acta, y asunto fácil, a la mexicana o a la torera, se tomó las fotos, y conforme a su propio dicho, con valentía de Madonna, que vaya usted a saber quién es, dijo “yo soy la chica que necesitan”. En ese momento, una bala se llamó con su nombre. Rivacoba, en tanto, no encontraba la cuadratura de su teoría, se la pasaba leyendo La Prensa, y el Ovaciones y el Últimas noticias y todo ese montón de basura que fascina a boleros y peluqueros como la única verdad sobre la tierra. Nada en concreto, vamos. “Sólo la prisa por abandonar los cuerpos”, decía de las chicas de Juárez. Y en tanto, los diarios registraban paralelamente, esporádicas desapariciones en los estados.

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Esa manía se la enseñó su suegro, periodista, excombatiente de Corea. Le dijo que muchos Tebeos y Paquito, vamos no ponga esa cara de extrañeza, son esas historietas ilustradas con muñequitos de los periódicos. ‘Los cómics’, agrega Antonia. Exacto, usted me entiende. Para los gringos las mentadas historietas servían para codificar informes confidenciales durante la guerra. Un truco ingenioso. Nadie piensa que contiene un mensaje cifrado para ciertos interesados. Por eso aquí le guardo muchos periódicos. A mí no me preocupan. Pero esta vez, no encontró pistas. Hasta lo de Huauchinango, cuando leyó el famoso aviso. Semejante al que en Orizaba encontró la pequeña Nadia. Entonces, Efrén decidió pasarse unos días en Juárez. ‘A lo mejor, las muertas hablan’, bromeó. Buen olfato, pero a veces es difícil diferenciar el instinto de un sentido. O era el mero empecinamiento por su idea. No sé. ‘Ya estás casado con tu idea original, despéjate’, le advertí. En fin, vuelvo a los detalles. Al mismo Rodríguez Morales le había gustado Nadia. Perverso, intrincado, entró en contacto con ella en Tampico, donde terminaba su curso de capacitación. Fingiéndose un tanto ajeno al asunto, el abogado la trabajó con labia y buenas cenas, citas a comer, regalos en sus paseos y, para convencerla de que con él todo estaba al alcance de la mano, le ofreció el pasaporte con su nueva identidad. A Nadia le pareció un treintón atractivo; ya no con futuro, sino con presente, como se dice; aunque un poco grande para ella, ya que casi le doblaba la edad. El contraste con el anterior pretendiente terminó por deslumbrarla. Ya no andar más a pie, ya no más taquerías de esquina; punto final al cuarto compartido con sus dos hermanas; para qué diablos la mugrienta escuela pública; nunca más fines de semana ayudando a su madre en las casas de los ricos, pensó. Adiós a los manoseos en los microbuses y a la incertidumbre de una vida en que todo podía ser por ese estilo hasta siempre, amén. Terminó por ceder a la propuesta de dejar todo, como

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la loca de la casa, para salir corriendo tras aquella vida. Estaba cierta de que su cuerpo de diecisiete parecía de veinticuatro años magníficos, que con gimnasias y cremas, cirugías y tal vez dietas, le duraría más allá de un horizonte tan lejano que en ese momento no alcanzaba a percibir su límite, su caducidad. Benigno Rodríguez era el resorte, y ella se encargaría de no desaprovechar el impulso. Ella era esa chica. Lo fue. Dos, tres semanas, Nadia se llamaba Azucena y floreció como Malva ahora, el nombre no le importaba. El vértigo no tenía fin. Y mientras él fingía aspirar el vértigo de la coca, ella probaba abismos de otros colores: placeres inéditos, un mundo sin fatigas o un lento cielo de sueños azules y fantasmas brillantes que la acariciaban. Al mes, aproximadamente, Benigno le propuso controlar una oficina en Victoria. “Cosa de unos días, sólo, con eso compraremos tu casa en la frontera”, prometió. Y Nadia no quiso recordar que ella había surgido de parecida fuente. Él mismo la ayudó los dos primeros días. Luego, no supo de él hasta un par de semanas después, cuando revisó el embarque. Nadia condujo hasta San Luis su grupo. Las dejó en un hotel de las afueras, en manos de su contacto: una mujer con toda la traza de beata. Se olvidó de ellas al abordar el vuelo a Monterrey, de ahí voló a Juárez. Malva y Benigno tuvieron un breve descanso. Volvieron a las fiestas y a las andadas. Una llamada urgente para él interrumpió el paraíso. El abogado se despidió con la promesa de volver al día siguiente. No supo de Rodríguez durante dos días. A Malva le pareció sencillo ir a El Paso la segunda tarde. Por alguna razón, llamó la atención de un oficial americano que le pidió su pasaporte. La fecha de su visa —parece— estaba caduca. No pudo atravesar la línea divisoria. Molesta, regresó a su hotel y se sentó a beber en el bar del lobby. Un poco ebria fue a su cuarto para despejarse con su polvo blanco. Insistió con la bebida. Regresó al bar. Próxima la medianoche, dos americanos le sonrieron y

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ella les pidió un cigarrillo. Terminó enredada con ambos. Al amanecer, la pareja de extranjeros regresó a su país. Ellos cruzaban la frontera cuando Benigno entró a la habitación donde ella dormitaba. Primero le gritó. Luego mencionó que la sinaloense nunca le hizo nada semejante y la amenazó. Ella sólo tiempo después comprendería estas frases. Luego salieron de la habitación. ‘Como eres una puta, te pondré en tu lugar”, fue la sentencia. La condujo a uno de sus tugurios —donde siempre era de noche—, y la ofreció sin límite a cuanto parroquiano y empleado quiso meterse con ella. Malva ni lloró, ni protestó. Estaba agotada y tenía miedo. Sólo gemía. Conoció en verdad el terror y el límite de su organismo. Éste se declaró vencido al anochecer, cuando desmayada, Benigno la sacó de ahí y la llevó a una casa residencial en un fraccionamiento de lujo. La metió en un yacuzzi con agua fría y la tundió con una manguera de hule hasta que no dejó músculo sin golpe. Nadia perdió a Malva y a Azucena tras contar cuarenta impactos, siguieron más. Ella ya no supo cuántos más. Rodríguez Morales tuvo el cuidado de atarla y narcotizarla. La arrastró hasta su automóvil, un Jaguar con placas de Texas, y la metió en la cajuela. Tenía prisa por llegar a la carretera federal. Rivacoba no sabía qué hacer aquella noche en Juárez. Los días previos había estado recorriendo antros, bares, discos, tratando de averiguar con las mujeres los rumores que corrían respecto a las desaparecidas, a las víctimas, a sus identidades. Tenía en claro que era un camino infinito, como encontrar una dirección específica de la Ciudad de México con sólo aventar un dardo al mapa de la urbe. La noche anterior había recorrido los puntos donde habían sido abandonadas las víctimas. Era otro azar. No había coincidencia. Cerros, lotes baldíos, callejuelas, vados de carretera... Esa noche, Rivacoba decidió que su sociabilidad estaba en ceros. No quiso tampoco recorrer kilómetros venciendo la fatiga. Optó por vigilar una de las salidas de la ciudad.

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La más obvia era la de una ida sin regreso. Algún periodista, recordó, proponía alguna hipótesis de crímenes de prostitutas de tráiler, que no era despreciable. Y las autopsias permitían situar las muertes después de las 10 de la noche. Efrén Rivacoba se dispuso a velar próximo a la gasolinera. Con pilas, cintas y una grabadora, además de un cuaderno y un lápiz, a las 22:15 comenzó la bitácora de las salidas nocturnas por la carretera federal. Dictaba. Hora, tipo de camión, tráilers, vannetes, trocas, autos particulares. Registró el promedio de tiempo entre su puesto de observación y el horizonte visible, la relación peso-velocidad entre los diversos tipos de transporte, calculó una media específica y una general, detalles que a la una y media de la mañana tenía estructurados. Como el ritmo de la sangre son las pulsaciones en una carretera. Vio al Jaguar. Se perdió vertiginoso, excepcional, en el horizonte. Siguieron los autos, los camiones, los autobuses pasando. Algunos tomaban gasolina. Rivacoba bebía whisky. Él también estaba en un auto con placas de Texas. Pasó el tiempo. La vida de Nadia comenzó a languidecer con un balazo en la sien, otro en el pulmón izquierdo, cerca, muy cerca del corazón. Desnuda, cubierta con un par de costales de harina que empezaron a cubrirse de sangre con lentitud, entre unos matorrales. Se ensuciaron con el ritmo propio de la sangre de Nadia. Nadia es esa chica que muere al lado del camino en Juárez. Todas las demás mujeres llegaron muertas a donde las tiraron. Ella aún estaba viva. La cólera es ciega, señorita Antonia, por eso no es una buena consejera. La adrenalina despejó a Rivacoba. Ése es el instinto. El Jaguar pasó de nuevo frente al Ford de Efrencito. A los elefantes les molestan los felinos. Rivacoba dudó. Podía seguirlo. Podía ir tras él y llegar a ninguna o a alguna parte. Lo dejó ir. ‘Si va a su madriguera, lo encontraré’, juró.

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Revisó su bitácora. —¿No tiene sueño, señorita? Si quiere seguimos mañana, falta lo de menos... Está bien, continúo. Rivacoba revisó su bitácora. En ir y volver con un promedio de 130 kilómetros por hora, el Jaguar había hecho veinticinco minutos. Vio su mapa. Olfateó. Venteó la sangre, se lo aseguro, porque en menos de 12 minutos encontró el sitio donde los arbustos bajo la luz de la luna creciente de octubre mostraban la blancura de un costal de harina. Y otro. Y sangre, y una joven agonizante, desnuda. Hacía frío. —No es posible, coronel —interrumpe Antonia asombrada, ante la sorpresa de una variante fatal de su historia. —¿Verdad que es increíble?—, se lo dije desde el principio. Pero no le he contado aún el desenlace: para que termine de ser escéptica de las cosas que digo. De hecho, Nadia, inconsciente, vivía sus últimos momentos. El otro inconsciente, por supuesto, fue Efrencito. Carga como si nada el cuerpo, lo mete al auto y llega a urgencias con un cadáver fresco. La pequeña y joven Nadia acababa de morir. Estaba muerta de manera técnica, aclaro. Aquello era una complicación. Ahí termina la suerte de Efrén Rivacoba. En la carretera, también, quedaron las infortunadas Malva y Azucena. Y si la hay, si la tienen los difuntos, Nadia era un cadáver con suerte. En urgencias, como residente del hospital, estaba el médico militar Enrique Covarrubias Díaz. De inmediato dio órdenes para que le prepararan la sala de operaciones para intervenir a la chica. Lo que sea la vida se aferraba a cada célula de Nadia con un apasionamiento digno de la reflexión más profunda. El corazón de Nadia estaba intacto, aunque el pulmón estaba perforado y con líquido. La bala no lesionó cerebro, entró sesgada en la sien por la posición del tirador, y había tomado una trayectoria escandalosa, sangrienta, que provocó una mínima fractura en la mandíbula, además de quemar la piel y causar

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daños irreversibles en el oído interno. Covarrubias Díaz trabajó horas en la reconstrucción de los daños de aquel organismo. Su orgullo lo sostuvo durante cerca de diez horas para evitar cualquier falla en la aplicación del resucitador, en la administración de suero, en el uso de anestesia, apostó a la juventud de la muchacha contra todos los daños sufridos por aquel cuerpo... Tal vez exagero en el tiempo de la muerte clínica que sé, daña al cerebro cuando han transcurrido ocho minutos sin oxígeno; pero entró muerta a la sala de cirugía. Lo afirma el médico. Y alabemos el orgullo del cirujano militar que demostró en los hechos su mentalidad: el hombre es un efectivo, un valor. Y a los efectivos no se les desperdicia. Leí alguna vez la memoria de un médico militar inglés, quien afirmaba con dolor lo desesperante que le pareció su oficio durante la guerra. Sanaba a los hombres para enviarlos a la muerte, escribió. Admitamos la paradoja, pero las consecuencias de su eficacia la demostró tras la victoria y en la paz, como sucedía ahora. En el caso del extraordinario oficio del capitán Díaz Covarrubias, subrayo, admiro su esfuerzo sobrehumano en una situación que, para cualquier otro, sería causa perdida. Nunca averigüé de manera exhaustiva los detalles de su trabajo, no los entendería. Además, Efrencito en eso no es muy específico, ya lo ve. El resto, el doloroso restablecimiento, el dolor físico y mental, los daños y sus permanentes secuelas, el dolor de la memoria, lo fui aprendiendo a través de Nadia, quien ciertamente no tiene una conciencia clara de aquellos primeros días y semanas que duró su tratamiento. Y ya después, también, su madre me completó los restantes cabos sueltos. Gran parte de esos días y noches, los pasos elefánticos de nuestro amigo cimbraron los pasillos del hospital. Su charola y las influencias de entonces acallaron todo murmullo, ya oficial, ya de la prensa; y otras veces, ante otros impedimentos, la amenaza

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física —nadie es perfecto— o algunos dólares construyeron un muro de silencio alrededor del destino de Nadia Velasco. Se permitió un boletín de prensa que, sumado al milagroso retoque de fotografías inéditas de alguna previa infortunada, una chica de Culiacán, se supo después, aumentaron la cuenta de las muertas para tranquilidad del aún embozado asesino. A Efrén le molesta recurrir a los órganos oficiales para reunir datos para su investigación. Prefirió el suplicio de la espera para ganarse la confesión de Nadia, o cualquier pista adicional que le ayudara a desembrollar la madeja. El asunto en Juárez iba bien, por ello no se preocupó de la cuestión en los estados. Nadia le importaba. Había cooperado para regresar a una muerta a la vida. Un milagro íntimo para alguien acostumbrado a hablar con difuntos. Se dio tiempo de amistar con el médico y ponerlo en antecedentes de él y de su investigación; y no tardó en convencerlo de que, durante sus mutuas ausencias, una enfermera y un detective privado que contrató en El Paso resguardaran a su paciente. Trabajó como energúmeno, perdió cerca de quince kilos a lo largo de esos meses en que prolongó su estancia. Por medios semejantes, mantuvo la vigilancia de los accesos a la ciudad. No descuidó detalle. Quería estar seguro de que no se había equivocado, de que seguía una buena pista. De igual manera, le atormentaba el informe del daño de la intimidad de la mujer, donde un especialista debió intervenir más tarde para evitar secuelas indeseables. No, ese cuadro era una de las puertas del infierno más oscuras que él hubiera atravesado... Vio al final de su espera el cielo abierto cuando ella le dijo: “La oca, Benigno, el hotel Lucerna”. A pesar de las semanas transcurridas, aún muchas suturas parecían recientes. Cuando después de botella y media de Zubrowka me detalló la vertiginosa cacería que se sucedió, me estremecí. No sólo por el brillo casi demente de sus ojos, ni por la

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clara, baja, cavernosa y pausada voz con que fue desmenuzando cada instante, cada acto cometido, sino que— por todo eso— , de manera oscura, horrorizado, comprendí que existe el demonio apostando a veces para Dios —en quien no creo—. Esta vez, sospecho, el mal, poderoso como un sol en explosión, apostó a su favor. Dios estuvo ausente esa noche. Imaginé también en aquel momento que no quiero volver a vivir, qué sucederá —qué sería— de los asesinos de la familia Rivacoba si Efrén llegara a identificarlos, a encontrarlos hoy; porque —entonces— sólo me fue dado entrever el bosquejo de ese tormento y de esa devastación consumida en una sed de venganza sin límite, ni tiempo. Porque Rivacoba se resistirá a la muerte en tanto sus difuntos no descansen en paz, y le murmuren en la oscuridad sus dolores al oído exigiéndole justicia. Sé bien que no hay demonio, Antonia mía, pero sentí el roce frío de su garra implacable en la garganta cuando Efrencito me explicó las atrocidades ideadas por él contra aquella gente. He perdido en el olvido voluntario el transcurso de aquella relación que desmenuzó para mí cada instante de la última jornada de su estadía en Juárez, así como ahora, entre el silencio de la noche. Mi ahijado, Efrén, se preocupó como nunca de formular una descripción sutil de cada escena, finamente cortada por la navaja de cada término que escapaba de su boca, mientras en sus comisuras la humedad del alcohol y sus palabras ardientes me detallaban el aullido largo, largo, larguísimo y desesperado— que él hubiera preferido fuera eterno— del Benigno Rodríguez aquel, y de cinco de sus cómplices consumiéndose en llamas, en un baile macabro de despedida; mientras él, Efrén Rivacoba, explicaba para sus muertos cada gesto, todo acto cumplido: mencionaba los alambres de púas y el número de espinas en las muñecas de cada una de aquellas caricaturas de hombres y mujeres, sus diversos rictus, la disparatada danza de seres humanos que se desmoronaban ante él, como maniquíes

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rotos, cuando les disparaba a cada uno de los doce tobillos, alternada, azarosamente, para dejarlos caer sobre un yacuzzi convertido en una cama de vidrios y cristales, de cientos de botellas rotas, encontradas en la cava, como deseándoles múltiples muertes, como si una sola no fuera suficiente paga por sus iniquidades. Y, al final, sin importarle el hedor, el humo, aquellas formas todavía medio reconocibles a pesar de la hora y media que los hizo consumirse, recogió los papeles que le importaban, juntó un tanque de gas, otro con éter, y dispuso una granada que —segundos después de que atravesó el jardín, y cerró el portón de acceso a la residencia— estalló —confundiendo entre la sucesiva llamarada, el polvo y los escombros las cenizas y los restos de aquellos desdichados. Con Nadia, más tarde, vino a México. Lo acompañé a Metepec para entregarla a su madre. No encontramos mejor forma de hacer menos desgraciado su dolor que becando a la muchacha para sus estudios. Por eso, cada fin de semana, Estela visita a su hija.

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EL

L

PAS O D E L E LE T I TO ASO LEFFAN ANT

as elefantas son matriarcas. La mayor de las hembras, la más anciana, es quien guía a la manada hacia los mejores pastos, a los ojos de agua. Son ellas quienes cuidan a las crías. Es breve su apareamiento, larga la gestación. Las hembras aceptan la cópula del macho más fuerte, para evitar que la especie se debilite. Los machos más poderosos son los que vencen en combate a todo rival. No saben de paternidad. En raras ocasiones conviven directamente con sus tribus. Vagan en soledad a lo largo de las sabanas, por las rutas hacia la sal —que tanto gustan—, y sus ritos de limpieza son ajenos al juguetón ritual con el que hembras y elefantes jóvenes y crías, con el mismo fin, en travesías semejantes, cumplen. Escoltas, vigías lejanos, marcan el terreno de cada familia. Son los primeros en distinguir los barritos de identidad, las voces de reconocimiento, que distinguen a los grupos. El alcance de otros llamados y saludos, de frecuencia bajísima, alcanza distancias sorprendentes pese a los obstáculos del terreno. Esta comunicación es imperceptible al oído humano. Las familias se conocen, se recuerdan. Conviven en ocasiones y se visitan algunas tribus con antepasados comunes. A los investigadores admira la memoria colectiva y la individual de estos herbívoros. Los paquidermos cumplen ritos funerarios que no se dan entre otras animalías.

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Se les ha visto circunstancialmente haciendo guardia ante la osamenta de algún viejo compañero, de una antigua camarada. Sorprende su fidelidad al grupo como su fuerza, su capacidad de aprendizaje y su más sublime dote, la memoria. No extraña que grandes civilizaciones y culturas humanas tuvieran una peculiar fascinación por estos proboscidios. Los reinos de la India, con sus ámbitos de influencia, y los cartagineses son ejemplos notables. Ganesh, el elefante, fue un dios y un compañero en el trabajo y en la guerra. Los grandes pensadores e historiadores de griegos y romanos narraron con deslumbramiento las costumbres y comportamientos de estas bestias. Los siglos XIX y XX se mostraron fatales para la especie, cuya población fue diezmada loca, desorbitadamente, hasta reducirla a un número poco mayor del medio millón de individuos, que se calculó antes en varios millones de bestias. Desde la prehistoria, su piel, su cabello, sus valiosos colmillos hicieron de él la pieza codiciada de los cazadores, de los negociantes y de los coleccionistas. En las épocas recientes, cuando se alardeó de alta cultura, de civilización y de logros humanos, la mayor especie viva sobre la faz de la tierra, el admirado Behemoth, el elefante, —paradójicamente— quedó al borde de la total extinción. Así, mientras paleontólogos y otros estudiosos se entretenían con el rescate de los huesos o los ejemplares congelados de mamut, predecesores de los actuales paquidermos; así, en tanto la ciencia buscaba interrogar sus existencias, movimientos migratorios por cuatro continentes y comportamientos, otros hombres aniquilaban a la monumental especie que los sucedió. Los cerebros de los mamíferos son una de las creaciones más complejas de la naturaleza. Aquello que se llama inteligencia es un mecanismo delicado, impuesto al cerebro antiguo del reptil, sobrepuesto al instinto y a los reflejos motores. Su mayor capacidad es el aprendizaje, la capacidad de relación y de distinguir

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y almacenar, para su reuso, la información cifrada a través de los sentidos y su aprovechamiento neuronal. Cerdos, delfines, diversos homínidos, hombres, elefantes y leviatán, la ballena, la mayor animalía del orbe todo —cuyo hábitat es el mar—, tienen un peculiar índice de inteligencia, se afirma, superior al resto de las criaturas. Al descanso de los periodos vigiles, establecidos por los particulares ritmos biológicos de cada especie y ser vivo, le llamamos dormir. Al dormir con ciertas características, basadas en imágenes, sueño. Dormir implica un cambio de frecuencia de la actividad cerebral. Las situaciones de la vigilia y las imágenes de los sueños se combinan de manera diversa en ciertos individuos: hablamos de locura cuando la actitud alcanza parámetros inusuales o exagerados. Cuando es momentánea y no se da del todo ajena al control de la realidad sensorial objetiva, hablamos de ensoñación. A los hombres les interesa el estudio de estos comportamientos en otras especies: lo notifican como brotes epidémicos cuando son grupales, por ejemplo en las ballenas, si afectadas por algún microorganismo pierden los estribos y su capacidad de orientarse a través de los campos magnéticos de la tierra. Cuando esto sucede, manadas enteras de estos gigantes encallan y mueren. Científicos australianos reportan su azoro ante el comportamiento de los delfines de sus latitudes que, en oposición a la viril cortesía de los del Golfo de México y del Atlántico, tienen la costumbre de violar tumultuariamente a las hembras. Los mamíferos terrestres son susceptibles a virus fatales. Transmitida por los murciélagos, diversas especies son asoladas endémicamente por la rabia o hidrofobia. Esta enfermedad convierte en un depredador furioso al animal afectado. Su cerebro es carcomido por el mal en tanto su cuerpo se deshidrata por su rechazo al agua. Un animal rabioso no sobrevive mucho tiempo. Terrible por sus dimensiones, y observada con temor desde tiempos inmemoriales, es la locura del elefante.

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No se origina por contagio. Es un mal distinto. Al elefante lo trastornan la soledad, el abandono de su tribu, el insatisfecho celo, la frustración. Se colma su ira, que se desborda: su cerebro se rebela contra el mundo y sus objetos, arrasa a su paso cualquier obstáculo. A través de la devastación, el animal huye de sí mismo. Equívoco es llamar divina a la locura de un paquidermo. Su locura es sinónimo de la violencia humana.

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La noche encontró a Rivacoba bebiendo un Zubrowka

en el Specia, un restaurante estilo polaco en la avenida Amsterdam, en la colonia Condesa. El vodka, término ruso que significa agua de vida, lo servían helado, viscoso, en pequeñas copas transparentes, no más altas que medio índice del ingeniero. Cada copa costaba el equivalente a cinco dólares americanos, impuesto incluido. Había tomado ocho zubrowkas y una cerveza. Una Negra Modelo. Lo atendía Jesús, un mesero que había aprendido del ingeniero Tadeuz Kurtcyz todos los secretos del Mazurka, el primer restaurante polaco de prestigio en la Ciudad de México. El Mazurka estaba en la calle de Nueva York. Cobró fama por sus peculiaridades culinarias entre sucesivas generaciones de políticos, que aprendieron de Tadeus el nombre de la pajita que se asomaba de la botella de vodka: zubrowka, la hierba típica del alimento del búfalo polaco. Incluso un conocido político del Vaticano había gozado de la comida del Mazurka en México, durante sus dos primeras visitas a la ciudad —se infería a través de los cuadros que adornaban las paredes del Mazurka con fotografías de Juan Pablo II. Durante la tercera, fueron tantos los males que aquejaban al líder católico que no honró la comida especialmente preparada para él con los gansos de la granja de Tadeus. Kurtcyz se había retirado antes que el obispo de Roma.

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Vendió su restaurante a un cumplido masón, admirador de los templarios, que siguió cultivando el estilo y la amistad de Tadeus. El restaurantero Tadeus acostumbraba ponerse a las órdenes de su clientela. Prendía una orquídea blanca, cortesía de la casa, en el costado del corazón de las mujeres, y obsequiaba algún comentario de cultura culinaria polaca a los caballeros. Sabía Rivacoba ese cúmulo de trivialidades, y otras más, por edad y por costumbre. Su primera cena con Lotte al principio de los ochenta, hacía casi veinte años, había sido en el Mazurka, de noche, mientras un cuarteto de cuerdas tocaba música clásica. Lotte, que había estudiado filosofía en Wesley, se había decidido a venir a México para estudiar una maestría en historia mexicana. Su contacto con el país había sido siempre Rivacoba. A Lotte, Rivacoba le parecía sorprendentemente divertido. No entendía su refinamiento en el vestir, ni sus gustos excesivos para la comida, ni el rompecabezas que eran sus costumbres y manías. Hosco y solitario, educado y cortés, áspero como las Rocallosas, le reprochaba su almidonada rigidez. Otras ocasiones, como aquella primera noche, se desconcertaba: ‘Pero si es música clásica, clásica y difundidísima, no sé como no la conoces’. Y con un gusto de educadora de jardín de niños le describía los datos generales de cada pieza: el autor, el tipo de música, su época. Efrén la escuchaba con atención, analizaba los razonamientos de la joven, se abstraía de la música y del murmullo ambiental para analizar la metodología didáctica de Lotte. Y se fijó en la firmeza de aquellos labios que guardaban para él, tantas veces cuanto los mirara, una sonrisa inmensa, más bella que cualquier orquídea blanca. Charly Clemens, compañero de carrera de Rivacoba en MIT, lo invitó varias veces a New Heaven, a casa de sus padres, durante el verano y el Thanksgiving. Allí cono-

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VIDA

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ció a la pequeña Lotte, la hermana menor de Charly, a quien Rivacoba llevaba ocho años. Charles W. Clemens y Efrén eran amigos porque tenían algo en común: los dos eran un par de mudos con características e intereses afines: la evolución técnica y una habilidad matemática inusual. Su alianza los distinguía en medio de aquella vocación de exhaustiva competencia. Eran aliados en el trabajo, y ninguno sabía ni se involucraba en los sentimientos o reflexiones del otro. Aquel apoyo mutuo servía para confirmar que sus procesos y razonamientos iban por buen camino. Cotejaban resultados, discutían procedimientos, analizaban la calidad de sus componentes, ideaban soluciones para sus aparatos. Charly aspiraba a ser el big manager de una network. Rivacoba se documentaba respecto a instrumentos de desciframiento de códigos y espionaje electrónico: intuía que cualquier herramienta para obtener o transmitir información era fundamental para su vocación. Lotte se encargaba de que el silencio en la casa Clemens fuera amigable durante aquellas visitas. El hermano de Charly, Edward, el de en medio, era autista desde los siete años. Una máquina superinteligente de un solo ciclo. Un ciclo planetario. Edward sólo digería el mapamundi, y lo llevaba hasta proporciones microscópicas. Eddy sabía donde estaba Botswana, sus límites, el nombre de los pueblos y ciudades, el nombre de las principales avenidas, recordaba preciso el número de habitantes, el PIB, el monto de su deuda, su sistema monetario, y un sin fin de detalles que nadie en todo el estado de Connecticut conocía. Lo mismo se refería a datos y cifras análogas de Brasil o de Luxemburgo, que a los de cada una de las repúblicas soviéticas y de la URSS en conjunto. O de cualquier otro país del mundo. Rivacoba no tenía en esos momentos tanta información acerca del Mazurka en la cabeza. Pese a su capacidad asombrosa, había una limitación inmensa en el cerebro de Edward: no podía, por ejemplo, llegar a la tienda de dulces a tres cuadras de su casa sin quedarse inmóvil, estupefacto, absorto, recorriendo en su

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mente todas las regiones, todas las ciudades, todas las cadenas montañosas, todos los nombres del los ríos de Europa, toda península de las costas de Groenlandia, cada isla del Egeo, el nombre de las bahías de Birmania, cada extensión de cada valle atravesado por el Yang Tse Kiang... En aquel océano monumental de información, Edward estaba perdido, era incapaz de evitar su propio naufragio en el mundo. La brújula de su cerebro se negaba a emitir cualquier señal en ese sentido. La señora Clemens, el señor Clemens, Charly y Lotte rezaban cada domingo en la iglesia suplicando al alto cielo que Edward retornara sano y salvo de su interminable travesía interior. Cuando lo conoció, Rivacoba se perdió en el asombro de la sabiduría de Edward respecto a México. Se refería a un mundo inimaginado en su vastedad por Efrén. Tardó poco en darse cuenta de que hablaba con una sapiencia fantasmagórica. Edward nunca había visto ni pensado jamás o intentado evocar un maguey florecido, o las hileras de agave azul bajo un cielo despejado; nunca supo Edward de las muchachas de brevísimas faldas en la zona rosa, aunque recordaba con precisión las calles que la limitaban... Jamás entre sus listados de lagos lució una luna en Pátzcuaro, ni entrevió la luz de las barcas en sus aguas, como mariposas gigantescas deslizándose en el suavísimo vaivén de las olas al amanecer; ni una gota de sudor del húmedo calor tabasqueño corrió por su frente, ni lo indujo a una siesta sin descanso en sus periplos imaginarios; ni jamás saboreó un ceviche en un portal de Veracruz, ni se maravilló con la soledad del desierto de Altar, las proporciones de Monte Albán o de la pirámide del Sol, ni esquió o se hundió en Chapala, Valle de Bravo o en Tequesquitengo... Niágara o Iguazú no eran en su oído o en sus circunvoluciones cerebrales el sonido del agua, o un eterno movimiento. Nada. Disparaba únicamente palabras vacías: un ejército de números y nombres

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como miles de hileras interminables de hormigas microscópicas, transparentes y sutiles. Con tantas cosas que podían olvidarse y recordarse de los seres humanos sobre la faz de la tierra —en sus cielos o en sus entrañas—, en las disquisiciones de Edward no ocurrieron nunca ni un agravio, ni una batalla, ni una Bastilla por tomar, ni el rapto de una mujer, ni ocurrió el asesinato de César ante las puertas del Senado romano, ni fallecieron ante los ojos de su desvariada imaginación la fila de miserables exploradores que acompañaban a Scott y al propio Scott. En sus territorios —sombras de matices de colores evocados por el mapa— no se sufría hambre, ni miedo, ni dolor. Nada. Edward contemplaba sin emoción ni vértigo una estremecedora cantidad de urbes, paisajes, que igual hubieran permanecido para él tras el estallido de una bomba de neutrones, transformadas sólo en sus datos a causa de sustituciones impalpables que desplazaban a los anteriores. Años después, Rivacoba se enteraría del accidente que libró a la familia de la cadena perpetua a la que estaban sujetos por Edward. Esperaba éste a su madre a la salida del correo cuando el anuncio de una agencia de viajes llamó su atención: el mapa de Irlanda. Se acercó hacia él como un hipnotizado para apreciar los detalles. Dio uno, dos, tres, cuatro pasos sobre la avenida Jefferson. Si sólo hubieran sido tres, se habría salvado. El camión de basura no pudo frenar. Su salpicadera derecha lo lanzó contra un muro. En su interior, grandes maremotos se alzaron contra los continentes y los devastaron. Después, la tierra se estremeció. Tras el colapso, se convirtió en nada.

La ondulación de la voz de la parlanchina Lotte en aquella casa de madera de dos pisos y tejado de pizarra azul oscura permitía intuir un posible equilibrio de las cosas que acaecen a los hombres. Apenas recordaba Rivacoba a los viejos Clemens, el padre dedicado al periodismo, corresponsal de una agen-

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cia para varios diarios nacionales y locales, excombatiente de Corea, con una cruz púrpura; y a miss Claire Clemens, de antepasados franceses, que repartía su tiempo entre sus hijos, la casa y el esposo con cartesiana dignidad, para luego llevar la contabilidad de un supermercado, con una tranquila luz azul ondulando por los estanques de sus ojos. Si bien Edward se conformaba con el atlas, Lotte contemplaba horizontes más vastos con sorprendida prudencia. Su afición a la astronomía puso en su boca el nombre de astros, caminos galácticos, e inaccesibles fenómenos, movimientos y frecuencias de proporciones descomunales, donde la imaginación daba formas y texturas a cada secreto: los cuarzos de NC-234, la vertiginosa mutación de la constelación del Cangrejo, la pulsación de un quark, como el latido del corazón de un niño, más allá de Alcor. A Rivacoba lo reconfortaba descubrir a un ser que lo reunía en su nostalgia con su hermana muerta. Quizá esas fechas feriadas fueron las escasas ocasiones en que Efrén Rivacoba percibió la belleza de espíritu o, meramente, la inocencia en estado puro, sin adjetivos. Porque no olvidaba que, tiempo atrás, una masacre le clausuró los caminos de la ternura y la emoción de lo apacible. Rivacoba le pidió a Jorge una carne tártara para acompañar los sucesivos zubrowkas. Comprendió a la distancia que pudo aproximarse a Lotte y a su sonrisa porque compartían un pasado común, una misma visión de la familia, la de ella. Porque él había olvidado el significado de aquel término al borde de su infancia, bajo el vértigo del torbellino de balas y machetazos que cegaron lo mejor de su alma a unos cuantos kilómetros de Puerto Angelito. También comprendió por qué los ojos de Lotte, ese verde vivo, más allá de cualquier color de la vegetación, o de la filtrada transparencia de la luz a través de una hoja, de las ramas de un árbol, adquirieron un fulgor semejante a los de Claire Clemens cuando llegó Aarón a sus vidas. Una sombra de amargura tensó su frente cuando sus pensamientos lo desembarcaron en el manglar inhóspito de lo inevitable, cuando comprendió cuál golpe de timón

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lo desvió para siempre de la ruta marcada por las estrellas de Lotte: su comportamiento invariable, sus actitudes cada vez más herméticas. Efrén Rivacoba no supo descifrar ningún mapa; perdió la brújula. En vez de ser esposo de Lotte, mujer, se confió al recuerdo, anduvo por un camino sinuoso: siguió siendo el estudiante de MIT, el taciturno investigador de hechos y nombres, absorto en su oficio, ensimismado en sus rencores, que oía con cariño a la pequeña Charlotte. Y se le había hecho tarde. Cuando se dio cuenta, había quedado para el abandono, en un mundo sin sentido, congelado, sin tiempo, con la mera compañía de sus fantasmas. Se había convertido en una especie de Edward W. Clemens. Un pobre pendejo. Mientras Lotte había intuido el camino cierto: dejar de ser niña, hacerse mujer, transformarse en madre. Adaptarse. Él, jamás. Más le valiera estar muerto. Pidió un último vodka.

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Había optado por el Specia precisamente para evi-

tar un encuentro con la imagen de Lotte aquella tarde. Ella lo traicionaba con esas presencias imprevistas. Llegaba sin avisar, como un telegrama esporádico, fatal, sin preámbulos e implacable, neta. Rivacoba prefería mirar el gesto inconforme de un ajusticiado, que las apariciones de su exmujer, contra las que no encontraba anestesia, ni exorcismo. Impertérrita, Lotte conservaba el aplomo aun cuando él se apuntaba a la cabeza con gesto desesperado, suplicante. Su habilidad para evitar los chantajes era su mejor arma. Rivacoba prefirió dejarse ganar la partida. Pidió la cuenta y trató de perder a la mujer en la noche, dejando su evocación tras los cristales, tras la tibia penumbra del restaurante con todas aquellas parejas y grupos que lo ignoraban. Presintió que ella no lo acosaría más ese día. Anduvo por el camellón, entre los árboles, con las manos en los bolsillos de la chamarra. Se alejó con lentitud por Amsterdam, dobló hacia la izquierda por avenida México, llegó al parque, lo bordeó y siguió por Michoacán. Caminó hasta Atlixco. Llegó a Amatlán. Decidió cruzarla hacia el norte, había grupos de gente y parroquianos en todos los establecimientos. Observó a la gente de la crepería, y a los que esperaban. Buscó un pasillo sinuoso entre los autos mal estacio-

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nados. Entonces lo notó, entre los parroquianos que aguardaban a las puertas de La Gloria como una rata gris deslizándose rumbo al Garufa, o más allá, hacia Tamaulipas o Insurgentes. Su camino al Focus. Sintió asco, como si hubiera pisado un blanduzco excremento de perro. Vio al Molero, hurgaba entre los grupos de la acera, rozándose con las mujeres, en un simulacro mal montado, buscando que los jóvenes desviaran con desprecio su mirada. Quería molestar. Quería bronca. Atravesó Tamaulipas, a la altura del café, y se dirigió a Cadereyta. Rivacoba decidió seguirlo sin atravesar. Sostuvo el cambio de paso. Encendió un cigarrillo y trató de aprovechar todo hueco mal iluminado. Fue toda su precaución. Conforme se acercaba a las jardineras del edificio Plaza, el hamponcete disminuyó el ritmo. Se detuvo en la última, previa a la explanada. Ahí aguardó sentado, viendo hacia el parque. Rivacoba aprovechó el vestíbulo anexo al club Okinawa para observar. A los cinco minutos, alrededor de las 21:50, dos muchachos se acercaron al Molerito. Cruzaron saludos, dos o tres frases, hurgaron en sus bolsillos, y parecieron despedirse. Uno con la mano derecha, otro con la izquierda. Rivacoba apenas frunció el ceño y entrecerró los ojos un par de segundos. Cosa fácil. Los chicos tomaron la ruta por la que llegó Molero.

Un elefante llega intimidado ante el juez de paz. Lo empuja una hormiga enfurecida. Titub eante, el paquidermo ruega: —Señor juez, queremos casarnos. —Para nada, señor juez —irrumpe molesta la hormiga—: debemos casarnos. Respira hondo Rivacoba. Controla su respiración. Y aguarda. Todavía estuvo en su sitio el mozalbete, cuatro, cinco minutos. Después, comenzó a alejarse hacia Álvaro

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Obregón. ‘No va a tomar Oaxaca’, apostó Rivacoba. La disyuntiva siguiente: ‘Quizá, Yucatán’. Le asombró la obviedad de su enemigo. Un títere. Sonrió cuando se levantó un poco de viento. El frío lastimó el músculo herido. Molero cubría con su mano izquierda el antebrazo hipersensible. Se encaminó por Álvaro Obregón. Piece of cake. Frase usual de Charly. Sin descuidar su distancia, tomó el celular, marcó un número, dictó una serie de órdenes. Al terminar la llamada, su reloj marcaba las 22:17 horas. Tiempo de la llamada, 3:36 minutos. Molero llegó a una escala o a su destino. Hotel Roma. Al verlo, Rivacoba no supo explicarse cómo aquel vejestorio había sobrevivido a los sismos, a la picota y los reglamentos. Casa con mil puertas, mala de guardar. Un puesto de fritangas, una taquería, entrada para el estacionamiento, el acceso lateral para los huéspedes. “Cuando llegué a México, apenas traía dinero; el taxista pirata del aeropuerto notó mi preocupación cuando dudé en decirle para dónde ir. Recomiéndeme algo barato, no muy indigno, ni demasiado céntrico, le dije. Me llevó al Roma, Rivacoba. Cuando lo vi, me explicó que era menos ingrato que su aspecto. Me confió que una clienta se lo había sugerido una tarde en que compró sus servicios. Usted es cubano —me guiñó el ojo el taxista—, ustedes también saben de los gritos de la pasión. Simpático el chico, estudiaba contaduría y, mientras fueran mujeres, feas o atractivas, él aceptaba consolar a las desamparadas. Pinches cuartitos, duré un par de días ahí, solamente; después llegó el depósito con los viáticos. El cielo abierto, compa. Por manía o nostalgia, todavía me doy mis vueltas por ahí, cuando se ofrece”. Omar también le guiñó un ojo a Rivacoba aquella vez, cuando salían de El discreto encanto..., tres años atrás, a unos pasos del Roma. Apostado en la contraesquina, para dominar el escenario, trató de recordar los gestos de su camarada al rememorar el lugar. Un sitio extraño, pudo inferir.

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Dejó pasar quince minutos. Tres cigarrillos. Cinco minutos antes de las once, marcó la tecla RECALL del teléfono de bolsillo. Sólo murmuró un par de frases y siguió acechando. Siete minutos después, dos hombres se acercaron a él. Corpulentos ambos, uno más moreno y bajo que el otro. Adán Corbera y Darío Gutiérrez. —A sus órdenes, capitán —le sonrió Corbera. —A tiempo para la fiesta, señores. Darío —ordenó Rivacoba—, la herramienta. Gutiérrez le tendió el arma. Rivacoba, dejó que ellos vigilaran los accesos mientras la revisaba. —Es un operativo antinarcóticos. De modo que Corbera informa a la administración; averigua el cuarto donde está un tipejo de unos 28-30 años, mal rasurado, playera negra con un rostro fantasmal y letrero de Heavy Metal, chamarra de poliester dos vistas, azul y caqui. Tenis de corredor, pantalón de mezclilla negra. Corbera se quedará en la administración, a ver qué puedes averiguar de él. Desde ahí controlas cualquier movimiento. Que no contesten ningún teléfono. Madreas el conmutador si es necesario. Y, quien quiera registrarse, que se vaya o espere. Darío llega a los dos minutos, por la puerta de peatones, se le informa el número de cuarto. Yo entro por el estacionamiento. Me alcanza Gutiérrez, me informa, y me cubre a distancia. Lo demás es mío. Darío hizo una descripción amplia del lugar: corredores, escaleras crujientes, pasillos ciegos, una edificación confusa, absurda. “Se han hecho aquí otros operativos”, concluyó, e hizo un guiño al pareja. —¿Tenemos que hacer limpieza? —No hay remedio, Adán. Con estos colombianos no es fácil llevarse —sonrió Rivacoba—, son muy nerviosos. Después, claven a alguien en la administración. Sus contactos querrán buscarlo. Si algo sale mal, préndanlo y avísenle a Gámez. Él tomará el mando. —Preferimos hacer limpieza, capitán. Suerte.

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a identificación de los Villegas, Daniel y Ricardo, el par de mozalbetes asesinados días antes en una calle de la colonia Anzures, desembocó en una pista para la judicial, informaban El Universal y La Jornada. Había denuncias contra ellos por robo de partes. Daniel había sido condenado y estaba libre tras el pago de la fianza, a causa de una trifulca por daños en Villa Coapa, en una fiesta. La autopsia había revelado restos de crack y una alta concentración de alcohol en los cuerpos. Un pleito de bandas, aseguró El Universal. La Jornada fue escueta en su nota y no avanzaba suposiciones, avisó Antonia por correo electrónico a Fernanda después de desayunar. Seguían sin noticias de Rivacoba. El coronel no daba muestras de nerviosismo ni de impaciencia. Se quejaba, más bien, del creciente frío al amanecer, que le tundía antiguas lesiones en la espalda y en la rodilla derecha. —Si esto sigue así, este viejo roble prenderá la calefacción todo el día. —Yo me siento oxidada, coronel, desde el martes no hago nada de ejercicio. Eso me pone de malas. Extraño nadar. —¿A qué horas hace deporte?, me imaginé que se la pasaba toda la vida con su maquinita. —Diario, a las siete, nado en la mañana. Descanso, sí, los fines de semana. Ya luego desayuno, voy a mi clase de diez y después a Magicom. A la salida, a veces un café,

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cine, una copa, de compras —si es temprano—, alguna reunión en casa de alguna amiga soltera, de las que me quedan de la prepa. Cuando no tengo novio... Como ahora, que salgo más bien tarde, de la oficina a la casa, veo tele, adelanto mi proyecto de tesis o algo del trabajo, nada fuera de lo común. Bueno, a veces una fiesta el viernes. Otras, el doctor Mendizábal me lleva con los del equipo a cenar. —¿Y sus fines de semana? —Repongo un poco del tiempo de mi trabajo en Magicom, si hay algo urgente. Hago el súper, leo revistas, me actualizo. Veo..., veía con la muchacha que me hace el aseo qué me debía dejar hecho para cuando como o ceno en casa. A veces, voy al teatro, pero no me gusta ir sola. Veo películas rentadas... Bien a bien, desde que murió papá, no he tenido una rutina agradable, han sido muchos altibajos y cambios. Ahora con la huelga, más. Después de esto, no sé, es difícil. —No se desanime, este interludio no durará mucho. —Ahora con la foto del dizque Edgar, ojalá. —No es difícil ponerle un nombre a un rostro. Se lo aseguro. Además los nombres tienen características peculiares: casi siempre tienen un domicilio, costumbres, amigos y enemigos. Confiemos en los acontecimientos... y en nuestros amigos. —Mis amigos de Magicom tienen miedo. —Es natural. Se les irá quitando, mientras no se acostumbren a vivir con él. —Yo no quiero vivir así, coronel, me siento sin identidad, perdida en un espacio inmenso... —Se le quitará, Antonia. ¿Por qué no salimos un poco de este encierro? Aprovechemos el domingo, el sol. Si quiere, la llevo a nadar a Guardias Presidenciales, está bonito el club. Podemos pasar a Wall Mart por un traje de baño... —e hizo un gesto amplio, como si fueran a recorrer toda la tienda. —¿Y el ingeniero? —Le dejamos un recado, no se apure. Llévese el teléfono. Nada más déjeme tomar la reglamentaria, para espan-

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tar a los moscardones, si es el caso, y acordarme dónde dejé las llaves del coche. Sin Estela, soy medio inútil. El doctor Mendizábal leyó la noticia acerca de los Villegas en El Universal. Las conclusiones del artículo le parecieron una nube de humo. Recordó un asunto estremecedor: los guardaespaldas del exprocurador Coello Trejo, cinco o seis años atrás, violaban jóvenes tumultuariamente en su tiempo libre. Le estremeció la creciente incidencia del crimen. Estos ladronzuelos satisfacían sus complejos, sus oscuras limitaciones y frustración atentando contra mujeres, formulaban un código tergiversado cuyo única interpretación subrayaba su incapacidad de ser aceptados: en realidad eran hombres castrados. Oscuras motivaciones les impidieron reconocer en la mujer una condición que los trascendía. En contraste, los poderosos escoltas fueron enceguecidos por el rostro fulminante del mayor vicio del poder: una prepotencia sin límites, en una ecuación que al despejar sus incógnitas mostraba idéntica traición al grupo humano que los había encumbrado. Disfuncionales, los mozalbetes y los guaruras eran en el fondo lo mismo: plaga. Su oficio, la cibernética, tenía de manera semejante, caviló Mendizábal, en contraste con todos los evidentes beneficios de contacto humano y eficiencia, un lado oculto y múltiple, como las alcantarillas del desagüe: no sólo los robos de cuentas y el lavado de dinero; sino también más graves: la pedofilia, la pornografía infantil —uno de los negocios más impunes de la Red—, eran la cara oscura de esa moneda. Telaraña multimillonaria —como las ganancias del narco— la zona oscura de Internet había alcanzado refinamientos de sublime perversidad, como las películas sin actores, donde la realidad proporcionaba capa por capa, las crecientes desviaciones: perversión de niños, torturas, violaciones, sodomía, tortura a rehenes, adicciones fatales, asesinatos en vivo y otros desenfrenos que retaban la cordura de cualquier espectador

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ingenuo. No un diccionario detallado, sino una palpitante enciclopedia, un testimonio veraz del odio y rencor humanos hacia su especie. Ra dedicaba parte de su tiempo libre a la lucha contra esta epidemia creciente. Vigilaba, investigaba servidores en Rusia, en China, en Bélgica y en Alemania. Informaba a las organizaciones dedicadas al combate de esos grupos. Aunque a la vez defendía el derecho a la libertad de expresión en la Red y el derecho a la privacía. Quizá se había excedido en su negativa con Rivacoba. Pero la justicia expedita, el asesinato y el encubrimiento eran términos que no estaban inscritos en las tablas de su ley. Se sintió un poco débil, con la boca reseca y con la amenaza de la ansiedad devoradora de su mal. Pasó a su estudio y abrió el botiquín. Tomó la jeringa, y el alcohol, abrió la ampolleta. Medio minuto después, sintió el tranquilizante efecto de la insulina. Entonces llamó a Liliana Matuk y la invitó a comer. Durante la comida, Mendizábal la puso al tanto de los acontecimientos más recientes. La visita de Rivacoba, a quién eufemísticamente llamó “el protector”; el hallazgo en el video; los teléfonos, las coordenadas posibles de los llamados, en terrenos de la delegación Iztapalapa; y los caminos abiertos para la subsiguiente investigación: —Como el número de serie y los chips de las tarjetas de teléfono son únicos, al cruzar los datos, se puede averiguar dónde se compró la tarjeta, la ubicación exacta de la llamada. Chigüín Rosas está en eso. Mañana nos ponemos en contacto con Regitel, los fabricantes de tarjetas inteligentes, mientras Sánchez Zarza mueve sus contactos con los de seguridad, en Telmex, para conocer la dirección precisa del teléfono público. Obtendremos las zonas que frecuenta el cabecilla. Que el protector los ponga en su mira. Es lo más que haré para él. Mañana en la noche estamos fuera del caso.

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—Lo siento, doctor. No puedo aplaudirte, te quieres zafar sin compromiso —concluyó Liliana tras escuchar sus inquietudes—. Pero ya te metieron en esto sin preguntarte. Y estás tan inerme como la Maurer. No estoy para nada de acuerdo con tus decisiones. Tendrías que seguir hasta el final. Mendizábal buscó argumentos, repitió las que consideraba sus más claras reflexiones. Sus prejuicios para involucrarse en actos realizado al margen de cualquier regla, con un primitivismo prehistórico. Él sólo podía defenderse y evitar involucrarse en esos territorios desquiciados a donde lo invitaba el extraño protector. —Max, me conoces, soy más amoral que tú. Ya acepté que las leyes dejaron de estar del lado de sus sociedades. Pocas sobrevivirán. Dejaron inermes a la gente como nosotros. Al individuo. También se agotaron los valores, son parte del pasado. Contémplalo más allá de tus pantallas. El mundo se acabó mucho antes del año 2000. Sorry, nadie tuvo a bien avisarnos. Ra quiso argumentar algo, pero se hundió en su asiento, inquieto ante el juicio de Liliana. —Habría soluciones—insistió ella—. Existen. Pero nadie quiere que se impongan. Es una traducción universal del ‘al ratito’ de los mexicanos. Acá, lejos de nuestros derechos naturales, nos debatimos entre la ignorancia y las trampas de la economía, la cual no es un conocimiento, sólo una disciplina: meras proposiciones teóricas que especulan con la plusvalía, la oferta y la demanda, y con las leyes de mercado, como razones absolutas. Buen engaño. Achacamos a la sobrepoblación nuestros males, y nos casamos con reglas de hace quinientos, mil, dos mil años. Multiplicamos la tontería de civilizaciones desaparecidas. Acumulamos riqueza para unos cuantos. Nos dejamos gobernar por las empresas, y sus reglas; se deja que éstas presionen a los gobiernos que instauramos... Nos hacemos pendejos. Un no reconocido pero aceptado acuerdo permitió que la corrupción se desbordara, y contribuimos a ella.

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Ya no se educa. Fragmentamos el conocimiento para hacerlo inaccesible, fútil. Acá lejos, quisiéramos un líder; pero no se permite que ninguno cumpla su ciclo de maduración; en tanto, cientos de iluminados seducen sociedades narcotizadas con imágenes, frases, productos, verdades a medias y contradicciones. Te juro que lloraba de la risa cuando salí de ver Men in black. Unos cuantos hombres de negro hacen su trabajo y se comunican ante los ojos de todos para evitar que el pánico derrumbe a las naciones. Y hay otros, acá lejos, que buscan impedir su trabajo. Y los inconscientes. Una mezcla interesante. Qué horror. Te lo digo con el cinismo de quien no espera demasiado. Somos nosotros quienes debemos darnos asco. Aquí andamos, muertos de angustia. Pagando diario las mentiras que nos contamos. Eso sí, libres. Autodeterminados. Pinche libertad, ¿no? Por eso el cuate ése que me dices, el protector, tu protector, me cae bien. Ésa es la revelación. ‘¿Y a ese pinche loco quien lo cuida?’, has de preguntarte. Lo cuida su demencia, una locura sagrada. Lucidez, revelación habría que llamarla. Profético, se ha despojado de todo impedimento. Como un vidente. ¿Cuál es en cambio nuestra condición? Acá, lejos, desesperanzados, andamos esperando el paso del ángel exterminador. Mendizábal murmuró con timidez en su interior que esa mujer, Liliana Matuk, era la única que lo había enamorado verdaderamente en su vida. Lo fascinaba.

Rivacoba despertó solo, tarde, en un cuarto del sexto piso del Hotel Cibeles, sobre viaducto Tlalpan. Al salir del Hotel Roma, inadvertido, desarmado, había vuelto caminando a la Condesa. Sobre Insurgentes, frente al Condominio del 300, el anuncio del bar le fustigó la sed. Entró al Gemma, pidió un trago. Una mujer se le acercó y comenzó una plática casual, insulsa. El hombre la dejó hablar, asentía mecáni-

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ca, educadamente. La miraba, sin percibirla. Le invitó una copa de su Absolut. La escuchó sin oírla. «Más Absolut», pidió para él. En algún momento, le acercaron la cuenta. Hora de cerrar. Disculpen. Ella se ofreció a acompañarlo. Él aceptó. Llegaron al auto de Rivacoba y se internaron por la ciudad. Ella, Sandy, explicó que no se quedaría con él toda la noche. Rivacoba dijo que estaba bien. Él se dirigió hacia el sureste, tomó el viaducto y Tlalpan. Entraron al Cibeles. Una hora más tarde, la mujer le dio las buenas noches. ‘Eres un hombre extraño’, le dijo como despedida, y le acarició con ternura la frente. Salió. Sólo unos minutos duró su ensimismamiento. Limpió la habitación, se duchó. Puso los seguros de la puerta y, con el sillón, bloqueó la salida. Al poco tiempo, estaba dormido.

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UNA MUERTE

El notario trabajó el fin de semana. Minucioso, había

cumplido las instrucciones de Rivacoba y de Antonia. A las 10:30 de la mañana del lunes 24 de enero fueron firmados los papeles, aunque quedaron pendientes las del yerno de Gámez. —Por ahora basta con la de doña Estela de Velasco como testigo —informó el notario Jaime Ovando—. El señor licenciado Ramírez puede pasar con nosotros, sin problema de horario, cuando disponga. Estamos a su servicio. Lo despidieron Rivacoba y Gámez, que se burlaban de él porque además de parecer pergamino hablaba como libro antiguo. —Es pieza arqueológica cara, supongo —insinuó el coronel. El ingeniero hizo gesto de ‘¿Qué tan caro puede ser, si lo compré?’. Antonia subió a su recámara y le escribió a Fernanda, en broma, en serio, para hacerle saber que, desde ese momento, ella, su hermana se había convertido en su heredera universal; le recomendaba que fuera una buena hija y que no desamparara a su madre. “Cásate con un hombre de bien, y olvida mis pésimos ejemplos, así somos las hermanas menores. Besos.” Tenía respuesta a su carta del día anterior. Una contestación escueta, un mero deseo. “Ojalá el Danny y el Raúl Villegas fueran los violadores de Doris. Sería hermoso que existiera, finalmente, la justicia.”

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La joven ya no quiso pensar más en sus vidas. Optó por buscar las noticias de los periódicos, pasear por tiendas virtuales, ver clips publicitarios de los estrenos del cine, deslizarse hacia otros destinos.

—Éstos son los papeles que Cruz Molero traía encima, coronel. Su credencial de trabajador de la Delegación Iztapalapa. Inspector, estafador. Una tarjeta telefónica de 100 pesos. Y esta hoja esquela donde apuntó mi dirección y la de Magicom. Por el trazo y por los cambios de eje, los domicilios que están abajo deben ser las de compañeros de Antonia. Las agregó tras seguirlos. O se las dictó Epifanio. —¿Quién es Epifanio? —El putete del Edgar, coronel. Ni siquiera eran primos. Me dijo que Epifanio lo vengaría. El pendejo. —¿Te dio mucha lata? —Ni toqué la puerta. La pateé. Se rompió. El tipo estaba acostado, se levantó y fue hacia el otro extremo. Sacó una navaja de botón. Encañonándolo, le comencé a pedir nombres, direcciones. Sólo insultos. Suelta la navaja. No. Te va a ir peor. Me la pelas. Le tiré a la rodilla. Se dobló. Te voy a disparar a la femoral. Me vale. Te vas a desangrar en minutos. Uy, sí. Me acerqué. Vi el destello en los ojos antes que el semicírculo con la navaja. Falló con mi finta. Lo desarmé. Jab a la mandíbula. Patada a las costillas. Se quebró alguna. Dijo que Epifanio, que su venganza, que yo vería. No tuve siquiera que usar mi Victorinox, aproveché su herramienta. Se asustó cuando le hice el corte entre el muslo y la ingle con su arma. La sangre: roja, abundante, tibia, fluyó sin límite. Quiso una ambulancia. No, el nombre completo. Epifanio Talavera. La mayor virtud de un torniquete es detener las hemorragias. La dirección. Silencio. Quince segundos. La mancha en la alfombra crecía. Se te acaba el tiempo. Él apretaba su herida. La dirección. Pareció que iba a desmayarse. Le

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di algunas bofetadas. Derechos humanos, dijo. Esto no es asunto oficial. La dirección. Osa menor 34. Mientes. Oriente 127. Si mentiste, te mato en el hospital. Estaba diciendo la verdad. Empezó a sentir un terror real. Dolor y frío. Se estaba vaciando. Lo degollé. No sufrió mucho. —Demasiada sangre. —Me lavé ahí mismo. Darío Gutiérrez me alcanzó, me dio los papeles, le devolví el arma y salí. Él y Oropeza me echaron una buena mano. Voy por Talavera, nuestro Edgar. —La niña tiene el retrato. —Me oyó anoche, cuando llegué. De inmediato me dio un par de copias. No podía dormir la pobre. Está temerosa todavía. Por cierto, revise los diarios. Evite comentarle detalles. Me voy. —No te confíes.

El Reforma y La Crónica comentaban la muerte de Cruz Molero en nebulosas notas marginales. La información era escueta y evidentemente contradictoria. Reforma insinuaba un crimen pasional. Sólo se refería a los cortes del cuerpo. La Crónica apuntaba hacia una discusión por drogas y dinero. Señalaba la huida de un posible cómplice, ante un inminente cerco policial. En ambos, las confusiones eran obvias: La Crónica apuntaba con errata el apellido de Cruz. Lo consignaba como un alias o un apodo: “el Mulero”. Reforma afirmó que se trataba de un bolero apellidado Cruz. Justicia poética. Corbera y Gutiérrez cumplieron puntuales su trabajo, pensó con satisfacción Gámez. Las noticias pasaron inadvertidas para Antonia, quien ignoró las páginas rojas de los diarios. Pese a ello, en los comentarios acerca de películas, encontró que Todo el poder era una cinta dedicada a la indefensión ciudadana en la Ciudad de México. Ello, junto con los correos de Obed,

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una relación puntillosa del avance de las investigaciones en torno a su caso del equipo de inteligencia de Magicom, acabaron por fatigarla. Cerró las persianas y corrió las cortinas del cuarto; trató de dormir, sin éxito. Pudo hacerlo a la sombra de la higuera, cuando bajó al jardín de atrás. Sobre los cojines de hule de la banca de cemento se acomodó en posición fetal. Relajada, cayó en un sueño profundo. No supo si fue el coronel o Estelita quien la cubrió con una manta delgada. El viento se sentía fresco.

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CONTRAPUNTO

Sencillo resultó para Rivacoba encontrar la dirección que el Molero había mal mencionado. Corbera estaba a cargo de averiguar, en cuanto sitio estuviera a su alcance, acerca de fichas o informes sobre Talavera. El tipo, Epifanio, demostraba una bien aprendida habilidad para cambiar de nombre y ocultarse. Buen discípulo de alguna mafia. O de algún político sucio. Sin embargo, a Efrencito le parecía más probable la primera suposición, en la medida que rompía una regla de oro, sospechaba que Epifanio actuó de motu proprio. Nadie en la mafia debe hacer por capricho, o autónomamente, movimiento alguno, ya que comprometería al resto de la organización. En la mafia nadie actúa por sus pistolas. La vida está sembrada de ejemplos al respecto. Cuesta la vida. Así de sencillo. Ése es el precio. Precios únicos en nuestros almacenes. Bodegas llenas de muertos. El ingeniero calculaba que, al no darse el reclutamiento de nuevos cómplices, como se hacía evidente, Epifanio Talavera había ido quedando solo, no porque lo deseara, sino a causa del sigilo con que debe actuarse para no llamar la atención entre los mismos criminales, a quienes no les gusta perder el control de sus territorios. La siguiente hipótesis, por tanto, caía por su propio peso: todo contacto que presumió entre judiciales o policías fue mera cortina de humo durante su relación con Antonia.

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Darío Gutiérrez, a su vez, debía en esos momentos visitar la Delegación Iztapalapa a fin de preguntar a todo dios la historia de Molero, y si sabían algo de Epifanio. Asunto oficial. Llevaba un escrito con la imagen que le había hecho llegar el ingeniero Rivacoba por sugerencia de Antonia. Una chica hábil. Asunto oficial, pidiendo facilidades a toda autoridad civil o militar para el cumplimiento de la pesquisa. Aquello, al menos, debía levantar polvo, alertar a algunos. Empezaba el cerco de Epifanio Talavera. Tres elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña. Llamada en el celular: —Te tengo una sorpresa, Efrencito —a Rivacoba el ‘Efrencito’ le sonó a gloria. Cada vez que el coronel Gámez usaba el diminutivo se debía a alguna travesura o arrebato genial del viejo. —¿Adivina qué me contó un pajarito que es subsecretario de la Defensa? Ni trates de romperte la cabeza, porque no vas a adivinar: seré breve y ya después te doy detalles: tu contrincante es una digna joya para tus habilidades: un pobre muchacho guatemalteco que tuvo que huir de su tierra porque se le pasó la mano más de una vez, así que no te confíes, sabe matar. Entró por Chiapas, y fue un tiempo guardia blanco, de unos cafetaleros alemanes, de ahí que en el ejército sepamos quién es el Talavera. Tienen la ficha en la zona militar. Nuestro agregado militar en Guatemala, por ello, lo había ya investigado. Es un kaibil, de modo que espera lo peor de él; no es sólo el estafador que fichó la Procuraduría estatal de Chiapas, sino un tipo que debe varias... ¿Ya te cayó el veinte de por qué se cuidó tanto de usar su nombre? —El ingeniero asintió con la cabeza, como si estuviera hablando frente a Gámez. —Si me entero de algo más, te llamo de nuevo. —Se lo agradezco, coronel, Rivacoba fuera. Un brillo siniestro destelló por segundos en el entrecejo apretado de Rivacoba, quien comenzó a bara-

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jar de nuevo sus especulaciones. Cuatro elefantes se balancearon sobre la tela de la araña. Esperaba. Tomó un poco de su Gatorade de limón. Desde el día anterior se le habían acabado las cervezas a la señora de la miscelánea El lejano oriente, y todavía no llegaba el camión a resurtir. Por desgracia, el mundo no es perfecto. Al ingeniero se le hubiera antojado un agua mineral, en todo caso; pero estaban tibias todas. Aunque, a decir verdad, un vodka tonic habría sido la bebida precisa para disfrutar cabalmente de aquella cacería oriental. Las calles Oriente de Iztapalapa. Por tanto, imaginó, el vodka ideal para ese instante debía ser un vodka ruso. Stolichnaya. Término cuya grafía y pronunciación siempre son complejos para muchos occidentales, entre ellos Rivacoba, quien lo solicitaba junto con una descripción de la etiqueta: un marco rojo, letras blancas, resaltadas y una fabriquita donde las muñecas rusas lo destilan para mostrarnos el vigor del invierno en las estepas. Y la paciencia luchona del su pueblo. Paciencia que ahora él ejercitaba, sin vodka, y sin agua quinada, tan medicinal. Paciencia. Quedaba esperar, esperar, indiferente con la pasividad de un lama, con la inspiración de un francotirador. Oriente 127 el 34. Necio y confuso el Molero. Verdades a medias hasta la hora de morirse. Era una mierda ese alacrancito. Debió sacarle los ojos, pero era mucho complicarles la vida a esos buenazos de Corbera y Gutiérrez. “No hay que excederse”, le recomendaba Gámez siempre. “No es fácil frenar cuando va uno a toda máquina, coronel”. Eso estaba bien para los de Magicom. No para él. Él no era ninguna hormiguita recién casada que debiera silbar la marcha nupcial en su luna de miel. ¿Por qué silbaba? Para darle alas al elefante. La hormiguita olvida que los elefantes no vuelan. Si no, serían dirigibles. Y ése es el peor caso. Un mal chiste. ¿En qué se parece Dumbo a

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un dirigible? En que Dumbo vuela y los dirigibles también. No. Error. Los dirigibles explotan y a Dumbo lo explotan. Pésimo, en verdad. Necesito un vodka tonic o el camión de cervezas, de perdida. —Señora ¿quiere que llamemos para ver qué pasó con nuestro amigo? —Le digo, no puede tardar mucho. Siempre viene aquí por su Coca, y a hacer un par de llamadas. —No, si no le pregunto por el licenciado, sino por el de las cervezas. —... La respuesta de la mujer ya no le importó. Porque en ese momento, de nuevo, el celular de Rivacoba sonó. Seguramente se había alzado una polvareda en alguna parte.

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ACÁ, LEJOS

Los registros de las cámaras de video señalan las

16:24:08 como el momento en que Talavera entra a Magicstore, la tienda de Magicom, en la planta baja del edificio de la empresa. Su arribo fue intempestivo. Bajó de un taxi. Circunstancia que, por trivial, a nadie despertó sospechas. Entró con la cabeza baja, con paso firme y decidido, como cualquier comprador habitual de la tienda de cómputo que cavila respecto a su adquisición. Sospechoso se consideraba — desde el sábado— a cualquier persona no autorizada que buscara ingresar a las oficinas o al estacionamiento. Desde su llegada, los videos muestran a un tipo atlético, de rapidísimos reflejos, que actúa con una decisión de desperado. El área de exposición sólo cuenta con un guardia, Tomás Saldívar, quien apenas necesita 40 segundos para ser asistido por sus colegas del cubículo de vigilancia. Tiempo máximo de reacción durante simulacro de alerta de protección civil, 47 segundos. En la cinta de registro Tomasito Saldívar platica con Sonia, la cajera, a través de la ventanilla de protección. Ramón, el vendedor de turno está distraído, ajusta una máquina en el exhibidor de entrada. La cámara 2 del área, sincronizada, muestra a Matuk: prepara un informe de rutina en su cubículo. Epifanio Talavera se dirige directamente al vendedor, saca de abajo del saco, de su costado

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izquierdo, la Glock 22 y le dispara a la cabeza. Acto seguido, se vuelve hacia el guardia, quien asombrado apenas reacciona con una mueca de dolor y desconcierto cuando siente una bala, el segundo tiro, herirle en el estómago. En vez de pulsar la alarma, Sonia Alvarado pierde la cabeza y comienza a gritar. Talavera ha despojado de su tarjeta electrónica de identificación a Ramón Leyva, su primera víctima. Brinca sin dificultad el mostrador, apoyándose en él, y dispara sobre el bulto de la mujer. La hiere en el glúteo izquierdo. Matuk ha tomado el teléfono y lo suelta cuando ve el cañón del arma apuntándole. Levanta las manos. Han transcurrido 37 segundos y nadie ha dado la voz de alarma, el ataque sorpresa en el panel de control de las cámaras de video ha parecido a Ignacio Terán, brazo derecho de Sánchez Zarza, una escena de película o una pesadilla, y no alcanza a hacer plenamente conciente la imagen que contempla: con el lic Matuk como rehén, Talavera atraviesa la puerta de seguridad y enfila hacia las escaleras, lo que evita la zona de elevadores, que en unos segundos quedarán asegurados. Rehén y atacante se dirigen hacia el 3er piso, el santo de los santos de la pirámide de Magicom. Terán, el encargado de los monitores de vigilancia, sólo tiene como defensa gas a la mano, llama al jefe Sánchez Zarza. Éste responde desde el estacionamiento del sótano donde ha estado verificando extinguidores. Sánchez Zarza instruye a todos los vigilantes armados para que se dirijan al 3er piso. El jefe Zarza evita también la espera absurda de un elevador, ordena su bloqueo, y sube por las escaleras hacia la oficina de Mendizábal. En ese momento Obed y Chigüín Rosas, entran a cuadro, se les ubica también, a través de la cámara de vigilancia de la tienda. Regresan de comer; tienen intención de invitar a Matuk un café y comentarle sus recientes investigaciones. De ahí que no utiliza-

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ran el acceso de empleados. Comentan entre ellos la importancia de los datos recabados para situar a los atacantes de Antonia. Falta sólo que el jefe Sánchez haga su parte. Su triunfal expresión cambia al descubrir el cadáver de Leyva y ver, muerto o inconsciente a Tomás, el vigilante. Oyen a Sonia, que llora y pide ayuda. —Llama a seguridad, necesitamos ambulancias —ordena el Chigüín Rosas, quien prefiere auxiliar a Sonia que vérselas con Tomasito. Watson obedece. En seguridad le informan a Obed del foco rojo, el ataque,sin más detalle, y que urge solucione el problemas con las líneas externas que están muertas... Ése sistema depende de él, trataron de avisarle desde las 4. Revisa su bíper, no registra ningún mensaje. Achaca a sabotaje de los asaltantes una falla de la central telefónica de la zona. Y en su nerviosismo magnifica el ataque a Magicom. Recurre a su celular. Como es usual, los teléfonos de ayuda celular están bloqueados. Decide acudir al auxilio del protector. Rivacoba le contestó de inmediato. “Me encargo de todo”, dijo y colgó. Ante un leve movimiento y un gemido del vigilante agredido, Obed decide arriesgar un auxilio para Tomás en tanto llegan los paramédicos. Tiembla. Le gustaría saber utilizar el arma del policía. Le gustaría saber cómo contener una hemorragia en el abdomen. Se despoja de su camisa y pone boca arriba al herido mientras presiona con suavidad el orificio de entrada del proyectil. Incluso para un profano como él es evidente que Ramón Leyva ya no se cuenta entre los vivos. Desde su posición, sólo puede sentir la tibieza de la sangre del guardián, y ver las facciones desfiguradas de Ramón. Siente lástima por él, aunque no fueron en particular amigos. Pobre Ramón, ¿él porqué? y se concentra en consolar a Tomasito. Las cámaras del 3er piso indican que a las 16:27:40 del lunes 24 de enero del 2000, después de hacer seña

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al vigilante del nivel que entregara a Matuk su tarjeta de acceso, soltara su arma y bajara por donde ellos habían subido, Talavera hizo fuego sobre él a mansalva, y —sin mayor contratiempo— entraron a la sala de espera del doctor Mendizábal Gabriel Matuk y el último jinete del Apocalipsis bajo la apariencia de Epifanio Talavera. Este jinete, sabemos, era la muerte, porque no tuvo empacho en disparar a quemarropa su quinta bala contra Lourdes Meza, la secretaria en jefe del doctor. Ése fue su modo de anunciarse. Se hizo abrir la puerta del santo de los santos por un Matuk, gordo, pálido y torpe, que fue empujado hacia el interior sin resistencia alguna y gritó: —El que intente algo es cadáver. Mendizábal, desde que oyó el disparo, se había puesto de pie. Le habían advertido que había problemas, pero que todo estaba bajo control. Inerme, intentó mantener la calma, debía ganar tiempo para que su gente se organizara. ‘¿Quién puede avisar cuándo la mera seguridad ya es prescindible, y que para prevenir agresiones se necesita recurrir a una fuerza de tarea?’, fue la única idea que en ese momento surcó el cielo nocturno del pensamiento del doctor. Absurdo. —¿A quién mandaste contra mi primo? —reclamó Epifanio— Cuento hasta tres. Uno... Mendizábal no comprendió la pregunta. La interrogante estaba fuera de programa. —Dos. —No sé. Yo no he hecho ningún movimiento. No he mandado a nadie contra usted. —Mientes, cabrón— y el disparo que impacta el hombro del doctor, lo hace girar, lo impulsa contra la credenza. Un intenso dolor. El cibernético trata inútilmente de alcanzar su sillón. Afuera, Sánchez Zarza da instrucciones a su equipo. Son las 16:29:35 según los monitores. Se la van a jugar. Se la va a jugar. Uno de sus compañeros intentará abrir la puerta mientras otros disparan hacia el umbral, al piso, hay

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que obligar al tipo a enfrentarse a ellos. “Seré su escudo”, les promete. Traga saliva y trata de hacer un recuento de todos sus reflejos. Adentro, Matuk dice para su interior, “Adiós, Aída” y trata de aparentar sumisión cuando el cariño por Ra le obliga a hablar: —No le haga daño. Yo le diré lo que sé. —Rápido, güey, suelta la sopa. No tengo tu tiempo. —El sábado se presentó aquí un hombre, señor, un ingeniero. Está tras ustedes. Les quiere cobrar lo de Antonia. —Conmigo se la pela. Sus datos. Talavera tuvo que volverse al oír los disparos. La puerta estaba abierta. Para parapetarse junto a Ra, desperdició varios cartuchos de su arma —cuatro disparos. Ya de cuclillas, comprendió que debería defenderse a dos manos: recurrió al .32 que traía de refuerzo. Perdió tres segundos. Su posición era incómoda. Sánchez Zarza cumplió su palabra. Aprovechó ese lapso para lanzarse al interior con disparos al techo para no herir a los rehenes. Y, en diagonal, se ubicó en una perspectiva donde le era viable dirigir su arma contra Talavera. Éste no dudó en enfrentarlo. Era su única opción. Epifanio se irguió. Quedaron a cuatro pasos, apuntándose. Epifanio, Edgar, no esperó amago ni indicación. Sólo apretó el gatillo, una, dos veces. Incrédulo, Sánchez Zarza hizo un único disparo, por mero reflejo, que fue a dar al techo. Cayó de espaldas, muerto. Mientras se derrumbaba, las armas de sus apoyos se encargaron de fusilar, repetidamente, a Talavera. El exkaibil, muestra el cronómetro de la cinta de la videocam en la oficina de Mendizábal, agonizó durante tres minutos y veintisiete segundos, inmensos como el abismo que no alcanzaba a enfocar con claridad ante él. Necio, repetía el moribundo: «Los haré polvo. Me vengaré», hasta que sólo sus labios se movieron sin emitir sonido alguno. Finalmente, expiró. El cronó-

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metro marca las 16:35:12 En la imagen posterior se subraya un error imperdonable de la seguridad: todos asisten al doctor Mendizábal y vemos, junto al cadáver de Epifanio Talavera, el arma de refuerzo, el revólver .32, a escasos dos centímetros de la mano de su dueño. La Gluck lejos de su alcance. Nadie había verificado ni su pulso ni su respiración. Un riesgo innecesario. Apagan la videocam a las 16:42:08.

El ingeniero Rivacoba llegó a Magicom a las 16:57, apenas seis minutos después que Corbera, dos antes que Darío. Adán se encargó con Obed de ponerlo al tanto de los hechos. “Que sea un Edgar menos”, comentó Rivacoba como postrer oración fúnebre. Los paramédicos de TI se mostraban preocupados por Mendizábal. Trataban de sacarlo del shock. La lectura de la glucosa marcaba un alarmante 317. Tenía bajas la presión y el pulso. Los otros lesionados no presentaban demasiadas complicaciones, les informaron. —Que los lleven al Mocel —indicó Matuk— los atenderán bien y, por suerte, tenemos garantizada la mayor discreción. Rivacoba lo miró con frialdad. El Chigüín Rosas avisó que él iría en la ambulancia al hospital con Sonia, la pobre Sonia. —Un único favor —pidió Matuk a Rivacoba—. Sin el jefe Sánchez este asunto nos va a meter en muchos problemas. ¿Nos puede ayudar, ingeniero? Lo dijo en voz baja, como avergonzado. Avergonzado de que la palabra Magicom pudiera empañarse con aquel río de sangre y muerte, y con ello se deteriorara el halo virtual de aquel lujoso edificio y sus poderes de encantamiento. Ignoraba que para Rivacoba no existen la lástima, ni la piedad. —Yo no hago eso, disculpe. El ingeniero le dio la espalda y se encaminó con Obed

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y Corbera al elevador. —¿Y tú, Obed? —Sólo dígale a Toni que me da gusto que ya pueda estar tranquila, que Watson le manda un beso. Dígale, por favor. Y, ...a usted..., gracias. Se despidió del muchacho con una palmada en la espalda y pulsó el botón de descenso. Sin una palabra, mirando el piso, descendieron. Corbera y Rivacoba atravesaron el vestíbulo y salieron a la breve explanada. —Despídeme de Gutiérrez —dijo Rivacoba para decir adiós a Adán —Con gusto, jefe. La tranquilidad de Corbera algo le removió al ingeniero. Sánchez Zarza. Los tenía en su lugar el jefe Sánchez. Él lo hubiera entrenado como a Darío y a Corbera. De acuerdo, un último favor, en su memoria, no le costaba nada. Llamó: —Corbera. —Sí, señor. —Ayúdenles con la limpieza, los de casa pagan. Esta vez, él guiñó el ojo. Ya no respondió al saludo militar de Adán. Se dirigió a su auto con calma, pensando únicamente que le sentaría bien un vodka tonic. Y ya que iba hacia el norte, ¿por qué no un Danzka? Es buena la destilación tradicional de los daneses, argumentó para él. Grandes guerreros. Mientras dejaba pasar las ambulancias, divagó aún un poco jugando con la idea de que sería bueno también tomar valor una de esas noches e invitar a Antonia al Mazurka, para beber en paz, junto con ella, un poco de agua de vida.

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El último elefante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 El elefante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 El hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 La mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 El viejo y el hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 El coronel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 El elefante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 Antonia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 El hombre, la mujer y el viejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 Un correo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 Doris . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 Sin ellos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Una visita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 La Comisión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Realidad Virtual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 Mudanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 El gurú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 Testamento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97 Fuera de serie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 Sábado en Magicom . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Dos estilos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 El jardín de atrás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Luz de tarde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 Soy esa chica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129 El paso del elefantito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Agua de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 Más allá de la Condesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Cabos sueltos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 Una muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169 Contrapunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 Acá, lejos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177 ÍNDICE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185

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El último elefante, edición electrónica, se terminó de producir el 8 de febrero de 2002 Para la edición, se usó la familia tipográfica Concorde Nova 11:13, y 22:13. La edición estuvo al cuidado del autor.

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Nota biobibliográfica Bernardo Ruiz nació en la ciudad de México, D.F., en 1953. Escribe poesía, cuento, novela y teatro. Promotor cultural, editor, crítico y traductor, estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha publicado los libros de cuentos: Viene la muerte, La otra orilla, Vals sin fin y La sangre de su corazón; y seis de poesía, donde destacan: Juego de cartas y Pueblos fantasmas (1978-1999); además, las novelas Olvidar tu nombre y Los caminos del hotel, entre otros. Sus libros más recientes son la antología personal Cielo, tierra e infiernos y la obra de teatro Luz de noche. Algunos de sus textos han sido traducida al inglés, al francés y al portugués. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos del FONCA- CONACULTA y profesor de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (S0GEM).

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