C. Virgil Gheorghiu La hora veinticinco

La hora veinticinco C. Virgil Gheorghiu —Voy a recopilar todo lo que les ocurra a esos personajes durante los años próximos —continuó Traian—. Y cre

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Veinticinco metros de manta
Veinticinco metros de manta Veinticinco metros de tela de manta, doce hijas y una promesa de pago de trescientos pesos diarios: eso trajo a este laca

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La hora veinticinco

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—Voy a recopilar todo lo que les ocurra a esos personajes durante los años próximos —continuó Traian—. Y creo que les sucederán cosas extraordinarias. El futuro inmediato re­serva a cada uno de nosotros acontecimientos sorprendentes. Tan sorprendentes como no se han dado jamás en la Historia. —Espero que sólo en tu novela el porvenir sea tan dra­ mático —dijo el juez. —Los acontecimientos dramáticos ocurrirán primeramente en la vida y después en mi novela —replicó Traian. —¿Viviré yo también momentos dramáticos? —insistió el juez—. Sabes que llevo una existencia burguesa que no puede interesar al público. Soy todo lo contrario de un aventurero. —Querido George: la mayoría de los hombres de este mundo no son aventureros. Y sin embargo, todos se verán obli­ gados a vivir aventuras como no las podría imaginar ningún escritor de novelas sensacionales. —¿Y qué cosas tan sensacionales ocurrirán? —preguntó el magistrado. —Presiento, querido George —dijo Traian—, que acaba de producirse a nuestro alrededor un grave acontecimiento. No sé dónde ha ocurrido, ni cuándo ha comenzado, ni cuánto va durar. Pero presiento que existe. Estamos en medio de la tormenta, y la tormenta nos rasgará las carnes, nos machacará los huesos un día tras otro. Huelo ese acontecimiento, como huelen las ratas el peligro cuando abandonan precipitadamente un barco que va a hundirse. Con la sola diferencia que yo no tengo dónde huir. No habrá para nosotros refugio ni albergue en ninguna parte del mundo. —¿A qué acontecimiento aludes? —Puedes llamarlo revolución, si quieres —dijo Traian—. Una revolución de proporción inimaginable. Todos los seres humanos resultarán sus víctimas. —¿Y cuándo va a estallar? —preguntó el magistrado, que acostumbraba no tomar nunca en serio lo que decía Traian. —La revolución se ha desbordado ya, querido amigo. Ha estallado a despecho de tu escepticismo y tu ironía. Mi padre, mi

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madre, tú, yo y todos los demás, nos iremos dando cuenta poco a poco del peligro y trataremos de salvarnos, de escon­dernos. Quizás algunos hayan comenzado a esconderse ya, como los animales salvajes cuando sienten que se les echa en­cima la tempestad. Por ejemplo: yo quiero retirarme al campo. Los miembros del partido comunista, sin embargo, pretenden que los fascistas son responsables y que el peligro sólo puede evitarse liquidándolos. Los nazis quieren salvar su piel matando a los judíos. Todo eso no son más que los síntomas del miedo que invade a todo ser humano ante el peligro. Ese peligro, que es el mismo por doquier, diferenciándose tan sólo las reacciones de los hombres ante él. —¿Y cuál es ese gran peligro que nos amenaza a todos? —preguntó el magistrado. —¡El esclavo técnico! —prosiguió Traian Koruga—. Tam­ bién tú le conoces, George. El esclavo técnico es el criado que nos hace cada día mil servicios, de los cuales no sabríamos prescindir. Empuja nuestro auto, nos proporciona luz, nos echa agua para lavarnos, nos da masajes, nos cuenta historias para divertirnos en cuanto damos la vuelta al botón de la radio, traza carreteras y desplaza las montañas. —¡Ya suponía yo que todo eso no era más que una metáfora poética! —interrumpió el juez. —No es una metáfora, querido George —respondió Traian—. El esclavo técnico es una realidad. Su existencia no puede negarse. —¡Yo no niego su existencia! —replicó el magistrado—. Pero, ¿por qué llamarlo “esclavo técnico”? Se trata simple­mente de una fuerza mecánica. —Los esclavos humanos, antepasados de los esclavos téc­ nicos de la sociedad contemporánea, eran también considerados por los griegos y los romanos como una fuerza ciega, como algo inanimado. Podían venderse, comprarse, regalarse y ma­tarse. Se los valoraba solamente según la fuerza de sus múscu­los y su capacidad para el trabajo. Exactamente el mismo criterio que hoy empleamos para el esclavo técnico. Fantana s

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—Sin embargo, las diferencias son muy grandes —replicó George—. No podemos reemplazar al esclavo humano por el esclavo técnico. —Claro que podemos hacerlo. El esclavo técnico se ha revelado más ordenado y menos caro que el esclavo humano. Y, por lo tanto, capaz de reemplazar rápidamente a su prede­ cesor. Nuestros barcos ocupan el sitio de las galeras y no avan­zan empujados por los esfuerzos de los esclavos, sino por la fuerza de los esclavos técnicos. Y cuando cae la noche, el hombre rico, que podría permitirse el lujo de tener esclavos, no da palmadas para verlos llegar con antorchas en la mano, como hacía su antecesor en Roma o Atenas, sino que oprime un botón y los esclavos técnicos iluminan su cuarto. El esclavo técnico enciende el fuego que calienta el departamento o el agua del baño, abre las ventanas y produce corrientes de aire. Tiene la inmensa ventaja sobre su camarada humano de estar mejor adiestrado, de no oír ni ver nada. El esclavo técnico no aparece hasta que lo llaman. Entrega la carta de amor en un instante, haciendo que oigamos a distancia la propia voz de la mujer amada. Los esclavos técnicos son unos servi­dores perfectos. Aran la tierra, llevan sobre sí el peso de las guerras, de la policía y de la administración. Han aprendido todas las actividades humanas y las ejecutan a las mil mara­villas. Hacen cálculos en los escritorios, peinan, cantan, bailan, vuelan por los aires, descienden debajo del agua. El esclavo técnico se ha convertido incluso en verdugo y ejecuta a los condenados a muerte. Cura a los enfermos en los hospitales, ayudando a los médicos, y hasta asiste al sacerdote cuando ce­lebra la misa. Traian Koruga se interrumpió unos instantes para llevar el vaso a sus labios. Fuera, la lluvia seguía cayendo regu­larmente. —Acabaré en seguida esta digresión —dijo—. En lo que a mí se refiere, he de confesar que me siento siempre acompa­ñado, aunque aparentemente esté solo. Veo moverse a mi alre­dedor todos esos esclavos técnicos, dispuestos a servirme y ayudarme en cualquier momento. Encienden mis cigarrillos, me dicen lo que pasa en el universo e iluminan mi camino por la noche. Mi vida sigue su cadencia. Me hacen más compañía que los otros seres vivos,

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e incluso llego a sentirme capaz de enormes sacrificios por ellos. Tal es la causa de que no pueda vivir mucho tiempo en Fantana, como acaba de decir mi madre. Mis esclavos técnicos me esperan en Bucarest. En realidad, somos mucho más ricos que nuestros colegas de hace dos mil años, que no poseían más que algunas docenas de esclavos. Nosotros tenemos centenas, millares. Y ahora voy a hacer una pregunta: ¿Cuántos esclavos técnicos en plena actividad creéis que hay hoy en la superficie del mundo? Sin duda, algunos miles de millones. ¿Y cuántos hombres? —Dos mil millones —respondió el juez. —Exactamente. La superioridad numérica de los esclavos técnicos que pueblan hoy día la tierra es aplastante. Teniendo en cuenta el hecho de que los esclavos técnicos tienen en sus manos los puntos cardinales de la organización social contem­poránea, el peligro es evidente. En términos militares, los esclavos técnicos tienen en sus manos los nudos estratégicos de nuestra sociedad: el ejército, las vías de comunicación, los sumi­nistros y la industria, por no citar más que los importantes. Los esclavos técnicos forman un proletariado, si entendemos por esa palabra un grupo aislado en una sociedad y en un momento histórico, un grupo que no esté integrado en esa sociedad. Su destino se halla entre las manos de los hombres. No escribiré una novela fantástica y, por lo tanto, no describiré la manera cómo esos esclavos técnicos se rebelarán un buen día, aprisionando a la especie humana en campos de concentración, haciéndola desaparecer en el cadalso o en la silla eléctrica. Semejantes revoluciones fueron realizadas por los esclavos humanos. No describiré más que hechos reales. En la realidad, ese proletariado técnico hará su revolución, sin servirse de barricadas como sus camaradas los esclavos humanos. Los esclavos técnicos representan una mayoría numérica aplastante en la sociedad contemporánea. Es un hecho concreto. En el cuadro de esa sociedad obran con leyes propias, diferentes a las de los humanos. De esas leyes específicas de los esclavos técnicos no citaré más que el automatismo, la uniformidad y el anonimato. “Una sociedad en la cual coexisten algunas decenas de miles de millones de esclavos técnicos y apenas dos mil millones de Fantana s

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hombres (aunque éstos la gobiernen) tiene todos los carac­teres de una mayoría proletaria. En el tiempo de los romanos, los esclavos humanos hablaban, oraban y vivían según las cos­tumbres importadas de Grecia, de Tracia o de otros países ocupados. También los esclavos técnicos de nuestra sociedad guardan su carácter específico y viven según las leyes de su nación. Esta naturaleza, o si lo preferís, esa realidad, existe en el círculo de nuestra sociedad. Su influencia se hace sentir cada vez más. Con el fin de poder tenerlos a su servicio, los hombres se esfuerzan en conocer e imitar sus hábitos y sus leyes. Cada empresario está obligado a saber un poco la lengua y las costumbres de los empleados que tiene a su servicio. Y los pueblos ocupantes adoptan casi siempre, por comodidad o interés práctico, la lengua y las costumbres del pueblo ocu­pado. Lo hacen a pesar de ser dominadores todopoderosos, a pesar de tratar a sus ocupados con mano de hierro. “El mismo proceso se desarrolla en el círculo de nuestra sociedad, a pesar de que no queramos reconocerlo. Aprendemos las leyes y la manera de hablar de nuestros esclavos para dirigirlos mejor. Y así, poco a poco, sin darnos siquiera cuenta, renunciamos a nuestras cualidades humanas, a nuestras leyes propias. Nos deshumanizamos, adoptamos el estilo de vida de nuestros esclavos técnicos y terminamos por imitarlos. El primer síntoma de esa deshumanización es el desprecio al ser humano. El hombre moderno sabe que sus semejantes, y hasta él mismo, son elementos que pueden reemplazarse. La sociedad contemporánea, que cuenta con un hombre por cada dos o tres docenas de esclavos técnicos, se ha organizado y funciona según leyes técnicas. Es una sociedad creada según las necesidades mecánicas y no humanas. Y ahí es donde comienza el drama. “Los seres humanos están obligados a vivir y comportarse según leyes técnicas, extrañas a las leyes humanas. Y quienes no respetan las leyes de la máquina, elevadas a rango de leyes sociales, son verdaderamente castigados. El ser humano vive en una minoría, que con el tiempo se convierte en minoría pro­ letaria. Se ve excluido de la sociedad a la que pertenece, pero en la cual no puede integrarse jamás sin renunciar a su condición

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humana. El deseo de imitar la máquina termina siendo un sentimiento de inferioridad que le obliga a aban­donar sus caracteres específicamente humanos y a mantenerse alejado de los centros de actividad social. “Esa lenta desintegración transforma al ser humano, ha­ciéndole renunciar a sus sentimientos y a sus relaciones socia­les hasta reducirlas a algo categórico, preciso y automático: a igual relación que la que une a unas piezas de una máquina entre sí. El ritmo y el lenguaje del esclavo técnico se imita en las actividades sociales, en la administración, en la pintura, en la literatura y en la danza. Los seres humanos se convier­ten en loros de los esclavos técnicos. Pero eso no es más que el principio del drama. Es el momento en que comienza mi novela, es decir, la vida de mi padre, de mi madre, la tuya, la mía y la de tantas otras personas.” —¿Quiere eso decir que nos transformamos en “hombresmáquinas”? —preguntó el juez, con el mismo tono irónico de antes. —Ahí justamente estalla el drama. Nosotros no podemos transformarnos en máquinas. El choque entre las dos realidades (técnica y humana) no tarda en producirse. Pero los esclavos técnicos acabarán por ganar la guerra. Se emanciparán y se convertirán en los ciudadanos técnicos de nuestra sociedad. Y nosotros, los seres humanos, nos convertiremos en los proletarios de una sociedad organizada según la nece­sidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos, es decir, de los “ciudadanos técnicos”. —¿Y cómo se producirá ese choque? —preguntó el ma­gistrado. —Yo mismo siento curiosidad por verlo. Pero al mismo tiempo tengo miedo. Más me valdría morir que asistir a mi crucifixión y a la de mis semejantes. —¿Crees que ocurrirán hechos concretos? —Todos los acontecimientos que se desarrollan en estos instantes sobre la superficie de la tierra, y todos los que tengan lugar en los años venideros, no son más que los sín­tomas y las fases de una misma revolución, la de los “esclavos técnicos”. Al final, los Fantana s

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hombres no podrán vivir en sociedad guardando sus caracteres humanos. Serán considerados con no criterio de igualdad, de uniformidad, y tratados según las mismas leyes aplicables también a los esclavos técnicos, sin concesión posible a su naturaleza humana. Habrá arrestos auto­máticos, condenas automáticas, distracciones automáticas y ejecuciones automáticas. El individuo no tendrá ya derecho a la existencia; será tratado como un émbolo o una pieza de máquina, y si desea llevar una existencia individual, se conver­tirá en la irrisión de todo el mundo. ¿Habéis visto alguna vez a un émbolo llevar una existencia individual? Esta revo­lución se efectuará en toda la superficie del globo. No podre­mos escondernos ni en los bosques, ni en las islas. En ningún lado. Ninguna nación podrá defendernos. Todos los ejércitos del mundo estarán compuestos de mercenarios que lucharán para consolidar la sociedad técnica, de donde el individuo se hallará excluido. Hasta ahora los ejércitos combatían para conquistar nuevos territorios y nuevas riquezas, por orgullo nacional, por los intereses privados de reyes o emperadores y teniendo como finalidad el pillaje o la grandeza. Ésos eran los fines profundamente humanos. Ahora, en cambio, los ejér­citos combaten por los intereses de una sociedad a cuyo margen apenas tienen el derecho de vivir como proletarios. Es acaso la época más sombría de toda la historia de la Humanidad. Jamás ha estado tan bajo el nivel del hombre. En las sociedades bárbaras, por ejemplo, un hombre era menos apreciado que un caballo. Eso puede ocurrir aún hoy en día en ciertos pueblos o ciertos individuos. Tú me contabas hace poco la historia de un campesino que acababa de matar a su mujer y no se arrepentía de ello, pero que ha tratado de suicidarse pensando que nadie alimentaría y abrevaría sus caballos durante el tiempo que él permanezca en la cárcel. De igual manera infravaloraban al individuo en las sociedades primitivas. El sacrificio humano era cosa corriente. Pero en la sociedad contemporánea, el mismo sacrificio humano no es siquiera digno de ser mencionado. Es trivial. La vida humana no tiene más valor que el que se desprende de su cualidad como fuente de energía. Los criterios son puramente cientí­ficos. Es la ley de nuestra sombría barbarie técnica. Así llegaremos a la victoria total de los esclavos técnicos.

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—¿Y cuándo se producirá la revolución que profetizas? —preguntó George. —¡Ya ha comenzado! —respondió Traian—. Participa­ remos en su desarrollo, y la mayor parte de nosotros no logra­ remos sobrevivir. Tengo mucho miedo de no poder terminar jamás ese libro porque yo también desapareceré. —Tu pesimismo es muy profundo —dijo el magistrado. —Soy poeta, George —dijo Traian—. Poseo un sentido que los demás no tienen y que me permite entrever el porvenir. El poeta es un profeta. Lamento ser el primero en predecir cosas tan tristes. Pero me obliga mi misión de poeta. Es necesario que lo grite a todos los vientos, aunque no sea agradable. —¿Crees seriamente en lo que estás diciendo? —Por desgracia, estoy convencido. —Creí que hacías solamente literatura. —No es literatura —dijo Traian—. Cada noche espero que me ocurra algo. —¿Qué podría ocurrirte? —preguntó el magistrado. —Cualquier cosa. Desde el momento que el hombre ha sido reducido a la sola dimensión de valor técnico social, puede sucederle cualquier cosa. Puede ser detenido y enviado a hacer trabajos forzados, exterminado, obligado a efectuar, quién sabe qué tareas para un plan quinquenal, para la mejora de la raza u otros fines necesarios a la sociedad téc­nica, sin ningún miramiento para su persona. La sociedad técnica trabaja exclusivamente según leyes técnicas, manejando solamente abstracciones de planos y teniendo una sola moral: la producción. —¿Es posible que nos detengan alguna vez? El juez había abandonado su tono irónico. Parecía un poco temeroso y se dirigía a Traian como a una echadora de cartas a la que se pide que prediga el porvenir sin haber creído al principio en sus manejos. —Ni un solo hombre sobre la superficie del globo podrá conservar su libertad. —¿Pereceremos en las cárceles sin ser siquiera culpables? —preguntó el magistrado. Fantana s

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—Quizás no —respondió Traian—. El hombre estará en­cadenado por la sociedad técnica durante largos años. Pero no perecerá bajo las cadenas. La sociedad técnica puede crear la comodidad. Pero no puede crear el espíritu. Y sin espíritu no hay genio. Una sociedad desprovista de hombres de genio está condenada a la desaparición. La sociedad técnica, que ocupará el lugar de la sociedad occidental y que conquistará toda la superficie de la tierra, perecerá también. “El ilustre Albert Einstein afirma que bastará una solución de continuidad de dos generaciones tan sólo en la línea de las mentes de primer orden dotadas para la ciencia física para que se hundan todas las construcciones cimentadas sobre esa ciencia.”1 Ese derrumbamiento de la sociedad técnica será seguido del renacimiento de los valores humanos y espirituales. La gran luz se proyec­tará sin duda desde el Oriente. Desde Asia. Pero no desde Rusia. Los rusos se han prosternado ante la luz eléctrica de Occidente, y no sobrevivirán. El hombre oriental conquistará la sociedad técnica y utilizará la luz eléctrica para iluminar las calles y las casas. Pero no se convertirá jamás en esclavo suyo ni le elevará altares, como hoy hace, en su barbarie, la socie­dad técnica occidental. No iluminará con luz de neón las vías del espíritu y el corazón. El hombre de Oriente se hará dueño de las máquinas de la sociedad técnica por medio del espíritu, como un director de orquesta, gracias al genio de la armonía musical. Pero a nosotros no se nos concedió conocer tal época. Por desgracia, vivimos un tiempo en que el hombre se prosterna como un bárbaro ante el sol eléctrico. —¿Pereceremos encadenados? —repitió el magistrado. —Así es... Todos nosotros moriremos en las celdas de los esclavos técnicos. Mi novela será el libro de ese epílogo. —¿Cuál será su título? —La hora veinticinco —dijo Traian—. El momento donde toda tentativa de salvación se hace inútil. Ni siquiera la venida de un Mesías resolvería nada. No es la última hora, sino una hora

1 .

Hermann von Keyserling.

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después. El tiempo preciso de la Sociedad Occidental. Es la hora actual. La hora exacta. 16

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El sacerdote guardaba silencio, con la cabeza apoyada en las manos. —Padre —dijo el magistrado—: si las profecías de Traian se realizan y si el hombre está condenado a ser esclavo, ¿no puede hacer nada la Iglesia, no puede obrar en favor de la sociedad contemporánea? Si la Iglesia no puede salvar al ser humano en estas horas graves, ¿cuál puede ser aún su misión? El padre Alexandru Koruga reflexionó unos instantes y luego dijo: —La Iglesia no puede salvar las sociedades, pero sí puede asegurar la salvación de los individuos que las componen. —¿Cree usted que las profecías de Traian pueden realizarse? —Tengo la costumbre de creer a los poetas —respondió el sacerdote—. Y, en mi opinión, Traian es un gran poeta. —Te agradezco el juicio, padre —dijo Traian, enrojecido de satisfacción como un niño. Siguieron unos instantes de silencio. —Me parece que alguien acaba de pasar por la terraza —dijo Traian. Los tres hombres escucharon unos segundos. Pero sólo el rumor de la lluvia turbaba el silencio de la noche. —Si hubiera alguien en el patio, los perros habrían ladrado —dijo el sacerdote—. Sólo Iohann Moritz, mi hombre de confianza, puede entrar en el jardín sin que los perros ladren. Y a esta hora debe de hallarse durmiendo tranquilamente en el barco que lo conduce a América. —Sin embargo, estoy seguro de haber oído a alguien subir por la escalera —dijo Traian—. Tengo los sentidos agudizados y oigo con facilidad los ruidos. —Acaso sea un esclavo técnico que acaba de evadirse de tu auto —dijo el juez, sonriendo—. Quizás haya estallado su Fantana s

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