Cátedra Camilo José Cela de Estudios Hispánicos

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Cátedra Camilo José Cela de Estudios Hispánicos “II Premio de Relatos C.J.C. para jóvenes” 1er Premio “Diario de un alma atormentada abierto por una página al azar” (Luca Moratal Roméu)

Me terminan de vestir. Me siento acalorado, oprimido, así que muevo los brazos y las piernas para acostumbrarme al traje de luces. Por fin -llevo ya demasiados días sin hacerlo- agarro la montera; su tacto es suave, sedoso, de una delicadez casi romántica. Respiro con más seguridad una vez que me la he puesto en la cabeza y siento como si el aire se purificase ante la inminencia de la fiesta. No me estremezco al avanzar hacia la amarillenta arenilla del ruedo. Tal vez ya he visto demasiada sangre, tanto taurina como propia… Aumentan apasionadamente los decibelios cuando piso la arena y el sol me alumbra. Me santiguo tres veces, como siempre. Después de la tercera, señalo con los pulgares al cielo, como siempre. Como siempre, me fijo en una cara, en una sola, escogida al azar de entre quienes conforman el público: su expresión ríe, risueña, probablemente ajena a la calidez de la tarde. Recorro entonces el público con la palma de la mano. La plaza está a rebosar. Como siempre. No puedo reflexionar mucho más: los alguacilillos, cansados de los halagos del público, comienzan a desfilar recta y firmemente hacia la presidencia. En pocos segundos han terminado de saludar y me veo quitándome la montera, como por inercia, ante un hombre tremendamente ilustre e importante que de nada conozco. Ya está. Ya vamos rodeando el ruedo, mientras mis queridos banderilleros disfrutan de su momento de gloria. Se me va entonces la cabeza y me abstraigo en la profundidad de mi memoria. Ya tardaba ésta en recordarme que ella nunca me quiso, y que nunca lo hará, y que no significo nada para ella, y que lo único que sé hacer en esta vida es torear, porque, de saber hacer otra cosa, tal vez todo hubiera sido distinto…

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El pasodoble me devuelve al presente. Me dan el capote, el mismo con el que he estado toreando al aire un rato antes. Está nuevecito. Señalo nuevamente con los pulgares al cielo. Es realmente bonito verse ahí, en la inmensidad del ruedo, entre tanta gente, con un capote como arma. No estoy solo: mis compañeros también aguardan expectantes la entrada de nuestro amiguito. Éste no se hace de rogar demasiado e irrumpe con energía. Parece bravo. Su rostro es una extensa llanura triangular, cuyos vértices son dos cuernos simétricos y un morro babeante. Me está buscando. Lo sé. Sólo me quiere a mí. No tarda en encontrarme. Me mira entonces de arriba abajo. Sonríe cuanto su pundonor le permite y, sin tan siquiera mover los labios, me habla: - Qué bien nos lo vamos a pasar -me provoca-. Demos una vueltecita por el pasado… Siento irritación en mis entrañas, pero mi semblante aparenta normalidad. Lo que no siento es sorpresa al oírle hablar. Siempre lo hace. Desde aquel día, siempre… Estrena conmigo su bravura fresca. Cuando se acerca al capote me echo a un lado y lo aparto, de tal manera que ni tan siquiera pueda rozarlo. Siento animadversión hacia él, como hacia todos. ¿Por qué tienen que desafiarme a mí? ¿Por qué tienen que despertar siempre mi rabia y no la de cualquier otro torero? Tal vez a ellos también les persigue. No lo sé. En ese primer movimiento, la reacción del público es un simple y desganado “bien”. Ya vendrán los “olés”. - ¡Das pena! -me espeta-. Sigues pensando en ella cada noche, y apenas consigues pegar ojo, cuando ninguno de los dos merece que el otro piense en él… Pienso en que eso pertenece al pasado. Pienso en que ya me he olvidado de ella, en que fue una etapa de mi vida que se acabó. Pienso en que no hice del todo bien las cosas, pero en que de los errores se aprende. Pienso en que no tiene sentido darle más vueltas. Y pienso en que los toros no deberían hablar. - ¡Que no hiciste del todo bien las cosas! -lee mi pensamiento, aumentando el tono, y de nuevo embiste hacia mí; no es fácil torearle-. Te arruinaste la vida. Por supuesto que no hiciste bien las cosas. Me da una tregua y se va a por mis compañeros. Estos han visto que es un toro de los que dan problemas: es grande, fuerte y activo. Por fin, efectúa su entrada el picador. El toro se ensaña un poco con el caballo, que resiste con sólida gallardía. Es difícil aparentar serenidad cuando el tormento se apodera de mí… El toro vuelve a prestarme atención. Me tiemblan los dientes de cólera cuando veo que el animal se pasea con soltura e indiferencia, clavando en mi figura sus ojos, seguramente pensando cómo hacerme más daño.

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- Lo peor de todo es que sabes que te lo merecías. Sabes que lo echaste todo a perder, que tenías a la mujer que más querías y lo tiraste todo por la borda. ¿Qué creías? ¿Que el mundo giraba alrededor de ti? ¿Qué estaban todos a tu servicio, incluida ella? Nunca te lo perdonarás a ti mismo. Y no me extraña. Siempre fuiste un egoísta. ¡Cállate! ¡No tienes ni idea! Torear era mi sueño desde chico. Por eso me fui. Y lo otro… lo otro fue un error de los que puede cometer cualquiera. ¡Pero déjame ya en paz! ¡Deja de perseguirme! Eso es pasado. Es algo que está casi inmerso en el olvido. Mi respiración no se altera, a pesar de que son dos batallas las que tengo que librar. Es igual, ya estoy acostumbrado. Y ya comienza a animarse el público al ver que el toro va con ganas y que mi capote lo burla virtuosamente. - Sentiste muchas cosas cuando la viste besando a otro -ese desgraciado no se calla-, pero, ¡amigo!, la emoción que más sitio se hizo en ti fue la culpabilidad. Pretendiste enfadarte, echarle la culpa a ella, pero en el fondo no te extrañó que estuviese harta de ti. Y ahora no puedes quitarte esa imagen de la cabeza. Es lo malo de huir de los problemas: que lo último que ves te persigue hasta el día de tu muerte. Esa imagen no me persigue. O al menos intento convencerme a mí mismo de ello, porque lo cierto es que la recuerdo al detalle. Allí, frente a aquella playa, bien entrada la noche, sin más luz que la de los últimos garitos abiertos… Pero es igual. Eso fue otra vida; la de ahora es bien distinta. Y mucho mejor. Y ella no me hace falta para nada. Pero… ¿por qué pienso en esto? ¿Por qué hago caso a un toro parlante? Me estoy volviendo loco… No. Intento convencerme de que no. - Ahora me vas a decir que no sigues enamorado de ella… Por fin se acaban los quites. Tengo un tercio de reposo. Me refresco tras la valla, mientras mis amigos banderilleros piden ayuda divina para que todo salga bien. No lo hacen mal. El toro se duele con las banderillas clavadas en el cuerpo, pero a la vez se anima. Entre banderilla y banderilla me lanza una mirada furtiva, advirtiéndome de que no ha acabado conmigo. Soy yo el que no ha acabado con él. El tercio se termina demasiado rápido. Acaricio dulcemente la muleta, como si de la cabeza de un bebé se tratara. Salgo al ruedo y arrojo al suelo la montera. Nunca entendí esta práctica; ¿por qué no dejar la montera tras la valla, sin necesidad de dramatizar? Tal vez sea ése mi problema, que hay muchas cosas que no entiendo. - Sin duda es ése tu problema -dice el toro-. Y yo me vuelvo a enfurecer interiormente. Me sacan de quicio. Me desesperan. ¿Qué tienen contra mí? Inicio la suerte con un buen natural. Se escuchan los primeros “olés” en el graderío y eso me gusta. Es lo más grande del toreo. Me siento libre. Se me da bien. Realmente bien. Un segundo natural hace crecer aún más mi confianza. Tengo controlados el espacio y el tiempo, la flora y la fauna, la brisa. Pero el toro vuelve a la carga:

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- Y entonces le cogiste el gusto a la soledad. Te encanta. Eres feliz sumiéndote en tus ilusiones, en tus emociones incomprendidas. Y, sobre todo, inventándote otros pensamientos que sustituyan al de ella. Intentas convencerte de que se acabó, de que ya no significa nada para ti. Has creado una policía en tu cerebro que reprima todo resquicio de amor por ella; pero, en cuanto te descuidas, vuelves a la fantasía… ¡no puedes evitarlo! ¡A quién pretendes engañar! Varios derechazos se suceden continuos, inevitables, como gota de lluvia tras gota de lluvia. Ahora controlo también la emoción del público, que aumenta a una velocidad escalofriante. En el respiro que me deja el toro me reconforto pensando en que les hago sentir. Cada uno ha de provocar sentimientos a su manera. ¿Qué les importará a los espectadores lo que el toro me diga? Ellos gozan. Sospecho que cortaré dos orejas. - ¡Muy bien, maestro! -crecen su ferocidad y su ira-. ¡Sigue engañándote a ti mismo, claro que sí! ¡Y recibe sacando pecho las rosas que te arrojen al matarme! Pero no puedes matar a tu pasado. Y sabes perfectamente que te seguiremos persiguiendo hasta que admitas quién eres y qué sientes. No se puede vivir engañado… Tienes mucha reflexión pendiente. Intento convencerme de que ya reflexioné todo lo que tenía que reflexionar. Me lo repito interiormente, mientras crece el clamor del público. Casi sin darme cuenta he realizado varios movimientos técnicamente sobresalientes. Miro a uno de los alguacilillos, que me indica con discretas señas que vaya concluyendo. Me dirijo al estoque, oyendo a mis espaldas la voz del toro: - ¡Señoras y señores: con todos ustedes, el matador que no se asusta de los toros, pero que se asusta de sí mismo! ¡Un aplauso para él! Trato de ignorarle. La plaza, expectante, calla cuando tomo en mis manos el estoque. Lo mimo como a la muleta. Paso mis dedos por toda su extensión, hasta terminar en el filo. Está óptimo. Queda rematar la faena. Me giro de nuevo hacia el toro: respira con dificultad, a pesar de que el aire fluye lento. Está muy débil. Localizo la arteria y apunto con el estoque hacia ella. Vislumbro las patas del toro rectas y paralelas: tiene que ser ahora. - ¿Por cuánto tiempo serás mejor persona cuando me mates? ¿Cuánto tardarán tus recuerdos en volver a atormentarte? ¿Cuánto durará tu alivio? No pierdo la concentración. Su postura es perfecta; también lo es la mía. Se hace el silencio. Lo prefiero así. Me complace pensar que cada persona que me mira está aguantando la respiración. Que controlo la acción de sus pulmones. En mi rostro se dibuja una extraña mueca cuando empiezo a acercarme a él; también él se acerca a mí, apurando sus últimas energías. - ¡¡¡Cobarde!!! –grita-. Mi estoque se encuentra con su arteria. El abrazo de la vida con la muerte es absoluto: lo he clavado. Sensacional. La plaza me dedica un hermoso “olé”. Respiro aliviado. Un 4

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escalofrío me recorre. Es una explosión de placer. Mi cuerpo lo necesita. También mi mente. Miro al toro, que me lanza una agónica mirada y muere al instante. Recibo sonriente los aplausos. Adoro este momento… Y queda mi tormento aliviado. Al menos por un tiempo.

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