CIENCIA Y MÚSICA, EL COLAPSO DE LAS ESFERAS

CIENCIA Y MÚSICA, EL COLAPSO DE LAS ESFERAS Concierto del 5 de diciembre de 2011 (Auditorio Nacional, Sala Sinfónica) Orquesta de la Comunidad de Madr

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CIENCIA Y MÚSICA, EL COLAPSO DE LAS ESFERAS Concierto del 5 de diciembre de 2011 (Auditorio Nacional, Sala Sinfónica) Orquesta de la Comunidad de Madrid Ernest Martínez Izquierdo, director Carlos SATUÉ (1958): Líneas de fuerza. Obra ganadora de la 3ª edición del Premio de Composición AEOS - Fundación Valparaíso. Jan SIBELIUS (1865-1957): Sinfonía nº 2

La relación entre ciencia y música podría ser un tema casi infinito. A condición, claro, de que manipulemos el término ciencia como deseemos. Podríamos hablar de estas relaciones desde la mítica era de Pitágoras, no sin dejar de señalar que esa época áurea no es inicio sino resumen de siglos de reflexión sobre astrología, numerología y sonidos o teoría musical. Y algo tendremos que decir, pero no sin antes señalar que, en realidad, lo que actualmente preocupa al buen aficionado cuando se mienta esa dualidad es el conflicto de esa relación desde los sobresaltos de los movimientos de vanguardia. ¿Sobresaltos? ¿De dónde viene la inquietud frente a una relación que es uno de los matrimonios mejor avenidos de la historia de la cultura? Responderemos (si es posible) de modo gradual y, sobre todo, cuando hayamos digerido una panorámica de tan intensas relaciones que, a causa de tal intensidad, no deben despacharse con una simple mención. Siempre Pitágoras La sugestiva belleza del mito pitagórico atravesó la historia de la cultura pasando por Platón, Boecio, y Ficino. Es decir, desde la Grecia clásica hasta el helenismo final y, a la postre, el renacimiento florentino. El mito que Platón inscribió en el imaginario occidental nos dice que Pitágoras descubrió las relaciones elementales entre proporciones, trayectorias planetarias y relaciones interválicas sonoras cuando, paseando, escuchó los sonidos que salían de una herrería al golpear cuatro yunques de distinto tamaño. Tras descubrir la armonía de sus relaciones sonoras, Pitágoras se hizo con los yunques y los mandó pesar, descubriendo que sus relaciones de peso eran congruentes. Supongamos que el mayor pesara un kilo, el siguiente pesaría medio kilo, el tercero, un tercio de kilo y el cuarto, un cuarto de kilo. Esto en frecuencia de sonido significa que el primer yunque produciría un sonido x (digamos que 100 ciclos por segundo, para poner una cifra fácil y no comenzar ya 1

con enojosos símbolos matemáticos), el segundo yunque sonaría a 200, el tercero a 300 y al cuarto lo haría a 400. Esto en intervalos musicales equivaldría a que la relación entre yunques contiguos seria de 2/1, 3/2 y 4/3, o dicho más familiarmente, una octava, una quinta y una cuarta. Como señala Angela Voss en un documentado artículo publicado en Internet: “Los fundamentos del cosmos musical se establecen por Platón en el mito de creación de su Timeo, que mantiene una conexión vital con tradiciones egipcias, caldeas y demás. En este diálogo, Platón plantea un modelo para un cosmos musical triple donde los movimientos de las esferas, las pasiones del alma humana y los sonidos audibles de la música son todos expresiones de una inteligencia divina manifestándose a través de las diversas dimensiones de la creación.”(“La Música de las Esferas: Ficino y la armonía en el Renacimiento”). El lúcido artículo de esta autora recrea con justicia el ámbito conceptual de este principio (no sin algún error): “En el Timeo aprendemos que el Demiurgo creó una sustancia llamada alma-del-mundo, y la insertó en el centro del cuerpo del mundo. Entonces dividió está sustancia anímica de acuerdo a las razones de los tres intervalos musicales consonantes, esto es, la octava que resuena en la proporción de 2/1, la quinta aumentada [sic], 3/2 y la cuarta justa, 4/3, continuando, por división ulterior, por crear los pasos interválicos de la escala pitagórica.” (Apresurémonos a aclarar que la relación 3/2 no es una quinta aumentada sino justa, tan justa como su hermana la cuarta). Si llegados hasta aquí, a alguien le parece que no he divulgado el tema lo suficiente, pasemos a la evocación puramente poética. Estos cuatro sonidos sonarían maravillosamente juntos, y más tratándose de yunques, y Pitágoras y los suyos dedujeron que una armonía tal tenía que tener relaciones trascendentes. Con ello coligieron que los planetas en su dibujo astral deberían de producir un sonido análogo, dadas las relaciones de sus trayectorias y de ahí a acuñar esa marca que aun nos sirve para todo llamada “la música de las esferas” no había más que un pasito, pequeño para el hombre pero grande para la humanidad. Seguimos sin saber cómo sonaba realmente la música de los contemporáneos de Pitágoras, de Platón y casi de Boecio (y esto ya es siglo V d.c.), pero suponemos que la teoría iba por un lado y la práctica por otro. Y máxime cuando el último citado, Boecio, nos brindó esa triple división cuya reputación sigue siendo excelente quince siglos después: música mundana, música humana y música instrumental. La muy conocida explicación de esta división nos dice que la primera: “es la música que no podemos percibir porque somos imperfectos. La música mundana es la verdadera, y las demás solo son reflejo de ella”. La segunda es: “la unión armoniosa del alma con el cuerpo”. Mientras que la música instrumental es solo: “el hecho de producir manualmente, a través de los instrumentos. No tiene valor alguno.” Esta última es, por supuesto, la que conocemos el común de los mortales. Un salto de un milenio A efectos del tema que nos ocupa, habrá que esperar al siglo XVII para que la ciencia se independice de su estrecho contacto con la magia y su corolario de afectos platónicos, tardo-helenistas y medievales. No es que todo esto no sea fascinante, pero nos desvía demasiado de una apreciación de la ciencia razonablemente parecida a la que conocemos. 2

Desde el siglo XVII hasta finales del XIX vamos a encontrar un periodo conceptualmente estable que podríamos simplificar como el del paradigma de Newton, con su poderosa influencia en la filosofía, el ámbito social y en una general visión del mundo claramente desgajada de cosmovisiones anteriores. Las relaciones entre ciencia y música en ese periodo de tres siglos no son fáciles de mostrar ni posiblemente directas, pero podemos establecer genealogías claras entre ambas evoluciones. También conocemos mucho mejor su historia. Musicalmente, es el periodo del apogeo de la tonalidad, de las formas musicales bien establecidas (aunque con un desgaste lógico en periodo tan largo) y de subterráneas evoluciones técnicas, como por ejemplo, la del ámbito de la lutheria y el conocimiento de los instrumentos, la acústica… También se comienza a apreciar el propio concepto de la ciencia para ser usado, al menos, como metáfora positiva. Se habla de la ciencia de la armonía, la del contrapunto, etc. Resulta curioso constatar que un científico y matemático tan decisivo en la comprensión del fenómeno vibratorio como Jean-Baptiste-Joseph Fourier (17681830) sea virtualmente contemporáneo de Beethoven (1770-1827). ¿Y qué dice Fourier que resulte tan interesante para el conocimiento de la música? De forma sencilla, dice que cualquier movimiento vibratorio complejo (y en la naturaleza casi todos lo son), se descompone en [o está compuesto de] movimientos vibratorios simples. Los movimientos vibratorios simples son sinusoidales. Y si ese movimiento vibratorio complejo tiene una predominante, como ocurre con los sonidos musicales, los movimientos vibratorios simples son el producto de una razón; es lo que se conoce como series de Fourier. Esto, naturalmente, es una descripción algo sucinta, la verdadera explicación es una ecuación. Pero es muy plástica para un músico, ya que la serie de Fourier de un sonido determinado, una nota, por ejemplo, es lo que hemos acabado conociendo como el fenómeno físico-armónico. Esto es, cualquier sonido con una altura precisa se descompone en una serie de armónicos de progresión decreciente (2/1, 3/2, 4/3, 5/4, 6/5, 7/6, 8/7, 9/8, etc., hasta un infinito limitado siempre por la propia naturaleza del cuerpo vibrante). El lector curioso se habrá dado ya cuenta (si es que no lo sabía), que las tres primeras proporciones son las míticas de Pitágoras. Si añadimos la cuarta proporción, 5/4, tendremos la tercera mayor pitagórica y, con ella, el acorde perfecto mayor, columna básica del sistema tonal. (Y, ¿por qué he añadido el adjetivo de pitagórica a la tercera mayor? Porque se la conoce así para diferenciarla de la tercera mayor temperada que usamos desde que se impuso la afinación temperada, que consiste en igualar todos los intervalos para que la escala se divida en doce semitonos iguales y nos permita transitar por todas las escalas. Lo que ocurre es que temperar los intervalos para hacerlos iguales equivale a desafinarlos levemente.) Las implicaciones del fenómeno físico armónico conducen a que todo el sistema tonal parece caber en las vibraciones de un solo sonido. Esto no es totalmente exacto, pero se le acerca mucho, y esa proximidad ha servido para que el sistema tonal nos haya parecido el estado natural del sustrato musical. Podríamos concluir este apartado diciendo que durante el periodo del paradigma de Newton versus sistema tonal, las relaciones entre música y ciencia se acercaron notablemente, pero manteniendo una barrera de separación: puesto que la tonalidad y las formas clásicas contenían un fundamento teórico sólido, amparado

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razonablemente por las teorías científicas que nos explicaban cómo era la naturaleza del sonido, la práctica musical era libre para volar hacia las alturas de la imaginación expresiva. Podíamos cerrar así este capítulo, no sin antes advertir que nos estamos refiriendo a tres siglos extraordinariamente convulsos y muy bien conocidos por la historia, por lo que la simplificación operada hasta ahora demanda todos los reparos imaginables. De hecho, se hace necesario ampliar las referencias al siglo XIX, aunque solo sea por tratarse del siglo del positivismo y, en consecuencia, del apogeo del concepto de ciencia y de su corolario, la tecnología. Siglo XIX. Positivismo e idealismo El siglo romántico es uno de los más paradójicos desde el punto de vista de la relación entre arte y ciencia. La razón principal reside en la confrontación entre un pensamiento científico que avanza poderosamente hasta conformar una realidad social marcada por el positivismo, y una suerte de idealismo trasnochado en la visión artística. El siglo burgués vive fortísimas conmociones tecnológicas y científicas hasta el punto de que el suelo parece hundirse bajo sus pies; como es el caso con la Teoría de la Evolución propuesta por Darwin, o la del electromagnetismo (antecesora de la Relatividad), a cargo de Maxwell. Pero si la ciencia anuncia ya terremotos, la percepción social que de ella emana, y que viene generalmente de la mano de la tecnología, no es menor. En los transportes, se impone el tren, así como el vapor en la navegación, las distancias, pues, se reducen espectacularmente y los viajes se hacen más seguros. Nace el telégrafo y, más tarde, el teléfono. La iluminación pasa a ser de gas en las grandes ciudad y, finalmente, eléctrica. En el ámbito médico, se pasa del descubrimiento de la vacuna de la viruela en 1796, por Edward Jenner a la exitosa serie de vacunas de Pasteur a finales del citado siglo (la del ántrax en 1881, la de la rabia en 1882, la del tétanos en 1890 y la de la peste en 1897); se acaba también con la cruel e ineficaz práctica de las sangrías y muchas cosas más que alargarían la lista. En suma, el siglo XIX vive una expansión de inventos que modifican la vida diaria y proporcionan la sensación de un éxito contras las desdichas de la naturaleza. Que todo ello no tuviera influencia en la concepción de un arte que siempre se ha pretendido visión del mundo explica quizá que la reacción del siglo XX fuera tan virulenta. La tecnología, no obstante, tuvo una enorme influencia en el ámbito musical, como no podía ser menos, pero siempre en ámbitos segregados de la composición. La tuvo, por ejemplo, en la luthería y en la construcción de instrumentos. La expansión fulgurante del piano es impensable sin los procesos de mecanización. Incluso su red de comercialización era ya resueltamente moderna. Por seguir con el ámbito instrumental, la evolución y cambio en la construcción de instrumentos de viento fue espectacular, pero siempre escamoteando la naturaleza de los cambios, como si la trompa o la trompeta del clasicismo fueran iguales a las del tardío romanticismo. Habrá que llegar a un siglo XX muy avanzado para que el historicismo nos hiciera ver que el clarinete de Mozart no es el de Brahms. Otro tanto ocurrió con la familia de la percusión que comenzó a perfilar su presencia en la orquesta, aunque sin adentrarse aún en lo que iba a ser la revolución del siglo XX. Solo la cuerda pareció quedar a salvo del frenesí renovador (y digo bien que “pareció”). 4

La revolución también llegó a la acústica, en paralelo al desarrollo de la física y las matemáticas. Es decir, cada vez se sabía más sobre la naturaleza física de la música, pero se seguía poniendo al servicio de ideas sublimes, trascendentes, soñadoras, sentimentales, heroicas o simplemente expresivas; considerando, eso sí, que la expresividad era algo totalmente desgajado de su soporte físico. La revolución del siglo XX Tanta contención se rompería con la misma violencia usada para fijarla en el imaginario de una clase social dinámica en los negocios, pero rígida en su concepto social. Y no parece desproporcionado suponer que la ciencia tuvo mucho que ver en ello. El mundo del arte había comenzado a reaccionar a las innovaciones científicas a finales del siglo XIX. Es el caso de las artes plásticas que, influidas por la fotografía o por la incipiente imagen en movimiento, propondrían percepciones ópticas a partir del Impresionismo. Y una vez lanzada la carrera de la innovación estética, cada cambio de concepción del mundo llegado de la ciencia tendría una rápida traducción. Solo así se entiende la velocidad a la que la pintura y la escultura responderían a las primeras noticias que hablaban de la teoría de la Relatividad. En efecto, la primera formulación de esta teoría fue propuesta por Einstein en 1905 y el Cubismo aparece prácticamente a continuación. De hecho, “Mademoiselles d’Avignon” se pinta en 1907. La Relatividad se popularizó como las consecuencias de considerar una cuarta dimensión, que sería el tiempo. Aunque, una vez más, se trate de una vulgarización excesiva, el caso es que impregnó el imaginario de los espíritus audaces. El Cubismo, por ejemplo, podría verse como la consecuencia de una desarticulación del objeto que precisaría para componerse de una dimensión extra. En esas primeras décadas del siglo XX tuvo cierta notoriedad la especulación sobre la cuarta dimensión. No son muchos, de todos modos, los ejemplos que han quedado de ello en arte, destacando las interpretaciones realizadas por Theo van Doesburg (el colega de Mondrian en el movimiento De Stijl) y que llevaron a varios prototipos arquitectónicos desarrollados más tarde en La Bauhaus. Quizá la imagen más célebre de un icono de la cuarta dimensión le corresponda a Dalí, con su Crucifixión, en la que Cristo parece levitar sobre una cruz cúbica formada por ocho cubos, lo que corresponde a la imagen desplegada del cubo tetradimensional o hipercubo. La Relatividad y su apropiación inmediata por los artistas visuales, significó también un golpe duro contra el arte del sonido. A partir de ese momento, el arte visual adquirió una preeminencia sobre el sonoro que no ha dejado de crecer. Tras las revoluciones científicas que se agolpaban, la mirada parecía mucho mejor adaptada para comprender el mundo que el oído. La idea de que la música se dirigía hacia la sensibilidad y las artes plásticas lo hacían en preferencia al intelecto se instaló sólidamente. Y, sin embargo…, no escaseaban los músicos con ideas visionarias. Por ejemplo, las inquietudes relativas a la ruptura de la escala temperada de doce sonidos resonaban hasta el punto de que un músico como Ferruccio Busoni se hacía eco de la necesidad de romper el semitono e ir hacia intervalos más pequeños ya a principios del siglo XX. En esa vía destacaron nombres cuya reputación parece algo amarillenta, quizá por la discreta relevancia de su producción. Con todo, marcaban un camino, como son el ruso Ivan Wyschnegradsky (1893-1979), el checo Alois Hába 5

(1883-1973) o el mexicano Julián Carrillo (1875-1965). Habrá que llegar a las tres últimas décadas del siglo XX para que la conocida como microtonalidad tuviera un camino despejado. Otra fuente de innovación, o de alteración del orden, según opiniones, vendría de los futuristas, especialmente de los escasos miembros con formación musical del movimiento vanguardista italiano, Luigi Russolo (1885-1947) y Balilla Pratella (1880-1955), que marcaron una etapa con sus intonarumori, o máquinas / instrumentos de ruido. Los instrumentos futuristas en cuestión han alcanzado una fama que no se corresponde con la realidad que nos ha llegado, esta especie de cajas con bocinas, altavoces o lo que fuera acabaron destruidas en alguna de sus fulgurantes apariciones por la furia de algún oponente a esta forma nueva de arte sonoro; pero el ruido acababa de hacer su entrada en el discurso del siglo; y, sobre todo, hacía explícito el problema instrumental. En 1912 un documento futurista proclamaba: “Habéis de saber que dentro de poco fabricaremos nosotros pianos, instrumentos de cuerda, arpas cromáticas, toda una orquesta cromática…” A lo que Ferruccio Busoni respondió: “… hace tiempo que yo era partidario de esto, aunque solamente como teórico. (Ya en el año 1906 propuse la división de la octava en 36 intervalos: dos series de tercios de tono separadas entre sí por la distancia de un semitono”. (Música y máquina. Fred K. Prieberg. Ediciones Zeus. Barcelona, 1964). Hay otra cosa innegable, pero que en esos años nadie deseaba poner de relieve como fenómeno de mutación estética, la revolución de la reproducción. En efecto, la radio también daba sus primeros pasos con el siglo, así como el fonógrafo. En la práctica, esto suponía que el altavoz hacía su entrada en el concierto musical. En menos de medio siglo, la inmensa mayoría de la gente en el ámbito occidental habría escuchado la mayor parte de la música en su existencia a través de altavoces. Por supuesto, cada vez era mejor la reproducción, ya fuera radio, cine, televisión, fonógrafo, tocadiscos, etc., el hecho es que la reproducción mecánica se había adueñado del imperio música. Pero la mayor parte de la gente hacía como que el altavoz no estaba ahí, que la música llegaba como “de las esferas”. ¿Y la serie dodecafónica? Lo que hemos citado hasta ahora corresponde a fenómenos musicales muy ligados a la vanguardia de inicios del siglo XX, quizá tangenciales, pero muy cercanos a sus movimientos hermanos, las artes plásticas, el cine, la fotografía, etc. Pero hemos dejado de lado expresamente al único movimiento musical que marcó una fisura trascendente y que aún perdura: la dodecafonía. Si lo hemos hecho así es porque queda menos clara su filiación con algunos de los momentos clave de la ciencia de su época, pero tampoco era del todo ajeno, al menos a su espíritu. La dodecafonía nació como una respuesta a los complejos laberintos creados por el ultracromatismo y el enrarecimiento de la armonía predominantes en el área germánica desde el wagnerianismo hasta el expresionismo. Otras respuestas menos sistemáticas y más deudoras del formalismo matemático poblaban la escritura de compositores como Bartók, por ejemplo. Es el caso de las simetrías o los préstamos de la sección áurea, también conocida como el número de oro, así como su despliegue numérico conocido como serie de Fibonacci. Todos estos procedimientos es6

tuvieron muy de moda en el convulso inicio del siglo XX y han mantenido su reputación casi todo el siglo. También es necesario decir que a la vez que se metía la mano en los números, muchos movimientos vanguardistas practicaban el esoterismo y una suerte de misticismo esteticista (teosofía) del que ahora ya poco sabríamos si no fuera por su implicación en los movimientos artísticos de esos años. De modo especial, fueron espiritualistas casi todos los artistas abstractos: Malevich, Mondrian, Kandinsky, etc. Y con Kandinsky tuvo especiales relaciones Schoenberg, culminadas en su colaboración en el movimiento Der Blaue Reiter; allí Schoenberg no solo colaboró como músico sino como pintor. De Arnold Schoenberg (1874-1951) se sabe que poseía un pensamiento altamente especulativo, se interesaba por la numerología, pero también por una suerte de religiosidad esteticista, que tomaba inspiración y préstamo de figuras faro de la época, como el dramaturgo sueco August Strindberg, que pregonaba una especie de religión del arte. Pero Schoenberg estaba obsesionado por la forma musical y por los problemas de coherencia de la composición. Cuando propone el sistema dodecafónico, ya tarde en su carrera y en su vida, en la década de los años veinte, piensa que ha resuelto esos problemas de coherencia. La situación caótica y multiforme de la composición (en el plano armónico) en esas primeras décadas del siglo XX hace más preciosa esa formulación dodecafónica, pero, como todas, se trata de una respuesta parcial y marcada por la historia. La dodecafonía, en cualquier caso, tenía muchas más conexiones con la historia de la música (más exactamente, con la historia de la escritura musical) que con cualquier pensamiento formal. En el método dodecafónico, una vez establecido el principio de que se trabaja con series de doce notas sin repetición de ninguna (en esa misma serie, no en una obra), el desarrollo que propone Schoenberg y sus colegas y exalumnos, Berg y Webern se llena de reminiscencias de la armonía y del contrapunto. De hecho, su conexión científica más evidente no se haría explícita hasta mucho más tarde. Todos sus detractores se explayaban sobre la arbitrariedad del trabajo con series regidas por esa norma (que contuvieran todas las notas de la octava sin repetición). Sin embargo, el descubrimiento de la estructura del ADN le daría la razón. Si se quiere crear un material estructurador, su base mínima debe incluir todos los elementos dados sin repetición. En el ADN se trata de las famosas cuatro letras que, combinadas, crean toda la información del desarrollo bioquímico de la vida. De hecho, el descubrimiento del ADN, a la vez que daba la razón a la dodecafonía, explicaba parte de sus problemas: si con cuatro elementos se construye el material genético de todos los seres vivos, doce es un número estructuralmente excesivo, casi inmanejable. La respuesta a este problema por parte de La Escuela de Viena fue tan ejemplar musicalmente como poco científica. Schoenberg siempre trabajó con la serie de manera ambivalente: como elemento estructural y como fondo de desarrollos melódico-temáticos (algo que la vanguardia de la postguerra ya no le perdonó). Eso permitió al viejo Schoenberg crear obras en sus últimos años con fuertes reminiscencias tonales y aromas de las viejas formas musicales. Lo mismo había practicado antes Alban Berg, quien incluso llevó más lejos el planteamiento de tonalidades subterráneas. Solo Anton Webern se obsesionó con este pro-

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blema, para Webern las series de doce notas resultaban tan excesivas que sus series más celebradas están constituidas por microseries, esto es, por grupos de tres o cuatro notas que cubrían el conjunto de doce por simetría y que reducían drásticamente el material, tanto melódico como interválico. Quizá esto explique que Webern fuera el santo patrón de los jóvenes músicos de la postguerra. La razón por la cual el dodecafonismo ha producido tantas resistencias en los aficionados, prácticamente hasta nuestros días, es quizá debida a que su ley (la no repetición) creaba dificultades extremas para la memorización melódica del material musical. Algunos lo han resumido con el chascarrillo de que “nadie silba una melodía dodecafónica al salir de un concierto”. Esto es cierto, pero también lo es para las melodías de “Tristán e Isolda”, de Wagner, por poner un célebre ejemplo. Otras direcciones “frías” antes de la guerra Antes de entrar en la materia más propia de este ensayo, es decir, el momento en que ciencia y música se arrojan una en brazos de otra, en la postguerra, hagamos un sucinto repaso de otros antecedentes previos. El primero viene, de nuevo, de la mano de la luthería. Ya hemos citado el sueño futurista sobre otros instrumentos de nuevo cuño. Algunos iluminados se iban a aplicar a conseguirlos y hoy hacen figura de pioneros relevantes, aunque pocos han tenido continuidad. El instrumento más exitoso, al menos desde el punto de vista de su continuidad, es el de las ondas Martenot (1928), un instrumento creado por el compositor e ingeniero francés Maurice Martenot que crea ondas a partir de un teclado y un generador. Se puede decir que el repertorio ha salvado a este curioso instrumento más bien rústico (solo produce sonidos monofónicos), pero los compositores franceses se enamoraron de ese sonido etéreo y, digamos, celestial a partir de la insistencia de Olivier Messiaen, que lo ha utilizado desde su Sinfonía Turangalila hasta su ópera Saint-François d’Assise. También lo habían hecho antes que él Edgar Varèse, Darius Milhaud, Arthur Honegger o André Jolivet, e incluso el entonces joven Pierre Boulez (hablamos de los años cincuenta) lo incorporó a alguna de sus primeras obras. Como consecuencia, hoy es ya imprescindible para ese repertorio. Señalemos de paso que también se ha usado en música de películas como Los Diez Mandamientos, Lawrence de Arabia o Amélie. Otro instrumento con una vida peculiar es el theremin. Aún más etéreo que las ondas Martenot, se toca acercando y moviendo las manos en la cercanía de dos antenas que producen unas ondas claramente aptas para evocar a los marcianos y no exentas de complejidad si se quiere hacer con él algo más allá de los efectos especiales. Su creador, el físico y músico ruso Lev Sergueievich Termen (que posteriormente afrancesó su nombre por el de Leon Thérémin), lo puso en pie en 1919, en plena fiebre de las máquinas tras la Revolución Rusa. El theremín habría pasado a mejor vida si no se hubiera impuesto en el campo del cine y de la música pop, donde ha tenido una carrera muy notable. Hoy, de hecho, se encuentran comercializados varios modelos de theremín y resulta tan divertido ver cómo se tocan como oírlos. La propia vida del inventor del instrumento (compleja y difícil) se ha convertido en sujeto de adaptaciones para la escena. Estos dos supervivientes hacen figura de ejemplos del fervor causado por la máquina a inicios de siglo XX en el intento de modernizar la música. De hecho, la 8

máquina fue uno de los “motos” recurrentes en la agitación de la época. A veces como auténtico sujeto sonoro y otras veces, evocada. Prieberg nos brinda una interesante selección de obras de esos locos años 20 en los que la máquina era el tema: “1920: El aviador Dro, ópera aeronáutica de Balilla Pratella. El avión, de Emerson Whithorne, para orquesta. Máquinas agrícolas, de Darius Milhaud, para canto y siete instrumentos. 1921: La máquina, de Fritz Klein, para piano y orquesta de cámara. Paseos, de Francis Poulenc, para piano sobre el automóvil, el avión, el autobús, el ferrocarril… 1923: Sonata del avión, Mecanismos y La muerte de la máquina, de George Antheil, para piano. Pacific 231, de Arthur Honegger, para orquesta. 1925: Energía, de Carlos Chávez, para nueve instrumentos. 1926: Rascacielos, de John Alder Carpenter, ballet. Poème Mécanique, de Knudage Riisager. 1927: Ballet Mécanique, de George Antheil. Fundición de hierro, de Alexander Mossolov, poema musical. Flivver Ten Million, de Frederick Converse, poema sinfónico cuyo protagonista era el coche número diez millones de la marca Ford. El paso de acero, de Sergei Prokofiev, ballet. El ferrocarril, de Michael Bruselman, para orquesta.” La relación podría ser enorme y, como se ve, aparecen en esta relación algunas obras que han sobrevivido. Pero antes de abandonar esta mirada, se impone citar con algo de detalle al gran pionero Edgar Varèse (1883-1965). Compositor de origen francés, estudió en la Schola Cantorum de París con d’Indy y Widor tras lo cual recibió lecciones y consejos de personalidades notables como Richard Strauss y Ferruccio Busoni. En 1915 emigró a Estados Unidos y se embarcó en una aventura en pos de nuevas experiencias estéticas y existenciales. Sus obras anteriores a la segunda guerra mundial se han convertido en paradigmáticas de un modo de pensar el sonido cercano al mundo de la ciencia, pero también de la experiencia de los grandes espacios americanos (Amérique, Déserts, Ecuatorial), todo ello dominado por un sentimiento poético de una intensidad tal que se convirtió en una de las pocas figuras de referencia para las generaciones jóvenes tras la guerra. Los propios títulos de varias de sus obras importantes de esos años son ya un manifiesto: Hyperprism (1922-23), Octandres (1921), Intégrales (1923-25), Arcana (1925-27), Ionisation (192931), Density 21.5 (1936). Son obras en las que la ciencia es utilizada como ideación misma de la obra, y en ellas la sonoridad busca el tono severo y adusto de la materia. Son obras que aún sorprenden por su modernidad y que debieron de resultar inusitadas en su época. Prieberg cita el comentario de un crítico ante la escucha de Ionisation en una de sus primeras audiciones: “… una sinfonía de los ruidos, que representa los maravillosos movimientos de los iones dentro del átomo, evoca días escolares en el laboratorio de química, cuando, para regocijo de los estudiantes y pavor del profesor, se produjo ácido sulfúrico. Resonaban yunques, maracas ruidosas, bombos atronadores, estridentes y ensordecedores sirenas. Aquello era el infierno”. (Recordemos al lector que Ionisation fue la primera obra escrita para instrumentos de percusión de la historia, aunque antes Shostakovich había incluido todo un intermedio para percusión en su ópera La Nariz). Varèse tuvo un segundo periodo activo tras la guerra, en donde destacan obras como Désert (1950-54), en la que se incluía por primera vez una cinta electrónica pregrabada en diálogo con una orquesta; o el Poème électronique, para banda magnética sola (1957-58), encargo de Le Corbusier para el pabellón Philips de la gran Exposición Internacional de Bruselas de 1958, la misma que nos ha legado ese célebre

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Atomium, una construcción enorme que reproduce la idea que se tenía entonces de la composición del átomo. En el Poème électronique, Varèse colaboró con el joven ayudante de Le Corbusier, el compositor en ciernes e ingeniero Iannis Xenakis. La Guerra lo cambió todo Poco queda ya que contar respecto al cataclismo que representó la IIª Guerra Mundial. Entre las cosas que sucumbieron, la que nos incumbe en este relato es la del idealismo irracional en lo político y racional en los métodos. Era la apoteosis del viejo mundo fraguado en el siglo XIX y prolongado en esas primeras décadas del nuevo siglo. Después del nazismo y los totalitarismos, después de Auschwitz y de los Gulags (aunque esto último se supo más tarde), se imponía o el silencio o una depuración protagonizada por las nuevas generaciones y vestida por la frialdad de un pensamiento neutro, quirúrgico, en suma, científico. Los jóvenes de postguerra no solo asumían un pensamiento derivado de la ciencia, vestían y se comportaban, además, como científicos o como profesores. Su foros se pretendían aulas, laboratorios, talleres, audiciones, todo menos conciertos. En cuanto a contenidos artísticos, solo se asumió el pensamiento más prometedoramente estructural. La pista vendría de quien menos lo parecía, Olivier Messiaen (1908-1992), compositor francés de firme pensamiento católico, amante de la naturaleza, el canto de los pájaros, las escalísticas exóticas o los modos medievales y el ritmo entendido como entidad autónoma y soberana. Messiaen había pasado por los campos de concentración nazis, donde había conseguido componer y estrenar el Cuarteto para el fin de los tiempos. Era profesor de armonía en el Conservatorio de París y, desde siempre, organista de la Iglesia de La Sainte-Trinité, de París. En sus clases, se agolpaban los más inquietos jóvenes del momento, desde Pierre Boulez hasta el alemán Karlheinz Stockhausen. Messiaen era una figura fascinante y un profesor de una calidez excepcional. Pero, como compositor, no parecía el hombre de la situación. Sin embargo, en 1949 presentó una curiosa obra para piano: Quatre études de rythme. La segunda pieza de estos Cuatro estudios era Mode de valeurs et d'intensités. Apenas un par de hojas y solo unos minutos; pero en esta obra Messiaen proponía el principio serial (la totalidad de un conjunto dado sin repetición) a todos los parámetros sonoros, además de las alturas, también a las duraciones, intensidades y registros de octavas. Era el nacimiento del serialismo integral, luego denominado serialismo generalizado o simplemente serialismo, dejando el término de dodecafonía para el antecedente de Schoenberg y su escuela. El resultado de la obra era constructivamente fascinante, dificilísimo de tocar y, aunque solo fuera por la brevedad, muy sugestivo a la escucha. Pero, sobre todo, era la puerta abierta a un nuevo modo de pensar la música. Aunque Schoenberg aún estaba vivo (fallecería en 1951), su legado lo defendía en Francia René Leibowitz, y también lo hacía en los célebres cursos de Darmstadt. Allí se presentó la nueva obra de Messiaen y prendió como la pólvora. Era lo que los jóvenes estaban esperando, un principio estructural nuevo, eficaz y vinculado a tradiciones musicales tan sólidas como las que representaba el gran maestro que era Messiaen. Cuando muere Schoenberg, solo un año después del estreno parisino de esta obra, Boulez corta amarras y escribe un conocido panfleto: “Schoenberg ha muer10

to”, entendiendo la frase en todos los sentidos de la palabra. Para el viejo maestro vienés, era injusto. Toda la vida penando por una revolución que le había convertido en un maldito allá donde fuera y, de pronto, los jóvenes leones lo arrojaban al desván de los trastos. Pero era el espíritu de los tiempos y no tardaría mucho en restaurarse su memoria, aunque ya como un héroe de la historia de la música. El serialismo integral se expandió como la pólvora. Era la respuesta adecuada. Boulez lo elevó a principio general con explicaciones como esta: “(cito de memoria), … el serialismo ha convertido la tonalidad en un caso particular de un sistema general, así como la tonalidad había convertido en caso particular la modalidad”. Era una explicación sugestiva pero de calado en la medida en que se correspondía al cambio de paradigma científico, cuando la física de la Relatividad, entronizada en sistema general, convirtió en caso particular la mecánica de Newton. Convendría añadir que la Mecánica cuántica intentó lo mismo con la Relatividad sin que el pulso haya sido ganado por ninguno hasta ahora. En suma, el pensamiento musical se expresaba ya abiertamente en clave epistemológica. Un nuevo pensamiento musical Hay que recordar que a lo largo de los años cincuenta también las ciencias sociales descubren la estructura. La antropología y la etnología entran, de la mano de Claude Levi-Strauss, en el ámbito del estructuralismo. Y, sin embargo, otro cisma sacudía la flamante visión del mundo, el que enfrentaba a la Mecánica cuántica con la Relatividad. Los enfrentamientos venían, en realidad, de los años treinta, pero la crisis, la guerra y la complejidad del tema habían frenado su popularización. De pronto se ponían de moda conceptos como indeterminación. En 1962, el joven semiólogo italiano Umberto Eco publica “Obra abierta”, un ensayo surgido a raíz de sus investigaciones sobre James Joyce, pero regado por copiosas influencias musicales: “Entre 1958 y 1959, yo trabajaba en la RAI de Milán. Dos pisos más arriba de mi despacho estaba el estudio de fonología musical, dirigido entonces por Luciano Berio. Pasaban por él Maderna, Boulez, Pousseur, Stockhausen; era todo un silbar de frecuencias, un ruido hecho de ondas cuadradas y sonidos blancos. En aquellos tiempos, yo estaba trabajando en Joyce y pasábamos las veladas en casa de Berio, comíamos la cocina armenia de Cathy Berberian y leíamos a Joyce.” (Obra abierta, Umberto Eco. Segunda edición, 1985, Ed. Ariel). En ese popular ensayo, Eco puso en circulación una frase afortunada: “El arte actual es una metáfora epistemológica”. Volveremos sobre ella. Pero antes subrayemos el conflicto musical que se oculta en ese libro: “El tema común en estas investigaciones es la reacción del arte y de los artistas (de las estructuras formales y de los programas poéticos que las rigen) ante la provocación del Azar, de lo Indeterminado, de lo Probable, de lo Ambiguo, de lo Plurivalente; la reacción, por consiguiente, de la sensibilidad contemporánea en respuesta a las sugestiones de la matemática, de la biología, de la física, de la psicología, de la lógica, y del nuevo horizonte epistemológico que estas ciencias han abierto.” (Ibid). Eco parece convertir en sinónimos a las citadas ramas duras de la ciencia, al menos a sus sugestiones, y al Azar, lo Indeterminado, lo Probable, lo Ambiguo o lo Plurivalente (en mayúsculas). Parece algo arriesgado. Las matemáticas y la lógica solo sugieren indeterminación en los Teoremas de incompletitud de Gödel; de la 11

psicología mejor no hablemos. En cuanto a la biología, tampoco es una ciencia axiomática; queda la física. Y ahí sí que se ha hablado y mucho de indeterminación como una de las explicaciones de la mecánica cuántica. Y sin embargo, el azar se convirtió en una salida a las aporías del serialismo en esos años cincuenta en los que los jóvenes comían la cocina armenia de la entonces mujer de Berio, la formidable cantante Cathy Berberian. El serialismo, en efecto, tocó fondo pronto, y lo hizo por haberse transformado en paradigma de traslación del pensamiento científico al arte. Veamos porqué. Al trasladar el modelo serial de no repetición a distintos parámetros del sonido se ponía pronto de manifiesto que esos parámetros eran heterogéneos entre sí o, mejor dicho, que solo cultural o musicalmente los relacionábamos. No era lo mismo hacer series de sonidos que hacerlas de timbres, por citar un caso extremo. Los sonidos son alturas medidas en frecuencias por segundo, las captamos bastante bien y su traducción numérica llega a ser exacta. Pero los timbres no son entidades relacionables. Un do de un piano no es ni el doble ni la mitad ni la cuarta parte ni nada que se le parezca del mismo do de un violín. Es como si hiciéramos series de los objetos acumulados en una estantería de un supermercado. Cierto es que lo podemos hacer por divertirnos pero esa serie no mantiene la más mínima relación con un orden numérico al que se le aplique la misma serie. Pero si el timbre es el caso más extremo, la intensidad del sonido no le va demasiado a la zaga. La distinta fuerza con la que suena un sonido puede medirse con exactitud en watios por un aparato. Pero la manera en que la captamos por el oído es logarítmica de base diez. O sea, que un sonido diez veces más potente que otro lo captamos (y no con mucha exactitud) como el doble. Todo ello sin contar lo que puede cambiar la posición y las condiciones de la escucha, ya que el sonido pierde potencia en virtud del cuadrado de la distancia que recorre y se conforma según las condiciones acústicas del lugar de la escucha, los ecos, resonancias, etc. De ello deben saber mucho los constructores de auditorios. En suma, que aplicar una misma serie a parámetros sonoros heterogéneos resultaba una idea estimulante, sugestiva y solo metafóricamente científica. Boulez hablaba de que si los símbolos son congruentes, la coherencia está asegurada. Y como los símbolos son los números, y estos son coherentes por definición, todo parecía resuelto. Pero no, no era tan bonito. Cada parámetro sonoro serializado es coherente solo consigo mismo, pero con los demás es solo semejante en el plano de la estructura. Por tanto construir una congruencia desde ese orden es una utopía, o dicho de otro modo, el resultado sonoro no podrá alcanzar nunca una articulación que se convierta en lenguaje musical. ¿Qué queda entonces? Una estructura sonora compleja que, si el compositor la ha trabajado con refinamiento y experiencia, sonará bien pero sin relación posible con los elementos constituyentes. Seguramente, un aficionado desconfiado señalará que el serialismo integral no le parece refinado y compuesto con experiencia. Pero sí existen esas obras trascendentales, refinadas y resueltas con experiencia, y que suenan muy bien. Son las menos, pero lo mismo le pasa a las sinfonías. Lo más importante, dentro del discurso objeto de este artículo, es señalar que, a partir de la ruptura del serialismo, cada golpe de péndulo se va a articular, al modo de los paradigmas científicos, por el descubrimiento y resolución de aporías del sistema anterior.

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Con el serialismo, ocurrió así y pronto. A mediados de los años cincuenta, el ya citado Iannis Xenakis (1922-2001) plantea un jaque muy serio al serialismo. Alumno de Messiaen, Xenakis había llegado tarde a la música. De origen griego, donde había estudiado ingeniería y música, se trasladó a Francia tras la guerra civil en su país con una importante herida en la cara que le había destrozado un ojo. Allí, además de presentarse en la clase de Messiaen con poco bagaje musical oficial y lograr interesarle, se había dedicado a trabajar como ayudante del arquitecto Le Corbusier. A modo de francotirador, con menos formación musical que sus colegas, pero mejor formación científica, señala que el serialismo tiene incongruencias básicas, y muestra que no es preciso desarrollar elaboradas estructuras germinales para luego desentenderse del resultado sonoro global. Xenakis propone una visión global de la forma, una suerte de envolvente perfectamente delimitada y luego una resolución constructiva a partir de procedimientos matemáticos. En sus obras Xenakis va a utilizar procedimientos combinatorios, cálculo de probabilidades, topología, álgebra booleana, cadenas de Markov, teorías de grupos y de juegos o distribuciones gaussianas; todo ello queda bien planteado en un escrito titulado “Musiques Formelles”. Los serialistas acusan el golpe y Boulez se defiende atacando, Xenakis no tiene técnica musical. Con el tiempo, Xenakis conformó un universo sonoro fascinante y coherente y una estética que parecía más deudora del hieratismo bizantino y de la rudeza de materiales pregonada por Varèse años antes y que le convirtió en un compositor admirado. En mayo del 68, en las agitadas calles de París, entre numerosas pintadas se podía leer: “Beethoven no, Xenakis”. El otro ataque recibido por el serialismo no se percibió como tal, incluso parecía una simple evolución. Es el que hace explícito el texto de Umberto Eco en “Obra abierta”. Y que sería protagonizado en su corriente europea por los mismos jóvenes, ya algo maduros, que habían peleado por el serialismo: la indeterminación, el azar. La ciencia, en efecto, daba muestras de que se colaba por las rendijas de lo infinitamente pequeño una lógica del azar que no podía ser absorbida por teorías ni presentes ni futuras. La mecánica cuántica, para desesperación de un Einstein empecinado en negarla justamente en esos aspectos de azar (“Dios no juega a los dados” se convirtió en una frase legendaria), no fallaba en ninguna de sus predicciones (ni aún lo ha hecho).Y si la indeterminación (término de Heisenberg) parecía un dique contra un universo relativista pero observable y medible en todas sus escalas, en el plano musical esa indeterminación señala otra variante del fracaso del serialismo, al menos en sus pretensiones axiomáticas. Aquí los músicos pusieron cara de que no pasaba nada y no hubo heridos. Eco lo cuenta con brillo y soltura. Todo ello se convirtió en el color dominante de la música en los sesenta. Pero si hemos hablado de una forma europea de enfocar el asunto, no podemos dejar de lado la manera americana, la protagonizada por John Cage. El amigo americano John Cage (1912-1992) ha representado durante el siglo XX el desafío americano al pensamiento europeo. En sus años jóvenes recibió consejos de Arnold Schoenberg durante el exilio americano de éste. Pronto se convirtió en un agitador incansable frente a cualquier forma de entender la música según la tradición impuesta por el otro lado del Atlántico. Sus primeras acciones de ruptura tuvieron una notable reper13

cusión desde el punto de vista del sonido y los instrumentos. A finales de los años treinta ya había propuesto una radical transformación del piano con su célebre preparación del instrumento, consistente en la inclusión entre las cuerdas de todo tipo de objetos para modificar el sonido. En lugar de promover nuevos aparatos musicales, Cage decidió utilizar cualquier productor de sonido, radios, magnetofones, etc. Antes de convertir su producción en un escaparate de las posibilidades del azar en su manifestación más radical tuvo un periodo de acercamiento a Europa y mantuvo excelentes relaciones con Boulez o Stockhausen, relaciones que se romperían por sus disensiones en el uso del azar. Curiosamente, una de sus obras más simples se convirtió en caballo de batalla del uso del azar, 4’33’’, para piano. Seguramente, muchos conocerán las normas de uso de esta pieza. El intérprete abre la tapa del piano y se limita a mirarlo durante esa duración, cuatro minutos y 33 segundos. Al concluir ese periodo medido con cronómetro, se cierra la tapa y se acaba la pieza. De esta obra se ha dicho de todo, que era la introducción del sonido y el ruido ambiente en el campo de la obra, al azar, por supuesto; que era una ceremonia de la no acción; que era una provocación al público, etc. La obra está teniendo una posteridad sorprendentemente buena. Se han realizado versiones recientes hasta de orquesta o por destacados grupos del pop mundial. En You tube se encuentran versiones de toda índole, destacando las realizadas por célebres artistas plásticos, destacando así su valor como performance, género del que es auténtica precursora. Lo que se ha dicho menos es la relación de la obra con su curioso título. ¿Por qué un fragmento temporal de azar, o de nada, delimitado por esa dimensión, cuatro minutos y 33 segundos? La respuesta es bien sencilla, 4’33’’ equivale a 273 segundos, cifra que constituye el cero absoluto en grados Fahrenheit. En suma, subyace en esta pieza un curioso idealismo: ser capaz de captar ese cero absoluto, en el que cesa todo movimiento molecular, si uno tiene la capacidad de concentración como para hacer suyo ese tiempo de modo sensible. O dicho de otro modo, esa cifra en la que cesa también la música. Y aquí nos enfrentamos a una curiosa paradoja: aunque alguien fuera capaz de captar esa duración de modo sensible (es decir, sin mirar el cronometro ni sin estar avisado de ello), ¿se encontraría ante un momento zen? Mucho nos tememos que no, sobre todo porque un grado Fahrenheit no es un segundo, equivale a ello por una convención adoptada, pero una cosa remite a la otra por el mismo mecanismo que el de la metáfora. La luna es como un espejo o como un cuchillo por transmutación poética o por signo lingüístico, pero la luna es la luna y el cuchillo es el cuchillo, y el uso defectuoso de la metáfora no ha dejado de crear problemas. Si el segundo es metáfora del grado Fahrenheit, estamos ante una narración convencional, del mismo modo que si proponemos una obra de 100 segundos como metáfora de los 100 grados de la ebullición del agua. John Cage debía de ser consciente de esta debilidad ya que nunca más propuso piezas de silencio delimitadas por ninguna marca. Con el tiempo, su compromiso con el espíritu zen y con la no intervención fue mayor. Su influencia no ha dejado de crecer, especialmente en ámbitos de la cultura y las artes. Su práctica negación de la voluntad de autoría lo convierte en figura con mucho futuro en los tiempos que se avecinan, en los que el paradigma del autor demiurgo parece peligrar. Donde no tuvo especial interés en dejar huella es el cualquier ámbito relacionado con la ciencia.

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La electrónica En Europa, la indeterminación o el azar quedó pronto circunscrito al ámbito de lo modular. Resolvía esos problemas de incongruencia del serialismo y sirvió para prolongar la estela de la vanguardia. Hay magníficos ejemplos de aleatoriedad controlada desde el plano de la escritura en Lutoslawski, Haubenstock-Ramati, Maderna, De Pablo, Halffter, Penderecki (en sus inicios). Pero donde ha dejado huella mayor es en las obras modulares de Pierre Boulez o Stockhausen. Para Boulez, por ejemplo, la aleatoriedad de módulos era la concesión de un grado de libertad para el intérprete y para el auditor equivalía a la opción de ver recompuesta la obra a cada ejecución, pero eso sí, con una férrea marca del autor. Boulez ha llegado a comparar su concepto a las posibilidades de deambular por la ciudad, el recorrido puede cambiar a voluntad pero la geografía de la ciudad sigue siendo siempre la misma. En otros casos, la aleatoriedad ha lindado con la improvisación o con un interesante concepto de la música intuitiva, término acuñado por Stockhausen para muchas de sus propuestas de los sesenta y setenta. Pero, en todo caso, la indeterminación o el azar en música perdió pronto cualquier relación con una imagen científica. Se han propuesto patrones formales ligados a ideas como el movimiento browniano (movimiento al azar de partículas en suspensión en un líquido) o con la transformación del panadero (sistema de cambio de una imagen por rotación de franjas de esa imagen), pero pronto se diluyó la reputación de la marca. Añadamos que los sesenta y setenta comenzaron a agitarse con todo tipo de movimientos: happening, teatro musical, etc., todos ellos lejos ya de la idea de lo científico. Pero hay un ámbito del que aún no hemos dicho una sola palabra: la electrónica. La importancia de este fenómeno sobrepasa en mucho su legado en materia de obras o de incidencia en la memoria del público. Tras la guerra, los primeros momentos de la electrónica vinieron de la radio, cuando en París el grupo de Pierre Schaeffer desarrolló el fenómeno conocido como música concreta. Con ello se introducía el ruido con toda solemnidad. Era además el primer movimiento que hacía consciente al auditor de que el altavoz era la fuente básica de contacto con el sonido. No tardó en llegar un aluvión de laboratorios, ligados también a la radio, que producían el sonido directamente por osciladores y lo manipulaba con mezcladores y transformaciones en la cinta magnética. El primer aldabonazo estético llegó de la mano de Stockhausen, quien había trabajado con Schaeffer en París, pero que pronto encontró un estudio a su disposición en la Radio de Colonia. En 1955-56 presentó al mundo su Canto de los adolescentes, para cinta sola, una obra que conmocionó al público y a los colegas y especialistas. En poco tiempo, las radios europeas punteras se dotaron de laboratorios de experimentación sonora, ya hemos visto la referencia que hace Eco del de Milán, dirigido por Berio. El trabajo en los laboratorios de música electrónica implicaba un acercamiento al sonido que creaba escuela. Se acabaron las notas, los ritmos y los instrumentos; se acabó la jerarquía entre sonido y ruido. Por fin era posible pensar el sonido desde cero, el sueño de los vanguardistas de inicio de siglo, de futuristas, etc., era no solo posible sino la simple condición necesaria del trabajo con la materia sonora. Se acabó también, por cierto, con el serialismo. Resulta, sin embargo, paradójico que ese mundo libre de toda atadura para el creador no funcionara igual para el receptor. Quizá era el modelo de concierto. 15

Quizá esa frialdad absoluta de no ver a nadie tocando… Después de todo, la música de las esferas no parecía tan atractiva. Pero quedaba otra opción, la interpretación mixta, es decir, intérpretes y electrónica juntos, como si la electrónica fuera otro instrumento más. Era de hecho otro instrumento más. Ya hemos citado la pionera obra de Varèse, Deserts, para orquesta y cinta en los años cincuenta. Poco a poco, esta ha sido la opción preferencial de uso de la electrónica. Pero antes, se aprovecharon abundantemente las posibilidades de grandes espacios públicos para “amueblarlos” de sonido electrónico. Hemos visto cómo el mismo Varèse preparó un pabellón de la Exposición Universal de 1958 con música electrónica. Aquello debía de ser otra cosa, el público en libertad percibiendo sobre la marcha un entorno sonoro. También preparó un pabellón de la Exposición de Osaka en los sesenta Stockhausen, y el mismo compositor utilizó la electrónica en todas las formas imaginables, con instrumentos o a solo y con un derroche de talento e imaginación siempre sorprendentes. También Xenakis recurrió a la electrónica y diseñó su propio sistema, con ello amuebló sonoramente numerosos espacios públicos y grandes acontecimientos. Al fin parecía que la música era la expresión más cabal de esa metáfora epistemológica anunciada por Eco. Pero el golpe de gracia llegó cuando la música de consumo juvenil se adueñó de la electrónica, la manipuló a su modo desenfadado y, de pronto, los jóvenes descubrieron que ya no había miedo a la bomba atómica ni a la guerra fría. Con ello, todo el aparato solemne y algo forzado de significación musical que se quería de masas pero que no renunciaba a un elitismo básico heredado de su tradición clásica empezó a angostarse. La electrónica, por su parte, empezó en los setenta a convertirse en una rama de la pujante informática. El ordenador pronto fagocitaría todo: los osciladores, los sintetizadores, los mezcladores y filtros, los ecualizadores… El IRCAM, creado en París a finales de los setenta gracias al espíritu de “grandeur” del Presidente Pompidou, se iba a convertir en la reconversión absoluta de la música electrónica. Y curiosamente iba a estar en manos de Pierre Boulez, el compositor que más desconfiaba de la música electrónica y que se había convertido en director de orquesta de fama mundial. Desde ese momento, el IRCAM se convertiría en piedra angular de cualquier investigación en software musical destinado a los músicos clásicos. Aunque pronto iba a descubrir que los grandes laboratorios universitarios americanos y los de empresas de instrumentos de gran consumo eran una competencia temible. Pese a todo, el conocimiento del sonido en los laboratorios musicales de la segunda mitad del siglo XX, desde los arcaicos de la radio hasta el IRCAM, centrado ya en el ordenador, se había introducido en el ADN de la formación de cualquier aspirante a compositor. Hoy la electrónica y la informática musical son una materia básica en la formación de un músico, como antes lo era el contrapunto o la orquestación (que también lo siguen siendo). Y su uso ya no constituye etiqueta de ninguna clase, del mismo modo que nadie tiene por qué enterarse de si un determinado fagot tiene una llave mejorada o soporta una investigación sobre el rendimiento de su madera. Para el público será un fagot, y con la electrónica pasa algo similar. Por supuesto, los cambios operados por la electrónica son profundos e interiores, el compositor conoce hoy la naturaleza del sonido como antes apenas se sospechaba. Y en cierta medida, el compositor actual (y los jóvenes más aún) ha incorporado características de la formación científica sin darle ya la menor importancia. La revolución, pues, está consumada y la percibimos como simple atmósfera.

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El sonido por dentro Una vez remansadas las agitadas aguas de los setenta, los relevos en las propuestas compositivas siguieron manteniendo el paralelismo con la tradición de los cambios científicos que el serialismo había inaugurado. Esto es, la nueva generación afinaba la crítica hacia los paradigmas recibidos y despejaba las aporías o errores del sistema. Con ello el sistema se mantenía fiel al patrón de cambio de la evolución permanente. Ya hemos comentado la aporía del serialismo detectada por Xenakis en los cincuenta. Pero el serialismo no había desaparecido por ello y seguía constituyendo una materia de escuela. Faltaba un ajuste de cuentas con la más sangrante de las aporías del serialismo: el tratamiento del timbre. El timbre es la característica de un sonido en función de la naturaleza del cuerpo sonoro que, según su composición física, privilegiará unos armónicos en detrimento de otros. Para seguir con ejemplos fáciles, un sonido de clarinete es pobre en armónicos de orden par en función de las características del tubo abierto. En otros cuerpos sonoros será otra característica la que determine su composición. Hasta los años setenta, el conocimiento de los timbres sonoros respondía a una idealización deudora de la célebre serie de Fourier. Es decir, un sonido fundamental tenía sobre sí la serie armónica en proporciones más o menos bien especificadas, como la citada del clarinete. Pero en esos años hizo su aparición el medidor de espectros sonoros y la sorpresa fue mayúscula. Por el otro lado, el de la investigación sonora, los laboratorios tipo IRCAM se aplicaron a recrear sonidos naturales por síntesis y también el resultado fue sorprendente. Pero en los años setenta habían sucedido más cosas. El contexto dominante en la vanguardia, especialmente en Francia, era el de un serialismo gélido y académico, salpicado por las modas del teatro musical o la improvisación. A comienzos de los setenta, un joven recién salido del Conservatorio de París, Gérard Grisey (19461998,) busca su camino: “Las aspiraciones de Grisey se enmarcan en un movimiento estético característico de los años 70, concebido como una reacción masiva del continuo frente a lo fragmentario, del tiempo ralentizado frente al tiempo narrativo. No será un azar que durante este periodo se descubra la música de Scelsi cuyas Cuatro piezas sobre una sola nota son, no obstante, de 1959.” (Gérard Grisey. Fondements d’une écriture. Jérôme Baillet. Ed. L’Harmattan. París, 2000). Esta aspiración por el continuo había sido precedida por obras de Stockhausen (como Stimmung o Inori), o Ligeti (con Atmospheres o Lontano), aparte, desde luego, de Giacinto Scelsi (1905-1988), un compositor italiano misterioso que había realizado una obra casi secreta desde la altanera soledad de un aristócrata, inventor y enamorado del pensamiento oriental. La tendencia hacia el continuo o el proceso, en detrimento de lo discreto, también había bañado el pensamiento del minimalismo americano, cuyas primeras obras son contemporáneas del emergente pensamiento espectral. Grisey descubre, también, el interior del sonido gracias a los trabajos de acústicos como E. Leipp, responsable del laboratorio de acústica en la Universidad de París VI y, luego, del Conservatorio Superior de París. Y es un descubrimiento fulgurante, electrizante. Durante siglos, el sonido se concebía elegantemente como un espectro basado en una altura fundamental y una serie de armónicos o parciales superpuestos explicados por las leyes de Fourier. Se trataba del modelo de Helmholtz. Los trabajos de esos años van a mostrar lo inapropiado de tal descripción pu17

ramente estática: “El espectro es una representación de la que está ausente todo fenómeno temporal y todo fenómeno de ‘ruido’, ahora bien, desde ahora se ha verificado que las transitorias de ataque y de extinción, la variación de la amplitud, el desfase de los parciales, o incluso la conjugación de las evoluciones entre diferentes parámetros son preponderantes en la caracterización del timbre”. (Ibid). En suma, lo que habíamos conocido como timbre era un espectro en todos los sentidos, incluido el fantasmal. O dicho más convenientemente, era una simplificada idealización que nos ocultaba el verdadero teatro del sonido. Cuando se produce un sonido musical (de cualquier otro ya ni hablemos) el despliegue de energías, el conflicto desarrollado en el tiempo, los choques de fases, intensidades, etc., son de tal calibre que si se amplifican y se extienden en el tiempo –de tal modo que los milisegundos se conviertan en minutos– estaríamos ante una erupción casi volcánica. Los armónicos o parciales no aparecen simultáneamente, la inarmonicidad latente en el cuerpo sonoro que crea el sonido, los conflictos de fase, la velocidad dispar a la que nacen unas energías y se apagan otras parecen enormes cordilleras a las que la representación tridimensional de muchos gráficos nos han acostumbrado. El fenómeno del ruido juega un papel extraordinario. Con los años hemos ido descubriendo cosas altamente paradójicas, como por ejemplo que los sonidos más puros (para nosotros) de un piano de gama alta están basados en inarmonicidades (o desafinaciones, si se prefiere) estructurales. La electrónica, por ejemplo, acostumbró pronto a una experiencia tal sencilla como sorprendente: un sonido potente y grave de una nota de un gran piano de cola si se grababa en un magnetofón y se reproducía en sentido contrario producía un crescendo gigantesco comparable al de una poderosa orquesta. Era una manera de considerar que los sonidos más habituales no son reversibles con el mismo sentido para nuestra percepción. Otra experiencia que se ha hecho común es la de simular por síntesis un sonido de un instrumento dado. Lo que ocurre en la mayor parte de los sintetizadores comerciales de gama media y baja es que ese sonido se simula a través de una manipulación de la forma de onda, con lo que se ahorran osciladores. Pues bien, si ese sonido dado es convincente en una frecuencia determinada, pongamos en la zona media del supuesto instrumento, cuando se pasa al agudo, el sonido se deforma y suena a cualquier cosa. En los teclados baratos para niños si por suerte el supuesto clarinete suena convincente en la zona baja, sonará a pito en la zona aguda. La razón de fondo consiste en que la misma curva no responde por igual en todo el registro a la idea que tenemos de ese instrumento. Y hay una consecuencia más inquietante. Si una misma curva de frecuencia de un instrumento dado no vale para todo el registro, esto equivale a decir que no existe ese instrumento desde el punto de vista acústico. Y es cierto, un violín no es un instrumento en el sentido acústico sino toda una familia, solo nuestra convención y entrenamiento lo ha convertido en una entidad tímbrica identificable. Si a eso le añadimos las enormes divergencias acústicas en lo que respecta a calidades de construcción, modos de ataque, condiciones de escucha en un espacio dado y calidad de la interpretación, deduciremos que el mayor esfuerzo de un gran solista de violín (o de otro instrumento) consiste en convencernos de que realmente toca un violín. En suma, la brecha abierta por el descubrimiento de la verdadera naturaleza del timbre se convirtió en los años setenta en una fuente de inspiración que ha dado

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forma a uno de los últimos movimientos musicales de calado del siglo XX: el espectralismo. Militaron en él el citado Gérard Grisey, Tristan Murail (1947), Michäel Levinas (1949) y Hugues Dufourt (1943). Posteriormente ha influido a varias generaciones más de creadores, generalmente del área francesa, pero alcanzando a personalidades como la finlandesa Kaija Saariaho o el británico Georges Benjamin. Gradualmente, el espectralismo se integró en la corriente general y sus modos de trabajo se integraron en la caja de herramientas del IRCAM. Finalmente, el fallecimiento prematuro de Grisey (1998), ha terminado por anclarlo en la historia. Desde el punto de vista de su relación con la ciencia, el espectralismo no hubiera existido sin el conocimiento del interior del sonido. Los espectralistas hicieron bandera del uso de modelos que consideraban naturales (los acústicos), frente a modelos “artificiales”, ya sean deudores de la lógica formal, la matemática, la física o la venerable serie dodecafónica. Grisey, por ejemplo, insistió mucho en que el espectralismo practicaba una ecología sonora. Sin embargo, esos modelos “artificiales” han seguido existiendo. El serialismo ha tenido consecuencias en corrientes como las de la nueva complejidad, de origen británico, o las de las corrientes autodenominadas de la escritura. Esto es, aquellas que mantienen la coherencia compositiva desde los valores simbólicos modelados desde la partitura. También se ha mantenido durante medio siglo una corriente de trabajo adscrita a los modelos matemáticos. En Estados Unidos han destacado figuras como el ruso americano Joseph Schillinger, autor de un System of Musical composition (1946), y Milton Babbitt. En Europa, la vía abierta por Xenakis generó una corriente aglutinada alrededor de un centro creado por él mismo en 1966: el EMAMU (Equipe de mathématique et d’automatiques musicales), fundado con el apoyo de tres matemáticos, Marc Barbut, François Genuys y Georges Gilhaud. Seis años después, el grupo fue rebautizado como CEMAMU (Centre de mathématiques et d’automatiques musicales), aquí se desarrolló un sistema de composición denominado UPIC (Unité Polyagogique informatique du CEMAMU), basado en una tableta gráfica que permitía la conversión de gráficos en gestos y curvas sonoras. Tanto la IPUC como el gran hermano IRCAM han sido víctimas de la furia devastadora de la informática. Hoy un estudiante o músico informado y con una inversión económica modesta puede tener en su casa equipos de trabajo no muy alejados de los que hace pocas décadas constituía el costosísimo material de este tipo de centros. No podemos dejar de mencionar, para finalizar este apartado, que la corriente matemática ha tenido una feliz ramificación española. En efecto, Francisco Guerrero (1951-1997), se adscribió a la formalización matemática como base de sus sofisticados trabajos. Desarrolló modelos a partir de la teoría combinatoria, la topología y finalmente la matemática fractal. Para Guerrero, la matemática era el único mensaje apropiado de la naturaleza, una suerte de ecología sistemática sobre la cual desarrolló el núcleo de su cuidada obra. Tras su fallecimiento, esa línea de trabajo ha pasado a algunos de sus más constantes alumnos, como es el caso de Alberto Posadas o Carlos Satué.

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Volver a empezar ¿Y cómo acabó esta fiesta? ¿Cuándo se rompió el juguete? La ciencia como visión del mundo no ha hecho otra cosa que afirmarse, pero el universo actual no hay forma de entenderlo y el mundo que conocemos ofrece laberintos crecientes para los cuales parece más urgente la reflexión sobre lo social. El idilio con la metáfora epistemológica comenzó a agrietarse a partir de métodos impecablemente científicos. Tanto vestir y desvestir paradigmas científicos llevó a algunos a relativizarlos severamente. Destaca el análisis de Thomas S. Kuhn (1922-1996), creador del concepto de paradigma científico. Con Kuhn, cada teoría científica se mostraba casi como un movimiento artístico, era una inversión de valores drástica. Su libro: “La estructura de las revoluciones científicas”, publicado en 1962 y asimilado gradualmente a lo largo de esa década, marcó una fisura que solo se frenó con la crisis de la postmodernidad. Y una vez abierta la veda, no fueron pocos los que desertaron de unas filas excesivamente militarizadas, como eran las de la vanguardia. De pronto, el eclecticismo era una manera “noble” de crear y las pulsiones claramente reaccionarias tenían derecho de existencia. La tonalidad, que estaba herida de muerte ya con Wagner, reaparecía como maestra de ceremonias de un ritual de ocio denominado “conciertos de música clásica”. Incluso la coherencia del desarrollo histórico parecía un trasto viejo. En esta desenfrenada carrera hacia la tontería, ya no pasa nada por decir que la ciencia es culpable de Auschwitz y de la bomba atómica. Un poco más bonito lo dijo Goya hace dos siglos (los sueños de la razón, etc.). Además, eso nos libera de pensar que la culpa pudiera ser nuestra que, después de todo, somos los que hacemos ciencia y hacemos posible Auschwitz y la bomba atómica. De todos modos, el único enemigo serio que podría tener la ciencia sería un cuerpo de doctrina que explique una visión del mundo mejor que los conocimientos adquiridos a través del conocimiento que llamamos científico. Y no parece que el revival religioso esté mejor posicionado para ello. Pero una cosa es la hipotética duda respecto a los poderes de la ciencia y otra la fe en que cualquier modelo científico asegure óptimas visiones artísticas. Después de todo, el siglo XX nos ha enseñado muchas cosas y hay algo innegable: el arte está ligado a nuestras capacidades de percepción. Fundamentalmente, la vista y el oído. Son las ventanas por las que aprehendemos el mundo que nos rodea. Y ahora ya sabemos sus límites. Es inútil realizar denodados esfuerzos para dotar de congruencia a un discurso musical cuando ya sabemos que nuestra audición capta vibraciones del aire en una franja de frecuencias estrecha. Sin contar con que, fuera de la Tierra (o de algún otro planeta con atmósfera similar), no hay vibración del aire, no hay música, en suma. La música de las esferas no existe, existen las esferas y sus órbitas. La vista, mucho mejor dotada, tiene también sus límites, no capta por encima del ultravioleta ni por debajo del infrarrojo. En realidad, solo hemos aprendido cómo es el mundo a través de la herramienta de las matemáticas; pero su traducción al juego del arte no deja de ser un divertimento, una metáfora. El problema central es que el mundo, como lo hemos llegado a entender, de momento, nos desazona y no nos motiva metáforas artísticas. Pero ningún futuro que empiece a correr a partir del próximo segundo está escrito de antemano. La relación entre la ciencia y la música ha sido la principal aven20

tura del siglo pasado, al menos para los músicos. El siglo XXI, que parece no haber empezado todavía, tendrá que buscar sus propios relatos, dejando bien enterrado, eso sí, al padre, que no es otro que esa ciencia tutelar que, después de todo, nos ha liberado de otras supersticiones. Entender ese pasado sigue siendo imprescindible para no convertirnos en zombis. Pero sería muy saludable que quien sigue pregonando y dando la monserga de que la ciencia es un monstruo saliese del cortejo del cementerio, bastante fatiga tenemos ya con el entierro de un padre tan exuberante.

Jorge Fernández Guerra

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