Clase N 7: Lo barroco y lo neobarroco

UNRN – Sede Andina CARRERAS: Licenciatura en Letras – Profesorado en Lengua y Literatura ASIGNATURA: Introducción a los Estudios Literarios EQUIPO DOC

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UNRN – Sede Andina CARRERAS: Licenciatura en Letras – Profesorado en Lengua y Literatura ASIGNATURA: Introducción a los Estudios Literarios EQUIPO DOCENTE: Jorge Luis Arcos (Profesor) – Fabián H. Zampini (Auxiliar) E-MAIL: [email protected] BLOG: www.estudiosliterariosunrn.wordpress.com AÑO ACADÉMICO: 2011

Clase N° 7: Lo barroco y lo neobarroco Clase elaborada por el Profesor Jorge Luis Arcos Con la Unidad 3 comenzaremos el estudio panorámico de algunos de los movimientos artísticos y literarios más relevantes de la llamada época moderna: el barroco, el romanticismo y la vanguardia. Los tres, como veremos, devienen una reacción contra el espíritu clásico. En cierta forma, encarnan en una espiral ascendente que se va complejizando y profundizando y que termina por configurar el rostro de nuestra misma contemporaneidad, que algunos califican como posmoderna, otros como “edad caótica” (Harold Bloom). Estos tres movimientos, pues, dibujan el rostro contradictorio de la modernidad, que segrega, como parte de su misma naturaleza, su propia crítica, como ha estudiado atinadamente Octavio Paz en Los hijos del limo. A la gran época que sucedió a la Edad Media, el Renacimiento, donde terminó por configurarse una visión del mundo antropocéntrica (por contraste con la hasta entonces predominante cosmovisión teocéntrica medieval), sucede el movimiento artístico denominando como Barroco (véase, de Pedro Aullón de Aro, “La ideación barroca”, en El barroco, Verbum, Madrid, 2004). En el Renacimiento, junto a la consolidación de los estados nacionales europeos y a la primera “globalización” que implicó el llamado descubrimiento de América, ocurrió un florecimiento hasta entonces sin paralelo de las artes y las letras, además de los decisivos avances cognitivos de la ciencia y la filosofía. El Renacimiento es sinónimo de clasicismo. Se recupera el espíritu clásico grecolatino, a tenor con los nuevos tiempos, y se toma como modelo paradigmático de belleza y de armonía aquel imaginario entonces redivivo. En la literatura castellana, a partir de la fecunda asimilación de la poética petrarquista, la poesía de Juan Boscán, Garcilaso de la Vega y, con posterioridad, de San Juan de la Cruz, encarna también ese espíritu clásico. La armonía con la naturaleza, a través de una equilibrada percepción poética, es un ejemplo del cumplimiento y plenitud de los ideales clasicistas. Sin embargo, como parte de un proceso dialéctico, ya desde entonces ininterrumpido o cíclico, de acción y reacción, al clasicismo sucede el barroco. Acaso su ejemplo más notorio sea la aventura cognitiva más importante de la literatura occidental: la obra de William Shakespeare, para Harold Bloom, por ejemplo, centro del canon de esta cultura (véase, de Harold Bloom, Shakespeare, la invención de lo humano y El canon occidental). En la literatura castellana, lo barroco se manifiesta a través de las poéticas de Gracián, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo y el teatro de Pedro Calderón de la Barca. Hay una diferenciación interna dentro de lo barroco a través de la vertiente llamada culterana de Góngora y la conceptista de Quevedo o Calderón. 1

En la poética culterana de Góngora pueden apreciarse las características más representativas, a nivel de imagen, del barroco literario: la hipérbole, como la figura paradigmática de lo barroco, que implica la proliferación y superposición de las formas; el exceso o densidad tropológica de las figuras del lenguaje, que cristalizan en Polifemo y en las Soledades; la inextricable urdimbre o abigarrado tejido sintáctico de su discurso, y la compleja mediación (e intensificación) de la imaginería de ascendencia clasicista, confluyen en un orbe poemático hermético y culto. Nunca antes la poesía había alcanzado ese acendramiento analógico. En cierta forma, a través del culteranismo gongorino, la poesía deviene en una segunda naturaleza que suplanta a su referente. Se rompe, pues, el armónico equilibrio entre el sujeto y el objeto, o la identidad clasicista, de ascendencia aristotélica, en la percepción poética de la naturaleza de lo real. Esta inaudita condensación y, a la vez, casi infinita superposición formal duplican el cosmos. Horror vacui se le llama tradicionalmente a esta manera de hiberbolizar el espacio, de llenarlo hasta el exceso de cosas, de formas, de apariencias sensibles. Sin embargo, como advierte Aullón de Aro, el espacio, por definición, ontológicamente, ya está lleno, por lo que, desde este punto de vista, la proliferación barroca puede interpretarse como un énfasis, un exceso, una exageración, o amaneramiento formal, cuando no una suplantación, duplicación o proliferación formal de la naturaleza. Este reparo preside la violenta crítica de Quevedo respecto de Góngora (véase, en internet, la polémica poética Quevedo versus Góngora), paradójicamente hecha desde otro exceso barroco: el conceptista. El agón quevediano contra el gongorismo ilustra la teoría de Bloom desplegada en su polémico pero incitante libro La angustia de las influencias, en el sentido de que Quevedo, como ejemplo de poeta fuerte o primigenio (es decir, no derivado o menor) tenía, frente al predominio canónico del gongorismo –esto es, de su antecesor-, que erigir una suerte de desvío creador para poder desplegar una poética original. Al culteranismo gongorino opone entonces Quevedo su conceptismo. A la densidad culterana opone una densidad conceptual. Al exceso formal, una sobreabundancia de sentido. Esta tensión ilustra la riqueza interna de lo barroco en el terreno de las transposiciones poéticas. En cierta forma, acaso injustamente, Quevedo rebaja o literaliza a Góngora, al indicar lo gratuito del enmascaramiento culterano del referente. Él, por su parte, superpone a su realismo (porque de esto también se trata), un exceso significacional, que encuentra en la paradoja, en la simultaneidad analógica de los contrarios, su perfil más característico. Las cosas, pues, o conocen una inaudita proliferación y densidad formales, o una concentración e intensidad conceptuales, ambas perspectivas de concurrente raíz barroca. Es interesante hacer notar que en lo barroco hay una dialéctica entre el lleno y el vacío. De alguna manera, ambas instancias, se presuponen mutuamente. Incluso, un poeta tradicionalmente para nada sospechoso de barroquismo, como ilustra la poética clasicista que sostiene a la poesía mística de San Juan de la Cruz, puede soportar también una interpretación barroca, pues el vacío que, en la llamada noche obscura del alma, tiene que transitar y conjurar (atraer) el místico, como paso previo a su unión con Dios, implica aquella dialéctica (donde los extremos parecen tocarse). El místico tiene que hacer el vacío (desprenderse de todos sus vínculos sensoriales e intelectuales con la realidad material), para que ese vacío sea entonces invadido, colmado, llenado por Dios (como imagen suprema del todo o lleno absoluto). Esta religación amorosa (incluso carnal, erótica) del poeta con Dios creo que tiene una innegable raíz barroca. El místico, en última instancia, lo 2

quiere todo, quiere el absoluto o lleno divinos, como ejemplo de una voracidad casi sobrehumana o que linda con lo imposible. Por eso, luego de cumplido su viaje o unión mística con Dios, la naturaleza es sentida, aprehendida desde un más, una sobreabundancia divina. Desde esta perspectiva, el exceso simbólico (la polisemia de sentidos) de la poesía mística de San Juan de la Cruz puede interpretarse también, tras su innegable clasicismo formal, como una actitud de raíz barroca. Acaso, por eso, José Lezama Lima, el gran poeta neobarroco de la contemporaneidad, en su ensayo “Sierpe de don Luis de Góngora”, trata de fundir simbólicamente -como para acceder a una ideal o necesaria solución unitiva- el “rayo metafórico” de Góngora con la “noche obscura” de San Juan. Como parte de la dialéctica anverso-reverso, o afirmación-negación, o clasicismoanticlasicismo, que ejemplifican las reacciones barroca, romántica y vanguardista frente a lo clásico, pude intentarse una aprehensión general de lo barroco a través de las antinomias forma y libertad, necesidad y libre albedrío, el límite y lo ilimitado, lo cerrado y lo abierto, orden y caos, sistema y fragmentación, reposo y movimiento, lo permanente y lo contingente, unidad y dispersión, lo absoluto y lo relativo, lo atemporal y lo temporal, esencia y existencia, etcétera. O, como se ha visto, entre el todo o lleno y la nada o vacío. También, a partir de la contraposición entre lo apolíneo y lo dionisiaco (como se explaya, por ejemplo, en El origen de la tragedia, de Federico Nietzsche). Pero lo barroco también se ha interpretado a partir de la recreación imaginal de un principio genésico, creador, o de la nostalgia de un Paraíso perdido o naturaleza primordial. Es decir, es la noción de carencia o identidad original perdida lo que provocaría el impulso hacia una recreación o recuperación. Esta es la perspectiva de Eugenio d'Ors en Lo barroco. Se deriva de aquí una especie de furioso panteísmo, o igualación creadora con la naturaleza, a través de la imagen. Ya Lezama, en la configuración de su llamado Sistema poético del mundo, parte, como premisa simbólica, cosmovisiva, del mito cristiano del pecado original, o mito de la pérdida del Paraíso. Si el hombre fue hecho originalmente a imagen y semejanza con Dios, al perder la semejanza (la identidad), sólo le quedó la posibilidad de ser imagen. Entonces, arguye, “la imagen tiene que empatar o zurcir el espacio de la caída”, es decir, de esa carencia, de ese vacío. E insiste, si la imagen es naturaleza original sustituida, todo puede ser naturaleza, todo puede ser imagen. Entonces la imagen, como naturaleza primordial sustituida, o como segunda naturaleza, será el centro dinámico, creador de su aprehensión poética, omnicomprensiva, de la realidad. Este es un tema muy vasto y complejo, por lo que sólo podemos indicarlo, de esta manera general, aquí. Pero Lezama es el punto bisagra más significativo (el otro es Alejo Carpentier) entre el barroco histórico o clásico y el neobarroco contemporáneo, problemática a la cual nos referiremos inmediatamente. Pero antes, es oportuno citar, con el mismo sentido general, un juicio de la ensayista y poeta Fina García-Marruz, sobre la índole peculiar de la poesía barroca de Lezama, para apreciar una importante caracterización de la profunda actitud barroca lezamiana (véase también “El Señor Barroco José Lezama Lima”, de quien esto escribe), porque lo barroco, en última instancia, es más que la fijación de un procedimiento o forma genérica determinados (habría en todo caso muchos y muy variados e incluso contradictorios), una manera de mirar, de percibir la realidad. Escribe García-Marruz: Esta poesía tachada de oscura, de hiperbólica, de excesiva, nos da de pronto algo poco frecuente en los predios abusivamente liricos de la poesía, la corporeidad de las cosas. Las vemos con una 3

netitud que parece que se toca. No su interpretación, no su comentario, sino un cuerpo que no precisa ser comprendido. ¿Quién comprende a una silla, a un frutero, a un astro? La costumbre de verlas nos hace olvidar que a veces ellas son una mancha de color para nosotros, el comienzo de un pensamiento que no les concierne o una forma que no significa. En realidad las cosas son endemoniadamente oscuras. A veces nos alargan un brazo, un color o una indiferencia, otras un exceso, una jocosidad inatendida. (“La poesía es un caracol nocturno”) Este juicio nos sirve, además, para aproximarnos a un importante sentido de la recuperación de la poesía de Góngora por la Generación del 27 española a principios del siglo XX, pues el neoclasicismo había desterrado a Góngora y a Shakespeare del canon literario. Shakespeare fue recuperado por la poética romántica, pero Góngora tuvo que esperar un poco más. Un importante ensayista, Dámaso Alonso, realizó entonces un prolijo estudio hermenéutico de la poesía gongorina para “traducirla”, esto es, para acceder a su referente inicial, enmascarado por su urdimbre metafórica. Pero esta necesaria dilucidación crítica no nos devuelve el sentido último de la poesía del autor de las Soledades, sino sólo ensaya una importante pero no suficiente explicación racional. Porque la poesía de Góngora (como toda poesía) no se agota con la dilucidación de su referente. Es algo más, porque es exactamente la que él escribió y tal como la configuró (“un poema no significa, es”, escribió Archibald Mac Leich). Esto (que está implícito en el juicio de García-Marruz) se evidencia todavía más cuando constatamos que ya en la poesía neobarroca de Lezama no podemos sencillamente acceder a ese referente. Lezama, además de superar la metáfora sensorial gongorina, ya tiene detrás toda la experiencia de la poesía simbolista, la poesía pura, la poesía vanguardista. Y ya su metáfora (su imagen) conoce la connotación simbólica, la analogía mágica y la analogía afectiva, tres instancias que se resisten a ser “traducidas” o rebajadas a un único referente concreto. Severo Sarduy, incluso, establece para la poesía gongorina cuatro estratos de mediación entre el referente primigenio y su última configuración poética (véase “El barroco y lo neobarroco”). Pero en Lezama ya es inútil, además que acaso imposible, intentar esta lectura. Porque él parte, como referente, de una realidad ya alterada, ya hiperbolizada. Es precisamente Sarduy quien acuño el término neobarroco en el ensayo aludido (el brasileño Haroldo de Campos también lo había ensayado con anterioridad). Sarduy es el principal teórico de esta recuperación contemporánea del barroco histórico a partir de la obra de su coterráneo Lezama Lima (véase, por ejemplo, de Lezama, “La curiosidad barroca”). Pero también Alejo Carpentier había participado decisivamente en esta recuperación (véase, por ejemplo, de Carpentier, “Lo barroco y lo real maravilloso”). Carpentier, incluso, fue, inicialmente, el referente más importante de la vertiente neobarroca de la nueva novela latinoamericana (Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; Terra nostra, de Carlos Fuentes; Grande Sertão: Veredas, de João Guimarães Rosa; Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, entre otros ejemplos). Fue Julio Cortázar quien, con su ensayo “Para llegar a Lezama Lima”, insertó a la novela Paradiso de Lezama (y, a partir de esta novela, a toda su obra poética anterior) en el llamado boom de la nueva novela latinoamericana. Pero fue Sarduy, con su reflexión teórica (y con su propia obra narrativa y poética) quien difundió el término neobarroco y propició su prolongación estética y escritural. Néstor Perlongher, por ejemplo, lo renombró como lo neobarroso. Otra 4

argentina, Tamara Kamenszain, lo redefinió como neoborroso. En importantísima dilucidación crítica, Haroldo de Campos habló del carácter transhistórico de lo barroco. Se ha ensayado también sobre un hiperbarroco. Después de su muerte, con la publicación póstuma del poemario Fragmentos a su imán (y ya su título es significativamente barroco) Lezama aventura una suerte de “barroco carcelario”. Pero la relectura que hace Sarduy del barroco lezamiano, y que sirve para caracterizar a lo neobarroco contemporáneo, es, hasta cierto punto, una “mala lectura” (con el sentido que le da a este término Harold Bloom en La angustia de la influencias), es decir, implica una re-creación, un reajuste, un desvío creador (Sarduy reconoció que toda su obra no era sino “una cita al pie” de la obra de su antecesor, Lezama). Todas las características de esta nueva vertiente de lo barroco pueden estudiarse partir de la lectura de su ensayo “Lo barroco y lo neobarroco”, que es el texto que se recomienda como lectura obligatoria en esta unidad para este contenido, las cuales se nos hace imposible comentar aquí. Una diferencia (entre muchas otras) entre el barroco histórico y el neobarroco contemporáneo puede ilustrarse a través de la imagen del big bang (nombre también de un poemario de Sarduy). Nos referimos a la pérdida del origen, del principio genésico, creador, con el cual el barroco histórico no perdía su vinculación primordial. Del big bang ¿qué nos llega, qué nos queda?: un resto de luz, un residuo acústico (la llamada radiación de fondo). Es imposible recuperar el origen, el instante de la creación original, el punto de partida. Entonces la copia, la relectura, la recreación, la intertextualidad, la “mala lectura” (en el sentido de desvío creador) son actividades inevitables a la vez que ejercicios ficticios, imaginales. Son rememoraciones (que incluyen, junto a una memoria creadora, al olvido), o recuperaciones necesariamente singulares, diferentes. Son, siempre, nuevos principios, como diría Lezama en “Mitos y cansancio clásicos”, con sus “nuevos cansancios y terrores”. Por cierto, para esta idea de la necesidad, siempre, de un nuevo principio creador, puede consultarse, también de Lezama, su ensayo “Mann o el fin de la grandeza”. Acaso por eso escribió que “el poeta es el testigo –el único que se conoce- del acto inocente de nacer”, o como expresa también su amiga y espíritu afín, María Zambrano: “la poesía es sentir las cosas en status nacens”, es decir, en un estado siempre naciente. Para terminar esta breve e inevitablemente panorámica aproximación a lo barroco y lo neobarroco queremos transcribir, como imagen significativa de lo barroco, un fragmento del relato de Borges “El atroz redentor Lazarus Morell”, de su Historia universal de la infamia (en cuyo prólogo original Borges hace alusiones directas al carácter barroco de su libro y al barroco en general). Remarcando el carácter culturalmente híbrido de la naturaleza barroca, describe así al río Mississipi: Es un oscuro río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de México, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución, y donde laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. [Los subrayados son nuestros] Barrocas son, por ejemplo, las arquetípicas enumeraciones caóticas de la poesía de Borges (extraña mezcla de lo clásico y lo barroco). Barrocos son algunos de sus símbolos 5

predilectos: laberintos, espejos, bibliotecas, el aleph, el jardín de senderos que se bifurcan… Barroca es su proverbial dialéctica metafísica, irónica, relativizadora y jovial… Barroca es, por ejemplo, esta sentencia suya en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.

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