CUADERNOS DE LA REALIDAD NACIONAL

CUADERNOS DE LA REALIDAD NACIONAL • víctor jarías • alfredo etcheberry * eduardo ortiz • joan garcés • josé a. viera-gallo • josé rodríguez elizotido

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Cuadernos de la CEPAL Elementos para el diseño de políticas industriales y tecnológicas en América Latina CEPAL, N° 63 Santiago de Chile Este mater

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CUADERNOS DE LA REALIDAD NACIONAL

• víctor jarías • alfredo etcheberry * eduardo ortiz • joan garcés • josé a. viera-gallo • josé rodríguez elizotido • eduardo novoa • francisco cumplido • josé sidbrandt • Humberto vega • eduardo jara • seigio politoff • juan bustos • jorge mera • berta brmrar a p artir y sobre la estructura dada para abolir la posibilidad de esta estructura, y la posibilidad radica en la estructura misma: es el antagonism o que la desa­ rrolla. La am bición no es sino superar la contradicción entre capital y tra­ bajo asalariado como proceso de em ancipación de la clase obrera.

De la socialización de la producción a la socialización del poder A p artir de la perspectiva de la lucha de las masas por el poder político nos interrogam os por su mediación con el proceso contradictorio del Esta­ do y del Derecho antes indicado. La m ediación pareciera desenvolverse en u n a doble dialéctica. C uando en el gobierno están representantes de las masas asalariadas, cuando ellas han conquistado parcialm ente al aparato estatal, cuando Es­ tado y Derecho burgués comienzan a entrar en contradicción consigo mis­ mos: ¿qué posibilidades y limitaciones ofrece el sistema jurídico-institucional a la lucha de la clase obrera por la toma del poder? La lucha de clases pa­ reciera desarrollar una dialéctica entre proceso revolucionario y legalidad burguesa en doble sentido: 1) L a dialéctica de legalidad e ilegalidad. A través del proceso de so­ cialización que im pone el sistema de valores burgueses la legalidad es sacralizada como norm a objetiva, universal y eterna, retirada de la lucha por el poder. En este sentido, el carácter formal y abstracto de la legalidad burguesa oprim e la lucha de clases. M ediante la dialéctica de forma y con­ tenido arriba indicada el principio de legalidad descubre la base clasista de su estructura ideológica y de su poder m aterial, revelándose como la vio­ lencia institucionalizada de una clase. En vez de oponer a la legalidad burguesa una imagen de legalidad socialista futura se trata de im pulsar la lucha de clases para que las masas en su combate por el poder com pren­ dan y desarrollen las contradicciones inm anentes a la legalidad burguesa. Provocando y sancionando las acciones ilegales de los contrarrevoluciona24

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Le D uan: La revolución vietnam itat Buenos Aires 1971, p. 18.

rios, am pliando el campo de combates extralegales, chocando con leyes sen­ tidas ilegítimas, la lucha de las masas organizadas rom pe la legalidad como principio abstracto y anticipa nuevas normas. En la dialéctica de legalidad e ilegalidad el proletariado tom a conciencia de su legitim ación como crea­ dor y ejecutor de una nueva legalidad. En la m edida en que la lucha for­ m a una conciencia de clase, tam bién crea una conciencia jurídica de dase que arrebate a los m andarines el m onopolio ético de “lo justo”. El derecho deja de constituir el secreto de oficio de una burocracia para transform arse en la expresión social de nuevas formas de producción y comunicación. A ello ap u n tan las palabras finales de Allende en su Segundo Mensaje ante el Congreso: “En un sistema institucionalizado como el nuestro, es poten­ cialm ente pertu rb ador m antener prolongadam ente la incoherencia entre norm as jurídicas de espíritu tradicional, por un lado, y las realidades socio­ económicas que están naciendo, por otro. T odo un sistema norm ativo debe ser m odificado y un conjunto de medidas adm inistrativas ser puestas en práctica para ordenar las nuevas necesidades. El sistema bancario, el finan­ ciero, el régim en laboral, el de seguridad social, la adm inistración regional, provincial, m unicipal y comercial, los sistemas de salud y educacionales, la legislación agraria e industrial, el sistema de planificación, la misma estruc­ tu ra adm inistrativa del Estado, la propia Constitución Política, no se co­ rresponden ya con las exigencias ‘que los cambios instaurados están plan­ teando. Este program a que interesa y pertenece al pueblo entero, debe ser discutido por él para luego adquirir validez jurídica”. A quí se insinúa un aspecto im portante de la dimensión global que tiene la movilización de las masas. La participación directa y decisiva del pueblo en la formación de leyes es un proceso social de aprendizaje económico, político y cultural in­ dispensable para que la clase obrera invente y despliegue nuevas formas jurídico-institucionales de organización social. Cabe añadir que solamente dentro de una dialéctica de legalidad e ile­ galidad es posible com prender la violencia no como una m era hostilidad arb itraria (física) sino como elem ento constitutivo de toda relación de do­ m inación 2B. La dialéctica de amo y siervo es de vida y m uerte, de placer y pena. Por tanto, es equívoco entender la “vía legal” idéntica a una transi­ ción pacífica al socialismo. T am bién la ley es violencia y no sólo su viola­ ción. “A los economistas burgueses les parece que con la policía m oderna la producción funciona m ejor que, por ejemplo, aplicando el derecho del más fuerte. Ellos olvidan solamente que el derecho del más fuerte es tam bién un derecho y que este derecho del más fuerte se perpetúa bajo otra forma en su ‘estado de derecho’ ” 2e. 2) La dialéctica de legalidad y legitimidad. El punto anterior ya se­ ñala que la legitim ación no puede ser restringida a u n consenso social más o menos m anipulado. La legitim idad es m om ento constitutivo de toda re­ lación de poder. N inguna dom inación puede perdurar sobre la base de em­ pleo perm anente de la represión violenta; un orden social se afianza en la m edida en que obtiene la obediencia voluntaria. El amo requiere la con ciencia servil para ser amo; la legitim idad como reconocim iento m utuo de amo y siervo expresa la obscenidad de la alienación. La legitim ación de la dom inación burguesa requiere la conciencia alienada del proletariado; alie­ nada por las relaciones de producción capitalista. En otras palabras: si de­ term inada estructura de poder es la expresión política de determ inadas re­ laciones de producción, son éstas las que especifican históricam ente el prin25 26

U n a reflexión radical a continuación en el artícu lo de S. Bagú: H istoria, legalidad y violencia. K. M arx: Introducción General a la Crítica de la Econom ía Política (1857), C órdoba 1970. p. 8.

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cipio de legitimación. La legitim idad media, pues, al nivel de la conciencia social, las relaciones sociales de producción con las relaciones políticas de dom inación. Al cam biar las relaciones de producción capitalistas y rom per, por tanto, el poder alientante del burgués, el proletariado produce la legi­ tim ación del poder obrero: la igualdad. La igualdad es la libertad de la em ancipación. La dialéctica de legalidad y legitim idad es, por tanto, una lucha donde “la libertad consiste en convertir al Estado, de órgano que está por encima de la sociedad, en un órgano com pletam ente subordinado a ella” (M a rx ). Es en esta dialéctica que surge la actual discusión sobre el doble poder. La dualidad de poder es una estrategia que en el marco territorial del Es­ tado burgués desarrolla un poder obrero antagónico no sólo del poder de la burguesía (entonces podría lim itarse eventualm ente a la esfera econó­ mica; consejos de fábricas) sino al Estado burgués, o sea, a la democracia representativa como la forma política bajo la cual se reproduce el capital privado. El hecho de que la U P haya conquistado el gobierno puede llevar a un conflicto de poderes, pero no significa una dualidad de poder (en el sentido estricto de] concepto). Para que exista un doble poder debiera surgir u na estructura de poder paralela y antagónica al Estado burgués y su legitimación, pero no necesariamente opuesta al Gobierno Popular. A quí radican actualm ente las discrepancias en el seno de la Izquierda chilena. No cabe en este m arco analizar las condiciones de tal estrategia y si ella corresponde al “Estado P opular” y a la “Asamblea del P ueblo” planteados por el Program a Básico de la U nidad Popular. En todo caso no hay duda de que “el derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado” (M a rx ). Las posibilidades y limitaciones que ofrece la estructura jurídico-institucio­ nal a la lucha de la clase obrera por el poder depende, por tanto, en gran m edida, de la m anera en que la U nidad P opular sepa aprovechar el régim en legal-político para transform ar las relaciones de producción capitalistas y destruir la legitim ación del poder burgués.

Julio de 1972

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PRIMERA PARTE

LA TEORIA DEL ESTADO Y DEL DERECHO Y LA EXPERIENCIA CHILENA

P R I M E R A SEC C IO N

PARA UNA CRITICA DEL DERECHO BURGUES

Historia, legalidad y violencia S e r g io

B agu

Profesor Investigador del instituto Coordinador de Investigaciones Sociales (ICIS) de FLACSO

En la historia, se afirma, siempre que una dase dom inante se ha creído am enazada por otra en el usufructo del poder, ha usado la violencia en defensa de sus privilegios. N ingún marco legal preexistente ha podido ab­ sorber los trem endos efectos de un conflicto sustantivo. Esta proposición, así concluyente y precisa, se encuentra en la m édula del argum ento político de nuestro tiempo. En el largo transcurso de la lucha de las clases oprim idas, ha habido otras respuestas —la apelación a la bon­ dad oculta del opresor; la tesis de la reform a progresiva del régim en—, que resultan demasiado débiles en térm inos de la polém ica contem poránea. A propiado p u n to de partida, sin duda, para debatir algunos de los más vivos problem as actuales. Pero la m agnitud de la generalización requie­ re, no sólo una depuración conceptual —lo cual no es difícil— sino cierto m ínim o de verificación histórica, que es en lo que se presentan los problemas más serios. La depuración conceptual misma debe considerarse sujeta a una veri­ ficación histórica. Se supone, en efecto, una sociedad con cierta arquitectura de norm as objetivas respaldadas por sanciones de tipo universal, el ejerci­ cio de la violencia como instrum ento social y la génesis de u n cambio sus­ tantivo en la organización; legalidad, violencia y cambio sustantivo. El contenido que se dé a cada uno de los tres conceptos debe estar traduciendo una experiencia verificable, cierta hipótesis sobre cómo se ordenan los cambios sustantivos, cuál es el contenido de la violencia como instrum ento social y cuál el sentido íntim o del conjunto de las norm as jurídicas. Si lo que se espera del historiador es u n a síntesis del conocim iento del pasado como pauta de verificación, habrá que comenzar por preguntarse si existe un conocimiento del pasado aplicable a ese objetivo. N uestra res­ puesta es que sí existe. El registro del pasado es enorme y notablem ente rico por la m ultiplicidad de los datos que lo integran. Pero sólo se en­ cuentra hasta ahora parcialm ente codificado, si se quiere aplicarlo a esa verificación con rigor aceptable. La codificación del conocimiento histó­ rico es un fruto del modo cultural y de ciertas necesidades sociales —no de todas—, así como de la ubicación socio-estructural de la profesión del his­ toriador. En esto últim o, incluimos la función que se le asigna al historiador y que este mismo aspira a cum plir. Registrar el pasado y clasificarlo es, al fin y al cabo, u n a m anera de participación del presente; y los historiadores, como profesión, participan del presente proyectándolo sobre su capacidad 59

de percibir lo pasado —percepción siempre selectiva— y de clasificarlo. El porqué de una m etodología histórica tiene siempre una raíz en el presente que vive el historiador que la inventa. Pero, aunque sólo parcialm ente se encuentre nuestro conocimiento del pasado ordenado por categorías aplicables a la verificación de proposiciones e hipótesis im plícitas como las que enunciamos, el resumen que un histo­ riador podría hacer de ese conocimiento sería vasto y fecundo. Lo imposi­ ble es dar siquiera por comenzada esa tarea en los límites de una breve colaboración, sólo puede intentarse un esbozo inicial con miras a una in­ vestigación posterior, que bien podría hacer un aporte im portante en la polémica sobre nuestras probabilidades inmediatas. U na suerte de prim era conclusión para el análisis.

I.

EPISODIOS EN LA H IST O R IA : U N A CLASE EXPULSADA PO R O T R A

a) Revoluciones Políticas En el pensam iento occidental, hay dos m aneras fundam entales de interpre­ tar la naturaleza de las clases sociales. Para una, las clases son sectores de la población que desempeñan funciones delim itadas: son como están, su rea­ lidad últim a es su realidad prim era. No se pregunta el porqué del origen sino, en el m ejor de los casos, el cómo de la m ovilidad vertical. Para la otra, la m atriz que crea las clases es la misma que distribuye desigualm ente el poder —que en la sociedad capitalista puede estar generado por el control sobre el instrum ental productivo—: no hay, ni puede haber, sino clases dom inantes y clases dom inadas. Por más que se estim ule la m ovilidad ver­ tical. la m atriz de distribución del poder desigual sigue actuando. Es en v irtu d de este segundo modo interpretativo que la proposición que examinamos adquiere sentido. Si una clase dom inante aceptara, en resignación y pasividad, su derrota absoluta, m oriría como clase. Este punto de p artid a lógica confiere gran vigor al argumento. Pero no por esto debe inhibirse la verificación histórica. Y si observa­ mos con sentido crítico cuál es el testimonio que se usa para avalar el p rin ­ cipio, comprobaremos que está formado por dos tipos diferentes de casos: 1) Los casos nacionales más conocidos y m ejor analizados por una bibliografía que, para casi todos ellos, es ya muy abundante, hasta el extre­ mo de haberlos transform ado en ejemplos clásicos en la polémica política y en la historiografía. Son éstos: la revolución inglesa del siglo X V II, la fran­ cesa de 1789, la rusa de 1917, la china, que se prolonga varios decenfios en el siglo XX, y la cubana, que culm ina con el establecimiento del nuevo poder en 1959. Este tipo de ejem plificación parte de una imagen bien definida: una clase social dom inante es expulsada físicamente del poder por otra parte ayer oprim ida o, cuando menos, subordinada. En las tres grandes revolu­ ciones socialistas del siglo X X citadas, el requisito se cumple: m ediante la violencia organizada, con un plan estratégico y una concepción global de lo que podría ser u n a nueva sociedad, u n m ovim iento revolucionario po­ p u lar derrota a una clase dom inante y la expulsa como tal del escenario histórico. En las otras dos revoluciones, la operación fue menos radical. En la Francia del siglo X V III hay una aristocracia terrateniente, ya fam iliarizada con la actividad em presarial en proporción a veces ignorada por el lector 60

de hoy, con u n influyente flanco profesional e intelectual, todo lo cual le perm ite subsistir ante el form idable em bate de las transform aciones revolu­ cionarias en la propiedad ele la tierra y en el poder político, sin perder su individualidad ele clase. R eadaptándose después al nuevo ritm o organi­ zativo, cruzándose con la nueva burguesía y la élite m ilitar en ascenso, par­ ticipará, du ran te los prim eros decenios clel siglo X IX , en una constelación diferente de clases dom inadoras donde se le asigna un puesto im portante y estable. En la Inglaterra del siglo X V II la burguesía es aún demasiado dé­ bil para hacer su propia revolución sin más ni más. Las luchas civiles se producen entre bandos con dosis variables ele aristocracias tradicionales neo-aristocracias terratenientes y burguesías empresariales en ascenso. Hay desplazamiento de núcleos aristocráticos, pero jam ás deja de actuar en p ri­ m er plano alguna aristocracia terrateniente y de sangre, cuyo ocaso político es tan lento que no es ocaso sino declive perm anente, casi im perceptible, que se prolonga, sin term inar aún, hasta nuestros días. Estos que citamos son episodios muy conocidos por los historiadores europeos. Más aún: las revoluciones burguesas en Europa, desde el R ena­ cimiento hasta el siglo X IX , no term inan con el eclipse de las antiguas aris­ tocracias, sino con un nuevo equilibrio de grupos en el ejercicio del poder económico, político, social y cultural, en el que las antiguas aristocracias siempre acaparan funciones muy im portantes, explícitam ente reconocidas como un coto privado. Schumpeter, que conocía muy bien su historia eu­ ropea, recordaba que las burguesías se')lo habían llegado a ejercer el po­ der excluyentem ente en el modesto orden m unicipal. En el nacional y más aún, en el im perial —agregamos nosotros— las burguesías alcanzaban el po­ der económico cuando tenían como colaboradores eficientes a aristocracias que tom aban a su cargo la m aquinaria político-jurídica, las arterias vitales de la adm inistración estatal, el m anejo de las relaciones internacionales y la diplomacia, los centros decidores de la política educacional y, en fin, ese impreciso, pero sustantivo control social y cultural en el que los nue­ vos valores burgueses se dibujaban sobre un vasto tapiz señorial. La his­ toria de la R epública de Estados Unidos fue diferente porque la burguesía em presarial sólo tuvo que enfrentarse a una aristocracia esclavista regional —no nacional— sin antiguo oficio de m ando ni envergadura para el control cultural y después de derrotarla por las armas en 1865 no encontró, hasta el últim o decenio del siglo X IX , más enemigos que el desierto y las distan­ cias para construí/ su form idable sede nacional capitalista. b) Revoluciones Económicas Estamos hablando de revoluciones políticas. Pero si aceptamos el principio general de cjue todo poder político tiene una raíz económica, a contrario sensu deberíamos sospechar que algunas transform aciones originadas en la ó rbita de la producción de bienes deben haber provocado naufragios radi­ cales de clases dom inantes por la pérdida directa y en corto plazo de su sustentación económica. Pensemos en los casos más probables: la prim era evolución industrial desde fines del siglo X V III y principios del X IX , y la segunda, de 1870, aproxim adam ente. El cuadro de transformaciones socioestructurales concomitantes que ha sido reconstruido por los historiadores con mayor frecuencia es el radicado en los núcleos ele ambos procesos: In ­ glaterra y Gales, las zonas industriales de Francia y de Bélgica, la R henania en Alema«nia, el noreste y medio-oeste en Estados Unidos. Pero el capita­ lismo, que era ya un tipo organizativo expansivo antes de entrar en su etapa industrial, acentuó rápidam ente esa tendencia con las dos revolucio-

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r.es tecnológicas. Hay un mercado industrial-capitalista que crece en in­ mensidad y espacio hasta dom inar grandes zonas de todos los continentes. Es un m ercado acentuadam ente desequilibrante. El capitalism o industrial siembra progreso y decadencia a la vez: u n a es la condición. El cuadro de la decadencia más conocido es el de los campesinos expulsados hacia los núcleos urbanos industriales, el de los nuevos obreros del taller industrial doblegados por las jornadas infinitas, el de los pordioseros y el lum pen­ proletariado de París y Londres. Pero las zonas m arginales del capitalism o industrial fueron muy numerosas y entre ellas hay muchas aún ignoradas —aunque sospechadas— por los historiadores. En Escocia e Irlanda, en Es­ paña, Portugal, Italia y en todo el continente europeo debe haber habido decenas —quizás centenares— de aristocracias regionales y de burguesías em­ presariales (algunas preindustriales, pero otras ya industriales), cuyo oca­ so fue tan definitivo, tan inapelable que no alcanzaron a articular una re­ sistencia armada. E l progreso capitalista las hundió silenciosamente en la historia sin que pudieran siquiera quedar en los registros como ejemplos de lo que ocurre cuando una clase se siente am enazada de m uerte. c) Rectificación de Tendencias Imaginativas Pensar un conflicto interclases puede conducir a hipótesis dicotómicas. Observarlo en u n a realidad —actual o pretérica— sirve a m enudo para corre­ gir las simplificaciones im aginativas. Cuando partim os del hecho verdadero de que existió, en alguna parte y cierta época, una clase dom inante, nues­ tra im aginación tiende a suponerla u n a masa compacta en ejercicio de un poder homogéneo. En las sociedades clasistas lo más frecuente ha sido que el poder se ejerciera m ediante una alianza de clases, o bien una verdadera constelación de sectores pertenecientes a varias clases. En la sociedad de capitalismo industrial avanzado desde fines clel X IX , los entrecruzamientos de intereses empresariales y de familias hacen tan densa la red que es excepcional encontrar un individuo que pertenezca sólo a un sector de clase o a un grupo de intereses económicos. Ya se sabe, por otra parte, que los dom inados tampoco constituyen u n conjunto compacto en el orden económico, social y cultural. Es verdad que la mecánica de la dom inación tiende, en algunos aspectos, a engen­ d rar entre los dominados u n a masa hom ogénea de necesidades inm ediatas; pero en otros conduce a dividir los intereses y entorpecer la percepción de todo aquello que sea sustancialm ente común. Los imperios y las viejas clases gobernantes se defienden con una sabiduría que les viene de la más rem ota entraña histórica: la masa oprim ida debe estar suficientemente fragm entada para que la opresión sea victoriosa. Cundo, allá por el siglo X V III y hasta los prim efbs lustros del X IX , algunos autores convocaban a la burguesía centro-occidental europea a la guerra social contra la aristo­ cracia de apariencia feudal, se lam entaban de que aquella estuviera tan desunida en sus filas, m ientras la aristocracia presentaba la imagen de un cuerpo sólidam ente disciplinado y juram entado. Desde mediados del siglo X IX hasta nuestros propios días, los que convocan aj proletariado contra la burguesía en Europa y América se lam entan de que aquel se encuentre tan desunido en sus filas m ientras la burguesía presenta la im agen de un cuer­ po sólidam ente disciplinado y juram entado. La verdad es que las clases dom inadoras precisam ente por dom inar se benefician con mecanismos sociales e institucionales que llevan a cen­ tralizar su acción; m ientras que las dominadas, precisam ente por serlo, en­ cuentran enormes dificultades para coordinarse, localizar al verdadero ene62

migo y perseverar en su unidad durante la lucha. Es que la fragm entación del dom inado no es u n a consecuencia de la dom inación, sino una parte in ­ trínseca de ella, uno de sus modos de operar. Pero, aunque las clases dom inantes hayan tenido a su favor cierto grado de hom ogeneidad conferido por la dom inación misma, el poder no ha sido, casi nunca, el ejercicio respectivo de un solo instrum ento. En la m edida en que la economía y la sociedad entraron en etapas de mayor com­ plejidad, la dinám ica misma del poder fue engendrando una m ultiplicidad de instrum entos de variada naturaleza, cuyo m anejo fue requiriendo una estrategia y creando un riesgo, aun para los regímenes absolutistas y con­ solidados. Sólo por excepción los dom inadores han controlado todos los instrum entos del poder. Lo corriente es que alguno haya escapado, total o parcialm ente, al m anejo de los dominadores, sobre todo cuando el poder ha sido ejercido por más de una clase social. Por otra parte, al expandirse el capitalismo industrial —y en especial desde fines del siglo X IX — sur­ gía un orden internacional de com plejidad creciente de penetración eco­ nóm ica de formas m uy diversas, invasiones militares, diplomacia, los más distintos tipos de control político a distancia, dependencia tecnológica, do­ m inación cultural masiva que complicó, por últim o, notablem ente los me­ canismos de poder en cada una de las sociedades nacionales dependientes. H ubo un traslado de las decisiones fundam entales de la órbita nacional a la im perial y esto, aunque en ciertos m om entos simplificó las soluciones favorables a los dominadores, en muchos otros las hizo más difíciles, len­ tas e inseguras. Lo frecuente, como dijimos, fue que los dom inadores tuvieran mayor hom ogeneidad que los dominados. Pero nos estamos expresando en térm i­ nos relativos. Lo que queremos decir es que el conflicto se ha producido, por lo común, entre un conjunto de intereses contra otros; y que, por tra ­ tarse de conjuntos, cada uno ha encerrado cierto potencial de descomposi­ ción con posibilidad de acentuarse en la lucha frontal misma. C uando lo­ gramos penetrar en la intim idad de los grandes enfrentam ientos de clases en la historia, con m ucha frecuencia,, llegamos a esta doble comprobación: lo sustancial, lo que marcó el signo del gran ciclo histórico, ha sido el con­ flicto entre clases, pero los episodios tácticam ente decisivos tuvieron como protagonistas a sectores —a veces num éricam ente reducidos— dentro de una misma clase, que com batieron encarnizadam ente contra otros sectores de la misma clase, o bien se enfrentaron a grupos pequeños de otra clase.

II.

PROCESOS E IN ST R U M E N T O S EN LA H IST O R IA : CAM BIO SU STANTIV O, LEGALIDAD Y V IO LENCIA

a) Cflmbio Sustantivo En la perspectiva de este planteam iento general que aquí hacemos, debe­ mos suponer que existió algún cambio sustantivo cuando, en el comando político, u n a clase reemplazó a otra. M encionemos ahora sum ariam ente, en los casos nacionales m ejor conocidos, ciertas condiciones del reemplazo. 1.—Hay algunos conflictos armados desde fines del siglo X V III, que . pueden denom inarse revoluciones burguesas. Nosotros incluiríam os en ese grupo a la G uerra de Secesión en Estados Unidos (1861-65). En todos estos casos el problem a político se dirim e con las armas. En algunos, hay una clase social que pierde el comando exclusivo del poder político y una frac­ ción im portante de su sustentación económica. En la Francia de 1789, a la 63

antigua aristocracia terrateniente y cortesana se le arrebata su dom inio político y la mayor parte de sus tierras. En Estados Unidos de 1865, la aristocracia del sur pierde la institución de la esclavitud y queda lim itado, aunque no destruido, su comando político regional, pero —lo que es más im portante— éste pasa a integrarse, sólo como elem ento de tercer orden, dentro de la pirám ide del poder político nacional. Las revoluciones b u r­ guesas de 1848 en E uropa no ocasionan u,n cambio generalizado e igual, sino que el ejercicio del poder político requerirá en adelante —aun en algunos lugares donde el levantam iento fue rápidam ente sofocado— u n con­ dicionam iento más completo y, en general, mayor colaboración entre cier­ tas clases. En todos estos casos de revoluciones burguesas, subsisten las aris­ tocracias, pese al bravio choque arm ado y a la destrucción cuantiosa de vidas y riquezas materiales. A unque se hizo evidente en todas partes que el alborear burgués era una realidad inescapable. 2.—En Venezuela, los países andinos y los del Río de La Plata, la gue­ rra de la independencia (1808-1824) y las luchas civiles hasta m ediados del siglo X IX aproxim adam ente, fueron conflictos políticos-militares de insos­ pechada envergadura social. Las fuerzas movilizadas en proporción a la población total, y particularm ente a la población m asculina adulta, resul­ taron enormes. Es muy difícil calcular la destrucción de vida y bienes m a­ teriales, pero debemos creer que fue de gran m agnitud. Sus consecuencias socio-estructurales han sido hasta ahora muy poco investigadas. Nosotros tenemos la hipótesis de que en toda esa vasta zona, durante el período que mencionamos, la propiedad ru ral sufrió frecuentes y radicales alteraciones; la destrucción de bienes muebles fue cuantiosa; las contribuciones de gue­ rra, m uy abultadas; la pérdida de vidas, m uy grande. Además se produjo una desubicación general dentro de la estructura ocupacional y de la es­ tru ctu ra de clases: esclavos negros que fueron enrolados y jam ás volvieron a sus amos; m ano de obra rural blanca, mestiza e indígena, que desapare­ ció o se desplazó; familias íntegras de propietarios rurales que huyeron o fueron m aterialm ente despojados. Cuando, hacia m ediados del siglo, vuelve a encontrarse en todas las regiones una estratificación en la cual los pro­ pietarios territoriales ocupan la cima del poder económico y político, ¿de­ bemos considerarla nueva o contigua a la de origen colonial? Opinamos que la prim era hipótesis es más verosímil. (Más adelante, entre 1870 y 1890, volverá a registrarse una nueva reconstitución de las clases rurales dom i­ nantes, pero allí el agente genético por excelencia será el capitalismo in ­ dustrial actuando en el orden in tern a cio n al). Si nuestra hipótesis se verificara podríam os decir que la guerra de la independencia y las luchas civiles durante los prim eros lustros de las re­ públicas andinas y ríoplatenses produjeron una verdadera m ortandad de clases dom inantes: muchas de ellas sólo regionales, pero no pocas de vigen­ cia nacional (en la m edida en que, para la época, pueda hablarse de eco­ nomías y estructuras del poder nacionales). Y, sin embargo, quedó por to­ das partes funcionando cierta m atriz de distribución de funciones sustan­ tivas que perm itió u n nuevo reflorecim iento de clases dom inantes a corto plazo, cuyos titulares tuvieron diferentes apellidos y cuya fuente de susten­ tación económica sufrió variaciones, aunque no de gran im portancia. 3.—Quizás sea más fácil reconstruir (la tarea no está hecha, ni m ucho menos) el silencioso naufragio de decenas de clases dom inantes como epi­ sodios en la incruenta guerra económica en las zonas m arginales dentro clel sistema internacional que el capitalismo industrial fue construyendo —o reconstruyendo— a p artir de la segunda m itad del siglo X V III, función histórica ésta que aún continúa y que probablem ente continuará hasta que 64

el capitalism o sea capitalismo. T ip o organizativo, el m ás dinám ico surgido en la historia hasta 1917, es tam bién el más desequilibrante. Jamás llegó a crecer sin producir m iseria; pero además, lo que es menos conocido, sin h u n d ir en la historia a numerosas clases dom inantes preindustriales o protoindustriales. En Europa, las zonas m arginales que ya hemos m encionado se encuen­ tran en muchas regiones de Irlanda y Escocia, la Península Ibérica, Italia, Alemania, A ustria y los países del este. El conjunto de América latina está incluido en esa enorme franja del sistema. Cuando el capitalismo industrial penetra hasta allí lo que lleva es, en pequeña proporción, progreso subor­ dinado y, en alta proporción, decadencia. Al organizarse los mercados en círculos' concéntricos que iban a desembocar en el gran mercado interna­ cional, cuyos núcleos se encontraban en las zonas que hicieron todas las eta­ pas de su revolución industrial bajo el signo capitalista, el progreso y la decadencia corrieron sim ultánéam ente, como efecto de la misma causa. M urieron, m aterialm ente hablando, burguesías dom inantes y oligarquías terratenientes que habían controlado corrientes mercantiles y actividades adm inistrativas durante decenios o, quizá, siglos. Las migraciones intercontinentales más voluminosas en toda la histo­ ria de la hum anidad —las registradas entre 1880 y 1914— pertenecen a ese proceso. C uando sepamos finalm ente cuál fue el verdadero origen socio-estruc­ tural y regional de los m igrantes que se agolpaban prim ero en los puertos del M editerráneo y del norte y oeste de Europa para apretujarse después, como ganado en pie, en los grandes buques que los iban a depositar en Nueva York, R ío de Janeiro, M ontevideo y Buenos Aires, es m uy probable que descubramos que no venían originalm ente de los lugares que ellos de­ claraban al arribo, sino de otros, donde la decadencia había ya arrasado la antigua estructura de clase. En Cuba,: desde comienzos del siglo XX, el azúcar, m ucho más que las luchas por la independencia hasta 1890, superpuso u n a nueva oligarquía de empresarios-banqueros estadounidenses sobre una pirám ide de clases de origen colonial que, durante el siglo X IX , había logrado una interpreta­ ción con cierto m atiz nacional. En Venezuela, el petróleo produjo la más sensacional y silenciosa de las revoluciones; deshizo, sin m etáfora, la es­ tru ctu ra social y demográfica de los Llanos y de los Andes, y ofreció a los restos de muchas familias gobernantes una alternativa indecorosa: la de beneficiarios de tercera instancia, no ya de segunda, del nuevo poder eco­ nómico y político que el petróleo im perialista levantó en la costa y en Caracas. En Uruguay, como la lana para el m ercado internacional casi no necesitaba m ano de obra, el campo fue arrojado hacia las ciudades como el sobrante de esta operación de gigantescos desequilibrios capitalistas, con lo que quedaron cercenados el mercado de consumo local para la ganadería va­ cuna criolla y la tropa gaucha del caudillo señorial, sillares ambos de un poder regional que venía m arcando la hora de la política nacional desde Artigas. En A rgentina, el final victorioso de la zona pam peana, con su oligarquía vacuna rozagante de dinero procedente del mercado europeo, señaló la decadencia ya incurable de Corrientes (aquella provincia del noreste que en 1835 ya había reivindicado, contra Buenos Aires, su dere­ cho a industrializarse) y del vasto rincón del noreste, con las excepciones de dos ínsulas; u n a zo^a de T ucum án y otra de Salta. El resto del noroeste fue arrasado por el progreso capitalista: donde hubo bosques y lluvias que­ daron los árboles bárbaram ente talados y el polvo reseco; y donde hubo oligarquías locales desde el siglo X V III, quedó u n puñado de familias em5.—CEREN

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pobrecidas que se m udaban con aprem io en cuanto podían a la zona del progreso capitalista, que comenzaba en la ciudad de Córdoba y se extendía hasta B ahía Blanca. Así m urieron, por ahogo económico, tantas clases do­ m inantes en América latina a m enudo sin siquiera un cronista melancólico que se apiadara de ellas. 4.—Hay en la segunda m itad del siglo X IX dos casos espectaculares de lanzam iento de la revolución industrial por decisión del Estado y con arreglo a norm as estrictas im puestas por él, afrontando los graves riesgos de transform aciones socio-estructurales que im portaba. Nos referimos a la A lem ania de Bismarck, después de la victoria en la guerra franco-prusiana (1871) y a ese Japón que, según u n a tradición liistoriográfica discutible, decidió racional y fríam ente un día de 1868 poner fin a la etapa feudal e iniciar la capitalista industrial. En los dos casos, el Estado hace el gran diseño de la transform ación y lo aplica. En los dos casos, el Estado crea u n a nueva aristocracia: m itad nobleza tradicional y m itad em presariado industrial ultram oderno, fom entando de intento y públicam ente el entrecruzam iento de familias. En Japón, el procedim iento adm itió una etapa previa. El Estado levanta la planta industrial para entregarla después al nuevo em presariado privado, que ya la tom a en condiciones de concentración gigante. El prim er gran ciclo se cierra en los dos países hacia comienzos del siglo XX : en Alem ania y Japón ya ha sido construida, piedra sobre piedra, la nueva aristocracia de señores de la tierra, grandes jefes de las fuerzas armadas y directores-propietarios de la siderurgia, la industria quím ica y la producción de m aquinaria, entrelazados fam iliarm ente todos esos sectores y con abundantes títulos nobiliarios distribuidos en lustros re­ cientes. Pero como ni Japón ni A lem ania comenzaron su revolución indusitrial de la nada, puesto que tenían ya anteriorm ente un desarrollo em pre­ sarial en los sectores prim arios, secundarios y terciarios (que casi nunca se m en cio na), es lógico suponer que esta gran operación de cirugía mayor dirigida por el Estado en cada país implicó la decadencia silenciosa de u n em presariado política y económicam ente débil y quizá su reubicación, en escala muy modesta, dentro de la nueva estructura de clases. 5.—Donde el desastre de las clases anteriorm ente regentes aparece con acento más radical es en las revoluciones socialistas del siglo XX. En el Im perio zarista y en C uba se produce el enfrentam iento directo: la revolu­ ción socialista derrota m ilitar y políticam ente a la clase dom inante, que és arrasada como tal. Es verdad que la guerra había debilitado al régim en zarista y a su aristocracia; en Cuba, en cambio, el régim en pareció intacto hasta poco antes de su derrum be. Pero el proceso es diferente en Polonia, R u ­ m ania, H ungría, Bulgaria, Checoslovaquia, A lbania y Yugoslavia. Después de la etapa de dom inación nazi hasta 1939, que ya significó en varios de esos paí­ ses la superim posición de un poder extraño que redujo a las clases locales dom inantes a funciones policiales subalternas, la guerra misma se fue desa­ rrollando en dos o tres frentes. El enfrentam iento de los dos grandes blo^ ques y la guerra de guerrillas en varios de esos países hicieron* que, al llegar 1945, las antiguas clases dom inantes y la burguesía industrial-com ercial de Checoslovaquia se encontraran ya sum am ente debilitadas para enfrentar u n cambio radical de sistema que, en ú ltim a instancia, podía ser apresura­ do por la presencia de las tropas soviéticas. En todos estos casos, no hay, pues, un enfrentam iento único dom inador en el orden nacional, sino una m ultiplicidad de conflictos de extrem a gravedad que se suceden desde poco antes de 1939 —entrecruzados los conflictos nacionales con los inter­ nacionales— y que van desgastando, casi hasta la im potencia, a las otrora clases dom inantes en cada uno de esos países. 66

b) Legalidad ¿Cómo suponer siquiera que exista la posibilidad de u n a codificación de la experiencia histórica total respecto de esos dos integrantes de la realidad organizativa que son la legalidad y la violencia? Ambos están siempre pre­ sentes desde cierta etapa de la organización de las sociedades hum anas, de tal m odo que resultan inseparables. T o d a legalidad supone un m ínim o de violencia controlable, así como cualquiera violencia carecería de sentido si no aspirara a desembocar en u n a nueva legalidad. Estos son principios u n i­ versales y m uy conocidos. Pero, más allá de ese acuerdo sobre principios generales, hay otras comprobaciones que el historiador debe traer al deba­ te, aunque no tenga aún respuesta acerca de su significado más íntim o en relación con la dinám ica del cambio socio-estructural. Si entendem os la legalidad como u n cuerpo de norm as objetivas res­ paldadas por sanciones de alcánce universal, u n a jurisprudencia y una teoría general del derecho en perm anente elaboración, el historiador puede aportar algunas observaciones que conduzcan a precisar m ejor el problem a en debate. El valor histórico-social de una norm a jurídica (es decir, la función real que cum ple en u n a sociedad determ inada, en u n m om ento determ i­ nado) excede, con mucho, su letra y su interpretación. Va inclusive más allá de su órbita como instrum ento de ordenación social, económica y cul­ tural. Para el historiador, la norm a jurídica crea u n a dinám ica más com­ pleta; vale no sólo en cuanto se aplica, sino tam bién en cuanto no se aplica; no sólo en cuanto se respeta, sino en cuanto se viola. H a habido siempre en cada sociedad compleja un derecho, pero tam ­ bién otro derecho a la violación del derecho. El fraude h a estado im plícito en la norm a, ya fuere por la vía de la jurisprudencia dolosa, como por la irregularidad adm inistrativa consentida. A los historiadores del derecho les ha sido relativam ente fácil evaluar la norm a; a los historiadores sociales les exige un esfuerzo grande, de inform ación e imaginación, evaluar el fraude sistemático a la norm a. Pero ambos son sectores de la m ism a rea-* lidad: el historiador social tiene la obligación profesional de integrar la realidad que reconstruye analizando el fraude en función de la norm a. U na clase social dom inante no es sólo la que dicta la norm a jurídica, sino la que se reserva el derecho de violarla. Esto se hizo más evidente cuando el derecho se fue haciendo de contenido universal, es decir, cuando los fue­ ros especiales comenzaron a debilitarse, Pero, como realidad, existe desde que hay norm a jurídica, aunque sea consuetudinaria. No debe creerse, sin embargo, que violar la norm a jurídica sea algo que entra en el terreno de la absoluta arbitrariedad. Se la violenta en fun­ ción de pautas no escritas, dentro de m agnitudes y estilos propios de la estructura social y del modo cultural. En rigor, ese es uno, de los atributos del poder social y ninguna clase gobernante lo ha ignorado, sin que haya sido necesario que lo aprendiera en un texto. El estricto acatam iento de la letra a la norm a jurídica ha sido a veces, además, la precondición inm ediata a la violencia. Mussolini e H itler lle­ garon al poder político p o r vía legal y crearon ambos un derecho dentro del cual ejercieron la violencia más sistemática y encarnizada. Se nos po­ drá argüir que estamos evocando los casos extremos. Vayamos entonces a las situaciones invisibles: durante los siglos X IX y X X en E uropa y Amé­ rica se lia legislado tan abundante y com plejam ente en m ateria civil, co­ mercial, penal y política que la aplicación literal de u n a m u ltitu d de leyes y decretos, en la m ayor parte de los países de los dos continentes, conduciría 67

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a actos de violencia extrem a sobre personas y sobre grupos sociales. La po­ sibilidad de que así no sea descansa en u n condicionam iento social, político y cultural al m argen de la esfera específicamente jurídica y adm inistrativa. P ara el historiador, pues, la legalidad no es sólo la norm a y su apli­ cación respetuosa. Es tam bién: a) el derecho a violar el derecho, que no es arbitrario sino que debe ser interpretado como atributo de clase y poder; b) el derecho a aplicar el derecho o a no aplicarlo, que tampoco es arbitrario sino sujeto a determ inaciones igualm ente observables e interpre­ tables. El otro paso introductorio que el historiador debe dar en su plantea­ m iento consiste en reconocer que, salvo en sociedades de organización muy elem ental, la norm a jurídica im plica la presencia de tres sectores sociales: 1) el poder político y u n cuerpo de adm inistradores; 2) la clase o clases dom inantes; 3) la clase o clases dominadas. En Europa, ya ap artir del siglo X V III y en América desde el X IX se va advirtiendo un cuarto sector: un cuerpo de profesionales especializados que estudian derecho, redactan la ley, la aplican y otros especialistas que investigan los fenómenos sociales, sobre los cuales la ley gravita de alguna m anera. En la historia, el problem a de la legalidad ha presentado una realidad y u n a problem ática considerablem ente diferentes para cada uno de esos cuatro sectores. Es el cuarto el que le atribuye im portancia teórica y el que más se to rtu ra para explicarlo como problem a. Para la clase o clases do­ m inantes la legalidad ha tenido siempre un lugar exclusivamente ins­ trum ental. P ara el poder político y el cuerpo de adm inistradores —qué, p o r supuesto, no existen ni actúan en desconexión con la estructura de clases— la ley carece de interés como problem a teórico. P ara ellos, en cambio, tiene como instrum ento un valor m ucho más decisivo que para las clases dom inantes, entendiendo u n a vez más que la legalidad incluye tanto la aplicación interpretada de la norm a como su aplicación literal eventual, y su violación. Para la clase o clases dom inantes, la legalidad sólo es parte integrante de la dom inación y por eso mismo el derecho a violar el derecho se les aparece en lo cotidiano como un atributo del do­ m inador, así como u n a lejana probabilidad que se les ofrece a ellas mismas dentro de m árgenes m uy estrechos. Pero este modo tan esquemático de relacionar la realidad histórica de la norm a jurídica con u n a estructura de clases no conlleva la hipótesis de que la norm a jurídica (o, mejor, la realidad total de la legalidad en los tér­ m inos de integración norm a-fraude) desempeñe la misma función histó­ rica en todos los casos nacionales que correspondan a tipos organizativos m uy generales. En otras palabras, el historiador sabe que la legalidad cum ­ plió funciones similares en algunos aspectos, pero muy diferentes en otros, bajo el im perio español y bajo el im perio británico de los siglos X V II y X V III; en Estados Unidos y en A lem ania durante el lanzam iento de la se­ gunda consolidación industrial (1870-1914); en la U nión Soviética y en C uba después de consolidadas las respectivas revoluciones socialistas. Hay una observación final que anotar en torno al tema. Después de que el historiador' ha llegado a convencerse de que las grandes transform a­ ciones en la capacidad productiva de bienes y en la organización tecnoló­ gica dentro del universo capitalista, a p artir de fines del siglo X V III, h u n ­ dieron en la descomposición silenciosa a numerosas clases sociales hasta en­ tonces dom inantes y, dicho en térm inos más generales, alteraron sustan­ cialm ente la estructura de clases en todas las regiones alcanzadas por el 68

sistema, no puede evitai' esta pregunta: ¿cuál es la legalidad de esa revo­ lución? A quí le será fácil convencerse de que el concepto de legalidad ha sido elaborado por teóricos del derecho y por historiadores de lo político —miembros todos ellos de esa clase m edia profesional a que hemos aludido— y que resulta excesivamente estrecho si se lo quiere aplicar a otros grandes sectores de la realidad social, como los procesos que acabamos de m encionar. Pero, como quiera que la legalidad que descubre en todos los casos el historiador de lo social es algo m ucho más complejo, dinám ico y cam­ biante que aquello que surge ele los conceptos académicos tradicionales, le resulta fundam ental adm itir que no ha habido sociedad sin legalidad y que todo cambio revolucionario constituye la creación de u n a nueva legali­ dad. (Aclaremos u na vez más: no sólo de u n a nueva norma, sino de una nueva legalidad como realidad in te g ra d a ). c) Violencia El tem a de la violencia, en cambio, presenta m odalidades diferentes para el historiador. Es menos fácil sujetarlo a un encuadram iento conceptual ya tan elaborado en los medios académicos como el de la legalidad; au n ­ que es igualm ente difícil de asir. ¿Quién puede suponer, por ejem plo, que haya habido alguna sociedad sin violencia? Pero, a la vez, ¿qué historiador podría pensar que la violencia es lo sustantivo? Muy ingenuo debe ser quien aún suponga que A tila arrasaba por arrasar, aunque cualquier co­ lega debe saber, por cierto, que la violencia tiende a crear mecanismos de repetición, como si tratara de justificarse por sí misma. Es verdad que h a habido varias escuelas académicas influyentes den­ tro de la cultura occidental que han partido de la hipótesis de que en las sociedades capitalistas desde el siglo X V III actúan mecanismos autom áti­ cos —llamados generalm ente estructuras— que reecpiilibran las funciones globales sin violencia, con lo cual perm iten que el sistema general siga m archando con sorprendente suavidad. Esta hipótesis fue sistematizada por Adam Smith, quien la tomó de los prim eros teóricos del laissez-faire que le precedieron, y subsiste hasta hoy en no pocos autores. Más sorprendente puede resultar que reaparezca en el marxismo de cátedra de nuestros días en varios países europeos occidentales, bajo distintas entonaciones estructuralistas, incluyendo los autores que sostienen la tesis ele que el mercado capitalista ele m ano de obra funciona, o alguna vez h a funcionado en la historia, como mecanismo de reajuste autom ático en el cual la violencia, intrínseca del feudalismo, ha desaparecido. Candidez muy propia del teó­ rico académico de izquierda que jamás ha dirigido una empresa capitalista ni participado en un m ovim iento obrero. Sin duda, la rapidez con que se ha generalizado en los años más re­ cientes la convicción de que existe u n a violencia inherente al sistema ca­ pitalista global se acerca más a la percepción de u n a realidad histórica de la mayor im portancia. Todas las sociedades divididas en clases, podría sostener el historiador de lo social, han descansado sobre un principio de violencia. Las sociedades elementales sin clases ejercen la violencia en sus relaciones con la naturaleza o con grupos enemigos, pero m ucho menos ?n sus relaciones internas. Es cierto, por lo tanto, que hay una violencia im ­ plícita —diríam os que irrenunciable— en un sistema capitalista. El histo­ riador de los grandes im perios m odernos podría agregar que la violencia que el im perio ejerce en las colonias actúa como elem ento equilibrante dentro de la m etrópoli, que perm ite reducir allí la violencia a márgenes controlables inconstitucionalm ente. En palabras más populares: los ingle*

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;e» pudieron ser muy respetuosos de la ley en su isla porque explotaban y desollaban asiáticos y africanos sin la m enor restricción y con m ucho pro­ vecho económ ico). El historiador de América latina que se proponga aportar, para el aná­ lisis del problem a de la violencia y su significado, testimonios extraídos de casos nacionales de tiempos recientes, podría abrum ar al lector y condu­ cirle a las más desesperadas conclusiones. Mencionemos, apenas, tres de esos casos. 1.—México y revolución agraria. La paz porfiriana —paz con progreso capitalista— se extendió desde 1876 hasta 1910 cabalm ente. Desde ese año hasta la presidencia de Cárdenas (1934), violencia y caos. Extrem a vio­ lencia y extrem o caos. La violencia —le explica uno de los personajes de Azuela a otro— es como un pedruzco sobre un barranco: rueda porque sí y ya no se puede detener por su propia decisión. 2.—Colom bia antes y después del bogotazo. Desde 1904 hasta 1948 hay u n a continuidad jurídica que hace pensar en la victoria del modelo anglo­ sajón de estabilidad institucional. Aquel 9 de abril de 1948 levantó la com­ puerta. Para un observador superficial, el asesinato de Jorge G aitán fue el santo y seña. H asta hoy la violencia es un ingrediente de la vida diaria. El cómputo, incompleto, de las muertes, es escalofriante. T res o cuatro años atrás, los vehículos del transporte colectivo regular no podían salir de la ciudad de Bogotá sin guardia armada. 3.—U ruguay antes y después de 1968. Desde la prim era presidencia de B attle y Ordóñez (1903) hasta el fallecim iento de Gestido (1967), 64 años de estabilidad institucional y paz generalizada. Desde entonces no hay una ola sino un océano de violencia que deshace todos los diques. En los casos de México y Colombia, hasta 1910 y 1948 respectivamente, la sociedad de clases dom inadas por oligarquías blancas, que hablaban fran­ cés y despreciaban a los- indios ham brientos, beneficiarías casi exclusivas del progreso de una típica economía prim aria dependiente de los centros imperiales, presenta cuadros que los economistas, los sociólogos y los his­ toriadores de hoy creen de fácil reconstrucción. Son típicos del subdesarrollo, opinan: la paz porfiriana y la institucionalidad m odelo anglosajón, en países fundam entalm ente indígenas, sólo podían dorm itar sobre barriles de pól­ vora seca. ¿Y Uruguay? Modelo perturbador de infradesairollo (en una m atriz común de 25 índices, por ejemplo, el de la distribución de la capacidad productiva corresponde a una sociedad m uy subdesarrollada y los restantes a u n a sociedad industrial altam ente desarrollada), U ruguay creó, después del eclipse de los últim os caudillos del P artido Nacional, un m odo de es­ tru ctu ra social ignorado o superficialm ente conocido por los estudiosos de lo latinoam ericano. La violencia quedó allí m ucho más radicalm ente extir­ p ada que en todas las otras estructuras sociales construidas sobre el suelo am ericano en el siglo XX; incluyendo, por supuesto, C anadá y Estados Unidos. Si democracia se interpreta como ap titu d de convivencia, fue, sin la m enor duda, la sociedad nacional más dem ocrática en América y Europa d u ran te el siglo XX. Los modelos habituales de análisis socio-estructural nos sirven m edia­ nam ente para explicarnos la violencia en los casos nacionales de Mpxico y Colombia. No nos sirven casi para nada en el caso nacional de Uruguay. Antes de poder dar una respuesta satisfactoria en los tres casos, el historia­ dor de lo social debe aún recorrer un largo camino de elaboración concep­ tual y hallar el procedim iento que le perm ita volcar hacia la construcción teórica toda la rica y sangrante experiencia de lo contem poráneo. 70

Podría quizá suponerse que nuestro planteam iento va desembocando ha­ cia una tesis que sostenga la inevitabilidad de la violencia, para bien o para mal. Pero no es esa, en absoluto, la razón de ser de nuestro argum ento. Lo que estamos pensando, al exponer todos estos casos históricos, es que si pre­ tendemos reconstruir ciclos prolongados y mecanismos socio-estructurales complejos tom ando como hilo conductor la violencia —presente, potencial o ausente—, nos perderemos en la jungla de los episodios inconexos. La vio­ lencia existió en todas partes, pero apenas si ha sido —y sigue siendo— un instrum ento. Si se reitera, si se insiste en ella, quizá sea porque el hom bre­ en-sociedad aún no ha inventado otro instrum ento que la reemplace. Como instrum ento, jam ás h a existido —ni podría haber existido— por sí misma. Si alguna reiterada enseñanza universal puede aportar el histo­ riador social es que todas las luchas de clases, particularm ente aquellas más duras y cruentas, sólo han podido desarrollarse en la misma m edida en que se ha desarrollado con vigor la colaboración dentro de las clases ac­ tuantes y, a veces, dentro de alianzas interclases. No ha habido violencia contra el enemigo de clase sin pacto de no-violencia entre los miembros de las clases en conflictos. Algo más aún. El historiador social que retom a el tema político tra­ bajado por la historia académica institucional redescubre un m undo apasio­ nante. La estrategia política, a lo largo de siglos y culturas, ha sido siem­ pre un índice elocuente, pero de m uy complejo simbolismo, de los más soterrados mecanismos estructurales. Sus elementos integrantes fueron con frecuencia numerosos y todos ellos entrelazados con el m áxim o de ingenio e inestabilidad dialéctica. La violencia jam ás h a estado ausente de la estra­ tegia política; pero jam ás ha sido sino uno entre m uchos instrum entos. H a tenido un valor rápidam ente cam biante que h a dependido del valor que h an ido adquiriendo los demás elementos. Quizá no siempre, pero con segu­ rid ad en la m ayoría de los casos, el triunfador h a sido aquel que ha sabido utilizar mejor, sim ultánea y rápidam ente, cada uno del mayor núm ero im a­ ginable de instrum entos estratégicos.

III.

DOS OBSERVACIONES FINALES

L a prim era observación final nos retrotrae a nuestro punto de partida. M ientras no clasifiquemos m ejor un conocimiento que ya existe, las con­ clusiones sólo pueden descansar sobre una fracción lim itada de la expe­ riencia. Lo que aquí hemos hecho es un prim er esquema. Si algo resulta claro de lo dicho es que ciertas fórm ulas muy abarcadoras carecen de valor práctico debido a su excesiva generalidad, como cuando reconocemos que siempre ha habido violencia e n 'la organización social; o bien se encuentran sujetas a m últiples rectificaciones, como cuando se afirm a que jam ás en la historia u na clase dom inante abandonó el poder sin apelar a la violencia. Lo que muy probablem ente pueda el conocimiento histórico certificar es que ninguna clase dom inante ha cedido el poder a otra por su propia decisión, ni por respeto a normas jurídicas o éticas. Sospechamos con fun­ dam ento que todas hubieran querido oponer, al em bate adverso, sim ple­ m ente la resistencia más eficaz, incluyendo la violencia desenfadada. Pero querer no es poder y la. clave.de la historia parece estar allí: muchas clases cam inaron hacia su ocaso m ordiendo el polvo de su im potencia, antes de te­ ner la posibilidad, o la capacidad, de organizar m ejor su propia defensa. La segunda observación final abre una simple duda. Hay m uchos m o­ dos de m edir el valor del pasado. Según uno de ellos, lo que ocurrió sólo 71

pudo haber ocurrido así y de ninguna otra m anera. Su enseñanza, tiene, pues, la precisión de lo que sólo pudo ser como fue. Según otro, la historia se repite incesantemente, en un ciclo tedioso. Pero cabe asimismo pensar lo histórico como creación de u n a realidad entre varias probabilidades de márgenes limitadós, en cuyo caso lo futuro tam bién será creación. La gran función del historiador consiste en aclarar el condicionam iento preexisten­ te de la creación futura. Esta ú ltim a actitud es la nuestra, pero, como se trata de un problem a de fondo en teoría histórica, es imposible, en tan escasas líneas, fundam entar una adhesión. Con todo, no podemos menos que preguntarnos aquí por qué tan a m enudo se supone que el futuro haya de tener, necesariamente, la form a del pasado. H ay dos actividades —muy alejadas entre sí dentro de la práctica so­ cial— en las cuales la im aginación debe responder con gran rapidez y brillo a problem as inesperados: ciertos horizontes de la investigación científica p u ra y la gran estrategia política. La incapacidad im aginativa —es decir, cuando no se está en condiciones de hacer uso de todos los conocimientos y recursos disponibles, y crear incesantem ente, a veces con la velocidad del relámpago, otros nuevos— conduce en ambos terrenos casi siempre a la catástrofe. En ciencia, la catástrofe se llam a ru tin a profesional. En estrate­ gia política tiene otros nombres. R eflexión final de historiador. Ya sea como requisito de ciencia pura o necesidad de estrategia política, m irar al pasado, si no es para crear algo diferente —si es posible, radicalm ente diferente— se transform a en u n a de las tareas más melancólicas y menos interesantes que pueda suponerse.

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Sobre la filosofía de Andrés Bello C arlos

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Profesor de Filosofía de la Universidad de Chile

AI iniciar un estudio histórico sobre los antecedentes teóricos de la insti­ tucionalidad y la legalidad chilenas, al vincular este estudio al nom bre de Andrés Bello y a su fil'&sofía, me parece necesario hacer, introductoriam ente, algunas consideraciones que por abreviar llam aré metodológicas. En prim er lugar, entre la concepción del discurso ideológico en gene­ ral que propone M arx en la Ideología Alem ana (la ideología es la repre­ sentación alienada de lo real) y la propuesta recientem ente por L. Althusser (la ideología es la representación de las relaciones im aginarias de los in­ dividuos a sus condiciones reales de existencia), este trabajo encuentra su p u n to de p artid a en la afirm ación de que las ideas y las representaciones no se nos hacen inteligibles sino en la m edida en que pensamos su rela­ ción a sus condiciones m ateriales de existencia. Estas condiciones o este m odo de existencia m aterial de las ideas, condición necesaria de su circula­ ción social, está ligada a ciertos “lugares” preferenciales que podríamos llam ar, siguiendo a Ahhusser, aparatos ideológicos. Ejemplos de estos apa­ ratos en torno a los cuales se realiza y unifica la función ideológica son el sistema escolar, el sistema de las comunicaciones de masas, en cierto sen­ tido los partidos políticos, las instituciones religiosas, etc. Para pensar correctam ente la relación entre representaciones y apara­ tos (o instituciones) abandonam os en prim er lugar la noción de causa. Si las condiciones m ateriales y u n a m aterialidad específica son caracterís­ ticas de lo ideológico, se quiere decir con ello que se abandona la tesis pa­ ralela al idealismo, según la cual la “m ateria” es la. causa del “espíritu” . E n segundo lugar, es im portante tener siem pre presente que esta re­ ferencia de las representaciones ideológicas a aparatos que tienen u n a exis­ tencia m aterial, se inscribe dentro de una referencia más general de estas mismas representaciones a las clases sociales en conflicto en una sociedad caracterizada por el dom inio de u n m odo de producción y las necesidades de su reproducción sobre todos los momentos de una totalidad social. La elaboración del orden y de las categorías que organizan el pensam iento y la acción de los grupos sociales com prometidos en una determ inada es­ tru ctu ra social se realiza en conexión con esta reproducción y sus exigencias. A hora bien, es evidente que ninguna elaboración de categorías sería posi­ 73

ble sin la actividad consciente de los hom bres concretos que viven en una determ inada sociedad *. La cuestión de la creación cultural tiene pues aquí su lugar, definién­ dose por su relación, prim ero con respecto a la contradicción que divide la sociedad en clases y, segundo, a los aparatos en que se expresa el orden de las cosas y de las ideas la determ inada estabilidad, que son solidarias del dom inio de u n a clase sobre el resto de la sociedad. Ahora bien, este dom i­ nio está asegurado en general por otra cosa que por ideas, a saber, por un derecho, por una adm inistración y por la fuerza, pero parece evidente que necesita de ellas para validarse: necesita de este recurso a lo universal que en ocasiones y en la m edida en que las otras funciones de estabiliza­ ción no le son imperm eables (siendo como son, la práctica y la vida de in­ dividuos concretos) ; puede incluso determinarlas. Me parece evidente tam bién que este proyecto de validación y legiti­ mación tiene su autonom ía propia y en la m edida en q u é su objeto tiende a ser el m undo, la totalidad de lo que ese proyecto deja ver como real, puede muchas veces trascender y poner los límites de su propio origen y lím ite 2 pudiendo ser a) m om ento del cambio de un orden en otro (como es el caso de las ideas de una clase ascendente) b) ciertam ente, la condi­ ción bajo la cual la reproducción de una estructura social no es la pura violencia y c) la condición de la específica continuidad posible entre es­ tructuras históricas y sociales diferentes. U na segunda consideración previa, esta vez referida específicamente al tem a de este estudio, me parece tener su punto de condensación en la no­ ción de la influencia. Sobre esta cuestión en la que confluyen en nuestro caso la dependencia cultural y en general el sentido en que las relaciones de producción coloniales están marcadas por su relación de dependencia respecto del desarrollo del capitalismo europeo (especialmente español, inglés y francés) nos vamos a tener que contentar aquí con bien poco. Im portante me parece, eso sí, destacar que esta “influencia” (en este caso sobre la filosofía de A. Bello) de las producciones teóricas europeas: 1) sólo puede detectarse y adquirir significación en el interior de la estruc­ tu ra del discurso de nuestro autor, por lo tanto al ser visto como acción recíproca y 2) que el problem a debe ser planteado en la dirección presunta por la continuidad o la discontinuidad en la producción teórica del autor respecto de las necesidades del desarrollo económico, social y cultural de Chile en el siglo pasado 3. En el marco anteriorm ente prefijado, este trabajo se propone tan sólo presentar u n esquema del discurso filosófico de Bello junto al enunciado de algunas de sus condiciones de posibilidad, exam inando al mismo tiem po la circulación entre sus enunciados y algunos temas tanto del Código Civil como de textos referidos a él. Nos detendrem os tam bién en la determ ina­ ción de algunas ele las categorías que este discurso ofrece como posibles para pensar la moral, la sociedad y la juridicidad. La debilidad más noto1

En este sentido me parece necesario aclarar: a) que esta conciencia es estrictam ente solidaria de una estru ctu ració n social y b ) q u e en mi opinión sólo el psicoanálisis nos proporciona los conceptos adecuados p a ra pensar el “ sistema percepción-conciencia” . 2 M e parece im p o rtan te h acer resaltar este carácter d e “ m undo” , de orden integral, que es solidario del dom inio de u n a clase. A p a rtir de él y del m odo de su legitim ación: 1) Se gesta el m odo —se­ gún la resistencia m ayor o m enor de las clases dom inadas— de su propia m arginalidad; 2) Es posi­ ble comenzar a com prender estos problem as a p a rtir de las categorías de esencia y apariencia. La esencia de tal dom inio arraiga e n la producción. La apariencia estaría constituida sobre todo p o r un sistema de significaciones de la que la lógica sería en gran m edida la de la fantasía en el sentido psicoanalítico de esta palab ra, u n a lógica regida entonces por la m etáfora y la m etonim ia. Sobre esto cf. A. Badiov. M. II. y N . D. “ El rec. del m. d ia l” , M. T o rt. La psych. daíis le m at. hist. N . R evue de Psy. Ereud et la philosophie. Are. FREU D . 3 Cif. L. G oldm an: La sociología de la lite ra tu ra : Estatuto y problem a de m étodo.

ría del presente estudio en este sentido es la falta de un análisis más de­ tallado de los enunciados jurídicos mismos, así como la notoria insuficiencia de los estudios históricos sobre el tema. En prim er lugar y desde una perspectiva muy general, el discurso filo­ sófico de Bello me parece estar trabado por la tensión resultante de su vo­ lu n tad de expresar de un modo m arginal una serie de principios y de con­ ceptos vinculados al m oderno racionalismo europeo (la existencia de un Dios causa eficiente del m undo, el alma in m o rta l), a través de los concep­ tos y la problem ática del empirismo. De aquí nos parecen derivar una serie de inconsistencias y debilidades de su pensam iento, manifiestos en una serie de desplazamientos en el sen­ tido de los conceptos fundam entales de su filosofía. 1.—La coexistencia de una teoría, de una filosofía de la percepción, que encuentra sus categorías en Locke y en Berkeley, con una doctrina de la actividad del entendim iento y de la necesidad de los conceptos para la ex­ periencia inspirada en Kant a través de V. Cousin. Sin embargo, esta ne­ cesidad es pensada con la categoría de instinto y vista como una necesidad instintiva de la razón. 2í—La deducción, a través de la m ediación de esta necesidad y de este instinto explicados por una teología, de la existencia de Dios y de las propiedades tradicionales del alma, es decir, inm ortalidad, simplicidad, etc. 3'.—C ontrariam ente a la filosofía escocesa del sentido común, la afir­ mación de u n a teoría consistente representativa de la percepción, y el abandono de la relación instintiva entre el contenido de la sensación (re­ presentación) y las cualidades materiales. Del enunciado de estas características de estructura del discurso de Bello es posible concluir entonces dos series de “influencias” : a) Locke y el empirismo inglés, Condillac y el sensualismo, la Ideolo­ gía (Destutt de Tracy, C abanis). b) La filosofía escocesa del sentido común (Reid, Bronw y D. Stewart) . El eclecticismo y espiritualism o francés (V. Cousin, Jo u ffro y ); Kant, interpretado p or Cousin. A p artir de esta hipótesis general y ensayando dem ostrarla, me pa­ rece que los puntos fundam entales a desarrollar son los siguientes: 1.—La teoría de la percepción y sus diferencias: intuitivas y sensitivas. 2.—La percepción de la relación en conexión con el tem a de la acti­ vidad de la razón en ella, con las relaciones elementales, la causalidad, los “instintos” de la razón, Dios y el alma. 3.—Los principios de la experiencia y su inderivación. Sobre la base de este desarrollo, que es un análisis de la “filosofía del entendim iento” de Bello, abordaremos el de las posibilidades que este discurso abre para la validación y la categorización de un orden legal. Estas posibilidades me parecen poder derivarse de algunos enunciados centrales: a) La doctrina de los institutos de la razón; b) La visión del individuo, del “alm a” y sus relaciones inciertas con otros individuos; la consiguiente' determ inación del conocimiento y la vo­ lu n tad como facultades del alm a individual; c) Las relaciones con el pragm atism o y el utilitarism o. La m oral en Bello, y d) La visión del “m om ento” histórico, de la actualidad y la inter­ pretación im plícita de América y de Chile desde un esquema evolucio­ nista e ilum inista. El segundo de los puntos mencionados me parece estar en el trasfondo teórico de la categoría jurídica de contrato; puede además relacionarse su 75

significación con las nociones de bien, propiedad, posesión. Sin embargo, en este sentido, como en otros, es lam entable que no se conozca y que apa­ rentem ente no haya textos de Bello que traten de la m oral salvo de pasada. E n la categoría m oral de la voluntad, por ejemplo, hay, por lo que sabe­ mos, apenas la indicación de lo que podría constituir la m ediación entre los conceptos teóricos y los jurídicos. U na correlación sorprendente puede establecerse en cambio entre la significación global de su filosofía, sobre todo del lugar de la teodicea en ella, y su concepción de la familia, de las “buenas costum bres”, en relación al orden doméstico y al lugar de la religión en la institución m atrim onial. De la caracterización jurídica de la persona nos parece tam bién sig­ nificativa la im portancia de la filiación y la legitimación. Sobre todos estos puntos tratarem os en lo que sigue, tom ando como hilo conductor la Filosofía del Entendim iento. La Filosofía del E ntendim iento fue publicada en forma postum a en 1881 por el Gobierno y el Congreso de Chile como el prim er volum en de sus obras completas “en recompensa a los servicios prestados al país por el señor don Andrés Bello, como escritor, profesor y codificador” 4. La obra, una especie de versión más desarrollada y rigurosa de sus cursos privados, fue escrita probablem ente para servir de texto de filosofía en el In stitu to N acional y su edición estuvo a cargo de M. L. Am unátegui, quien redactó tam bién la Introducción que la acompaña. No deja de ser significativo que la introducción de A m unátegui se presente como una suerte de advertencia frente a u n a filosofía que adquie­ re de esta m anera una especie de reconocim iento oficial. En ella se parte, según el editor, de “principios sensualistas y escépticos” que “debieron con­ ducirlo al sensualismo y aun al m aterialism o”. Se “desconoce —además— la idea de infinito, de u n a falsa noción de eternidad, de causa, de sustancia y desnaturaliza otras varias nociones y principios metafísicos” 5. La crítica española y americana, sin embargo, vio y h a seguido viendo en la obra de Bello, al decir, por ejemplo, de J. Gaos “ . . .la m anifestación más im portante de la filosofía hispanoam ericana influida por la europea anterior al idealismo alem án y contem poránea de ésta hasta p o s itiv is ta ...” En el curso de este estudio procuraré entregar algunas notas sobre la es­ tructura, la significación y las condiciones de posibilidad de las tesis de esta obra tan rigurosa, recom endada como —en nuestros días— poco leída. El objeto de la filosofía es en prim er lugar, para Bello, “el conoci­ m iento del espíritu hum ano y la acertada dirección de sus actos” 6. Este es­ p íritu no es conocido “sino por las afecciones que experim enta y por los actos que ejecuta. De su íntim a naturaleza nada sabemos” 7. Las afecciones y actos de que se trata son de dos clases: por las unas se conoce e investiga la verdad; por los otros se quiere y apetece la felicidad. T oda afección, todo acto, suponen además una facultad. El alma tiene por consiguiente u n a facultad de conocer y una de apetecer: entendim iento y voluntad. La relación entre el alm a y sus facultades es, en verdad, una unidad cuyos momentos están determ inados con gran interioridad: el alm a está toda en sus facultades; como de otra parte toda acción o pasión del espí­ ritu es u n acto suyo y como además la facultad está toda en el acto porque no es ella misma sino la posibilidad de este últim o, es el espíritu entonces quien está todo él en cada acto o afección suya. 4 5 6 7

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O bras Completas de Don Andrés Bello. Vol. I. Santiago 1881. Op. cit. Introducción. A. Bello. Filosofía del Entendim iento. F.C.E., p. 3. Ib íd ., p. 3.

La caracterización del espíritu se completa en nuestro autor como una radical reducción de la unidad del espíritu a la conciencia de sí. Ve­ remos más adelante cómo esta identificación de espíritu y conciencia se hace presente tam bién en la fundam entación del carácter representativo de la percepción y en la determ inación de esa especie de X ontológica que es la m ateria en la filosofía de Bello. A hora bien, la filosofía en cuanto tien«e por objeto a la facultad de conocer, es decir, al entendim iento, se divide en dos disciplinas: la Psico­ logía m ental (que se propone conocerlo) y la Lógica (que se propone su­ m inistrar las reglas para su acertada dirección). En cuanto, en cambio, el objeto de la filosofía es la voluntad, ella es de nuevo dos disciplinas: la Psicología m oral y la Etica, que tiene tam bién un carácter norm ativo. El conjunto de la filosofía se articularía entonces en Bello en dos grandes direcciones: la Filosofía del entendim iento (que com prende la psi­ cología m ental y la Lógica) y la Filosofía m oral (que com prende la Psico­ logía m oral y la E tic a ). U na vez aclarado a través de estos desarrollos el sentido general de la obra de Bello, hay que decir que cuantitativam ente y cualitativam ente la Filosofía del entendim iento está de lejos dom inada por la Psicología m ental, de la que vamos a exam inar en prim er lugar la teoría de la percepción. Y de entrada, la siguiente observación: no hay en la doctrina de nues­ tro autor, no hay en su psicología, es decir, en su filosofía, acto o afección del espíritu hum ano que no sea percepción. L a distinción ulterior entre idea y percepción no le resta a la prim era —como veremos— su dependen­ cia esencial de la segunda. La definición de la percepción se lleva a cabo en verdad a lo largo de toda la Psicología m ental, la prim era parte de la Filosofía del E ntendi­ m iento. No la precede, sin embargo, u n a teoría de la experiencia, y a pesar de la indiscutible influencia de Locke y del empirismo en el contenido de esta doctrina (y como síntom a de la “influencia” de una determ inada in­ terpretación de K a n t), la afirm ación del origen de todo nuestro conoci­ m iento en la experiencia ocupa en ella un lugar secundario y que se vincula más bien con lo no empírico que esta filosofía perm ite. Y esto, a mi juicio, es así por razones esenciales. A pesar de que ellos se verán más claro más adelante, enuncio los dos principios que explican este hecho. A pesar de los conceptos y del lenguaje, la filosofía de Bello no es una respuesta al pro­ blema del origen, extensión y lím ites del conocimiento hum ano, pregunta en el origen del empirismo. Situada y form ada en el diálogo constante con u n a filosofía em pírica ya desarrollada (a través de los casi veinte años de perm anencia en Inglaterra, de la relación con Jam es Mili, etc.), esta filo­ sofía está anim ada —y ésta es una de sus tendencias globales— por la in ten ­ ción serena, im parcial, casi judicial de term inar con las disputas filosóficas, de dar a cada doctrina lo que le pertenece en una especie de vía real h a­ cia el conocim iento de la verdad. En esta m irada distante y que aparente­ m ente no tom a partido, radica u n a de las coincidencias del discurso filosó­ fico de Bello con el eclecticismo de Cousin. Se trata de una tendencia im ­ p o rtan te en esta filosofía, solidaria de u n a determ inada visión de la his­ toria como progreso y difusión de las luces, de una de esas “robinsonadas” que filosóficamente están siempre en la m irada del pensam iento burgués clásico cuando se trata del origen del orden histórico capitalista. Vamos a volver sobre este punto más adelante. 77

El segundo de los principios a que me referí más arriba es la defini­ ción misma de la experiencia. Según Bello esta es “una especie de induc­ ción o raciocinio instintivo fundado en observaciones” 8. Y como dice más adelante: “La experiencia (y bajo este nom bre en­ tendemos no sólo la que form an los sentidos, sino la del m undo interior, espiritual que el yo contem pla en sí m ism o ); aunque la experiencia, por sí sola, esto es, reducida a la m era observación, no haya podido darnos nuestros prim eros conocimientos; nuestros prim eros conocimientos nos han venido sin duda con ella; todo conocim iento cronológicam ente anterior a esa experiencia naciente, es una quim era. Pero al mismo tiem po es incon­ testable que hay en el entendim iento gran núm ero de juicios y de cono­ cimientos que lógicamente son anteriores a la experiencia, que lógicamente no se derivan de ella, ni por una derivación inm ediata, ni por una deriva­ ción ulterior, porque no puede haber experiencia que no los im plique” fl. Ahora bien, a pesar de la fuerte presencia del kantism o (a través de Cousin, como siem pre en Bello) en esta definición, a pesar de la diferencia entre lo lógico y lo psicológico, a pesar del carácter im plícito de lo univer­ sal en la experiencia, la falta de una teoría auténticam ente formal y tras­ cendental de lo apriori, m e parece estar en la raíz del desplazam iento teó­ rico por el cual esta implicidez se transform a en la mayoría de los otros textos de Bello en una “ley natural de la m ente” o en un “instin to ” de la razón, como veremos más adelante. En todo caso, creo ver en este punto, el nudo sintomático en donde se articulan y se dispersan las dos series de influencias, correlativas de las dos tendencias fundam entales que anim an este discurso. (1.—Lo lógico y lo psicológico serían dos contenidos. 2.—Esta falta de la noción de transcendental y la doctrina de la experiencia causan la posibilidad del conocimiento de Dios y el alm a en B ello ). A hora bien, lo que dificulta las cosas en la definición de la percepción es el hecho de que sus diferencias, la percepción intuitiva y la representa­ tiva se refieren, la una inm ediata y la otra m ediata y simbólicamente, a su contenido. Lo que ambas tienen ele común es el ser la conciencia de una modificación del alm a im bricada en u n juicio que es una referencia de ésta, en u n caso (el de la percepción intuitiva) al yo, sustancia ele esas m odifica­ ciones, y en el otro a un objeto que puede ser una cualidad o estado de un ser m aterial o una im presión orgánica, es decir, u n a cualidad o estado de mi propio cuerpo (la percepción representativa). Estas diferencias de la percepción no im plican que cada una de ellas se dé siem pre sin articularse con las otras. Hay u n m ovim iento de relacio­ nes recíprocas entre estas diferencias que tratarem os de cubrir al dar cuenta de lo que las distingue. La percepción intuitiva o de la conciencia se caracteriza por ser la con­ ciencia inm ediata de una modificación del alma, que u n a referencia que es un juicio, una inferencia, refiere al yo, sustancia idéntica, simple y una a través de estas modificaciones suyas. En ellas entonces conocemos una m odificación del alm a por medio del alm a misma; en un prim er sentido la conciencia es pasiva: contem pla la modificación objeto; en un segundo sentido es activa; identifica al ser que experim enta la moelificación con el ser en quien reside la conciencia. El lím ite de esta clase ele percepción es la conciencia misma que tenemos de ellas y no percibimos ni conocemos de nuestro espíritu sino aquello que es objeto actual o posible de un acto de conciencia. El lazo entre la percepción intuitiva y las otras especies de 8

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Ib íd ., p . 30. F. del E., p. 332.

percepciones radica en que ambas contienen un m om ento de conciencia inm ediata de u n a m odificación del espíritu. U na percepción es, en cambio, representativa, cuando la m odificación del alm a asume el carácter de signo o símbolo de algo que no es ya el alm a misma sino, o el propio cuerpo o un ser m aterial externo. No hay entonces en Bello percepción sensitiva o representativa que no envuelva —y este es el caso de las percepciones sensitivas llam adas in ter­ nas (hambre, fatiga, dolor, etc.) — al menos estos cuatro elementos: 1) una im presión orgánica. 2) una sensación (es decir, una modificación del alm a que corresponde por u n a ley n atu ral a la im presión orgánica; el sím bolo). 3) u n a percepción intuitiva. 4) referencia de la sensación al órgano, causa próxim a. Pero las percepciones representativas más im portantes son las llam a­ das percepciones sensitivas externas; por ellas conocemos el m undo exter­ no, aunque siempre simbólicamente a través de una modificación del alma cuyo contenido no es el mismo q u e el de este m undo o que, al menos, no está probado que lo sea. Estas percepciones contienen los siguientes elementos: 1.—U n ser material agente corpóreo actualm ente im presionando al ór­ gano (y la m ateria se define en Bello en parte por esta fa cu ltad ). 2.—La im presión orgánica que es el resultado inm ediato de esta acción. 3.—U na sensación correspondiente pero sólo sim bólicam ente relacio­ nada a una causa. 4.—Conciencia o intuición. 5.—Referencia (juicio) a la causa remota. Vemos perfilarse, a través de esta descripción, una doctrina en la per­ cepción cuyos caracteres diferenciales más relevantes son los siguientes: 1.—La percepción intuitiva como referencia al yo, es elemento inte­ grante de toda percepción. 2.—El carácter simbólico de nuestro conocimiento del m undo exterior, que im plica una escisión radical entre los contenidos del espíritu y los del m undo y que se basa en el supuesto idealista de la reducción del cono­ cimiento con sentido a la conciencia. Como la conciencia es de todos modos un acto del alma, se trata aquí de u n a relación del conocim iento al espí­ ritu y sus modificaciones, del que después no se puede salir sino de esta m anera representativa. La falta de precisión en las relaciones entre el espí­ ritu y conciencia conduce al menos a estas consecuencias paradójicas: 1) el único ser del que hay conocimiento intuitivo, no representativo, es el espí­ ritu . 2) Pero al mismo tiempo, de la naturaleza ú ltim a de este espíritu no se debe nada salvo que este espíritu, este yo, es una sustancia (la única) simple, idéntica, etc. (es decir, todas las determ inaciones tradicionales del a lm a ). 3) U n tercer punto a señalar es el hecho de que aun las percep­ ciones intuitivas necesitan en un punto de partida de u n a modificación del alma, modificación que en esta filosofía sólo puede provenir o de la im presión actual del m undo exterior (percepción) o de la percepción re­ novada de esta im presión actual (id e a ). 4) R eferencia de todas las percep­ ciones a las de la vista y el tacto y finalm ente al tacto. Por otra parte, las relaciones entre conciencia, alm a y sentidos es bien* asegurada por Bello de un m odo que recuerda a la fenomenología. 1) Es el alm a quien en los sentidos, sus órganos, ve, oye, toca y siente en general. 2) H ay u n a exterioridad radical entre los movimientos de moléculas, flúidos, etc. que caracterizan el m om ento físico de la acción de un ser m aterial sobre el organismo, y el alma, sustancia que nos advierte de ellas. 79

El carácter general ele nuestro conocim iento es así enteram ente pen­ sado al m odo del em piriím o: es el enlace constante entre —por ejem plo— el olor de una rosa y la rosa lo que nos hace referir el prim ero a la últim a, no habiendo razón alguna para no referirlo, por ejemplo, sim plemente al aire que im presiona nuestros órganos de un m odo inm ediato y directo. El tránsito de estos conceptos y lenguaje em pirista a ese eclecticismo larvado que es la otra tendencia inm inente al discurso de Bello —sobre cuyo estatuto volveré más adelante— se lleva a cabo en la doctrina de la percep­ ción de la relación de casualidad. En prim er lugar hay que hacer notar que la conciencia de la relación es en Bello categóricamente percepción, afección compleja. La relación surge al juntarse en el entendim iento dos percepciones. Lo que así surge es u n a tercera afección espiritual diferente de ambas percep­ ciones y del simple agregado de ambas. H ay fundam entalm ente dos especies de percepción relativa o de rela­ ciones: a) las homologas: semejanza y diferencia, b) las antílogas: sobre todo la causalidad, en que la relación no es simétrica. A hora bien, la tesis fundam ental de Bello sobre la relación es que en ella el entendim iento es esencialm ente activo. Hay en este m odo de percibir un engendrar y concebir un elem ento nuevo, no incluido en la p u ra afección, a pesar de la esencial pertenencia de la relación a la percepción. La percepción mis­ ma, en cuánto incluye la referencia o juicio que m encionamos en su mo­ m ento, tendrá tam bién —y ello se ve sólo ahora— esta dim ensión activa. A hora bien, las relaciones elementales, es decir irreductibles, son en Bello las de semejanza y diferencia (esenciales para la com prensión de su teoría de la abstracción y del lenguaje) : igualdad y más y menos coexistencia y sucesión identidad y distinción cualidad y sustancia. Vamos a centrar ahora nuestro análisis en una relación, la de causa­ lidad, que si bien no es elemental, puede reducirse según Bello a la de su­ cesión y semejanza. En efecto, la causalidad está concebida, al m odo del empirismo y de Hum e, no encerrando ninguna potencia o facultad de producción de efec­ tos, sino reducida a la sucesión constante de dos fenómenos, uno de los cuales llam aremos causa y él ofro efecto. La causalidad es pues aquí como siempre en los modernos, causalidad eficiente pensada según coordenadas temporales. m A hora bien, prosigue Bello, la sucesión constante envuelve, en la inte­ ligencia adulta, la idea de u n a sucesión necesaria. Puesto que la experien­ cia no sum inistra antecedentes lógicos para esta necesidad, es menester explicar la creencia en la estabilidad de las conexiones fenomenales en ge­ neral. Esta creencia, instinto o tendencia, es una ley prim ordial de la in­ teligencia hum ana a la que Bello denom ina “principio em pírico”. Estre­ cham ente vinculado con él, el principio de cualidad es otro instinto de la razón cuyo contenido es la afirmación de que todo fenómeno nuevo es ne­ cesariamente precedido en la naturaleza por un fenómeno o serie de fenó­ menos anteriores que tienen necesariam ente con él un enlace sucesivo cons­ tante. Estos dos movimientos, instintos del pensar que, entre otros, posibilitan la experiencia, han sido, dice rápidam ente Bello, impresos en nuestra inte­ ligencia por el A utor de la naturaleza. 80

U no de los golpes de fuerza del discurso de Bello consiste en este sen­ tido en no fundar la necesidad de la causalidad en deducción alguna (que por ejem plo en Kant lim ita su validez a la experiencia) sino en su tra­ ducción a una creencia, instinto hecho de la razón, desplazam iento que origina la tesis de su “im presión” en la naturaleza de la razón por el Autor, la Causa Prim era del orden natural, Dios, es decir, por un contenido afir­ m ado en parte sobre la base del mismo hecho que se pretende “explicar”. En efecto, el conocim iento de Dios nos es posibilitado por: 1.—El encadenam iento causal, el orden natural. 2.—La correspondencia existente en la naturaleza entre medios y fines. La argum entación se completa a partir de la consideración de que este orden, a pesar de su necesidad inm inente y determ inada es, en lo absoluto, contingente, puesto que los enlaces necesarios podrían haber sido otros que los que son. De aquí la deducción de una Causa Prim era que quisó, librem ente este orden y no otro, es decir, de Dios y su Libre Voluntad. De este m odo se gesta, pues, la irrupción de la metafísica tradicional (Dios, alm a inm ortal) en este discurso de la representación. Como Bello lo dice al comienzo de la psicología m ental: “Las materias' que acabo de enum erar (Metafísica: Ontología, Teodicea, Pneum atología) tienen una conexión estrecha con la psicología m ental y la L ó g ic a ..., por­ que el análisis de nuestros actos intelectuales *nos da el fundam ento y la prim era expresión de todas estas nociones, y porque la teoría del juicio y del raciocinio nos lleva naturalm ente al conocim iento de los principios o verdades primeras, que sirven de guía al entendim iento en la investi­ gación de todas las otras verdades. A través de esta introducción vinculada al tema de la razón, entende­ mos tam bién que había en toda la percepción u n a colaboración racional: a saber,» en el m om ento de la referencia o juicio por la que la sensación, en u na percepción representativa, era vinculada a u n a causa próxim a o remota. Es, sin embargo, para mí, significativo que esta aclaración y este vínculo esencial para la percepción aparezca en la obra de Bello en un apéndice, casi en una nota. Antes de com pletar la form ulación de una hipótesis que me parece explicar este hecho y el carácter m arginal, en apén­ dices y notas de toda o casi toda la m etafísica de Bello, voy a enum erar algunas de las consecuencias de esta doctrina hecha, como se h a visto, de la im bricación de u n a doctrina em pírica e idealista de la percepción, la sus­ tancia, la causalidad y la abstracción (determ inada de un modo que re­ cuerda a Berkeley) con tesis racionalistas y metafísicas sobre Dios, el alm a y la libertad. La prim era consecuencia im portante para nuestro propósito inicial me parece ser indiscutiblem ente la tesis de que hay una suerte de identidad entre la creencia en el Ser Supremo y la civilización. Este enunciado es apo­ yado por otro, según el cual son creencias instintivas las que guían al hom bre en el ejercicio de sus funciones intelectuales, proporcionándoles así al entendim iento, universalidad y necesidad en sus conocimientos. Estas dos proposiciones confluyen en una tercera: sin esa creencia, el orden mo­ ral carecería de su más eficaz sanción. Y de este enunciado, Bello concluye que: “el hom bre h a sido form ado para vivir en sociedad y los principios en que estriba el orden social, son verdades inspiradas, digámoslo así, pol­ la naturaleza hum ana, verdades de instinto” 10. U n a segunda consecuencia es que según Bello la conciencia (sin más prueba) atestigua, frente al enlace causal de la naturaleza, la libertad de 10

Ibíd ., p. 123-,

6.—CEREN

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la voluntad. Esta doctrina sobre la libertad psicológica, ju n to a la concep­ ción atom ista y casi solipsista del Yo como la única sustancia, sustancia reducida a la esencia de la conciencia, son nociones cuya plena significación conocemos cuando vemos que en el Código Civil ellas son indispensables a la noción de contrato. En efecto, el contrato supone la libertad de los contratantes: u n a libertad que en el Código sólo está en peligro de perder­ se en la violencia del deteríninism o natu ral o psicológico: los im pedimentos físicos del contacto (pérdida de los sentidos), la alienación. U na tercera consideración de interés concierne a una determ inación más precisa de lo que Bello entiende por moral. En la filosofía del entendim iento, Bello define de un m odo entera­ m ente utilitarista a la v o lu n ta d . . . “atribuim os a la voluntad ciertos actos p or m edio de los cuales nos dirigimos a los objetos que sirven para nuestro bienestar o placer, o nos alejamos de los objetos que nos causan molestia o dolor” 11. Si se recuerda que la m oral tenía por otra parte por objeto el dar norm as a la voluntad y que esta facultad se caracterizaba por ape­ tecer la felicidad, se tiene con ellas u n a enum eración de los conceptos de esta teoría m oral lim itada, cuya significación puede aproxim arse de una orientación pragm ática y u tilitaria latente en los principios y los textos so­ bre educación, derecho y teoría política. Así, sobre educación popular, Be­ llo puede escribir, aclarando de paso el sentido práctico de este utilitarism o: “¿Qué haremos con tener oradores, jurisconsultos y estadistas si la masa del pueblo vive sumergida en la noche de la ignorancia; y ni puede coope­ ra r en la parte que le toca a la m archa de los negocios, ni a la riqueza, ni ganar aquel bienestar a que es acreedora la gran m ayoría de un Estado? N o fijar la vista en los medios más a propósito para educarla, sería no. interesarse por la prosperidad nacional” 12. Se tiene constantem ente la impresión, al leer los artículos periodísticos, mensajes, discursos, etc., que Bello no es, como se ha dicho, el autor, el “p ad re” del derecho y la educación chilenos, sino el intelectual a través de cuyo discurso, que es fundam entalm ente el em pirism o (con sus reservas y matices en B ello), se especifica la relación entre esta visión del m undo y las necesidades objetivas de la reproducción del orden social y económico del capitalism o en Chile. Estas necesidades son sentidas, vividas como exi­ gencia de “luces”, educación, codificación, arte y literatura. A fin de deter­ m inar con mayor precisión el sentido de esta visión ilum inista me parece conveniente citar u n texto aparecido en el diario El Araucano, en 1841, a propósito del Código Civil: “N uestra república acaba ciertam ente de nacer para el m undo polí­ tico; pero tam bién es cierto que desde el m om ento de su emancipación, se h an puesto a su alcance todas las adquisiciones intelectuales de los pueblos que la han precedido, todo el caudal de sabiduría legislativa y política de la vieja Europa, y todo lo que la América del N orte, su hija prim ogénita, h a agregado a esta opulenta h e re n c ia ... Nos hallam os incorporados en u n a grande asociación de pueblos de cuya civilización es un destello la n u e s tra ... Todos los pueblos que han figurado antes que nosotros en la escena del m undo han trabajado para nosotros” 13. A hora bien, es en esta particular concepción del progreso donde se articula, en el interior del discurso de Bello, la tendencia ecléctica de su filosofía y las necesidades de la acción histórica y social. Esta es, por lo 11 12

Ib íd ., p. 6. C itado en M . L. A m unátegui, Vida de don A . Bello, p. 260. Publicaciones de la E m bajada de Venezuela. 13 C itado en: Vida de don Andrés Bello, M. L. A m unátegui, p. 441.

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menos, la articulación que Bello controla y de la que se puede decir que es el autor (a pesar de la relación con C o u sin ). Creo que esta relación im portante se puede ver m ejor al leer directam ente un texto de Bello y otro de V. Cousin. En el de Bello se dice, por ejemplo, y en relación a la filosofía: “E ntre los problem as que §e presentan al entendim iento en el examen de u n a m ateria tan ardua y grandiosa, hay muchos sobre los que todavía están discordes las varias escuelas. Bajo ninguna de ellas nos aban­ derizamos. Pero tal vez, estudiando sus teorías, encontrarem os que su di­ vergencia está más en la superficie que en el fondo; que reducida a su más simple expresión no es difícil conciliarias; y que cuando la concilia­ ción es imposible, podemos a lo menos ceñir el campo de las disputas a lím ites estrechos que las hacen hasta cierto punto insignificantes y colocan las más preciosas adquisiciones de la ciencia bajo la garantía de un ascenso universal” u . Y el de Cousin, sobre política y filosofía: “Así como el alma, en su desenvolvim iento natural, encierra varios elementos cuya verdadera filosofía es su expresión armónica, así toda sociedad civilizada tiene varios elementos com pletam ente distintos que el gobierno debe reconocer y re­ presentar . . . La revolución de julio no es sino la revolución inglesa de 1688, pero en Francia, es decir: con m ucho menos aristocracia y un poco más de democracia y m o n a rq u ía .. . los tres elementos necesarios.. . El que com batía todo principio exclusivo en la ciencia ha debido rechazar tam ­ bién todo principio en el Estado” 15. Es claro, sin embargo, que la significación del discurso de Bello no coincide, en lo esencial, con esta tendencia que sin embargo podría ser lo más personal de ella. Sobre este pu n to doy por el m om ento las siguientes razones que evidentem ente deberán ser profundizadas. Em pirismo y eclecticismo, las dos tendencias que están en conflicto en esta doctrina, tienen u n a raíz común: el ser filosofías en que predom inan el análisis, la representación, la subjetividad, el individualism o, lo que perm ite u n a cierta articulación práctica. A p artir de esto en común, am­ bas tendencias divergen: El eclecticismo —al menos en Bello— a pesar de su punto de partida en que u n a noción acum ulativa del progreso, conduce a una noción no racional de Dios, al que, en la m edida en que define con las term inacio­ nes tradicionales, se identifica con el Dios de la vieja ideología religiosa de raíz medieval, con la que está perm itido entonces pactar. Hay u n a es­ trecha continuidad entre estos enunciados y, por ejemplo,- la m oral domés­ tica y las buenas costumbres, incluso los im pedim entos para el m atrim o­ nio y la autoridad eclesiástica en esta institución, como lo reconoce el M ensaje del Código Civil: es decir, es buena parte de la m oral individual. Más difícil es precisar la significación del empirismo en este discurso que, en la m edida en que define lo que podríam os llam ar su racionalidad misma, su argum entación, su lenguaje y hasta el m odo de prodúcir con­ ceptos y conocimientos conforme a él, me parece constituir su tendencia fundam ental. Así lo han com prendido muchos de los comentadores de la Filosofía del Entendim iento, especialmente M. D. Am unátegui, de quien reprodujim os más arriba algunos de los conceptos de su introducción a la obra. Sería entonces a través de este empirismo próxim o de H um e y de Berkeley, del parentesco con el sensualismo y la ideología, en general, a través de esta filosofía del análisis, la representación y la sensibilidad que el discurso de Bello estaría ofreciendo las categorías adecuadas al orden 14 15

Ib íd . Vida de don A ndrés Bello, M. L. A m unátegui, p. 429. V. Cousin, Prólogo a los Fragm entos de philosophie contem poraine, en: E. B rehier, H istoria de la Filosofía, tom o III, p. 292.

ideológico que es solidario del ascenso de una clase de comerciantes e in ­ dustriales a la que responden tam bién los énfasis fundam entales del Có­ digo Civil, clase de la que Bello identifica los motivos con las característi­ cas de la época. A través, además de este dualismo, de esta articulación de eclecticismo y empirismo que m odera los resultados de la tendencia anterior, in tro d u ­ ciendo en ellos debilidades e incoherencias, es posible dar cuenta del ca­ rácter am bivalente de los efectos de este discurso y de su autor, con el que aparentem ente estaba de acuerdo Portales y al que Lastarria y Bilbao con­ sideraron maestro.

El problema de la teorización de la interpretación de clase del Derecho burgués U m berto

C erroni

Profesor de Derecho de la Universidad de Lecce (Italia) e Investigador del Instituto per lo Studio della Societa Contemporánea (ISSOCO ), Roma

1.—La cuestión más ardua que se encuentra al enfrentar el problem a, lo constituye, paradojalm ente, el hecho cíe que en la cultura occidental, y en particular en la italiana, el “clasismo” del concepto m arxista del derecho se h a dado p o r pacíficam ente sistematizado desde siempre. Este es tam bién el motivo, entre paréntesis, por el cual los estudios m arxistas nunca han dem ostrado mayor interés por el derecho. Considerado el derecho como un instrum ento de la clase dom inante, inventado para sancionar determ i­ nadas relaciones de producción, éste no podía suscitar reales intereses científicos. Los estudios jurídicos quedaban descartados en la cultura m ar­ xista, o, más bien, eran sim plem ente “utilizados” para “vertirlos” en el uso de la “técnica” jurídica. 2.—En esta situación, prolongada hasta la actualidad, resaltan como índices sintomáticos de una antinom ia no resuelta, dos elementos. El p ri­ m ero reside en el hecho de que en la tradición m arxista (como tam bién en la interpretación de los críticos del marxismo) el derecho continúa sien­ do considerado como “inversión” de la clase dom inante; esto es, substan­ cialmente, como arbitrario instrum ento de regulación social y creación atribuible a la “voluntad” de u n a clase. Las objeciones a esta configura­ ción del derecho son muchas: ¿cuál sería la conexión de “regularidad” y de “subordinación” con las relaciones sociales m ateriales (¿y dónde estaría, pues, la interpretación materialista?) ¿Cómo puede configurarse al legis­ lador m oderno, que plantea al derecho m oderno como inm ediato portavoz de la clase dom inante, si ello se identifica (puede identificarse) con un ór­ gano legislativo-representativo electo por sufragio universal y que incluye, tal vez, tam bién a algunos representantes políticos de las clases dominadas? ¿No existe en esta concepción una reducción del derecho a voluntad, como en otras concepciones tradicionales? El segundo elemento que es necesario com entar concierne al hecho de que el resultado últim o que plantea la interpretación del “clasismo” del de­ recho consiste en revertir la tradicional reducción del derecho a una m era “técnica, utilizable ya sea por la clase dom inante o la clase dom inada, sin sustanciales alteraciones estructurales. 3.—Al valorar el estado del problem a, deberíase pues concluir en que no hay una explicación específica, histórico-m aterialista, del derecho, para reconstruirla, sino sólo la posibilidad de un uso diferente de lo que la 85

ciencia jurídica tradicional define como u n a específica técnica de regulación social y como el resultado de un puro y simple acto de volición. Si existe alguna variante, ésta no va más allá de ser un mayor acento en la identifi­ cación-reducción del derecho con las instituciones económicas. Siempre empero, se elude el problem a de u n a auténtica teorización del clasismo del derecho. Esto últim o tiene caracteres de axioma. 4.—Existe otra grave dificultad de funcionam iento en esta tradicional concepción del “clasismo” del derecho. En ella, en efecto, se incluye todo menos u n a referencia a las diferencias especificas de las estructuras de clase en cada formación social que ha ido apareciendo en la historia. El mecanis­ mo de las relaciones sociales de producción cambia, pero el mecanismo de las relaciones jurídicas permanece idéntico a sí mismo. ¿No es lícito, pues, el antiguo discurso sobre el Derecho como eterno regulador de la sociedad, condensado en el precepto ubi societas ibi jus? ¿Y no abarca esto a toda la antigua “filosofía del derecho”? Pero, sobre todo, ¿qué significado científico conservaría la esencial postulación m aterialista al “prim ado” lierm enéutico de la economía política y al “prim ado” de la “estructura”, si las variaciones de los mecanismos socioeconómicos o estructurales no im plican relevantes modificaciones en las formas de la regulación social? 5.—Muchos son los que han intentado agrupar en un conjunto todos los párrafos en que M arx se refirió al derecho, y tratado de reconstruir “a m o­ saico” una concepción m arxista del derecho. Pero en este plano los resulta­ dos han sido y siguen siendo insignificantes. El mismo M arx confesó que los estudios jurídicos habían sido su especialidad, pero luego había cambiado de campo de interés para empeñarse en la “crítica de la economía política" y en la “crítica de la política y del derecho”, que se anunciaba ya en sus prim eros trabajos de juventud. Este no es el camino más viable; se corre el riesgo de enfrentarse con un embrollo, y con un em brollo tanto mayor si se mezcla a M arx con Engels o con Lenin, o con ambos a la vez. Es un hecho re­ conocido que en 1917 Lenin se da cuenta de que no existe la m enor claridad en el problem a del Estado referido al marco de la tradición marxista. 6.—El único aporte significativo al planteam iento del problem a es el proporcionado por el debate científico ocurrido en la URSS desde 1924 hasta 1934, cuyos protagonistas fueron Slucka, Pasukanis, Vysinskij y otros de m enor im portancia. Los dos primeros, en particular, intentaron u n a im por­ tan te reconstrucción de conjunto de una concepción m arxista (históricom aterialista) del derecho, recurriendo no tanto a citas de M arx como a u na reflexión sobre el m étodo de El Capital y a los resultados de la “crítica de la economía política” conducida por Marx. Es sabido que dicho debate científico culm inó en lucha política y llegó a cerrarse con la tragedia. No obstante, es un deber decir que los estudios “más serenos” de Occidente no han aportado nada más relevante sobre la m ateria. No nos está perm itido profundizar este punto. 7.—N o se obtiene gran cosa al definir el “clasismo” del derecho repi­ tiendo una y otra vez la palabra, ni tampoco buscando los casos más patentes en que el burgués queda favorecido frente al proletariado. Se trata de pro­ cedimientos a la M enger que muy poco producen y, en todo caso, no apor­ tan n ada a los fines de u n a “teorización”. En vez de ello, sería necesario pro­ ponerse un problem a totalm ente distinto y bastam ente más complejo: de­ m ostrar que existe “clasismo” aun donde ninguna ventaja se presenta san-

cionada por condiciones desiguales. En otras palabras, sería necesario re­ flexionar sobre la afirmación de M arx de que el derecho es u n tratam iento igual de condiciones desiguales. Veremos entonces, de pronto, que el dere­ cho “clasista” de que hablam os es en prim er lugar un derecho form al y, en segundo térm ino, un tratam iento form alm ente igual de condiciones individua­ les desiguales, posible sólo cuando todas las condiciones subjetivas han llegado a ser “individuales”, han sido “atomizadas”. Esto ocurre solam ente en la m oderna sociedad burguesa, pero no por voluntad de la clase burguesa: ésta, así, por saberse clase burguesa, debe hacer un gran esfuerzo de supera­ ción del típico “individualism o” m oderno. No hay sociedad que, como la burguesa, esté tan profundam ente escindida en una esfera de actividad pro­ ductiva individualista y una esfera de actividad política colectiva. Se trata de una escisión que hace a la prim era esfera “inagregable” (sociedad civilis tantum ) e “irreal” a la segunda, abstracta (Estado y vida política son “re­ giones etéreas” de la existencia m o d ern a ). . _ 8.—Sin un profundizado esclarecimiento de dicha escisión, resultan ina­ sibles dos datos esenciales: 1) que el derecho formal, regulador de las rela­ ciones sociales, es “regulado” in prim is y esencialmente por estas mismas re­ laciones: la relación derecho-economía es sólo una distinción interna de un co ntinuum y, como tal, separable solamente en abstracto, por necesidad de abstracción teórica; 2) que la form alidad (generalidad, abstraccionismo) de la norm a ju rídica m oderna es función de una específica relación económicosocial y, por ende, en cuanto norma, tam bién un instituto histórico: no solam ente volición, sino una volición históricam ente condicionada por cons­ tituirse de una relación de producción específica y no voluntaria entre los hom bres. Por consiguiente, el tem a central de la teorización del clasismo en el derecho^ro puede ser —como lo ha sido desde hace m ucho— aquel del estudio de los “orígenes de la familia, de la propiedad privada y del Esta­ do” (con los decadentes resultados engelsianos), sino el del estudio de la inherencia del derecho formal abstracto al m odo moderno de producción y reproducción de la vida y de la “riqueza” y, asimismo, el estudio de la di­ ferencia entre el derecho formal abstracto de las legislaciones burguesas más progresistas (¡no de las más retrógradas!) y la regulación político-jurídica que la ha precedido: el privilegio (M arx), como diferencia funcional en la diversidad existente entre sociedad burguesa y sociedad feudal y, de consi­ guiente, tam bién en las específicas diferencias que las m odernas clases “abier­ tas” presentan respecto de l&s clases feudales “cerradas” (Stáncle). 9.—Este planteam iento origina súbitam ente una serie de corolarios de teoría económica que sólo podemos m encionar. Fijados en estos térm inos los caracteres de la sociedad y de las clases modernas, se hacen visibles n u ­ merosos lugares provenientes de la interpretación de Marx, los cuales han dañado gravem ente los estudios jurídicos marxistas. Mencionemos algunos: proletarización como em pobrecim iento, polarización en dos clases como “de­ cadencia” de los estadios interm edios, idea del “desm oronam iento” del capi­ talismo por causas m eram ente económicas, inevitable funcionam iento “rap i­ ñ an te” del capitalism o en su confrontación con los otros estratos sociales, su carácter exclusivamente “parasitario”, necesidad fatal de colonias p oliti­ camente dependientes. Para quien se interesa en ello, estos fenómenos acen­ túan los elementos de la coacción form al en el sistema jurídico; lo configuran como sistema que necesariamente debe fundarse más por la fuerza que por el derecho (¡como si el derecho mismo no fuera eso, un empleo de la fuerza!) y plantean como tendencia fundam ental del derecho burgués el abandono

de la legalidad, la violación de las libertades jurídicas, la destrucción de los órganos representativos: en suma, la facistización. Esta tendencia existe en el sistema político-jurídico m oderno y nadie pretende negarla. Pero el he­ cho es que m arcando el acento sobre esta tendencia se abandona la indaga­ ción de los puntos más altos del sistema político-jurídico burgués y, como consecuencia, se da u n análisis científico defectuoso (incapaz de funcionar con organismos evolucionados) y una proposición de “política del derecho” esencialmente subalterna y defensiva: hay que defender la legalidad bur­ guesa, la libertad burguesa, los organismos representativos burgueses. O bvia­ m ente que en la m edida en que procede la “facistización”, esta política de defensa se im pone, pero se trata entonces de una necesidad política y no aún de u n a empresa científica. Esta debe dar cuenta, en efecto, tanto de la tendencia a la “facistización” del Estado burgués como de la posibilidad de organismos burgueses no-facistizados. P ata reproducir u n a frase de Marx, según quien el anden régime es la tara oculta del Estado político-representatativo hay que com prender que, si bien dicha tara tiende a hacerse evidente, el fondo del problem a reside precisam ente allí donde dicha tara permanece oculta. Y entre éstas, la oculta vocación de anden régime del Estado liberal, que perm ite com prender cómo, en determ inadas condiciones, éste puede trasm utarse en Estado fascista, sin significativos cambios de personal y sin profundas conmociones político-jurídicas. 10.—Para centrar el análisis del clasismo en el nivel más alto del organis­ mo político-jurídico burgués es necesario tener constantem ente en vista, en el horizonte de una interpretación clasista del derecho, el problem a del de­ trim ento (o de la superación) del derecho y del Estado: un problem a que h a ido desapareciendo progresivam ente de la práctica política y del plano de los estudios marxistas. En particular, dicho problem a quéfta planteado en sus términos más exactos por Marx, y luego Lenin, en el sentido de que el proceso de desaparición de la regulación jurídico-política de la relación social avanza solam ente si esta relación ocurre incisivamente m odificada y si se realiza, así, el progresivo paso hacia formas de gestión directa del po­ der, de socialización del poder y no solam ente de socialización de los medios de producción. 11.—¿Es posible —y hasta qué límites— una explicación organizada del sistema jurídico, en form a de transparentar no sólo su naturaleza clasista, sino la posibilidad de u n “uso alternativo” dfel derecho? T a l como se m en­ cionaba, para responder a esto hay que eludir la tentación inm ediata de recurrir al elem ento volitivo o político. Dicho nivel es apenas secundario res­ pecto de la explicación histórico-económica de los institutos jurídicos y tam ­ bién respecto de la extensión de perspectivas más completas de las relaciones existentes. El p u n to de partida debe ser —según parece— la crítica del Estado y del derecho; esta crítica que consiente en com binar u n posible “uso alter­ nativo” con el progreso de la m utación de las relaciones socioeconómicas; la que, en suma, consiente en superar el “socialismo jurídico”, el Juristen■ sociülismus: la ilusión de que la empresa del cambio social cae esencialmen­ te en la “lucha por u n nuevo derecho”, en vez de hacerlo en la lucha por la m utación de la relación entre las formas sociopolíticas. Pero ella perm ite asimismo dar dimensiones exactas (y más proporcionadas) a la m aniobra de los institutos jurídicos, y construir u n a política del derecho orientada con objetivos de largo alcance, que procederá con la gradualidad eventual­ m ente necesaria. Finalm ente, ella consiste en encuadrar el problem a de un “uso alternativo del derecho” entre los vértices de una armazón científico88

m aterialista de los institutos jurídicos, desanclándolo del prim ado y, por lo tanto, de una especie de coyunluralismo que a los intereses inm ediatos de la política sacrifica las razones más substanciales de las transformaciones. T o d o esto im plica la necesidad prim ordial de un planteam iento siste­ mático, orgánico, continuo, del estudio científico m aterialista clel derecho a través del m arxismo teórico. Acerca de este estudio no estamos posibilitados para explayarnos aquí, obviam ente, sino elem entalm ente: afirmamos lo di­ cho sobre la necesidad de un estudio m aterialista de la relación derechoeconomía en la sociedad capitalista, el cual tome cómo pu n to de p artid a la explicación genética del m oderno sistema jurídico (la explicación de la nor­ ma, según ya se h a dicho como instituto teórico) y, por lo tanto, la fijación contem poránea de dos antecedentes lógico-históricos: la relación económica capitalista (el “m odo de producción capitalista”) y el sistema político-jurídico preburgués. Respecto del prim er antecedente será posible determ inar en qué condiciones históricas tom an cuerpo los institutos más típicos del m o­ derno sistema jurídico (vr. gr., el contrato de trabajo y el derecho del tra ­ bajo, el Estado de derecho y el derecho constitucional, la división de los poderes, los institutos fundam entales del derecho comercial, la cuantificación del tiem po de las penas, la nueva ordenación de la fam ilia “nuclear”, etc.) y cuáles pueden ser, en consecuencia, las condiciones del proceso de superación de la regulación jurídica: de ese cuadro podrán emerger los “objetivos in ter­ m edios”. En relación con el segundo antecedente, es muy interesante cons­ tru ir dos modelos estructurales típicos de las regulaciones sociales, p ara iden­ tificar lo que es peculiar del sistema burgués y lo que, a su vez, era peculiar al anterior sistema jurídico-político. Sin estas dos operaciones parece im­ posible establecer procedim ientos adecuados de revelación de la naturaleza “burguesa” del derecho m oderno. Como tampoco indicar tendencias alter­ nativas. 12.—Dos parecen ser las vías maestras de una construcción alternativa del derecho: la socialización de la propiedad privada y la socialización del po­ der. De estas dos vías se derram an m últiples articulaciones alternativas, dfrm asiado largas de indicar. Esencial es, no obstante, orientar la atención hacia la progresiva restricción de las estructuras propietarias concernien­ tes a los medios de producción e intercam bio y hacia la contextual apertura de las nuevas estructuras, con control siempre más directo de parte de los obreros-productores. La contextualidad es aquí esencial para disolver el problem a equívoco alzado por m uchos estudiosos marxistas, relativo al “prim ado del derecho privado”. En realidad ni el público ni el privado pueden tener una prim acía, trátese de la evaluación crítica del sistema jurídico o de la construcción de un sistema alternativo. Lo que se debe considerar es que todo el sistema jurídico-político burgués se funda justa­ m ente en la oposición (obviamente contextual) de privado y público. E rró­ nea, pues, resulta la línea que apunta hacia la m era publicidad, no acompa­ ñada de substanciales cambios de las estructuras públicas mismas, modeladas por p u ra antítesis a las privadas. En muchos aspectos la transform ación de la esfera pública asume particular relevancia en una época de “capitalis­ m o de Estado” que contem pla la proliferación de entes públicos y, sobre todo, el proceso de congelación burocrática de las estructuras represen­ tativas. 13.—En este pu n to se debe señalar el vacío aún existente en la ciencia jurídica de inspiración marxista, con relación a una teoría crítica del Es­ tado representativo. Este se señala, no ya por el gusto (enteram ente polí­ 89

tico y por ende inaferente en este caso) de una reivindicación m axim alista, sino más bien p ara establecer a todas luces el análisis crítico sobre el cual m odelar todas las adquisiciones —aunque gradualísim as— y, en cuanto ata­ ñe a Italia, para una correcta interpretación de la Constitución. La critica del Estado representativo propuesta por M arx en polémica con Hegel y vuelta a tom ar (sin que éste la conociera directam ente) por Lenin, no im ­ plica la negación ú ltim a de toda representación, así como la crítica del Esta­ do en gestación no identifica al m arxism o con el anarquism o. El problem a central es el de la claridad del análisis científico. Revelada la estricta funcio­ nalidad del Estado representativo (tendenciosam ente votado en la burocratización autoritaria, en la sociedad civil burguesa de estructura proleta­ ria atom ística), el problem a se transform a no tanto en el de una modelística alternativa de “democracia directa”, como en el de una “m aniobra” de la contradicción política que m ina al Estado representativo mismo, en cuanto proclam a la soberanía popular de todos sólo para prom over el ejer­ cicio delegado restringido y separado. Este es el tema central, ausente en los estudios marxistas, que han reducido la contradictoriedad del sistema ca­ pitalista exclusivamente al campo de la economía (socialidad de la produc­ ción y prim acía de las apropiaciones). Identificando tam bién la contradic­ ción política, se obtiene el cuadro com pleto de la crítica m arxista del m undo burgués, y los elementos para una efectiva construcción alternativa. Esta no se lim itará, en efecto, a am pliar el sistema jurídicopolítico en ventaja de los trabajadores en cuanto tales, sino tam bién en ventaja de los trabajadores en cuanto ciudadanos. No se trata solamente de exaltar al trabajador y sus derechos, sino tam bién de potencializar al ciudadano y sus libertades. 14.—Como el clasismo burgués se expresa en la contextual presencia de una regulación de la producción social en ventaja de la propiedad p ri­ vada y de una regulación de la vida pública fundada en el ejercicio sepa­ rado y restringido de la soberanía clasista, en estas circunstancias, debe poder m aniobrar “revirtiendo” entre ambas contradicciones. Se trata de prom over la progresiva socialización de la propiedad y la progresiva sociali­ zación de los centros mismos de regulación de la vida soeial. Se puede adop­ tar sintéticam ente la fórm ula siguiente: “si la apropiación privada del pro­ ducto social genera formas de ejercicio solamente delegado (profesionali­ zado) de la soberanía popular y si esta gestión delegada (Estado represen­ tativo) es sim ultáneam ente el centro sancionador de la constante repro­ ducción del mecanismo de producción capitalista, el tendencial reverti­ m iento de la pirám ide representativo-burocrática del Estado político es un modo tanto más necesario de com batir la apropiación privada del producto social, cuanto lo es asimismo la inm ediata exigencia de socializar la propie­ dad privada de los medios de producción e intercam bio”. 15.—Leves son estas dos contradicciones y m aniobrarlas sim ultáneam en­ te no es esencial a los fines de un uso eficazmente alternativo de los ins­ trum entos político-jurídicos. R epito: se trata de u n a esencial exigencia de reconocim iento analítico del sistema burgués m oderno, necesaria tanto des­ de el punto de vista lógico como desde la apreciación histórica. En el campo de la lógica, el sistema norm ativo del derecho form al culm ina en la formalización misma de los procesos de formación de las mismas nor­ mas (de donde la significativa relevancia del norm ativism o y de la lógica jurídico-form al, pero tam bién —en ciertos países— del m odelo del prece­ dente judiciario y de la construcción piram idal de los órganos judiciarios). 90

En el campo histórico, la construcción de los nuevos ordenam ientos ju ríd i­ cos avanza a la p ar con la construcción de los nuevos institutos represen­ tativos. Es justam ente esta clara lectura de las "dos” contradicciones del siste­ m a burgués capitalista la que perm itirá avanzar en la construcción alter­ nativa en todas las direcciones. A veces ha ocurrido que, por defecto del análisis teórico, la prioridad de la contradicción económica ha significado “unicidad” y ha anulado todas las demás contradicciones. En el plano his­ tórico esto se ha visto agravado por el hecho de que se han encontrado construcciones alternativas aun en zonas del m undo donde la contradicción del Estado representativo y, ele consiguiente, la totalidad de la problem áti­ ca crítica y del derecho m oderno, no habían tenido tiem po para articularse; . esto está im plícito, por lo demás, en la propia teoría leninista de la más fácil victoria del socialismo en los “anillos más débiles”. 16.—Dos consideraciones finales. La prim era para excluir del campo de la construcción alternativa cierta tendencia a la “socialización del de­ recho”, que ignora el subfondo de las relaciones de propiedad. Hoy día esta tendencia se m anifiesta con un nuevo aspecto, afincándose princi­ palm ente dentro de la idea de program ación, dentro de la afirmación de la prevalencia de la empresa pública en la composición clel capitalism o ita­ liano, dentro de la idea de la “dem ocratibilidad” de las relaciones contrac­ tuales y aun de la relación laboral. En este plano se continúa haciendo —para decirlo con M arx— “la crítica del derecho desde el punto de vista del derecho”. En realidad, todo instrum ento político-juríclicó es utilizable en sentido alternativo, pero siempre que sea claro el análisis m aterialista de todo el mecanismo capitalista en cuanto se refiera a la apropiación p ri­ vada de plusvalía. La segunda consideración se refiere a ciertas otras tendencias que ape­ nas se presentan en el derecho, pero que, en cambio, ya han aflorado en otros sectores de la cultura: aludo a las tendencias que hablan de una “ciencia obrera” o de un “punto de vista obrero”. Estas tendencias presen- * tan dos defectos esenciales: se construyen como “cultura coyuntural” que sólo aceptan los criterios de la crítica de la inm ediatez política y, por esto, carecen de una profunda respiración teórica; se perfilan, luego, asimis­ mo, como tendencia que con el tecnicismo jurídico niega la ciencia social genéricamente, esto es, la cognoscibilidad científica de los diversos niveles de la sociedad y en este aspecto contravienen a un m aterialism o coherente. Se resuelven en reducciones voluntariosas, psicologísticas, activistas de los problem as sobre los cuales será más bien necesario reconstruir todo el lar­ go y fatigoso camino que siguió M arx en la “c rític a 'd e la economía po­ lítica”.

Roma, 4 de mayo, 1972

El carácter fundamental de la legalidad burguesa VÍCTOR FARÍAS

Profesor Investigador del Centro de Estudios y Capacitación Laboral (CESCLA) de la U. C. de Valparaíso y del CEREN

1.

SOBRE ALGUNAS CUESTIONES C ENTRALES DEL M ARXISM O

L a discusión sobre legalidad burguesa aparece en M arx junto a otros ob­ jetos como resultado de una tematización originaria. La denom inación del pensam iento de M arx como un pensar dialéctico no puede eludir —a me­ nos de persistir en la trivialidad que ha hecho escuela— el intento de pre­ cisar qué se oculta bájo el adjetivo “dialéctico”. El pensam iento de M arx m uestra una actividad que no se. agota en la realización de sus “productos” : una teoría económica, una teoría de Derecho, ni siquiera en una teoría “científica” de la tan ligeram ente llam ada “realidad”. En tanto estas ob­ jetivaciones de su pensam iento son tales, es perfectam ente posible y no contradictorio tratar de explicar el todo por una parte elegida. Lo que resta naturalm ente im posible es reducir el todo a sus partes y ello debido a la razón elem ental de que éste conservará siempre su prim acía. Con otras palabras: la reflexión sobre el pensam iento de M arx lleva necesariamente a esclarecer los conceptos originarios desde los cuales él piensa. Con M arx viene a term inar una tradición filosófica, comenzada por Kant, cuyo centro radica en la pregunta por “la condición de las posibili­ dades”. Esta pregunta no coincide en sus térm inos con la pregunta clásica por el fundam ento. Y ello es así porque sus. térm inos son diferentes: el “fun­ dam ento” de todo lo real no era sino algo que, originando lo real, estaba —por definición— allí en el status que de suyo le correspondía. El funda­ m entar todo lo real era ciertam ente una actividad, pero lo era siendo siem­ pre lo mismo. En esta situación fundam ental se oculta el origen del cono­ cido adjetivo “estático”. La realidad era el producto de la interacción en­ tre así entendidos estáticos. Al rom per Kant el vínculo con estas realida­ des rom pe la posibilidad de la reflexión sobre ellas: la Metafísica. Positiva­ m ente dicho: comienza a hacer valer desde entonces una dim ensión nueva: la actividad. No la actividad como tal, la que se constituye en su acto. T ras ese nuevo “fundam ento” no hay nada. El viene a ser la totalidad ex­ presada en sus productos; el fundam ento se convierte en trabajo. La m eta ya no puede seguir siendo “descubrir” el fundam ento sino la intervención en que la actividad se expanda, se realice. El objetivo no es otro que la eje­ cución del trabajo. La cuestión debatida no es, pues, otra, que saber cómo el trabajo exige su realización y sim ultáneam ente, averiguar cuáles son los térm inos que él supone. La actividad que se genera a sí misma inte­ 92

gralm ente en la H istoria; ahora bien, las objetivaciones son históricas por­ que al carecer de una identidad previa a su objeción ellas son reversibles. T odas las “épocas” alcanzaron su identidad (en el pasado) porque p udie­ ron no alcanzarla: se im pusieron a su reversibilidad. La utopía desaparece. La “necesidad” és una necesidad “conquistada” en la lucha. M arx se encuentra con una de las variantes que asumió la reflexión sobre la H istoria: la que concebía el T rabajo como un acto del Espíritu (Hegel) . Lo positivo que él encuentra en Hegel no es sólo la dialéctica que fundam enta un así llam ado “m étodo”, sino ante todo aquello que hace po­ sible pensar la dialéctica: el T ra b ajo como actividad originaria. “Lo grande en la Fenomenología de Hegel y su resultado final —la dialéctica de la negatividad como el principio m otor y generador— es por tanto que Hegel concibe la autogeneración del hom bre como proceso, la objetivación como des-objetivación, como ex-posición y superación de esta ex-posición; que él por tanto aprehende la actividad original (Wesen) del trabajo (subrayado por M arx) y el hom bre objetivo, verdadero porque real, como resultado de su propio trabajo. El actuar (Verhalten) real, ac­ tivo del hom bre consigo mismo como actividad original genérica (Gattungswesen) o la activación de sí mismo como la de una actividad original gené­ rica real, esto es, como actividad original hum ana, es sólo posible porque él ex-pone realm ente todas sus fuerzas específicas —lo cual es posible solamen­ te m ediante la totalidad de los hombres, sólo como resultado de la H istoria—, porque actúa ante ellas como objeto, lo que por de pronto sólo se lleva a cabo bajo la forma de la alienación” 1 ( m e w , (Erganzungsband I, 574). Sería un error fundam ental, al in terp retar este texto, ver en él u n a in ten ­ ción antropológica. No es posible pensar que el sujeto de la actividad aquí tem atizado sea el “H om bre”, aunque fuera entendido bajo el plural “todos los hom bres”. T a l vez esta interpretación (de Althusser) sea el producto de una m ala traducción de la palabra “W esen”. F undam entalm ente ella designa una acción y por ello es verbo, cuyo uso conjugado fue frecuente. La traducción usual por “esencia” (sustantivo) es absolutam ente equi­ vocada. E ntendida corno “actividad originaria” es im posible pensar que el “H om bre” (—sustancia) tenga una “esencia”. El (—todos los hombres) son su actividad originaria. M arx entiende que el principio en el cual lo real transcurre es la actividad, pero al hacerlo supera (Aufheben) la dim en­ sión que ello tenía en Hegel. Hegel postula en lo esencial que la actividad genera un producto, pero a la vez que tal generación de-genera al sujeto que la “causa” : el producto es el resultado y a la vez la causa de una dislo­ cación en el sujeto-acción. El trabajo es de suyo trabajo alienado. Ello debe ser así porque el producto y la actividad (el sujeto) difieren. Hegel ha convertido la relación entre ambos en una relación abstracta. L a acción separa sus térm inos y es causa por tanto de la alienación generalizada 2. Hegel entiende esta forma fundam ental de la actividad en tanto la concibe como Espíritu Absoluto. El acento no va aquí sobrfe “A bsoluto”. Al poner lo absoluto como horizonte desde el cual había de entenderse el acto histórico, forzosamente debía relativizarlo. La diferencia entre M arx y Hegel no es la que subsiste entre u n “m aterialista” y un “espiritualista” sino fundam entalm ente entre un “d ualista” y un “m onista” : M arx no busca entender la H istoria desde algo presente tras ella o incluso en ella, sino en 1 2

K. M arx: Philosophisch - O konomische M anuskripte, en M arx-Engels-W erke (M E W ). Esta interpretación de H egel fue aplicada p o r Lukacs a M arx con la distorsión consiguiente de la relación sujeto-objeto (sujeto = conciencia, objeto = situación real) y la sobrevaloración de la “ conciencia de clase” , como “ m otor de la histo ria’' (H isto ria y Conciencia de Clase. Prólogo (1967) XXV X X V I).

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y por sí misma (“El sentido de la Revolución es la revolución m ism a”) . Más aún: M arx quiere y logra tem atizar la H istoria en el acto de hacerla. Hegel postula (y “es”) el Observador paralelo a la H istoria que por n a­ turaleza propia siempre llega “post festum ” para “recuperarla” en el acto del saber absoluto. Que M arx anteponga al “E spíritu” el “conjunto de las relaciones sociales” es sólo un resultado natural de la “terranalidad” esen­ cial de su pensam iento. (Tesis I I sobre Feuerbach). En esta, negación radical del dualism o “absoluto-relativo” y del hori­ zonte que él supone encontrarem os más abajo el fundam ento de su crítica al carácter fundam ental de la legalidad burguesa: la abstracción. Es preciso insistir en el punto en que M arx se separa de Hegel: la dis­ torsión que surge en la actividad al poner ésta el objeto (producto), obliga a Hegel a ver en toda actividad u n doble aspecto: su aspecto negativo por el cual la actividad sale de sí misma y comienza a depender de su producto, y el aspecto positivo por el que la actividad conoce esta dependencia ante­ rior, acto en el cual elim ina no sólo el objeto, sino fundam entalm ente el carácter objetivador del acto. La tesis central de M arx es: la actividad que crea su producto no es de suyo negativa ni positiva y por ello debe ser transform ada cualitativa­ m ente o sólo cuantitativam ente. La actividad hum ana es la producción de su objeto y lo único que le cabe es seguir realizándose. La actividad es objetivadora, productiva: “La actividad originaria (Wesen) actúa objetivadoram ente y no actuaría objetivadoram ente si lo objetivo no hiciera parte de su actividad originaria propia. Crea y produce sólo objetos porque ha sido producida por objetos, porque en su origen es Naturaleza. En el acto de producir no cae de su “actividad p u ra en un crear el objeto, sino que su producto objetivo sólo confirma su actividad objetivadora, su actividad co­ mo la actividad de una acción originaria (Wesen) objetiva n atu ra l” 3. P ara Hegel todo producto es “digno de ser destruido”. Más aún, el “fin del m undo” es justam ente la afirmación de su dignidad. A Marx, en cambio, no se le plantea ese problem a: el “m undo” es una “tarea” que se ofrece ju n to con la actividad que hasta ahora lo ha objetivizaclo. Si esta tarea ha sido m al cum plida hasta el presente, ello no significa la necesidad de descono­ cerla como tal sino la urgencia de corregirla. Recién aquí se entiende la crítica a Hegel de que el “conocim iento” o la “conciencia” de la alienación no bastan: “La apropiación de la actividad originaria alienada o la superación de la objetividad bajo la determ inación de la alienación —que debe ir desde la extrañeza indiferente hasta la alienación realm ente agresiva— tiene para Hegel por de pronto e incluso fundam entalm ente la significación de su­ p erar la objetividad, porque lo escandaloso y la alienación para la autoconciencia no es el carácter propio del objeto, sino su carácter objetivo. El objeto es por ello algo negativo, algo que se supera a sí mismo, una n u ­ l i d a d . . . ” 4 y lo positivo es tan sólo que esta nulidad puede ser superada y su superación. ¿Cómo superar entonces la alienación? Volvamos al pu n to de partida. Lo que perm ite a M arx superar a Hegel sin ren unciar a la dialéctica es el reconocer que la posición del objeto es u n hecho respecto del cual los objetivos ‘positivo’ o ‘negativo’ no son perti­ nentes. Positivo o negativo es el carácter que asume el objeto producido y 3

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MEW , Erganzungsband I, 677. El térm ino “ gegenstándlich” es usado aq u í por M arx en sentido propio, es decir, 110 para calificar un conocim iento ( = conocim iento ob jetiv o ), sino como una form a p ro p ia de la realidad q u e es el sujeto que actúa. De a hí nuestra traducción p o r “ o b je ti­ vador” . Al em plear el térm ino “ objetivo” se refiere ciertam ente al mismo sujeto, pero en el sentido de “ real” o “ n a tu ra l” . M arx es m ucho más que u n “ teórico del conocim iento” . (M EW , loe. cit. 580).

no la actividad por el hecho de objetivar sus posibilidades. De ahí que M arx puede llam ar ‘positiva’ o ‘negativa’ una actividad según ella produzca un objeto negativo o positivo. Cuando M arx estudia la alienación parte del hecho originario que es la observación (producción) y de la relación, por tanto, entre la actividad y su producto, sin ver el análisis de la estructura p u ra del sujeto activo. El idealismo de Hegel no radica en la aceptación arbitraria del “espíritu” sino en el aislam iento originario del sujeto puro. Este idealismo se hace más incom prensible cuanto que Hegel ve en el sujeto la actividad misma: P ara Hegel “La reapropiación de la actividad origina­ ria objetiva del hom bre, producida bajo la forma de la alienación, no tiene por tanto sólo la significación de superar la alienación, sino la objetividad, esto es, el hom bre rige como una actividad originaria (Wesen) no objetiva, espiritual” 5. La superación de la alienación no puede ser ‘espiritual’, significa: ella no puede ser superada sin la corrección del objeto en el cual ella se consti­ tuye. ¿Dónde se constituye la actividad que es el hombre? En la Naturaleza. Ya Feuerbach lo había señalado en su crítica a Hegel: la negación del es­ pacio y el tiem po sólo puede realizarse en el espacio y en el tiem po. La ne­ gación de la N aturaleza es u n acto ‘n atu ra l’. La reducción de todo objeto posible a u n sujeto puro es un acto dentro de la Naturaleza. Pero la vin­ culación a la N aturaleza (vida orgánica) no constituye de por sí al hom ­ bre: él no es ‘u n o ’ con ella como el anim al: “El constituye su actividad vi­ tal misma en objeto de su querer y su conciencia. El tiene una actividad vital consciente. No es una determ inación que se confunda con é l . . . Pre­ cisamente por ello es u n a actividad originaria (Wesen) g e n é ric a ... justa­ m ente por ello es su actividad libre” 6. El objeto puesto por la actividad que es el hom bre, es la N aturaleza, pero al ser la totalidad de ella el hom bré, alcanza así la distancia con la N aturaleza (desde ella) y a la vez enfrentándose a ella; es lo que M arx llam a “m undo” : “La producción práctica de un m undo objetivo, el trabajar la n atu ra­ leza inorgánica, es el acreditarse (Bewáhrung) del hom bre como u n a ac­ tividad originaria genérica consciente que se sitúa frente a su actividad originaria propia o ante sí mismo como una actividad originaria genérica” 7. El anim al produce, el hom bre se produce constituyendo el m undo a p artir de lá naturaleza 8. El hom bre se constituye como tal en el trabajo constructor del m undo significa, sin embargo, a la vez: el m undo es 1^ condición por la cual el hom ­ bre es. El objeto de su actividad no lo debe m ediar sino ésa, su actividad. El hom bre no sólo se reproduce en su m undo sino que debe poder repro­ ducirse y verse en é l 9. L a actividad que es el hom bre libre significa: ella puede negarse a sí misma, es decir producir al m undo de tal m odo que no sea la condición de,su posibilidad sino el peligro de su negación. Lo que es objeto de su ac­ tividad puede convertirse en su sujeto: “El trabajo alienado invierte la re­ lación a tal p u n to que el hom bre, justam ente porque es una actividad ori­ ginaria consciente, convierte su actividad originaria en un medio para su 5 (M EW , loe. cit. 575). G (M EW , loe. cit. 516). 7 (M EW , loe. cit. 517). 8 M arx distingue aq u í objeto y sujeto como los polos dialécticam ente unidos en la constitución de la realidad. P o r eso el q u e la actividad hu m an a sea ‘'consciente” no equivale a la subjetividad em anada de la reflexividad, sino a la acción q u e actúa sobre símisma. Subjetivo-consciente equivale p o r tan to a activo-libre y 110 a subjetivo como opuesto a real, u objetivo. 9 (M EW id. 517).

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existencia” 10. Ello equivale a decir: u n hom bre m ediatiza a otro en el acto por el cual lo hace depender del producto que ha tom ado de él. El origen de las clases en las relaciones de producción es a la vez la dependencia de u n a actividad llam ada trabajo respecto de otra que es el capital. Y la ru p ­ tu ra total de esta relación (Revolución) no es entonces sino la recuperación inicial, a otro nivel, de la condición de la posibilidad. La recuperación de la actividad originaria (poder actuar como actúa el hom bre) por la fuerzia de esta misma actividad que se libera n . Sin pretender explicar aquí cómo del fenómeno de la alienación de lá totalidad de la actividad hum ana se form a la incom patibilidad de las cla­ ses, podemos in ten tar buscar en dónde radica el carácter fundam ental de la legalidad que la consagradla sociedad hum ana en la cual la. condición de la posibilidad de la actividad de los hom bres se concentra en la pseudo actividad de algunos (capitalistas), ha alcanzado la etapa llam ada “socie­ dad burguesa”. En ella los hombres no son aquella actividad que se sitúa frente a sí como u n objeto, sino que es situadla por otros hom bres como u n objeto. La totalidad que es esta actividad dependiente se llam a clase p ro ­ letaria. Ella constituye la condición de su propia posibilidad, realizando aque­ lla otra clase que es la negación de la actividad proletaria. En la “posición” del capital el proletariado pone su propia “destrucción” y ello en un doble sentido: el capital es la amenaza constante para su liberación y el “escándalo evidente” en virtud de lo cual al proletariado no le resta otra alternativa que destruirlo. M arx lo dice más exactam ente: “el Proletariado será revolu­ cionario o no será”. Pero al serlo, la totalidad que sus manos han construido pierde su condición de posibilidad. Y la clase dom inante deviene entonces objeto: el señor depende efectivamente de su siervo. Y por ello no tiene más alternativa que intentar que el siervo, en algún momento, acepte fingir que es señor. El objeto del capital debe poder actuar “como si” fuese sujeto. El intento de la clase dom inante es una quim era: que el objeto sea verda­ deram ente sujeto sin dejar de ser objeto suyo. Pero esa quim era sólo lo és en la m edida en que se intente realizarla. La clase dom inante debe buscar p o r tanto una dim ensión en la cual lo imposible aparezca como real. Debe in ten tar separar lo real de lo quim érico en la realidad. P ara buscar aquello que constituye el fundam ento de la legalidad b u r­ guesa hay que interrogarse dialécticam ente: ¿contra quién? y ¿a favor de quién surge? La relación con la Naturaleza, en la cual los hom bres hacen el “m undo”, es u na relación diferente. Ellos producen el m undo de una m anera diversa según sea el lugar en que ellos están al transcurrir la producción del m undo. Esta situación equivale a las así llamadas “relaciones” de producción 12. La desigualdad q u e im plican las relaciones capitalistas de producción no es, como se ha dicho, otra cosa que la creación de un m undo en el cual la relación con la naturaleza se ha distorsionado. La naturaleza, cuyo resul­ tado (producto) es obtenido por el sujeto-trabajo, no ofrece el m undo que ese trabajo supondría, sino un m undo en el cual ese trabajo tiende a ser 10 (M EW loe. cit. 516). 11 Ver Introducción a la Crítica de la Teoría H egeliana del Derecho. 12 Esta traducción del térm ino Produktionsverháltnisse incluye al menos este equívoco: el que hay una ‘relación’ en tre dos polos ya constituidos: la fuerza de trab ajo y la producción con su producto. El term ino que usa M arx se aleja radicalm ente de una tal imagen. Equivale más bien a la ‘situa­ ción’, al ‘lu g a r’ en la totalidad que es la producción. M arx entiende la totalidad desde u n p u n to de vista en que la d u alid ad sujetó-objeto ya ha sido superada. Es claro que se tra ta de una to talid ad puesta p o r el sujeto dependiendo del objeto, y porque éste siem pre aparece como “ desde ya" dado en ú n a totalidad en la cual el sujeto mismo es. Es justam ente este “ desde ya” del objeto lo q u e en M arx cierra toda posibilidad de sujetos puros (con actos inefables) y las utopías que no te n d ría n más fundam ento real que la im aginación.

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elim inado o destruido. La racionalidad del m undo (su “ley”) no es la de quienes la producen, sino la de quienes se han apoderado de los “medios” para producirlo. La aberración se hace patente y el círculo vicioso evidente cuando consideramos que esos “medios” no son sino parte del m undo que “de” ellos surge. La burguesía tiene entonces que poner en circulación dos conceptos fundam entales: el de ‘igualdad’ y el de ‘separación o abstracción necesaria’. La “igualdad” ante la (abstracción) ley no es sino el intento de trasla­ dar a la m aquinaria jurídica la “igualdad” en el intercam bio de salario y trabajo. La desigualdad evidente de este últim o requiere una compensación: lo que no se recibe en la tierra, se recibe en el cielo de las leyes. La desi­ gualdad real es suplida en el acto místico por el cual se hace uso de una capacidad “espiritual”: el voto universal y directo (cuando la ley y el legis­ lador lo estipulan). Es en este acto místico en donde la quim era, antes an u n ­ ciada, se convierte en “triste realidad”. Más aún, el pueblo (sociedad civil) legitim a en él la desigualdad. Y al legitim arla la legitim a tam bién como regulador de su conducta (fetiche). Como acto de expropiación de su m undo. Por ello la “igualdad” no es otra cosa que la m entira de la racionalidad. T o d o lo que los productores crean debe ser adm inistrado por quienes no crean ese todo. De ahí la necesidad de la burguesía de im poner a la ve? la ‘abstracción’. El absurdo de esta igualdad consiste en que ella es dada y otorgada por quienes no son iguales. Y justam ente este carácter es el que debe ser institucionalizado. Esta separación es la separación de dos mundos: el de la sociedad civil y el de la sociedad política. En esta separación vive la sociedad burguesa. En esta separación surge su irracionalidad. Así como producir bienes m ateriales es úna actividad “especial”, tam bién lo es producir y poner en ejecución "bie­ nes políticos”. El principio del fascismo: la justicia y el bien radica en que cada uno haga lo suyo (Platón), vive en germen en la separación, la abstrac­ ción del Estado m oderno. El problem a es que lo “propio”, como m iem bro de la sociedad civil, no influye sino sobre un núm ero muy reducido de hom ­ bres, m ientras que lo “p ropio” de quienes —como clase dom inante posee­ dora de los medios productivos—, gestan lo político, influye y determ ina la totalidad de la sociedad. ¿Qué es entonces lo que la legalidad burguesa busca reducir? El acto en el cual y por el cual lo que determ ina la actividad de todos es adm inistrada por esos todos: la efectuación (Marx) masiva del Estado. Esa efectuación se presenta como dos momentos de un solo proceso. A paren­ tem ente hay allí una línea divisoria: el pueblo antes y después de la revo­ lución proletaria, antes y después de la conquista del poder político y “eco­ nóm ico”. El poder p opular es, sin embargo, indivisible: el proletariado “cruza la línea” que lo separa del poder sólo en la m edida en que ya la ha cruzado. En la m edida en que la lucha ha conducido a las masas a poder tom ar el poder. Y es exactam ente eso lo que la legalidad burguesa (“igualitaria” y abs­ tracta) trata de frenar, obstruir, im posibilitar: la lucha de clases por el po­ der. Ella trata de ahogar aquella actividad que genera toda legalidad legí­ tima: la lucha por la creación de un m undo nuevo, producto de quienes lo producen y en las condiciones que naturalm ente em anan de esa producción social directa. La legalidad burguesa se opone no a la legalidad proletaria. Se opone a la lucha de clases de la que deberá surgir la legalidad de los productores. Por ello ese paso de una a otra no podrá jam ás depender del “realismo de 7.—CEREN

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los legisladores” que “obedecen” a las necesidades de “la inmensa m ayoría”. Ello sería así sólo si los “legisladores” fueran el resultado de aquella racio­ n alidad que habita en la “inm ensa m ayoría”. Los “legisladores” no son tam ­ poco un autoproducto que esté en situación de “entender” una racionalidad ajena. Los antiguos legisladores fueron hijos de una lucha antigua, los nue­ vos lo serán de una nueva lucha. Recordemos lo que debe ser el Estado racional: “Los asuntos generales del Estado son el Estado como asunto, el Estado como cuestión real. La dis­ cusión y las determ inaciones son la efectuación del Estado como cuestión real. El que todos los miembros del Estado tengan una relación con el Esta­ do como su cuestión real es algo que parece entenderse por sí mismo. Ya en el concepto miem bro del Estado está incluido que ellos son miembros del Estado, una parte del mismo, que él los asume como parte suya. Si ellos son una parte del Estado se entiende de por sí que su existencia social es desde ya su participación real en el mismo. Ellos no son tan sólo una parte integrante del Estado, sino que el Estado es su parte. Ser parte consciente de algo es tomarse con conciencia una parte suma, tom ar parte en él con conciencia. Sin esta conciencia el m iem bro del Estado sería un a?iimal. Cuando se dice: “las cuestiones generales del Estado”, se produce la im pre­ sión de que “las cuestiones generales” y “el Estado” son cosas diferentes. Pero el Estado es “la cuestión general”, por tanto realm ente “las cuestiones generales”. T o m ar parte en las cuestiones generales del Estado y tom ar parte en el Estado son pues la misma cosa. . . 13. Esta es la racionalidad, es decir, la legitim idad que la legalidad b u r­ guesa quiere ahogar en su acto de nacim iento: la lucha. Y la quiere negar en cuanto sU formalismo le perm ite autopostularse como legitim idad. M ien­ tras su form a (separación entre sociedad política — m anejo clasista y socie­ dad civil = productores = clase obrera) nace de una forma y es por lo tanto el reflejo de un reflejo, una sombra, su contenido es consistente^ duro y hasta frenético, una sombría realidad. Cuando la legalidad burguesa es cuestionada por quienes sufren en carne propia el desamparo que ella les trae, entonces ella habla de sí misma como el producto de un acto “general”, pero ocultando que esta “generalidad” no es la presencia de todos los indi­ viduos, sino justam ente su ausencia. Y esta ausencia es lo que a la legalidad burguesa le interesa estatuir. Porque sabe que de haber racionalidad, ésta no puede ser sino la presencia de las masas en lucha: “El que la sociedad civil penetre masivamente, en lo posible entera en el poder legislativo, el que la sociedad civil real quiera sustituir a la socie­ dad civil ficticia del poder legislativo, esto no es otra cosa que el im pulso de la sociedad civil por darse existencia política o por convertir la existencia política en su existencia re a l. . . ” u . El intento de la sociedad civil por ser la que genera las instancias gene­ rales desde donde ésta es regulada de acuerdo a las necesidades generales, es, para Marx, un intento de las masas por “penetrar m asivam ente”, en sus propios asuntos, es un “im pulso”. Y es justam ente este impulso por penetrar masivamente, esta lucha revolucionaria de las masas, lo que trata de ahogar la legalidad burguesa. Y del mismo modo en que la racionalidad capitalista afirm aba que el trabajo es la fuente de toda riqueza para poner esa riqueza justam ente en manos de quienes no trabajan, del mismo m odo la legalidad burguesa afir­ m a la “participación” formal de las masas para im pedir su lucha. 13 14

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Ib íd ., p. 324. Ib íd ., p. 324.

La finalidad y el carácter fundam ental de ella es abstraer y elevar el contenido del derecho a una forma en la cual la lucha de las masas sea imposible. 2.

LEGALIDAD BURGUESA Y LU C H A DE CLASES. ACTIVIDAD Y LU CH A

T ratem os de precisar el significado de nuestra afirmación: “lo que la legali­ dad burguesa intenta ahogar no es la legalidad proletaria, sino la lucha de clases de donde ésta surge”. M arx ha visto con toda claridad que la racionalidad en que se funda el orden burgués no ha sido agotada consecuentemente por él. La razón ha existido siempre viva, sólo que no en forma ra c io n a l15. En efecto, el origen del orden burgués no es otro que la presencia de la sociedad civil (el pueblo) en la adm inistración del Estado. La inconsecuencia de la sociedad burguesa radica en que tal presencia popular ha sido formalizada, convertida en una presencia abstracta, mística. La presencia de la sociedad civil en la “efec­ tuación” del Estado alcanza realidad en un m om ento único, aislado, inorgá­ nico: el voto, ocasionalmente expresado y de acuerdo a necesidades que no determ ina la sociedad civil misma. La racionalidad originaria: “que el pueblo determ ine”, nos explica, por una parte, lo que “antecede” a ella, y por otra, lo que ha de ser su desa­ rrollo u lterior (su consecuencia). L a consigna “que el pueblo determ ine” es una transacción m últiple. U na transacción de la sociedad feudal o m onárquica a las fuerzas que n a­ cían de ella misma. U na transacción de la burguesía surgiente a las fuerzas populares cuyo apoyo le era im prescindible para derribar la nobleza y el clero. U na transacción de las fuerzas populares que veían en aquella con­ signa un relativo avance aunque sin escapársele que las fuerzas despertadas podían ir mucho más lejos (M arat). La transacción era un hecho porque la condición de su posibilidad tam ­ bién lo era: la lucha de clases por el poder. La transacción fue hecha en vistas de u na amenaza, la amenaza de volver atrás. T odo hecho histórico se realiza ante el peligro de su reversibilidad. Es la negación de su reversión. Lo dado en cada hecho histórico no es “que merezca desaparecer” (Hegel), sino la posibilidad previa de no llegar a asumirse. El “fu tu ro ” que implica no es el que “puede venir”, sino el que “puede volver”. Y quien “puede volver” y quien puede negar su reversión es el pueblo en lucha. La “actividad” (Wesen) que es la condición de la posibilidad es la infinidad de las masas en lucha. Este sujeto fundam ental es el horizonte desde el cual se entiende el establecimiento de una ordenación general de las relaciones sociales (lega­ lidad) y las transacciones que ella implica. Veamos más de cerca el fenó­ meno: el Estado burgués se basa en una afirmación central: la igualdad ante una ley hecha por iguales. El formalismo (abstracción) con que se concibió perm itía dos significados fundam entales: uno, para la burguesía, otro para la sociedad civil en su acepción fundam ental, o sea, los productores inm e­ diatos. La burguesía echó las bases de aquel hecho que la iba a fundam entar como tal: la igualdad de quienes iban a ser parte del intercam bio de la tuerza de trabajo por un salario. Q uien otorga el salario y quien por él vende su fuerza de trabajo son iguales. Lo otorgado por ambas partes es un "equivalente”. 15

MEW I, 34$.

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Para la sociedad civil, en cambio, la igualdad era aquello que debería perm itirle intervenir en la regulación de todo género de telaciones sociales. La igualdad debía perm itirle luchar por la igualdad. Para la burguesía, la igualdad era la consagración del derecho a la desigualdad real, para la so­ ciedad de los productores, una brecha hacia la realización de la igualdad. El carácter abstracto de la igualdad resolvió, por un tiempo, la cuestión: la posesión de algunos de los medios de producción trajo para ellos la igual­ dad entre ellos. Al resto le otorgó el “derecho” a ser esclavos asalariados. Del principio igualitario surgió el establecimiento de la desigualdad legalizada. ¿Dónde se m uestra, sin embargo, esa desigualdad? A prim era vista se diría: la desigualdad ( —la ausencia del pueblo en la gestión del Estado) radica en el “hecho” de que existe capitalista y proletario, de un modo análogo como existieron señor y esclavo, amo y siervo. Un “hecho”, sin em­ bargo, no im plica nada; por el contrario, es él el que debe ser explicado. En efecto, el “hecho” que es la existencia del siervo se explica (a nivel de los ‘hechos’) por el otro hecho que es la existencia del amo. El “am o” es la condición de la existencia del siervo poique la ordenación social “siervo” surge del poder de los “amos”. Y al contrario, es tam bién verdadero: el “hecho” que es el “am o” es puesto en vigencia por la existencia y trabajo fácticos de los “siervos”. Sin amo no hay siervo, sin siervo no hay amo. El que el amo pase, en un cierto momento, a “depender” del siervo, que comience a ser “siervo de los Siervos” que producen su existencia, no altera ni explica lo fundam ental. Es una consecuencia del “hecho” de que existan amos y esclavos. En efecto, el amo comienza a ser como amo el “siervo de sus siervos”. El siervo no puede cuestionar al amo mismo sin cuestionarse a sí mismo. Pero ¿qué puede significar entonces “cuestionarse a sí mismo”? ¿Qué cues­ tionan los siervos al exigir que se term inen los amos? ¿Qué significa “la inexistencia de los amos”? Significa la elim inación de algo que no es ni “los amos” ni “los siervos”, sino la condición de la posibilidad de amos y siervos. Ambos no existen por el “hecho” de que existan, sino porque las condiciones para que ellos exis­ tan son, al mismo tiempo, las condiciones para que exista la sociedad entera. El amo y el siervo lo son desde una realidad que ellos conform an y efec­ túan, pero que no es lo mismo que su suma, su existencia subjetiva. El amo es el amo, el siervo es el siervo. El amo y el siervo son algo diferente en lo cual ambos son. El todo no es la suma de las partes. Las “partes” y su “sum a”, sólo son posibles en la totalidad que ellos constituyen y en la cual su “indi­ vidualidad” es superada (Aufheben). Amo y siervo se constituyen a la vez y recíprocam ente en objeto y sujeto. El acto de “relación” (de apertura del uno hacia el otro) constituye y es constituido en un fundam ento que es algo “tercero”. “U na actividad originaria (Wesen) que no tiene su naturaleza fuera de sí misma, no es una actividad originaria natural, no participa de la activi­ dad originaria que es la Naturaleza. U na actividad originaria que no tiene su objeto fuera de sí, no es una actividad originaria objetiva. U na actividad originaria que no es ella misma objeto para una actividad originaria ter­ cera, no tiene ninguna actividad originaria como su objeto, esto es, no se conduce objetivam ente, su ser no es o b je tiv o ...”. “Supóngase una actividad originaria que ella misma no es objeto ni tiene objeto alguno. Ella sería, en prim er lugar, la única actividad origina­ ria, no existiría otra fuera de ella, existiría absolutam ente sola y solitaria. Y ello porque en tanto hay objetos fuera de mí, en tanto y/o no soy solita­ riamente, yo soy un otro, una realidad distinta que el objeto que yo no soy. 100

Para este tercer objeto yo soy tanto otra realidad que él mismo, esto es, soy su objeto. U na actividad originaria que no es objeto de otra supone, por tanto, que no existe ninguna actividad originaria. En tanto yo tengo un objeto, este objeto me tiene a mí como objeto” 16. El amo no se explica entonces, en últim o térm ino, por el siervo, ni el siervo por el amo. Algo “tercero’’ los explica a ambos: la relación en que ellos están, la totalidad de que ellos son gestores. Esto es lo que anterior­ m ente M arx denom inaba “m undo” como resultado de la interacción hombrenaturaleza. Volvamos a explicarlo: “El hombre es una necesidad natural; ella su­ pone por tanto una naturaleza fuera de ella, un objeto fuera de ella, para ser satisfecha, para apaciguarse. El ham bre es la necesidad confesa de mi cuerpo, de un objeto fuera de él, im prescindible para su integración y desa­ rrollo. El sol es el objeto de la planta, un objeto que afirm a su vida, del mismo m odo como la planta es objeto del sol, en tanto que expresión de la fuerza vivificante del sol, de la fuerza activa originaria objetivadora del sol” 17. La tercera objetividad es lo que no es ni el objeto, ni el sujeto, sino la totalidad en que ellos ponen de manifiesto sus posibilidades. En esta tercera objetividad es donde se debe buscar el fundam ento de la legalidad burguesa. Ella no ha surgido del “hecho” de que existieran amos (nobleza y clero) y siervos (burguesía y pueblo en general). El “hecho” de que existan amos se basa en el otro “hecho”, de que existen siervos y al revés. Lo que cambió al menos form alm ente al surgir la legalidad burguesa es la “tercera objetividad”: la condición de la posibilidad de que existan amos y esclavos. M arx quiere, sin embargo, evitar el trascendentalism o de los miembros de la Sagrada Familia: “Preguntándose por las condiciones de la existencia del 'todo como ta l’, la ‘Crítica crítica’ lo hace de un m odo auténticam ente teológico buscándo­ las fuera del todo. La especulación crítica se mueve fuera del objeto que ella asegura considerar. M ientras toda la contradicción no es otra cosa que el m ovim iento de sus dos aspectos, m ientras en la naturaleza estas partes son la condición de la existencia del todo, ella se exime del estudio de este m ovim iento real que origina el todo, a fin de poder explicar que la Crítica crítica está, como la paz del conocer, por sobre ambos extrem os. . “Proletariado y riqueza son dos opuestos: ellos forman, como tales, un todo. Ambos son formaciones del m undo de la propiedad privada. Se trata de saber cuál es la posición que ellos adoptan en la contradicción. No basta con decir que ambos son dos aspectos de un solo todo”. “La propiedad privada, como propiedad privada, está obligada a m an­ tenerse a sí misma, y con ello a su opuesto, en la existencia. Es el lado positivo de la contradicción, la propiedad privada satisfecha en sí m ism a”. “El proletariado, al revés, está, como proletariado, obligado a elim i­ narse a sí mismo y con ello a su opuesto que lo constituye como proletaria­ do, la propiedad privada. Es el lado negativo de la contradicción, la im pa­ ciencia en sí mismo, la propiedad privada disuelta y en d is o lu c ió n ...”. “D entro de la contradicción, el propietario privado es, por lo tanto, la p arte conservadora; el proletario, la parte destructora. De aquél surge la acción de conservar la contradicción, de éste la acción de su destrucción” 1S. 16 M arx: O konom isch - Philosophische M a n u skrip te (1844), MEW , Ergánzungsband I, 578-579. 17 Ibícl., p. 5.78. 18 M arx: Die H eilige FamUie, MEW 2, p p . 36-37.

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La destrucción de la “tercera objetividad” es la destrucción de la con­ dición de la existencia, no de algo separado de proletarios y propietarios, sino de la relación que la actividad de ambos ha engendrado. Y la destruc­ ción radical de este orden “que necesita la ilusión” de la legalidad form al­ m ente igualitaria sólo puede ser obra de quien, ju n to con construir su base de sustentación, es privado de su control: la clase obrera. Esta destrucción, como toda actividad, tiene un doble sentido. C am inar no significa “comenzar a cam inar”, sino ya haber cam inado y seguir hacién­ dolo. T en er el poder no significa “comenzar a ejercerlo”, sino haberlo ejer­ cido y seguir ejerciéndolo. La conquista del poder es la posesión de todo el poder por parte de quienes ya tenían el poder, a saber de aquel poder que puede conquistar todo el poder. Cam biar desde su raíz la tercera objetividad (de la cual la legalidad burguesa es un aspecto) es un acto del poder de la sociedad civil (las “masas”), un m om ento de su lucha. Más aún: la tercera objetividad es el acto en que las masas revolucionarias son. Es su obra. Es la “razón que siempre ha exis­ tido”. De ellas nació la legalidad burguesa. Y por ello la burguesía no se opone al “contenido” que eventualm ente tendría en sí la legalidad proletaria. M al podría hacerlo cuando ésta no es más que la consecuencia total de su propia racionalidad. A lo que ella se opone es a que el proletariado ponga en acción el medio que ella misma usó para nacer: la lucha masiva de clases. El amo no rechaza en lo fundam ental al siervo, ni la rebelión del siervo como siervo, rechaza aquella rebelión que cuestiona el “orden” según el cual amos y siervos son posibles. El capitalista no rechaza el “conflicto”, por­ que éste no es sino la confirmación de la diferencia. No rechaza tampoco u n proyecto de legalidad en la cual “no hay conflictos”; lo que rechaza es la lucha por establecerla, es decir, aquella en la cual su objeto (y por tanto él mismo) desaparecen; la lucha en la cual la clase obrera deviene sujeto y la burguesía objeto: “La exigencia de renunciar a las ilusiones sobre su situación, es la exi­ gencia de renunciar a una situación que necesita de las ilusiones” 19. La ilusión de la igualdad, o sea, la igualdad' como ilusión, es lo que caracteriza a la legalidad burguesa. Lo definitivo no es provocar nuevas ilu­ siones (conveniencia de las clases a “otro nivel”, etc.), sino crear un m undo en el cual las ilusiones no son necesarias para su desarrollo y construcción ulterior. El proletariado “no puede liberarse a sí mismo, sin superar sus pro­ pias condiciones de existencia. No puede superar sus condiciones de existen­ cia, sin superar todas las inhum anas condiciones de existencia de la sociedad actual” 20.

3.

LA “B RECH A ” DE LA LEGALIDAD BURGUESA

Lo que la burguesía teme no es la legalidad proletaria, sino la lucha de masas que la origina. Lo que teme no es un estado de cosas, hechos consti­ tuidos, sino las condiciones de su posibilidad. T em e las masas en acción. Este tem or es complejo. T iene tantas facetas como la burguesía misma. ¿De dónde viene la justificación a tal temor? Del hecho de que la ley burguesa nacida de la lucha de clases es una transacción. T a n evidente es esto, que en nom bre de la libertad, que es su razón de ser, la legalidad burguesa perm ite a las masas todo, menos lo que efectivam ente la cuestiona. Pero sin llevar las cosas hasta ese punto, ya en 19 M arx: K ritik an der H egelschen Rechtsphilosophie, Einleitung, MEW I, p. 379. 20 MEW 2, p. 38.

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cuestiones más inm ediatas se pone de m anifiesto la am bigüedad de la ley burguesa. En todos los niveles ella ha dejado sin resolver los problem as que plantean sus propias exigencias: la libertad, la igualdad, la fraternidad, la seguridad, la propiedad. En cada uno de estos momentos la burguesía con­ cedió algo a fin de así poder no cum plirlo. Pero la exigencia de libertad, etc., quedó form ulada y ello a nivel de las necesidades reales. En el período previo a la destrucción de la sociedad de clases, el proletariado revolucio­ nario se m ueve p or esta brecha que ha quedado entre la exigencia real y su negación. En cada lucha el proletariado se mueve entre lo “legal” y lo legítimo, entre lo que se debe respetar y lo que se puede efectivamente hacer. El proletariado es en sí mismo la encarnación de esta doble realidad. La clase obrera es la parte destructiva del orden establecido. La existencia de los proletarios, a la vez que un hecho contem plado y definido p or la ley al consagrar la propiedad privada como fundam ento del orden, es un hecho que amenaza la existencia de la ley que pretende definir su existencia. Es el lado negativo de la sociedad burguesa. Y es el lado ne­ gativo en cuanto que busca cam biar radicalm ente aquellas reglas del juego que le han creado. En efecto, el proletariado no estaba “contem plado” en el esfuerzb común que fue la resolución burguesa. El acto del cual nació la legalidad burguesa es el acto por el cual una clase desplazó a otra del poder. No es el cambio de una 'leg alid ad ” a “otra legalidad”. N o es un acto del “espíritu de los pueblos” que no necesita sino otro acto espiritual como su mediación: “D ebido a que el Estado es la forma en la cual los individuos de una clase dom inante hacen valer sus intereses comunes y que toda la sociedad burguesa incluye en una época, se sigue que todas las instituciones son me­ diadas p o r el Estado, recibiendo asL una forma política. De ahí la ilusión de que la ley descansa en la voluntad, a saber, en una voluntad separada de u n a base real, en la voluntad libre. Del mismo modo el derecho será reducido, por su parte, a la ley” 21. La ilusión no se combate con ilusiones y las ideas que no m ueven a acciones concretas no son más que ilusiones. Q uien entrega “ideas”, “m etas” a un pueblo, sin entregarle los medios, los métodos concretos de acción, le entrega ilusiones, es decir, lo engaña: “Las ideas no pueden nunca hacernos superar un viejo estado de cosas. Las ideas no pueden realizar absolutam ente nada. Para realizarlas se nece­ sitan hombres que empleen para ello todas sus fuerzas” 22. Esto que pertenece, entre tanto, para muchos, a lo trivial, adquiere una im portancia fundam ental al in ten tar abordar el problem a de la legalidad burguesa. Las brechas que ella deja no son brechas a través de las cuales pasa la “conciencia” de las masas. Es una brecha real, activa y generada por la ac­ ción. La concientización de las masas como acto “previo” a su acción es, si se la entiende en términos precisos, el intento de cam biar la historia real a través de la conciencia. Es idealismo de viejo cuño. La conciencia es un producto de la actividad. Las masas entienden la totalidad social en la me­ dida en que ellas ya la han comenzado a cambiar: A las masas “nosotros solamente les mostramos por qué ellas en realidad luchan, y la conciencia es algo que ellas* se deben apropiar, incluso si no lo qu ieren ” 23.

21 M arx: D eutsche Idcologie, M EW 3, p. 62. 22 M arx: H eilige Fam ilie, M EW 3, p . 126. 23 MEW 1, p. 345.

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La conciencia de clase es producto de la lucha de clases. La lucha con­ tra el “hecho” que es la legalidad burguesa, precisa de los “hechos” revolu­ cionarios de los explotados. Que en ello la historia haya señalado etapas, es sólo en cuanto son “hechos” los que pasan por etapas. Lo que el prole­ tariado no puede transar es la lucha que sacude el fundam ento de la ley burguesa. H ablar de carácter fundam ental de la legalidad burguesa incluye el ha­ blar de su fundam ento. Este no es otro que la razón que siempre ha exis­ tido, aunque no en forma racional: la lucha de las masas explotadas por dirigir lo que ellas constituyen. El que se vuelva al “fundam ento” de la legalidad burguesa equivale a liberar ese fundam ento de sus cadenas para que por sí mismo recupere su actividad propia. La fuerza de ese fundam ento en la lucha es inmensa. Sólo se necesita abrirle camino: “Los grandes nos parecen grandes sólo porque estamos de rodillas. Levantém onos!” 24

24

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M arx: Die H eilige Fam ilie, MEW 2, p. 87.

Reflexiones sobre la enseñanza del Derecho en Chile A lfred o

E tcheberry

Vicerrector Académico, U. C.

1.—Algunas de las deficiencias que se han hecho notar desde hace tiempo en la enseñanza del Derecho son comunes a la actividad universitaria en la enseñanza de otras disciplinas, O tras son propias de la naturaleza y exigen­ cias de las ciencias jurídicas. Otras, en fin, son el producto de un senti­ m iento vago y no bien definido de crisis del Derecho como institución social. Las prim eras han venido siendo objeto de estudio y de am plio debate p ú ­ blico en los últim os años, y no tendría especial utilidad volver a ocuparnos de ellas aquí. Nos limitaremos, en consecuencia, a las restantes críticas. 2.—Con razón hace notar Soler 1 que desde la antigüedad hasta el siglo pasado, el tema del Derecho ocupó un sitio im portante en el pensamiento de los filósofos, hasta el punto que para Hegel dicho tópico tiene un lugar central e incluso dom inante en su doctrina. Actualm ente, en cambio, el pen­ sam iento filosófico parece concentrarse sólo en determ inados temas capita­ les, entre los cuales {el ser, la nada, la angustia, la lógica simbólica, la teoría del conocimiento) no se cuenta el Derecho, de tal modo que la fenomeno­ logía, el existencialismo, el intuicionism o, poco o nada dicen sobre lo ju rí­ dico. Ni siquiera las doctrinas más vinculadas a un enfoque antropológico, o preocupadas de los problemas de la semántica y la estructura del lenguaje, o de raigam bre neohegeliana, en las cuales cabría esperar una mayor apro­ xim ación a los temas jurídicos, han dispensado mayor reflexión a éstos. Sólo el m aterialism o histórico lo hace, pero en form a que el Derecho ofrece una imagen poco airosa. Si el orden jurídico es sólo uno de los efectos superestructurales de las relaciones de producción, no es más que una resultante necesaria de las fuerzas históricas que lo determ inan. Si es un mecanismo ideado para m antener privilegios económicos y defenderse contra la evolu­ ción de las relaciones naturales, el Orden jurídico aparece desde su base teñido de inm oralidad. “En ambos casos el Derecho pierde valor, y su sus­ tancia misma queda constituida por un engaño; en el prim ero, un engaño intelectual; en el segundo, en un engaño ético, pues el legislador resulta ser, o bien un filtro inconsciente ele fuerzas naturales que hablan a través de él sin pedirle permiso, o bien un dócil servidor de las m entiras interpre­ tativas de la clase dom inante”. Lo dicho tiene por consecuencia que en la actualidad las teorías jurídicas sean obras de especialistas más que de filó­ sofos, con inevitable repercusión sobre sus contenidos. 1

Soler, Sebastián: Las palabras de la ley; México, 1969; Fondo de C u ltu ra Económica, pp . 7 y ss.

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A lo anterior debe agregarse la formación de una atmósfera de recelo, cuando no de hostilidad, hacia el Derecho mismo, sus características y m é­ todos: lo que se ha dado en llam ar el “juridism o” o la “m entalidad legalis­ ta” se presenta como un obstáculo a la renovación y el progreso en todos los órdenes (hasta el teológico y religioso); las instituciones jurídicas apa­ recen desligadas de la realidad y las necesidades sociales; en fin, los hom ­ bres de derecho desem peñarían por lo general un papel conservador —cuando no retardatario— en la transform ación de la sociedad. Al verificar que el orden jurídico no rige en el hecho sobre vastos sectores de la rea­ lidad que pretendidam ente regula, y que, por otra parte, allí donde en­ cuentra som etimiento y vigencia se m uestra im potente para resolver los problem as sociales, se habla de una declinación o crisis del Derecho. Hay obras enteras dedicadas al tema. C arnelutti ha llegado a profetizar la m uerte del Derecho (2). Paradojalm ente, esta crisis del Derecho no se m a­ nifiesta en la paulatina desaparición de instituciones o normas, sino al re­ vés, a través de una proliferación cada día más abundante de norm as ju rí­ dicas especializadas, minuciosas, reglam entarias, y que sin embargo no se revelan capaces de operar con verdadera eficacia social. Esto es solamente paradojal; no es en verdad contradictorio, porque una reflexión de simple sentido común nos dirá que m ientras mayor sea el núm ero de preceptos, mayor será la cantidad de desobediencias, y ya Argesilao señalaba que allí donde hay muchas leyes hay tam bién m ucha injusticia. 3.—U na reflexión sobre los objetivos, el contenido y el m étodo de la enseñanza jurídica debe p artir por tom ar una posición (es ilusorio preten­ der u n a dem ostración irrefutable erga omnes) acerca de las dos cuestiones fundam entales que hemos planteado, a saber: si la llam ada crisis del Dere­ cho term inará o podrá term inar en la desaparición del orden jurídico para ser reemplazado por otras formas de organización social, y si, adm itiendo la necesaria supervivencia del Derecho, puede éste actuar con eficacia co­ mo prom otor del cambio social (o, en general, como regulador de las re­ laciones que pretende incluir en su ámbito). Creemos, en relación con el prim er punto, que el Derecho es una crea­ ción cultural de la que el hom bre no podrá ya prescindir. Si se quiebra o desaparece el Derecho que nos rige en la actualidad, será reemplazado por otro. La carencia absoluta de Derecho, se dice, es la anarquía o la tiranía (esta últim a más probablem ente, según la experiencia histórica). Porque hasta las revoluciones más drásticas, producidos los cambios deseados, bus­ can un asentam iento jurídico, a través de los procesos de “institucionalidad de la revolución” o “legalidad revolucionaria”. Se ha dicho, y con razón, que a una sociedad que borrara com pletam ente todo rastro de lo jurídico y enterrara, no sólo el Derecho positivo, sino las creaciones culturales his­ tóricam ente surgidas en torno de éL le ocurriría lo que a Pascal con la geom etría de Euclides: sin haberla conocido previam ente, llegaría por re­ flexión propia a descubrir otra vez sus principios y postulados fundam en­ tales. Penosamente, a través de una búsqueda tal vez secular, llegaría tal pueblo a reencontrar las nociones de delito, de obligación, de proceso. La tiran ía no es históricam ente concebida sino por períodos que en la pers­ pectiva de la hum anidad son breves, y aun estos regímenes necesitan, para su propia sustentación, de un aparato jurídico impuesto a los súbditos por lo general con despótica rigidez. 2

C arn elu tti, Francesco: Aires, s.f., E.J.E.A .

106

La

m uerte

del derecho, en

Crisis del Derecho

(varios a utores);

Buenos

En cuanto a la anarquía, quienes la conciben como modelo social (v cuyo pensam iento con tanta frecuencia ha sido criticado con ignorancia o deformado) dirigen sus ataques contra el Estado (cuya identificación con el orden jurídico presintieron antes que Kelsen la form ulara explícitam en­ te) , en cuanto conciben toda autoridad como enemiga de la libertad, pero no prescinden de la idea de orden, al que im aginan como brotado espon­ táneam ente de la libre asociación hum ana. Véase un párrafo de Prouclhon 3: “En vez de leyes, tendremos contratos; no más leyes votadas por la ma“ yoría y ni siquiera por unanim idad. Cada ciudadano, cada ciudad, cada “ unión industrial hará sus propias leyes. En lugar de poderes políticos, “ tendremos fuerzas económicas. . . En lugar ele ejércitos perm anentes, ten“ dremos asociaciones industriales. En lugar de policía, tendremos identidad “ de intereses. En lugar de centralización política, tendremos centralización “ económica”. Para el padre del anarquism o, los tribunales de derecho, serán reem pla­ zados por el arbitraje; las burocracias nacionales, por adm inistración directa descentralizada. Y así se logrará la unidad social, a cuyo lado el llam ado “orden establecido” de las sociedades gubernam entales aparecerá como un caos que sostiene a la tiranía. Fácil es advertir que en realidad la crítica va dirigida a la concepción del Estado como un orden al servicio de la in­ justicia, sustentado en la fuerza, gracias al cual la autoridad ahoga la liber­ tad. En su sociedad sustitutiva nos habla de “contratos”; nos dice que no habrá leyes generales impuestas por mayorías, pero sí que cada unión indus­ trial “hará sus propias leyes”. En suma, se adm ite un orden social, en el cual existirán obligaciones, y es inevitable la existencia de una sanción correla­ tiva de la obligación. Que este orden “brote espontáneam ente” y sea “libre­ m ente aceptado” y no impuesto, no le quita su tram a jurídica. N i siquiera Bakunin, en sus violentas invectivas contra el Estado, lo identifica con cual­ quiera forma de orden social que im ponga deberes: su Estado, como para Proudhon, es “la explotación políticam ente organizada de la mayoría por una m inoría cualquiera” 4. Por otra parte, una lúcida crítica de la posibi­ lidad práctica de una sociedad sin ley alguna ha sido hecha por Russell 5, quien efectúa una plausible demostración de, que una com unidad en que ningún acto estuviera prohibido por una regla general obligatoria (ley) no sería com patible con la estabilidad y preservación de la sociedad que los anarquistas desean, y que el orden jurídico sigue siendo una institución ne­ cesaria para cum plir ciertos fines 6. Adm itiendo la necesidad social del Derecho, al menos en una duración que en la actualidad es históricam ente indefinida hacia el futuro, la situa­ ción de “vacío ju rídico” por un período de transición se nos aparece como negativa e indeseable: es sin duda más lógico desear que en cada período (por drásticas que sean las transformaciones que im plante) surja la forma de ordenam iento jurídico que sea socialmente necesaria o más útil. Así, si sobreviene una catástrofe histórica, un hundim iento general de la juridici­ dad, un renegar colectivo del Derecho (y no del Derecho actual, sino de todo D erecho), esto no se deberá a la conjuración de un grupo de malvados, 3

P ro u d h o n , Pierre-Joseph: Idee genérale de la révolution au X l X e siécle; París, 1851 (de la e di­ ción inglesa, traducida p o r Jo h n Berkeley R obinson, Londres, 1923). 4 B akunin, M ikhail: Dios y el Estado; Buenos Aires, 1971; E dit. Proyección, p. 145. 5 Rusell, B ertrand: Proposed Roads to Freedó>n: Socialism, Anarchism and Syndicalism; Londres, 1919; George Alien and U nw in L td., en esp., p p . 111-137. 6 La crítica de Kelsen a la concepción tradicional del Estado como u n ente m etajurídico, una especie de superhom bre todopoderoso (el “ dios del derecho” ), creador del derecho, y su dem ostración de que el Estado no es sino orden ju ríd ico (a u n q u e no todo orden juríd ico es E stado), siguen siendo a nuestro juicio definitivas. Véase Kelsen, H ans: Teoría pura del derecho; Buenos Aires, 1963; E udeba, 3? edición, p p . 187 y ss.

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ni a la estupidez o ceguera histórica de un pueblo, sino a la culpa de los hombres de Derecho, deformados por una enseñanza deficiente y por una práctica estrecha, y cuya m iopía intelectual les im pide captar los valores jurídicos y la inserción del Derecho en la historia. 4.—La segunda cuestión que nos planteábam os era la de si el Derecho puede ser utilizado como herram ienta del cambio social, lo que en una u otra forma, en el fondo, se traduce en su virtud causal para determ inar un cambio en la conducta de los hombres y una diferente relación entre ellos. E ntre los no juristas, a menos que tengan alguna formación en las ciencias sociales, existe una creencia muy difundida en la eficacia casi todopoderosa del Derecho para im poner determ inadas conductas a los ciudadanos; p ar­ ticularm ente se atribuye esta virtud al Derecho penal, con su régim en de sanciones drásticas. Si se asigna esta potencialidad al Derecho, con prescindencia de las circunstancias históricas sobre las cuales pretende actuar, por la sola circunstancia de ser una voluntad respaldada por la-fuerza, sin duda es una creencia errónea. La eficacia del Derecho es limitada. Conspiran contra ella muchos factores que eventualm ente pueden presentarse; la oscu­ ridad o complicación de sus preceptos; el excesivo núm ero de reglam enta­ ciones; los límites que im pone la propia naturaleza física; la influencia de las realidades culturales, económicas, morales y religiosas en el medio que la norm a pretende regir; la accesibilidad del común de los ciudadanos a los órganos encargados de hacer respetar y cum plir la ley, etc. Todos estos fac­ tores son im portantes, pero desearíamos sólo poner énfasis en la necesaria adecuación de la ley al sentim iento y las necesidades generales; a la toma de conciencia, por los ciudadanos, de la necesidad y justificación de la n o r­ ma. Sin duda, es ilusorio pretender que la conducta de los destinatarios de la norm a se aju ste invariablem ente a sus preceptos: habría siempre un m ar­ gen de “tensión” o, como suele decirse, de “inautenticidad” (con un térm ino que juzgamos poco feliz) entre la conducta ideal a que la norm a aspira y el com portam iento efectivo de los súbditos del orden jurídico. La misma previsión de una sanción en la norm a m uestra que para su autor era de pensar que algunos, por desacuerdo con el precepto o los sacrificios que les im pondría su observancia, desobedecerían la norm a. Pero no debe perderse de vista que la función del precepto no es m eram ente cognoscitiva (distin­ guir entre las conductas ajustadas a Derecho y las ilícitas) ni es sancionatoria (no tiene por objeto aplicar sanciones), sino que es norm ativa, esto es, desea que su m andato se cumpla: la norm a m ayorm ente realizada como tal es aquella que resulta unánim em ente acatada, de modo que no sea necesario aplicar nunca la sanción prevista en ella. Para que esto ocurra, el poder intim idatorio de la amenaza penal —aun severa o cruel, y aunque váya siem­ pre seguida de un aparato policial-judicial-carcelario que la aplique con el mayor rigor— es absolutam ente ineficaz. Si no se quiere- obedecer una ley injusta, se puede en últim o térm ino aceptar el m artirio, y contra esto la tiranía es im portante. El Derecho puede ser im puesto por la fuerza (y eso, con la lim itación que hemos señalado) con respecto a un pequeño núm ero de infractores recalcitrantes, que se obstinan en 110 acatar las norm as que la inmensa mayoría de los ciudadanos aprueba y respeta, o bien puede ser im puesto por la fuerza a un gran núm ero de personas gracias al mecanismo represivo propio de un Estado policial, pero esta últim a situación sólo puede ser históricam ente transitoria: no puede concebirse como una form a norm al y perm anente de vigencia del Derecho. En definitiva, si la ley quiere ser cum plida, necesita contar con el acatam iento interno de los súbditos en me­ dida m ucho mayor de la que ordinariam ente se piensa. Claro está que ese 108

acatam iento externo puede traducir posiciones espirituales muy diversas, desde el fervoroso entusiasmo por la ley hasta la indiferencia, la resigna­ ción o la cobardía, pero siem pre es indispensable. Para ello, el Derecho no debe contrariar la conciencia y la sensibilidad sociales del m om ento histó­ rico que pretende regular; al menos, no clebe contrariarlas o en gran medida. Es verdad que sobre la posición de acatam iento se puede influir m ostrando la excelencia de valores nuevos o poco conocidos, a través de la educación, la difusión, la propaganda o una política de estímulos o incentivos que ha­ gan atractivo el cum plim iento de la ley (y en este aspecto, según diremos más adelante, tam bién el propio Derecho puede cum plir una función). Pero en todo caso, tanto los incentivos como las sanciones tienen un límite, pasa­ do el cual la oposición violenta entre la ley y el sentir profundo de la m a­ yoría de los ciudadanos llega a un extrem o en que, como bien se ha escrito, éstos no se dejan ya sobornar ni am edrentar, y cesan de cum plir la ley. El propio Kelsen que, en su Teoría Pura, se esfuerza por separar los aspec­ tos jurídicos de los sociológicos, adm ite la lim itación de la validez de la norm a cuando carece de eficacia, aunque insiste en precisar que ambos con­ ceptos 110 se identifican 7. Esta consideración realista sobre las limitaciones del Derecho no nos lleva, sin embargo, a la posición extrem a que le niega todo valor como ins­ trum ento de cambio social, sostenida por escuelas de pensam iento de p ri­ m era im portancia. Probablem ente la más notoria e influyente en esta línea, aunque no la única, es la de M arx, al menos en la interpretación tradicio­ nal de su pensam iento. Son las relaciones de los hombres con respecto a los medios de producción las que, comenzando por ser un orden fáctico, al consolidarse p o r su duración pasan a ser orden jurídico, en el que las clases dom inantes dan a su posición de preem inencia y privilegio el carácter de situación deseable e im puesta (“deber ser-’ que consagra y protege un “ser”), y por cierto, respalda por la fuerza. Le merece violenta crítica la idea de “justicia externa” de Proudhon. Refuerza esta postura de M arx el recono­ cimiento del valor jurídico de la costum bre (sanción lega^ de una mera facticidad de larga data), que aunque reducida a límites muy estrechos con el triunfo del pensam iento racionalista, el m ovim iento codificador del siglo X IX y la escuela de la exégesis, todavía conserva validez en ciertos campos, como el Derecho comercial y el internacional. Por otra parte, el razonam ien­ to no funciona con tanta claridad cuando se intenta aplicarlo a los sectores regulados por el Derecho y que no se vinculan directam ente con los pro­ cesos productivos. Siendo el Derecho una superestructura de la tecnología y la economía, puede adm itirse la existencia de un Derecho atrasado con respecto al cambio social, y que en consecuencia transcurra cierto tiempo desde el advenim iento de los cambios en la tecnología y la economía y la incorporación de los mismos al Derecho, pero no puede admitirse, desde este punto de vista, que un cambio jurídico provoque un cambio en la es­ tru ctu ra tecnológica y económica o sea factor de decisiva influencia en el mismo 8. Desde otro punto de vista muy alejado, la escuela histórica del Dere­ cho, cuyo exponente más ilustre es Savigny, considera el Derecho como el producto n atu ral y orgánico del espíritu de un pueblo, y se opone, por con­ siguiente, a la codificación, y en general, a la legislación im puesta por re­ flexión racional y abstracta, especialmente si se trata de adoptar institucio­ 7 8

Kelsen, op. cit., pp. 36, 142-143. No obstante, au n q u e el objeto y lím ites de este trabajo nos im piden profundizar el tem a, debe dejarse testim onio de las interesantes conclusiones de los estudiosos m arxistas italianos de post­ guerra, que en su propósito de ‘'liq u id ar cuentas” con la tradición hegeliana, Jian som etido a revisión la in terp retació n esquem ática a q u e nos referim os en el texto. De p a rtic u la r im portancia en este terreno es la obra de U m berto C erroni.

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nes jurídicas extranjeras. Es interesante observar el origen hegeliano común de esta concepción y la anterior. Sin embargo, pese a la teoría básica ya anunciada, aun las sociedades que basan en el pensam iento m arxista su estructuración económica y polí­ tica, hacen am plio uso del Derecho como herram ienta para obtener deter­ minados cambios sociales. Son de interés a este respecto las consideraciones muy claras que hace K echekyan9, profesor del Instituto de Derecho de Moscú. Sobre el empleo de las leyes “paternales” o educativas del pueblo es de im portancia el estudio de H azard 10. Las reformas penales aprobadas en la U nión Soviética a p artir de la adopción de los nuevos principios fu n ­ dam entales en derecho penal y procesal penal de 1958, guardan consonancia con la posición oficial desde 1961, en el sentido de que el Estado Soviético es ya un “Estado del pueblo entero, sin clases hostiles en su seno que debie­ ran ser suprim idas; por lo tanto, los delincuentes no son ahora enemigos de clase, sino trabajadores “extraviados”. No sirve ya la simple fórm ula stalinista de que el delito es provocado por los rem anentes clel capitalismo en las mentes de los hombres. La sociedad soviética afirm a haber sobrepasado el capitalismo, y aun sus rem anentes, y sin em bargo el delito persiste. De ahí el recurso de las leyes educativas (y un paralelo aum ento en la severidad de las penas) n . No es posible form ular afirmaciones con entera certeza sobre la situación o enfoque de estos problem as en la R epública P opular de China; em pero son significativos algunos pasajes de Mao Tse-Tung: “A fin de poder dedicarse fructíferam ente a la producción y al estudio, y vivir en un am biente de orden, el pueblo exige que su Gobierno y sus dirigentes de la producción y de las organizaciones culturales y educativas “ dicten apropiadas disposiciones adm inistrativas con carácter obligatorio. “ Es de sentido común que sin ellas resulta imposible m antener el orden “ público. Las órdenes adm inistrativas y el m étodo de persuasión y educa“ ción se com plem entan m utuam ente en la solución de las contradicciones “ en el seno del pueblo. Las disposiciones adm inistrativas dictadas con el fin “ de m antener el orden público, deben ir acompañadas de la persuasión y “ educación, ya que, en muchos casos, aquéllas no dan resultado por sí “ solas” 12. Del mismo modo, Mao caracteriza la “superestructura” político-adm i­ nistrativa de C hina como “nuestras instituciones estatales de dictadura de­ mocrática popular bajo la guía de la dictadura dem ocrática popular y sus leyes e ideología socialista bajo la guía del marxism o-leninism o”, y señala que su propósito es el de desem peñar “un papel positivo para facilitar la victoria de la transform ación s o c ia lis ta ...” 13. Parece desprenderse con cla­ ridad que las leyes pueden desempeñar un papel eficaz en la transform ación social. 5.—La dilucidación previa de las dos cuestiones fundam entales que nos planteamos, resultaba indispensable antes de pasar a exam inar el problem a concreto ele la enseñanza del Derecho. Es una conclusión cierta que, cual­ quiera que sea la validez teórica que se conceda a los argumentos exam ina­ 9 10 11 12 13

lio

Social Progress and Laiu, en Transactions of the T h ir d W orld C.ongress of Sociology, vol. 6. No nos ha sido posible consultar la fuente original, sino la transcripción de D ror, Yehezkel en Law and Social Change, T u la n e Law Review, vol. 33 (1959), pp . 740-801. H azard, Jo h n N.: Law and Social Change in the USSR; Londres, 1953. H azard, Jo h n N .: T h e Sino-Soviet D ispute and the Lazo; impreso por la American Foreign Law Association, Inc. T exto de u n a conferencia pronunciada en dicho organism o el 10 de enero de 1964. M ao T se-T u n g : Sobre el tratam iento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo, pasaje citado en Citas del Presidente Mao T se -T u n g ; P ekín, 1966; Ediciones en Lenguas E xtranjeras, p p . 53-54. Mao T se-T u n g : ib íd . Citado p or Snow, Edgar: La China contem poránea; México, 1965; Fondo de C u ltu ra Económica, tomo 1, p. 380.

dos precedentem ente, la realidad nos m uestra el creciente empleo del Dere­ cho, en las diversas sociedades, como una herram ienta destinada a influir sobre los cambios sociales. Es más: constituye una característica contem po­ ránea y m uy reciente, que tiende a com plem entar los fines que tradicional­ m ente se han asignado al Derecho (la justicia, la paz, el orden) con otro más, y de prim ordial im portancia: el progreso social. Ello hace que la ense­ ñanza actual del Derecho deba perseguir la formación del estudiante por lo menos en dos campos fundam entales: el dom inio de la ciencia y la téc­ nica propiam ente jurídica, y el empleo adecuado de la norm a jurídica como instrum ento de progreso y de transform ación social. La enseñanza tradicio­ nal prescindía por completo de este segundo objetivo y era gravem ente defi­ citaria en el prim ero. 6.—El Derecho, como disciplina de conocimiento, tiene un aspecto p u ra­ m ente intelectual o de ciencia abstracta, sometida a sus propios métodos y reglas y susceptible de un desarrollo considerable/con abstracción de todos los elementos no jurídicos. Kelsen lo ha destacado m ejor que nadie, al se­ ñ alar el conocimiento y sistematización de las norm as con el contenido esen­ cial de la ciencia jurídica. Sin ignorar que el Derecho en sí mismo puede ser objeto de estudio sociológico o histórico, en cuanto es una realidad cul­ tural, la ciencia jurídica tiene un campo de acción diferente. Sobre la base de conceptos abstractos y a través de deducciones lógicas, elabora un com­ plejo sistema de reglas norm ativas que constituyen el m undo del deber ser. En este sentido, la ciencia jurídica adm ite sim ilitud con las matemáticas; dado el concepto de triángulo, se deducen de él numerosas consecuencias intelectuales válidas (e incluso necesarias), totalm ente independientes de las aplicaciones prácticas que ellas presentan, o de las ventajas o desventajas que ofrezcan para cualquier fin. Algo parecido ocurre con el sistema de re­ glas que una Constitución establezca para la formación de las leyes, o con las definiciones legales de la hipoteca o del infanticidio. La ciencia jurídica puede alcanzar un alto grado de desarrollo en este sentido, al m argen de la observación de la realidad social en que el Derecho se aplica y con prescindencia del grado de acatam iento efectivo que los ciudadanos o los mis­ mos gobernantes m uestren hacia el sistema jurídico teóricam ente válido en una sociedad determ inada. H asta se puede hacer ciencia jurídica sobre nor­ mas que tuvieron vigencia histórica y ya no la tienen, o sobre norm as hipo­ téticas que se consideran posibles para el futuro, pero que no han alcanzado consagración positiva. Es más: un cierto grado de estudio jurídico sobre n o r­ mas hipotéticas resulta inevitable antes de proponer cualquier cambio de legislación. Por otra parte, no es raro advertir que naciones en las cuales la ciencia jurídica ha alcanzado un alto grado de desarrollo ostenten graves deficiencias en el funcionam iento y utilización del orden jurídico como he­ rram ienta práctica de progreso social (y aun de m ero m antenim iento del orden), en tanto que otras naciones, en las cuales el Derecho se m uestra razonablem ente adecuado a las necesidades sociales, no descuellen en el cam­ po doctrinal por lo elaborado de sus tesis científicas. Pero el Derecho, a diferencia de las matemáticas, no puede lim itarse a ser una ciencia puram ente especulativa: es u n a ciencia esencialmente prác­ tica, que trata de hacer posible la m ejor y más expedita aplicación de las norm as jurídicas a la vida social, y de servir ele este modo a sus fines. Si se deja absorber demasiado por el aspecto lógico-formal de la ciencia jurídica, corre el ju rista el peligro de em pobrecerla y perjudiciarla, pese al aparente progreso o enriquecim iento de sus conceptos intelectuales, porque si las con­ clusiones científicas son impracticables, o inaccesibles a los súbditos del or­ 111

den jurídico, se traiciona su finalidad. La adecuada utilización del Derecho como instrum ento de cambio y progreso social, a la que acabamos de hacer referencia, exige, precisamente, una viva conciencia de este aspecto crítico y pragm ático de la ciencia jurídica. 7.—La deficiencia esencial de nuestra enseñanza del Derecho (al menos tal como se la entendió y practicó hasta no hace mucho tiempo) no radica, como pudiera pensarse, en un enfoque predom inantem ente teórico y en un desarrollarlo como ciencia pura, al m argen de la realidad social. En el solo aspecto de disciplina intelectual abstracta, el nivel de los estudios de Dere­ cho (no nos referimos a ninguna U niversidad en particular, sino a todas aquellas en las que se enseña Derecho) es considerablem ente inferior al que existe en otras ramas del saber cultivadas en las Universidades: ciencias exactas, ciencias biológicas, etc. La docencia ha estado encam inada a la for­ mación de un abogado y no de un jurista; de un profesional, y no de un científico. Ello ha acarreado el descuido de la investigación y de la ense­ ñanza de las bases científicas y filosóficas del Derecho; la pérdida de la visión unitaria de esta disciplina, y el hecho de que la docencia haya estado tradicionalm ente confiada a personas no dedicadas íntegram ente a ella, sino con su tiem po com prom etido preferentem ente por el ejercicio de la aboga­ cía, o de la m agistradura o de alguna función pública (ejecutiva, legislativa, adm inistrativa o en general política), todo lo cual deja poco tiem po para el progreso sistemático en una disciplina intelectual; para leer, para estu­ diar, para investigar, para m antenerse al día; en últim o térm ino, para pensar. No bastan el talento o aun el genio naturales para ser un profesor de p ri­ m era clase: son indispensables el estudio, el trabajo y el esfuerzo constantes. Este es un prim er aspecto de reform a indispensable. No creemos tampoco que la docencia debe estar confiada únicam ente a profesores de dedicación exclusiva; siendo el Derecho, según dijimos, una ciencia práctica y vincu­ lada inseparablem ente a la realidad social, el aporte del profesional o fun­ cionario que está en contacto con el m undo vivo de la aplicación o creación del Derecho será sin duda útil, pero el núcleo central de docencia en las bases científicas del desarrollo deberá estar confiado a personas que hagan de ella su ocupación principal. La tradición de confiar las cátedras a abo­ gados de brillo en el foro o en la vida pública partía del razonam iento, consciente o inconsciente, de que si dichas personas habían alcanzado éxito, en el sentido de tener fama, o prestigio, o dinero, o poder, o posición social, o respeto general, probablem ente podrían enseñar a los jóvenes el secreto de su éxito, a fin de que éstos tam bién pudieran lograrlo, ya que ésta, se pensaba, era la finalidad de la enseñanza universitaria. Este enfoque resulta hoy inaceptable y sobrepasado, y la consecuencia que de él deriva debe cambiar. Este abandono de la investigación ha sido probablem ente uno de los factores más im portantes en la decadencia de los estudios de Derecho. Aun en épocas históricas en que predom inaban la docencia y la clase magistral, como en la Edad Media, cuando se carecía de libros impresos y de otros medios de difusión que hoy ahorran m ucho tiem po de exposición, nunca la investigación, entendida en su sentido más am plio de expansión de las fron­ teras del pensamiento, fue dejada de mano. La fama inm ortal de ciertos maestros no se debió sólo a su erudición, a su acumulación de conocimien­ tos, sino a que eran a la vez adelantados y explotadores del pensamiento, como pudieron ser los casos de A belardo en París o de Irnerio en Bolonia. La docencia que se lim ita a entregar lo que ya se sabe o se da por sabido, se hace a la larga estéril y se desvitaliza, como ocurrió en los últim os tiem ­ 112

pos de la escolástica. Pero cuando el profesor es a la vez un hom bre de pen­ samiento, de inquietud, de estudio, la calidad de su enseñanza se vivifica, y los estudiantes lo perciben. El hom bre que m ejor enseña es el que a la vez está aprendiendo. Por otra parte, una actitud siempre atenta y renovada respecto de lo que se enseña, por conocido que sea el tema y por mucho que se haya enseñado a través del tiempo, casi siempre conduce a descubrir aspectos merecedores de mayor consideración y de nuevas investigaciones. Así como la investigación m ejora la calidad de la docencia, esta últim a es tam ­ bién un estímulo para la investigación. La formación del jurista debe atender a la educación del intelecto co­ mo un todo; no sim plemente a través de la acumulación de conocimientos parciales, sino m ediante la comparación y la sistematización de las ideas. U n intelecto formado, como ha escrito Newm an 14, es el que ha adquirido una visión coordinada de lo nuevo y lo viejo, de lo pasado y de lo presente, de lo próxim o y lo remoto, y que está consciente de la influencia recíproca de todas estas cosas; en suma, no es sólo el conocim iento de las cosas, sino de sus relaciones m utuas y profundas. Para el estudiante que se forma, lo más im portante es ad q uirir una actitud m ental para la cual el dom inio de los principios esenciales es más valioso que la acum ulación de inform ación frag­ m entaria o el dom inio de determ inada destreza técnica. Al concluir sus es­ tudios, no sólo debe ser capaz de com prender lo que ya es conocido en su campo de estudios, sino que debe tener una actitud abierta y receptiva ha­ cia lo que es nuevo, estar dispuesto a explotarlo, ser capaz de m anejarlo y sobre todo, tener iniciativa para im aginarlo y progresar firm em ente por su cuenta lr>. Esto es particularm ente cierto en la esfera del Derecho, donde los conocimientos que consistan en la asimilación de las disposiciones lega­ les vigentes quedarán anticuados o sobrepasados en pocos años. Debe apren­ der más bien a re u n ir elementos de juicio y sopesarlos por sí mismos; rehu­ sar su adhesión a las ortodoxias sólo por el hecho de serlo y desconfiar del argum ento de autoridad, pero por otra parte debe rehusar tam bién la ten­ tación de la negativa sistemática e indiscrim inada y de la hueca originalidad: sus disidencias deben fundam entarse en una sincera posición intelectual y hum ana. Lo dicho no significa que la U niversidad tenga por fin form ar sólo profesores o investigadores, o agotarse en un puro sibaritism o intelectual, lo que tam bién em pobrecería la ciencia del Derecho y desvincularía al estu­ diante del medio social. No puede desconocerse el factor vocacional por el cual la mayoría de los estudiantes tienen una vocación profesional y no do­ cente. Pero la forma en que los profesores enseñan, ebestím ulo que ofrez­ can a la crítica y al pensamiento, la presentación de los conocimientos cien­ tíficos, pueden y deben ab rir horizontes y perspectivas mucho más amplias a los estudiantes que el mero ejercicio de una profesión. Si esto se cum ple cabalmente, tendrá que cam biar el concepto según el cual la persona que ha cursado algún tiem po en la Universidad y no ha llegado a titularse es un frustrado, un fracasado, al menos una persona que ha perdido parte de su vida. Esto es tan absurdo, ya que todo período pasado en la Universidad, por breve que fuera, debería ser considerado como un aporte valiosísimo a la formación de la personalidad de cada uno. Por desgracia, el enfoque exclusivista y obsesivo de los estudios de Derecho hacia la obtención del títu lo profesional de abogado hace que hoy día dicho paso tem poral por las aulas no deje a quien lo hizo sino conocimientos misceláneos y dispersos, 14 15

N ew m an, Jo h n H enry: T h e Idea of a U niversity; Londres, 1899; Longm ans, G reen cdit-; discurso V I, K noivledge Viewed in Relation to Learning. M ountford, James: B ritish U niversities; Londres, 1966; O xford University Press.

8.—CEREN

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una ilustración superficial de térm inos y frases que ni siquiera entiende cabalmente, y que no le servirán siquiera para su propia satisfacción o p ro ­ greso intelectual. La clave para la superación en este aspecto reside en la im plantación de una verdadera flexibilidad curricular (hasta ahora sólo ensayada con m u­ cha timidez), dejando la calidad de básicas sólo para pocas disciplinas de Derecho positivo, y dando en cambio este carácter a las que dan una visión más profunda y más general de lo jurídico. Especial énfasis debe darse a la introducción al estudio del Derecho, a la teoría general y filosofía del mismo, al estudio de la lógica, general y jurídica; al m étodo y técnica legis­ lativos (esto es, aprender a legislar); a la interpretación de la ley; al estudio de los sistemas jurídicos comparados. Todas estas disciplinas deberán recibir u n papel m ucho más im portante que el que actualm ente tienen en los pla­ nes de estudio (algunas ni siquiera figuran en éstos). El dom inio de los idiomas, prim eram ente del propio y tam bién de los extranjeros, deberá con­ siderarse como un instrum ento auxiliar de enorme valor. T am bién se hacen indispensables en este terreno ciertos cambios m eto­ dológicos a los que nos referiremos más adelante. 8.—Las observaciones precedentes podrían llevar a pensar que el enfo­ que profesionalizante, si bien descuida el aspecto propiam ente científico de los estudios de Derecho, capta bien, en cambio, la dim ensión social de los mismos y subordina la especulación científica a una orientación em inente­ m ente práctica. Pero no es así. Lo que se entiende por “orientación prác­ tica” no es la inclusión de un sentido social del Derecho y de la misión del jurista; es la enseñanza de técnicos de defensa, de acomodación o de ataque, para alcanzar valores o metas no jurídicas, que no son el cum pli­ m iento de una vocación de esta clase, ni siquiera en lo propiam ente inte­ lectual, sino de esta posición económica, un prestigio profesional, una situa­ ción social, etc. No se imbuye en los estudiantes la conciencia de la misión de servir que ellos personalm ente deben cum plir; no se les enseña a obser­ var crítica y constructivam ente la forma en que el aparato jurídico cum ple o deja de cum plir sus propias funciones; no se les estim ula a desear el pro­ greso jurídico y a im aginar las formas que puede asumir; no se dice nada acerca de la recíproca influencia del Derecho y de otras creaciones cultura­ les im portantes en la sociedad. El hecho de que hayamos debido dedicar buen núm ero de páginas al comienzo de este trabajo a preguntarnos si el Derecho tenía alguna utilidad en, el proceso de cambio social, nos m uestra hasta qué punto la m entalidad jurídica es conservadora. En otras disciplinas científicas que persiguen fina­ lidades prácticas la misión de progreso aparece como obvia y casi innecesa­ ria de explicitar. En la medicina, es evidente que com batir el dolor, la en­ ferm edad y la m uerte son las finalidades que la ciencia debe servir, y la actividad docente y de investigación se encam ina a ello con naturalidad. Se trata de descubrir nuevos hechos y de inventar nuevas técnicas para que la ciencia vaya cum pliendo cada vez m ejor su misión. En sus respectivos campos, la ingeniería, la agronomía, tienen tam bién una finalidad indiscutida de constante progreso, evolución y perfecciona­ m iento en la persecución de ciertas metas. Ello está lejos de ser evidente en Derecho. El jurista no advierte con claridad (menos todavía el estudiante) que el fin de su actividad científica sea el progreso social a través del cam­ bio (sea de perfeccionam iento o de rectificación) del Derecho vigente, sino que parece conformarse con un acabado entendim iento y com prensión de este mismo Derecho. No vale argum entar que el estudio del Derecho haya 114

de ser puram ente dogmático en razón de que la tarea de perfeccionar o cam biar el Derecho existente pertenece al legislador, esto es, al político, y no al jurista. Desde luego, históricam ente, ha sido abrum ador el predo­ m inio de los abogados entre los legisladores, y aun ahora, en que la situa­ ción ha evolucionado, es indudable que m antienen una influencia preponde­ rante, y deben ejercer una función legislativa p ara la cual sus estudios de Derecho no los han capacitado. En seguida, es sabido que el pensam iento crítico cié los juristas ha sido antecedente determ inante de casi todas las grandes reformas legislativas que los políticos han realizado, y que aun en las transformaciones más revolucionarias y radicales del aparato jurídico, el período siguiente ha necesitado el concurso de los juristas para la construc­ ción del orden nuevo. ¿Cómo puede el jurista cum plir esta misión, si sólo se le ha enseñado a asimilar el contenido y dom inar la técnica del Derecho existente? Es paradojai que la ciencia jurídica, que tiene por objeto el deber ser, se lim ite a la enseñanza y difusión de las norm as que son y no de las que debieran ser. T odo jurista tendría que ser un legislador en potencia; sólo así estará en condiciones cíe entender y aplicar el .derecho nuevo, cuan­ do llegue. Por lo demás, no es sólo m ediante la creación o modificación ele norm as (esto es, en cuanto legislador) como el jurista puede contribuir al progreso del orden existente: puede igualm ente m ejorar las condiciones so­ ciales de su aplicación: librarse de las norm as interpretativas hijas de la escuela de la exégesis y que condujeron a la congelación del Derecho; puede, en fin, divulgar tanto el conocimiento como la crítica del Derecho; y crear así la conciencia social de la necesidad de un cambio, que tarde o tem prano se traducirá en la acción política. A esta m entalidad conservadora contribuye, en prim er lugar, el hecho indiscutible de que u n cierto grado de estabilidad, certeza y perm anencia es indispensable para que el Derecho pueda tener eficacia práctica. R equiere u na m ente alerta el evitar que la estabilidad se confunda con la inm ovili­ dad y la perm anencia con la perpetuidad. A ello se añade, en nuestra época histórica, que el sistema de Derecho que nos rige es hijo del pensam iento racionalista, expresado en el campo jurídico por la llam ada escuela de la exégesis, cuyos principios esenciales son resumidos por Soler 16 en la siguien­ te forma: a) Principio de inmovilización, según el cual la codificación estabilizó el Derecho y io inmovilizó con relación al futuro, como si el proceso gene­ rador del Derecho hubiera quedado clausurado; b) Principio del monopolio interpretativo del legislador, para el cual el pensam iento del creador de la ley es el único recurso legítim o para inter­ pretarla, y que nada anterior o posterior a él puede alterar; c) Principio de discontinuidad, de acuerdo con el cual la codificación, ju n to con crear un Derecho fijo para el futuro, canceló y borró el pasado liistórico jurídico, y d) Principio de exclusividad o reserva, conforme al cual no hay más Derecho que el codificado y la ley es la única fuente de Derecho. Se com prende que esta constelación de principios, derivados de la con­ sideración de que el Derecho se extrae por deducción racional de la obser­ vación de una naturaleza hum ana abstracta inm utable a través del tiempo, lleva p or sí sola a crear en el jurista la im presión de la eternidad del orden jurídico codificado, y por ende, la conclusión de que su tarea se lim ita a entenderlo y poder aplicarlo cabalmente. El cambio de esta m entalidad exige en la enseñanza y formación jurídica la adopción de un enfoque distinto, 16

Soler, Sebastián: Interpretación de la ley; Barcelona, 1962; Ediciones Ariel; capítulo II.

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que restituya al Derecho su necesaria dim ensión histórica, le otorgue un más sólido fundam ento en las existencias hum anas concretas y no en la conside­ ración abstracta de una naturaleza ideal e intem poral, y reem place su petri­ ficación secular por un dinamismo en constante superación. Esta aproxim ación reflexiva y crítica al Derecho debe comenzar por el estudio de las norm as vigentes en sí mismas y en función de la finalidad que se persiguió al establecerlas. Al estudiar una institución jurídica (v. g., el régimen de legislatura bicameral, o las reglas sobre sucesión intestada, o las penas perpetuas, o los recursos adm inistrativos) debe comenzarse por esclarecer los fines que en la m ateria se persiguieron; en seguida exam inar el camino por el cual la ley ha creído lograrlo; luego considerar si dicho camino resultó o no adecuado; si lo es, pensar cuál sería' más apropiado, para lo cual resultará indispensable conocer lo que en otras épocas se hizo en la m ateria y lo que se hace en otras legislaciones actualm ente vigentes; por cierto, analizar si la interpretación o alcance práctico que se da a la respectiva institución es o no el más adecuado, y por fin, volver a conside­ rar si el objetivo perseguido por la institución es hoy día, para la conciencia m oral y social im perante, una finalidad digna de m antenerse (y entonces hay que perfeccionar la institución) o si ya es caducada o está superada (y entonces hay que suprim ir o reem plazar la institución). Comprendemos que esto últim o, al seleccionar metas y em itir juicios de valor social, ya no es un aspecto puram ente jurídico, sino político o filosófico, pero el jurista no puede negarse a entrar en él. El profesor debe cuidarse de no im poner dogm áticam ente sus principios en esta m ateria: debe enseñarlos, ya que para eso profesa un pensam iento propio, pero debe tam bién respetar el punto de vista ajeno. Su m ayor éxito será conseguir que sus alumnos, por reflexión crítica propia, se form en un juicio m editado y personal, coincida o no con el del profesor. Concluida esta prim era etapa, fundam entalm ente jurídica, viene una segunda, en la que debe considerarse la circunstancia social en que el De­ recho se mueve y se aplica. A quí el jurista necesita el concurso indispensa­ ble de la sociología, la psicología, la economía, la historia, etc. Es posible que una determ inada institución jurídica, que en sí misma se juzgue ade­ cuada y convenientem ente para determ inada finalidad, no sea, en la reali­ dad social, cum plida y aplicada, o se la cum pla y aplique mal, o deficiente­ mente. In q u irir en su m edida y cómo ocurre esto; cuál es la relación entre la teoría jurídica y la práctica social; cuáles son las causas; cuáles podrían ser los remedios, es tam bién labor indispensable para el jurista m oderno. La conciencia m oral y social de nuestra época, aun por encima de las dife­ rentes concepciones filosóficas o políticas, lo exige im periosam ente. Debe tenerse presente, eso sí, que aquí no se trata de convertir al jurista en un sociólogo o economista de bolsillo, sino de captar los aspectos de las respec­ tivas disciplinas en que ellas pueden com plem entar a las jurídicas. 9.—Algo debemos decir sobre la metodología y organización, aunque a nuestro juicio la captación íntegra de los aspectos que hemos venido expo­ niendo será suficiente para que la nueva enseñanza del Derecho encuentre los métodos que más útiles sean para cum plir tales fines. Ya hemos hablado de la forma que debe asum ir la flexibilidad curricular. En cuanto a los m é­ todos mismos de enseñanza, creemos que todos los ideales hasta ahora' tienen algún m érito y podrían ser ventajosam ente combinados en la formación com pleta del estudiante. El m étodo dialogante de la clase activa tiene la ventaja de suscitar a la vez el interés del alum no, su participación, y esti­ m ularlo a reflexionar. El “caso m ethod” de C hristopher Columbus Langdell, 116

de tanta aceptación en los Estados Unidos, familiariza al estudiante con la aplicación real del Derecho en los tribunales, aunque sin duda su utilidad es mayor en un régimen de Derecho consuetudinario, como es el anglosajón, que en un sistema de Derecho codificado como el nuestro; además, es de aplicación casi exclusiva en los temas de Derecho positivo, y muy restrin­ gida en los más abstractos y generales. El m étodo de los problem as parte de una norm a conocida y trata de aplicarla a hechos hipotéticos: semejantes en algunos aspectos al sistema de los casos, difiere de éste en que es más bien deductivo, en tanto que el otro es predom inantem ente inductivo. Am ­ bos, sin embargo, exigen una tarea previa a la clase misma, en que el estu­ d iante debe procurarse una cierta inform ación indispensable para aplicar con provecho el método. La clase m agistral y su vecina próxim a, la clase conferencia, no son de desechar enteram ente: son útiles para hacer síntesis de temas muy amplios; para ayudar a los estudiantes en la selección de sus lecturas; para proponer nuevas cuestiones o temas recientes que no se en­ cuentran en los textos se debe profundizar en algunos que sólo se encuen­ tren som eram ente tratados en éstos. No sirven si son mal preparados o se lim itan a rep etir nociones que se encuentran con facilidad en cualquier libro de texto. Los seminarios acostum bran al trabajo colectivo y al debate de ideas; las investigaciones colectivas son fuente fecunda de inform ación y preparan las investigaciones individuales. Y tampoco deben olvidarse las actividades prácticas, sobre las cuales nos extenderem os más en el siguiente párrafo. Para la adquisición de conocimientos debe ponerse térm ino a la actual dependencia absoluta que el estudiante tiene respecto del profesor, apenas suplida por los “m anuales” o “apuntes”. Debe acostum brarse a los alumnos a ir a las fuentes originales de inform ación y hacérselas accesibles: los auto­ res que oye citar, las revistas que publican artículos que debe conocer, los fallos judiciales, y, por cierto, los textos legales mismos que son m ateria de su estudio. Esto supone la organización de una biblioteca bien provista de obras, debidam ente clasificada, bien atendida (todos los días y con horario prolongado), y con medios m odernos de reproducción de textos y m aterial. Debe igualm ente existir un organismo especial encargado de la preparación de m aterial didáctico. Será preciso m antener un activo intercam bio y sus­ cripciones respecto a las revistas extranjeras y acostum brar a los estudiantes a la frecuente consulta y lectura de éstas. Este sistema alivia en m ucha m e­ dida la carga de la obligación inform ativa que pesa actualm ente sobre la clase magistral. Las norm as sobre evaluación y control y los problem as que ellas pre­ sentan no difieren sustancialm ente de los que se presentan a nivel univer­ sitario en disciplinas de parecida naturaleza, y no justifican una considera­ ción más detallada en un trabajo como el presente. 10.—Hay todavía otras funciones que las necesidades de la época recla­ m an de la com unidad universitaria. En verdad no se trata sino de la for­ ma especial de concreción que asume, con respecto a la Universidad, una obligación que afecta a todos los miembros de la sociedad; la de servir a los demás, como lógica contrapartida de lo que cada uno recibe de la sociedad. En el campo específico de los hom bres de Derecho, esta tarea puede asu­ m ir diversas formas, que no se excluyen entre-sí; el estudio perm anente de reformas legislativas y la solución de los problem as técnicos que presenten; la divulgación de conocimientos legales entre todos los ciudadanos, ya que la ley no es para especialistas, y muy especialmente, hacer posible la apli­ cación del Derecho y el im perio de la justicia a todos los niveles, en todas 117

las actividades y a todos los hombres. A quí hay muchos campos abiertos. Piénsese en la escasez de postulantes para el ingreso al poder Judicial, las perm anentes vacantes que ocurren en éste, la falta de personal auxiliar y subalterno; la irrisoria asistencia jurídica para pobres, debida a la escasez de recursos m ateriales y humanos; y no solamente en la asistencia que se traduce en patrocinio de dem andas o de defensa ante los tribunales, sino en la asistencia jurídica en sentido am plio antes de que los casos lleguen a los tribunales y que muchas veces lo previenen; asesoramiento en los p ro ­ blemas de familia, de propiedad familiar, de tram itaciones ante organismos públicos, de situaciones previsionales, etc., en que, sin haber pleito, el ciu­ dadano necesita del consejo y la ayuda del jurista. Igualm ente, gran canti­ dad de servicios públicos del orden adm inistrativo ven lim itada grandem en­ te la función que deben cum plir, por falta de personal en núm ero suficien­ te o deficiente preparación de éste. Pensamos que tanto los profesores co­ mo los estudiantes de Derecho, desde el prim ero hasta el últim o día de su perm anencia en la Universidad, deben incorporarse masiva y obligatoria­ mente, en la forma que dispongan los reglam entos que deberán dictarse, a una forma de servicio social en alguno de los campos que señalamos. 11.—Se nos objetará, tal vez, que u n estudio tan crítico y porm enoriza­ do de las instituciones jurídicas, unido a una dedicación en gran escala y desde el prim er m om ento a trabajos sociales, forzosamente restará tiem po p ara el conocim iento cabal de la enorme masa de disposiciones legales vi­ gentes, que el jurista debe conocer. Probablem ente en alguna m edida sea así, pero a nuestro juicio es más valioso despertar el razonam iento, el crite­ rio jurídico, la captación de la esencia de la juridicidad, el saber apreciar la finalidad de las instituciones, el in terp retar adecuadam ente la ley, que conocer o memorizar un texto positivo. Q uien dom ina esos aspectos, sabrá m anejarse con facilidad frente a un texto legislativo que ve por prim era vez o que no le ha sido enseñado dogm áticam ente; quien no los dom ina, por el contrario, se sentirá perplejo y desconcertado cuando una reform a legislativa cambie el tenor ele la disposición que se le enseña al pie de la letra. En cuanto a la actividad de servicio social, aparte de la elevada fina­ lidad ética que cumple, no creemos que sea contrapuesta a la formación. El Derecho no se aprende sólo en los códigos, como la anatom ía no se apren­ de sólo en las láminas de un libro. El Derecho es un conjunto de norm as o manifestaciones de voluntad, pero es a la vez una realidad social, una crea­ ción cultural que nace y vive en la historia. Conocer su letra no es conocer su vida. Ambas cosas son necesarias.

SE G U N D A SEC C IO N

PROBLEMAS JURIDICOS INSTITUCIONALES DE LA EXPERIENCIA CHILENA

El Estado nacional en el sistema internacional E duardo

O r t iz

Profesor e Investigador, Instituto de Estudios Internacionales, U. CH.

Que la política exterior de un Estado es la consecuencia inm ediata de su situación interna, es un principio que tiende a ser generalm ente aceptado. A esto habría que agregar la relación contraria, esto es, que en m ayor o m enor grado, la situación internacional determ ina pautas de conducta po­ lítica interna, dependiendo esto últim o del grado de libertad de m aniobra que los Estados estén en condiciones cíe ejercer. Las relaciones de la política interna y la política internacional son dialécticas y se trata en ellas de la existencia de un continuo de influencias y contrainfluencias Este somero enunciado levanta una serie de interrogantes que es preciso destacar y por supuesto responder. Si la política exterior de un Estado es la consecuencia inm ediata y ne­ cesaria de su política interior, es preciso determ inar cuáles son las fuerzas que determ inan esa política interna y por qué y de qué m anera esas fuerzas se plantean en la política exterior. De la misma m anera y, por el contrario, si la situación externa influ­ ye en form a significativa en la situación interna de los Estados, es preciso saber quiénes están detrás de esa situación externa y por qué actúan apro­ vechando esas condiciones internacionales para influir en las situaciones internas. Desde luego que todas estas interrogantes no se plantean en el vacío y exigen respuestas concretas en el terreno histórico. El campo internacional es una realidad de fuerzas actuantes con una racionalidad propia y que de­ be ser desentrañada. La prim era gran cuestión que debe ser clarificada a este respecto es si el esquema tradicional explicativo de las relaciones internacionales es verdadero. Ello exige dilucidar como cuestión previa si los agentes de la política internacional tradicionalm ente identificados como tales, son en ver­ dad los creadores y conductores de esa política, o si por el contrario ellos no son sino meros ejecutores de las decisiones de un escondido alter ego. Esto afecta, desde luego, al agente internacional por excelencia: el EstadoNación, pero tam bién a aquellos otros entes, engendros del Estado-Nación, que son las Organizaciones Internacionales. La segunda gran cuestión en este orden de ideas es la determ inación de la verdad o falsedad de la presunta igualdad entre los sujetos o agentes 1

Sobre el tem a ver G riepenburg, R ü d ig er: “ Relaciones en tre política in terior y exterior” en In tr o ­ ducción a la Ciencia Política, de A bendroth y Lenk. A nagram a, Barcelona, 1971.

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de las relaciones internacionales y de su equivalencia en la negociación o en el enfrentam iento que son las posibilidades imaginables en la política internacional. Por últim o, aunque sin pretender excluir a otras de las muchas inte­ rrogantes que podrían surgir de este espinudo problem a, está la de aclarar si existe una “política internacional” distinta de una “economía internacio­ n al”, o si ambos campos se com plem entan o se identifican. Lo que seguirá es un m ero esfuerzo tentativo de apertura de una polémica vasta y comple­ ja y que otros están dilucidando en forma esclarecedora y sugerente. RELACIONES E N T R E P O L IT IC A IN T E R N A Y P O L IT IC A IN T E R ­ N A C IO N A L El sistema internacional ha sido analizado y descrito como el conjunto de re­ laciones jurídicas, políticas y económicas entre unidades individuales lla­ madas Estados. Con el desarrollo de la empresa capitalista y su derivación en monopolios de actuación, preferentem ente externa, ese sistema interna­ cional m uestra sus fallas, inconsistencias y contradicciones. El fortalecim ien­ to del Estado nacional, a p artir del desm oronamiento de las formas feuda­ les de producción y la afirmación de entidades políticas centralizadas ade­ cuadas al desarrollo de la burguesía capitalista, da origen a la construcción de un sistema internacional destinado a regular las relaciones entre esas nuevas estructuras nacionales. La coincidencia de intereses entre las fuerzas económicas y las fuerzas políticas de esos Estados en las prim eras etapas del proceso capitalista facilitan la com prensión de un sistema complejo de un i­ dades atómicas equivalentes. Las formas de explotación inherentes al modo de producción capitalista encuentran en el Estado burgués el instrum ento adecuado para su desarrollo y muy especialmente en el m onopolio de la violencia. Es la posibilidad clel empleo de la fuerza en su forma de Ejérci­ to, Policía, prisiones, etc., la que perm ite la consolidación y perduración del régim en capitalista en la m edida en que ese Ejército, esa Policía y esas p ri­ siones están allí no para el arbitraje entre las clases, sino para la decisión del conflicto en favor de una de ellas y contra la otra, para el favorecimiento de la burguesía y el sometimiento del Proletariado. 2. El desarrollo de la burguesía comercial, a través del proceso de acum u­ lación originaria, conduce a la expansión del naciente Estado burgués ha­ cia ultram ar, en busca de territorios coloniales desde donde serán extraídos d u ran te siglos los esclavos y los productos prim arios y hacia donde irá en busca de nuevos mercados la producción m anufacturera. El desarrollo cien­ tífico y su aplicación a la industria trae como consecuencia el perfecciona­ m iento y el crecimiento de la empresa capitalista. El esquema liberal de la economía se hace trizas con el crecimiento enorme de las escalas de produc­ ción y la im potencia ele los empresarios individuales. Nace el capital social y su form a empresarial, que es la sociedad anónim a con la disociación que le es propia entre gerente y capitalista. La ru p tu ra de las formas perfectas del esquema liberal y el aparecim iento del m onopolio señalan los albores del Im perialism o. Desde la constitución del Estado-Nación en la época m oderna hasta esta etapa ha transcurrido un buen núm ero de siglos y se ha desarrollado la prim era gran contradicción del sistema internacional, a saber: la ru p tu ra de la idea de igualdad entre las unidades políticas del conjunto. Los terri­ torios coloniales, prim ero, y los Estados surgidos de la descolonización, pos­ 2

L enin: El Estado y la R evolución.

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teriorm ente, surgen a la evidencia histórica como sub-Estados, Estados de se­ gunda clase o meros territorios para la explotación. Caming expresaba en 1822: “América española es libre, y si no m anejamos mal nuestros asuntos, ella es inglesa” a. La expansión im perialista da lugar al nacim iento y gene­ ralización de la institución del Protectorado. El Estado “protector o Estado de prim er orden m aneja los asuntos exteriores y ejerce un control estricto del Estado “protegido” o Estado de segundo orden. Francia se apodera del control de Túnez en 1881 y de M arruecos en 1912. Esto sin referirnos a aquellos casos en que había ausencia de estructuras estatales sólidas y en que se celebraban caricaturescos tratados “de potencia a potencia” con los jefes de tribus locales, como ocurrió en la mayor parte de Africa. El Estado-Nación en su desarrollo moderno, que es coherente con el desarrollo del m odo de producción capitalista, no es sólo el gendarm e que proporciona el mazazo cuando lo requiere el capitalista, no es sólo el policía que rectifica las condiciones de orden que han sido alteradas. Es en sí un agente y muy activo de ese desarrollo capitalista, que interviene en la econo­ m ía y proporciona elementos necesarios para que el proceso se desenvuelva. Pueden distinguirse seis funciones públicas de tipo económico que el Estado m oderno ejercita coadyuvando así al perfeccionam iento del sistema económico cap ita lista4. Ellas son: 1.—La garantía del derecho de propiedad, para Engels la principal fun­ ción del Estado. 2.—Liberalización económica. Esto envuelve el establecimiento de las condiciones para el intercam bio libre y competitivo; la abolición de restric­ ciones para el m ovimiento de bienes, dinero y población dentro del área territorial, la uniform ación de la moneda, derecho económico, pesos y me­ didas. U n claro ejem plo histórico de este rasgo lo constituye el proceso de unificación de Alemania. Engels apunta: “Pero la existencia de un conjun­ to de pequeños Estados alemanes, con sus leyes comerciales e industriales muy diferentes, estaba condenada a convertirse en intolerable grillete para esta industria en poderoso desarrollo y para el creciente comercio con el que aquella se encontraba ligada, diferente tasa de cambio cada cierto núm ero de millas, diferentes normas para el establecimiento de un negocio, diferen­ tes tipos de tram pas burocráticas y fiscales e incluso en muchos casos toda­ vía restricciones gremiales contra las cuales toda licencia era in ú til” . . . “Un Código Civil alem án y una libertad de m ovimiento com pleta pa­ ra todos los ciudadanos alemanes, un sistema uniform e de derecho comer­ cial, estas e r a n . . . ahora, las condiciones esenciales de vida para la in> dustria”. “En todo Estado y pequeño Estado, existían, además, diferentes monedas, diferentes pesos y medidas, frecuentem ente dos o tres diferentes tipos en el mismo Estado. . . y —¿cómo podrían operar las instituciones de crédito a gran escala en estas áreas de cambio tan pequeñas? Puede extraerse de todo esto que el deseo de una “M adrepatria” unida, tenía fundam entos muy m a­ teriales” s. 3.—Instrum entación económica, lo que incluye regulación de ciclos eco­ nómicos y planeam iento. 4.—Provisión de insumos a bajo costo como trabajo, tierras, capital, tecnología, infraestructura económica, especialmente energía y com unicado3 4 5

Citado en R am írez Necoehea, H ern án : H istoria del Im perialism o en, Chile. A ustral, 1970. M urray, R obin: T h e Internationalization of capital and the nation state. Edición m im eografiada. Enero de 1970. F. Engels, Nicolás: L ’econom ie m ondiale et VIm periálism e. A nthropos. París, 1969.

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nes o insumos m anufacturados de tipo general como acero, cemento, papel o vidrio. 5.—Intervención para el logro del consenso social en áreas de conflic­ to como seguridad social,'regulación de las condiciones de trabajo, de ven­ ta, etc. 6.—El m anejo de las relaciones externas del sistema capitalista. Este aspecto merece un análisis más cuidadoso, pues es aquí en donde el Estado burgués se vuelca en su acción hacia el sistema internacional. La función política externa del Estado-Nación es una proyección de su equivalente interno. El Estado-Nación es el campeón de los intereses de la burguesía nacional en la arena internacional. Con el desarrollo de la empresa capitalista m onopólica y su expansión a nivel m undial m anifestada en un sistema económico universal en el que circulan mercancías, capitales y población, está estructurado el fenómeno im perialista B. La acción internacional del Estado nacional, es ofensivo-defensiva. A ta­ ca las tarifas aduaneras, los controles ele cambio, los impuestos discrim inato­ rios, las políticas adquisitivas desfavorables conducidas por Estados o mo­ nopolios rivales. Defiende las condiciones que benefician al capital domés­ tico frente a los embates agresivos de los intereses externos. Los medios de que se vale son variados y van desde el poder m ilitar hasta los controles aduaneros, pasando por las sanciones comerciales y el bloqueo. Cuando las potencias europeas echan las bases para el reparto del Africa, en Berlín, en 1885, tienen como preocupación fundam ental el dotar a sus burguesías nacionales del más am plio m argen de libertad en el plano comercial. El acta de Berlín señala en su artículo 1° que “el comercio de todas las naciones (en la cuenca del Congo) gozará de u n a com pleta li­ b ertad”. Las naciones iberoamericanas, alentadas en su proceso de balcanización por Inglaterra, se arrojan unas sobre otras para asegurar las condiciones económicas favorables para sus burguesías. La guerra de Chile contra la Confederación Perú-Boliviana en el siglo pasado, fuera de razones muy im­ portantes de tipo tarifario (aumento del arancel aplicado al trigo chileno por el gobierno peruano y la represalia adoptada por Chile contra el azúcar peruano) tuvo tam bién como objeto: “convertir a Valparaíso en el principal puerto del Pacífico. . . la tarea más im portante que se propuso la burgue­ sía comercial chilena. Su portaestandarte fue un hom bre de sus filas: Diego Portales. La dinám ica de su política tendiente a desplazar a El Callao y a establecer la supremacía de Valparaíso condujo a la guerra” 7. Hemos descrito las relaciones entre política interna y política in ter­ nacional como un proceso dialéctico de influencias y contrainfluencias. Co­ rresponde ahora describir las fuerzas que actúan desde el m undo exterior sobre el medio interno. La política de Alianzas y Coaliciones anterior a 1914 va a ser reem pla­ zada, después de la Segunda G uerra M undial, por la llam ada política de bloques, resultante elel enfrentam iento ideológico entre el m undo socialista y el capitalista y activada en form a considerable por la carrera nuclear. La característica que hace distintos a los llamados bloques de las alianzas y coaliciones radica en el carácter m undial de su actuación, de m anera que el conjunto de los Estados nacionales es directa o indirectam ente influido en sus situaciones internas por las decisiones tomadas por esos bloques. >

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B u jarín , Nicolás: U econom ie m ondiale et Vimperialism e. A nthropos. París, 1969. V itale, Luis: Interpretación marxista de la historia de Chile. Tom o III. Santiago, 1971. PLA.

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Esta situación es característica del período que va entre 1947 y 1962 y que es conocido como de G uerra Fría y al que corresponde una estructura bipolar del sistema internacional. La desintegración de los grandes bloques a p artir del año 1962 (Crisis del Caribe) dio paso a una situación a la que, a falta de una m ejor, se, ha dado la denom inación de M ultipolaridad, en que la actuación de fuerzas centrífugas dentro de los bloques ha hecho per­ der a éstos m ucho de su monolitismo, sin que, sin embargo, hayan dejado de conservar su predom inio las potencias que hacen cabeza en ellos. Las prim eras iniciativas para la formación de un bloque occidental fueron tomadas por los Estados Uñidos a través de la llam ada doctrina T r a ­ man, el Plan M arshall y el Pacto Atlántico. La motivación declarada fue siempre la defensa del “m undo occidental” ante el avance del campo socia­ lista. Los temores norteam ericanos crecieron después de la guerra con la ex­ pansión de la U nión Soviética m ediante la incorporación de una parte de Polonia, la Prusia O riental, la recuperación de la Besarabia y de la R utenia subcarpática. Previam ente en 1940 habían sido anexados los países bál­ ticos 8. Fuera de ello, el bloque socialista se había constituido por la liberación de los países ocupados por los alemanes durante la guerra. En esta situación estaban: Polonia, R um ania, H ungría, Bulgaria, Yugoslavia, A lbania y Che­ coslovaquia. A p artir de 1945 es evidente la superioridad m ilitar de los Estados U n i­ dos gracias a su dom inio nuclear. El equilibrio en esta m ateria sólo será al­ canzado por la U nión Soviética en el año 1953. Desde un comienzo la vida dé los Estados com prendidos en los bloques fue profundam ente alterada desde el exterior. Así el Plan M arshall, lanza­ do en 1947, obligó a los países europeos a condicionar sus economías a los dictados norteam ericanos con efectos muy trascendentales y que h an veni­ do a percibirse muchos años más tarde. El Pacto A tlántico de 4 de abril de 1949 es el prim ero de los acuerdos im portantes de postguerra en m ateria de seguridad. Está inscrito en las prescripciones de la C arta de Naciones U nidas y abarcará a decenas de paí­ ses com prendidos en un vastísimo marco territorial. T o d a la parte occiden­ tal del hemisferio norte queda así cubierta por el acuerdo: 15 Estados m iem ­ bros, desde C anadá a 1 urquía, los departam entos franceses de Argelia y las islas del A tlántico N orte hasta el T rópico de Cáncer. El sistema m ilitar occidental bajo liderazgo norteam ericano se había constituido de esta m anera. P ara cubrir con él al m undo se había firm ado además el Pacto de Asistencia Recíproca de R ío de Janeiro en 1947 (incor­ porado en 1948 a la C arta de o e a ) , el Pacto de la Organización del T r a ­ tado del Sudeste Asiático de septiem bre de 1954, el Pacto de Bagdad en febrero de 1955 y numerosos acuerdos bilaterales destinados a hacer frente a cualquier m ovim iento de liberación anticolonial alentado p o r los países socialistas. El Pacto A tlántico dará lugar a una estructura política m ilitar de suma im portancia en los años de la G uerra Fría, que es la Organización del T ra ­ tado del A tlántico N orte ( o t a n ) . Estas formas agresivas de organización obligan al campo socialista a adoptar m edidas similares. La prim era etapa de postguerra vio el entendi­ m iento de los países socialistas a través de acuerdos bilaterales de amistad, cooperación y asistencia m utua. Cada uno de los países del campo va a afir­ m ar este tipo de tratados con la U nión Soviética. Es a través de u n tratado 8

M erle, M arcel: La Vie Internationale. A rm and Colin. París, 1970.

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bilateral de 14 de febrero de 1950 que se regulan las relaciones con la triunfante revolución proletaria en China. Los acuerdos colectivos no ven la luz del día sino tardíam ente y siem­ pre como respuesta a las iniciativas del m undo capitalista. El c o m e c o n (Consejo Económico de Asistencia M utua) se crea 18 meses después del Plan M arshall, y el Pacto de Varsovia, respuesta al Pacto Atlántico, sólo se firm a el 14 de mayo de 1955. El m undo bipolar ve su desintegración alrededor de la década 60. Las contradicciones agitan tanto al campo capitalista como al campo socialista y los ejemplos abundan. Desde el año 1948 Yugoslavia adopta una línea propia. En 1953 hay problem as en Berlín. 1956 es el año de dos grandes crisis: Polonia y H ungría. En 1959 la U nión Soviética decide el retiro de sus técnicos, com prendidos los especialistas en energía nuclear, y la suspen­ sión de la ayuda económica a China. El fin de la bipolaridad puede fijarse en la llam ada crisis de los Co­ hetes, o del Caribe, en 1962 y con el establecimiento de la política de Co­ existencia Pacífica que abre cada vez más la grieta producida entre China y la U nión Soviética. Ella va acom pañada de la demostración de efectivi­ dad de la estrategia de disuación, de que la utilización de armas atómicas se hace cada vez menos probable y de una tendencia cada vez mayor a pres­ cindir de la opinión ele los pequeños Estados naciones sin poder suficiente. T a l vez el ejem plo más dram ático de esto sea el papel jugado por Cu­ ba en la crisis del Caribe de octubre de 19621y el que m ejor ilustre nuestra objeción inicial a un esquema de sistema internacional basado en unidades estatales de valor equivalente. Como se recordará, en aquella oportunidad, Estados Unidos declaró una cuarentena naval en torno a C uba con motivo de la instalación de ramplas de cohetes soviéticos en la isla. Esta situación motivó reuniones urgen­ tes en la o e a y el Consejo de Seguridad y una interesante corresponded cia entre Kennedy y Jrushov. Como resultado de las decisivas presiones de Estados Unidos, la U nión Soviética convino en desm antelar las bases de co­ hetes bajo supervisión internacional. Esto perm itió un relajam iento de la tensión y motivó una declaración de Kennedy agradeciendo las buenas ges­ tiones de jrushov. Los misiles y bom barderos soviéticos estacionados en C u ­ ba fueron retirados, sin que el gobierno de La H abana perm itiera, es cier­ to, el ingreso de observadores internacionales. El l 1? de noviem bre de 1962 Fidel Castro declaraba en televisión que “existieron diferencias de opinión entre Cuba y la U nión Soviética, pero que ellas serían resueltas en forma privada entre los dos países. Que los cohetes eran de propiedad soviética y que la u r s s tenía todo el derecho a retirarlos sin que C uba pusiese obs­ táculos a ese retiro ” 9. U na decisión de soberanía interna, de acuerdo con los cánones clásicos del funcionam iento clel Estado, había sido tom ada fuera de las fronteras y con el desacuerdo del gobierno del Estado afectado. Los datos de la p olíti­ ca exterior habían prim ado sobre los de la política interna. El bloque occidental hizo crisis en 1966 con el retiro de Francia de la o t a n . Asimismo el repliegue en el Sudeste asiático del mismo país y de G ran Bretaña, que abandonó sus posiciones del este de Suez, han dejado a los Estados Unidos en la soledad en sus campañas de agresión en esa zona clel m undo. En América latina la últim a intervención arm ada del Im perialism o de tipo clásico se produjo en Santo Domingo. Las formas operatorias parecen dirigirse ahora hacia un nuevo tipo de táctica que sería la creación de los 9

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Keesing’s Contemporary Archives. 1962-1963.

llamados Subimperialismos desde los cuales ejercer una política de control en segundo grado. Es el caso de Brasil en nuestro continente con su secue­ la trágica de Bolivia y el de la República ele Africa del Sur, que actúa co­ mo placa móvil en ese continente. A este respecto es notable el apoyo cre­ ciente que este últim o país encuentra en líderes de la descolonización, sien­ do el más notable el de Félix H ouphouet-Boigny en la Costa de Marfil. Los acontecimientos de la política exterior que han afectado reciente­ m ente a la R epública P opular China, como la aceptación ele su delegación ante la o n u y la consecuencial expulsión ele Taiw an, y la visita del Pre­ sidente N ixon a Pekín, parecen indicar una vuelta a esquemas políticos de realismo en el plano internacional. La política hacia el Este, del gobierno Socialdemócrata de B randt en Alemania, y el cambio de tono de los soviéticos respecto del M ercado Co­ m ún Europeo (tal vez una concesión táctica para facilitar el camino a B randt en sus esfuerzos por aprobar los tratados con la o r s s y Polonia, son índi­ ces que parecen ap u n tar en el mismo sentido. En todo caso, un buen núm e­ ro de conclusiones está por sacarse en esta m ateria. O tro dato sorprendente es la reanudación de los bom bardeos norteam e­ ricanos sobre Vietnam del N orte y el m inado del puerto de H aiphong. R e­ cursos desesperados utilizados como represalias ante el avance de las tropas norvietnam itas y del Frente de Liberacieín Nacional, ellos no han determ i­ nado una respuesta categórica ele la U nión Soviética y por el contrario, sus dirigentes se aprestaron para recibir la visita program ada de antem ano del Presidente R ichard Nixon, la que no sufrió alteraciones. LAS ORGANIZACIONES IN T ER N A C IO N A LE S U n fenómeno característico dél sistema internacional contem poráneo es la proliferación, especialmente a p a rtir de la segunda postguerra, de las orga­ nizaciones internacionales. Las formas ele entendim iento colectivo entre los Estados Nacionales en el sistema clásico de relaciones exteriores eran de carácter m eram ente tran ­ sitorio y tenían por objeto solucionar períodos de crisis. A p artir de 1945 puede observarse como tendencia la perm anencia en el tiem po ele un sin­ núm ero de organizaciones de esta naturaleza y que responden a las más variadas formas y preocupaciones. Como principio, bien vale no perder de vista el hecho fundam ental frecuentem ente olvidado de que los organismos internacionales son creados por la voluntad soberana de los Estados y perduran en la m edida en que éstos los m antienen. La adhesión a ellos es pues enteram ente voluntaria y frente a la cuestión perm anentem ente levantada de si sirven para algo, está la respuesta objetiva de la participación muy activa que en ellos tienen todos los Estados del m undo. La práctica de las organizaciones internacionales denota sin embargo que ellas son foros o escenarios en que los Estados y las fuerzas que sé ub i­ can detrás de ellos realizan sus políticas habituales. El principio de universalización de contactos políticos, característico de la época contem poránea, encuentra en las organizaciones internacionales su esfera más certera de realización. Siendo los organismos internacionales en esta etapa de su desarrollo es­ tructuras en que los Estados continúan por otros medios sus políticas exte­ riores habituales, no es dable esperar m ucho en cuanto a su organización y resultados, de allí que aparezca como sorprendente un cierto tipo de aná­ lisis, extraordinariam ente optim ista, que efectúan algunos teóricos de las 127

relaciones internacionales en cuanto a balance y perspectiva de este tipo de organización 10. Como principio rector pareciera que lo único cierto es que las organizaciones internacionales son aquello que los Estados miembros quieren que sean. Ni más, ni menos. Como la evidencia histórica es la de que existe una absoluta desigual­ dad entre Estados supuestam ente equivalentes, ese panoram a se ve corrobo­ rado por lo que ocurre en los organismos internacionales, no sólo desde el pu n to de vista del resultado de sus actuaciones, sino tam bién en lo que se refiere a los mecanismos utilizados para su funcionam iento. Así, es frecuente la existencia de órganos restringidos, a los que sólo tienen acceso determ i­ nadas potencias, y de votos de diferente ponderación. P or la m ucha fe que algunos colocan en sus actuaciones y por la in d u ­ dable influencia de tipo político que tienen sus trabajos, es de destacar la función que desempeña en nuestro continente c e p a l (Consejo Económico para América Latina), órgano especial de Naciones Unidas. De ordinario acertado en sus diagnósticos, se le atribuye tam bién una serie de virtudes que van desde constituir “una nueva élite intelectual que m uestra su capa­ cidad para investigar las realizaciones latinoam ericanas con instrum entos in ­ telectuales creados por latinoam ericanos”, hasta ser, ju n to con otras organi­ zaciones regionales, “asilos políticos para expertos que no pueden, por razo­ nes políticas, trab ajar en sus propios países” n . Donde la discusión es ardua, es en torno a sus recomendaciones de tipo operativo destinadas a delinear políticas prácticas. Así se ha dicho, y con m ucha razón, que m ientras “ c e p a l ha logrado desarrollar los elementos de un análisis incisivo de los síntomas del subdesarrollo latinoam ericano. . . los intereses particularistas y particulares de la burguesía y su representación ideológica y política a través de la c e p a l intergubernam ental, desde luiego le prohíbe a la c e p a l el desarrollo de un análisis igualm ente incisivo de las causas del subdesarrollo y de una estrategia capaz de superarlo” 12. Así, por ejemplo, respecto de la integración latinoam ericana, que ocupó un lugar destacado en el pensam iento de c e p a l desde su creación, cabe des­ tacar que el fracaso de las experiencias integracionalistas ha llevado a este mismo organismo a ubicarla en el últim o lugar de los medios para llevar adelante la estrategia del Segundo Decenio de Naciones U nidas para el de­ sarrollo. * A muy pocos cabe duda hoy de que la estrategia integracionista fue im pulsada por Estados Unidos para favorecer a sus corporaciones monopolísticas m ultinacionales, al extrem o de que en 1967 el propio Presidente Johnson voló a P unta del Este para dar su más caluroso respaldo a la inte­ gración, poniéndola así en el prim er lugar de las prioridades. U na de las más poderosas dificultades que enfrenta y enfrentará en América latina todo esfuerzo de esta especie es “la considerable autonom ía con que actúan en 4a región poderosos consorcios internacionales que controlan no solamente las actividades tradicionales de exportación, sino tam bién gran parte del sector m anufacturero m oderno” 13. U n ejem plo práctico inm ediato sobre el cual no vale la pena extenderse demasiado, es el dram a de u n c t a d (Conferencia de Naciones U nidas para el Comercio y Desarrollo). Los sucesivos fracasos de estos encuentros entre países desarrollados y subdesarrollados, dem uestran que a la hora de la adop­ 10 11 12 13

Lagos, Gustavo: “ El papel político de las organizaciones regionales en América la tin a ” . En Revista M ensaje N9 207, M arzo-Abril 1972. Ibíd. G u n d er Frank, A ndré: “ CEPAL: política del subdesarrollo” en Pensam iento Critico N

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