Story Transcript
1 EL DÍA EN QUE LA BIBLIA SE CONVIRTIÓ EN UN LIRIO
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uando Giovanna entró a la capilla de la prisión, el padre Amado estaba prendiendo el primer cirio. Como si el tiempo se hubiera detenido en su alma, el buen cura se quedó mirándola, mientras la luz del cirio le bañaba la mano, el brazo en alto, y el rostro enrojecido por la emoción. “¿María Magdalena?”, pensó. Y así estuvo un buen rato, con el corazón en vilo y la boca abierta, hasta que un monaguillo se acercó corriendo y le dijo al oído: –Padre: ¡se le está quemando la sotana! Al escuchar la voz de su acólito, el cura salió del éxtasis, y aun cuando sí había un hilo de humo en su sotana, en realidad no era el humo de una conflagración, sino el gas de la sublimación de una gota de cebo que le había caído en las faldas. Una vez el hechizo se esfumó, el padre Amado delegó el oficio de prender velas al monaguillo atento, y le entregó la vara con que todos los días practicaba este acto sacro. Pero como a pesar de haber delegado la función de prender cirios el padre Amado continuaba mirándola, al bajar los escalones de la tarima para caminar hacia el confesionario pisó en falso, y aun cuando agitó los brazos para no caerse, fue a dar a los pies descalzos de la bella Giovanna. Ella quiso inclinarse para ayudarlo, pero él, en un ademán de dignidad de hombre macho, alzó el brazo, y con la mano abierta le hizo saber que no necesitaba su favor. Se arrodilló, dobló una pierna, se apoyó con la mano derecha en ella, y se puso de pie. Una vez sentado dentro del confesionario, con las rodillas juntas y con La Biblia sobre los muslos, le dijo a Giovanna: –Dime tus pecados… 9
Ramón Manrique Focaccio
Giovanna no se había confesado nunca. Su abuela se lo había prohibido. “Los curas son los que le abren los ojos a las niñas en el mueble sagrado, haciéndoles preguntas que ellas no saben responder, pero que ellos, en su sabiduría de zorro viejo, se encargan de aclarárselas en la cama”, decía. Por eso, cuando el padre Amado le dijo “dime tus pecados”, Giovanna miró al cielo, bajó la cabeza, se miró las manos, y lo único que se le ocurrió fue cerrar los puños, apoyar el mentón encima de ellos, cerrar los ojos, y sumirse en una profunda reflexión. Sorprendido por el silencio, el padre Amado que estaba recostado con los ojos cerrados en el espaldar del confesionario, los abrió, enderezó el cuerpo, y acercó el rostro hacia la rejilla por donde se deslizaban a diario los pecados. Pero al ver a Giovanna con los párpados bajos y los labios abiertos, al ver esos labios temblorosos y húmedos, sintió un espasmo que se detuvo en sus vergüenzas como si fueran un volcán a punto de estallar. Con la boca abierta y sudando, con las manos temblándole sobre las rodillas, el padre Amado se acercó sediento hasta tocar la celosía que dividía las culpas de la absolución. Cuando Giovanna sintió la presencia de alguien respirando en su boca, abrió instintivamente los ojos, y al sentir el vaho ardiente de esa respiración, contuvo suavemente el aliento, y sin dejar de mirar la celosía, retiró su cara para evitar que su resuello tibio se uniera con el jadear de perro del confesor. A su vez, al otro lado de la ventanilla, mirando sin ser visto, el pobre cura, al ver unos ojos azules que lo miraban con espanto, alejó su rostro de pecador sin culpa, y abandonó corriendo el confesionario, sin percatar que La Biblia que tenía en sus muslos había caído como un lirio abierto en el piso de tablas de la capilla del penal.
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2 “HAY DÍAS EN QUE SOMOS TAN LÚBRICOS, TAN LÚBRICOS”
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sa noche el padre Amado no pudo dormir tranquilo. Cada vez que trataba de hacerlo, unos ojos azules se abrían para mirarlo. En un principio, creyó que esa mirada era de Dios. Pero cuando a los ojos azules se le sumaron una nariz respinga que se elevaba con una avidez de aromas concupiscentes, y las ventanas de la nariz se dilataron, y los labios rojos se abrieron, vio a la bella cautiva que esa misma mañana no pudo confesar sus pecados de amor. Quiso en el sueño despertarse para borrar la fantasía, pero la mano del deseo le acarició el vientre, un éxtasis de gloria lo llevó a la estrellas, y por primera vez se humedecieron las partes nobles del padre soñador. Un momento después de que los espasmos de gloria lo despertaran con la boca abierta, se levantó, se quitó la piyama, se bañó, se puso otra piyama de color cielo, se secó el cuerpo y el pelo con una toalla blanca de algodón, se miró al espejo, y como si fueran un peine, hundió y pasó los dedos por los cabellos ondulados. –Yo no tuve la culpa –dijo. Al día siguiente, entró a la capilla silbando. Como no tenía La Biblia en la cual se apoyaba para el sermón, quiso improvisar la homilía con argumentos que nunca pudo coordinar. Y en vez de convencer a las cautivas y a las monjas con las palabras milenarias de “El Evangelio”, recitó un verso de Porfirio Barba Jacob, con una voz tan cálida, tan cálida, que todas las monjitas que estaban sumidas en el arrepentimiento y la oración, alzaron la cabeza para mirarlo: 11
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“Hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos, que nos depara en vano su carne la mujer, tras de ceñir un talle y acariciar un seno, la redondez de un fruto nos hace estremecer”. Luego, puso una mano sobre la mesa, y al ponerla tumbó la copa y regó el vino. Las monjas que estaban con la boca abierta para recibir el cuerpo del Señor, no pudieron comulgar. Al terminar la misa, en vez de bendecir a las creyentes y decirles “vayan con Dios”, el padre Amado se santiguó a sí mismo, y les dijo ¡chao!
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Veo Mujeres Desnudas en la Iglesia
3 LA NOCHE EN QUE EL OBISPO ROJAS QUISO VER A GIOVANNA
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uando la Madre Directora de “El Buen Pastor” le comentó al arzobispo la extraña conducta del padre Amado, el prelado quedó profundamente preocupado. “Hay que cambiarlo de parroquia”, pensó. Y después de ponerse el dedo índice en los labios arqueados por la duda, se preguntó en voz alta: –¿Pero a dónde? –¿A una cárcel de hombres? –insinuó tímidamente la Abadesa, mientras se frotaba los dedos y miraba al Arzobispo de reojo. El Arzobispo se quedó pensando; hizo una bolita con el dedo índice y pulgar de una morona de pan que encontró en el bolsillo de la sotana, y después de lanzarla en una papelera con la precisión de un basquetbolista de los Bulls, le dijo a la Abadesa: –¡Buena idea! –Luego, frotándose las manos de entusiasmo, agregó –: ¡Saque papel y lápiz! A los dos días, el padre Amado recibió una carta marcada con un sello azul. En una letra redonda de mujer, el Señor Arzobispo le comunicaba su deseo de premiar “su devota evangelización que realizó durante tantos años, y con tanto fervor, en la cárcel de mujeres de “El Buen Pastor”. El premio, una feligresía en la prisión de “La Guitarra”, la más importante del país. El portador de la carta era el obispo Rojas, prelado mayor de la intendencia de Casanare. 13
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–¿Cuál es la celda de Giovanna? –preguntó el Obispo cuando vio que el buen cura había terminado de leer la comunicación. Al ver el padre Amado que en el reloj cucú de la pared eran las nueve y media de la noche, preguntó: –¿Su eminencia quiere ir ahora hasta donde Giovanna? –Sí. –¿No, es mejor dejarlo para mañana? –¿Por qué? –Son las nueve y media de la noche... –¿Y…? –Debe estar dormida. Aquí a las reclusas las obligan a dormir temprano. –No importa –le contestó el Obispo. Luego, mirando a la Abadesa que permanecía prudentemente a varios metros de distancia, le dijo –: ¿Me puedes llevar hasta allá? –¡Claro que sí, eminencia! –le contestó la monja. Después de andar por un largo corredor a medio iluminar, llegaron a una celda, en donde a través de las rejas de hierro, se podía divisar el dorso de un cuerpo de mujer, recostado de espaldas sobre un catre.
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