Daniel Riquelme y El perro del Regimiento: antecedentes fundamentales

Animales patrios de la fauna simbólica chilena: el cóndor, el huemul y El perro del regimiento, de Daniel Riquelme. Eduardo Aguayo Rodríguez. Universi
Author:  Luis Aguilar Paz

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Animales patrios de la fauna simbólica chilena: el cóndor, el huemul y El perro del regimiento, de Daniel Riquelme. Eduardo Aguayo Rodríguez. Universidad de Concepción. Introducción. Este estudio tiene su origen en la lectura de un texto que, a partir de la ficción, nos instala en el territorio de la Historia. Se trata de El perro del regimiento, del escritor chileno Daniel Riquelme, autor que en su momento fue celebrado como fundador del cuento moderno chileno pero que ahora permanece relativamente ignorado por la crítica literaria; a pesar de este hecho, la frecuente inclusión de este relato en distintas antologías y manuales escolares ha hecho perdurar a Riquelme en la memoria viva de los lectores, aunque sería más justo decir que, por sobre el recuerdo del autor, lo que ha resistido al olvido es el humilde protagonista de esta historia cargada de tragedia y patriotismo. Sobre esta figura animal, emparentada con el perro callejero tan popular en el imaginario animal chileno, y sobre el sentido político de su destino en el relato, es que planteamos las líneas que siguen. En términos teóricos, queremos adherir al interés por examinar los animales de ficción presentes en el extenso ámbito de las ficciones animales de la literatura hispanoamericana desde una perspectiva fundamentalmente dialógica, destacando la interacción que la literatura establece con la realidad social/histórica; asumimos, en este sentido, que las ficciones animales tienen una amplia presencia simbólica que excede lo exclusivamente literario. Sabemos, desde Bakhtine, que la realidad social que habitamos es una amalgama de relatos, de mitos, de símbolos que, lejos de formar un tejido claro y homogéneo, ofrece a quienes intentan descifrarla una polifonía a menudo disonante y contradictoria: el mundo está poblado de signos en pugna, de nombres y palabras cargadas de solemnidad y desprecio, de gestos heroicos y traicioneros, de historias gloriosas y abyectas, y los animales, por su puesto, han figurado desde milenios como protagonistas de esta selva confusa. Ya sea como imagen sagrada o como emblema secular, podemos decir que estas bestias simbólicas han ejercido su rigurosa soberanía sobre la cultura de los pueblos, aunque tales imperios distan de ser eternos o invulnerables: el mismo devenir histórico prepara el camino para el arribo de otras fieras que, sobreviviendo a la sombra del orden, se alzan a su tiempo para establecer los dominios de su propia comunidad imaginaria. Sabemos también que la literatura, como señala extensamente R. Piglia (2001:14), ha sabido recoger este murmullo social para construir una imagen cifrada del mundo. La ficción literaria recrea, exagera, distorsiona, traiciona el orden social de los signos, estableciendo en este diálogo una mirada que es tanto creativa como crítica: más allá del tigre real en la ficción palpita el tigre escrito en las enciclopedias, en las literaturas y en el espacio común de los sueños, como elegantemente dictan los cuentos de Borges, pero también palpitan los deseos y los temores del individuo, de un pueblo o de toda la humanidad. Reconocemos en esto la posibilidad política de la ficción literaria, un fino pero agudo

compromiso que puede establecer con la realidad extratextual, sin perder por ello su propia condición de realidad imaginaria. Es sobre esta posibilidad que planteamos nuestro análisis del texto de Riquelme: para intentar develar, en el sutil diálogo que su protagonista animal establece con las bestias tutelares de Chile, una lectura política que la crítica apenas ha empezado a señalar. Daniel Riquelme y El perro del Regimiento: antecedentes fundamentales. Hijo de un taquígrafo del Senado y de una improvisada profesora de barrio, Daniel Riquelme (1857-1912) nace en Santiago de Chile en la antesala de la llamada República Liberal (1860-1891) que vendría a reemplazar, por lo menos nominalmente, los tres decenios de gobierno conservador, caracterizado, como señala Salazar (1999: 15), por un proyecto de «“orden nacional” a menudo revestido de rasgos autoritarios». En este contexto – y al igual que Diego Barros Arana y Benjamín Vicuña Mackenna, sus mentores ideológicos y literarios – Daniel Riquelme adhirió a un progresismo político moderado, que en la práctica se tradujo en una postura más bien crítica respecto a ciertos aspectos de la vida social y cultural que delataban la herencia colonial española, como sucedía con la notoria influencia de la iglesia católica en la vida civil de la época; el liberalismo de Riquelme no impidió, sin embargo, que celebrara el golpe de estado de 1891 con el que se puso término al gobierno del presidente Balmaceda, discutido líder progresista apoyado en un comienzo por los liberales. No deberíamos entender esto como una completa contradicción, en la medida en que la oposición liberal-conservador designaba, más que un verdadero antagonismo ideológico, dos tendencias culturales de una misma clase política. Sus estudios incompletos de Derecho en la Universidad de Chile, su labor como periodista, reportero y corresponsal de guerra y su trabajo como funcionario público dentro y fuera del país contribuyen a hacerse un perfil de su formación letrada, ecléctica y subalterna. Sumando estos breves antecedentes, concordamos con el novelista Manuel Rojas (1957: 206), que vio en Riquelme un temprano «hijo de la clase media chilena». En el contexto del canon literario chileno, Carrasco (2008: 150) ubica a Riquelme como exponente de la generación naturalista-criollista de 1882, señalada por el carácter nacionalista y regionalista de sus temas y por la incorporación de personajes populares hasta ese momento marginados de la representación literaria, como sucede con el caso del roto. Dentro de este grupo, Riquelme aparece como un costumbrista destacado, renovador de una tradición que, desde su fundación con la prosa periodística de José Joaquín Vallejos, sufría un evidente estancamiento expresivo; en este ámbito, la contribución del autor sería doble: por una parte, renueva el arsenal retórico de la prosa costumbrista, enriqueciendo su dimensión sonora y aportando metáforas e imágenes de una libertad inusual para la prosa de la época; por otra, introduce nuevos referentes y temas para consideración literaria, como destaca

Rojas (1957: 204), cuando afirma que, si bien ya en la prosa de Daniel Barros Grez

encontrábamos los primeros árboles de la literatura nacional, con Riquelme «aparecen los primeros

pájaros, adquisiciones valiosísimas ambas, si consideramos que hasta ese momento, y a juzgar por sus escritores, parecía que Chile era un país en que no había sino peñascos». Respecto a este último punto, señalemos que es posible percibir una figuración constante y significativa de los animales, especialmente los domésticos, en distintos momentos de la obra de Riquelme, lo que podría dar cuenta de una particular sensibilidad animalista hasta el momento ignorada1; en efecto, a pesar de este indicio, la crítica ha preferido recordar al escritor por su contribución a una tradición literaria mucho menos feliz: la de cierta «escritura laudatoria de los triunfos marciales», como denomina Barraza (2010: 98), y a la que se plegaría, sobre todo, con su relatos inspirados por la Guerra del Pacífico2. Desde esta perspectiva, El perro del regimiento, publicado en su primera versión en el libro Chascarrillos militares (1885) e incluido luego con leves modificaciones en Bajo la tienda (1890), pertenecería a este triste canon. Una revisión crítica confirma que el cuento, que narra la vida y muerte de un perro-soldado durante las campañas de Tacna y Lima, ha sido interpretado por los principales comentaristas de Riquelme como una suerte de alegoría épica destinada a exaltar la valentía y sobre todo la abnegación del chileno durante el conflicto; en este sentido, para Mariano Latorre (1971: 485) Coquimbo, el protagonista, «no es un perro cualquiera, desgraciado o feliz, sino un símbolo de raza»; la abstracta indiferencia que emanaría de esta figura, a juicio de Silva Castro (1966: 25), se conjugaría con el estilo desafectado de Riquelme, quien narraría la guerra «en forma despreocupada, como si no tuviera importancia» , ya que dar la vida en combate, afirma el crítico, sería «la cuota que la patria exigía a sus hijos en la prueba tremenda de la guerra, y todos la entregaron sin chistar» (ibíd.). Al respecto, concordamos en afirmar que los distintos relatos y anécdotas militares de Riquelme construyen un discurso evidentemente patriótico; palabras como gloria, honra, bravos y sobre todo sangre saturan el espacio textual de sus relatos para referirse a sus compatriotas, lo que no debería resultar extraño, si recordamos que muchos de estos textos fueron concebidos en el contexto de su participación como corresponsal en la guerra contra Perú y Bolivia; El perro del regimiento, sin embargo, resultaría singular por ciertos detalles que componen la figura de su protagonista animal y que posibilitan, a nuestro juicio, una lectura distinta a la épica histórica señalada hasta el momento por la crítica. Para ello, indaguemos en el linaje material y simbólico de Coquimbo, y a partir de esta información, intentemos leer la versión cifrada que Riquelme propone de la historia.

1 No es el objetivo de este estudio extenderse con más detalle sobre este punto. Consignemos solamente, a modo de ilustración, el carácter familiar de aves y otros animales mayores, como una vicuña altiplánica, en el artículo Mi corral, la imagen de los caballos urbanos maltratados por el tranvía en Los urbanos, la de los caballos militares en La revolución del 20 de Abril de 1851, o las anécdotas sobre las plagas animales que trajeron a América los naufragios europeos, incluidas en su Compendio de la historia jeneral de Chile. 2 Con este nombre se identifica al conflicto bélico que enfrentó a Perú, Bolivia y Chile por el control del desierto de Atacama, rico en yacimientos minerales, y por la soberanía del Océano Pacífico Sur, durante un periodo de tiempo comprendido entre los años 1879 y 1884; a pesar de haber transcurridos 150 años de finalizado el conflicto, su actualidad todavía puede verificarse, tristemente, en las continuas disputas diplomáticas y judiciales que sostienen los países involucrados.

Coquimbo: perro-quiltro, perro-cóndor, perro-huemul. Convengamos que, en principio, rastrear el ascendiente de Coquimbo es una tarea de inciertos resultados, sobre todo si consideramos el origen que el mismo texto le declara: Coquimbo es un perro «abandonado i callejero, recojido un día a lo largo de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado» (Riquelme, 1890: 99)3. El relato no entregará ninguna otra característica especial, ningún rasgo fenotípico que permita al lector identificar al protagonista con alguna raza canina definida; al contrario, el principal atributo de Coquimbo parece ser su falta de pedigrí, por lo que, para utilizar un término aceptado por la RAE, Coquimbo vendría a ser de la raza de los quiltros, es decir, de los perros corrientes, sin genealogía documentada; el sentido actual del término ignora, sin embargo, el hecho histórico de que a fines de la Colonia el Abate Molina (1788: 302) daba cuentas en su Compendio de una clase de perro, el «Borbón pequeño llamado Khilto», que habitaba el Reyno de Chile antes de la llegada de los españoles y que Felipe Gomez de Vidaurra (1889: 265) describiría luego como «una casta de pequeños perros lanudos». En este contexto, antes que mezcla desigual de razas comunes, la natividad del perro quiltro expresaba la identidad de un raza original, la araucano-chilena, que venía a engrosar la población de una comunidad imaginaria cada vez más autónoma de la metrópolis que la pensaba; el camino que tomó esta ficción animal la llevó, sin embargo, hacia una posición marginal respecto a otras representaciones animales que, con el tiempo, cifraron la identidad de la nación de manera oficial y definitiva, como veremos luego. Es aventurado intentar una explicación para el fenómeno de degradación simbólica que sufre el quiltro, aunque es posible pensar que este proceso se encuentra relacionado con las transformaciones sufridas por la sociedad chilena durante la modernización económica de fines del siglo XIX y especialmente con la migración de grandes masas de población desde el campo a la ciudad; independiente de cuáles hayan sido las causas de esta evolución, en lo concreto sabemos que ya en el primer tercio del siglo XX el historiador chileno Ricardo Latcham (1922: 51) se refería al quiltro de los cronistas como un perro de raza indefinida, fruto de múltiples cruzamientos y además de aspecto frecuentemente desaseado y enfermo, tal como lo denotaban sus típicos «ojos lagañosos [sic]». En este punto, la imagen del quiltro sufrió una suerte de compensación simbólica, ganando en complejidad semántica lo que había perdido en claridad y pureza: un quiltro puede representar muchas cosas, tal como se deduce de la lectura de Oreste Plath (1988: 148), que lo define como un perro «zorrero, leonero, ovejero, cerrero, callejero y marinero»4. En este sentido, más que cifra de una hipotética raza chilena, Coquimbo es, como parece serlo todo quiltro, símbolo del heterogéneo pueblo, como destaca su filiación con los rotos del 3 Arturo Benavides (1929: 272) refiere en sus memorias de la Guerra del Pacífico la historia del perro del regimiento Coquimbo, que sobrevive malamente a una pelea con el perro del regimiento Lautaro, al cual Benavides pertenece; mencionamos este dato con el fin de indicar un referente histórico interesante sobre el cual la ficción de Riquelme se construye; en efecto, el destino del perro Coquimbo – y del perro Lautaro – en el registro de Benavides demuestra el carácter literario del perro de Riquelme, a la vez que el talento narrativo y la sensibilidad crítica de su autor.

regimiento, que crían a sus quiltros en sus hogares como si fueran «sus hijos» (Riquelme, 1890: 99); sin embargo, por sobre constatar este hecho, quisiéramos sugerir que, en tanto que ficciones sociales, los rotos y los quiltros del relato puede ser vistos, a su vez, como hijos simbólicos de la patria y más concretamente como el producto de la cruza problemática entre las dos ficciones animales que fundan el imaginario republicano chileno: el cóndor y el huemul. Para demostrar esto, abramos un necesario paréntesis histórico. Consolidada la independencia de Chile, las clases dirigentes se dieron a la tarea de legitimar o institucionalizar simbólica y discursivamente la naciente comunidad. Producto de esto es la adopción del que hasta hoy es el Escudo Nacional de Chile, compuesto por un blasón que encierra una estrella, entre campos de azul y rojo, y flanqueado por un cóndor y un huemul como tenantes. El origen de esta divisa, según el historiador Miguel Luis Amunategui (1872), se encuentra registrado en un mensaje al senado firmado por el presidente José Joaquín Prieto con fecha 22 de agosto de 1832, es decir, a comienzos de la República Conservadora. En el texto, Prieto argumenta sobre la necesidad de reemplazar el emblema «insignifiante [sic] i abortivo» (589) que se había popularizado durante la revolución, que ilustraba las armas del ejército rodeando un esmalte compuesto por una columna y tres estrellas, representando al país y sus tres provincias principales: Santiago, Concepción y Coquimbo; el óvalo era sostenido a su vez por un indio, sentado significativamente sobre un Caimán que trituraba el cuerpo caído de un León, formando una clara alegoría de la victoria de Latinoamérica – simbolizada en la figura del Caimán – sobre su anterior enemiga, la corona de España. El nuevo escudo debería corregir, a juicio de Prieto, la ausencia de atributos que permitieran significar la singular identidad nacional de la nueva república, por medio de los mecanismos institucionales que comenzaba a instaurar el proyecto político conservador. ¿Qué fue lo que vieron o lo que creyeron ver o desearon ver las clases dirigentes de la época cuando fijaron su atención en estos animales para transformarlos en los progenitores reconocidos de la identidad nacional? Prieto responde en su mensaje: el cóndor está ahí para representar el vigor y la grandeza a la que aspira el país, ya que es «el ave más fuerte, animosa i corpulenta que puebla nuestros aires» (589). En este punto, la voz del presidente y la del historiador coinciden: «Se concibe mui bien – agrega Amunategui – que el cóndor, la más esforzada entre las aves de Chile […] y la que vuela más alto entre las aves conocidas, haya tenido una colocación en el escudo de la República. Es el águila de esta 4 Probablemente es esta riqueza simbólica del quiltro la que ha hecho que su figuración se multiplique en la narrativa chilena, manteniendo siempre una clara connotación social. A manera de referencia, podemos señalar a Cuatro Remos, el famoso perro bombero de Valparaíso que protagoniza luego la novela Las maravillosas aventuras del perro Cuatro Remos, de Daniel Barros Grez; a Pillán, el pequeño quiltro mapuche asesinado por Plutón, el perro del hacendado huinca en Quilapán, de Baldomero Lillo; a Callusa, única compañía de un campesino alcohólico en La picada, de Luis Durand; al Chino, el fiel compañero de El peine en Un hombre y un perro, de Oscar Castro; a los quiltros del escritor Rafael Maluenda, como Malaquías, el endemoniado perro recogido que convive con los mastines del patrón en el cuento homónimo, o Combate, el andariego protagonista de Ciudadano libre, o el melancólico Cenizo, que muere vengando a su amo ahogado por las aguas del maremoto de Valdivia en De pura raza, o el Pilucho, que deliberadamente provocaba a los perros guardianes de la clase alta en El agitador; incluso, contemos al improbable Atril, el perro de tres patas mezcla de Boxer y de Chihuahua, que humaniza al capitán de la policía en El loro de siete lenguas, de Alejandro Jodorowsky.

comarca» (590,591). El atributo que aporta el huemul a la divisa, por su parte, sería el carácter excepcional de su especie, puesto que, en palabras de Prieto, es «el cuadrúpedo mas raro y singular de nuestras sierras, de que no hai noticia que habite otra rejión del globo» (589). Chile se imaginaba así como el más esforzado y excepcional de los países americanos, pero el esquema oficial presentó desde un comienzo fisuras. Amunategui cuestiona, por ejemplo, los argumentos entregados por Prieto para sostener la idoneidad del huemul como símbolo, afirmando que su elección se basaba, más que la verdad histórica, en la «descripción fabulosa» (591) realizada por el Abate Molina, «quien, seguramente sin haberlo visto jamas, lo presentó como un animal mui raro i solo peculiar de nuestro país» (ibíd.); a este dudoso origen se suma la certeza terrible que aporta Prieto, para quien el huemul representa un recurso económico, sobre todo por su piel, que considera elástica y resistente, y por lo tanto muy útil para fabricar botas y pertrechos de guerra. Habría que esperar casi un siglo para que Gabriela Mistral, en un artículo de 1925 titulado sugerentemente Menos cóndor y más huemul, entregara una lectura renovada para comprender esta incierta alianza animal. En el texto, Mistral afirma que el símbolo dual cóndor-huemul del emblema nacional instaura un equilibrio inestable y paradójico, por cuanto se compone de figuras que encarnan, a juicio de la poeta, dos órdenes en conflicto irreconciliable: la fuerza carroñera del cóndor – a la postre un hermoso pero simple buitre – y la gracia sensible del huemul. Sobre esta última figura, Mistral (2009: 359) explica: «El huemul quiere decir la sensibilidad de una raza: sentidos finos, inteligencia vigilante», atributos de percepción que constituyen su verdadera fuerza; no hay que olvidar que el huemul, afirma Mistral, salva su vida sin combate, puesto que «[lo] defiende la finura de sus sentidos: el oído delicado, el ojo de agua atenta, el olfato agudo» (358), todos rasgos que Mistral busca inscribir, además, bajo el signo de lo femenino; sin embargo, más que proponer la correcta interpretación de los símbolos, el artículo de Mistral busca llamar la atención respecto a lo que considera un grave peligro que amenaza la vida de la nación desde sus mismos fundamentos imaginarios: la hegemonía del cóndor sobre el huemul, es decir, de la violencia por sobre la fina previsión de la inteligencia y la sensibilidad: “La predilección del cóndor sobre el huemul acaso nos haya hecho mucho daño” (360), concluye. Con estos antecedentes podemos volver a leer el relato de Riquelme. Ya desde el comienzo el narrador se instala lejos de la indiferencia emotiva en la que sus comentadores han intentado situarlo: Coquimbo – el pueblo – sin duda es un héroe pero también es otra más de las «víctimas lloradas» (1890: 99) de la guerra. La consagración heroica del quiltro en la ficción ocurre, siguiendo las claves de nuestra lectura, como consecuencia de su filiación con el orden del Cóndor: Coquimbo se gana un lugar entre los hombres del regimiento gracias a un acto de fuerza violenta, atrapando a un enemigo y reteniéndolo hasta la llegada de los soldados chilenos, con sus bayonetas «caladas al toque pavoroso de degüello» (105); previsiblemente, la filiación del protagonista con el orden del Huemul lo conduce a su fatal

desenlace. Recordemos que Coquimbo muere a manos de sus compañeros, quienes lo ejecutan «a tientas, volviendo la cara, […] bajo las aguas que cubrieron su agonía» (111), por temor a que sus ladridos develaran el avance nocturno del ejército chileno hacia Lima, la capital del Perú. ¿Por qué ladra Coquimbo? El narrador entregará una serie de indicios al respecto, aunque se cuidará de no dar una causa específica para este hecho: comenta, por ejemplo, que tal vez Coquimbo «con su finísimo oído sensible sentía el paso o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas» (110), o, como afirma en otro párrafo, tal vez «olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de breves horas iba a correr a torrentes» (107), o incluso tal vez percibía «esa sombra que, llevando en su seno todos los huracanes de la batalla, volaba, sin embargo, siniestra y callada como la misma muerte» (108), o como un cóndor, para seguir con la analogía. La suma de estos indicios nos dice que algo en la fina percepción de Coquimbo lo ha movido a romper el silencio impuesto a la tropa, y ese algo, a nuestro juicio, es la revelación de una verdad trágica: la guerra no es el hábitat del huemul ni de los quiltros, sino que es el territorio de los buitres. En este sentido, condenado a morir por las mismas circunstancias en las que se encuentra, pensamos que los ladridos de Coquimbo funcionan en el relato contra la posibilidad de instalar una versión épica de la matanza que mantiene con vida a los mudos mitos nacionales; a fin de cuentas, Coquimbo no es ni cóndor ni huemul, sino que perro, y está en su naturaleza de perro ladrar ante aquello que le aterra. No solo ladra: el relato enfatiza el poder afectivo de los gemidos de Coquimbo sobre los soldados que lo sacrifican bajo el agua sintiendo «en sus corazones horror semejante al del conde que devoró á sus hijos» (Riquelme, 1885: 48); la ficción, de esta forma, nos hacer oír, a través de la humilde figura del quiltro, el sonido del dolor que la Historia no registra, constituyéndose en una evidencia de que en la guerra nadie pierde su vida en silencio, invisiblemente, sin chistar; el relato de Riquelme, sin embargo, dista de resolverse en esta certeza negativa, tal como parece indicarlo la omisión del infierno dantesco en el corazón de los soldados en la segunda versión del texto, sino que instala en lo profundo de estos rotos asesinos una posibilidad verdaderamente subversiva para las intenciones del Cóndor. Examinemos las líneas con que se cierra el relato: Quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena, que yo cuento como puedo,– arrancó á los bravos del Coquimbo, á esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole que iban á asaltar, pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras infantiles este rasgo característico: Su piadoso cariño a los animales (1885: 49). Podemos ver cómo el episodio heroico de Coquimbo pasa a segundo plano en el relato frente a la huella de amor que el humilde quiltro, «eternamente alegre y sumiso» (1890: 105), deja entre los hombres del regimiento, y a la tragedia que constituye su pérdida; es en este punto que Riquelme libera a sus rotos

del yugo del Cóndor, desactivando su crueldad con la inocencia del niño, en la primera versión del texto, e instalando luego las más «dulces ternuras mujeriles» (1890: 111) en la versión final. Ciertamente, desde una percepción actual el adjetivo 'mujeril' puede resultar peyorativo, pero nos interesa destacar que en el contexto cultural en que se inserta Riquelme esta opción significaba una abierta inversión de los códigos retóricos que legitimaban el belicismo chileno; recordemos que Carmen McEvoy (2012:83) ha demostrado cómo las letras chilenas de la época contribuyeron a formar una opinión pública favorable a la invasión y ocupación de los territorios vecinos a través de la feminización discursiva de sus ciudades y sobre todo de sus hombres, en oposición a «la exaltación de la propia masculinidad» que demostraría, simbólicamente, la superioridad de la causa chilena y de sus combatientes; Riquelme, tal vez sin mucha conciencia de lo que hacía, cuestiona con este gesto final la épica varonil de los hombresbuitres, y nos invita de paso a efectuar a una lectura mucho más sensible y fina. Consideraciones finales. A modo de conclusión, creemos que el destino de Coquimbo – no el del perro del regimiento sino que el del quiltro ficticio de Riquelme – nos recuerda que, al igual que el Escudo de Chile, tras la tentación de la épica coexisten la historia, las fábulas y los asesinatos. Tal vez por ello, la persistencia del relato de Riquelme en nuestra memoria lectora tiene que ver, más que con su filiación con la literatura militar, con su pertenencia a un canon menor: el de los imaginarios perrunos de la ficción literaria chilena 5. Poner énfasis en esto no sólo ayuda a desmontar una cierta forma de lectura crítica que ha tendido a cerrar las posibilidades de sentido en beneficio de una ideología basada en la violencia y el patriotismo, sino que también permitirá aplicar algunos elementos aportados por este análisis a la lectura comparada de otros textos pertenecientes a esta tradición un tanto olvidada. Respecto a esto último, la figura del quiltro, como hemos comentado brevemente, resulta especialmente activa como símbolo político y social, y su extensa presencia en la narrativa chilena merece ser estudiada con mayor cuidado; examinar, en este sentido, las múltiples interacciones que se establecen entre el quiltro y otras ficciones animales significativas para el orden imaginario de la nación puede entregarnos una valiosa evidencia discursiva de las fricciones ideológicas que subyacen a nuestra dinámica cultural, tal como sugiere el texto de Mistral; proyectar este esquema de lectura al ámbito de otras tradiciones literarias hispanoamericanas permitirá comprobar sus alcances y limitaciones.

5 Bernardo Subercaseaux ha planteado el estudio de las representaciones e imaginarios perrunos en el ámbito de la literatura hispanoamericana con su proyecto FONDECYT 1100148; a pesar de que nuestra investigación no es parte de tal proyecto, consideramos pertinente vincular sus resultados a la línea investigativa que el crítico inaugura con su propuesta.

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