David Cilia Olmos. Regiones de Refugio. Cuentos

David Cilia Olmos Regiones de Refugio Cuentos México, 2009 David Cilia Olmos Primera Edición. Marzo de 2009. Derechos reservados por el autor. Ed

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David Cilia Olmos

Regiones de Refugio Cuentos

México, 2009

David Cilia Olmos

Primera Edición. Marzo de 2009. Derechos reservados por el autor. Editorial Huasipungo Tierra Roja. Cerrajería 13, Colonia Azteca, México D. F. Código Postal 15320, [email protected]. http://agora.ya.com/ed_huasipungo/

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Regiones de Refugio

A Mirtha Pastrana A Elisa Terrazas

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Eros y Tanatos en la sierra tepehuana

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l hijo de la chingada, Javier y sus guías estaban por llegar a El Retablo, un paso en lo más abrupto de la sierra tepehuana como unos 300 metros de largo en donde el camino entre Nayarit y Durango se convertía en una fina garganta de 3 metro de ancho que solo se podía pasar a pie o a caballo. Estaba lloviendo en esa parte de la sierra, tenían como 4 horas caminando y ya no podían más, ya había terminado el camino y lo que quedaba frente a ellos eran 400 metros de pedregal, arbustos y encinos, antes de llegar al paso de la muerte. Javier vio bofeando al hijo de la chingada y le ofreció la mula en la que venía montado. De un recodo de la vereda salió un hombre armado con un fal, lo traía terciado a la espalda, muy quitado de la pena, el hijo de la chingada se sorprendió, pero el hombre venía muy sonriente y saludo al grupo. —Chivan gor. —Bay chiván —contestaron todos. —Ese cabrón es un faramalloso —dijo el hijo de la chingada a Javier al montar la mula. —Si pues, no se atiene a las leyes de los que andan fuera de la ley —contestó este con sarcasmo. Por la vereda, como si fuera excursión escolar, 4

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siguieron apareciendo más hombres armados, todos ellos eran indígenas, pero ahora se les veía con rifles más modernos, la camisas completamente mojadas por la lluvia, desabotonadas y en la cintura una pistola o un machete. Eran narco-agricultores, no quedaba la menor duda, debían venir de sus parcelas de marihuana, de amapola, o de colocar algún cargamento en alguna de las pistas de aterrizaje de esa parte de la sierra. Caminaban en columna con toda confianza, como si fuera habitual encontrarse a un fulano de tal hijo de la chingada y a un tal Javier en esa parte de la sierra. —Es como si ya supieran de nuestro paso —dijo Javier entre dientes. —Como si ya nos conocieran —comentó el hijo de la chingada sin voltear el rostro y tratando de parecer natural. —Algún campe ha de venir avisando a los demás de nuestra comisión. —Si, seguramente traemos alguien por delante. Una sensación de frío recorrió la columna vertebral del hijo de la chingada, haciendo que tuviera una ligera retorcida muscular. —¿Ya te dio miedo? —preguntó sonriendo Javier al notar el estremecimiento. —Miedo, miedo, no, pero si está cabrón este pedo. Vamos a tener suerte si salimos sin bronca de esto. —No cabe duda que la gente se hace vieja, carajo. —No seas pendejo Javier, hace 20 años también me 5

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hubiera dado miedo cabrón —contestó seriamente el hijo de la chingada. Ambos lo sabían muy bien, en esa zona en los últimos tiempos la relación social se reducía a un intercambió de plomo, las principales actividades de los hombres de la comunidad eran matar, rematar, cobrar venganza y sorprender al vecino e incluso al familiar cercano. Si bien ellos traían como guía nada menos que a el ixcai, el gobernador tradicional de la comunidad, eso a últimas fechas, ya no era mucha garantía. Con la implantación del narcotráfico, o más bien. la narco-agricultura, su vara de mando perdía poder frente a una vara de mando más poderosa el AK -47 que estaba proliferando en la región, su autoridad moral poco podía también frente a la autoridad que imponían los dólares y billetes de 500 pesos mexicanos. En ese momento ellos tenían muchas posibilidades en contra, si los indígenas que los acompañaban tenían alguna deuda de sangre con los que venían en sentido contrario, ahí la iban a pagar, y ellos de pasada. Si no la tenían, el sólo hecho de su presencia en el lugar equivocado era suficiente, para que los narcoproductores se sintieran espiados por la gente del gobierno. Además, no había que quebrarse mucho la cabeza, en los últimos días le había quedado claro que para los habitantes de esa zona, no se necesitaba pretexto alguno para matar, y menos a un par de técnicos del INI en lo más remontado de esa sierra. Jamás nadie sabría nada, el personal del INI al ver que no regresaban seguramente llegaría a la localidad a hacer indagaciones y todos los del lugar, sin 6

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excepción, les darían la misma respuesta, no importa de que bando fueran. —"Si vinieron, se fueron al Retablo a ver lo del camino, pero quién sabe qué les habrá pasado" Y si acaso alguien llegara hasta el lugar, seguramente podría ver con binoculares 500 metros abajo, al fondo del precipicio, lo que quedara de sus cuerpos. Diez años antes, en la misma localidad, esto no podía haber sucedido, pero un día había llegado un navat o fuereño, el hermano de un avecindado con semilla mejorada de marihuana y se aferró ha intentar compromisos productivos con los indígenas. La ley indígena decía que todo lo que viniera de fuera tenía que ser discutido en asamblea y así se hizo. Mientras los pobladores adultos fumaban macuche y las viudas de la comunidad cuenteaban su rosario en el salón de las juntas, el hermano del avecindado les habló de los precios y otras ventajas del producto. Los pobladores se interesaron. Ya casi los tenía convencidos, pero para quitarles algún temor por lo peligroso que resulta el sembrar algo que esta prohibido, usó lo que creía era su argumento definitivo: —"Es el mismo gobierno el que está en este negocio, los ejército están de nuestro lado" —dijo convencido. —¿Estás seguro? —había preguntado el ixcai en nombre de todos los presentes. —¡Seguuuro! —contestó sonriendo el návat. 7

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Los pobladores deliberaron y tomaron una decisión: —No queremos nada, nosotros no nos vendemos con el gobierno. El hermano del avecindado no se dio por vencido y planteó al cabildo el asunto como algo personal. Había venido desde Sinaloa, de buena fe, a ofrecer algo que pensaba bueno para los pobladores, había invertido todo su dinero en la semilla, no podía regresar a su lugar de origen porque ya no tenía nada, su rancho y sus animales los había vendido, ¿qué iba a hacer? Solicitó y obtuvo de la asamblea permiso para buscar un pedacito de tierra y sembrar un poquito de su semilla. Lo demás fue un crecimiento de la curiosidad, una parcela de 2 hectáreas bien trabajada y nueva, de maíz, da 1600 kilogramos, una parcela de marihuana del mismo tamaño puede dar 100 kilos de producto ya seco y enladrillado. El maíz cosechado podía llegar a venderse a 800 pesos, la marihuana también, pero cada kilo. Luego de la primera cosecha de la parcela demostrativa de marihuana, una buena parte de los indígenas quedó convencido de sus bondades. En dos hectáreas de marihuana se ganaba 100 veces más dinero que en 2 hectáreas de maíz. Además, la marihuana no era ajena al mundo indígena, desde tiempos inmemoriales se usaba con fines curativos y, por si fuera poco, es muy parecida al macuche, —el tabaco tepehuan— aunque con efectos más alucinantes. Los pobladores de la zona comprobaron en un ciclo agrícola que lo que se les había ofrecido el navat era 8

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cierto, en improvisada pistas de aterrizaje se les compraba el producto y se les regalaba más semilla mejorada, y el mismo Ejército, siempre tan agresivo, ahora parecía estar de acuerdo y proteger la actividad narco-productora, las incursiones que hacían a la región más parecían de supervisión de la producción que de combate a las drogas. En los siguientes ciclos agrícolas en lugar de dinero empezaron a recibir armas, ahora la semilla ya no era regalada, sino que se les vendía a altos precios, lo mismo el fertilizante especial. Por si fuera poco, con el aumento de la producción local, empezaron a bajar los precios, cada año más indígenas se integraban a la producción y pronto muchos competían por entregar su producto al comprador. Algunos indígenas se empezaron a arriesgar a bajar la sierra buscando mercado en la ciudad, nuevos compradores llegaron al lugar, no venían en avionetas, sino en camionetas llenas de cervezas enlatadas, armas usadas, ropa vieja que empezaron a truecar con los indígenas a cambio de su droga. Se abrió la producción de amapola en la región, era un trabajo más laborioso y de mayor cuidado, pero el producto tenía mejor precio, era más fácilmente transportable y tenía menos competencia. En los tiempos de cosecha, los compradores parecían de acuerdo para bajar los precios, no compraban sino una mínima parte de la producción, los indígenas tenían sus trojes llenas de marihuana, pero no tenían maíz, empezaron a malbaratar su producto, pero, ya que estaba ahí y era tan parecido al macuche, también lo empezaron a consumir, los más 9

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audaces se convirtieron en intermediarios de los distintos compradores. Mala combinación es la marihuana y el alcohol, pero si se tienen armas en la mano, es peor, si además no hay suficiente comida, la gente se irrita, y si la culpa de todo —al parecer— la tenía el vecino que se convirtió en competidor, todo puede terminar en sangre. Por este motivo en los últimos años, la historia del pueblo era un ciclo de irritación, encuentros, disparos, sangre, violaciones y venganzas. Hombres, mujeres y niños podían morir asesinados por cualquier pretexto o sin el. Hombres o niños jalaban del gatillo como hurgarse la nariz y ya nadie podía andar por la comunidad si no traía un rifle de alto poder en la mano y una rede — morral tepehuano— con suficientes balas. Y ahí estaba el antropólogo Javier y el ingeniero Hijo de la Chingada, en El Retablo, el punto geográficamente más peligroso de esa comunidad, buscando junto con los indígenas que ya querían poner un alto al auto-exterminio de la tribu, otra alternativa, buscando abrir un camino que permitiera que a los indígenas no los siguieran robando las grandes compañías madereras, ni los traficantes del oro que se producía en sus minas rústicas, ni los caciques locales y de esta manera no tuvieran que depender de la droga para sobrevivir a ese colapso social de sangre y balas. Por la seriedad que fueron tomando los o`dam que venían junto a ellos, el hijo de la chingada se dio cuenta que ya venían —por la única vereda posible— 10

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los jefes del grupo armado que se venían encontrando. Un hombre joven a caballo, pasó a su derecha, la camisa sin abrochar, una carrillera de balas le cruzaba el pecho, en lugar del morral habitual traía una metralleta, la mano izquierda en las riendas, la mirada dura. Estaban ya a unos pasos de El Retablo y seguían avanzando como si no pasara nada. Poco antes de llegar a la mitad del peligroso paso, el hijo de la chingada vio frente a él a una mujer montada en una yegua. Traía el cabello mojado, brillante. Los últimos rayos de sol la iluminaban de una manera especial, la blusa completamente mojada y pegada a su cuerpo dejaba ver sin lugar a dudas unos pechos redondos con los pezones erizados. Era una aparición casi celestial. Por sus rasgos y mas bien por su actitud, el hijo de la chingada la encontró fuera de lugar, no era una mujer o`dam habitual, una mujer o`dam por lo general no se deja ver a la cara por los extraños, no vestía con sus faldas coloridas, pero si traía agujetas fosforescentes formando trenzas en su pelo. Tal vez era alguna doctora atendiendo alguna emergencia, aunque era demasiado joven para serlo, o tal vez... había sido secuestrada de alguna finca de la vecina Sinaloa o Nayarit, pero no parecía estar ahí contra su voluntad, incluso parecía que... sonreía. En realidad no sonreía en general, le estaba sonriendo a el hijo de la chingada. El darse cuenta hizo que sensaciones de excitación sexual y miedo le recorriera simultáneamente el cuerpo. Después de 20 días de abstención en la sierra, un cuadro así no podía 11

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menos que excitarle, pero al mismo tiempo le iba quedando claro que, con todo y lo diferente a cualquier mujer o`dam, ella era seguramente la mujer del jefe de ese grupo de hombres armados. Su yegua y la mula en la que el hijo de la chingada venía siguieron su camino hasta encontrarse, ella seguía sonriéndole a medida que avanzaba y él pasaba de desconcertado a también sonriente. No podía dejar de ver su rostro bello ni el espectáculo de sus pechos cubiertos eróticamente por la tela mojada de su blusa, pero sabía que eso le podía costar la vida. No podía regresar su mula, ni podía bajarse. A un lado de él, estaba el espectáculo sorprendente de un precipicio de cerca de 500 metros de profundidad, al otro lado, el espectáculo sorprendente de los pechos de la mujer, la gloria y el infierno en la misma garganta del diablo. La mujer notó su turbación y parecía divertirle. El hijo de la chingada dijo un poco confuso pero tratando de aparentar seguridad. —Hola. —Hola —contestó la mujer con una mirada traviesa. —Parece que estamos atorados. —Parece que si —contestó la mujer sin poder disimular la risa que le causaba la situación embarazosa por la que atravesaba el hijo de la chingada y su falta de pericia para manejar la mula. Jaló con firmeza de la silla de la mula hasta que sus piernas se juntaron intercambiando sus humedades a través de la ropa. El hijo de la chingada que estaba esperando un balazo en la nuca no pudo resistirse más 12

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y la miró con toda impudicia, mientras ella terminaba de maniobrar con ambos animales, siempre mirándolo como si lo conociera, como si tuvieran algo que ver. Él en cambio, al tenerla tan cerca había perdido toda sensación de miedo, un deseo salvaje se había apoderado de él. Ambos grupos siguieron su camino en distintas direcciones. Javier preguntó directo. —¿Qué te pasa compa? El hijo de la chingada tenía un fuerte dolor de cabeza producto de la tensión nerviosa o debido al viento frío que le pegaba en la cabeza mojada. Preguntó a manera de respuesta: —¿Quién es ella? —Es la mujer de Gildardo —contestó uno de los O´dam que los acompañaba. —Ah —contestó sin salir de ninguna duda. La lluvia arreció durante todo el camino de regreso, el plástico que les prestaron era insuficiente y el agua se escurría a chorros por entre el cuello de la chamarra y la camisa, empapando todo el cuerpo. No podían detenerse, la lluvia podía durar toda la noche y cada hora que pasaba el termómetro descendería 2 grados centígrados hasta la madrugada. Cinco horas de lluvia, viento oscuridad y frío después, acostado sobre el petate que separaba su cuerpo del piso de tierra de la cocina comunal en la que le habían dado hospedaje, con un cansancio de días que le hacían recordar con emoción la última cama con colchón y sábanas limpias en la que se había acostado, 13

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el hijo de la chingada se dio cuenta que no podía dormir. El rostro de la mujer sonriente aparecía constantemente ante él, y no sólo el rostro, también los pechos impregnando de belleza y sensualidad, la camisa mojada, los cabellos brillantes, los labios rojos por el esfuerzo físico, mojados por la lluvia, se metían a su cuerpo por los ojos cerrados invadiendo todas sus sensaciones y se quedaban desenvueltas en la cabeza calentando su pecho, su estómago vacío y provocando un hormigueo sabroso e imparable en la parte baja de su vientre. —¿No tuviste miedo? —preguntó Javier en la oscuridad adivinando por la ausencia de ronquidos que el hijo de la chingada estaba completamente despierto. —¿De qué me hablas bato? —contestó un tanto sorprendido por la pregunta que lo obligaba a abandonar la calidez de su masturbación mental. —Que si no tuviste miedo en el Retablo, cuando salieron los hombres armados. —Pues si cabrón, ¿qué crees que soy de hule?, sentí un chingo de miedo. —No te burles cabrón... —En serio, sentí que tenía una pistola en la nuca aún después de que se habían ido, nunca me había sentido así, con la certeza de que de un momento a otro me iba a morir. —No sé si estés hablando en serio, pero yo si, sentí que podía morir en cualquier momento. —Y si eso sucediera ¿no crees qué iba a ser para nada? 14

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—¿Qué? ¿Ya también te dio miedo ser del INI? – preguntó Javier sonriendo en la oscuridad. —No —contestó el hijo de la chingada con seguridad— pero si voy a morir cosido a balazos quiero que no sea una ilusión lo que estoy haciendo, una falsa alternativa. —No es una ilusión lo que estamos haciendo, es un camino, que resuelve problemas de la gente. —Ese camino es una ilusión, durante años lo ha sido, ¿por qué esta vez iba a ser diferente? Rompería con los cacicazgos locales. ¿Tu crees que el gobierno se aventaría el boleto? —Por eso estamos aquí, ¿qué no? y eso no es ninguna ilusión. El hijo de la chingada ya no contestó, su cerebro, sus sentidos estaban pensando en otra ilusión —Tienes algo de razón, uno se cansa de ver tanta miseria, y el mismo rumbo de siempre —dijo Javier. —Si cabrón, pero si quieres reflexionar en voz alta, vete a la camioneta con tu pinche eslipin de explorador —contestó el hijo de la chingada. —Eres un hijo de tu puta madre —contestó Javier sonriendo en la oscuridad. —Un hijo de la chingada, que quiere dormir, para ser exactos. —Ojalá que te coman los alacranes, yo me voy a la camioneta. Poco antes de amanecer, el hijo de la chingada escuchó un ruido en los goznes de madera de la puerta 15

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y le pareció que tenía una segunda aparición, ¡era ella! “Todavía estoy soñando‖ pensó. Se incorporó en petate en el que había dormido, en de la cocina comunal el sol empezaba a mandar su avanzada de claridad y disminuía un poco la mancha negra que tenía en los ojos. —Chiván —dijo la aparición y le extendió la mano, él retiró la suya del sexo tibio para saludarla. —Bay chiván —contestó el hijo de la chingada. Una corriente eléctrica invadió su cuerpo excitándolo instantáneamente. Era el mejor sueño de su vida. “Algo me dieron con el macuche‖, pensó ―pero está a toda madre‖. No soltó la mano de la aparición, por el contrario la jaló hacia él abrazándola, todavía dudando de su sueño. Por un momento la juntura de sus dedos se atoró en los nudos de las agujetas fosforescentes que daban forma y color a las trenzas de la mujer. ―No te vayas a ir‖ pensó mientras desatoraba con eficiencia la mano, tocando directamente la piel velluda de la nuca. La otra mano atravesó la cueva que formaban el brazo y el tórax de la mujer y su boca quedó rozando el lóbulo de su oreja. Su lengua se desató. Sin decir palabra lamió los vellos rebeldes de la nuca en movimientos casi circulares cada vez más amplios que tocaban ahora el nacimiento de la espalda, el nacimiento de los hombros y el nudo de la garganta. —Chiam —dijo el sueño en tepehuan, esbozando una negativa que en realidad no lo era. —I comidari alich —le contestó tembloroso el hijo de la chingada, solicitando en lengua indígena, con la mayor cortesía, que le convidara un poco de su amor, 16

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mientras con la punta de la lengua penetraba en las cañadas que formaban la oreja de la mujer. —Ix bai —contestó la mujer asintiendo y dejando su cuerpo por completo en las manos del hijo de la chingada, quien la depositó suavemente en el petate oloroso que cubría la tierra. El hijo de la chingada retiró la cobija y sin soltar la mano de la nuca besó en la boca a la aparición, mientras su mano derecha la tomaba de la cintura. Se acordó del espectáculo majestuoso de sus pechos firmes del día anterior, adornados por una tela transparentada por la lluvia, unos pechos de los que nacía la humedad que se convertía en cielo, lluvia y montaña. Esta vez no le invadió ningún miedo. Dirigió la mano libre directamente hacia los pechos, por debajo de la blusa. El cuerpo se estremeció y una palabra cálida, suave, entrecortada se escuchó de los labios entre abiertos de la aparición. —Chiam. La mano izquierda de la mujer jalaba hacía sí el brazo derecho para que no se separara la mano del seno, invalidando con el lenguaje corporal la negativa pronunciada en idioma indígena. El hijo de la chingada penetró su lengua a través del cuello y el hombro, lo más que pudo en dirección del pecho más cercano de la aparición, mientras ella le apretaba su espalda con las manos jalándolo para que quedara encima de ella. Él levantó el brazo derecho provocando que una parte de la blusa se levantara dejando al descubierto la piel del estómago. Con los dientes terminó de subir la blusa hasta que los pechos generosos quedaron completamente expuestos a su 17

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vista, a sus labios, lengua y dientes, —“es una virgen‖—pensó. Se desesperó de toda la ropa que tenía encima, pero no quería interrumpir el proceso por ningún motivo. Besó el vientre terso y se decidió a tocar el pubis como quien espera una sentencia de muerte. Pero no era el miedo de recibir un balazo en la nuca por parte de un narco como pensó el día anterior, esa preocupación no tenía ya para el hijo de la chingada el más mínimo valor. El miedo que se había desatado en cuanto su mano, acatando la orden del cerebro, hizo el viaje de tres décimas de segundo de las montañas ardientes al monte húmedo de la mujer, el miedo que hacía que su sangre se agolpara con violencia en sus sienes esperando el desenlace, el miedo que hacía que una sudoración instantánea se apoderara de su espalda, su frente y la palma de sus manos, era el miedo a despertarse de ese sueño. Por fin su mano se posó sobre la tela de la falda y automáticamente el pubis se empujó contra ella. la sangre agolpada en las sienes del hijo de la chingada se transfirió a otra parte del cuerpo provocando un dolor de bragueta al pantalón de mezclilla que traía puesto. Bajo la tela de la falda las piernas de la mujer se entreabrieron como musitando una suave canción en una tarde tibia. El hijo de la chingada bajó aún más su rostro. El sueño tomó su cabeza con ambas manos restregándola con fuerza contra su cuerpo. El metió su mano entre la falda y sintió el pelambre suave de su sexo. ―Este sueño venía a lo que venía‖, pensó. El hijo de la chingada no se dio cuenta cuando 18

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terminó el sueño o cuando exactamente el tuvo conciencia de que no estaba durmiendo. Mientras estaba en el éxtasis, la mujer sueño lo besaba desesperadamente y lo jalaba para que se acoplara al movimiento, ahora circular, de su pubis. Y después de la mayor rapidez, de la mayor profundidad, de la plenitud paralizante, ahora era él el que no podía dejar de besarla en la boca desesperadamente. ―Esto es el amor‖ —pensó— ―lo demás son pendejadas‖. Miraba su rostro bello, besaba castamente sus pechos causando nuevas erecciones, besaba el ombligo como quién besa el rostro inocente de un bebé, con todo cariño, con todo respeto y castidad, hasta que el cansancio y la sofocación lo hicieron tumbarse a un lado de ella. La mujer lo miró con ternura y acariciando su cara mientras la luz del sol se colaba por las rendijas de la puerta de madera volviendo dorado el color de la tierra en donde la tocaba. Dijo en perfecto español. —Jamás me imagine encontrarte aquí. En la cabeza del hijo de la chingada cayeron como granizo hipótesis sobre lo que quería decir la mujer, sin que pudiera encontrar alguna satisfactoria, por lo que se limitó a preguntar aparentando tranquilidad. —¿Nos conocemos? —¿No sabes quien soy? —preguntó incrédula la mujer. —Bueno..., si —contestó el hijo de la chingada— ayer te venías mojando en El Retablo, por lo que veo, creo que eres la esposa de un tal Gildardo —y 19

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fingiendo seriedad preguntó— ¿Sabe él dónde estás ahora? —Él nos está viendo —dijo con una sonrisa traviesa y un movimiento lateral de sus ojos. —¿Qué? —preguntó el hijo de la chingada casi atragantándose de la sorpresa, sintiendo que de pronto estaba en un terreno mortal. —Él nos está viendo desde el cielo –dijo acariciando la barba y los ojos del hijo de la chingada, y continuó con tono de desilusión y tristeza —¿de verdad no te acuerdas de mi? —Nnnno, no me acuerdo —contestó el hijo de la chingada como quién pide una disculpa por romper los vidrios de una casa. —Un día dijiste que era preciosa y... —Lo eres —contestó el hijo de la chingada con vehemencia— me corto un huevo si no eres la mujer más bella, más hermosa que jamás haya existido en mi vida, pero no estoy seguro de haberte visto antes... más que en sueños. —O tienes muy mala memoria, o no eres más que un maldito degenerado —dijo la mujer mientras con un puño cerrado golpeaba el pecho del hijo de la chingada. El hijo de la chingada la besó en la boca, el contacto con su saliva lo arrobó poniéndolo en un paraíso que no terminaba de entender. —Mandaki —le dijo con ternura apenas sus labios se separaron. —¿Man.. qué? 20

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—Mandaki, que bonita eres, masa siena, me gustas. —Ese no es tepehuan —dijo ella moviendo la cabeza dubitativamente. —No, eso es zapoteco, pero tú en todos los idiomas me gustas. —Eres un embustero —dijo ella sonriendo. —Todavía no ha muerto nadie de eso —contestó en broma. —Y si se muere lo enterramos —completó ella. —¿Y tú quién eres cabroncita? ¿De dónde me conoces? ¿A qué hora termina este sueño? ¿Qué broma me estás jugando? ¿Qué madre tenía el macuche que me fume ayer? —¿Macuche o sarabique? —preguntó ella en broma en referencia a los poderes afrodisiacos de la segunda planta— De verdad ¿No te acuerdas de mi? — preguntó directamente, soltándose el pelo de la agujeta y enredándoselo en forma de chongo. —Sssi —contestó el hijo de la chingada titubeando— ya te dije que ayer te vi mojándote por El Retablo. —No, no digo de ayer, ¿no te acuerdas de mi en Kurian, con todos los rollotes que me echabas? —Nnnno —el hijo de la chingada seguía titubeando. Ellá tomó un bolígrafo de encima del morral del hijo de la chingada y se lo colocó en el pelo enredado en la nuca, luego sacó de entre sus ropas un empaque de cuero unos lentes de arillo metálico. —¿No te acuerdas o finges demencia? —preguntó 21

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con una sonrisa más amplia colocándose los lentes. —¿Tu eres la hija de Teresa? —preguntó sorprendido y dudoso el hijo de la chingada— ¿tu eres …?, ¡Puta madre! —exclamó el hijo de la chingada— pero si eras una carajita de 12 años. —Si, hace 10 años, ¿qué querías?, ¿qué me quedara siendo una niña toda la vida? El hijo de la chingada la abrazó profundamente conmovido. ¡Puta madre! —pensó el hijo de la chingada con un nudo en la garganta. Sierra Madre Occidental Julio del 2003

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Shak Shakín

A

caricié su piel, su cuerpo se estremeció en mis manos, faltaba poco para que iniciara el baile, miré el cielo estrellado y luego a los campes que estaban frente a mí y pregunté:

—¿Dónde está la madre? —Se quitó —contestó uno de los campesinos mirando al tigrillo que nos ofrecía en venta para no verme a los ojos. Se quitó significa se fue, así como se gastó significa se acabó.―La mataron‖ —pensé para mis adentros luego de traducir la frase. Emilio, el director de la radio, para más señas ecologista de linea dura, se retorcía en sentimientos contradictorios. Me preguntó: —¿Tú qué harías? La luna, fresca como virgen recién bañada, nos miraba por el oriente. No supe que contestar, nunca había tenido un tigre en las manos. Dos días antes, en ―La Montaña‖, distintos campesinos por separado nos habían narrado —con un poco de orgullo y lujo de detalles— la muerte de 4 tigres, todos de la manera más impune y con balas calibre 16.Y como si pensaran que sus narraciones no las íbamos a creer, esgrimían en prueba las pieles. Casi todo me había quedaba claro respecto a los tigres emboscados, cómo, cuándo, dónde, quién. Sólo una pregunta me quedaba sin respuesta: ¿Por qué? 23

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Un compañero, el día de hoy, me platicó con un gesto de resignación como un tigre fue muerto por las balas de un vecino. —¡Coño, si ese tigrillo era para mí!, ¡se me escapó! —y continuó: —Era tan grande que no lo pudo cargar, así que le quitó la piel y la cabeza, para irla a vender a Ucum. Si así es con el tigre, que como quiera se defiende, con las otras especies es peor, la carnicería de animales de la selva es tal, que la carne de venado se vende a 10 pesos el kilo, un poco más caras las de jabalí y mucho más, la de tepezcuintle. —Esa si está más cara —dice la gente de por aquí. Miro la luna y pienso en otro tigre, uno que vino de Chetumal a comerse —paradójicamente— a los campesinos mata-tigre de la montaña. Llegó en un camión de doble tracción que tenía grúa para levantar grandes troncos de madera, ofreció pagar de uno cincuenta a cuatro pesos el pié cúbico de madera preciosa y semipreciosa, todo el pueblo matatigres cambió la escopeta calibre 16 por la moto sierra y fueron a masacrar ahora ciricotes, granadillos, pich, cataloch, jabines, chacás, en fin, un ejercito de árboles en proceso de extinción mordió el polvo y fueron rápidamente despojados de sus ramajes para ser entregados al pie del camión. Muy contentos estaban los campesinos mata-tigres mientras el tigre que vino de Chetumal se los comía con el precio. Otro tigre, que por acá llaman coyote, merodea la misma localidad para comerse a los campesinos matatigre que se meten a la selva a extraer la savia del chico zapote, el famoso chicle. Pero ese coyote no 24

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ataca en la selva como la peligrosa mosca chiclera, sino en el centro de la localidad, compra los kilos de goma de chicle, las maquetas, a un precio tal que logra que los chicleros de la selva, los que acopian la materia prima, vivan en condiciones de pobreza peores que los niños vende-chicles de las grandes ciudades. Milagros de la economía de "libre mercado", el grande y prospero negocio de la goma de mascar, gracias a los coyotes del campo y la ciudad mantiene a los dos extremos de la cadena productiva del chicle, en la extrema miseria... Pero en fin, todo esto que escribo sólo sería la historia de tres tristes tigres que tragaban tigre en esta trágica reserva de la biosfera, si no fuera porque aún tengo en mis manos el cuerpo tibio y tembloroso de un tigrillo Shak Shakín, orejas-blancas, recién nacido, que necesita con urgencia la leche de su madre. El baile ya está comenzando y la pregunta que me hiciera Emilio sigue en el aire: ¿Tú qué harías? Selva de Campeche 28 de febrero de 1997

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El que si sabe es el burro

Y

resulta que a unos señores como ingenieros de la universidad que andaban estudiando el clima, los agarró la noche en el monte, ya no alcanzaron a llegar a la carretera porque traiban una troka que les venía fallando, así que me pidieron permiso para quedarse en el patio. Yo les ofrecí la casa. —No se queden en el patio, va a llover —les dije— mejor pasen a su humilde casa. Los ingenieros como no queriendo se rieron entre ellos encogiendo el cuello y subiendo los hombros. —No se preocupe Don, no va a llover, aquí traemos unos aparatos para medir el clima. —Ese es nuestro trabajo Don –dijo otro— aquí no va a llover ni en tres días. Los demás se hacían señas con los ojos, como diciendo ―oye a tu pariente‖. Yo les insistí tres veces, que luego no anden diciendo que porque somos indios aquí no hay hospitalidad, pero finalmente, ¡pues qué chingados!, ¡qué hagan lo que se les hinche la gana! A media noche empezó a llover, y ahí están los ingenieros recogiendo sus chivas, tapando sus aparatos con un nailon que traiban, levantando sus seslipin, como le dicen a sus cobijas, del suelo, tocando la puerta para meterse a la casa para dejar de empaparse en la tempestad. 26

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Cuando despertaron en la mañana ya les tenía mi mujer un café preparado, unos frijolitos y bastantitas tortillas. El que dijo que era el jefe de todos ellos, estaba medio ciscado, pero yo les dije que no se apuraran que esta humilde casa, era su casa, pero el ingeniero igual seguía tomando el café tratando de no vernos a los ojos, como medio con el rabo entre las patas. Luego dijo: —Oiga, quiero ofrecerle una disculpa. —Pero ¿de qué? —lo atajé—, esta es su casa hombre, faltaba más. —Gracias, muchas gracias, pero me refería yo a que anoche no le hicimos caso y ya ve, terminó lloviendo. —Y a cantaros —completó mi mujer. Yo le hice una seña a mi vieja para que no siguiera, pues veía al ingeniero muy afligidito. Luego continuó. —Y por mera curiosidad ¿cómo sabía Usted con tanta certeza que iba a llover? —No se burle ingeniero —le dije ya medio enmuinándome yo— soy un indígena náhuatl, un simple comunero, ¡que esperanzas que yo supiera más que usted!, eso ni pensarlo, si usted es gente estudiada, yo no se ni leer ni escrebir… —Pero ya después me dio pena y le confesé mi receta. —El que si sabe es mi burro. Cuando lo veo que se está rascando el lomo contra el palo de mezquite de ahí enfrente, quiere decir que va a llover y ¡ese nunca falla! Santa Ana Naola, Tamaulipas Enero de 1993 27

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VERRACO

T

odos dicen que soy un verraco, en realidad no lo soy, es cierto que como con avidez, y que últimamente he ganado algunos kilos de más, pero hay mucha gente que come así y nadie les dice nada, además, precisamente si he engordado es porque no puedo andar libremente por las calles sin que la gente me empiece a molestar. No es por mi forma de comer que me hostigan, sino porque prefiero estar siempre a lado de hembras jóvenes que perdiendo el tiempo en otra cosa. Lo llaman lujuria, pero no lo puedo evitar. Yo sólo miro como —cuando me acerco— bajan discretamente la mirada al suelo y se agitan por dentro, las huelo se puede decir, y lo demás viene sólo. Yo no era así, yo fui huérfano de muy chico, tanto que ya ni me acuerdo, y crecí adoptado junto con una mi hermana en la casa de don Salomón. Cada que me exito me acuerdo de ella, y luego de que pasa la excitación me acuerdo que yo antes no era así. Durante un tiempo mi hermana fue tomada como modelo de virtud por doña Toña, para hacerme sentir mal, pero ella fue la primera que despertó en mi ese gusto por las hembras, ese cosquilleo que me nace de las piernas y me hace agua la boca cuando siento la presencia de alguna. Fui adoptado por una familia compuesta por una señora medio amargada, doña Toña, sus hijos y el señor don Salomón, que es todo bondad. Este, a pesar 28

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de sus constantes esfuerzos, nunca tiene a gusto a su señora quien todo el día se la pasa o bien gritando, o bien dormitando frente a la televisión abanicando su gordura. De día ella le reclama algún dinero que él ganó, "pero te hicieron pendejo"; o que no ganó, "te hiciste pendejo solo"; o que podría ganar, o que "nunca ganarás jamás". Todo lo que habla tiene que ver a fin de cuentas con dinero. De noche cuando no está roncando le grita: —Déjate ya de cosas, ya vas a empezar con tus porquerías. Nuestra adopción fue uno más de los pleitos de familia. —¿Con qué dinero les vamos a dar de comer? — preguntó la señora. Pero don Salomón que es un hombre bueno dijo que él se iba a encargar de todo, y así fue. Así crecimos, con el cariño de don Salomón, las bromas de sus dos hijos, y la tolerancia obligada de su mujer, que no perdía momento para recordarnos nuestro papel de "arrimados" como ella decía y para contar todo tipo de chismes de nuestros verdaderos padres a los vecinos, que si murieron violentamente, que si los mataron a balazos, que si otros sus amigos también habían muerto en esa ocasión, etc. Sus chistes macabros siempre los terminaba preguntando como cuanto dinero le darían por nosotros. Les estaba contando que yo no era así, pero cuando creció mi hermanita y empezó a desarrollarse no sé por qué le dieron tantas ganas de rejuntarse conmigo, me hacía cosquillas en el cuello, me daba mordiditas en el 29

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pecho, me jugaba con la nariz más abajo, y así pues. A mi al principio esos juegos no me gustaban, ni les encontraba chiste, más bien me fastidiaban porque me distraían de lo que estaba haciendo o de lo que estaba pensando, porque a mi me gustaba además de comer mucho y siempre, mirar los guanacastes, descubrir las cuigis y las palomas a partir de sus ruidos, jugar un poco con el lodo y dar una vuelta por los alrededores, sin llegar a la carretera, claro está, porque ya lo tengo visto como es de peligroso, sobre todo cuando uno es más chico. En eso estaba cuando llegaba mi hermana contoneándose y acercando su cuerpo a mi cara, y cada rato igual, hasta que un día se me empezó a calentar la sangre y me nació ese cosquilleo entre las piernas por el que tanto me critican. Que yo me acuerde, mi hermana antes tampoco era así, era más bien temerosa, siempre andaba pegada a mi, pero por miedo a los perros y hasta a los gallos, por eso, a donde yo iba, ahí estaba ella siguiéndome con sus pasitos cortos pero rápidos, pero ya luego empezó a crecer y a agarrar forma diferente. No quiero hablar mal de don Salomón, pero creo que él tuvo que ver con que mi hermana cambiara, siempre que llegaba de su milpa o de su frijolar, o de su apiario, se quitaba las botas y la camisa y daba órdenes a sus hijos: —Mira, ve donde anda Toña. —Poné el rifle tras la puerta. Nosotros nos acercábamos contentos y el se ponía a acariciarnos, nos agarraba la trompa, nos daba 30

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vueltas, nos jugaba la panza, nos hacia cosquillas en las axilas, en el cuello y en el pecho. Cuando mi hermana creció siguió acariciándola igual, pero ahora le acariciaba sus pezoncitos y por eso mi hermana fue cambiando y se volvió menos tímida, más juguetona, más independiente, ahora ya no me seguía para todos lados, sino que me buscaba al medio día, cuando todos estaban durmiendo la siesta, y se ponía a juguetear conmigo como don Salomón lo hacía con nosotros, pero en especial con ella. De ahí que también me nació ese gusto por juguetear y un día que andaba de paseo, buscando tejocotes en el bosque, miré a la casa del vecino y me encuentro con la mirada de una mi vecina, que no me perdía de vista, era como de mi misma edad, pero a ella no la dejaban salir y como solamente un cerco nos separaba me lo brinque, bueno, más bien me metí por un agujero, para que voy a exagerar, y empecé a juguetear con ella igual como mi hermana lo hacia conmigo. Ella era muy diferente a mi, tenia su piel como blanca, coloradita, era lisita, no como la mía, pero a ella le gustó el juego Apenas me descubrieron los vecinos me corrieron de la casa, primero me gritaron que me fuera y luego me corrieron a pedradas, yo tenía pensado que todas las gentes eran buenas, como don Salomón, pero no, no era así la cosa, salí corriendo aterrado sin volver atrás y llegué espantado a la casa. —Hora tú, ¿qué te pasa? —dijo agria doña Toña, pero yo pasé corriendo a esconderme a mi rincón. Pasó el tiempo y me dieron ganas de volver, pero tenía miedo a las pedradas. Pero un día ganaron las 31

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ganas y me fui de nuevo, esta vez con más cuidado, buscando la hora de la siesta, llegué al corral y me volví a meter, jugueteamos y nos hicimos amigos y como cada día me crecía el cosquilleo entre las piernas, y a ella también le daban cosquilleos en el pecho, en el estómago o por ahí donde doña Toña se acaricia cuando está sola, pues no sé que pasó. Ya me fui de tarde y seguido regresaba, con el cuento de ir a comer tejocotes, terminaba yo atravesando el corral de los vecinos. De nuevo me descubrieron e hicieron un escándalo gigante, me corretearon a pedradas, me echaron los perros y fueron a quejarse con don Salomón. Sanchomón —como le decían sus amigos, no sé por qué— los escuchó muy pacientemente y no se qué les dijo en tono muy serio. Cuando se fueron los vecinos doña Toña habló más agria que nunca: —Ya lo ves Salomón, te lo dije, sólo nos van a meter en problemas, ya lo tenía visto yo, a ver ahora cómo le vas a hacer. Don Salomón, a quien también le decían "El Chamuco", tampoco sé por qué, se limitó a contestar con una sonrisa picara: —Se me hace que el "Tapir" —como me decía a mí, cuando no me decía "El Pelos" en alusión a lo lacio y duro de mi pelo— ya va ser papá. No lo dijo enojado, sino con una sonrisa de complicidad, y enseguida me preguntó mirándome pensativo: —¿Cómo le haremos para que no te vayas para allá?, porque esa gente está tan enojada que te puede 32

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matar. El resultado fue que ni a mi ni a mi hermana nos dejaron salir más. Pero cuando a uno le nace ese cosquilleo entre las piernas y se le calienta la sangre, no hay encierro que valga, encontré la forma de escapar y ahí andaba rondando la casa del vecino. Y otra vez el mismo cuento, cuando me descubrieron, me echaron los perros, pero yo ya no les tenía miedo y terminaba correteándolos a ellos y así, poco a poco, me fui haciendo de una famita por toda la región y empecé a agarrar otras veredas y ahora no una, sino todas las hembras de piel sonrosada y lisita, tan diferente a la mía que es tan oscura y peluda, me llamaban la atención y yo a ellas, creo que por mi collar, eran más blanditas que mi hermana y tenían menos fuerza que ella para hacerse las rejegas. Porque debo confesar que no siempre tenían su cosquilleo en el pecho y en el estomago, cuando yo tenía el mío entre las piernas, al principio a algunas si les llamaba la atención yo, o más bien mi collar, pero luego se medio espantaban, pero ya el cosquilleo entre mis piernas no lo podía detener. Un día mi hermana también salió y tomó camino, pero ella ya nunca regreso, a veces se oía que la gente la había visto en lugares muy lejanos de la casa y algunos hasta decían que ya andaba preñada, pero la gente dice muchas mentiras, yo no lo creo, porque a últimas fechas, poco antes de irse, se había vuelto muy arisca y si no quería, se enojaba, enseñaba los dientes, se le paraban los pelos de punta, y ya nada se podía hacer, ella tan cariñosita que era antes. 33

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Así fue como la gente empezó a decir que yo era un pinche verraco caliente, pero no es verdad, además, ellos, los que me gritan y critican también así lo hacen, yo me doy cuenta porque ando todas las veredas y me muevo a todas horas, y me doy cuenta como en cuanto las gallinas se suben al árbol, o antes de que el gallo avise que ya viene en camino el sol, muchos de los y las que me critican, salen a escondidas de sus casas a encontrarse y es para lo mismo, para revolcarse y quedar satisfechos sin ese cosquilleo que nace entre las piernas en un derrepente cuando uno ve una hembra joven o huele algunas flores del campo. Yo los he visto entre las hierbas, en las trojes, en sus mismas casas. Critican mis andanzas, pero en el fondo creo que les causo un poco de envidia, eso si, no me quito las pedradas, ni los perros y doña Toña dice que un día me van a matar. ¿Pero qué puedo hacer yo si sólo soy un jabalí? Xpujil, Calakmul, agosto de 1997

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Teíwuari

N

o sabía que estaba haciendo en la sierra, después de todo no había estudiado la universidad para levantar piedras a pleno sol en un lugar desconocido. Estaba enojada aunque en realidad la culpa era mía, si no hubiera ido tan rápido la camioneta no habría coleado sobre la tierra del camino y no estaría ahora con la defensa clavada en la zanja. No debería haber frenado sin regresar el volante, pero me espanté y ahora tenía que cargar la batea de la camioneta con piedras para hacer peso e impedir que las llantas se patinaran. El truco no dio resultado. Tenía calor, sed, miedo a los alacranes; no tenía fuerzas para seguir subiendo piedras que cada vez estaban más lejos y más pesadas, tenía el humo de las llantas en la nariz sofocándome, espinas en los brazos, comezón en las piernas, piquetes de pulga por todos lados. Estaba en medio de la soledad de la sierra Huichola, entre barrancas y quebradas inmensas, nadie me podría ayudar. Tomé el gato hidráulico y me di a la tarea que desde el principio me pareció de lo más aburrida: Subía la camioneta en su parte delantera con el gato hidráulico y luego calzaba las llantas con piedras, sacaba el gato y volvía a empezar. la misma operación más de 20 veces, tirada pecho a tierra, pecho a alacrán, pecho a hormiga, pecho a miedo de que la camioneta se me cayera encima. 35

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Ahora buscaba piedras más planas para construir una especie de rieles primitivos en el barranco. Odiaba todo eso, me preguntaba que tenia que ver con mi profesión de licenciada en ciencias de la comunicación. Después de cuatro horas y treinta-y-tantos minutos pude sacar la camioneta. Quería gritar de coraje y desesperación, la vida era injusta conmigo que reconocía como único pecado hasta ese momento, el aspirar secretamente a aparecer en la portada de Mariclaire, Cosmopólitan o de Vanidades. Arranqué dejando una gran polvareda, ahora el sudor y la tierra en todo el cuerpo me picaban la piel, pero más me molestaba esa sensación de agravio, prisa, frustración y miedo que crecía al ver los barrancos cada vez más profundos que aparecían ante cada curva que pasaba. Poco a poco me fui calmando, a medida que me adentraba en la sierra el panorama que se abría se antojaba como una bella película, a lo lejos se distinguía Tuxpan de Bolaños como un tesoro en medio de una alfombra multicolor de trazos inverosímiles. El aroma del bosque me refrescó todo el cuerpo, la tierra era menos ardiente, los arbustos sedientos ahora se opacaban ante la presencia de encinos y pinos de gran tamaño, el calor agobiante se había quedado atrás, una mujer apareció ante mi vista. Estaba a un lado de la brecha recostada en una especie de catre portátil, seguramente estaba enferma, detuve la camioneta, un hombre indígena se acercó a decirme palabras en su idioma que no entendí, no 36

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obstante, le pregunté: —¿Quiere que la lleve a un médico? El indígena, al parecer su esposo, se esforzaba en darme explicaciones que yo seguía sin entender. Bajé de la camioneta a revisar a la mujer. Envuelta en una gruesa cobija la mujer en el catre musitaba débilmente, el indígena wixárika me decía algo, otras mujeres también intervenían, según pude entender entre señas, se estaba desangrando como producto de un parto en el que había dado a luz a dos niños. Por fin llegó corriendo un anciano y me preguntó en voz muy baja y con mucha humildad si podía llevarla al doctor. —A donde sea necesario –contesté. Subimos a la mujer sobre mi bolsa de dormir, en la parte de atrás de la camioneta, mis manos y mi blusa blanca quedaron llenas de sangre. Cuando tomé el volante de la camioneta lo sentí pegajoso. Me sentí incómoda. El anciano subió a mi lado en la cabina de la pic-up, el que debía ser el esposo, subió atrás. Eché a andar la camioneta y avancé tratando de no alterarme. Varias veces paré en el camino, el anciano además de ser padre de la mujer era marakame — curandero indígena wixárika— la tocaba, le daba de beber agua y la frotaba con alcohol, se veía seguro de sus conocimientos aunque no por eso menos afligido. En una curva cerrada una camioneta que venía en sentido contrario casi nos saca del camino, cuando la polvareda se disipó un fuerte golpe en el techo de la camioneta hizo que frenara. El esposo batallaba ante un especie de colapso que le daba a la mujer, el marakame llegó a su lado y metiendo su mano entre la 37

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cobija ensangrentada palpó las piernas mientras la mujer gritaba. —Ya lo arrojó —dijo el marido. —Ya lo arrojó —repitió el marakame con un manojo sangrante de entrañas en la mano. "Es la placenta‖, pensé. El marakame regresó a mi lado en la cabina de la camioneta. —Ya se salvó —dijo el anciano convencido— en Bolaños, ahí nos quedamos —y arrojó el manojo a un lado del camino. La mujer indígena ahora estaba desmayada. Yo, que para ellos era sólo una mujer mestiza, una teiwari, trataba de convencerme de que no había motivo para angustiarme. A lo lejos ya se veía la fantástica pirámide de Egipto —artificial— que muchos años de trabajo minero habían dejado como recuerdo de la explotación del oro en San Martín de Bolaños. En unos minutos más llegaríamos. Pero, contrario al pronóstico del marakame, la mujer indígena parecía agravarse más, hundí el acelerador al fondo y pasé el estrecho puente de San Martín a toda velocidad y así hasta la zona urbana de Bolaños. El padre y el esposo de la indígena no se ponían de acuerdo sobre el sitio en el que estaba el centro médico de la población. Frené levantando una fuerte nube de polvo frente a un edificio que podía serlo y el marakame y su yerno quedaron de acuerdo, ahí era. Entré a la clínica, una enfermera me informó terminante: 38

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—No está el doctor, no hay nadie que la pueda atender, el doctor regresa hasta mañana, ya se acabó su turno. —¿Dónde podemos poner a una paciente grave? — pregunté. La enfermera repitió su letanía: No está el doctor, nadie más los puede atender, ¿tienen cita?, no hay servicio de urgencias. No lo pensé más, salí de la clínica y traté de cargar a la mujer, apenas podíamos entre el anciano marakame, el marido y yo. Esta vez, a diferencia de la primera, no pensé siquiera que me iba a manchar de sangre, no sentí ninguna repulsión, entramos con la mujer en brazos al tiempo que ella, por el esfuerzo, entraba en una nueva crisis y finalmente se desmayaba con un rictus de dolor que impresionó a la hasta ese momento insensible enfermera, que había salido a nuestro encuentro para rechazarnos, pero al ver a la mujer, lejos de hacerlo nos dirigió hacia una camilla en el consultorio principal. Me acerqué a ella y le pregunté mirándola a la cara: —¿Dónde está el doctor? —No sé de donde me vino ese sentimiento en el estómago y en los dientes, pero sentía por dentro que si en ese momento no me respondía me iba a ir sobre ella, estaba convencida de poder hacerlo, no me imaginaba como, pero yo la iba a golpear irremediablemente hasta que diera respuesta a mi pregunta. La enfermera pareció leer mi pensamiento y contestó cambiando de actitud: —Debe estar jugando frontón o en el billar, a estas horas ahí debe de andar, si no, solo puede estar 39

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comiendo en la fonda de... —¿Sabe dónde es eso? —pregunté al esposo. En sus ojos y en sus gestos leí la respuesta. Subimos al carro arrancando a toda velocidad. El pueblo polvoso y tranquilo perdió lo segundo en aras de un notable incremento de lo primero. Por fin encontramos al doctor, subió con nosotros al carro sin ofrecer ningún tipo de resistencia, se dirigió al esposo por su nombre y le hizo algunas preguntas, al llegar a la clínica bajó rápidamente, se dirigió por su nombre a la débil mujer. Empezó a auscultarla. Yo quedé afuera en espera. Una hora después pregunté al doctor si ya no era útil, para poder retirarme. —La señora ya está estable, pero está muy débil, requiere de un suero que no tenemos aquí, pero ya está bien, si usted va para Tlaltenango, le puede dar un aventón —e informó— nosotros ya la habíamos canalizado para allá. Interrogué con la mirada al anciano marakame y al marido de la mujer. Ellos tampoco sabían que decisión tomar. —¿Y usted qué recomienda doctor? —No estaría de más. Nuevamente subimos a la mujer a la camioneta, en esta ocasión en la cabina, meterla implicó dejarla momentáneamente desnuda de la cintura a los pies, la cobija ahora era una pesada esponja de sangre, pese a la explicación del doctor yo pensé que las cosas no estaban tan bien. 40

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Arrancamos, antes de salir del pueblo la ilusión de que todo estaba ―estable‖, se agotó, la mujer seguía mas grave a pesar del suero que colgado de un gancho de la camioneta fluía a través de las arterias de su mano. Decidí que si esa mujer iba a morir, no sería porque yo no me atreviera a manejar a toda velocidad rumbo al hospital regional de Tlaltenango. Era una carretera que había transitado dos veces antes, con todo no podía decir que la conocía, y lo que conocía con certeza de ella es que sus curvas son peligrosas. Corrí a toda velocidad, pensaba sin embargo que sería una tragedia que pudiendo salvarse la paciente, muriera por una imprudencia mía y con ella sus familiares. Pero a medida que veía el estado en que se encontraba la mujer me nació una confianza en mi habilidad para conducir. Era necesario, entonces podría hacerlo. El marakame me pidió que me detuviera, sus cánticos eran como alfileres dolorosos en mi corazón, apelaba a conmover a sus dioses, yo sentía su dolor. Me fue dado conocer una ceremonia Wixarika, huichola, que pocos teiwaris —mestizos— conocen. Pero no era con fines didácticos, o folklóricos, era una lucha entre la vida y la muerte, no se trataba de impresionar a nadie, de demostrar nada, solo de conmover al dador de la vida para que no se la quitara a una mujer que acababa de ser madre. Y cuando pensé en los hijos recién nacidos que a estas horas estarían berreando de hambre pensé que definitivamente no quedaría en mis manos que esta mujer muriera. El marakame sorbió agua santificada en sus rituales y la escupió sobre la cabeza de la mujer, 41

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luego continuaba con sus cantos, y chupaba la frente de la mujer, en una caricia desesperada por contener el avance de la muerte, yo aceleré a fondo tratando de llegar a tiempo al hospital, faltaban dos horas pero yo podría hacerlo en una, solo había que acelerar y conducir con cuidado. La mujer entró en un estertor, el marakame desesperadamente esparcía con su boca agua santificada, la mujer hizo un rictus, el marakame dijo: —Ya se acabó, —yo voltee a ver a la mujer, sin soltar el acelerador, con la mano derecha busqué su sanguinolenta y débil mano y las arterias de su muñeca, no sé si vivía o no, pero yo sentí palpitaciones en las yemas de mis dedos, el pulso vital se sentía, débil, pero entonces, no moriría. Por fin salimos al entronque de la carretera estatal, lo que seguía era lomerío, pero mucho más tráfico de automóviles, alcance 180 kilómetros por hora en una recta más o menos prolongada y por fin llegué al hospital, guiada por las señas del marido. Una lluvia fuerte se desató en la última parte del camino. Entré a la rampa de emergencia y desesperados cargamos a la mujer mientras gritábamos por ayuda. La mujer ingresó al hospital y en el pasillo le tomaron el pulso. Pasaban de las 6 de la tarde. —Está muerta —dijo una doctora. Me dieron muchas ganas de llorar, como ahorita que escribo esto y el nudo en la garganta se me rompe y explota en mis ojos una lluvia que no puedo contener. 42

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La mujer desnuda en la camilla, tras el polvo y las manchas de sangre, tras lo cenizo de debilidad era una mujer tersa, fuerte, joven y bien proporcionada. ¿Por qué tenía que haber muerto? Salí del hospital con muchas dudas, con esa lluvia tan fuerte, y esa tensión que me hacia temblar las manos y el volante no llegaría viva a Guadalajara. Me quedé en Tlaltenango, en casa de Rocío una Psicóloga. No pude llorar cuando relaté lo que me había pasado, ella lo hacía por mí, pero en esa plática —y en las gestiones del día siguiente en el hospital— encontré respuesta a mis preguntas. El doctor de Bolaños conocía a la mujer porque ésta había acudido antes por ayuda y ahí se le había dado atención prenatal. El esposo conocía el hospital de Tlaltenango porque un día antes había estado ahí con su mujer a punto de dar a luz, de ahí la regresaron diciéndole: "señora, no sea escandalosa, todavía le faltan dos centímetros de abertura en la matriz regrésese a su casa". La mujer había regresado. Luego de 4 horas de carretera asfaltada y 4 horas de un terrible camino de terracería a bordo de un camión de carga y de dos horas más caminando en lo abrupto de la sierra, había llegado a su hogar para dar a luz de inmediato a dos niños. "Era un parto difícil, por eso la canalizamos a Tlaltenango" había dicho el médico de Bolaños. A las dos de la mañana había dado a luz y desde ese entonces inició un abundante sangrado, dos horas mas tarde decidieron sacarla al camino de terracería en espera de un raid, pues es sabido que en la sierra no hay transporte regular, llegaron a la brecha por la mañana y ahí permaneció tirada hasta las 14:30 que pasé yo en la camioneta. Regresó a morir 43

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al lugar donde sin ninguna sensibilidad la habían rechazado. Hay muchas preguntas que aún no me respondo. ¿Cómo pueden pasar estas cosas en mi país en este momento, después de todo lo que ha pasado? ¿Cómo pueden ver de frente a sus esposas y compañeros los doctores y doctoras que le negaron previamente el servicio sin reconocer su condición indígena? ¿Dónde están los dos niños que nacieron de esa mujer?, ¿Qué comieron el día 5 de octubre fecha en que nacieron y murió su mamá? ¿Qué han comido los demás días de su existencia? ¿Qué comieron el día de hoy? ¿Dónde están? ¿Quién los cuida? ¿Cuántas mujeres indígenas mueren todos los días de la misma manera? Hay sin embargo una pregunta que con toda certeza ya respondí. Ya sé qué estoy haciendo en la sierra. Sierra Huichola, octubre de 1994

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Sierra Madre del Sur

E

l indígena chamula llamó desde el patio camuflajeado por la sombra de un guanacaste, el Capitán se levantó y gruñó agresivo, el Negro tuvo movimientos en sus oculares cerrados, tal vez estaba soñando que un indígena se acercaba y el salía a morderlo, fuera del globo de sus ojos, el resto de su cuerpo no se movió, Caribe levantó las orejas. —¡Cállate Capitán! —La voz de Marbel se oyó como un trueno, el perro no solo dejó de ladrar sino que detuvo su carrera agresiva. Tras una pierna del señor un niño se escondía. —El niño se pico el ojo con una astilla —recitó el señor sin poner ningún énfasis, como dando información sin importancia. —Y vos, ¿ya lo lavaste? —preguntó Marbel. Mario dejó de lado su libro y salió de la cabaña, Marbel pidió al señor: —Acercáte vos. Descalzo y con los pantalones raídos enredados hasta el tobillo el indígena chamula se acercó, el niño siguió en su lugar a la sombra del guanacaste, paralizado por la mirada del Capitán. Marbel preguntó hacia la entrada de la cabaña en tono bajo: —Tenés gotas para los ojos comandante? —No tengo, pero tengo los líquidos de mis lentes de 45

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contacto, pueden disminuir la irritación y prevenir infecciones —y preguntó dirigiéndose al chamula. —¿Cuántos años tiene tu hijo? —No se cuantos años tienes mi hijo. —Tiene como 8 años —contestó Marbel. —¿Dónde se picó? —sigue preguntando Mario. —Ahí en la labor, estaba tumbando ramas. —No, ¿Se picó el párpado, o la ceja o dónde? —El ojo se lo pico. —Dile que venga —ordenó Marbel. El niño se acercó, en sus manos sucias traía un trapo —no más limpio— para limpiarse los mocos. —Ponte ahí —dijo Mario señalando un pedazo de tronco de roble— que te de el sol. —¿Dónde se picó? —preguntó Mario —Ahí, en el mero puntito del ojo —contestó el chamula. Mario se acercó a la cara del niño sosteniéndole la barbilla con una mano y al observar la astilla quedó aterrado, una descarga de adrenalina recorrió todo su cuerpo, sintió que el pelo se le erizaba y un temblor de frío lo estremeció, quedo profundamente alterado. —¿Cuándo pasó eso? —Ayer, desde ayer lo vengo caminando para que lo cures tú que lo sabes más —dijo dirigiéndose a Marbel, Mario preguntó alterado: —¿Y qué le has hecho, qué le has dado? 46

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Comprendiendo lo absurdo de su pregunta se dirigió al niño. — ¿No tienes dolor?, ¿no sabes llorar? El chamula tradujo un no por respuesta, Mario siguió con su andanada de preguntas: —¿Dónde está su mamá? —No está su mama, su mamá se murió. —¿Y tienes otros hijos? —Si tienes otros hijos —contestó turbado el señor— pero este no es mi hijos. Mario sintió que era imposible sacar la astilla de la pupila del ojo sin dañar el lóbulo ocular, después de extraerla abría que operar para cerrar la herida o al menos garantizar una absoluta esterilización. El sabía lo que era el dolor de los ojos cuando entraban en contacto con un objeto extraño, era el mismo dolor que experimentaba antes de cualquier operativo militar, cuando se ponía los lentes de contacto duros como parte de su camuflaje. En aquellos casos, sólo luego de revisar el cargador de la pistola, los cargadores de reserva, las granadas y las armas largas podía colocarse ropa adecuada, peluca y... los dolorosos lentes de contacto. Con una irritación que lo hacía lagrimear y moquear salía de la casa de seguridad titubeando, reconociendo la nueva realidad visual, ajustando sus movimientos a las nuevas dimensiones que sus ojos le presentaban. Sólo la cercanía del combate, con ese olor a salado, con esa liberación de energías, borraba el dolor de los ojos, o al menos hacía que temporalmente se le olvidara. 47

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Pero ese dolor, esa angustia previa al enfrentamiento armado, no era nada comparada con el dolor que debería estar pasando el niño indígena que sin embargo no lloraba sino que esperaba su destino parado junto a su papá, que tampoco era su papá, sino su tío o su alguien. Mario de manera natural se acordó de sus hijos. "Maldita sea —pensó— todo esto tiene que acabar". Sierra Madre del Sur Julio de 1990.

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