Correspondencia y retratos de Lewis Carroll

Literatura de fantasía. Tendencias amorosas del escritor

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El hombre que amaba a las niñas, Correspondencia y retratos de Lewis Carroll Por Layla MartÃ−nez. "-¿Y qué voy a hacer?- se molestó. -Alicia: ¡Estoy creciendo! -No tienes ningún derecho a crecer estando aquÃ−- refunfuñó el Lirón" Alicia en el PaÃ−s de las Maravillas, Lewis Carroll  Cuando Lewis Carroll falleció el 14 de enero de 1898, en la habitación de la casa de Guildford donde habÃ−a pasado sus últimos años se amontonaban miles de cartas, fotografÃ−as y negativos aún sin revelar. Sus apenados y ávidos familiares se abalanzaron con ansiedad sobre aquel ingente montón de documentos formado por veinticuatro archivos de correspondencia privada y los trece volúmenes que conformaban su diario personal. Pero aquellas manos ansiosas descubrirÃ−an un tesoro aún más sorprendente. En medio de aquel montón de papel que atestaba el escritorio y el despacho de Carroll, habÃ−a una caja cuidadosamente cerrada con llave. En ella, Carroll habÃ−a guardado su secreto más Ã−ntimo, el que reservaba para la soledad de sus noches en la casa Guildford. Las manos de Wilfred, hermano y albacea de Carroll, fueron las primeras en abrir aquella caja y ver las decenas de fotografÃ−as cuidadosamente ordenadas que habÃ−a dentro. En todas ellas aparecÃ−an niñas de entre seis y doce años que posaban para la cámara en diferentes escenarios y posturas, algunas decididamente sensuales. En varias de esas fotografÃ−as, además, las niñas aparecÃ−an desnudas. El deseo de Carroll por las menores no era ningún secreto en la familia, que habÃ−a asistido a un sinfÃ−n de habladurÃ−as y rumores desde hacÃ−a años, algunas veces incluso aireadas por la prensa local. Sin embargo, tras la muerte de Carroll llegaba el momento de rehabilitar el nombre de la familia y acabar con todos aquellos rumores. En la propia chimenea de la casa de Carroll, se quemaron cientos de cartas y documentos, y varios de los volúmenes que conformaban su diario personal fueron fuertemente manipulados y mutilados. Se tacharon nombres y fechas, se eliminaron párrafos, se cambiaron frases e incluso desaparecieron años enteros de su diario, sobre todo entre 1858 y 1863, cuando por entradas posteriores sabemos que debió pasar un hecho que pesaba especialmente en la conciencia de Carroll y al que él se referÃ−a como su pecado. No obstante, no todo fue destruido. La familia decidió guardar muchas de aquellas fotografÃ−as, y una parte de las cartas y documentos sobrevivieron a la hoguera y a la censura. Algunas de esas cartas y retratos son las recoge el volumen editado por La Felguera, que contiene una buena parte de la correspondencia que Carroll mantuvo con las niñas a las que fotografió y con los padres de ésta, a los que escribÃ−a para fijar la fecha y las condiciones de las sesiones fotográficas. Desde nuestra percepción actual estas cartas resultan especialmente sorprendentes, porque en muchas de ellas Carroll solicita permiso para que las niñas acudan solas a su casa y para fotografiarlas sin ropa: “Al menos, confÃ−o en que me permitan hacer algunas fotos de Janet desnuda”- escribe al padre de una de las niñas- “Mi situación ideal es contar con dos horas de ocio por delante, una niña para fotografiar y ¡ninguna restricción en el vestuario!”. Sin embargo, a pesar de lo llamativas que pueden resultar estas frases, deben ser entendidas en un contexto 1

muy diferente al actual en lo que se refiere a la atracción erótica entre adultos y niños. La visión actual de la pederastia es muy reciente, de apenas los años ochenta del siglo XX. A partir de ese momento es cuando comienza a extenderse un discurso que convertirá al pedófilo en el nuevo monstruo social contra el que dirigir los terrores y las ansiedades colectivas. En los tribunales de Estados Unidos comenzarán a aparecer una ingente cantidad de casos de abusos y violaciones de menores cometidas por supuestas redes de pederastas, a los que la prensa otorgará una cobertura abrumadora. Estos juicios, que se ponÃ−an en marcha sin otra prueba que los testimonios obtenidos en interrogatorios de seis y siete horas de duración en los que los menores eran fuertemente presionados, nunca podrán demostrar la existencia de estas supuestas redes de pederastas, y ni siquiera encontrarán pruebas que avalen los testimonios de los niños. En muchas ocasiones, los acusados serán absueltos después de varios años de litigios legales, pero el daño ya estaba hecho. Los encendidos tertulianos que debatÃ−an durante horas en la televisión habÃ−an hecho bien su trabajo. A partir de entonces, toda presunción de inocencia serÃ−a enterrada, y cualquier testimonio serÃ−a válido para condenar a alguien a decenas de años de prisión, incluso aunque ese testimonio fuera el de una esquizofrénica que habÃ−a abandonado el tratamiento y que tenÃ−a evidentes signos de inestabilidad mental -como el conocido caso de la guarderÃ−a McMartin, en Estados Unidos, en el que todos los profesores fueron finalmente absueltos aunque uno de ellos ya se habÃ−a suicidad durante el proceso judicial-, o aunque ese testimonio hubiese sido obtenido tras someter a niños de ocho y nueve años a interrogatorios de varias horas de duración en los que no se permitió la entrada de ningún familiar -como en el caso del Raval, en España, en el que la prensa no tuvo reparos en hablar de una red de pederastia que nunca existió-. Esto no quiere decir que no hubiese casos reales, pero sÃ− que comenzó a extenderse una cierta histeria social que hacÃ−a que cualquiera pudiese ser susceptible de sospecha. Una histeria social, además, que tuvo como resultado un fuerte aumento del control sobre la infancia, que pasarÃ−a a estar mucho más vigilada que antes. Atrás quedaba el discurso de los años sesenta y setenta, cuando los pedófilos eran vistos como seres inofensivos y dignos de lástima por la miseria sexual en la que estaban condenados a vivir. Se abandonaba incluso el discurso médico vigente desde finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la atracción por los niños fue catalogada como una enfermedad producida por la “debilidad mental” y propia de seres infantiles y débiles. Este era precisamente el discurso vigente en la época de Carroll, cuando la atracción por las niñas era vista más como una debilidad que como un delito que requiriese la puesta en marcha del aparato represivo de la sociedad. Esto no significa que los padres consintiesen las relaciones -tampoco las permitÃ−an a otras edades-, pero sÃ− que habÃ−a una visión mucho más despreocupada en torno al hecho de que tu hija posase sin ropa para un conocido o que acudiese a pasar unos dÃ−as de vacaciones a casa de un hombre soltero. De hecho, es curioso cómo en el libro se ve que causa mucho más escándalo que vayan a pasar unos dÃ−as a su casa jóvenes de entre veinte y veinticinco años que niñas de diez, algo difÃ−cil de entender hoy en dÃ−a. Quizá esto nos deberÃ−a hacer reflexionar sobre la forma en que se construyen los discursos en la opinión pública y sobre los objetivos que cumplen, que muchas veces tienen más que ver con el control y el disciplinamiento social que con las motivaciones de seguridad y protección que aducen sus creadores. Al fin y al cabo, quizá también haya que protegerse de los que nos protegen.Â

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