CUENTOS URGENTES Orlando Mazeyra Guillén

CUENTOS URGENTES Orlando Mazeyra Guillén 0 © Orlando Mazeyra Guillén Urbanización La Castellana D-12, Cerro Colorado, Arequipa www.orlandomazeyra.

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CUENTOS URGENTES

Orlando Mazeyra Guillén

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© Orlando Mazeyra Guillén Urbanización La Castellana D-12, Cerro Colorado, Arequipa www.orlandomazeyra.blogspot.com Correo electrónico: [email protected]

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A Álvaro, mi hermano, y al parque de La Arboleda, nuestra prosperidad reclusa o el paraíso perdido de los fines semana, cuando, a pesar de todo, vivir todavía valía la pena.

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«Vivir atormentado de sentido: creo que esta, sí, es la parte más pesada... En tiempos donde nadie escucha a nadie, en tiempos donde todos contra todos, en tiempos egoístas y mezquinos, en tiempos donde siempre estamos solos, habrá que declararse incompetente en todas las materias de mercado habrá que declararse un inocente o habrá que ser abyecto y desalmado». FITO PÁEZ,

«Al lado del camino»

«Mi vida, fuimos a volar con un solo paracaídas: uno solo va a quedar volando a la deriva [...] Tu amor es mi enfermedad: soy un envase vacío». ANDRÉS CALAMARO,

«Paloma»

«Por supuesto, en el fondo sabe que el destino no irá a visitarle a menos que él lo obligue. Tiene que sentarse y escribir, es la única manera. Pero no puede empezar a escribir hasta el momento adecuado, y da igual lo escrupulosamente que se prepare, vaciando la mesa, colocando la lámpara, dibujando un margen con regla en la página en blanco, sentándose con los ojos cerrados, dejando la mente en blanco: pese a todo, no le vendrán las palabras. O mejor dicho, le vendrán muchas palabras, pero no las correctas, la frase que reconocerá en el acto, por su peso, por su aplomo y equilibrio, como la destinada. Ahora no es poeta, ni escritor, ni artista. Ahora es programador informático, un programador informático de veinticuatro años en un mundo donde no hay programadores informáticos de treinta años. A los treinta estás demasiado viejo para ser programador: te conviertes en otra cosa —una especie de hombre de negocios— o te pegas un tiro». J. M . COETZEE, Juventud «Cuando aguantas toda esa mierda durante tanto, tanto, tanto, tanto tiempo adquieres la tenacidad suficiente para decir lo que realmente quieres dar a entender. Conoces las palabras necesarias para sacarte de encima todas esas palizas. Pero mi padre fue un gran maestro de literatura: me enseñó el significado del dolor, del dolor sin sentido». CHARLES BUKOWSKI,

«Nacer en esto»

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LA TALEGA Ese anciano de mirada perdida siempre camina arrastrando una pesada talega color cereza. Los cuentistas del vecindario dicen que adentro lleva tres enormes espejos. Dos de ellos ya están rotos: el primero lo rompió cuando descubrió su primera arruga; y el segundo fue a parar al suelo cuando contempló su primera cana. El tercer espejo sigue intacto. Algunos arguyen que su avanzada ceguera le impide dar cuenta del último espejo. Yo creo que se romperá cuando esté cara a cara con la Muerte.

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BATALLAS PERDIDAS Ella se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio. Siempre que el almanaque se deja alcanzar por el mes postrimero, se inscribe en el concurrido gimnasio que queda a un par de cuadras de su casa. Todos los años. Todo diciembre. Todas las mañanas. La ración oscila entre una hora y una hora y media. Primero aeróbicos, luego máquinas y más máquinas. A veces se exige demasiado: eso es peligroso, ella es consciente de eso... pero, cuando descubre que casi siempre ella resulta siendo la más gorda de la extensa sala, se arma de fuerzas, recuerda el aterrador guarismo que le muestra la temida balanza todos los días, y así renueva su ímpetu y persiste en su vano intento de alcanzar un físico de bandera... Cuando empieza a sentir que algo le oprime el pecho, para. Inhala y exhala. "No te rindas, estúpida", se llena de coraje mientras contempla angustiada a las chicas de envidiables figuras. El cuerpo de Francesca —su vecina— es despampanante. Todos los machos del gimnasio la miran: unos lo hacen disimuladamente, pero otros lo hacen sin el menor reparo. Siente envidia, ella daría la vida por tener un cuerpo así. Por eso se esfuerza, por eso empapa su buzo, por eso exige a su corazón hasta el límite. Pero algo que proviene de su interior le dice que nunca podrá alcanzar esa meta. "Es tu contextura, hija", le dice su madre. "Todos los hombres babean por Francesca, babean por su cuerpo ", alega ella. —¿Y eso qué importa? —la cuestiona su madre. —Me importa, mamá. Me importa mucho. Yo quisiera que ellos también me miren. No pido que me miren todos, siquiera uno. Con uno me conformo. —Estás mal, hija. —Sí, claro que estoy mal. Estoy muy gorda... A este paso me voy a quedar soltera... soltera y amargada como la tía Sonia. —No hables adefesios. Tu tía Sonia no es ninguna amargada. —Claro que lo es, mamá. Todas las solteras lo son, y a mí ya se me está yendo el tren. Su madre sonríe. La acaricia. La besa en la mejilla y mientras la consuela con argumentos simples, siente una ligera conmiseración. Quisiera poder ayudarla, pero ya no sabe cómo: dietas babélicas, nutricionistas, fajas, cremas reductoras, etcétera. Muchos intentos, todos fallidos. Muchas lágrimas, muchas decepciones. Muchos veranos con su hija encerrada en casa. —Así no voy a poder ir ni siquiera un día a la playa —afirma antes de dibujar un puchero—. Estoy hecha una vaca. ¡Mi cuerpo es un asco!

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—Siempre es lo mismo. Hija, tienes que tener personalidad. —¿Personalidad? Ya me tienes harta con esa palabra, mamá. —Mejor no discutamos. Ya te dije que siempre es lo mismo. Corre a descansar. Mañana tienes que ir temprano al gimnasio. —¿Para qué? ¿Para qué voy? —La respuesta la tienes tú, hija. Corre descansa. Sube a su cuarto. Se mira en el espejo de su tocador. Se asquea de su cuerpo. Corre al baño. Mira la taza. Se le acelera el ritmo cardiaco. Junta su dedo índice con su dedo medio. Los introduce con violencia en su boca. Llega a rozar su campanilla. Le viene una arcada, y otra y otra. Está a punto de vomitar pero se contiene. "No, no, no", se repite en silencio. Unas cuantas lágrimas se pierden en el fondo de la taza. Se persigna y se limpia las lágrimas con un trozo de papel higiénico. Un nuevo día de diciembre. Ella se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio... El verano — Mollendo, Mejía, Camaná— la espera, el verano le tiende una extensa alfombra que se llama carretera, pero ella —que se sabe gorda— se encerrará en su cuarto y esperará a otro diciembre, a un nuevo diciembre que se burle de su figura (y de sus batallas perdidas).

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ESA VEJEZ QUE PREFERIRÁS OLVIDAR Hace pocos minutos entró a tu habitación y te sorprendió en pijama (mirando hacia un rincón del techo y con un dedo en la nariz). Corrió las cortinas sin prestarte mucha atención y, casi como dando una orden, te dijo que te lavaras las manos con jaboncillo antes de bajar a desayunar. Le preguntaste su nombre de inmediato. No te respondió. Te miró con cierta ternura y te informó que ella era tu esposa. —Llevamos cuarenta y siete años de casados —te dijo muy suelta de huesos como quien da cuenta de la temperatura del ambiente o del precio del pan. Atolondrado, le volviste a preguntar su nombre y, antes de responderte, se puso muy seria: —Soy Clara… Clara, ¡tu mujer! Es cierto: es clara, tiene una piel de porcelana y unos intrigantes ojos almendrados que te hacen imaginar una juventud pródiga en cortejos, aventuras, desplantes y corazones rotos. No sabes por qué, quizá por un creciente y fugaz cambio del estado de tu ánimo, la sientes sincera, honesta a más no poder; sin embargo, no podrías asegurar que aquella extraña es tu esposa, porque —¿sólido argumento?— simplemente no recuerdas el haberte casado (tampoco recuerdas el siquiera haberte enamorado). Le quisiste preguntar tu propio nombre. Algo pasó por tu mente, una ráfaga de pánico que humedeció tu espalda, y te abstuviste. “Tengo que recordarlo solo”, pensaste en silencio, “juro por lo más sagrado en el mundo que no sé cómo rayos me llamo”. Antes de salir de la recámara, Clara te advirtió que estabas enfermo: sufres, según ella, de obstinadas y recurrentes lagunas mentales y que, a esa enfermedad, tu médico de cabecera le llamaba Alzheimer. No le crees. Tu escepticismo te lleva a concluir que es una charlatana. ¡Cómo no vas a ser capaz de recordar una enfermedad tan alarmante! Te pusiste nervioso, tenso, y le avisaste que te querías ir. “¿Adónde?”, inquirió bostezando y sin ganas de prolongar la cháchara. No supiste qué decirle… Adónde puedes ir si ni siquiera sabes en dónde diablos estás... En fin, no te queda de otra: por el momento —y a pesar de tus muchos y comprensibles reparos— tendrás que confiar en ella. Estás muy asustado, lo sé, abuelo. Confundido. Apremiado por ideas vagas, recuerdos súbitos e imágenes que te resultan absurdas, desconcertantes, inesperadas. Ya nada de eso importa. “Tendré que confiar en ella”, te lle gas a convencer, pues intuyes que Clara —moño de cabellos canos, mirada comprensiva, arrugas irrevocables— es, por ahora, más confiable que tu traicionera memoria. Un largo silencio se apodera de la atmósfera. —¿Cómo se llama usted? —preguntas auscultándola con denuedo. Y ella, haciendo de tripas, corazón, se llena de paciencia antes de volver a empezar. —Este será otro de esos largos días —vislumbra lamentándose. Triste, vieja y casi derrotada, pierde la mirada en la ventana… como queriendo encontrar al destino, para disuadirlo o, al menos, exigirle una buena explicación.

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3:15 P.M. Es algo más que simple: que yo recuerde, me pasa todos los días y dura sólo un minuto, raras veces dos. Mi ojo izquierdo se trastorna justo a las tres y cuarto de la tarde. He hablado al respecto con infinidad de oculistas y ellos siempre, dibujando sonrisas incrédulas o musitando ñoñerías, han dudado de la veracidad de mi singular afirmación. Los más generosos me tildan de hipocondríaco; otros —hablo de los peores— me recomiendan sin el menor empacho a curanderas o loqueros y asocian lo mío a paranoias y delirios pasajeros. ¡Ya estoy harto de los escépticos de bata blanca! En cierta ocasión, tuve a mal el tomar una previsible decisión: asistir a una nueva consulta médica exactamente a las tres de la tarde. De esta manera, un experto en la materia estaría a mi lado en la hora crucial. —Ahora veo distinto, doctor —le informé señalando mi ojo izquierdo con ambos dedos índice. El consultorio era el más escueto de todos los que había pisado: apenas había un minúsculo reloj de pared escoltado por un par de diplomas del colegio médico. Eran, pues, las tres y quince. —¿Cómo dice? —me preguntó acercando el oftalmoscopio… ya me sabía de memoria el nombre de ese aparato que no servía para nada que no fuera perder el tiempo. —Con el izquierdo, doctor, el problema es con el ojo izquierdo. De mi ojo derecho no tengo quejas. —¿Ve o no ve con el ojo izquierdo? —Veo, pero veo cosas que no quisiera ver, ése es el inconveniente. Veo cosas que, ¡créamelo!, preferiría no ver. —¿Qué ve? Recién acababa de conocer al doctor Camargo. Apenas quince minutos atrás le había estrechado la mano por primera vez en toda mi vida —me lo recomendó mi primo Nemesio, decía que era de los mejores oftalmólogos de la ciudad—; pero con el ojo izquierdo veía muchas cosas ocultas, íntimas: la noche anterior, saliendo casi a escondidas de un prostíbulo de la avenida Ejército… corriendo hacia su auto… ¡Está muy asustado! El pobre no lo puede ocultar: tiene miedo de que alguien lo reconozca. Sube a un vehículo plomizo y, nervioso, se seca el sudor de la frente con su corbata cuadriculada. Mira hacia todos los lados y recién enciende el motor… —Veo su canita al aire de anoche, doctor —le dije con la mayor naturalidad del mundo—. Eso es lo que veo: ayer usted se fue de putas. Se sonrojó y empezó a sudar, pero esta vez no se secó la frente con la corbata (era la cuadriculada, la misma de ayer), sino con un pañuelo que sacó de uno de los cajones de su escritorio.

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—No sé de lo que me habla… —me dijo agachando la cabeza y regresando el pañuelo al cajón. —¿Quiere que siga? —le pregunté. Bastaba mirarlo para saber lo que el infeliz quería: que me retirase cuanto antes de su consultorio. Las imágenes, una tras otra, seguían desfilando por mi ojo izquierdo: tres jóvenes, seguramente sus hijos, todos lejos, muy lejos… una mujer con la cabeza rapada, el rostro desencajado y un cuerpo depauperado que reposa en una cama de sábanas rosadas: ¡era su esposa y estaba muy enferma! —Los tres se fueron para siempre —le dije con mucha pena. —¿Quiénes? —me preguntó pasmado. —Sus hijos, doctor. No los volverá a ver. —¡Qué sabe usted de mis hijos! —exclamó dibujando un mohín de desprecio—. ¡Loco! Está usted medio loco… y si no medio, entonces completamente. Lo miré estudiando todos sus movimientos y quise decirle que el único loco era su hermano mayor (estaba atado a una camisa de fuerza en la habitación de un hospital que yo no alcanzaba a reconocer)… pero eso no venía al caso, además había cosas más importantes que decirle: —Vaya a verla pronto, no pierda más el tiempo conmigo. Me miró, pero esta vez ya no pasmado, ahora estaba totalmente aterrado. Se soltó la corbata y me preguntó: —¿Qué carajos le pasa a usted? —A mí nada pero a su mujer, en cambio, le está pasando de todo: va a morir esta noche. Ella ya lo presiente, por eso quiere verlo, quiere ver a sus hijos… Oiga, disculpe que me entrometa, pero me parece inaceptable: ¡su mujer está en las últimas y usted que se va de putas! Vaya, doctor, ¡vaya a verla ahora mismo! Despídase y dígale que ellos no volverán… No sea cobarde, ¡dígale la verdad! —¿De qué verdad me habla, loco de mierda? —De la verdad, la verdad más oculta… la verdad que su mujer se iba a llevar a la tumba: ella se acostaba con ese tipo alto, bigotón, el de la casa de rejas y el jardín de magnolias, creo que es su vecino. Se paró deprisa de su asiento y me lanzó un bofetón tan fuerte que casi me tira al suelo. —Creo que es su vecino, doctor… —fue lo último que le repetí. —…También mi mejor amigo —me dijo y, como un poseso, salió corriendo del consultorio. ¿Hacia dónde? Eso sólo Dios lo sabe. 9

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