Dictador y ficción: Una lectura a La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa
Magdalena López Department of Hispanic Languages and Literatures University of Pittsburgh
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Preparado para ser presentado en el Congreso de LASA 2003, Dallas, Texas, marzo 27-29 del 2002
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La novela la Fiesta del Chivo (2000) de Mario Vargas Llosa plantea de entrada la discusión sobre cómo diferenciar entre realidad ficcional y realidad histórica. El autor realizó una minuciosa investigación sobre el período trujillista en República Dominicana para crear una reconstrucción ficcional de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Molina (1930-1961). A diferencia de la mayoría de los demás personajes de la novela, Urania Cabral resulta una elaboración sin referente histórico específico. A través de un juego narrativo, Vargas Llosa va a elaborar una supuesta memoria histórica en una memoria ficcional; la de su personaje novelesco Urania Cabral. El juego de dos planos; el histórico y el ficcional, produjo la consecuente polémica sobre cómo determinar cuál es la realidad o verdad y cuál es la ficción o mentira. Vargas Llosa prosigue el juego relativista de la realidad cuando afirma que la novela histórica tiene la obligación de “decir la verdad a través de las mentiras” (Gewecke 155) o cuando dice que su método de trabajo consiste en “mentir con conocimiento de causa” (Kollman 137). En la incertidumbre provocada por la imposibilidad de aprehender la Realidad -con mayúsculas-, Vargas Llosa ofrece una salida textual; en efecto, el escritor peruano afirma: En mi novela, por una predisposición natural hay un tratamiento realista del tema del dictador, del caudillo de la literatura. Realista en el sentido de que a mí como escritor me gusta fingir la realidad, así como a los escritores de tipo fantástico les gusta fingir la irrealidad. En muchas novelas el tratamiento del dictador ha sido más bien farsesco, extravagante, teatral. Es el caso de El señor Presidente de Asturias o El otoño del patriarca. Son personajes donde está fundamentalmente subrayado ese aspecto grotesco,
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extravagante, de anomalía humana y política (las cursivas me pertenecen) (Letras Libres 25) Mentir la realidad supone ciertos rasgos característicos de la novela histórica. Se trata efectivamente de un género híbrido que combina el discurso histórico y el literario. Frauke Gewecke hace una excelente aproximación al género: Historia y novela están unidas por el mismo carácter mimético, pero se diferencian en cuanto a su intencionalidad y sus estrategias. El discurso histórico [...] se debe al precepto de objetividad, tratando de proyectar una verdad histórica en cuanto correspondencia de lo narrado con lo real acontecido y sujetándose a una lógica que somete la plausibilidad de los hechos narrados a ciertas reglas, como racionalidad, rigurosidad y transparencia. El discurso ficcional, en cambio, aun cuando se basa en referentes históricos, no se debe, en un principio, a una verdad histórica y su autor tiene incluso “el divertido privilegio de hacerle trampas a la Historia”, construyendo un mundo que se debe esencialmente a una verdad poética, basándose la plausibilidad de los hechos narrados en la fuerza imaginativa del autor y la lógica de lo verosímil, no forzosa y únicamente de lo que fue sino de lo que pudo ser (154). Siguiendo entonces esa lógica de lo verosímil, Vargas Llosa construye el personaje de Urania. Se trata de mujer cuya historia viene a representar la de muchas otras mujeres que sufrieron o pudieron sufrir un destino parecido al suyo durante la dictadura de Trujillo. La pregunta sería entonces, ¿por qué la necesidad de recurrir a una verdad poética para fingir una realidad, cuando se puede recurrir a la historia? La respuesta, me parece, tiene que ver con la imposibilidad de alcanzar una objetividad absoluta histórica; y también por las limitaciones propias de dicha búsqueda. La literatura de algún modo se ocupa de una realidad más totalizadora en la que todos
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sus aspectos -incluso y sobre todo aquellos no visibles- juegan un papel protagónico. La imaginación completa y complementa la realidad que es expuesta por la historia. Por ello, Manuel Vázquez Montalbán
opina “que a veces asienta más la ficción que la historia; en el
sentido de que tú puedes reconstruir en todas sus dimensiones una situación […] Apoca que el novelista respete los datos. Yo creo que el novelista está en condiciones de hacer [...] la historia total” (177). La fiesta del chivo va más allá del seguimiento a los puros hechos; se introduce en la subjetividad
de
los
personajes,
expone
monólogos
interiores,
memorias,
aflicciones
inconfesables, etc. Sin embargo; el peso narrativo va a estar sustentado en las acciones de los personajes, que se presentan a través de diferentes voces. A la multiplicidad de perspectivas se sobrepone una unidad narrativa que niega conflictos y/o yuxtaposiciones entre las voces. Todas ellas se concatenan coherentemente. Así, la realidad expuesta en La fiesta del Chivo, lejos de ser fragmentaria -como El otoño del patriarca de García Márquez o Yo el Supremo de Roa Bastos delata una visión “consistente y totalizadora del pasado” que asemeja a la elaborada por los historiadores (Geweke 161). La discusión inicial sobre realidad y ficción no sólo es aplicable a la naturaleza de la literatura. También resulta dilema propio de las dictaduras y por consiguiente es inherente a la imagen del dictador. No en vano Miguel Ángel Asturias afirmaba que “toda dictadura es siempre una novela” (42). El lenguaje del poder del régimen que narra Vargas Llosa, elabora una ficción del mismo modo en que el lenguaje poético elabora una realidad novelesca. En este sentido recordamos el paralelismo que ejemplarizaba Roa Bastos en Yo El Supremo, con la doble significación de la palabra dictador. Escritor y dictador dictan realidades y elaboran ficciones.
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Al sumergirnos en la atmósfera de la novela nos encontramos de lleno en una República Dominicana dictada por Rafael Leónidas Trujillo. Desde la Historia del país hasta los más pequeños incidentes resultan creación del dictador. Justamente en este ámbito, lo creado se complica. Así tenemos las dos realidades de las hermanas Mirabal; la una, que fueron asesinadas salvajemente; la otra, que sufrieron un accidente automovilístico, tal como lo sostienen los periódicos. Otro ejemplo estaría en la dualidad de las palabras “trono/ silla de torturas” usadas en los espacios recónditos del Servicio de Inteligencia Militar. Uno de los episodios más notorios de la novela sobre la elaboración de ficciones de la dictadura, lo constituyen los fusilamientos de los conjurados. La realidad que sostiene el régimen es que los reos han sido trasladados de sus prisiones con el fin de hacer una reconstrucción policial del homicidio de Trujillo, en un trámite puramente burocrático. La otra es que dichos personajes han sido conducidos a un patio-jardín para ser fusilados uno a uno, en un acto de fuerza totalmente ilegal y arbitrario. Resulta notorio que las legitimidades de la mayoría de estas ficciones se sostienen a través de la escritura; periódicos, informes burocráticos, discursos-tesis, etc. Si pensamos en la escritura como posibilidad creadora -y con esto no apunto a ningún sentido positivo o negativo-, encontraremos que los meros simulacros han cobrado realidad. A lo largo de la novela hay toda una internalización de las ficciones que incluso lleva a Trujillo a dudar. Ante la tesis de Joaquín Balaguer que sostiene que el dictador es continuador de la labor de la Providencia; la voz narrativa afirma: “No, no era la frase; eran los argumentos justificando aquella alianza lo que había sobrecogido a Trujillo como una aplastante verdad. No era fácil sentir en sus hombros el peso de una mano sobrenatural” (294). En este punto debemos volver a Roa Bastos en su asociación del escritor y el narrador como seres que dictan-crean leyes, historia, literatura; etc. El título que detentaba Gaspar Rodríguez de Francia era el de “El Supremo”. La sugerencia de que
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el dictador puede ser “Supremo Creador” es ineludible. En efecto; Trujillo ha sido elevado a una condición suprahumana. La autocracia de su régimen lo ha llevado al colmo de equiparlo con niveles divinos: “Dios y Trujillo” es el cartelito que muestran muchos hogares dominicanos (294). Por ello Balaguer le dice a Trujillo: “Usted ha sido para este país, instrumento del Ser Supremo” (293). No extraña entonces que el dictador cumpla -como la divinidad- con la función de nominar las cosas. Pensemos en el cambio de nombre de Ciudad Domingo por Ciudad Trujillo (11). Sin embargo dicha función va más allá de la simple designación de nombres; lo que hace tiene un sentido epistemológico: a través del nombre está dando a conocer realidades. En esta tarea suprema es lógico que rivalice con los intelectuales, ya que ellos funcionan como sus pares en la proposición de realidades. Entre los militares, los curas y los campesinos, Trujillo confiesa: “nunca me he fiado de los artistas” (292).
La paridad recreada por Asturias en el
apéndice de su novela El Señor Presidente (1946) en la que el escritor y el dictador se disputaban el trabajo de creación (42) funcionaría como metáfora para pensar en el caso de la pareja Trujillo / Galíndez. El intelectual español tiene el atrevimiento de escribir una tesis universitaria estableciendo una realidad del régimen distinta a la oficial (112). El narrador nos cuenta cómo el uso de la pluma le valió la vida a Galíndez. El personaje de Urania también propone al lector una realidad diferente del régimen a través de su memoria. Se trata de una memoria más bien colectiva; ya que literalmente sería imposible que ella por sí sola supiese y recordase todo lo que nos muestra en la novela sobre la dictadura. Esta mujer representa una ficción que choca con otra, la de su tía Adelina. El regreso de Urania a la isla, es el regreso temporal a las realidades trujillistas. En este sentido, Urania se equipara al mismo Vargas Llosa poniendo en marcha un pasado que para muchos debe ser olvidado, o negado. La reconstrucción de la memoria actúa como la reconstrucción literaria del escritor. El despliegue memorioso de Urania -por años
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subyugado-, funciona como una suerte de liberación. De esta manera, la memoria –como la escritura novelesca- tiene un sentido positivo. La reconstrucción de la historia dominicana, le va a permitir a Urania volver atrás para retomar su propia vida personal. La novela funciona entonces como viaje de regreso para reencontrarse consigo mismo (Zepeda 1). Ahora
bien,
la
realidades/ficcionalidades,
concepción apunta
del
dictador
como
ese
absoluto
creador
de
a su caracterización paternalista. Trujillo representa la
metáfora del padre de la nación; es el de “Padre de la Patria Nueva” (15). Coincide con el patriarca de García Márquez quien además, literalmente resulta siendo el padre de una cantidad infinita de mellizos. Trujillo configura en efecto, la metáfora del padre creador, rector, severo, castigador (Köllmann 139). La metáfora del padre coloca a la isla en una posición infantil con respecto al dictador1 . Si éste funciona como padre, los dominicanos son vistos como niños. No resulta fortuito que el narrador nos informe que Trujillo se había convertido en el padrino de por lo menos un “centenar de recién nacidos” en los bautizos colectivos que organizaba (166). Existe una concepción de minusvalía de la nación -bien sea por su infantilización bien por su supuesto primitivismo-, que justifica la necesidad de una mano conductora y autoritaria. Esta contraposición niño / padre es una constante de la novela. El primer hilo narrativo, está constituido por una Urania Cabral que adulta, reconstruye poco a poco el régimen de Trujillo a partir de la experiencia de su infancia. El lector tiene acceso a la atmósfera de la dictadura; y luego al dictador mismo, a través de los ojos infantiles de Uranita. La niña en efecto inocente, ingenua, es “obsequiada” a Trujillo por su propio padre el senador Agustín Cabral. La novela propone por una lado la existencia de un estado infantil edénico, una cierta inocencia originaria, y por el otro lado su reverso; la caída, la denigración humana. Después de treinta y cinco años sin verse, Lucinda le comenta a Urania cuando la ve: “Al verte me han vuelto a la
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memoria esos años de infancia. Éramos felices, ¿no?” (208). El lector, aun sin conocer el desenlace de la historia de Urania, no puede menos que sonreírse ante esa “felicidad”. Justamente hacia el final de la narración Uranita va a sufrir el descubrimiento doloroso del reverso: Eras aún una niña, cuando ser niña quería decir todavía ser totalmente inocente para ciertas cosas relacionadas con el deseo, los instintos y el poder, y con los infinitos excesos y bestialidades que esas cosas mezcladas podían significar en un país modelado por Trujillo […] Eras una niña normal y sana -el último día que lo serías Urania- (351) La caída del edén de la infancia de Urania corresponde a la caída en desgracia de su padre, y como ellos, muchos son los personajes que sufren el mismo destino. Sabine Kollman propone leer La fiesta del Chivo como la historia de un parricidio. Ella ve el parricidio simbólico de Urania, quien “tarde pero de manera inexorable se venga de sus padre que después de un ataque cerebral es incapaz de moverse y hablar” (139). Tras años de silencio severo ante su progenitor, Urania regresa para atormentarlo, para reprocharle crudamente su fidelidad extrema al dictador que lo llevó incluso a ofrecerle la virginidad de su propia y única hija: Sí papá, a eso debo haber venido -dice, en voz baja que apenas alcanza a oírse-. A hacerte pasar un mal rato. Aunque, con el ataque cerebral, tomaste tus precauciones. Arrancaste de tu memoria las cosas desagradables. ¿También lo mío, lo nuestro, lo borraste? Yo, no. Ni un día. Ni uno solo de estos treinta y cinco años, papá. Nunca lo olvidé, ni te perdoné (136) Kollman agrega además, que el acto de venganza de Urania contra su padre “se corresponde con el asesinato del “Padre de la Patria Nueva […] por parte de los conjurados” (139). Se trata en efecto de un parricidio; en el que los asesinos no son simples víctimas pasivas;
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“simultáneamente se benefician y sufren con un sistema que premia el abandono del libre albedrío y la sumisión total” (Kollman 138). Dicha sumisión conlleva a la aniquilación espiritual presente en la atmósfera del relato. Es el caso de Urania quien elimina toda vida interior para convertirse en una máquina de estudio y de trabajo. Durante los últimos treinta y cinco años, nunca se permitió ningún asomo de emocionalidad; ella es el “témpano de hielo” (210), la chica “remilgada”, “indiferente” y “frígida” (211) que huye desenfrenadamente del ocio para no recordar-sentir. Iguales deshumanizaciones encontramos en el círculo de colaboradores de Trujillo. Johnny Abbes García -el director de la policía secreta-, en una arranque de franqueza llega a declararle al Jefe, que simplemente vive para ser su “perro guardián”. Uno de los personajes centrales de la novela; Balaguer, nos muestra perfectamente ese aniquilamiento interior que se necesita para servir al Jefe. Cosificado, ha perdido su propio nombre para ser llamado simplemente “La Sombra” (287). Su aparente vaciamiento interior le lleva a Trujillo a decirle: “-Hay algo inhumano en usted- […] Que yo sepa, no le gustan las mujeres, ni los muchachos [...] Apenas tiene ahorros […] No ha estado en intrigas y guerras feroces […] Usted no bebe, no fuma, no come, no corre tras las faldas, el dinero ni el poder. ¿Es usted así?” (289). La novela pone sobre el tapete el mecanismo por el cual ocurre tal deshumanización en las personas. Es la pregunta-respuesta que se hace Urania: “-¿Valía la pena, papá? ¿Era por la ilusión de estar disfrutando el poder? A veces pienso que no, que medrar era lo secundario. Que, en verdad, a ti, a Arala […] les gustaba ensuciarse. Que Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban” (76).
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La ambigüedad de víctimas y victimarios, sobrepasa la intención acusatoria al tirano, señalando un lado monstruoso y obscuro que forma parte de la naturaleza humana, y que ante estos regímenes de absoluta acumulación de poder logran aflorar2 . Un lado que, si bien logra ser transformado a través del milagro de la literatura en la novela del peruano para así intentar la comprensión de ciertos fenómenos históricos; es capaz igualmente de entranar la más absoluta destructividad en ciertos tipos de régimenes políticos. A lo largo de este ensayo he tratado de mostrar precisamente esta doble direccionalidad en los procesos formativos de la ficcionalidad: de la memoria, de la historia y del texto novelesco.
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Obras citadas Asturias, Miguel Ángel. El Señor Presidente. Madrid: Cátedra, 1997. Bergero, Adriana J. El debate político. Modernidad, poder y disidencia en ‘Yo El Supremo’ de Augusto Roa Bastos. New York: Peter Lang, 1994. Cassá, Roberto. “Algunos componentes del legado de Trujillo.” Iberoamericana 3 (2001): 113127. Diederich, Bernard. The Death of the Goat. Boston: Brown and Company, 1978. Fontaine, Arturo. “El tirano y su séquito.” Nexos: Sociedad, Ciencia, Literatura 23 (2000): 99104. Galíndez, Jesús de. The Era of Trujillo. Tucson: The University of Arizona Press, 1973. García Márquez, Gabriel. El otoño del patriarca. Barcelona: Editorial Bruguera, 1984. Gewecke, Frauke. “‘La fiesta del Chivo’ de Mario Vargas Llosa: perspectivas de recepción de una novela de éxito.” Iberoamericana 3 (2001):151-165. Guzmán, Humberto. “Mario Vargas Llosa, maestro de novela.” Siempre! 47 (2000) 62-65. Köllmann, Sabine. “‘La fiesta del Chivo’: cambio y continuidad en la obra de Mario Vargas Llosa.” Iberoamericana 3 (2001): 135-149. Masoliver Ródenas, Juan Antonio. “La araña en el corazón del laberinto.” Letras Libres 16 (2000): 84-85. O’Donnell, Guillermo. El Estado Burocrático Autoritario. Buenos Aires: Editorial Belgrano, 1996. ---. “Democracia en la Argentina. Micro y macro.” Contrapuntos. Buenos Aires: Paidós, 1997. 133-145 Roa Bastos, Augusto. Yo El Supremo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1986. Vargas Llosa, Mario. La fiesta del Chivo. Bogotá: Alfaguara, 2000. ---. “Conversación entre Álvaro y Mario Vargas Llosa: Las dictaduras latinoamericanas.” Letras Libres 21 (2000): 20-23. ---.
Entrevista a Mario Vargas Llosa.