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REFORMA ESENCIAL EN EL PROGRAMA DE LAS UNIVERSIDADES AMERICANAS ESTUDIO DE LAS LENGUAS VIVAS GRADUAL DESENTENDIMIENTO DEL ESTUDIO DE LAS LENGUAS MUERTAS
Famosa es la Nueva Inglaterra por sus colegios, y sus costumbres, y su gente sabia. Con cofia y espejuelos representan los satíricos a Massachusetts todavía, como para indicar que el Estado histórico de Bunker Hill y de Concord vive aún apasionado de lo viejo. Pero es lo cierto que por esa natural y sencilla arrogancia que da la superioridad legítima de la inteligencia, y por el mejoramiento que viene al espíritu de su roce con ideas, y gentes que gustan de ellas,— distínguese de los demás habitantes de la nación, sin gran dificultad, a un bostoniano.—De Massachusetts fue Motley,
el historiador
profundo y pintoresco, cuyas inolvidables obras debieran enriquecer toda
buena
librería;
de
Massachussets,—Emerson,
un
Dante
amoroso, que vivió sobre la tierra, más que en ella,—por lo que la vio con toda holgura y certidumbre, y escribió Biblia humana.—De Massachusetts,—Longfellow, el poeta melodioso y sereno, que forjó en nueva fragua el inglés duro―y lo sacó de ella redondeado y sonante, a que dijese en nítidas estrofas pensamientos sentidos, melancólicos y tersos. De Massachusetts,—Ripley, el crítico; Dana, el periodista; Lowell, el poeta de la lengua yanquee, que ahora está de embajador en Inglaterra, donde lo han elegido por desusada muestra de cariño, rector del Colegio de San Andrés. De Massachusetts son, como de raza acrisolada en que la facultad de meditar ha venido acendrándose y aquilatándose, los mejores “divinos”, como aquí llaman a los sacerdotes, casta atendible en esta tierra, por lo culta, generosa y útil;—los novelistas sagaces y delicados, como Howells, cuya fama empieza; los rimadores atildados, que no poetas,―porque
aunque Whittier, el cuáquero, y Holmes, rey del álbum, y Lowell, el embajador, viven—no hay ahora en los Estados Unidos más poeta, desde que el pobre Sidney Lanier es muerto, que Walt Whitman, un rebelde admirable, que quiebra una rama de los bosques, y en ella halla poesía—más que en rugosos libros y doradas cadenas de academia.
De
una
academia
es
miembro
Walt
Whitman:
su
presidente se sienta en el cielo. Y como por Boston viven los maestros, y de siglos atrás vienen viviendo allí, allí están las más notables universidades, que aquí llaman colegios; allí Harvard y Yale,
que son el Oxford y el
Cambridge de los Estados Unidos; allí, en tanto número como esas bandadas de pajarillos negros que picotean alegres y se bañan en la nieve, abundan, bajo sesudos directores, los colegios buenos,— hogares hasta ahora, por desdicha, como los de todas partes de la tierra, de la mente clásica. Pues ¿enseñar a los hombres que han de vivir en estos tiempos,—lenguas, sentimientos, pasiones, deberes, preocupaciones, cultos de otros, y nutrirles de madrigales y epopeyas idas y de melindres cortesanos―son torpeza y delito menores que sacar a batallar con escudo de cuero retorcido, y casco ponderoso y parte sana, a soldados que han de combatir con otros, precedidos de máquinas rugientes, armados del rifle-cartuchera,—con su depósito de tiros colgando del gatillo, que están sacando ahora a la venta,—o del sable afilado de Solingen? Este mes se han reunido los directores de todos los colegios de Massachusetts, a ver si—como Charles Francis Adams quiere—se enseña menos griego y latín en los colegios; o si—como mantienen el director de la vieja escuela de Amherst, buena en lenguas, y el de la de Dartmouth —ha de reconocerse que para vivir la existencia arrebatada, lujosa, y directamente individual de estos tiempos, son lo más necesario el griego y el latín. Directamente individual decimos, y no vida de castas como antes: porque antes, cuando había reyes
favorecedores, con ser hongo de antesala y saludador del favorito, ya se hacía carrera; o, como se andaba siempre en guerra, con irse a la milicia, se entraba en vía de ganancia y de honores; o con hacerse fraile, porque del fraile cuidaba la iglesia.—Pero hoy, desvanecidos en unas partes y mal puestos en otras, estos viejos poderes, el hombre no puede arrimarse a su sombra, y como la parásita del muro, vivir de ella. El hombre tiene que sacar de sí los medios de vida. La educación, pues, no es más que esto: la habilitación de los hombres para
obtener
con
desahogo
y
honradez
los
medios
de
vida
indispensables en el tiempo en que existen, sin rebajar por eso las aspiraciones delicadas, superiores y espirituales de la mejor parte del ser humano. Esta cuestión del griego y el latín está siendo ahora muy tratada. Se gira en torno de ella, y en ella se concretan los diversos sistemas de enseñanza. Más: se concretan dos épocas,—la que muere y la que alborea. La educación ornamental y florida que bastaba en los siglos de definidas aristocracias a hombres a cuya existencia proveía la organización injusta e imperfecta de las naciones; la educación literaria y metafísica, último mampuesto de los que creen en la necesidad de levantar, con una clase impenetrable y ultrailustrada, una valla a las nuevas corrientes impetuosas de la humanidad, que por todas partes acometen y triunfan; la educación antigua, de poemas griegos y libros latinos, e historias de Livio y Suetonio,—libra ahora sus últimos combates contra la educación que asoma y se impone, hija legítima de la impaciencia de los hombres, libres ya para aprender y obrar, que necesitan saber cómo está hecha, y se mueve y transforma, la tierra que han de mejorar y de la que han de extraer con sus propias manos los medios del bien universal y del mantenimiento propio.
Revista quisiéramos tener para tratar esto con la amplitud y variedad
de
modos
que
las
revistas
permiten,
y
el
asunto
quiere.―Pero tenemos que pasar apuntando. Unos mantienen que el griego y el latín son de cabo a rabo inútiles. Ni el griego ni el latín han saboreado; ni aquellos capítulos de Homero que parecen primera selva de la tierra, de monstruosos troncos: ni las perfumosas y discretas Epístolas del amigo
de
Mecenas; los que dicen esto. Pero este es saber de gala, y regocijo de la mente dada a letras, y nacida para ellas; este es cierto saber aristocrático y de desocupados, que al que viene predispuesto a adquirirlo, le irá inevitablemente, porque deseará tenerlo; y al que no tenga natural afición a él, no le quedará impreso, porque se lo quitarán de la memoria, donde está de mal grado, las tumultuosas aficiones modernas. El problema es este: ¿Debe emplearse la mayor y más útil parte de la época de colegio en el aprendizaje de dos lenguas que solo influyen, cuando más influyen, en fijar las raíces de la lengua? ¿El conocimiento del lenguaje es la principal necesidad del hombre moderno? ¿Debe educarse a los hombres en contra de sus necesidades, o para que puedan satisfacerlas? Como gimnasia y disciplina de la mente, ¿el orden admirable y nunca contradictorio de la naturaleza no será más benéfico a la mente que el caprichoso del hipérbaton latino, o el contraste de los varios dialectos griegos? Si la gota de esencia, si el jugo, si el remanente científico, si la utilidad definitiva del estudio de las lenguas latina y griega, viene a ser—descartado lo de la gimnasia mental por serle preferible en esto las más adecuadas ciencias físicas—el conocimiento verdadera e
innegablemente útil de las radicales de la lengua, y los cauces por donde esta anda, y los ejes sobre que gira ¿por qué no dar en breve, en compendio, en espiga, en fruto, estos conocimientos ya claros y adquiridos, y hacer perder a cada alumno preciosísimo tiempo en adquirir directamente fárragos y laberintos de inútiles reglas que no han de llevarle más que a averiguar lo que ya está sabido? ¡Vale tanto
semejante
sistema
como
tener
a
mano
una
cesta
de
albaricoques maduros, y dejarlos sin comer a un lado, esperando a que el árbol que se acaba de sembrar dé albaricoques! Uvas hay en un racimo: no más que argumentos contra este predominio de un estudio de resultados mínimos en el sistema de enseñanza de una época que requiere resultados máximos, y esencialmente diversos de los mínimos que da el estudio que ahora predomina. La educación tiene un deber ineludible para con el hombre,—y no cumplirlo es crimen: conformarle a su tiempo—sin desviarle de la grandiosa y final tendencia humana. Que el hombre viva en analogía con el universo, y con su época: para lo cual no le sirven el latín y el griego. Por eso se han reunido en Congreso, a ver cómo los van reduciendo en sus programas, los directores de los colegios más importantes de los Estados Unidos.
La América. Nueva York, enero de 1884.