Esteban Bieda. Fumasa

Esteban Bieda Fumasa Editora Alción, Buenos Aires, 2012. I Vio la terminal de ómnibus a lo lejos y, como suponía, no se emocionó. Algunos meses desp
Author:  Mariano Pinto Luna

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Esteban Bieda Fumasa

Editora Alción, Buenos Aires, 2012.

I Vio la terminal de ómnibus a lo lejos y, como suponía, no se emocionó. Algunos meses después de separarse de Ana, Irupé había decidido continuar con el plan de vacaciones que había armado con ella. No era un lugar que le llamara especialmente la atención, es más, le llamaba poco la atención; a decir verdad, incluso cuando nunca había ido a Brasil, se podía decir que lo detestaba. Las razones de Ana para elegir el destino habían sido exactamente las que Irupé hubiese dado para no elegirlo. —¿Y con quién vas a ir? —le había preguntado Télefo Pimp, fotógrafo de La Protecnia, diario en el que ambos trabajaban desde hacía algunos años. —Solo. Diciembre, mes de naturaleza eólica, se voló como todos los años. Finalmente, el tres de enero inició el viaje. Treinta y dos horas más tarde vio la terminal de ómnibus y, como había supuesto, no se emocionó. II

Lo primero que tuvo al bajar del ómnibus fue una sensación de hormiga, inexplicable pero certera. La terminal estaba semidesierta pero la forma, las sombras, el repiquetear de las ojotas contra las baldosas y contra la planta de los pies, le trajeron a la cabeza la imagen de un hormiguero. Sin mayores preámbulos, evitando siquiera reconocer el lugar en el que estaba, enfiló para el hotel que tenía reservado; un oportuno mapa proporcionado por la agencia de viajes le permitió llegar inmediatamente. Ensimismado sobre el plano, entendió por qué el agente de turismo había insistido tanto en que la ciudad no sería el mejor lugar para hospedarse, en que era mejor partir de inmediato, ni bien llegado, para alguna de las playas. Por el rabillo del ojo, espiando por fuera del mapa, pudo ver una ciudad espesa, de edificios viejos y poco pintorescos, de calles y colinas arremolinadas. Diez cuadras de caminata lo depositaron en su hotel. La primera sensación agradable desde su llegada la tuvo frente al cartel que, descascarado y levemente sucio, bautizaba el hospedaje: Dusâo. Luego de una ducha rápida, salió a cenar. No tenía ganas de conocer el centro

pero no tuvo más remedio; la cocina del hotel había cerrado hacía diez años. Dejó el Dusâo y emprendió una caminata ciega con la positiva intención de perderse. Quería deambular pero se le hacía imposible debido a una innata capacidad para orientarse. Giró hacia un lado, giró hacia el otro, entró en un negocio, en una galería, tomó un café y hasta caminó de espaldas simulando haber quedado extasiado con una vidriera. No hubo caso. Sabía perfectamente dónde estaba, cómo hacer para regresar a su hotel, qué calles tomar e, inclusive, qué camino sería más corto. Cenó. Sin ganas de volver al hotel encaró para la zona de los bares nocturnos. Caminó siguiendo las indicaciones de la moza del restaurante pero no tuvo éxito. La noche lo vigilaba calurosa mientras se debatía entre girar a la izquierda o a la derecha; a esa altura las instrucciones de la moza eran casi inútiles. Un par de cuadras después y, sin haberlo buscado, dio un suspiro de satisfacción. Estaba perdido. Tomó por una calle en cuyo fondo se veía un cartel luminoso que podía ser un bar. Caminó hasta que las letras formadas con lamparitas rojas se hicieron visibles: Boite Joâo. La boca negra del tugurio se lo tragó sin masticarlo. Siempre había sentido debilidad por el bajo mundo, por los misterios de los bares de mala muerte. Su interés por los arrabales de la civilización no era periodístico, era existencial. En esos lugares, viendo de lo que era capaz al violentar sus propios límites, se reconocía hombre. Y era por eso que el temor que sentía antes de entrar en un prostíbulo o en un reducto como el que en ese momento tenía enfrente no era más que un estímulo para continuar. Además, y quizá fuera eso lo que más lo seducía, con las prostitutas se sentía acompañado. Las primeras gotas de una inminente tormenta le bastaron para tomar la decisión; la lluvia se largaría poco después, cuando él ya hubiese estado un buen rato dentro del local. El espacio era pequeño. Una pista de baile con espejos en el techo y unos pocos reflectores de colores opacos; a uno de los lados de la pista, la barra con cinco o seis banquetas que exhibían, en la cumbre, a jóvenes señoritas con ajustados vestidos y maquillaje excesivo. Sonaba una música para él indescriptible pero que sin saber bien por qué se le metía en el cuerpo. Frente a la barra, al otro lado de la pista de baile, dos sillones de dos plazas con sus respectivas mesitas ratonas ocupados por otras dos señoritas acompañadas de seres sombríos a los que no se les veía el rostro; sólo a intervalos de algunos segundos, cuando pitaban sus cigarrillos, se les dibujaba el contorno de la nariz. Más atrás, al final del salón, una puerta con un colgante de tiras plásticas de colores no dejaba ver lo que sin duda eran las habitaciones para pasar con las chicas. Mientras observaba el lugar desde la puerta, lo encaró un moreno bastante más alto que él. —¿Quiere pasar, señor? —le preguntó en portugués. —Discúlpeme, no le entiendo —respondió Irupé en castellano. —¿Qué?

—Que no le entiendo —repitió lentamente como si eso fuese a hacer que el otro comprendiese el idioma. —Le pregunto si quiere pasar —insistió el moreno haciendo un gesto con la mano que daba clara cuenta de lo que decía. —Ah, sí, gracias. Se acercó lentamente a la barra. Abriéndose paso entre las chicas, pidió un whisky doble con hielo. Miraba todo de reojo, con displicencia. Sabía que las mujeres lo estaban observando y que aguardaban el momento oportuno para dar el zarpazo. Cuando una de ellas intentó acercarse, Irupé dio un paso adelante y la ignoró. Recordó entonces una frase que tiempo atrás le dijera un taxista: "el amor es una relación de poder como tantas otras, en el amor siempre conviene ir ganando, siempre es mejor ser necesitado que necesitar". La idea había calado profundo en Irupé que una y otra vez intentaba ponerla en práctica. Quizá sería por eso, pensó alguna vez, que todas sus relaciones de pareja habían fracasado, quizá sus aptitudes para el amor empresarial no eran precisamente elevadas. Lo primero que pensaba cuando empezaba una nueva relación era cuánto le costaría terminarla cuando llegase el momento; en eso radicaba la importancia que esa relación acabaría teniendo en su vida. Supo, entonces, que tenía que ganarse el deseo de las prostitutas, deseo si no de amor, al menos de dinero; debían ser ellas quienes lo buscaran pero sin que fuese demasiado evidente que se estaba haciendo buscar. Mientras pensaba su estrategia, notó cuán peculiar era todo esto en su caso dado que era el único hombre libre en el local. Irupé les daba la espalda a las prostitutas sentadas sobre las banquetas y miraba el centro de la pista completamente vacía. Finalmente se dio vuelta. Le llamó la atención la más pequeña de las mujeres, una que parecía menor de edad, negra de rasgos fuertes y labios gruesos que, a juicio de Irupé, no tendría más de dieciséis años. La miró fijo pero ella le corrió la mirada. El rechazo lo indignó al tiempo que le produjo una extraña sensación de estar siendo seducido; la negativa de la joven prostituta lo convocaba. Sin demasiada convicción y olvidando su plan de atraer en lugar de ser atraído tomó un trago de whisky y se acercó a la joven. —Hola preciosa —le susurró en la nuca— ¿Cómo estás? Pero la chiquilla no acusó recibo. El corazón de Irupé dio un salto y aceleró su marcha. Desde donde estaba, a unos escasos cincuenta centímetros de la morena, podía oler su perfume y vislumbrar la suavidad de su piel azabache. Se acercó de nuevo. —No te enojes. La respuesta fue igual que la anterior. En este caso se sumó un bufido por parte de la joven que Irupé recibió con entusiasmo. Inesperadamente, la mujer obesa que estaba sentada junto a la morena tomó a Irupé por el cuello y aplicando un movimiento digno de un luchador de catch le estrujó la cara contra sus pechos. Irupé pudo sentir, con su nariz perdida en aquel escote infinito, el olor nauseabundo que manaba del río de transpiración que bajaba lenta

pero persistentemente por el cuerpo de la obesa. Tenía la cara tan hundida en el valle mamario que pudo sentir el vestido en sus orejas. Hizo fuerza para zafarse y en un descuido tiró el vaso de whisky que estalló en el suelo. La gorda gritó algo en portugués que Irupé no entendió y de un salto se bajó de la banqueta. Enfiló para la puerta del fondo pero pisó uno de los hielos y cayó al piso de manera brusca y aparatosa. La obesa, despatarrada boca abajo, comenzó a gritar mientras las otras chicas salían corriendo hacia la puerta del fondo; el barman gritaba en portugués; el moreno de la puerta miraba estupefacto; la música seguía sonando; un hombre salió corriendo de la puerta del fondo y, semidesnudo, abandonó el local; detrás de él, una mujer enana lo perseguía. Finalmente la obesa logró darse vuelta. El horror invadió a Irupé cuando vio que su cara estaba bañada en sangre y que en una de sus mejillas tenía clavado un gran pedazo del vaso de whisky. Sin notarlo, y a pesar de estar horrorizado por la imagen, el periodista comenzó a reír. Poco a poco la sonrisa se convirtió en carcajada y la carcajada en gritos desaforados. Estaba a punto de doblarse de la risa cuando una mano, la mano del barman, lo tomó por el cuello de la remera, lo dio vuelta, y le tiró un puñetazo que Irupé, no con habilidad sino de pura casualidad, esquivó. Se soltó como pudo y encaró para la puerta de salida. Pero el moreno la custodiaba. —Tranquilicémonos, muchachos —balbuceó mientras se secaba las lágrimas de la risa. De un lado tenía al moreno, del otro al barman; se acercaban felinamente, midiendo sus pasos, esperando el momento de saltar sobre su presa—. En serio, muchachos, lo del whisky fue sin querer; les pago el vaso, ¿me entendés? Te pago el vaso —le dijo al barman hablando lenta y articuladamente. Pero el zarpazo parecía inevitable. —¡Alto! —gritó en portugués uno de los hombres-sombra de los sillones—.Déjenlo. —Pero, señor Joâo —musitó el moreno de la puerta. —Dije alto. Me volvés a contradecir y te hago arrancar los dientes, ¿me escuchaste? Vení, vos. —Te habla a vos —dijo el moreno. —No entiendo —se excusó amablemente Irupé que, a esa altura, no sabía si la voz de alto del hombre-sombra era un milagro o un castigo peor que la golpiza—. Sepa disculpar, pero no hablo portugués y a duras penas lo entiendo. Le pido perdón por el vaso. Se lo pago. Dígame cuánto es. —¿Qué dice éste? —preguntó el señor Joâo—. A ver, Joaquín, traélo para acá. Y apagá esa música de mierda de una vez. Vos —le hablaba al barman—, lleváte a Marilyn para el fondo, a ver si le curan la cara. El moreno tomó a Irupé por el brazo y lo condujo hasta el sillón donde estaba el señor Joâo. Una vez dentro del cono de sombras, Irupé pudo ver su rostro. Era un hombre cuya edad oscilaba entre los cuarenta y los ochenta años; si lo primero, estaba muy descuidado, si lo segundo,

estupendamente conservado. Su rostro, no obstante, permanecía escondido tras un par de anteojos ahumados. La mujer que lo acompañaba era casi un maniquí. El otro sillón, más atrás, permanecía oculto. —Sentáte —ordenó Joâo. —¿Qué? —Sentálo, Joaquín. Irupé fue sentado. —Te mandaste una cagada. A Marilyn no la voy a poder usar por un tiempo; probablemente la tenga que mandar al interior o bajar la tarifa dependiendo del tajo que le quede en la cara; ¿me entendés lo que te digo? Por el tono de la interrogación Irupé supo que debía hablar. —Sí, sí, le pago el vaso. No hay problema. Y algo extra por el inconveniente, por supuesto. —Este tipo no entiende nada. Traéla a Alhacena, andá. El moreno salió eyectado y se perdió tras las tiras de colores de la puerta del fondo. Siguieron dos minutos de silencio eterno. Irupé se dedicó a ordenar sus pensamientos. Estaba encerrado en un prostíbulo sin hablar una palabra de portugués; había llegado ese mismo día por lo cual ni siquiera el conserje del hotel lo conocía; acababa de cortarle la cara a una de las prostitutas del lugar; lo acababan de sentar frente al émulo carioca de Vito Corleone; no tenía demasiada plata encima; necesitaba ir al baño; le estaban volviendo las ganas de reírse. El mutismo culminó con la vuelta del moreno que traía de la mano a la menor de las prostitutas, la que Irupé había intentado conquistar. —A ver, traducíle al tipo lo que te digo. Decíle que se acaba de mandar una cagada. La joven callaba. Irupé no entendía mucho pero decidió intervenir: —Le repito, señor, que yo le pago... —¡Callate vos! Dale, pendeja, traducí si no querés volver a cocinar a lo de Pancho. Irupé creyó escuchar "pancho" pero de inmediato atribuyó semejante locura a sus nulos conocimientos de portugués. —No, no —dijo en portugués la joven prostituta— está bien. Dice el señor Joâo —continuó en un castellano con acento— que usted se acaba de mandar una cagada. —¡Hablás castellano! Decíle que yo le pago el vaso, que no hay problema.

—Dice que le paga el vaso. —¡Cómo que me paga el vaso! Decíle que me deformó a la Marilyn, que no la voy a poder usar hasta que se cure. —Dice que usted le deformó a la Marilyn y que no la va a poder usar hasta que se cure. —Pero no fue mi culpa lo de la gorda. —Dice que no fue su culpa lo de la gorda. —¿Quién rompió el vaso? —Dice que quién rompió el vaso. —Yo, pero porque ella me estaba asfixiando entre sus pechos. —Dice que él, pero porque ella lo estaba apretando contra las tetas. —Decíle que de acá no sale. —Dice que está bien, que tenés razón, que le pagues el vaso; te pide disculpas y quiere que se den un abrazo para que no queden rencores. —¿Todo eso dijo? —Yo no dije todo eso. ¿Qué estás traduciendo? —Es que no sé algunas palabras, señor Joâo, tuve que usar otras. —¿Qué dijo? —Me preguntó por qué no lo abrazás. Si no te parece que el trato es justo: vos pagás el vaso. De inmediato Irupé se avalanzó sobre Joâo con la intención de abrazarlo pero el hombre-sombra lo rechazó con una patada en el estómago. Irupé cayó al suelo. La joven prostituta estalló en una carcajada. —Me imaginaba que estabas traduciendo cualquier cosa, pendeja. Me cansaste, te volvés a lo de Pancho, ¿me oís? Y no me importa lo que me pida tu madre; esta vez yo no te saco. —Andá a cagar, viejo —gritó Alhacena mientras le daba en la cara con una de las botellas de la mesa ratona. El moreno Joaquín intentó tomar a la joven pero ella le hundió uno de sus puños en lo más profundo de la entrepierna. Luego tomó a Irupé del brazo. El periodista se paró como pudo y salió del local junto con Alhacena. Caminaron hasta la esquina bajo la lluvia. Un taxi les hizo luces y los recogió. Ya enfilaban para el hotel de Irupé.

III El conserje los miró con mala cara. Tras pedir la llave evitando mirar al hombre osco que, sin lugar a dudas, lo estaba juzgando, Irupé subió los dos pisos por escalera arrastrando a Alhacena —aunque ella caminaba adelante, ella paró el taxi, ella, tras preguntársela a Irupé, le dio al taxista la dirección del hotel, él sentía, sin saber muy bien por qué, que la arrastraba consigo—. Ya dentro de la habitación, el ritual de los primeros reconocimientos corporales tuvo lugar sin preámbulos. Se enlazaron en un beso confuso y desarticulado que los fundió en un único ser que, culebreando, buscaba dónde volcarse. Se besaban. Irupé sintió la textura amarga de la prostituta, mezcla de whisky y cigarrillo. No sabía muy bien lo que pasaba pero un desenfreno cargado de sensualidad y erotismo le hizo olvidar lo olvidable. Se olvidó de todo. Se desvistieron entre besos apurados y cayeron sobre la cama que los acogió quejumbrosa. Pero algo sucedió. Boca arriba, con la mujer recorriéndole el cuello con la lengua mientras su mano derecha se acercaba sigilosamente a la cintura, Irupé se fijó en la lámpara que colgaba del techo. Dos cables sostenían sendos cubos que en su interior albergaban los focos. La oscuridad no permitía divisar los detalles de los cubos que, seguramente, pensaba Irupé, serían metálicos. La lengua de la joven descendió hasta el pecho, esquivando la nuez de Adán, y en un raudo movimiento decantó en la tetilla derecha de Irupé que, al tiempo que lamida, padecía la dolorosa dulzura de un mordisco. Pero la lámpara lo hipnotizó. Los cables sostenían los cubos a dos alturas diferentes dando una sensación de armonía y confusión a la vez. Estaba solo con la lámpara; la joven se había transformado en una brisa húmeda desde su bajo vientre. Sin más estímulo que el visual, notó que una de las bombitas dentro de los cubos se encendía y apagaba, como si se estuviera ahogando, como si pidiera desesperadamente una inyección de electricidad. "Está en corto", pensó. El trance fue interrumpido por el acento de Alhacena que, con una ceja levantada y la boca desprolija, lo increpó. —Así que sos un semisólido. —¿Qué? —Que sos un semisólido. No se te para, ¿no ves?, pero tampoco está del todo muerta. Con las chicas le decimos "semisólido". Es para los hombres que arrancan pero no terminan de arrancar. No me hubiese imaginado que vos eras uno de ellos; no tenés pinta de semisólido. En un segundo, Irupé reconstruyó la escena y se vio desnudo y semi erecto debajo de la prostituta adolescente. —Basta —dijo con vergüenza mientras se la sacaba de encima—, se acabó. No sé ni por qué estás acá. Apenas si sé tu nombre, si es que ese es tu nombre verdadero. Te pido que te vayas. —Está bien, tranquilo, no importa; la semisolidez no es algo grave. Dejáme a mí, ya vas a ver. No, no te vistas, por favor. No tengo adonde ir. Vos viste lo que pasó con Joâo. Ahora no puedo volver ahí y mi madre no haría más que mandarme de vuelta a lo de Pancho. Juré

que nunca iba a volver allí, nunca, nunca, ¿me entendés?, antes me mato, me mato —gritó rompiendo en llanto. La mujer estaba histérica e Irupé desconcertado. Pensó en lo caprichoso que es el deseo humano cuando, entre los gritos de la joven, notó sus pechos, jóvenes y firmes, bamboleándose al son de su llorisqueo. Se puso las manos entre las piernas para contener el aluvión eréctil. Sin pensarlo, sin pensarlo en absoluto, mientras se tomaba a sí mismo con la mano derecha, dijo: —¿Ves que no soy ningún semisólido? La joven trocó llanto por carcajada al ver al hombre con el miembro tieso que, como una espada, apuntaba directo a su entrecejo. La situación respiró. —Te prometo que mañana me voy. —Y adonde vas a ir. —No sé; quizá con mi padre. Es que hace tanto que no lo veo. No puedo volver a lo de Pancho, no puedo, nunca, nunca, antes muerta, antes... —Bueno, bueno, dejemos ese tema porque evidentemente te pone mal. ¿Tu papá vive acá? —No. Mi padre vive en un pueblo que queda a unos cincuenta kilómetros al sur. Jacarepagua se llama. Seguro que no lo conocés. Es un lugar pequeño; pueblo de pescadores. Él tiene su familia allá, mujer, hijos. Yo soy producto de una historia que tuvo con una prostituta cubana, mi madre. Un día vino a la ciudad a comprar cosas para la pesca y contrató los servicios de mi madre, que también trabajaba en lo de Joâo. Después nací yo. En esa época no era como ahora, si el cliente no quería preservativo la cosa era sin preservativo; y se ve que mi padre no quiso. El tiene cuatro hijos más. Una vez lo fui a buscar pero no me quiso ver. Mi padre ya es anciano. Según oí le legó a uno de sus hijos el mando de un bar que fundó hace años. Supongo que mañana voy a ir hasta allá a ver qué pasa. Existen momentos en los que la razón se esconde en esa cueva que hay dentro del alma, momentos en los que las decisiones pasan sólo por la piel, por el olfato, por el gusto en la boca. ¿A partir de qué lugar empieza a ser peligroso seguir alejándose? Uno se lo pregunta cuando ya empieza a creer que ha ido demasiado lejos. —Te acompaño.

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