JOSÉ MARÍA VILASECA LA VIDA DEL SANTÍSIMO PATRIARCA

JOSÉ MARÍA VILASECA LAS GLORIAS DE SAN JOSÉ, O SEA, LA VIDA DEL SANTÍSIMO PATRIARCA. CEJ de CAM Centro Josefino de Centro América, El Salvador, Cen

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JOSÉ MARÍA VILASECA

LAS GLORIAS DE SAN JOSÉ, O SEA,

LA VIDA DEL SANTÍSIMO PATRIARCA.

CEJ de CAM Centro Josefino de Centro América, El Salvador, Centro América

Indice José María Vilaseca * Las glorias del divino José, o sea, la vida del santísimo Patriarca. * Obras citadas. * Prólogo

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Capítulo 1. Qué dice el Evangelio de José. * 1. El Evangelio y el señor san José. * 2. Qué personajes del Evangelio nos hablan de José.

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3. José es la tercera persona de la Trinidad creada. * 4. José es el justo por excelencia.

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5. José es el padre de Jesús. * 6. José recibe al divino Hijo y a su Madre. * 7. Obediencia de José.

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8. José superior a María y a Jesús.

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Capítulo 2. Qué han dicho los Padres de la Iglesia del divino José. * 1. Circunstancias especiales de la Iglesia. 2. San Ignacio Mártir.

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3. San Justino, filósofo y mártir de Jesucristo. 4. San Irineo. * 5. Orígenes. * 6. San Gregorio de Neocesarea.

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7. San Atanasio, obispo de Alejandría.

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8. Hilario, obispo de Poitiers.* 9. San Basilio el Grande.

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10. San Gregorio Niceno.

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11. San Efrén. * 12. San Cirilo de Jerusalén. * 13. San Ambrosio.

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14. San Juan Crisóstomo. 15. San Jerónimo.

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16. San Agustín.

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17. San Pedro Crisólogo, obispo de Ravena.* Capítulo 3. Qué han dicho los doctores y escritores eclesiásticos del divino José. * 1. Los doctores y escritores eclesiásticos.

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2. Pedro de Ailly, obispo de Cambrai y Cardenal de la santa Iglesia romana. 3. Juan Gerson.

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4. San Bernardino de Siena. * 5. Bernardino de Bustos.

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6. Isidoro de Isolano. * 7. Juan Eckio. * 8. Juan de Cartagena. * 9. San Francisco de Sales. 10. Suárez.

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11. Cornelio a Lapide. 12. Matías Naveo.

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13. Justino Miechow. *

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14. José Verthamont. * 15. Jacques Benigne Bossuet.

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16. Natal Alejandro. * 17. Augusto Nicolás. * 18. Santa Teresa de Jesús.

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19. El Ilustrísimo Señor Fray Manuel María de Sanlúcar de Barrameda, obispo auxiliar del arzobispado de Santiago de Galicia. * 20. El Colegio Apostólico de Guadalupe de Zacatecas.

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21. El celebérrimo P. Pedro de Torres, de la Compañía de Jesús. * Capítulo 4. Hemos de hablar de San José como la Iglesia y honrarlo como ella lo honra. * 1. Hablamos de la Iglesia romana.

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2. Silencio aparente de la Iglesia romana sobre el señor san José. * 3. Dignidad de José según la Iglesia. * 4. Gracias del señor san José.* 5. Su patrocinio sobre el de todos los santos.

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6. Como la Iglesia debe a José el culto principal después del que da a María, y cómo de hecho se lo da. * Capítulo 5. José santificado en el vientre de su madre. 1. Figuras del divino José.

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2. Qué no puede afirmarse de José. * 3. Santificación de José en el vientre de su madre. * 4. Autoridades que aseguran la santificación de José. 5. Consecuencias de la santificación de José.

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Capítulo 6. Sobre el nombre de José dado al santísimo Patriarca. * 1. Cómo alaba el Espíritu Santo el nombre de José. *

2. Quién puso el nombre a José.

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3. Excelencia del nombre de José.

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4. Cómo al santísimo Patriarca se le puede llamar divino José. 5. Isidoro de Isolano llamándolo divino José. Capítulo 7. Juventud del señor san José. 1. Feliz natural de José. 2. Su instrucción.

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3. Su oficio de carpintero.

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4. Sentimientos de los Padres sobre el oficio de José.

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5. Dónde vivía José. * 6. Hermosura de José.

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7. Conversaciones de José.

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8. José en los últimos años de su juventud. * 9. Amor de la Santísima Trinidad al divino José.

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Capítulo 8. Desposorios del señor San José con la Virgen. * 1. Edad de José en sus desposorios. * 2. Celebración de sus desposorios con la Virgen.

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3. Glorias de tan divino matrimonio. * 4. Causas que lo motivaron. * 5. Sentimientos de los Padres sobre los desposorios de José con María. Capítulo 9. Virginidad del divino José.

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1. Excelencia del divino José después de los desposorios. * 2. Quiénes eran los hermanos de Jesús.

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3. La virginidad de José según los Padres. *

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4. Excelencia de la virginidad de José.

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5. San José es el rey de los vírgenes. * Capítulo 10. El divino José en el misterio de la encarnación. 1. José y María esposos.

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2. José y María en el misterio de la encarnación.

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3. Se pregunta en qué tiempo tuvo José conocimiento de la encarnación. * 4. Pensamientos de José después de la encarnación.* 5. El ángel consuela a José. * Capítulo 11. Nacimiento del Hijo de Dios y su circuncisión.

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1. Parte José a Belén con su esposa. * 2. Nacimiento de Jesús.

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3. José adorando a Jesús.

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4. José conociendo a María. * 5. José circuncidando al Hijo de Dios.

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6. José imponiendo el nombre de Jesús.

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Capítulo 12. Cómo el divino José es padre de Jesús. 1. José, cabeza de la Sagrada Familia. 2. La paternidad divina en José.

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3. Diferencia entre la maternidad divina de María y la paternidad divina de José. * 4. Los Padres del Concilio Vaticano sobre el señor san José. 5. Excelencias de José como padre de Jesús.

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Capítulo 13. Viajes del divino José con Jesús y su madre. * 1. José en la visita que hizo María a su prima santa Isabel. * 2. José parte a Belén con su divina esposa. *

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3. José va al templo a presentar al divino Infante. * 4. José parte a Egipto.

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5. San José se establece entre los idólatras. * 6. José parte para su patria. * 7. Antigua habitación de José. 8. Ultimo viaje de José.

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Capítulo 14. Vida oculta del divino José. 1. José en Nazaret.

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2. José viendo a los ángeles. * 3. José con los dones del Espíritu Santo.

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4. Divinas conversaciones de José. * 5. José lleno de gracia.

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6. José, rey de los mártires, vírgenes y doctores. 7. Gracias especiales del señor san José. Capítulo 15. Virtudes de José.

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1. Origen de las virtudes del divino José. 2. Compendio de dichas virtudes. 3. Vivísima fe de san José.

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4. Firmísima esperanza de José.

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5. Ardentísima caridad de José.

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6. Profundísima humildad de José. * 7. Pobreza de san José.

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8. Obediencia de José.

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9. Prudencia de José. *

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10. Paciencia de José. * 11. Mansedumbre de José.

*

12. Devoción de José y su contemplación. * 13. Celo de la salud de las almas. 14. Sufrimiento de José.

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15. Amor de José a Jesús.

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16. Amor de José a María.

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17. Amor de José al prójimo. * 18. Amor de José a las almas consagradas a Dios. * 19. José ama a los niños.

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20. Amor de José a las almas atribuladas.

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21. Amor de San José a los pecadores.

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22. Amor de señor San José a los agonizantes. Capítulo 16. Muerte del señor san José.

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1. Ultimos años del divino José.

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2. Muerte de José.

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3. El señor San José murió de amor. * 4. Cuán preciosa fue la muerte del señor san José. * 5. Caracteres de la muerte del señor san José. 6. Cuándo murió el divino José.

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Capítulo 17. Resurrección del divino José, su gloria y su culto. 1. Qué hay sobre la resurrección de José.

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2. Cómo el señor San José no volvió a morir.

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3. El señor San José está en la gloria en cuerpo y alma.

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4. Glorias del señor San José en el cielo.

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5. Otras razones sobre la resurrección de san José. * 6. Gloria accidental del santo o culto de suma dulía.

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Capítulo 18. El divino José es superior a todos los santos y a todos los ángeles. * 1. En qué se funda la superioridad de José. * 2. José es superior a los santos de la antigua Ley. * 3. José es superior a todos los santos de la nueva Ley.

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4. El divino José es superior a los ángeles mismos. * Capítulo 19. De los grandes motivos que tenemos para ser devotos de san José. * 1. José de la familia de David.

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2. Los oficios del divino José.

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3. EL Espíritu Santo canonizando a José. 4. José, amado de María.

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5. José, superior a los apóstoles en dignidad y santidad.

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6. El eximio Suárez afirmando la santidad de José. * 7. Cómo José es nuestro padre.

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8. Grandeza de José, según San Juan Damasceno. * 9. José bendito entre todos los hombres.

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10. Cómo José fue en gran manera semejante a Jesús y a María.

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11. De algunas razones que nos dan a conocer la santidad de José. * 12. Del Hijo que fue dado a José.

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13. Alabanzas del señor san José.

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14. Cómo el que alaba a José, alaba a Jesús y a María. 15. Poder del señor san José. *

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16. Trono de José en la gloria.

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Capítulo 20. Devociones para honrar al señor San José y alcanzar sus mercedes. * 1. Conducta de los santos.

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2. Devoción para el seguro ejercicio del más acendrado amor al señor San José. * 3. Devoción de las grandezas del señor San José para alcanzar la gracia especial a alguna persona para que se convierta o sane. * 5. Devoción al señor San José para los días de aflicción.

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6. Devoción de ejercicio de amor al señor san José. * 7. Devoción de los cinco minutos diarios para el señor san José. * 8. Devoción para un triduo de san José.

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9. Devoción para el día 19 de cada mes

*

10. Devoción para los miércoles de cada semana. * 11. Devoción para los siete miércoles.

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12. Devoción para los siete domingo.

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13. Devoción para los siete dolores y gozos * 14. Devoción sobre la caminata de san José * 15. Pequeño mes de san José.

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16 De otros modos de honrar a san José.

*

Capítulo 21. Casos prácticos de devotos josefinos auxiliados por el santo Patriarca. 1. Protección del señor san José.

*

2. Prodigios en favor de las vírgenes.

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3. Una religiosa que sufría tentaciones al orar.

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4. Gracias y favores en favor de los sacerdotes.

*

5. Patronato de jóvenes artesanos.

*

6. Gracias en favor de los niños y de los huérfanos. *

*

7. En la Casa de Beneficencia de Vaunes

*

8. Favores en favor de los jóvenes. * 9. Una joven religiosa.

*

10. Un joven de 26 años de edad

*

11. Favores de San José en gracia de los casados. * 12. Una mujer de Lyon.

*

13. Mercedes en favor de las viudas. * 14. Una mujer de Turín. 15. Conclusión.

*

*

Obras Citadas. ÁGREDA MARIA DE JESUS DE, 1602-1665, Mística ciudad de Dios, milagro de su omnipotencia y abismo de la gracia: Historia divina y vida de la Virgen Madre de Dios, Reina y Señora nuestra, María Santísima, restauradora de la culpa de Eva y medianera de la gracia, Madrid 1670; Librería Religiosa, Imprenta de Pablo Riera, Barcelona, 1860. AGUSTÍN San, 354-430, Sermo 51, De concordia evangelistarum Matthaei et Lucae in generationibus Domini, PL 38,332-354; Sermón 51, Concordia de san Mateo y san Lucas en las generaciones del Señor, Paternidad de san José, versión castellana de Amador del Pueyo, en Obras de san Agustín, tomo 10, Homilías, BAC, 95, Madrid, 1952, pp.2-57. De nuptiis et concupiscentia, PL 44,413-474; El matrimonio y la concupiscencia, versión castellana de Teodoro C. Madrid y Antonio Sánchez Carazo, en Obras completas de san Agustín, tomo 35, BAC 457, Madrid, 1984. •



De consensu Evangelistarum libri quattuor, PL 34,1042-1250; La concordancia de los evangelistas, versión castellana de Pío de Luis, en Obras completas de san Agustín, tomo 29, BAC 521, Madrid, 1992. De sancta virginitate, PL 40,395-428, Sobre la santa virginidad, versión castellana de Lope Cilleruelo, en Obras de san Agustín, tomo 12, BAC, 121, Madrid, 1954, pp. 138-227. -

Contra Julianum Pelagianum, PL 34, 810, l.5, c.12.

AILLY Cardenal Pedro de, 1350-1420, De duodecim honoribus sancti Joseph, Strassbourg, 1495; Argentina, 1945; Cahiers de Josephologie 1(1953) 145-162; 319-332. ALBERTO MAGNO San, Mariale: Op. Omnia, Parisiis, 1898, t. 37. -

In Matth. 1,18.

ALEJANDRO Natal, o.p, 1639-1724, Institutionis concionatorum tripartita, seu praecepta et regulae ad praedicatores Verbi divini informandos ., Typis Henrici van Rhin, Delft, 1701. AMBROSIO San, 333-397, De Joseph Patriarcha liber unus, 2,8, PL 14, 644. AMBROSIO San, Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 6; PL 15, 1555; TPJ 112 AVENDAÑO Alfonso, o.p, +1596, Commentaria in Evangelium divi Matthei, 2 vol, Petrum Madrigal, Madrid, 1592-3.

BARONIUS Cardenal César, 1538-1607, Annales ecclesiastici, 12 vol, Romae, 1588-1607. BARRY Paul de, s.j, 1587-1661, La dévotion a saint Joseph, Lyon, 1639. La segunda edición el título es: La dévotion a saint Joseph, le plus aimé et le plus aymaible de tous les saincts apres Jésus et Marie, Lyon, Rigaud, 1640. Hay varias ediciones hasta 1706. BEDA EL VENERABLE San, 673-735, In S. Joannis Evangelium expositio c.2: PL 92,662. BERNARDINO DE BUSTOS, o.f.m, 1450-1513, Mariale de excellentiis Regine celi, pars 4, sermo 12, De benedictae Virginis Mariae desponsatione, Leonardus Pachel, Mediolani, 1493; VIVES, Summa, pp.164-183. BERNARDINO DE SIENA San, 1378-1444, Sermo de S. Joseph sponso B. Virginis: VIVES, Summa, pp. 1-9. BERNARDO San, 1090-1153, Homiliae super evangelio Missus est angelus Gabriel VIVES, Summa, pp. 351-353; TPJ B1-B12. •

Sermo in Purific. B. Mariae, s.I et III: VIVES, Summa, pp. 353-355. BERTRAND Guy et G. PONTON, c.s.c, Textes patristiques sur saint Joseph (TPJ), en Cahiers de Josephologie (1955-1968). La edición sigue una numeración consecutiva de textos y cita las fuentes de la Patrología griega (PG) y la Patrología latina (PL) de Migne. BOLAÑOS Joaquín, o.f.m, Salud y gusto para todo el año, o Año josefino, a los fieles que gustan leer las virtudes y excelencias con que Dios favoreció a su putativo padre y purísimo esposo de su santísima Madre, el santísimo Patriarca señor san José, y que en su favor buscan salud y remedio a todas sus necesidades, con doctrinas morales y ejemplos, un ejercicio espiritual y breve deprecación al santo para cada día, escrito por el Padre Fray Joaquín Bolaños, predicador apostólico del Colegio de Propaganda Fide de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas y examinador sinodal del nuevo Reino de León, Tercera parte, Oficina de los herederos del Lic. D. Joseph de Jauregui, México, 1793. BOSSUET Jacques Bénigne, Obispo de Meaux, 1627- 1704, Primer panegírico de San José predicado ante la Reina madre, en 1660, en la iglesia de los reverendos Padres Cistercienses; Segundo panegírico de San José predicado ante la Reina, en francés: MIGNE P, Collection integrale et universelle des orateurs sacrés, t.25, contenant les oeuvres oratoires complétes de Bossuet, P. Migne, editeur, Paris, 1845, cc. 875-912; versión castellana de Julio Lagos, Dos panegíricos de Bossuet sobre san José, en Estudios Josefinos 3(1949) 109-125, 261-266; 4(1950) 110-117, 237-250. BRÍGIDA Santa, 1302-1373, Liber revelationum, lib.6. cap. 58-59; lib. 7, cap. 2122 y 25, Bartholomeus Ghotan, 1492.

BUENAVENTURA San, o.f.m, 1221-1274, Meditationes vitae Christi, in Opera omnia, Ludovicus Vives, Bibliopola editor, Parisiis, 1868, t.12. CARTAGENA Juan de, o.f.m, 1563-1618, Homiliae catholicae de sacris Arcanis Deiparae Mariae et Josephi, Romae, 1611; Paris, 1614-1616; Homiliae catholicae de sacris Arcanis Deiparae Mariae et D. Josephi eiusdem sponsi, Editiio prima Neapolitana Raphaele M. Coppola, Ex Typographia Iosue Vernieri, Neapoli, 1859, 3 vol. El Cardenal Vives editó las homilías en las que Cartagena habla directamente de san José: Sermo Ioannis de Carthagena, Lib.XVIII, De cultu et devotione erga Deiparam Virginem ac D. Josephum eiusdem sponsum, homil.XIII, homilia magna et ultima; Lib. IV, De desponsationis B. Virginis ac excell. Sponsi eius S. Joseph, homil.3-13; Lib. VIII, De purificationis B. Virginis et praesentationis Christi Domini in Templo, hom. 10; Lib. IX, De fuga Christi Domini Mariae et Josephi in Aegyptum, hom. 1-4,7,9; Lib. X, De B. Virginis amittentis et invenientis Iesum in templo, hom. 10, en VIVES, Summa, pp. 58-164. Las citas se tomarán de la obra de Vives. CAYETANO Cardenal (Tomás de Vio), o.p, 1469-1534, Comment. in quatuor Evang, Parisiis, 1540. -

Opuscula omnia, t.1, opusc. 31, resp. Ad 2.

-

Comment. ad Ga, 1,19.

-

Comment. in III P. Summa Theol. q. 28, a.2. CORNELIO A LAPIDE (Cornelis Cornelissen van den Steen), s.j, 1566-1637, Commentaria in Scripturam sacram, t.15, Commentaria in Matthaeum, c.1, Ludovicus Vivés, Parisiis, 1859-1879, 21 vol. DOMÍNGUEZ Juan Francisco, Bienaventuranzas del santísimo Patriarca señor san Joseph, esposo de la Madre de Dios, padre putativo de Jesús, que predicó en el Sagrario, Mariano de Zúñiga Ontiveros, México, 1805. ECKIO Juan (Johan Maier von Eck), 1486-1543, Liber homiliarum et sermonum, Paris, 1538; t.3, 124-127: De sancto Joseph nutritio pueri Iesu et marito virginis matris; t.3,127-130: Homilia posterior in die S. Joseph. EPIFANIO San, + 380, Haereses, l.3,t.2; PG 42, 707; TPJ 131. EPIFANIO San, + 380, Ancoratus, PG 43; TPJ 129. EUSEBIO DE CESAREA San, 265-340, Historia Ecclesiastica, l.1,c.5, l.2,c.1, l.3,c.26; PG 129, 738; Historia eclesiástica, 2 vol, versión española de Argimiro Velasco-Delgado, o.p, 2ª ed., BAC 349 y 350, Madrid, 1997. Evangelio árabe de la infancia, en Los Evangelios apócrifos, versión castellana de Aurelio de Santos Otero, BAC 148, Madrid, 1956, p.325-357.

Evangelio del pseudo Mateo, en Los Evangelios apócrifos, versión castellana de Aurelio de Santos Otero, BAC 148, Madrid, 1956, p. 189-257. FRANCISCO DE SALES San, 1567-1622, Conversaciones espirituales, Conv. 20, Plática de nuestro Padre en la fiesta de san José, en Obras selectas de san Francisco de Sales, I, traducción castellana de Francisco de la Hoz, BAC, 109, Madrid, 1953, pp.341-352; Conv. 3, Sobre la huída del mundo, pp. 566-579. (En ediciones antiguas: Verdaderos entretenimientos del glorioso señor san Francisco de Sales, Obispo y Píncipe de Geneve, trad. de Francisco Cubillas, Imprenta real de la Santa Cruzada, Madrid, 1666; Entretenimiento 3, Sobre la huida de nuestro Señor a Egipto, donde se trata de la constancia que debemos tener en medio de los accidentes del mundo, pp.19-34; Entretenimiento 19, Sobre las virtudes de san José, pp. 207-220). Aquí se citará la edición de 1953. GARCÍA Francisco, s.j, 1641-1685, Glorias y excelencias de san Joseph, Madrid, [1675]; Glorias del señor san José, esposo de la Virgen María nuestra Señora con un septenario del mismo santo, de Rivera, México, 1733; el P. Vilaseca hizo una edición en la Imprenta Religiosa de M. Torner y Comp, México, 1878. GERSON Jean Charlier de, 1363-1429, Iosephina, Carmine heroica decantata, duodeci libros continens, 27 de julio de 1418; Opera omnia, Edit. Ellies di Pin, 2ª edit, Hagae Comitu, 1728, t.IV, p. 732 s; VIVES, Summa, pp. 10-34. -

Sermo in Concilo Constantiensi de Nativitate gloriosae Virginis Mariae et de commendatione Virginei Sponsi eius Joseph, 8 de septiembre de 1416, en VIVES, Summa, pp. 34-46.

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Exhortatio facta ad Ducem Bituriae anno. Dom. 1413, tu solemnizetur festum S. Joseph: VIVES, Summa, pp.47-49.

-

Epistola ad quemdam tu celebretur festum S. Joseph: VIVES, Summa, pp.49-50.

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Alia epistola de eodem: VIVES, Summa, pp.50-53.

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Schema Officii pro festo S. Ioseph: VIVES, Summa, pp.53-56.

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Schema Missae de S. Joseph: VIVES, Summa, pp.56-57. GERTRUDIS Santa, Revelaciones. GOTTI Cardenal Vincenzo Ludovico, o.p, 1664-1742, Veritas religionis christianae et librorum, quibus innititur, contra atheos …demostrata, ex Typ. Rochi Bernabó, Romae, 1735-1740, 12 vol, t.4,p.1,c.4: Matrimonio de María y José. HILARIO DE POITIERS San, 315-367, In Evangelium Matthaei commentarius; PL 9, 918; TPJ 76.

Historia de José el carpintero, , en Los Evangelios apócrifos, versión castellana de Aurelio de Santos Otero, BAC 148, Madrid, 1956, en p. 358-378. Historia de José el carpintero, en Los Evangelios apócrifos, versión castellana de Aurelio de Santos Otero, BAC 148, Madrid, 1956, p.358-378. HUGUET Jean Joseph, s.m, 1812-1884, Mois pratique de saint Joseph ou legs pies de ce glorieux patriarche a ses enfants, Briquet, Saint Dizier, 1869. El P. Vilaseca asume gran parte de este mes y publica la primera edición titulada: El libro de las visitas del señor san José, en El Propagador de la devoción a San José 5(1875) 169-214, 218-237, 242-261; la segunda: El libro de las visitas del señor san José, o sea, los treinta y un legados que en testamento deja a sus devotos el glorioso patriarca, Tipografía religiosa de Miguel Torner y Compañía, México, 1876; la tercera la hace en 1884, al título solamente le añade al principio: Tercer libro de las visitas. IGNACIO DE ANTIOQUÍA San, Epistola ad Ephesios, PG 5, 659-660, TPJ 1; Carta los Efesios, en Padres Apostólicos, ed. bilingüe, versión española de Daniel Ruiz Bueno, 6ª ed., BAC 65, Madrid, 1993, p-447-459. ISOLANO Isidoro de, o.p. 1480-1550, Summa in quatuor secta partes de donis sancti Joseph sponsi beatissimae virginis Mariae ac patris putativi Christi Jesu Dei immortalis, Docet, disputat, meditat, enarrat, Jacob Paucidrapium, Papiae, 1522; Suma de los dones de san José, ed. bilingüe de Bonifacio Llamera, Teología de san José, BAC, 108, Madrid, 1963. En este libro se cita la edición de 1963. JACQUINOT Jean, s.j. 1606-1653, Abrégé de la vie et des excellences de S. Joseph, avec celuy des dévotions preschées a son honneur, par un Pere de la Compagnie de Jésus, en l´église de S. Sébastien a Nancy, durant la neufvaine célébrée pour la paix, depuis le 18 jusques au 26 de mars de cette année saincte 1650, Anthoine Charlot, Nancy, [1650]. JACQUINOT Jean, s.j. 1606-1653, La gloire de saint Joseph représentée dans ses principales grandeurs avec quelques exercises de dévotion pour l´honorer et le servir, Palliot, Dijon, 1644; Ch. Douniol, París, 1862. JERÓNIMO San, 340-420, De perpetua virginitate Mariae adversum Helvidium: PL 23, 1883, 193-216. JUAN CRISÓSTOMO San, 345-407, In Matthaeum homiliae, PG 57; TPJ 148-165; Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, en Obras de San Juan Crisóstomo I y II, versión española de Daniel Ruiz Bueno, BAC 141 y 146, Madrid, 1955). Libro sobre la natividad de María, en Los Evangelios apócrifos, versión castellana de Aurelio de Santos Otero, BAC 148, Madrid, 1956, p.258-274. MIECHOW Justino de, o.p, 1590-1649, Discursus praedicabiles super litanias lauretanas, studio et opera P.F. Justini Miechoviensis, Poloni, Ordinis Praedicatorum, Lyon, 1640; Parisiis, 1651; Nápoles, 1857; lo referente San José se

puede ver en VIVES, Summa Iosephina, pp. 450-486; Conferencias sobre las letanías de la santísima Virgen, 6 vol, Imprenta de Antonio Pérez Dubrull, Madrid, 1881. MORALES Pedro, s.j. 1538-1614, In caput primum Matthaei de Christo Domino, Sanctissima Virgine Deipara Maria, veroque ejus dulcissimo et virginali sponso Josepho, libri quinque, Cardon, Lugduni, 1614; 2ª edición Vives, Parisiis 1869. Aquí se citará la edición de 1869. NAVEO Matías, +1660, Encomium sancti Joseph Deiparae virginis sponsi. In septem orationes ad themata evangelica disctinctum juncto et honorifico de obitu eius, B. eiusdem Virginis ex Cantico canticorum coniugali planctu. Orationum augmenta ad calcem indicantur, Auroy, Duaci, 1627. NAVEO Matías, Oratio encomiastica de sancto Josepho Deiparae sponso. Adjuncta secunda de honorum ejus titulis ex Evangelio et tertia de gloria ejus ex propriia et sequentium eum quorum etiam aliqua exempla ponuntur conjugali continentia, Avroy, Duaci, 1626. NAVEO Matías, Sponsus virginis decoratus corona triginta et unius gemmarum splendoribus corruscante, seu Encomium S. Josephi, Deiparae Virginis sponsi, et nutricii Jesu Christi Salvatoris nostri in XXXI orationes seu titulos principales ad themata evangelica totidem distinctum. Accedunt de signi Crucis, et orationis efficacia, et D. Thomae Aquinatis … laudibus orationes tres, ex Officina Balthasaris Belleri, Duaci, 1630. NICOLÁS Augusto, 1807-1888, La Virgen María y el plan divino, nuevos estudios filosóficos sobre el cristianismo, Primera parte, trad. al castellano por J.M.de T, Librería de Rosa y Bouret, París, 1856; tercera edición traducida por José Mariano Dávila, Simón Blanquel, México, 1857. -- La Virgen María según el Evangelio, nuevos estudios filosóficos sobre el cristianismo, segunda parte, trad. al castellano por José Vicente y Caravantes, Librería de Rosa Bouret y Cía, París, 1857. -- La Virgen María viviendo en la Iglesia, nuevos estudios filosóficos sobre el cristianismo, Tercera parte, trad. al castellano de José Vicente y Caravantes, Imprenta de Manuel Minuesa, Madrid, 1861. NOVARINO Luigi, c.r.t, 1594-1650, Umbra virginea in qua Virginis Mariae laudes Gabrielis nuncii, Josephi sponsi, Joachimi et Annae genitorum imagines, Durand, Lugduni, 1633. ORÍGENES, 183-255, Commentaria in Evangelium secundum Matthaeum, PG 13, 875 ss. ORÍGENES, Homiliae in Lucam, PG 13, 1814 ss. ORÍGENES, Contra Celsum et in fidei christianae defensionem libri VIII, l.1,II,66.

PEDRO CANISIO San, s.j, 1521-1597, De Maria Virgine incomparabili, et Dei Genitrice sacrosancta, libri quinque, David Sartorius, Ingolstadii, 1577, l.2,c.4 et 13: Saint Joseph; VIVES, Summa, pp. 378-387. PEDRO CRISÓLOGO San, 406-450, Sermo 140: De annuntiatione B. Mariae Virginis, PL 52, 575-6; TPJ 357. -

Sermo 145: De generatione Christi, PL 52, 588; TPJ 359; VIVES, Summa, pp. 336337. PEDRO DAMIÁN San, + 1072, Epistola IV ad Nicolaum II: PL 145, 384 D. Protoevangelio de Santiago, Tratado histórico acerca de la natividad de la Madre santísima de Dios y siempre Virgen María, en Los Evangelios apócrifos, versión castellana de Aurelio de Santos Otero, BAC 148, Madrid, 1956, p. 135-188. RAGUSA Francisco, Obispo de Trapani, 1819-1895, San Giuseppe meritevole del culto di somma dulia, ragionii e voti, Immacolata Concezione, Modena, 1870; San José merecedor del culto de protodulía, razones y votos, trad. del italiano por José María Salgado, ssj, Escuela tipográfica Cristóbal Colón, México, 1928. Se citará la edición de 1928. REMIGIO EL GRANDE (Remigio de Auxerre), o.s.b, +908, Homil. IV, in illud Matth, PL 116 et 131, Vives, Summa, pp.347-349. RUPERTO DE DEUTZ, o.s.b, 1070-1129, In opus de gloria et honore Filii hominis super Matthaeum, en el encabezado de la edición aparece como título: Comment. In Matth, lib.1; PL 168, 1319.

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In Cantica Canticorum de incarnatione Domini commentariorum: PL 168, 837. •

Les vertus de S. Joseph, Oeuvres, 6, Annecy, 1895. SALMERÓN Alonso, s.j, 1515-1585, Commentarii in evangelicam historiam et in Acta Apostolorum, t.III: De infantia et pueritia Jesu Christi, L. Sánchez, Matriti, 1599. SANLÚCAR DE BARRAMEDA Manuel María (DIAZ DE BEDOYA Manuel), o.f.m.cap, Obispo de Santiago de Compostela, Nueva Josefina o grandezas del Patriarca señor san Joseph, puestas en muy eruditos tratados y en un septenario copiosísimo. Todo con el fin de facilitar la predicación del santo y fomentar su devoción, 2 tomos, Juan Fco. Montero, Santiago, España, 1830-1831. SOTO Andrés de, o.f.m, 1552-1625, Libro de la vida y excelencias del bienaventurado sant Joseph, esposo de la Virgen santísima nuestra señora, Bernardino de Santo Domingo, Valladolid, 1593; Bruselas, 1600.

SUÁREZ Francisco, s.j. 1548-1617, Misterios de la vida de Cristo. El título completo es: Tomus secundus Commentariorum ac disputationum in tertiam parten Divi Thomae questione XXVII, usque ad LIX, et mysteria vitae Christi utriusque adventus ejus ita explicans, ut et scholasticae doctrinae studiosis, et divini verbi concinatoribus usui esse possit. Tomo segundo de los comentarios y disputas acerca de la tercera parte de la "Suma teológica de Santo Tomás de Aquino", que abarca los misterios de la vida de Cristo y de sus dos venidas, diligentemente examinados, de manera que pueda servir a los estudios de la doctrina escolástica, lo mismo que a los predicadores de la palabra divina, 1592. Esta obra es más conocida por el subtítulo puesto por el mismo Suárez: De mysteriis vitae Christi: Misterios de la vida de Cristo, disputas 7 y 8; versión castellana de Romualdo Galdos, BAC, Madrid, 1948. SYLVEIRA Juan de, CMF, 1592-1687, Commentarium in textum evangelicum, 5 vol, Comment. in Matth, c.1, t.1, Lugduni, 1645; Sueño de san José, en "Estudios Josefinos" 1(1947) 261-268; 2(1948) 27-280; 4(1950) 138-144, 270-284; 5(1951) 119-136; 9(1955) 263-280; 10(1956) 135-144, 257-271. TEOFILACTO, + 1107, Comment. in Mt, c.1 TERESA DE JESÚS Santa, Vida escrita por ella misma, c.6. TOLEDO Cardenal Francisco de, s.j, 1534-1596, Commentaria in prima XII capitula sacrosancti Iesu Christi D.N. Evangelii secundum Lucam, Joannis Antonio Fanzini, Romae, 1600; VIVES, Summa, n.2433. TOMÁS DE AQUINO Santo, Summa Theologica, p.3, q.28-30. -

In IV Sent, dist. 30, q.2, a.1, q.1,a.2.

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In ad Gal, c.1, lect.5.



In Joannem, c.2, lect.2.

TORRES Pedro de, s.j, 1659-1709, Excelencias de san José, varón divino, patriarca grande, esposo purísimo de la Madre de Dios y altísimo padre adoptivo del hijo de Dios que en método panegírico ilustra el P. Pedro de Torres … sácalo a la luz el P. Ignacio Alemán, s.j, Herederos de Thomás López de Haro, Sevilla, 1710. UBERTINO DE CASALE, o.f.m, 1259-1330, Arbor vitae cricifixae Jesu Christi, Alverne, 1305; Andreas de Bonetis, Venetiis, 1492; Bottega d´Erasmo, Torino, 1961. VALDIVIELSO José de, 1560-1638, Vida, excelencias y muerte del gloriosísimo Patriarca y esposo de nuestra Señora, san Joseph, Rodríguez, Toledo, 1604; el P. Vilaseca hizo una edición de este libro: Vida, excelencias y muerte del glorioso san José, Imprenta Religiosa, C.M. Trigueros y Hno, México, 1889.

VERTHAMONT Joseph, s.j, 1637-1724, Octave de saint Joseph. Contenant ses virtus et ses privileges, divisée en huit discours, propres a inspirer a tout le monde de l´estime et de l´amour pour ce grand saint, Boudet, Lyon, 1692; Discursos sobre las virtudes y privilegios de san José, P. Barco López, Madrid, 1788. VILASECA José María, 1831-1910, ¿Quién es José el dignísimo esposo de María y el padre putativo de Jesús? o sea, manifestación de algunas de las gracias, excelencias, privilegios y dones del santísimo Patriarca, Tip. Religiosa, M. Torner y compañía, México, 1872; 2ª ed. México, 1876. VIVES Y TUTÓ Cardenal José de Calsanz, o.f.m, 1854-1913, Summa Josephina ex patribus, doctoribus, asceticis et poetis qui de eximia dignitate sancti Joseph scripserunt, Ex Typographia pontificia Instituti Pii IX, Romae, 1907. VIVES Y TUTÓ Cardenal José de Calasanz, o.f.m, 1854-1913, Summula Josephina ex praecipuis argumentis patrum, doctorum et asceticorum qui de eximia dignitate sancti Joseph scripserunt, Ex Typographia pontificia Instituti Pii IX, Romae, 1907; Pequeña suma Josefina formada de los principales argumentos de los padres, doctores y ascéticos que escribieron sobre la excelsa dignidad de san José, traducción castellana de Ignacio M. Sandoval, Imprenta políglota Vaticana, Roma, 1912.

Prólogo París, 25 de marzo de 1874. Las glorias del divino José, o sea, la vida del santísimo Patriarca, es lo que poco a poco daremos a la luz en las páginas de El Propagador, y cuya importancia nos describió su autor diciendo así: Esta pequeña obrita que hemos llamado: Las glorias del divino José, o sea, la vida del santísimo Patriarca, no contiene nada de nuevo, porque nos hemos propuesto al escribirla no decir del santo otra cosa que lo que dice el Evangelio, los santos padres, los doctores católicos y la misma Iglesia en su Oficio, por consiguiente, un poco de método en el orden de las materias, una que otra consecuencia apoyada en las sentencias de los santos y algunos ejercicios que faciliten la devoción al santísimo Patriarca, con ciertos casos milagrosos obrados por su intercesión, es lo único que el devoto josefino podrá encontrar en ella, la cual en este día de la encarnación del Hijo de Dios (1874) que la comenzamos, la ofrecemos de corazón y afecto a la mayor honra y gloria de Dios, de la inmaculada y divina María, de José su virginal esposo, que intentamos dar a conocer, y de nuestro santo padre Vicente de Paúl. Capítulo 1. Qué dice el Evangelio de José. 1. El Evangelio y el señor san José. El divino José es de tal naturaleza una criatura única ante Dios, fue divinamente predestinado con tales circunstancias, ocupa en la mente del Altísimo un lugar tan privilegiado y sus dones son tan superiores a todos los de los demás santos que la elocuencia humana jamás podrá llegar a descifrarlos, ni a las más bellas figuras les será dado retratarlo como él es, ni a los ingenios más privilegiados dárnoslo a conocer: Por esto los devotos josefinos Isolano y Gerson que tan bien lo supieron concebir, afirman: Cuanto se pensare de José, jamás podrá igualar a sus méritos. Aunque el mérito de los patriarcas y profetas, de las vírgenes y confesores, de los mártires y apóstoles sea muy grande, sin embargo, en algún modo lo podemos medir; porque sabemos un poco qué quiere decir ser padre de los creyentes, vidente del Señor, confesor de la fe, mártir de Jesucristo, virgen a Dios consagrado y aun apóstol de las gentes; pero cuando se trata de decir lo que es el divino José, cantarle sus merecidas alabanzas, describir sus dones y hacer notar sus prerrogativas, no podemos hacerlo, y ni podrán verificarlo jamás todos los hombres juntos, ni los mismos espíritus angélicos; por cuya causa Gerson, que con tanta verdad y devoción nos lo ha querido describir, exclama: Ninguna elocuencia podrá decir demasiado de las alabanzas y prerrogativas de José; y no solo de la de los hombres, pero ni siquiera la de los ángeles podría declararlo. Mas, ¿en qué se fundaron ambos autores para hacer tales elogios de José? Se fundan en el Evangelio, porque él es el que hace de José tales alabanzas, descubre tan preciosas prerrogativas, y nos lo presenta adornado con tales dones, que afirma de él cuanto se puede

afirmar cuando dice: José, el justo, el padre de Jesús, el padre putativo de Jesús, el padre legal de Jesús y el esposo de María. Ved lo más admirable que puede decirse de una criatura, lo más singular y honorífico que puede afirmarse de ella, lo que todos los hombres no podrán medir debidamente, ni los ángeles podrían del todo hacérnoslo conocer y ni siquiera conocerlo ellos mismos. Por esto podemos afirmar que lo que dice el Evangelio de José es tanto que forma el argumento de las obras que sobre él se han escrito, sostiene la base de todo lo presentado en su honor y alabanza, es el místico grano de mostaza que contiene eminentemente todas sus prerrogativas, la misteriosa llave con la cual abrimos su sagrado corazón, el sendero que nos conduce a apreciar un poco sus virtudes, y lo que nos asegura que el Evangelio dice de José cuanto puede decirse de más noble, santo, celestial y divino, porque él nos afirma que José fue todo de Dios como justo, todo de María como esposo suyo y todo de Jesús como su padre. Concluyamos este párrafo con Isolano y Gerson: Cuanto pensares de José, jamás podrá igualar a sus méritos. 2. Qué personajes del Evangelio nos hablan de José. ¡Oh grandeza la del señor san José! y ¡oh felicidad la de aquel que consagra algunos momentos de su vida en hacer conocer sus glorias! Así nos obligan a exclamar los grandes personajes que nos hablan de José, y lo que ellos nos han dicho es como aquellas misteriosas espigas que vistas en sueños por Faraón encerraban en cierto modo los siete años de abundancia. Mateo, Lucas, la Virgen, Jesucristo y el Espíritu Santo en todos ellos dicen de José cuanto puede decirse de él; de modo que ni los hombres, ni los ángeles pueden concebir más perfecta alabanza. Mateo y Lucas nos cuentan su genealogía y su divino parentesco con Jesús y con María; el Espíritu Santo nos dice que es el justo; María, su virginal esposo; y Jesús, su padre. ¡Cuántas veces Jesucristo, que es la verdad por esencia, ponderaría las glorias y privilegios de José! ¡Cuántas veces hablando con sus apóstoles les alabaría las virtudes de su padre legal! por tanto, escribiendo esta pequeña obrita sobre las glorias del santísimo Patriarca, imitamos a Jesús, por tanto, referir las gloria de José es hacer los oficios de la Madre de Dios, la cual en varias ocasiones, según la historia, se ha dignado entretenerse con almas muy espirituales refiriéndoles muchas perfecciones de su esposo, por tanto, es hacer el misterio de los sagrados evangelistas, iluminados por el Espíritu Santo, que supieron encerrar en cortas sentencias todo su divino mérito, y es seguir con empeño a los padres y doctores de la Iglesia que escribiendo de Jesús y María han escrito las glorias del señor san José. Y cuando los grandes doctores y evangelistas, la esposa del Espíritu Santo y el mismo Jesucristo se han empleado en oficio tan glorioso, ¿qué pensamos decir nosotros? He aquí el por qué en el prospecto de esta obrita asegurábamos que nada nuevo íbamos a decir, contentándonos tan solo con comentar lo que ellos ya han dicho, y comentarlo también prácticamente por medio de los hechos que referimos en el curso de esta obrita. 3. José es la tercera persona de la Trinidad creada. Como la fe nos enseña la existencia del misterio augusto de la adorable Trinidad, así la piedad nos habla de una Trinidad creada; aquélla la componen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tres persona distintas y un solo Dios verdadero; ésta la forman Jesús, María y José, tres personas diversas con un mismo corazón; la una es el primero de los misterios de nuestra santa religión, y la otra es la fuente perenne de gracia y de mérito. Mas, ¿en qué se fundan los fieles para decirlo? Nada menos que en el santo Evangelio, demostrándonos

de ese modo la excelencia de José, ya que en las tres personas que forman la Trinidad creada hay en ellas una especie de inseparabilidad tan estrecha que el hombre no puede concebir. San Mateo, describiéndonos la genealogía de Jesús, nos dice: Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús. El mismo, dos versículos después, contándonos la generación temporal del Salvador, nos dice: José, no temas recibir a María, porque de ella nacerá Jesús. San Lucas, encargado de describirnos la adoración de los magos verificada después que la estrella hubo declarado el lugar del nacimiento del Salvador, afirma que encontraron a María y a José con el Niño reclinado en el pesebre. En suma, los evangelios sobre esto no se desmienten jamás, y nos presentan a los tres en la noche de Navidad; a los tres cuando los pastores adoraron al recién nacido; a los tres cuando se dio cumplimiento a la circuncisión; a los tres cuando los reyes magos le ofrecieron las primicias de la gentilidad; a los tres en el glorioso día de la purificación; a los tres atravesando los ardientes arenales que los conducían a Egipto; a los tres viviendo entre los gentiles y destruyendo a los ídolos; a los tres tornando a Nazaret, la patria gloriosa de sus abuelos; a los tres subiendo todos los años a Jerusalén en cumplimiento de la Ley; a los tres ocupados en el hallazgo de Jesús, y a los tres viviendo en la pequeña casa de Nazaret. ¿Podría expresarse mejor la unión de esto tres personajes? Este hecho nos obliga a confesar que, de hecho, una es la sumisión, uno el amor de sus corazones, unos mismos sus cuidados, una misma voluntad, un mismo el empleo del tiempo y una misma compañía que, con razón, se ha llamado la Trinidad creada. Pues este conocimiento lo debemos al Evangelio. Observemos ahora la conducta de los doctores sobre tan augusta Trinidad. Gerson la saludaba diciendo: ¡Oh bellísima, oh amable y adorable Trinidad, Jesús, María y José, que la divinidad ha unido con el más estrecho lazo de la caridad! Tú eres la dignísima de mis votos, de mis ofrendas y de las adoraciones del pueblo cristiano. Nada hay en el mundo tan bueno, tan excelente, tan augusto como tú; por esto, no siendo la tierra digna de poseerte, el cielo, como el tesoro más precioso, te ha trasladado en sus moradas. En otra parte llama a Jesús, María y José, una Trinidad venerable y un misterio augusto y suntuoso, oculto empero y sellado de tal modo, que sus inmensos tesoros no serán descubiertos hasta el fin de los tiempos: Es alto y oculto a los siglos el admirable misterio de la venerable Trinidad, Jesús, María y José. ¡Qué consecuencias tan gloriosas para José! José, por tanto, no es como los otros santos, sino el único digno de seguir a Jesús y a María, indicándonos con lo dicho su santidad y perfección. José es una persona de la susodicha Trinidad creada, cuyo misterio es tan alto y elevado, que ocupa el primer lugar entre las cosas creadas, que su elevación y sublimidad son tales, que no podemos descifrarla, que su mérito jamás podremos medirlo y que las perfecciones de Jesús y de María convienen a José y, si es cierto que no igualan las de José a las de María, como las de María no igualan a las de Jesús, también es cierto que las de los otros santos distan mucho de las de José. Otra consecuencia sobre la que llamamos la atención es que el Evangelio al nombrar dichas personas, unas veces guarda el nombre de preeminencia, como cuando dice Jesús, María y José, y otras veces no solo no lo guarda, sino que indiferentemente nombra ya una, ya otra, para hacernos conocer mejor la gloria, la excelencia, los privilegios y las distinciones de José, por consiguiente, José pertenece a la Trinidad creada, como si dijéramos, a la orden de la unión hipostática, y es, por tanto, en todo, más que los discípulos, más que los apóstoles, más que el mismo Juan Bautista, más que los profetas, más que los Patriarcas y más que los mismos ángeles, porque José no tiene más superior que Jesús y María,

formando los tres una admirable cadena en que se atribuye a un anillo lo que es propio de los tres. Admirable cadena que liga a tres y contiene en uno a José, a María y a Jesús, y que hace de aquellos tres como uno sólo, de modo que se atribuya a uno todo lo que pertenece al otro. Otra consecuencia muy significativa para José es su gran semejanza con el Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad increada, José, es la tercera persona de la Trinidad creada; el Espíritu Santo tiene por divina esposa a María, y José es, según la ley, el desposado de María; el Padre y el Hijo en unión de principio producen al Espíritu Santo, y Jesús y María en unidad de espíritu producen la vida santísima de José; el Espíritu Santo es el término del amor del Padre y del Hijo, José es el común objeto de las complacencias de Jesús y de María; el Espíritu Santo es el divino Paráclito que envía Jesús a los apóstoles en aquellos días de tanta angustia, y José en nuestros días, época tristísima, es el enviado por Jesús para que salve a la Iglesia; el Espíritu Santo es poderoso, sabio, infinito, providente e inmenso como el Padre y el Hijo, y José es noble, virgen, santo y justo de un modo muy semejante a Jesús y María. Concluyamos que el Evangelio dice de José muy grandes cosas colocándolo entre Jesús y María. Sigamos nuestra atención con lo que nos refieren algunos doctores. El Padre Jacquinot, extasiado en la admirable alabanza que nos hacen de José los evangelios presentándonoslo unido del todo con Jesús y María, exclama: En la terrestre Jerusalén hay la trinidad adorable de Jesús, María y José, tres personas, pero con un corazón, con una alma y con una unidad moral, que es incomparablemente la más perfecta. ¡Qué mayor alabanza de José que lo que nos dice el Padre Jacquinot! ¿Cuándo podrán merecerla ni todos los profetas, ni los patriarcas y ni siquiera todos los mártires y apóstoles? No, esa gloria es única en José, ya por lo que venimos diciendo, ya principalmente porque él es el testimonio tan único como auténtico de la existencia de Jesús, Dios y hombre verdadero, nacido de María Virgen. El mismo Padre, en otra parte, les atribuye una común bendición, veneración y santidad que le es debida por haber derramado su misericordia, y expresa tan importante pensamiento en las siguientes palabras: Bendita sea la santa y venerable Trinidad, Jesús, María y José; la confesamos, porque ha estado en nosotros su misericordia. En otra parte nos traza tan adorable Trinidad, siendo Jesús la fuente y origen de toda dulzura, y María y José el acueducto por donde ella debe pasar para comunicarse a los hombres, concluyendo que debemos de venerar a los tres con toda la devoción y afecto de que somos capaces: En la tierra, ¡oh Trinidad celestial! presentaste la Trinidad de Jesús, María y José… Constituyendo a Jesús como una fuente y a María y José como un acueducto… Concédenos venerar con una santa devoción a esta Trinidad en la tierra. El devoto Eckio, fundado en que los sagrados nombres de Jesús, María y José son nombres de paz y de amor, de salud y bendición, de majestad y de grandeza, de admiración y de alegría, de honra y veneración, nombres agradables a los ángeles, terribles a los demonios y útiles para los hombres, de modo que los pueden plenamente consolar, dice que debieran estar en nuestro corazón y brotar fervientes de nuestros labios por medio de ardorosas jaculatorias. San Bernardo exhorta a todos a vivir piadosos, con sobriedad y justicia para que disfrutemos de los suaves beneficios de tan adorable Trinidad: Vivamos en este mundo

piadosa, sobria y ajustadamente, para que siempre se encuentren en nosotros María, José y el pequeño Infante reclinado en el pesebre. El devoto Gerson, con el mismo afecto, la apellida la dignísima de toda veneración:¡Oh venerable Trinidad, Jesús, María y José! . San Buenaventura nos la presenta como una Sagrada Familia por mil títulos benditísima: ¡Oh pequeña familia, Jesús, María y José, bendita sobre todas las otras familias! ¡Oh Jesús! que ocupas el lugar primero y eres esencialmente santo, yo te adoro. ¡Oh María, la inmaculada! que ocupas el lugar segundo, pudiendo por gracia y privilegio lo que Dios por esencia y naturaleza, yo te adoro con el culto de hiperdulía. ¡Oh divino José! que ocupas el tercero, y, por tus privilegios y correspondencias, María y Jesús han puesto en tus manos las gracias más exquisitas para los mortales, yo te adoro con el culto mayor que puede darse a una pura criatura, que siendo superior al que todas recibe, sólo sea inferior al que damos a la divina María. 4. José es el justo por excelencia. San Mateo, en el capítulo I, verso 19, de su Evangelio, nos dice que José era justo. Una sola sentencia, pero que nos retrata a José de un modo tan admirable, que creemos muy digno examinarlo en ese grande cuadro, porque, según el Evangelio, encerró en él nada menos que toda virtud. Reflexionemos un poco que es el Espíritu Santo el que nos hace el elogio de José y que, presentándolo a nuestra consideración como el justo, nos dice de él que es el único en la alabanza, el primero en la santidad y el más esclarecido en el mérito. Era justo, y esto lo dice el Evangelio de un modo absoluto, y, por tanto, como si hubiere dicho: Justo antes de nacer y justo en su juventud, justo antes del matrimonio y justo por la guarda perfecta de la castidad, justo ya padre de Jesús, justo en toda su vida y justo en su muerte. Partiendo de este mismo principio, Orígenes atribuye a José la justicia más universal, pues que no sólo la extiende a todas sus obras, sino lo que es más a sus palabras y aun a sus pensamientos: José era justo en las palabras, justo en las obras y justo en los pensamientos. San Ambrosio de este mismo texto concluye que José no pudo hacer cosa alguna que fuese contraria a la ley, o que fuese imperfecta, o que no fuese lo más santo: Y ciertamente, cuando Mateo enseñó al justo José, lo declaró santo. San Pedro Crisólogo dilata no poco el gran pensamiento que entraña la misma idea y, juntando a la justicia la santidad que hace al hombre que obre según las leyes de la caridad más acendrada, añade: Con razón es justo, pues es piadoso. San Buenaventura interpreta dicha justicia por la posesión perfectísima de la más grande virtud, tal como convenía al esposo de María y al padre de Jesús: José se llama el justo porque era de grande virtud. Santo Tomás concluye que la virtud de José fue tanto mayor cuanto entre todas las criaturas él es más cercano a Dios y, así como la humanidad de Jesucristo es la más justa por estar unida hipostáticamente con el Verbo y, después de ella, María es la más justa por ser su madre, así, después de María, José es el más justo por estar unido con Jesús más que todas las otras criaturas justas.

Después de tan preclaros pensamientos sobre la justicia de José, bien podemos afirmar que nos es lícito concluir que José era justo con la mayor justicia, por la mayor santidad que brillaba en él, por su mayor perfección, por la práctica más perfecta y exacta de todo acto de virtud, por el mayor número de gracias que recibió y por las comunicaciones continuas de las que fue el más digno objeto. Este hermoso pensamiento de Bernardino de Bustos, le hizo exclamar en favor de José: Jamás hubo alguno que hubiere poseído tanto al dulce Jesús y a su bendita Madre como José, el cual vivió con ellos durante treinta años. Cornelio a Lapide, como si le hubiese parecido poco tan hermoso pensamiento, que tanto honra y glorifica a José, procura ampliarlo, presentándonos a la divina María toda solícita en derramar gracias sobre el corazón de José, y supone que ella lo hace con su voz, con su conversación, con sus miradas, con sólo su rostro, con cuanto hay en ella y en toda ocasión con el grande objeto de labrar de continuo la más perfecta justicia de José: María, con su rostro, con su voz, con su vida y con su continua conversación, por tantos años, aumentaba sin cesar la gracia a José. Bernardino de Bustos supone lo mismo presentándonos a María trabajando la justicia de José divinamente excitada por el amor que le profesaba: Después de Cristo, su Hijo, la Virgen no amó a criatura alguna como a José. Para explicar individualmente lo que dice el Espíritu Santo de José asegurándonos que era el justo, diremos que, según san Agustín, conservó su inocencia de modo que jamás cometió pecado mortal, conforme el Padre Jacquinot, jamás cometió pecado venial; que, como asegura san Juan Crisóstomo: José fue un hombre perfecto en toda virtud; que por explicarse con las palabras de santo Tomás, fue la santidad de José la más excelente y que pertenece a un orden el más sublime; que, según el testimonio de Teófilo y Reinaldo, José llegó al más alto grado de la posesión de la gracia y de la perfección evangélica; y, por decirlo con las palabras de Suárez y Cornelio a Lapide: José fue el más grande entre los santos y el que ocupa ahora en el cielo el primer lugar después del trono de María. Aunque lo que hemos dicho es más que suficiente para hacernos apreciar un poco lo que dice el Evangelio de José considerado como justo, pero no podemos prescindir de las sentencias de otros santos que comentando el mismo Evangelio presentan a José yendo todos los días de virtud en virtud, obrando del modo más perfecto los actos más heroicos, y obrando como debía obrar el esposo de María y el padre de Jesús. Esta idea hizo asegurar a Novarino, que José, como lo indicaba su nombre, crecía siempre en virtud haciéndose todos los días más y más santo, es decir: Creció siempre en las virtudes y fue cada día más santo. Siendo esto así, según el testimonio de tan graves autores, ¿qué es lo que nos dice el Evangelio de José ofreciéndolo a nuestra meditación como el justo? ¿qué entiende por justicia del santísimo Patriarca? ¿hasta qué grado nos lo coloca poseedor? Suárez, queriendo fijar la cuestión, lo hace con estas claras expresiones: Sin duda llegó a cierto excelentísimo grado de santidad. José, por tanto, según el testimonio del Evangelio, poseía todas las virtudes, todas las que infunde el Espíritu Santo, todas las que se adquieren con una perfecta correspondencia, todas las que perfeccionan al entendimiento, todas las que tienen por objeto la operación de la voluntad y todas la que se dirigen a la perfección del corazón. José, por tanto, tenía la más rara modestia, el más profundo menosprecio de todo lo del mundo, la inocencia más

inmaculada que un simple mortal puede conseguir, la prudencia más ilustrada que debía ocuparse en divinas operaciones, la fortaleza más firme para salvar al Hijo divino y a la Virgen Madre, la más divina dulzura para tratar con Jesús, la caridad más acendrada para con el prójimo, el amor más vivo a la pobreza, la felicidad más cumplida en guardar el secreto del Señor, la devoción más exacta y fervorosa, en una palabra, según el Evangelio, José poseía todas las virtudes, y según lo afirma el Padre Jacquinot: Las poseía en un grado tan único, que es José como la obra maestra de las manos de Dios, como un milagro de extraordinaria perfección, porque el divino Patriarca estaba robustecido con el ejercicio de toda virtud. 5. José es el padre de Jesús. Diciendo el Evangelio que José es padre de Jesús, y diciéndolo tantas veces, otras tantas nos afirma las excelencias de José, como si dijéramos, las excelencias de un padre divino a quien ha sido dado por hijo al Creador con exclusión de todo otro. Decir que José es padre de Jesús, es decir que es padre de aquel por quien el Eterno lo hizo todo en el tiempo. ¿Qué cosa es ser padre del hacedor de todas las cosas y guardador del que las conserva todas? ¿Qué cosa es ser el ángel del que hizo los ángeles, los dividió en jerarquías, les dio celestiales oficios y se sirve de ellos para el régimen del mundo? ¿Qué quiere decir ser redentor del Redentor de los hombres, salvador del Salvador de toda carne, señor del rey de los reyes y aun su tutor, su guía y su compañero? Sin duda alguna que es esa la dignidad de las dignidades y que el Evangelio se contenta con decir de José que es padre de Jesús, sin individualizar tan suprema dignidad, para que llenos nosotros de admiración y ponderando tan misterioso misterio lo ponderemos mejor. El Evangelio diciéndonos que José es padre de Jesús, permite que nos figuremos en él, besando a Jesús, tabernáculo animado de la divinidad, fuente inagotable de luz, de inteligencia y de amor, de cuyos tres dedos pende toda la máquina del universo. Siendo José padre de Jesús, nos lo presenta el Evangelio amando al divino Infante más que a todas las criaturas y más que a la Virgen María; y nos presenta al Hijo amando a su padre José más que María a su esposo. José amó a Jesús con sus servicios continuos, con sus cuidados inexplicables, con sus obras las más perfectas, con un corazón que era todo amor, y Jesús amó tanto a José su padre, que en el primer instante después de su nacimiento, en su primera mirada le hirió el corazón con una inmensa llaga de inmenso amor. Isolano expresa el mismo pensamiento diciendo así: Jesús, al salir del vientre de la Virgen, hirió el corazón de José con una inmensa herida de amor eterno. ¡Qué divino es José ya desde el primer instante del nacimiento del Salvador! ¿Y qué sería después si cada palabra suya, cada mirada, cada uno de sus divinos movimientos en cada momento del día, era para José ser amado de Jesús como padre? ¡Oh bienaventurado José! Vuestro cuerpo es el trono vivo de Dios, la carroza gloriosa que condujera al divino infantillo, el altar sagrado que llevaba la víctima de propiciación. ¡Oh miembros sagrados los del cuerpo de José! todos divinizados con el contacto de Jesús. ¡Sagrados ojos que vieron al deseado de las gentes! ¡Sagrados labios que besaron al que los espíritus purísimos tan sólo pueden mirar! ¡Sagradas manos que lo llevaron y tocaron! ¡Sagradas rodillas que lo sostuvieron! ¡Sagrado corazón que unido al de Jesús se identificaba con él! Todo esto dice el Evangelio de José cuando nos afirma que es padre de Jesús. Y ¿qué dirá para un espíritu recto, privilegiado y devoto que supiera ponderar la paternidad de José?

6. José recibe al divino Hijo y a su Madre. Cuenta el evangelista san Mateo, (capítulo II, v.18) que el ángel dijo a José: Toma al Niño y a su Madre. Toma al Niño, porque el Eterno te lo entrega, y toma a la Madre, porque siendo los dos inseparables, los dos te deben pertenecer; tómalo, y, aunque lo ves recién nacido, es con todo el anciano de los días, y siendo el Hijo natural de Dios es también el hijo tuyo; toma a su Madre tu virginal esposa para que te ayude a guardarlo; toma, en suma, al Hijo y a la Madre para que te sirvas de ellos conforme tu autoridad. Mas ¡qué autoridad la que se da a José según el Evangelio! Columnas del cielo, inclinaos de respeto oyendo lo que voy a decir: A José se le da la autoridad del mismo Eterno, profundo pensamiento que expresó Isolano, diciendo: José representó a la persona del Padre de Dios. ¡Oh confianza inmensa la que Dios hace de José! ¡Oh don inestimable sobre todos los dones! ¡Oh dádiva singularísima! A las criaturas Dios les dio en otro tiempo su bendición; a Adán y Eva, el paraíso terrenal; a Abraham, ser padre de los creyentes; a Moisés, las tablas de la ley; mas a José, como nota el Padre Jacquinot: Dios le ha dado a su propio Hijo, su Verbo increado, Dios de Dios, Luz de Luz, el igual a él en gloria y majestad, y se lo ha dado del modo más excelente, más raro y singular. ¿Y José ¿qué hace? José se levanta, toma al Hijo y a su Madre y los recibe con doble afecto, y sin perder tiempo parte con tan divino tesoro. ¡Oh venturoso José! porque con Jesús y María que el cielo acaba de darte recibes más gracias y favores que Adán con su justicia original, que David con su fervorosa piedad y que Salomón con su sabiduría, porque entonces tomaste de orden de Dios el don de los dones, el acto de la más extraordinaria munificencia, el más rico joyel del cielo, el objeto de las eternas complacencias, el prodigio más extraordinario del amor que Dios te profesa. ¡Tanto nos dice san Mateo de José! 7. Obediencia de José. San Mateo nos dice que después que el ángel hizo de parte de Dios la entrega de Jesús y María a José, le fue exigido inmediatamente el acto más perfecto de obediencia: Huye al Egipto y permanece allí hasta que te diga, y José. Levantándose de la noche se fue a Egipto. Los Padres que han comentado este pasaje nos presentan a José en este acto como al hombre más perfecto. Como si dijéramos, en esta ocasión el Evangelio haciéndonos una manifestación exacta de la obediencia de José, quiere que lo admiremos no sólo pobre con el mérito de la pobreza evangélica, no sólo casto viviendo con una Virgen inmaculada, sino tan obediente, que sujetando su juicio hizo a Dios el más consumado holocausto de su obediencia. José, acostumbrado a vivir según la Ley, a subir tres veces al año a Jerusalén para celebrar las fiestas religiosas, a obedecer a los ángeles que le notificaban en sueños la orden de Dios y a obedecer al César yendo a empadronarse, ahora en esta ocasión, sin contradecir, sin excusarse, sin murmurar, sin pedir condiciones y sin ni siquiera reflexionar sobre la obediencia, José, digo, obedece ahora en lo más difícil y penible, como obedeciera en lo más feliz y gustoso. Hugo Cardenal, para hacer notar tan heroica obediencia dice: He aquí lo que declara la perfecta obediencia de José, es decir, en que no sólo hizo lo que le había mandado el ángel, sino también como se lo había ordenado. Notemos nosotros también para nuestra instrucción que José se levanta, se levanta inmediatamente, toma al Niño y a la Madre y parte a Egipto y permanece allí sufriendo las consecuencias de un penible destierro hasta que el ángel se le aparece otra vez. Nada

interroga, ni el modo de librarse de los perseguidores, ni el camino que podrá seguir, ni los lugares para hacerse de provisiones y ni siquiera el tiempo de su destierro. Remigio el Grande, arzobispo de Reims, admirado de tanta obediencia la publica como un milagro de primer orden, como el acto heroico por excelencia, como una cooperación muy meritoria para nuestra redención y, lo que es más, como el principio de nuestra salud eterna: La vida volvió por el mismo camino por donde entró la muerte, pues si por la desobediencia de Adán todos fuimos perdidos, por la obediencia de José, todos comenzamos a volver a nuestro primer estado de salvación. Gerson, sobre el mismo acto y después de habernos presentado la obediencia de José como la más perfecta, exacta y puntual, lo bautiza como el hombre de la voluntad de Dios, sin propio juicio y aun desnudo del propio querer: José quería hacer en todo la voluntad de Dios. Y santa Brígida traza las últimas líneas de este cuadro tan perfecto presentándonos al corazón de José todo ocupado en divinas jaculatorias de conformidad con la voluntad de Dios: José decía continuamente: Ojalá que yo viva y vea cumplida la voluntad de Dios. 8. José superior a María y a Jesús. San Lucas y san Mateo tienen el cuidado de descifrarnos la conducta de María y de Jesús para con José, y nos aseguran que él les era superior. José, esposo de María. ¡Oh cielos! pasmaos de admiración oyendo decir que Jesús y María tienen en la tierra a José por su superior, sin embargo, esto nos dice el Evangelio afirmando que María es la esposa de José, por tanto, María, la reina del cielo, la Señora de ambos mundos, la Madre de Dios, se humilla ante José como su superior, lo llama señor suyo y le está sujeta con una obediencia prontísima. Gerson, admirado de los bellos resultados en favor de José de una sujeción tan admirable, exclama: A la verdad no sé qué haya en esto de más admirable, o la humildad de María, o la sublimidad de José. Según las leyes de los judíos, Jesús, María y José debían ir tres veces a Jerusalén para adorar en su sagrado templo al Dios de sus padres; y que José satisfacía estos mandatos nos lo asegura su piedad, así como también que los cumplía con María y su Hijo. El Evangelio hace mención que una vez fueron los tres a Jerusalén para celebrar la Pascua, que, concluida la adoración del Señor, José se fue con la comitiva de los hombres, creyendo que el divino Niño iba con María, y que ésta se fue con las mujeres con la persuasión de que Jesús estaba con José, mas ¿cuál fue su dolor cuando al llegar a la noche del primer día de camino se encontraron sin el dulce objeto de sus complacencias? Retrocedieron el camino andado, buscaron por las calles y plazas de Jerusalén y a los tres días lo encontraron en el templo: Lo encontraron en el templo sentado entre de los doctores, e interrogándolos. Tomemos algunas consecuencias de este hecho admirable. La Madre pregunta al Hijo la causa de su conducta, y presenta a José como padre de Jesús, y lo presenta anteponiéndolo a ella misma: He aquí que tu padre y yo. Presenta a José con una solicitud igual a su solicitud, así como despedazado su corazón por un dolor sumo: Llenos de dolor te buscábamos. Presenta el Evangelio a José admitido públicamente como padre de Jesús y admitido por Jesús mismo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais...? . En suma, María y José sintieron que su corazón se hundía en un mar de inmenso gozo, y Cartagena todo conmovido añade: José abrazó en esta ocasión tiernamente a Jesús, como que había encontrado a su bien amado.

El Evangelio nos enseña, que después de este hecho tan glorioso para José y María, bajó la Sagrada Familia a Nazaret y Jesús les estaba sujeto. José viviría todavía unos dieciocho años y el Verbo hecho carne crecía cada día en gracia, sabiduría y virtud ante Dios y los hombres. María reservaba sus palabras en su corazón, y José, más dichoso si cabe, lo tenía por aprendiz en sus groseros trabajos, lo veía con los instrumentos en la mano ejecutando lo que se le había enseñado y era obedecido de él en todo. En una antigua historia de la vida de José se lee que en cierta ocasión dijo Jesús a sus discípulos: Yo me portaba en todas las cosas con José, como un hijo para con su padre; yo lo llamaba padre mío, me le sujetaba a cuanto pedía de mí y lo amaba además como a la niña de mis ojos. Cada deseo de José, añade el piadoso Gerson, era obedecido por el Hijo y por la Madre, no como una súplica, sino como un mandato. Jesús, sujeto a José; Jesús, de quien penden todas las criaturas, que ha creado los cielos; Jesús, que ha fabricado la aurora, formado el sol, ordenado las estrellas, que tiene por tarima de sus pies a toda la tierra y que lo sirven con estupor millares de ángeles; ese Jesús, sujeto a José, y, sin embargo, José manda a Jesús, y Jesús obedece a José. Hecho admirable que ponderó san Bernardo con la siguiente sentencia: Que Dios obedezca al hombre, es una humildad sin ejemplo; pero que el hombre mande a Dios, es una excelencia sin segunda. Ciertamente que con solo esto dice el Evangelio de José la mayor grandeza, la más cabal y perfecta distinción y el privilegio de los privilegios. ¿Con qué amor, pues, con qué reverencia y confianza no debemos acudir a José revestido por el Evangelio mismo de cierta superioridad sobre Jesús y María? Hagamos, pues, a José el señor de nosotros mismos, de nuestras casas, de nuestras villas, de las ciudades y de todo el mundo, porque dignísimo es de todo esto, ya que se le ha confiado el cuidado de Jesús, pues, como afirma el Crisóstomo: José era dignísimo de tener el cuidado todo el mundo, supuesto que le estuvo sujeto el mismo Hijo de Dios. Bernardino de Bustos dice también que cumplió todos sus cargos con tal perfección, que fue ministro idóneo para seguir y gobernar al Hijo de Dios. José fue elegido y apto para el cuidado de su hijo y para el gobierno de su divina esposa. Luego también se ha de creer que fue suficiente para regir a todo el mundo. ¡Oh mortales todos, justos, tibios y aun pecadores! ¿queréis algo de Jesús y de María? Id a José, porque si José la pide, de cierto la alcanzará. ¡Oh! cuánto ama José a los que le aman, cuánto ama a los que le son sus devotos, que le muestran verdadero afecto en la práctica y que procuran dar a conocer sus glorias. Justos, id a José, y os concederá nueva perfección en la virtud; tibios, id a José, y comenzaréis una vida fervorosa; id a José los que, rodeados de los enemigos del cielo, corréis el peligro de caer en pecado; id a José los fatigados por los movimientos de pasiones desordenadas; id a José, porque para romper la cadena de antiguos malos hábitos tenéis necesidad de una gracia eficaz; id a José los que deseáis vencer las imperfecciones de vuestra vida espiritual; id a José los deseosos de imitarlo en una vida perfecta; id a José las vírgenes que deseáis apreciar todos los días más y más vuestra vida de privilegios; id todos los cristianos a José y estad persuadidos que os dará cuanto le pidáis ya que es el esposo de María y el padre de Dios.

Capítulo 2. Qué han dicho los Padres de la Iglesia del divino José. 1. Circunstancias especiales de la Iglesia. La Iglesia en sus principios ilustrada por el Espíritu Santo emprendió un camino muy distinto del que ahora sigue con relación a los dogmas de nuestra santa religión. Entonces, ya por la debilidad de la fe, ya por las antiguas creencias de los judíos, ya por los crasos errores de la idolatría y la multitud de herejías que pronto comenzaron a levantarse en diversas iglesias particulares, la Iglesia docente fue muy discreta en sus enseñanzas. Y, si bien es verdad que desde el principio dieron los Apóstoles testimonio de toda la revelación, también es cierto que no todo lo explicaron los Padres con la misma claridad, aunque entre todos dijeron lo suficiente para que la verdad quedase bien sentada. Esto que aconteció con la sagrada Eucaristía y con la concepción inmaculada de la santísima Virgen María, se verificó del mismo modo sobre el señor san José, pues la Iglesia, ocupada en cierta manera en establecer bien la divinidad de Jesucristo y la virginidad de María santísima su Madre, no dio grande publicidad a las glorias del señor San José el virginal esposo de María. Con todo, así como el Evangelio nos retrata admirablemente quién es José, así los Padres, que son los primeros intérpretes del Evangelio, nos lo han dado suficientemente a conocer haciéndonos de él la mayor alabanza. Unos nos describen su justicia, otros su heroicidad en los casos más difíciles; éstos ponderan su dignidad como esposo de María, aquellos nos describen su excelencia como padre de Jesús y todos convienen en presentárnoslo como el hombre de los privilegios, como el varón lleno de los dones más exquisitos que recibiera del Espíritu Santo y como el gran ministro de la encarnación, misterio sublime que es por antonomasia la obra de Dios. 2. San Ignacio Mártir. El sacerdote fervoroso, el obispo del amor hacia Jesucristo y el sucesor de Pedro en la cátedra de Antioquia, fue discípulo de los santos Apóstoles, vivió con ellos mucho tiempo, aprendió de su boca la verdad que les había enseñado el Espíritu Santo y, en el anfiteatro, delante del pueblo romano y a la vista de innumerables fieles, derramó su sangre en testimonio de su fe. Escribió 7 epístolas a diversas iglesias y, en una de ellas, en la que expone el misterio de la encarnación, nos habla de José como el principal instrumento después de María. Según él, la perpetua virginidad de santa María Virgen, su parto sacratísimo y aun la muerte del Señor, estuvieron ocultos a Satanás. Y, según él, José fue una persona tan importante para la encarnación que no sólo contribuyó a ella, sino lo que es más fue como el todo para que el maligno espíritu no lo conociera. Por otra, parte, las palabras de san Ignacio, según lo atestiguan san Basilio y aun el mismo san Jerónimo, tienen por grande objeto no sólo indicar la virginidad de María, sino dar a conocer la importancia de José como esposo de María y presentarlo como el gran ministro de la encarnación, de la vida toda del Salvador y de su muerte. José fue verdaderamente esposo de María, y a su sombra y con su consentimiento se verificó el gran misterio, su consorte conservó la más pura virginidad, el parto virginal tuvo efecto, y José es como el director de esta grande obra de Dios. Tal es José, según san Ignacio Mártir.

3. San Justino, filósofo y mártir de Jesucristo. Brilló en el segundo siglo, derramando su sangre por la fe como san Ignacio a últimos del primero. Justino, como el mismo nervio, con la misma elocuencia cristiana y con aquella admirable valentía de expresión con que defiende a los cristianos y ataca a los judíos y a los gentiles, presenta a José como el santo de los privilegios en la Iglesia de Dios y, de un modo semejante al Evangelio, lo verifica con sentencias muy exactas. Según él, José es el esposo de María, Jesús era tenido por el hijo de José, José es carpintero por oficio y Jesús era carpintero también y trabajando en el taller de José hacía, como él, yugos y arados, por tanto, en el siglo segundo vemos al señor San José que es tenido como esposo de María, como padre legal de Jesús, como maestro de Jesucristo, quien trabajaba en el taller arados y yugos. 4. San Irineo. Este santo padre fue discípulo de san Policarpo. Su doctrina, santidad y martirio honró al primero en la Iglesia de Lyon de Francia nos habla de José pensando separarse de María y cómo siendo avisado por el ángel de la voluntad del cielo vivió con ella y ejerció en favor de la Madre y de su Hijo los sagrados oficios de virginal esposo y padre de Cristo. José, dice, como pensase separarse escondidamente de María, el ángel le dijo en sueños: "No temas tomar a María tu consorte... parirá un Hijo y lo llamarás Jesús". Por cuya causa, José tomó a María, cumplió exactamente todo lo que concernía a la educación de Cristo, partió con él a Egipto y volviendo de él pasó a Nazaret. Qué bien explica que la humildad era la causa de los deseos que tenía José de separarse de la Virgen, por esto le dice que no tema, que la tome otra vez, que le dará a luz un hijo y que lo llamará Jesús, nombre divino que es la salvación de todo el mundo. 5. Orígenes. Prodigio de ingenio, de castidad y de fortaleza; Orígenes, que en su juventud, como hijo de mártir, tenía un amor tan acendrado a Jesucristo que de todos modos quería morir por él; Orígenes, decimos, comprendió de San José cosas admirables. Tiene por indigno lo que algunos han dicho sobre los celos del señor san José, asegura que no hubo en él sospechas, que la humildad fue la causa de su determinación y que conocía perfectamente el misterio de la encarnación y, por consiguiente, que María era la Virgen de que nos habla Isaías. En otra parte tiene el cuidado de presentarnos a San José ocupado en nutrir al Salvador por haberlo constituido el Espíritu Santo padre del Niño: El Espíritu Santo honró a José con el nombre de padre, ya que tuvo el encargo de nutrir al Salvador. Luego dice: Jesucristo honró a San José como padre dejando a los hijos un ejemplo notable de su conducta para con sus padres. El mismo, en suma, nos habla del patrocinio de José en nuestro favor, no sólo para las cosas ordinarias, sino para las de más difícil consecución, como es encontrar la gracia de Jesús perdida por el pecado, añadiendo además que: En la Iglesia la encontraremos, como José encontró a Jesús en el templo.

6. San Gregorio de Neocesarea. Este santo fue uno de los Padres más extraordinarios que mereció ser llamado el taumaturgo por los grandes milagros que hizo, así como el apóstol de Neocesarea por haberla convertido a la religión cristiana y nos habla de José como del mayor de los santos a quien le fue confiada nada menos que la inmaculada Virgen María, como de un hombre tan fiel a Dios que éste le entregó el místico libro de su propia Madre y que se la devolvió con toda fidelidad de que era capaz finalmente, que no sólo le fue entregado a la Madre de Dios sino a Dios mismo, al Creador de todas las cosas y que lo custodió fidelísimo en su propio domicilio. 7. San Atanasio, obispo de Alejandría. Grande atleta de la fe en favor de la divinidad de Jesucristo, el alma del Concilio de Nicea que condenó a los arrianos y a todos los enemigos de la divinidad de Jesucristo, emplea su profunda doctrina y rigurosa dialéctica en favor del señor san José. Y nos habló de él como esposo verdadero de María, como su esposo virginal, naciendo Jesús de ella bajo su sombra y siendo llamado padre de Jesús. Otro autor contemporáneo de san Atanasio, o tal vez san Atanasio mismo, según otros, nos presenta a José en sus terribles dudas sobre permanecer o no siendo tenido como esposo de una Virgen tan privilegiada que había concebido por obra del Espíritu Santo. Nos habla de José dándose a la oración con un grande fervor, mereciendo después de ella en los sueños cuando su ánimo estaba tranquilo, que el ángel de parte de Dios le manifestara su divina voluntad. Nos habla de José siendo el compañero inseparable de la Virgen, desempeñando un mismo ministerio y aguardando con la misma fe las futuras cosas que habían de suceder. Nos habla de José siendo necesario para la grande obra de la redención a fin de que se ocultara al diablo el divino parto y desde aquel momento fuese el vicario del eterno Padre en la tierra. El mismo autor celebra en la misma homilía la virginidad de José y de María, los claros y exactos conocimientos de José sobre María, cómo conoció quién era ella, cómo conoció su gran virtud, su extraordinario poder, lo que Dios se dignó hacer en ella, cómo es verdaderamente la Virgen de Isaías y cómo lo que el Evangelio llama hermanos del Señor no deben entenderse que sean hijos de María o de José, sino hijos de la gracia mediante los méritos de la Virgen y la voluntad del eterno Padre. Es digno de notarse cómo los Padres de la Iglesia iban hablando sobre las glorias de José con más claridad y precisión a medida que la Iglesia se iba restableciendo y los dogmas de la fe afirmándose en la creencia de los fieles. 8. San Hilario, obispo de Poitiers. Digno émulo de san Atanasio y que en el Concilio de Efeso condenó a los arrianos de occidente, defendida la divinidad de Jesucristo y las purísimas glorias de su divina Madre nos habla también de José. Mas, ¿qué es lo que nos dice del divino José? Tiene un cuidado especial en mostrárnoslo todo ocupado en Jesús y María, refiere los pasajes evangélicos con que autoriza su doctrina, los comenta con el tino que lo distingue y ¿qué concluye? Concluye que José es el tipo de los apóstoles, como fue el primero que anduvo por el mundo dando a conocer a Jesucristo.

9. San Basilio el Grande. Fue uno de los cuatro doctores principales que han brillado en la Iglesia de Dios, el fundador de la vida monástica en oriente y el que hizo a la religión cristiana muy grandes servicios. Sus obras son admirables, sus discursos rebosan la más grande instrucción, habla de Jesús y de María como de Dios y de la Madre de Dios, y ¿qué dijo de José? Dice cosas muy gloriosas para el santísimo Patriarca y dignas de ser estudiadas en cada una de sus frases. Según él, José es el testigo ocular de la virginidad de María, conoció en la santísima Virgen que ella era la Virgen de Isaías, que lo que había en sus entrañas no era obra de hombre sino virtud del Espíritu Santo, mas que, estremecido por la dignidad que le reportaba el ser tenido como esposo de María y, por tanto, como padre de Jesús, su humildad se alarmó quiso abandonarla, más bien que atreverse a publicar que él era el custodio y el guardador de tan sublimes misterios. 10. San Gregorio Niceno. Que fue el panegirista y continuador de los trabajos de san Basilio, así como de su piedad e instrucción. Gregorio, que en el Concilio de Constantinopla pudo ocupar un lugar tan distinguido, que confiaron a sus luces la extensión del Símbolo de los Apóstoles contra los herejes de aquellos días, tiene la gloria de presentarnos a José escogido por Dios para celebrar el divino matrimonio con María, como objeto de las complacencias del eterno Padre, amante de la Virgen, virgen también él mismo y tan justo que fue juzgado para los cargos que le fueron confiados, no sólo idóneo ministro, como de los apóstoles decía san Pablo, sino lo que es más y superior a toda alabanza, ministro aptísimo: Los sacerdotes formaron consejo para desposar a María con José… y fue encontrado aptísimo para esto, pues era virgen. 11. San Efrén. Perfecto ermitaño de la Siria, ilustre diácono de la Iglesia de Edesa, que no quiso recibirse de sacerdote por no creerse en posesión de la debida santidad, que su doctrina ha sido admirada de los Padres y que nos habla de la virginidad con tales elogios que pueden compararse con los que de ella hicieron Ambrosio y Agustín. Efrén defiende la paternidad de san José, nos lo retrata todo embebido en divinos entretenimientos con el Niño Jesús, rehusando en su humildad tan alto ministerio y todo lleno de admiración contemplaba algo de lo que el Espíritu Santo encerrara en esta sentencia: el Hijo de Dios es el Hijo de José: José es llamado padre del hijo de María Virgen. José besaba y acariciaba al Hijo de Dios niño, se preocupaba de él, sabía que ese niño era Dios. Igualmente se preguntaba por qué se dignó brindarle tanto honor para que el Hijo del Altísimo, Señor de los Reyes, viniera a su casa para ser su hijo. El Hijo de Dios es hijo de José.

12. San Cirilo de Jerusalén. Que desde su silla patriarcal rebatió el arrianismo y con su doctrina, santidad y firmeza señaló en ciertas proposiciones las verdades de la fe y las defendió con toda la energía de un obispo, nos dijo que José era padre de Cristo, mostrándolo prácticamente con los soberanos oficios que hacía al Hijo y a la Madre: José es llamado padre de Cristo no en razón de la generación, sino en razón de los cuidados que tuvo para alimentarlo y educarlo. 13. San Ambrosio. El segundo de los grandes doctores y que fue y será el gran modelo de los obispos de Milán, el que defendió a la Iglesia como un héroe, el que detuvo al gran Teodosio a la puerta del templo sin permitirle la entrada, escribió con la más dulce elocuencia, con varias de sus obras condujo a las vírgenes al más alto grado de virtud y terminó su carrera episcopal dando a la Iglesia al grande Agustín. Ambrosio, repetimos, nos habló de José tocando los puntos que le son más gloriosos. Según Ambrosio, José es tan necesario a la encarnación como María y Jesús, porque sin él pierde María su honor y Jesús el ser hijo de buenos padres, según el pensar de los hombres. Según Ambrosio, son librados de la confusión Jesús y María por José, recibe éste autoridad sobre ellos y es conocido esposo de la Madre de Dios y padre del mismo Cristo, y de éste del todo honrado: María estaba desposada con José. ¿Qué hubieran dicho los gentiles, los judíos, Herodes mismo, si el Niño hubiera sido tenido como hijo adulterino? Pero no, en la persona de José había un fiel testigo de la encarnación … Y por esto, con razón, era José tenido por padre de Jesús…y Jesús honró a María y a José, no porque era hijo natural de ambos, sino porque desempeñaba para con él los mismos oficios que si lo fuese. 14. San Juan Crisóstomo. Llamado, y con razón, la Boca de oro, no sólo por su facilidad y elegancia que ostenta en sus discursos y homilías, sino de un modo especial por el acierto con que supo interpretar las sagradas Escrituras. Nos descubre muy grandes y muy exquisitas verdades del señor San José. Unas veces nos lo pinta como un justo admirable que tiene en su corazón el conjunto más prodigioso de toda virtud y otras veces nos lo retrata como el varón único que, obrando con un tacto superior al modo humano, era envidiado de los mismo ángeles; ya lo presenta respetado por las supremas jerarquías que se le aparecían en sueños por su bella disposición, ya sumergido en el abismo de la humildad queriendo desprenderse de las glorias que le proporcionaba la divina maternidad de su esposa, en suma, nos habla de José como esposo de María, como padre de Jesús, como el representante en la tierra del eterno Padre y como el que recibió más gracias que todos los mortales. Veamos algunas sentencias: José era justo y María habitaba con él. José no tuvo sospecha alguna, el ángel le aseguró por parte del Señor que no temiera estar en compañía de una mujer que él solo era digno de acompañar, que él debía guardarle y ayudarla y que, por consiguiente, la recibiera en su compañía y no pensase más en separarse de ella.

La paternidad se la atribuye por medio de un coloquio, haciendo en él hablar a un ángel o a Dios mismo por medio de él, diciéndole: Poned nombre al Niño, que es propio del padre, a ti te lo recomiendo, ten hacia él el cuidado que con él tuviera su padre, pues a ti te pasa los derechos que sobre él tiene. Proclama la justicia de José dándole la posesión de toda virtud. José era justo, esto es, poseía la práctica de todas las virtudes. José, desde su infancia, asegura, era contemplativo, comprendía los más altos misterios de su religión y conocía perfectamente los oráculos de los profetas; por esto, además del conocimiento que directamente recibía de Dios sobre los misterios de que era testigo, sabía que una Virgen debía dar a luz al Mesías prometido y las principales verdades que de ésta se derivan. Por esto afirma san Juan Crisóstomo: Para José nada había estupendo ni oculto y que aun el misterio de la encarnación no era para él cosa nueva puesto que diariamente meditaba las palabras del profeta. También, con un tacto que le es propio y que supone un conocimiento perfecto de la vida espiritual, presenta a José con una vida mezclada de alegría y dolor y asienta esta importante sentencia: Dios mezcló a sus fatigas (de José) la dulzura. Lo dicho es bastante para ver lo que el santo pensaba de José. 15. San Jerónimo. Fue este santo padre dado expresamente por Dios a la Iglesia para que trabajando en las sagradas Escrituras se las diera como hoy las tenemos. Es con razón llamado el Doctor Máximo por el acierto con que trabajó en su exposición, es un austero anacoreta que estuvo muchos años en la cueva de Belén aprendiendo lo que después pudo enseñar a todo el mundo y en sus obras, que han sido y serán siempre de lo más apreciado por el catolicismo. Parece que quiso distinguirse en presentarnos a José como el virgen y, sacando de su virginidad las más bellas consecuencias, dice: María, la madre de Jesús, estaba desposada con José… Los hermanos del Señor no eran hijos de José sino primos hermanos del Salvador… José fue virgen por María, para que de unos esposos vírgenes naciera un hijo virgen… El virgen José habitó con María… Y, finalmente, mereció ser llamado padre del Señor. Por consiguiente, José es el esposo de María y ambos vírgenes; lo que llama la Escritura hermanos de Jesús no son hijos de José, porque es virgen, son sí sus más cercanos parientes; y el fruto de las dos virginidades, María y José unidos en matrimonio, es el divino Jesús; y si María es la Madre de Dios, José mereció ser llamado igualmente padre del Señor Dios. 16. San Agustín. Uno de los cuatro principales doctores y el justamente llamado Doctor de la Gracia, nos habló de José con una maestría sin igual, con una profundidad sin ejemplo, y asemejando la paternidad de José a la maternidad de María cuanto es dable, aunque confesando siempre que María es Madre de Jesús según la carne y, por tanto, verdadera Madre, al paso que José siendo verdadero padre, lo es tan sólo con su caridad, con sus oficios, con su virtud, con su correspondencia a la gracia. Veamos algunas sentencias que entresacamos de sus homilías: María fue tanto más santa y admirablemente fecunda para José, cuanto que ella fue más virgen. María fue Madre de Jesús, José fue padre de Jesús. María fue madre por haberlo querido ser y haber dado su carne; José lo fue tan sólo por haberlo querido; ambos, en

suma, conservándose vírgenes y ambos admirándose de las cosas que se decían del fruto de su virginidad. ¡Qué pensamientos tan delicados los de San Agustín! Luego en otras sentencias expresa: José mereció ser padre de Jesús por su santo y virginal matrimonio, que le fue dada toda la autoridad paterna, que María misma lo nombra padre de Jesús y que Jesús obedecía a María y a José como a sus padres. De las virtudes heroicas de José y de un modo especial de su virginal pureza no sólo concluye que José no solo fue padre de Jesús, sino que debió serlo principalmente. Luego, para hacer resaltar la idea de que José fuese tenido por padre de Jesús y reverenciado debidamente con el culto que le es propio, nos presenta al Espíritu Santo obrando la encarnación para los dos, descansando en la justicia de los dos, dando a los dos el Hijo, pero obrando la encarnación en el sexo que le es propio y que naciera también para el esposo. ¡Oh! cuánto dice el santo doctor en esta sentencia a honra y gloria de José. Lo diremos de una vez: Asemeja a José a María cuanto es dable. En otra parte, o por mejor decir, siguiendo el mismo discurso, supone a María como deudora en cierto modo de José del Hijo que le ha nacido atribuyendo su nacimiento a la piedad y caridad de José. En suma, cuanto ha dicho sobre la divina maternidad de María y paternidad de José, lo demuestra con la sentencia de la Escritura: Lucas no solo llamó a Jesús hijo de María, sino que no dudó ni un instante en decir que así ella como José eran sus padres. Así de esta manera tan sólida, con argumentos tan propios, con raciocinios tan exactos y con sentencias tan claras san Agustín habla de José. 17. San Pedro Crisólogo, obispo de Ravena. Nos patentiza lo que pasaba en el corazón de José cuando quería abandonar a la Virgen su esposa, huyendo escondidamente a media noche. José tuvo sus dudas, pero no dudó de la Virgen, ni de su virginidad, ni de la concepción del Hijo de sus entrañas por obra del Espíritu Santo, y sus dudas, como fundadas en la humildad más profunda, fueron tan agradables a Dios, que no sólo no le quitó a la Virgen, sino que le confirmó la entrega de su Unigénito. María estaba encinta y era virgen, y esto lo sabía José. María divinamente alegre por la concepción por obra del Espíritu Santo, y lo sabía José. María toda llena del divino pudor con la fecundidad de la madre y el honor de virginidad, y José ¿qué hace? José no podía acusarla de crimen, porque era testigo de su inocencia; no podía decir que hubiere culpa en ella, pues él era el custodio de su pudor; no podía decir que hubiese menoscabo en su virginidad, pues él era el libertador de su pureza. ¿Qué hacer pues? Piensa separarse de ella, porque al mismo tiempo que no podía dudar de lo que sus ojos veían, tampoco podía pensar, ni por un momento, mal de una mujer cuya virtud era invencible a toda prueba, y no sólo no podía pensar mal de ella, sino que todo pensamiento malo era diametralmente opuesto a su santidad. Esta es la causa que motiva su resolución, es su humildad profunda que no le deja sufrir por esposo de María, la que no estando encinta por medio humano su preñez no podía tener otro origen que la operación del Espíritu Santo y, por consiguiente, el fruto de su vientre no podía ser otro sino el Mesías prometido. ¿Y cómo la humanidad de José había de aceptar el título de padre del Hombre-Dios? Este modo de obrar de José, lo llama el mismo santo Doctor, aun superior al modo de obrar de los justos. Por esto le agradaron tanto a Dios sus dudas y aun su resolución, que no sólo no le fue quitada la Virgen, sino que también le fue entregado el Cristo.

Lo que acabamos de presentar sobre el señor San José nos autoriza a concluir que en las sentencias que acabamos de recorrer de Pedro Crisólogo, Agustín y Jerónimo, del Crisóstomo, de Ambrosio y de Efrén de Edesa, de Cirilo de Jerusalén, de los Gregorios y Basilio, de Hilario, de Atanasio y Orígenes, así como de Irineo, de Justino e Ignacio Mártir, se encuentra lo mismo que en el Evangelio, lo más grande y excelente sobre la dignidad, perfección, dones, prerrogativas y santidad del santísimo Patriarca el señor san José, diciéndonos en ellas cuanto se puede decir en su honor y alabanza.

Capítulo 3. Qué han dicho los doctores y escritores eclesiásticos del divino José. 1. Los doctores y escritores eclesiásticos. Después de habernos hecho cargo de las glorias del señor San José en los primeros siglos de la Iglesia conforme las sentencias de los santos padres que hemos citado, nos parece muy conforme seguir el hilo de la tradición de la Iglesia en lo que sobre el mismo santo nos enseñaron los doctores y demás escritores eclesiásticos, los primeros son los Padres de la Iglesia que el Espíritu Santo nos ha dado para que con sus divinas luces nos defendieran del error, mientras que los segundos son hombres notables por su talento que han bebido su instrucción en las puras fuentes del saber eclesiástico, son teólogos muy insignes, son los comentadores de más nota de la sagrada Escritura, son los más elocuentes y exactos oradores del cristianismo, y todos han dicho maravillas del señor san José. Además de los doctores de la Iglesia podríamos citar también con muy buen efecto a todas las comunidades religiosas, pues, habiendo tenido por punto de partida extender las glorias de Jesús y de María, todas han celebrado más o menos las fiestas de José y, por tanto, han dado a conocer sus títulos, sus glorias y sus privilegios exhortando a los fieles a que le fuesen devotos. Mucho pudiéramos decir en su favor más preferimos ocuparnos de los principales doctores de la Iglesia y demás hombres ilustres por su saber, diciendo tan solo por vía de nota que los Carmelitas, tanto en Oriente como en Occidente, fueron, según parece, los primeros en tributar a José un culto público con una tendencia muy marcada en acercarlo a María cuanto es dable. He aquí en confirmación unas sentencias sacadas de la antífona de las primeras Vísperas del antiquísimo Oficio de los Padres Carmelitas. Según parece, hace más de siete siglos que se escribió ese Oficio, y entonces José era aclamado públicamente como el lugarteniente del eterno Padre, como el padre virgen en la tierra, como el que carecía de pecado de un modo semejante a María, como el que disfrutaba como ella todo el honor virginal y que José y María se servían mutuamente así como que ambos con el mismo afecto nutrían a Jesús. 2. Pedro de Ailly, obispo de Cambrai y Cardenal de la santa Iglesia romana. Hizo un Tratado del señor San José y entre las varias mercedes que de él examina tiene por objeto mostrar hasta que punto es semejante a María. Luego amplía los títulos que recibió del cielo, lo supone lleno de gracia, patentiza su completa correspondencia a ella y expone este bellísimo texto de Esther aplicándolo al señor san José: Así se honrará aquel a quien el rey quisiere honrar. Nosotros mismos podríamos sacar de él muy gloriosas consecuencias a honra y gloria del santísimo Patriarca y concluir que entre todos los santos, y aun entre los

mismos ángeles, merece muy singulares honores de parte de los fieles, pero preferimos citar una sentencia del mismo obispo que dice así: Nosotros creemos que José es digno de ser muy honrado de todos los hombres, y que debe ser venerado con grande veneración, y celebrado con grande celebridad y, en fin, obsequiado con una pomposa festividad, ya que él es aquel a quien el rey de los reyes quiso favorecer con todo género de honores.

3. Juan Gerson. El piadoso Gerson que tanto trabajó en el Concilio de Constanza y que en su célebre sermón en el que ponderó las glorias de San José agradó en gran manera a aquellos Padres, dice de San José tales cosas que casi supo reunir cuanto han dicho del santísimo José los Padres de la Iglesia. Sigámosle en sus principales sentencias, así como en algunas de las contenidas en su Josefina: Si María es aquella de quien nació Jesús, José es el esposo de la Madre y el que tiene a los dos bajo su autoridad "El varón dirige a la mujer"(Ef 5,23). María es la venturosa que estuvo adornada de tanta pureza que no sólo entre los hombres, mas ni siquiera entre los ángeles se le encuentra semejante, y José disfrutó tal prerrogativa cual convenía a la semejanza y conveniencia de tal esposo para tal esposa. Como la alabanza de María es la alabanza de Cristo, por esto la Iglesia, levantados los altares al Salvador, los erige inmediatamente a su Madre, así la alabanza de José redunda a honra y gloria de Jesús y de María, y debiéramos, por tanto, honrarlo como él y ellos se merecen. Que la alabanza de José redunde en gloria de Jesús y de María. De lo dicho saca el devoto josefino consecuencias muy gloriosas sobre las perfecciones del santo, diciendo que como en María así se encuentran en José las perfecciones de las demás creaturas y que aun las perfecciones angélicas se encuentran en él de un modo eminente. Mas ¿en qué se funda para asegurar que una gloria tan exquisita pertenece a José? Se funda en su santificación en el seno materno y la infiere también en la inmaculada concepción de María santísima y lo hace con las siguientes palabras: Puede creerse muy piadosamente de José su esposo que, después de la mancha original, fue santificado en el vientre de su madre. Lo infiere del raudal de gracias que lo purificó perfectísimamente hasta dejarle el fomes del pecado extinguido. Así puede entenderse de José su virginal esposo. Lo infiere de su virginidad purísima, virginidad destinada a ser el ejemplo práctico de los hombres, como la de María lo fue para las mujeres, y virginidad exigida por el divino cargo que le había sido dado de nutrir al Salvador. Lo infiere de los grandes resultados que la visita de María y de Jesús había obrado sobre las almas de Isabel, Juan y Zacarías, concluyendo, y con razón, los soberanos efectos que diariamente experimentaría José de vivir, comer y conversar con ellos por el espacio de 30 años: No se pueden decir las consolaciones e iluminaciones divinas que en dichos actos tuvo el justo José. Lo infiere de la sujeción de María a José, de la sujeción de Jesús y María a José: Porque si Jesús nació espiritualmente de María, así espiritualmente también nació de José; si nació de María según la carne, así de algún modo puede decirse que nació de José según la carne, no porque lo haya engendrado de su propia sustancia como María sino en cuanto por los sagrados desposorios eran ambos una misma carne, y, por tanto, la carne de María, era carne suya

puesto que el sagrado misterio se verificó por obra del Espíritu Santo, haciendo por su mística aspiración como las veces de José. Después de unos textos tan claros como expresos que tanto honran al señor san José, que tanto lo glorifican entre los santos y los ángeles, que le determinan padre de Jesús de un modo tan admirable y que tanto lo asemejan a la inmaculada y divina María, bien podemos preguntar: ¿En qué se funda el gran teólogo para sacar unas conclusiones semejantes que tanto distinguen al santísimo Patriarca? Se funda en un bellísimo y delicado pensamiento según el cual el Espíritu Santo, al verificar la encarnación del Verbo en las entrañas de María, no sólo lo hizo con el consentimiento claro y expreso de ésta, cuando dijo: Hágase en mí según tu palabra, sino que el Espíritu Santo tuvo también el consentimiento de José, y nada más racional, supuesto que la carne de María era carne de José. La encarnación de Jesús en el vientre de María fue por obra del Espíritu Santo, pero con pleno consentimiento de José. Ahora si que vemos a José teniendo un poder real sobre María, la reina y señora de los cielos y tierra, y sobre Jesús que es el creador y conservador de la misma tierra y de los mismos cielos. ¡Qué gloria en el cielo la de José! Sin duda que ocupa el primer lugar en aquella región de la tierra; sin duda que allí se encuentra premiado como el ministro de Jesús; sin duda que dispone de los soberanos tesoros que han sido comunicados a su esposa y sin duda que así lo hace por la autoridad de que se halla investido por sus gracias y privilegios. Así concluyó Gerson su elocuente discurso, pidiendo por los méritos de José y añadiendo: Que si era lícito hablar así, José mandaba en el cielo, porque tenía derecho para ello. 4. San Bernardino de Siena. Que era todo amor para Jesús y María, nos habló de José con los mismos transportes y con aquella exactitud y elevación que son propias de un iluminado del Señor. Atribuye a José grandes mercedes provenientes de su unión matrimonial, de vivir tantos años habitando con María y con Jesús, de administrar todos los negocios como cabeza de la Sagrada Familia y, después de haber demostrado que por divina inspiración se verificó el enlace de José, nos lo presenta como el escogido del Señor, como el queridísimo de Jesús y María, entrando en posesión del tesoro casi infinito de las virtudes de María, finalmente traza los últimos momentos de su vida exhalando su bellísima alma entre los brazos de Jesús y de María: Creo que María amaba sinceramente a José con todo el afecto de su corazón … Creo que la beatísima Virgen, con toda liberalidad, daría a José toda aquella parte del tesoro de su virginal corazón, que él era capaz de recibir… En la muerte de José estuvieron presentes Jesucristo y la santísima Virgen su esposa. 5. Bernardino de Bustos. Es el gran santo que, habiendo escrito 12 admirables sermones para dar a conocer angelicalmente las sagradas alabanzas de la santísima Virgen María, consagró el duodécimo a honra y gloria del señor san José, y entre las cosas admirables que nos dice de él, nos lo presenta en la tierra con una suma perfección y ahora con el poder sumo en la gloria. Así lo declara superior a toda creatura y sólo inferior a María. Partiendo del principio que Dios todo lo hace bien y que hace las cosas tanto mejores y más perfectas cuanto es más alto el fin que Dios se propuso, concluye que Dios hizo bien a José y que lo

hizo como lo debió hacer, que lo hizo la persona tan cumplida y perfecta que jamás ha sido hallada semejante, concluyendo de todo que sólo es inferior a María y que ahora en la gloria disfruta todo poder en favor de sus devotos. ¡Oh cristiano! continúa el mismo Bernardino de Bustos, ten confianza, sé devoto de un santo tan poderoso, acude a él con todo afecto, exponle tus necesidades, tenle tanta confianza más cuanto es mayor su poder, recuérdale sus divino amores con Jesús y María, los soberanos oficios que les dispensó y espera confiado que recibirás lo que le pidieres. 6. Isidoro de Isolano. Es el autor de una obra llamada Suma de los dones del señor san José, obra verdaderamente admirable que debieran conocer bien y meditar mejor todos los que algo quieren escribir del señor san José. Hace ya trescientos cincuenta y dos años que la escribió, y cuanto uno más la lee y la medita, tanto se cerciora que ella es una obra perfecta, de un mérito consumado y tanto más segura su doctrina cuanto que Isolano la ofreció al Pontífice Adriano IV y mereció su aprobación. Dicha obra contiene cuatro partes, y en ellas nos describe a José no sólo con grande celo, sino lo que es más con mucha perfección y con un caudal de noticias muy exquisitas sobre dicho santo. Unas veces llama al purísimo y virginal esposo de María: Divino José, y tales cosas nos dice de él en todo el conjunto de la obra, tales argumentos presenta, tales comparaciones hace, tales autoridades aduce, que cualquiera concluye lo mismo que él, que José es el santo de los santos y que es digno de que sea llamado divino José en cuanto es el cuadro más perfecto que se ha sacado de la santísima Virgen María. 7. Juan Eckio. Doctor de grande ingenio, de vasta erudición y de elocuencia rarísima escribió dos grandes alabanzas del señor san José, dedicándolas al Papa Clemente VII, y aunque podríamos notarle muy preciosos pensamientos nos contentaremos con decir que señala al señor San José elegido por Dios desde la eternidad (ab aeterno) después de la santísima Virgen María para la grande obra de la encarnación, que su dignidad excede extraordinariamente a la del Bautista, en cuanto los oficios del primero sobre la humanidad de nuestro Señor superan al segundo, que fue santificado en el vientre de su madre, enriquecido con los dones convenientes a su oficio, adornado con todas las virtudes y que su patrocinio es tan poderoso ante María y aun ante Jesús que jamás han dejado de concederle una gracia que haya pedido. 8. Juan de Cartagena. Que por su piedad tan fervorosa y su ciencia tan rara fue queridísimo de Paulo V, escribió tan admirablemente del señor San José que merece ser colocado entre los devotos josefinos de más nota, y haciendo un muy ligero abstracto de sus Homilías que acaban de publicarse en Roma, formando un cuaderno muy importante con los escritos sobre el virginal esposo de María que dio a luz san Bernardino de Siena. Cartagena define la dignidad de José diciendo que es superior a la de todos los santos, exceptuando la de la santísima Virgen María, de la cual, después de haber encomiado como conviene sus incomparables prerrogativas, aplica el argumento a San José y concluye: El

señor San José excedió muchísimo a todos los demás santos, tanto en gracia como en gloria. José, continúa, fue escogido para compañero de María; María, su consorte, es santísima; Jesús, su Hijo, es el Hijo de Dios; José vive treinta años con tan sagrada compañía y no pudo menos que estar lleno de todos los dones celestiales y tener en su más alto grado el mérito de todas las virtudes: ¿No pudo estar el señor San José mucho más colmado de dones celestiales y de méritos de virtudes que el resto de los demás santos? Fue la santidad de José igual a su dignidad, y puede concluirse muy bien del amor ardentísimo que María le profesaba, amor fundado en la caridad más acendrada, amor que se animaba sin cesar por los continuos beneficios que recibía ya directamente de él, ya en la persona de su Unigénito, ya por ver en él el gran ministro de la encarnación que, como representante del eterno Padre, la conducía por todas partes. En suma, ha de concluirse que era ardentísimo el amor de María hacia José. De los beneficios que María sin cesar repartía en todas las operaciones de José, motivada por el amor singularísimo que le profesaba, puede también concluirse además que José superó en santidad, en perfección y en la práctica de las más heroicas virtudes a todos los santos, y esto lo da no sólo como una conclusión, sino como una verdad revestida de tales condiciones que no puede ser lo contrario. No pudo el señor San José no haber obtenido una eximia santidad sobre todos los santos, cuando tuvo de por medio la intercesión de la santísima Virgen. El mismo argumento de la perfectísima santidad de José superior a todos los santos la concluye también de la familiaridad de María con José, porque si la mujer fiel puede salvar al hombre infiel, ¿qué hará la mujer fidelísima para con el hombre más fiel y más bien dispuesto? La santidad de José superior a la de todos los santos la concluye igualmente de su vida de acción y contemplación, porque ocupado siempre en servir a Jesús y a María en todas las cosas y por el espacio de treinta años, no pudo menos que obrar con la mayor perfección, exceptuando tan solo la perfección de María. Y como esas obras externas lo conducían al mismo tiempo a la más alta y sublime contemplación, por esto hemos de concluir que toda su vida, tanto en la acción, como en la contemplación, superó a todos los santos. El ministerio apostólico, que tiene por oficio dar a conocer a Jesús, y darlo a la Iglesia extendiendo su conocimiento por todo el mundo, es llamado, y con razón, por san Pablo el primer magisterio, mas él es tan propio de José que le conviene de un modo singularísimo, lo cual nos facilita afirmar que el ministerio de José supera al de los apóstoles por su vocación, por sus obras y por su gracia. El apóstol es llamado para formar la compañía de Jesús, mas José es llamado para formar parte de la misma Sagrada Familia; el apóstol da a conocer el cuerpo místico de Jesús, José da a conocer el cuerpo natural del mismo Jesucristo; cada apóstol puede ocupar el lugar de otro apóstol, mas el lugar de José le es tan propio que no puede ser ocupado por ninguno de ellos ni por el mérito de todos los justos; el ministerio apostólico reside en el orden de la gracia, pero el de José es el de la unión hipostática, como si dijéramos, está en el orden de Dios; de modo que el lugar primero es Jesucristo en su humanidad sacratísima, el segundo es María como Madre de Dios y el tercero es José; y este tercero supera a todos los demás como la claridad del sol a la de la luz artificial. No es pues de extrañar que Cartagena haya exclamado: Así como José excedió en santidad a todos los individuos de la Iglesia militante, así excede en gloria a todos los de la triunfante. Concluyamos que la gracia que recibió de Dios el señor San José es sobre toda otra gracia, que su correspondencia a ella fue la más perfecta, que su virtud fue en el más excelso grado y, por tanto, que su gloria es también la mayor. Concluyamos que el

divino Jesús para premiar las virtudes de José, así como en la gloria ocupa María su derecha, así José ha sido colocado a su izquierda, gloria que patentizó el Salvador cuando respondiendo a la madre de los hijos del Zebedeo diciendo: No es cosa que pertenezca a mí señalaros que os sentéis a mi diestra o siniestra, porque los lugares han de ser dados a aquellos a quienes mi padre se los ha preparado. Este pensamiento lo confirma el Cartagena con una sentencia toda digna de su piedad y de su gran saber y que para instrucción de todos la referimos también. Ya la diestra y siniestra de Jesucristo había sido destinadas desde la eternidad por un inmutable decreto de Dios a María y a José. ¡Oh! cuántas conclusiones no podríamos sacar de la anterior sentencia. Nada más justo que el que procuremos meditarla bien, porque ella nos enseñará grandes verdades sobre el señor San José y no será la mayor el ver al santísimo Patriarca superior a los ángeles mismos. En efecto, el mismo Cartagena, en la homilía 8, intenta presentárnoslo no sólo superior a todos los santos, sino lo que es más aun superior a los ángeles mismos, y aduce para ello tan buenas razones que podemos decir que logra victoriosamente el objeto que se propone. Para esto refiere los oficios de cada uno de los órdenes angélicos, los compara con los de José, los analiza en sus diversas circunstancias, hace resaltar las propiedades de uno y otros y concluye su hermoso trabajo asegurando que el corazón de José fue más abrasado en las llamas del amor divino que los más excelsos serafines. De todo lo dicho concluye Cartagena, y con mucha razón, el gran poder de intercesión de que goza José, que es digno de nuestras promesas y de que se las cumplamos con toda exactitud, que debemos acudir a él en esos días de tanta tribulación, que él mismo lo quiere por el amor que nos profesa, que la Virgen lo desea por nuestra felicidad, y que Jesús nos lo manda, pues quiere que lo veneremos como él lo honró. ¡Oh! si de hecho acudiéramos a José. ¡Oh! si supiéramos penetrar en su sagrado corazón. José lo quiere por las gracias que desea darnos, las que nos servirán en gran manera para soportar debidamente los trabajos que nos cercan por todas partes. Trabajemos, pues, con empeño ya que el Espíritu mueve los corazones para este mismo fin, recibamos las gracias de la divina inspiración con afecto humilde, demos a José el culto, el honor y la reverencia que se merece, procuremos manifestarle con afectos de un corazón fervoroso cuánto lo amamos, démoslo a conocer con oración fervorosa, con palabras significativas, con obras que correspondan a lo que decimos y pensamos, alistándonos a las cofradías erigidas en su honor, haciendo novenas antes o después de los días de sus fiestas, repartiendo imágenes que lo presenten en sus principales oficios, distribuyendo sus medallas para facilitar la extensión de su devoción, erigiendo altares a su honor y gloria, consagrándole iglesias en las que sea de un modo especial muy honrado, fundando comunidades religiosas que portando su nombre lo glorifiquen y haciéndolo con tanta mayor fe cuanto la cosa sea más difícil de conseguir. De este modo veremos cumplido cuán grande es su poder sobre la tierra cuando lo emplea en favor de sus devotos. Verdaderamente, dice Cartagena, todo lo que pidieres a Jesús por medio de José, os lo concederá.

9. San Francisco de Sales. Con la dulzura con que supo condimentar todos sus escritos y con la gracia especialísima que recibió del cielo a este fin, nos habló de José de un modo admirable. Dijo pocas cosas, es verdad, pero sus sentencias son tan claras y exactas, tan honoríficas y grandiosas, que

cada una de ellas forma un perfecto y acabado panegírico del virginal esposo de María. Helas aquí: Jamás he visto una criatura tan digna de ser amada de Dios y que de hecho lo haya sido como el señor san José. Él fue más que los patriarcas, más que los confesores y más que los mártires... ha poseído la virginidad con todo su brillo, la humildad con toda la constancia y una santidad superior a la de todos los santos... como María copiaba de Jesús toda virtud, así José copiaba toda la virtud de María... José fue el hombre más perfecto, ya que tuvo de corresponder a la gracia que recibiera para dirigir al mismo Hijo de Dios... María, Jesús y José; Jesús, María y José; José, María y Jesús forman la maravillosa Trinidad de la tierra digna de todo honor.

10. Suárez. Cuyos profundos conocimientos sobre la sagrada teología le dan el título glorioso de príncipe de ella y de Doctor Eximio, y con una piedad tan acendrada que le hacía decir muchas veces que daría todos sus conocimientos por el mérito de una Ave María. Suárez, según asegura Benedicto XIV, fue el primero que, partiendo de la Escritura y fundado en las sentencias y espíritu de los santos Padres, entresacó a José de entre los santos y lo colocó en el lugar que le convenía, que no es otro que en lado sacratísimo de María. Según él, José no pertenece al orden de la gracia, sino al orden de Dios, formando una misma cosa con él, como parte de la Sagrada Familia, José, María y Jesús, y con la particularidad que José era el jefe de ella como esposo verdadero de María. Partiendo de la Escritura y de los santos padres establece la paternidad, la entiende según el Evangelio, demuestra que no sólo es una paternidad nominal sino una paternidad virginal real, y concluye con esta notable sentencia: He aquí que el señor San José tuvo no sólo el nombre de padre, sino que realmente lo fue en el más alto grado en que se puede serlo sin la intervención carnal. No es mucho, pues, que le supusiera una gracia superior y una gloria superior en el cielo a la de los demás santos, y que este juicio en favor del señor San José es un juicio piadoso y verosímil. Por esto aseguró que era una opinión piadosa y verosímil juzgar al señor San José como superior a todos los demás santos en gracia y en gloria. 11. Cornelio a Lapide. Celebérrimo comentador de la Escritura, que puede ser considerado como uno de los principales en este ramo del saber eclesiástico, dice grandes cosas de José, pero vamos a limitarnos a expresar un solo pensamiento en fuerza del cual coloca al señor San José siendo el mayor de los santos y aun superior a los ángeles como que no pertenece a ninguna jerarquía, sino que superándolas a todas es debidamente alabado de Dios y de su Madre. Para esto establece la gran familia de José, la presenta como la dignísima, celestial y divina. El padre de esa familia o el rector o gobernador de ella, es José, María, Madre de Dios, y Jesús, Hijo de Dios y de María. La más digna de esas tres personas es Jesús como Dios verdadero de Dios verdadero, la segunda es la Virgen, esposa de José y Madre verdadera de Dios, y la tercera es José, esposo de María y padre matrimonial de Jesús. Este raciocinio lo sella con la siguiente sentencia: A Cristo se debe culto de latría, a la Santísima Virgen María de hiperdulía y a José de dulía suma.

12. Matías Naveo. Escribió tan bien del señor San José que consagró su ciencia teológica a honra y gloria suya y después de habernos referido los sagrados entretenimientos de José con María y Jesús, haber apreciado su dignidad de virginal esposo y padre de Cristo, así como las heroicas virtudes que lo adornaron con la mayor perfección, concluye que José es superior a los mismos ángeles y a los santos en gracia, virtud y ciencia, y dice: ¿A cuál de los ángeles si no dijo el Hijo de Dios alguna vez: tú eres mi custodio y mi padre? José fue dichosísimo porque por sus eminentes virtudes y méritos mereció ser condecorado con tan excelsos y elevados títulos. Y se debe creer que disfrutó de una dicha mucho más elevada que la de todos los santos. Las virtudes de María son, según él, las mismas que resplandecieron en el señor san José. Cuando trata del amor con que José amaba a Jesús lo hace con una gracia admirable, y al mismo tiempo confiere a José una perfección tal que lo asemeja a María en cuanto es dable. He aquí su admirable sentencia que no revela al mismo tiempo el mas pequeño ápice de exageración: María y José eran como dos altísimos querubines que ardían en el más inflamado amor de Dios, estaban encendidos como serafines, era suficiente ver a esta Sagrada Familia para convencerse que era divina. Después del divino amor que ardía en José y María nos retrata su dolor y lo hace con una maestría tal que vamos a citar de él las tres sentencias principales que contienen en cierto modo las demás: María estaba dolorosa de los tormentos de Jesús, porque era la madre, y José porque era el padre; pero, sin embargo, el dolor de María era el dolor de José, porque ambos se dolían juntamente y ambos por el amor que profesaban al Niño Jesús, y, además, cada uno se dolía conforme a su capacidad, es decir, con un dolor inmenso, infinito. Después de tanto amor y dolor que José que sufrió por Jesús, saca por consecuencia el amor que Jesús le profesaba y que de él nacerían los dolores que de un modo especialísimo sufriría en el Calvario. Según este autor, José fue amado de Jesús sobre todos, porque siéndolo como creatura, como Patriarca, como profeta, como confesor, como mártir, como virgen y aun como apóstol, lo fue "como a su nutricio, a su tutor y a su padre, concluyendo admirablemente que no se encuentra quién sea semejante a él ni en la gracia de los santos, ni en la gloria de los bienaventurados". En una palabra, el quinto de sus discursos sobre el señor San José expone con toda precisión y lucidez el Dios te salve, José, lleno de gracia, de gozo y de gloria; el Señor como Hijo es contigo, bendito eres entre todos los esposos y ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Saca por consecuencia hasta qué punto es querido de Dios, que lo tiene consigo, que como bendito entre todos tiene en sus manos los tesoros de la gracia y que rogando por nosotros está pronto en concedernos cuanto le pidamos y concluye: Id a José y haced todo lo que él os diga. 13. Justino Miechow. Autor de uno de los mejores tratados que se conocen sobre la exposición de la Letanía lauretana, emplea en su libro algunas páginas sobre el señor San José y nos afirma, después de claras y exactas demostraciones, que no sólo hemos de honrarlo como habitante del cielo, amigo de Dios, heredero del reino celestial, poseedor de la gloria y nuestro intercesor y patrono, sino que hemos de hacerlo por las razones peculiares que lo asisten, que, sin

convenir ni siquiera a todos los santos y ángeles juntos, son propias, sin embargo, del santísimo Patriarca, porque él y sólo él es el padre putativo, el custodio prudentísimo, el tutor fidelísimo y el sustentador de Jesús, el proveedor de los alimentos de Jesús y María, como igualmente el que presidía en la mesa, el compañero de sus trabajos y el maestro de su sagrado palacio, el familiar de Cristo, su más ardiente y vigoroso defensor, el carísimo esposo de la santísima Virgen María. El celador vigilantísimo de su honor y de su santísima virginidad y, en fin, el salvador y redentor de nuestro Redentor y Salvador, Cristo Señor nuestro. A vista de estos títulos bien podemos concluir que es muy cierto que debemos a José un culto especial, que se lo debemos superior al que tributamos a los santos y a los mismo ángeles, ya que son superiores los títulos de que goza, ya que María y Jesús reciben la gloria que tributamos a José, ya que si honramos a los santos por su santidad, vemos en José una dignidad y santidad tan única como se desprende de aquel que ha sido hallado digno de ser esposo de María y padre de Jesús, y ya que está dotado de una intercesión la más poderosa y eficaz para obrar bondadoso en favor de sus devotos. Por lo mismo asegura que la escala para alcanzarlo todo es pedir a José, porque de José pasa a María, de María a Jesús y de Jesús al eterno Padre que lo concede.

14. José Verthamont. Compuso una serie de discursos sobre el señor San José y con una lucidez tal que lo distingue, de una manera maestra la dignidad y santidad suya, concluyendo la veneración y el honor que le hemos de tributar. Dios mismo, la Virgen y Jesucristo quieren que honremos y glorifiquemos a José de un modo especial, lo quieren porque José fue el personaje más particular de la Iglesia de Dios, por la justicia peculiar con la que revistió todas sus obras, por las súplicas de la Virgen a este fin, por las disposiciones del mismo José en salvar al Hijo y a la Madre, por la posesión de su castidad que fue para los dos lo más glorioso en la encarnación, saliendo uno y otro ante el mundo con el honor que debieran, y concluye llamando a José: El primogénito entre sus hermanos, es decir, entre los de la raza de David. El coadjutor del gran consejo que se verificó en la tierra. Y por último dice que fue llamado con vocación especial y por el mismo Salvador del mundo, para desempeñar tan altas y sublimes funciones. Así están los ojos de María y de Jesús sobre José para concederle cuanto les pida en favor de sus devotos.

15. Jacques Benigne Bossuet. Que consagró dos de sus inmortales sermones en describir las glorias de José y en mostrarlo ante los fieles muy digno de toda alabanza, desenvuelve con el tacto y facundia que le son propias no sólo las gracias y virtudes, sino su ministerio, y ministerio perfectamente cumplido en favor de Jesús y de María, así como indirectamente y por su caridad en favor de todos los hombres. José, según él, es el gran depositario de los secretos de Dios, puesto que le fue confiado el misterio de la encarnación, la virginidad de María y su primogénito. José de su parte correspondió con la mayor perfección, con una virginidad la más intemerada, una humildad la más profunda, una firmeza que jamás se desmintió y una vida de setenta años cual convenía al padre de Jesús.

16. Natal Alejandro. Cuyos estudios sobre la historia eclesiástica, hermenéutica y teología, así como su celo para formar un clero digno de los oficios que tiene entre manos, son bien notorios, nos habló de José con una maestría que lo honra aun entre los sabios. Afirma que la gracia, después de haberlo hecho todo con María, lo hizo todo en san José, de modo que por la gracia José es el todo, el esposo de María, el padre de Jesús, el Hijo especialísimo de Dios, la cabeza de la misma Cabeza de la Iglesia, el poseedor de todas las virtudes, pero en un grado tan heroico y perfecto que ni siquiera entre los santos se le ha encontrado semejante: José fue por la gracia padre del Hijo de Dios, esposo de la Virgen María Madre de Dios. Es cabeza del Sumo pontífice. Además de la prudencia y las demás virtudes por cuya práctica brilló como una estrella lucidísima, recibió una gracia singularísima de Dios por la que se distingue de todos los demás santos y por cuya fuerza ninguno de ellos se le puede asimilar. Así nos presenta a José siendo un santo sobre todos los santos.

17. Augusto Nicolás. Piadoso y moderno escritor que ocupa un lugar privilegiado no sólo por sus escritos filosóficos sino lo que es más por los que ha dado a luz sobre la Virgen o el plan divino, consagra algunas páginas sobre José su divino esposo, y nos parece que podemos escoger sus principales ideas diciendo: Los fieles debemos honrar a José con el culto de dulía en grado sumo, porque custodió en su seno toda la economía de la encarnación, por su silencio es el personaje más prominente de tan divino cuadro, por su divino llamamiento es el padre de Jesús y el esposo de María, por su solicitud es el nutricio y el ayo de Jesús, por su virginidad es el defensor de María y por su corazón, siendo Jesús la mística ara, él es con María el par de serafines que atentos al Verbo encarnado lo miran de hito en hito. Resume finalmente todas sus ideas llamándole el divino José en la siguiente sentencia: Como Dios Padre desde toda la eternidad engendra a su Unigénito, así el divino José fue escogido para ser en el tiempo el padre de Jesús. 18. Santa Teresa de Jesús. Al presentar a santa Teresa de Jesús como uno de los autores que han encomiado al señor San José bien pudiéramos llamar a la Doctora del Carmelo: Teresa de José, ya porque muchas veces diciendo José quería decir Jesús, ya principalmente por haber trabajado extraordinariamente y de todos modos para extender por toda España, por las Américas y aun por todo el mundo tan saludable devoción. He aquí como la santa se expresa: Tomé por abogado y señor al glorioso San José y encomiéndeme mucho a él. Vi claro que así de la necesidad que entonces sufría como de otras muchas de honra y pérdida de alma, este padre y señor mío me sacó con más bien que el que yo sabía pedir. No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa alguna que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bendito santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como del alma. A otros santos parece que les dio el Señor gracia de socorrer en una necesidad, pero tratándose de este glorioso santo tengo experiencia que socorre en toda, con lo que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo le hace cuanto le pide. Esto mismo han visto otras muchas personas a quienes yo decía que se encomendasen a él; y ahora son muchas

más las que le son devotas por haberlo experimentado... Hacía yo su fiesta con toda solemnidad... y por la experiencia que tengo de los bienes que alcanza a cuantos le son devotos deseaba que todas las personas lo fuesen... No he conocido persona que de veras le sea devota y le haga particulares servicios, que no la vea adelantada en la virtud, porque a él se encomienda. Hace mucho tiempo que cada año en su fiesta le pido una gracia y siempre la veo cumplida, y aun si va algo torcida mi petición, él la endereza para bien mío. Si fuera persona que tuviera autoridad de escribir, de buena gana me alargara en decir muy por menudo las mercedes que me ha hecho a mí y a otras personas. Pido por amor de Dios que quien no me creyera que lo pruebe y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso santo. En especial personas de oración siempre le debieran ser muy aficionadas. No sé cómo se puede pensar en la reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, y que no le dan gracias al señor San José por lo mucho que les ayudó. Quien no hallare maestro que le enseñe a hacer oración, tome a este glorioso santo por maestro y no errará el camino. A esta doctrina de la santa, vamos a añadir, por decirlo así, su práctica. He aquí cómo se expresa: Estando en una necesidad muy grave por falta de recursos, pues no tenía con qué pagar a unos oficiales, se me apareció el señor san José, mi verdadero padre y señor, y me dio a entender que no me faltaría, y a pesar de no tener entonces blanca, todo me lo proveyó el señor san José. En cierta ocasión que la santa se dirigía a Toledo, dice que el señor San José la asistía: Me consolé mucho con ver a mi lado al glorioso San José que me consoló y me dio ánimo para ir a cumplir la obediencia. En una ocasión, hablando de cierta visión que tuvo, se expresó así: Vi a nuestra Señora hacia el lado derecho y a mi padre el señor San José al izquierdo que me vestían una ropa blanquísima, con la que me dieron a entender que estaba limpia de mis pecados. 19. El Ilustrísimo Señor Fray Manuel María de Sanlúcar de Barrameda, obispo auxiliar del arzobispado de Santiago de Galicia. Es el autor de una Nueva josefina y verdaderamente no sabemos qué admirar más si su erudición o el acierto con que sabe aplicar al santo los pasajes de la sagrada Escritura. Puede decirse de esta obra, como acertadamente lo dice su autor, que ella es un admirable conjunto de las gracias del señor San José puestas en muy eruditos tratados y un septenario copiosísimo, todo con el fin de facilitar la predicación del santo así como fomentar su devoción. No queremos hacer un extracto de su obra, porque difícilmente sabríamos escoger lo mejor, pero sí narraremos un trozo de lo que escribe en la página 303 del tomo I: Mírense las excelencias y virtudes de tan santo Patriarca y óigase con seria y madura reflexión lo que de él dice el Evangelio y tendremos motivos poderosos para creer sin violencia alguna tuvo en la universal Iglesia, antes que esta le estableciese el culto que hoy tiene, tantos templos de adoración, cuantos hubo buenos cristianos, tantos altares, cuantos piadosos corazones, tantas hostias, cuantas almas santas, y tantos inciensos y alabanzas, cuantos afectos devotos mantuvo y miró el orbe. ¿Quién, al mirar la preeminencia y categoría con que la Iglesia lo presenta al mundo, omitiría su culto privado ni siquiera por un instante? ¿Y quién, al oír los honores y excelencias inefables que el Evangelio de él refiere, podrá por algún tiempo negarle la devoción cordial, no valerse de su intercesión poderosa, o dejar de anunciar sus incalculables grandezas?

20. El Colegio Apostólico de Guadalupe de Zacatecas. Compuso un Año josefino que es un almacén donde el devoto josefino encontrará toda especie de doctrina para cultivar su fe. En 1764 daban a luz una Novena en obsequio del castísimo corazón del señor san José, y tanto por ésta como por aquél se descubren los extraordinarios aumentos que hacía en aquellos tiempos la devoción josefina. En 1805, después de haberse publicado una magnífica obra titulada: Las glorias del señor san José, escrita por un Padre de la Compañía de Jesús, el señor Cura del Sagrario, don Juan Francisco Domínguez imprimía: Las bienaventuranzas del santísimo Patriarca, las que respiran una devoción tiernísima hacia el señor san José, fundada no en relaciones apócrifas, sino en sus altísimas prerrogativas de las que deduce su autor la moral más sana. 21. El celebérrimo P. Pedro de Torres, de la Compañía de Jesús. Escribió una obra sobre el señor San José titulada: Excelencias del señor san José, varón divino, Patriarca grande, esposo purísimo de la Madre de Dios y altísimo padre adoptivo del Hijo de Dios. Su obra es un tomo en folio de más de mil doscientas páginas y dice a honra y gloria del santísimo Patriarca cuanto al parecer puede escribirse de grande, noble, excelente y divino. Según él, el señor San José es el gran señor de todos, el grande a todas luces, el divino en su eminente dignidad, las delicias de Dios y de su Madre, el amado de todos, el príncipe de todos los santos, el milagro de la gracia y el honor y lustre de toda la naturaleza. Jesús llamó a José las niñas de sus ojos y él es el que lo hería de amor en cada una de sus miradas. José hirió el corazón de Dios y el de su Madre. Los siete grandes misterios del señor San José se fundan en los de Jesucristo que constan en los siete sellos del Apocalipsis. Gabriel de Villa, censurando el libro de las Excelencias del señor san José, tiene este precioso pensamiento: Si la singular excelencia del evangelista se conoce por el título de Hijo de María que el Señor le dio en la cruz, ¿cómo sobresaldrá la grandeza del señor San José con el título de padre de Jesús que hace tantas ventajas al título de Hijo de María? Fray Bartolomé Bejarano, en la censura sobre el mismo libro, tiene un delicado pensamiento que nos parece que en cierto modo contiene a los demás y es como el meollo de la obra del Padre Pedro de Torres: Toda la vida de José se empleó en la guarda y defensa de dos vidas y dos honras, la de Jesús y la de María. La vida de Jesús y su honra la defendió José no sólo en Nazaret y en la Judea, sino entre los bárbaros e idólatras. Y así, por su medio, entró la luz de la gracia en las espesas tinieblas de la idolatría. Así lo entendieron Orígenes, Eusebio de Cesárea, Cirilo de Jerusalén, Anselmo, Pascasio, Alberto Magno, Tomás, Buenaventura y otros muchos. Basta lo dicho para que se conozca un poco lo que han sentido los doctores y escritores eclesiásticos, y para que concluyamos de una vez que, como después de Jesús es todo María, así después de María lo es todo José.

Capítulo 4. Hemos de hablar de San José como la Iglesia y honrarlo como ella lo honra. 1. Hablamos de la Iglesia romana. En los tres capítulos anteriores de esta pequeña obrita hemos manifestado lo que dicen del señor San José los doctores de la Iglesia, los santos padres y, lo que es más, la misma sagrada Escritura, y hemos podido concluir que es tanto lo que dicen, que con toda exactitud podemos afirmar que José es el santo de los santos bajo todos los puntos de vista en los que pueda considerarse, que es el primero declarado santo aun en vida por el mismo Espíritu de verdad, que recibió de Dios el mayor número de gracias, que correspondió a ellas con toda la perfección posible, que llegó al grado de santidad más heroico mediante la práctica continua de toda virtud, que sus actos, como provenientes del amor más inflamado, eran todos los días más perfectos, en una palabra, que obró siempre como convenía al dignísimo esposo de María y al padre de Jesús. Pues este conjunto de verdades son también las verdades de la Iglesia romana, y verdades que profesa en los oficios del Breviario que rezamos en las festividades del santo. Hermoso objeto de esta obrita: acostumbrar a los fieles a hablar de José y a venerarlo y ensalzarlo como ella lo venera, lo honra y lo ensalza. 2. Silencio aparente de la Iglesia romana sobre el señor san José. No podemos convenir en lo que dicen algunos culpando en ciento modo a la Iglesia romana por haber tenido inconsideradamente a José en un rincón. La Iglesia romana no sólo jamás ha hecho esto, sino que siempre ha considerado a José como él es y como debe ser considerado, y si bien es verdad que la Iglesia no le ha declarado los cultos que habría podido, pero también es cierto que, como María ha sido colocada siempre al lado de Jesús, así José siempre ha sido colocado al lado de María, porque José siempre ha sido tenido como esposo de María y padre de Jesús. Convenimos que la Iglesia romana ha callado sobre el señor san José, pero ha callado con un silencio aparente. Ha callado por verse obligada ante todo a establecer la divinidad de su divino Fundador y la virginidad de su santísima Madre, ha callado para poder dar con más seguridad la muerte a los monstruos de la herejías que han querido devorarla y ha callado principalmente como admirada de las gracias, dones, prerrogativas y excelencias que determinan al señor San José sobre todos los santos, haciéndolo el único entre los hombres, como lo es María entre todas las mujeres. Y al modo que la santa Iglesia ha pasado 19 siglos para decirnos dogmáticamente que María era inmaculada, a pesar de ser esta la creencia desde el tiempo de los apóstoles, así, con este mismo aparente silencio, se ha portado la Iglesia sobre el señor san José, no obstante de haberlo considerado siempre como esposo de María y como padre de Jesús. La Iglesia ha callado, pero lo que pudiera llamarse lamentable silencio, es lo que forma la más bella alabanza de José. El mundo ha ignorado lo que es José, los mismos sabios no supieron trabajar convenientemente tan rica mina, y la Iglesia aparentemente como que callaba, pero esto ha sido por ser José el místico sol, o padre de la Luz divina, Cristo Jesús. José es el sol y como tal es el esposo divino de la mística luna que es María, siendo los demás santos como invisibles estrellas cuya luz de santidad apenas la divisamos en su comparación, tan

grande es José. Sépase, pues, que su misma no alabanza de parte de la Iglesia contiene el conjunto de todos los aplausos. ¿Quién podrá medir con el discurso tanta grandeza? Divino debiera ser el ingenio que lograra encomiarlo como se merece. Qué mucho, pues, que parezca no alabarlo. La Iglesia siempre ha confesado que el señor San José es el padre de Jesús, el verdadero y digno esposo de María, siempre virginal en su matrimonio con María, siempre virgen; que resultó de esas dos virginidades, como por fruto, el Verbo encarnado, el esposo de los vírgenes. De aquí es que siempre la Iglesia ha reconocido a José por padre de Jesús, dignidad soberana que, elevándole al título de divino, encierra todas las alabanzas, distinciones y privilegios de que es capaz una criatura, como lo confiesa la Iglesia, aunque algunos de sus hijos lo hayan ignorado. ¡Oh divino José! yo te venero como la Iglesia de Cristo y encierro en esta sentencia todas tus alabanzas, distinciones y privilegios, como lo hizo la Iglesia, por más que, por otra parte, algunos de sus hijos lo hayan ignorado. Cesen, pues, las dudas sobre el señor san José. Sigamos el espíritu de la Iglesia, confesando como ella que quien mereció ser esposo de María y padre de Jesús mereció igualmente ser tan grande en todo, que únicamente es inferior a María su esposa. 3. Dignidad de José según la Iglesia. La dignidad del señor San José es, según la Iglesia canta en su Oficio, una dignidad sobre toda otra dignidad. Supongamos la dignidad de un profeta que se compusiera de la de todos los profetas, la de un patriarca de la de todos los patriarcas, la de un virgen de la de todos los vírgenes, la de un confesor de la de todos los confesores, la de un mártir de la de todos los mártires, la de un apóstol de la de todos los apóstoles y aun la de un ángel que se compusiera de la dignidad de todos los ángeles y arcángeles, de los tronos, dominaciones y potestades, de las virtudes, principados, serafines y querubines y supongamos una dignidad de todas esas dignidades, ¿qué será al lado de la dignidad de José? Será casi nada, porque esas dignidades residen en sujetos que, sin exceptuar los más encumbrados querubines, tiemblan ante Dios y cubren con sus alas su semblante por el respeto que les inspira. José en su dignidad no es así, sino que, superándolos a todos como el sol en resplandor a los demás astros, en fuerza de su dignidad, se ve en cierto modo superior a Dios. Sí, Dios, el rey de los reyes, el dominador del mundo, el que hace temblar a los infiernos con sola su mirada y tiene a los cielos por tarima de sus pies, está sujeto a José, según el gráfico lenguaje de la Iglesia en el Oficio del señor san José: Dios, el Rey de reyes, el Señor del universo, el que hace temblar a los infiernos con solo su mirada y el que tiene a los cielos por estrado de sus pies, está sujeto a José. ¿Qué más pudiera decir la Iglesia para hacer profesión exacta y perfecta de la dignidad del señor san José? Dudamos que con otras palabras pudiera hacerlo mejor. Ahora comprendemos por qué el acérrimo defensor de la Iglesia, Eckio, llamaba a José: Defensor de la vida y de la salud de Cristo; por qué santa Brígida, hija muy privilegiada de María, lo apellidaba: Defensor potentísimo de la virginidad de María; y por qué el devoto josefino Gerson supo denominarlo: Defensor fortísimo de los que buscan a Jesús. Como si dijeran: no sólo fue la dignidad de José sobre otra dignidad, por tener superioridad sobre Jesús y María, sino que su dignidad fue además todopoderosa.

4. Gracias del señor san José. La dignidad de José fue acompañada de toda la gracia conveniente, porque si Dios ha hecho bien todas las cosas, y todas las obras que han salido de sus manos han sido en gran manera buenas, claro está que José, que después de María es la obra más perfecta de la creación, fue bien provisto de todos los dones que requería en su vocación. José, por tanto, escogido desde toda la eternidad para esposo de María y padre de Jesús, debió recibir toda la gracia conveniente a su elección. Partiendo de este mismo principio san Bernardino de Siena nos asegura que: Esta ley tuvo efecto de un modo muy especial en favor del señor san José, padre putativo de nuestro Señor Jesucristo y verdadero esposo de la reina del mundo y señora de los ángeles, que fue elegido por el Padre eterno para estos tan sublimes oficios. La santa Iglesia no sólo admite la superioridad de la divina gracia en José sobre todos los santos, sino que haciendo igualmente suyos los pensamientos de san Bernardino de Siena admite también que correspondió fidelísimamente a dichas gracias hasta el punto de ser él de quien dijo el Señor: Entra en el gozo de tu Señor, porque cumpliste fidelísimamente tu oficio. Por consiguiente, vemos en José todas las virtudes que debía tener el dignísimo esposo de María y el padre de Jesús, vemos esas virtudes adquiridas en el grado más heroico, vemos una santidad que sobrepuja a toda otra santidad, vemos un progresar continuo en la virtud y vemos aun el mayor grado de perfección posible, ya que, después de haber recibido el mayor número de gracias debidas a su vocación, de su parte correspondió fidelísimamente a ellas. En suma, la Iglesia, para coronar tan bella alabanza que con tanta exactitud nos define a José, tiene cuidado de separarlo de los demás santos, haciéndole ocupar un lugar tan privilegiado que conviene únicamente a él, y declarándolo ya en vida digno de todo honor, cuando los demás santos alcanzan únicamente una pequeña parte después de su muerte: Después de la partida, una suerte feliz consagra al justo, pues sólo allá en la gloria la palma de victoria les está prometida a los que vencen, pero tú, cual los ángeles del cielo, ya gozabas de Dios en este suelo por gracia singular.*** 5. Su patrocinio sobre el de todos los santos. La Iglesia está protegida absolutamente por Jesucristo, su divino Fundador, quien le ha prometido que las puertas del infierno jamás podrán cosa alguna contra ella; tiene por segundo protector a la santísima Virgen, quien puede por gracia y privilegio en favor de la Iglesia lo que Jesucristo por esencia y naturaleza; y tiene por tercer protector a José, a quien Jesús y María han confiado la distribución de los tesoros del cielo. Principalmente en nuestros días en que Pío IX, que gobierna felizmente la Iglesia, lo ha declarado el Protector de la Iglesia universal, poniéndose él mismo y toda la Iglesia bajo sus cuidados, inmediatamente después de María y antes de la protección de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Este hecho que dice de José mucho más de lo que nosotros podríamos ni siquiera imaginar, no es ciertamente una cosa nueva, sino que es la doctrina de la Iglesia claramente profesada en el Oficio del santo. José en fuerza de su dignidad es el primero, en fuerza de la gracia recibida es el primero, en fuerza de su correspondencia a ella es el primero y es también el primero como ministro adecuado y director de la encarnación y, a su tiempo, de la

redención: El Creador de todo esposo te hizo de la más pura de las doncellas, padre el Verbo llamarte quiso y que ministro de salud fueras. Por consiguiente, el señor San José es el que por su dignidad, por sus oficios y por sus méritos nos protege en el cielo de un modo tan especial que supera a la protección de todos los santos; por esto decimos con la misma Iglesia que su patrocinio es el mayor como que es declarado el fidelísimo en el ejercicio de su divino ministerio, como siervo fiel y prudente a quien constituyó el Señor dueño de su misma casa, socorro de su misma Madre, nutricio de su carne divina, coadjutor fidelísimo en la tierra del gran consejo de Dios y escogido entre todos para dar a los fieles el pan del cielo que tiene toda delicia. El patrocinio de José que es sobre todo otro patrocinio después del de la santísima Virgen es tanto más seguro, cuanto que goza en el cielo no sólo la autoridad que tenía en la tierra sobre Jesús y María, sino de un modo más perfecto y más completo. Así puede decirse, según san Bernardino de Siena y según la Iglesia lo admite en su Oficio, que el Señor, aun en el cielo ha constituido a José el señor de su casa. Por esto dice la misma: Id a José; a José, en cuyas manos tenemos nuestra salud; a José, ensalzado por Dios sobre todos los santos para que salve al pueblo cristiano; a José, nuestro protector poderoso en todos los lances de la vida y a José, en suma, a quien todo el concilio Vaticano, por medio del inmortal Pío IX, acaba de declarar Protector de la Iglesia universal. 6. Como la Iglesia debe a José el culto principal después del que da a María, y cómo de hecho se lo da. La Iglesia, como regida por el Espíritu Santo, jamás podrá abrazar ningún error y está cierta que tiene la plena posesión de la verdad, según las terminantes palabras de Cristo Señor nuestro. Ella sabe, por tanto, que todo lo debe al eterno Padre como origen de todo bien y por haberle enviado su Unigénito; ella sabe que todo lo debe al Unigénito del Padre hecho carne, porque él es su fundador; que todo lo debe al Espíritu Santo, pues con sus divinas luces todo lo rige y gobierna; ella sabe que, después de la Trinidad increada, todo lo que tiene lo debe a María, como Madre verdadera de nuestro divino Salvador; pero ella sabe también, y hace pública confesión de ello, que después de María todo lo debe a José, porque él es el hombre de la Providencia, el único especialísimo y el escogido entre millones, por medio del cual y bajo de su cuidado, Cristo Señor nuestro fue introducido en el mundo de un modo conveniente y honesto. La Iglesia, en el Oficio de san José, haciendo suyas las palabras de san Bernardino de Siena, confiesa esta verdad diciendo: Si comparas a José con todos los santos de la Iglesia de Cristo, ¿por ventura no comprenderás que éste es el hombre especialmente elegido por Dios para que bajo su sombra hiciese Cristo ordenada y honrosamente su entrada a este mundo? … A José, pues, se debe una honra y reverencia singular después de María. Ahora bien la misma Iglesia, por el mero hecho de confesar esta verdad, nos autoriza a decir que de hecho la pone en práctica, que de hecho da a José un culto superior al que da a los otros santos, que de hecho se ha puesto bajo su patrocinio de un modo el más general y más particular a la vez, que de hecho celebra gran fiesta del Patrocinio de san José, y no recordamos que lo haga de ningún otro santo y, en suma, como el más privilegiado entre todos los redimidos y el único digno de ocupar el lugar primero después de María, convida al cielo y a la tierra, a los hombres y aun a los ángeles a que le tributen los cultos esclarecidos que se merece: A ti, José, te aclamen las pléyades radiosas de los santos y

espíritus celestes y las cristianas huestes en unánimes coros te proclamen, pues, en mérito y gracia esclarecido, con alianza sin mancha, fuiste unido a la Virgen sin par. Concluyamos de todo lo dicho que la santa Iglesia venera a José como debe venerarlo, que lo venera como se desprende del santo Evangelio, como nos lo han presentado los santos padres y como lo han definido según todo el rigor escolástico los doctores de la Iglesia. Concluyamos que el aumento del culto de que se trata en favor del santo Patriarca no es una cosa nueva, es hacer en sustancia lo que siempre se ha hecho, aunque se desea que por medio de ciertas prácticas se publique ante los fieles que no sólo José ha sido siempre grande en el cielo, no sólo la Iglesia siempre lo ha tenido como tal, sino que se desea que se haga pública profesión de ello. Ojalá que en nuestros días se ejecutara. Ojalá que fuesen del todo oídas las fervientes súplicas de los reverendísimos cardenales, arzobispos y obispos del Concilio Vaticano. Ojalá que el inmortal Pío IX, llamado el Pontífice de María por haber declarado dogma de fe la inapreciable gracia de la concepción inmaculada, sea llamado también el Pontífice de su inmaculado esposo según la ley. Hermoso pensamiento con que el Canónigo Francisco Ragusa de la ciudad de Palermo coloca como en conclusión en la última página de su obra titulada: San José, merecedor del culto de suma dulía. Y con él mismo terminamos nosotros este capítulo, si no con el grande acierto como él lo hizo, al menos con el deseo de haber contribuido en algo a la extensión de las glorias del señor san José, facilitando de este modo a los devotos josefinos, ya por lo que hemos dicho, ya por lo que diremos después, el que tributen al santo los más férvidos y solemnes cultos. Capítulo 5. José santificado en el vientre de su madre. 1. Figuras del divino José. Es una verdad innegable que todos los grandes personajes del nuevo Testamento han sido figurados en el antiguo, complaciéndose Dios de esta manera para darlos a conocer mejor a su debido tiempo. Jesús y María, con todos sus principales actos y aun con sus misterios, nos vienen representados en el antiguo Testamento, de modo que se ven sus admirables hechos primorosamente retratados, aun antes de suceder. ¿Y de José no habría sucedido una cosa semejante? Ciertamente que ha sucedido lo mismo, y vamos a verlo prácticamente, aunque trazándolo a grandes rasgos, dejando a cada uno en particular el que los amplifique después. Jesús es el místico árbol destinado a dar la vida a al género humano, María, el paraíso terrenal que lo ha producido, y José, el divino querubín que con la espada de su santidad custodia su entrada. Jesús es el ramo de olivo que anuncia la paz a todas las naciones, María, la mística paloma que lo llevaba, y José, el verdadero Noé que custodia el arca con toda fidelidad; Jesús es el divino Isaac que sube al monte calvario para ser ofrecido en sacrificio, María, la Sara venturosa que lo ha dado a luz, y José, el Abraham que lo ofreció en sacrificio tantas veces cuantos lo tuvo en sus brazos; Jesús es el suavísimo aroma tras el cual siguen todos sus elegidos, María, la mística flor que lo produce, y José, el misterioso follaje que le hace sombra; Jesús es la fuente de agua viva destinada a apagar la sed de los bienes de este mundo, María, la concha admirable que puede contenerla, y José, el laborioso hortelano que la reparte. Jesús es el divino sol de justicia que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, María, la agraciada luna que recibe la luz del sol, y José, el punto de contacto en que uniéndose ambas luces, lo hacen brillar en la tierra más que todas las estrellas de los santos; Jesús es el pan de vida eterna, María, el arca que lo recibió como

el depósito y José, el misterioso velo que lo cubre ante los judíos; Jesús es el propiciatorio de la luz evangélica, y María y José son los querubines que, unidos con las alas de sus divinos afectos, se miran mutuamente, adorando el único objeto de su amor; Jesús es la cabeza de la Iglesia, María, el cuello admirable por donde pasan sus divinos influjos, y José, la espalda que los sostiene; Jesús es el verdadero Salomón entregado al sueño misterioso de la eternidad, María, el místico tálamo donde divinamente reposa, y José, el centinela vigilante que lo custodia de los enemigos nocturnos; Jesús es la hostia verdadera y el único verdadero holocausto, y María y José son los divinos sacerdotes que lo ofrecieron sin cesar al eterno Padre; Jesús, como divino Salomón, es el esposo de los cantares, María y José son las dos manos de oro purísimo embellecidas de jacintos; Jesús es el virginal esposo, María y José son las dos lirios que forman los suavísimos pastos del Cordero inmaculado. ¡Oh Trinidad virginal! obrad poderosamente sobre mí y hacedme todos los días más y más amantísimo de tan privilegiada virtud. ¡Oh Trinidad amorosa! obrad con eficacia sobre mi corazón para que siempre os pertenezca del todo. Divino Salvador, ofreced por mí a vuestro eterno Padre vuestras llagas y obtenedme el más acendrado amor. Divina María, presentad a Jesús vuestra sangre, vuestra leche virginal, todas vuestras caricias maternales y alcanzadme hacia vos el más acendrado amor. José, divino José, ofreced a María vuestros servicios, ofreced a Jesús vuestros trabajos, ofreced a Jesús y a María vuestra dignidad y obtenedme el más acendrado amor hacia vos. Divino José, rogad por mí, rogad por todos vuestros devotos, rogad por todos los que trabajen en extender vuestra devoción, por todos los que leyeren esta pequeña obrita para que los medios que ella da para crecer en vuestro amor los pongan en práctica, rogad por el inmortal Pío IX, que felizmente gobierna la Iglesia y merece ser llamado vuestro Pontífice, y rogad por la Iglesia universal, ya que os reconoce por su Protector en todos los países donde reside. 2. Qué no puede afirmarse de José. Hay personas que de tanto que quieren a los santos les hacen, por decirlo así, un grave daño diciendo de ellos lo que no es y aun publicando milagros que nunca han hecho; mas otros, al contrario, es tan poco lo que les dan que, encerrados en lo que llaman exactitud teológica, les niegan todo aquello que no tiene una certidumbre cumplida. A nosotros nos parece que unos y otros faltan, es decir, éstos por defecto y aquellos por exceso. Por esto, siguiendo nosotros un término medio, adoptaremos con relación al señor San José lo que, pareciéndonos más conforme según las leyes de Dios, más útil a la verdadera y sólida piedad y más glorioso a los santos, nos viene autorizado con respetables autoridades de la Iglesia. Aunque si de nosotros dependiera por el amor que profesamos al señor san José, diríamos que él había sido concebido sin la culpa original, como intentan sostenerlo algunos autores, pero nos parece que no puede afirmarse que José haya recibido semejante gracia, al menos mientras que la Iglesia no hable en su favor, ya que el Tridentino en su decreto sobre el pecado original no lo exceptúa, sino que abrazando a todos, únicamente notó que no era su ánimo incluir en él a la santísima Virgen María. Por otra parte, en las santas Escrituras en las que vienen figurados Jesús, María y José, Jesús ocupa el primer lugar como verdadero Dios, María ocupa el segundo como Madre de Dios, pero siéndole infinitamente inferior, José ocupa el lugar tercero como esposo de

María y padre legal de Dios, pero siendo en gran manera inferior a María del mismo modo que todos los otros santos son en gran manera inferiores a José. Mas, a pesar de esto, deseamos acercarlo a María cuanto sea dable. Por esto con gusto decimos con Cartagena: Como semejante a María fue dado a ella por Dios como su ayuda, pero nos parece que no puede afirmarse que sea lo mismo que María, y de hecho lo fuera si lo juntáramos con ella en su inmaculada concepción, puesto que ambos a dos partieran de una misma gracia. Contentándonos por ahora con llamar a José: Varón divino, como Isolano; varón superior a los espíritus angélicos, como Cartagena; varón adornado de todas las virtudes, como el piadoso Eckio; varón mansísimo, como santa Brígida en sus Revelaciones, y el hombre más solícito de la salvación del género humano, como san Bernardino de Siena. 3. Santificación de José en el vientre de su madre. Para dar sobre la santificación de José la verdadera doctrina, diremos que es evidente que no es tan cierta como la de Jeremías y la de san Juan Bautista, porque éstas constan en la sagrada Escritura y la de José no consta de un modo claro y terminante, sin embargo, ella es una de aquella creencias piadosas que no pueden negarse sin recibir el que lo hiciera la nota de temerario. Todos los que han sido santificados en el vientre de su madre, han sido por su dignidad y por los oficios que habían de ejercer; y como la dignidad de José y los oficios que desempeñó superan extraordinariamente a los de Jeremías y Juan, luego, si ellos lo fueron, José lo fue también. Jeremías fue santificado en el vientre de su madre por estar destinado a profetizarnos la venida de Cristo. ¿Qué santificación será la de José que tuvo de Jesús la más perfecta noticia y el más exacto conocimiento? El Bautista fue santificado porque había de mostrar con su dedo al que venía a quitar los pecados del mundo. ¿Qué santificación hubo de recibir José ya que debía educar, enseñar, alimentar y regir al divino Jesús? Fue conveniente que el Bautista y Jeremías fuesen santos antes de nacer, por la santidad de su ministerio. ¿Qué santificación hubo de recibir José, cuyo ministerio era estar en el contacto más estrecho con Jesús y María? Por otra parte, asegura san Pablo que el Señor hizo a los apóstoles idóneos ministros del nuevo Testamento, es decir, que les fue dada tanta gracia, cuanta fue necesaria para cumplir bien con su ministerio. ¿Cuánto más se concedería esta gracia a José, que tuvo un ministerio superior al de los mismos apóstoles? Concluyamos, pues, que la santificación de José en el vientre de su madre, es una verdad ciertísima que nos demuestra la razón teológica. 4. Autoridades que aseguran la santificación de José. Los padres y doctores de la Iglesia no han dudado en presentarnos a José como santificado en el vientre de su madre. Teófilo lo dice expresamente y trae otros autores que lo dicen también. San Juan Crisóstomo afirma lo mismo diciendo: José fue santificado desde que estaba en el vientre de su madre, como si dijera, no sólo fue santo con la santificación ordinaria de Jeremías y de Juan, sino santísimo por haberlo sido inmediatamente después de su concepción. Gerson, fundado en que el Espíritu Santo canonizó a José, lo presenta santificado antes de nacer diciendo: José fue santificado en el vientre de su madre, es decir, santificado como el justo por excelencia y santificado de modo que quedó inmediatamente libre de la mácula del pecado de origen en su concepción. Este nuevo privilegio le convenía a José ya que debía juntarse en matrimonio con la Virgen inmaculada, y esto pedía el ser escogido para padre Dios, como dice Isidoro: Fue elegido por Dios, para que fuese apellidado padre de Dios. En otra parte, el ya citado Gerson, explica nuestros pensamientos diciéndonos que la santificación de José se verificó después de contraída la mancha del

pecado original, dice: José fue concebido como los demás hombres, pero después que pudo decirse que ya era concebido, un torrente de gracias lo santificó. El célebre devoto josefino Jacquinot profesa la misma doctrina, diciendo casi al fin de su obra: Tú, santísimo, gloriosísimo, poderosísimo, amantísimo y amabilísimo José, fuiste santificado en el vientre de tu madre. Sirviéndose, como el Crisóstomo, de la palabra santísimo para hacernos comprender mejor su idea. Y Silveyra dice terminantemente también que José fue santificado en el primer instante después de su concepción maculada, y cuyo importante texto lo citamos ya en nuestra obrita ¿Quién es José?. Que el señor san José, mi venerado patriarca, santificado y lleno de toda la hermosura de la gracia en el segundo instante de su animación, esto es, fue en el segundo instante santificado. 5. Consecuencias de la santificación de José. José fue santificado como Jeremías y Juan, pero lo fue de un modo tanto más excelente, cuanto más excelente era su divina vocación. José recibió entonces también la gracia de la confirmación a la gracia, porque, si los apóstoles fueron confirmados en gracia, según se cree, al recibir al Espíritu Santo, mucho más se lo hemos de conceder al señor san José, por consiguiente, podremos bien creer piadosamente que José jamás perdió la gracia por el pecado mortal, que jamás la disminuyó siquiera por el pecado venial, que jamás estuvo detenido en el camino de la virtud por algún acto de tibieza y aun podemos decir que el claro conocimiento de su futura elevación, su oración tan fervorosa como continua, los grandes conocimientos que poseía en las ciencias de la Escritura, su correspondencia con los ángeles, las visiones del cielo y sus divinos y sagrados tratos con Jesús y María, hicieron que desde que fue santificado fuera siempre y en toda ocasión adelante en el camino espiritual, por haber hecho en Dios, por Dios y para Dios no sólo lo bueno sino lo mejor, y no sólo lo mejor en sí mismo, sino también lo más perfecto de lo mejor. Si bien se examina ese grado de perfección no puede negarse a José, porque, si hubo santos que en ciertas épocas de su vida han hecho lo más perfecto y se han consagrado a tan divino y heroico ejercicio por medio de un voto, es evidente que lo hemos de conceder a José y para nosotros no es menos evidente que se lo hemos de conceder desde su santificación primera, porque aun entonces amó más a Dios que los santos, que los ángeles y que los más abrasados serafines, ya que lo amaba ciertamente según su vocación, es decir, como esposo de María y padre de Jesús. Y ¿quién de entre los santos y aun de los ángeles ha podido llegar jamás a tanto amor? Esta gracia es propia de José que lo determina padre de Cristo como la divina maternidad caracteriza a la Virgen. Después de estas consideraciones, hagamos profesión pública de amor al señor san José, y para que tan divina llama crezca siempre en nosotros, consideremos a José todo inflamado en el amor de la caridad, como san Bernardino de Siena; considerémoslo como compañero inseparable de Jesús y de María, como san Gregorio de Neocesarea; considerémoslo el hermano del Espíritu Santo en sus divinos desposorios con María, como lo apellida el piadoso Gerson, y aún como él mismo, podemos ver en José al señor de la Madre del Señor de los señores.

Capítulo 6. Sobre el nombre de José dado al santísimo Patriarca. 1. Cómo alaba el Espíritu Santo el nombre de José. Aunque es verdad que el Espíritu Santo habla raras veces de José y que la mitad de ellas calla su santísimo y soberano nombre, también es cierto que las veces que lo verifica lo coloca con tanta autoridad, que establece su lugar al lado de Jesús y de María, haciendo con sólo esto su principal alabanza. Sirvan como de ejemplo las preciosas palabras de san Mateo que dicen así: Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús que es llamado Cristo. El Evangelio enumera a los progenitores de Jesús y, si por una parte manifiesta que se cumplieron las promesas hechas a Abraham, por otra, aparecen también todas las glorias de José. Los progenitores son nombrados, y lo son por José, y aparecen todos con un mérito, que al paso que los enriquece, ofusca al mismo tiempo sus pasadas glorias, porque José es el soberanamente distinguido entre todos ellos. Se da cuenta de la genealogía de José para mostrar lo que es común y humano y al mismo tiempo aparece la virtud excelentísima de José como que es el varón de María de la cual nació Jesús. José es, según el mismo Espíritu Santo, el último de los patriarcas y el poseedor de sus virtudes, y teniendo más fe que Abraham, más sumisión que Isaías, más paciencia que Job, más piedad que Ezequías, más devoción que Samuel, más justicia que David y más sabiduría que Salomón, mereció unirse en matrimonio con la virgen de Isaías, ennobleciendo en lo humano al mismo Jesucristo según la carne. El Espíritu Santo para hacer la alabanza cumplida del nombre de José lo pone primero, después del de María, y termina en el de Jesús para que si, por una parte, se honra como se debe el nombre de José, como el presidente de la Sagrada Familia, por otra, se establezca y fije bien que José lo es todo por María, como María lo es todo por Jesús. Notemos como el Crisóstomo expresa tan delicado como exacto pensamiento: El Evangelio dice: José, esposo de María, queriendo dar a entender que por María ha sido colocado el nombre de José en la genealogía … y por María, de la cual nació Jesús. Así aparece la misma verdad: Jesús el primero, María la segunda, José el tercero. 2. Quién puso el nombre a José. Nadie debe admirarse que comencemos este párrafo con tan señalada pregunta, porque el virginal esposo de María no es un hombre adocenado como podría creerse, sino tan superior a todos los otros que, como miserables hijos de Adán, no conocen los altísimos dones con los que el Señor lo ha dotado. Nuestra pregunta es singular, convenimos en ello, pero la hemos hecho expresamente porque se trata de José en cuyo corazón hay tales dones interiores y forman un tesoro tan óptimo que ni siquiera los grandes ingenios podrán descubrirlo como él es y mucho menos encontrarlo semejante en los santos padres del antiguo Testamento o en los santos de la ley de gracia: San José siempre ha sido en los cielos el mayor de los santos. Entre los cristianos a cada hombre en el bautismo se le impone el nombre de un santo para que procure imitarlo en sus virtudes y se ponga de un modo especial bajo su protección, y entre los judíos acontecía una cosa semejante, principalmente al circuncidarlos. El nombre que se da unas veces pende de la voluntad de los padres, otras son los padrinos los que lo

ponen, otras pende de ciertas circunstancias o sucesos particulares, mas en otras ocasiones es Dios el que lo impone, en cuyo caso es el nombre tan apropiado al personaje que siempre determina y reduce a la práctica lo que él significa. Así, el Verbo encarnado fue llamado Jesús, que quiere decir Salvador, y Jesucristo vino al mundo para salvar a todo el género humano. Así, la Virgen de Isaías o la Madre de Jesús fue llamada María, nombre que la determina por sus oficios y, como dice san Bernardo, la da a conocer muy bien; y así, el padre de Jesús y el esposo de María fue llamado José, que quiere decir aumento, según la Escritura, y que indica que es el único entre todos, que fue siempre adelante en la virtud, sin haberse detenido jamás en tan heroica carrera ni siquiera por un momento producido por un acto de tibieza. José, pues, es el nombre propio del padre de Jesús y del esposo de María. Esto mismo afirmaba san Bernardo queriendo que, del nombre de José, que significa aumento, concluyéramos la grandeza del padre de Jesús: Dedúcelo de aquel nombre que, aunque gratuito, sin embargo, él mereció ser honrado con él, es decir, mereció se le impusiese el nombre de padre de Dios, para que fuera reverenciado y aclamado como tal. 3. Excelencia del nombre de José. El nombre de Jesús es el que esencialmente es la misma excelencia, es con toda verdad el que contiene la salud y la vida del cuerpo y del alma, el que salva a todo el género humano, el que ha obrado todos los milagros y por el que el infierno ha sido abatido, todos los hombres rescatados de la esclavitud del demonio y el cielo ha aumentado en todas sus glorias y regocijos. San Bernardo nos dice de él cosas admirables y la Iglesia las hace suyas en el Oficio que celebra el día de su fiesta. El nombre de María es el primero después del de Jesús, no obra de sí mismo como de sí mismo, sino por gracia y privilegio que le ha sido dado por Jesucristo su Hijo, y los más grandes milagros han testificado en todos los tiempos las magníficas alabanzas que los santos devotos de María han hecho de él. El nombre de José es el primero después del de María, no obra por sí mismo como de sí mismo, y ni siquiera con la eficacia del de María, pero es el más poderoso después de los dos, así como el más excelente, y aun podemos decir que, por razón de la persona que representa, tiene él más excelencia que todos los demás juntos, como el destinado por el cielo para nombrar adecuadamente al esposo de María y padre de Jesús. Jesús es el nombre bajado del cielo para nombrar al Redentor de los hombres; María, nombre bajado del cielo para nombrar a la Madre de Dios; y José, nombre bajado del cielo para nombrar al santísimo Patriarca de la ley de gracia. José, la creatura más privilegiada, la creatura más noble, no pudo menos que tener un nombre que reconociera su principio en la divina revelación y que manifestara sus grandes privilegios. He aquí como hace suyo este pensamiento el profundo escritor Toledo: Este nombre, dice, de esposo de la santísima Virgen, ha salido del divino consejo. José, el hombre de la caridad, que en su país era considerado como el más respetable, que sus amigos lo veían como un modelo de virtud, que en el trato con ellos y en todas las cosas de la vida era cabal y perfecto. Este hombre, dice Novarino, no pudo menos que tener un nombre que fuese para los cristianos más grato que rico panal de miel, que recreara nuestros entendimientos y que llenara de alegría aun al mismo cielo. Ni podría ser de otro modo, porque decir José es decir el nombre del que fue tan amado de Dios, que le

manifestó un amor infinito haciéndole padre de su Unigénito y dándole por verdadera esposa a su verdadera Madre. Considérese ahora si puede darse mayor excelencia que la que está encerrada en el nombre de José. 4. Cómo al santísimo Patriarca se le puede llamar divino José. Llamar al señor San José divino, de modo que pueda ser llamado por sus devotos el divino José, no lo creemos nosotros una novedad, sino un modo de hablar del santo como lo hicieron los Padres y doctores de la Iglesia, puesto que le han dado este nombre tan honorífico, y se lo han dado no porque quisieran hacerlo Dios sino en cuanto estuvo estrechamente unido con Jesús y con María. Ensayemos a demostrar la manera con que puede hacerse según los principios de la Escritura y sagrada teología. Ser divino tomado en todo su rigor teológico es cierto que tan sólo conviene a Dios, porque sólo Dios es absolutamente el Ser divino. El divino Verbo cumpliendo con la voluntad de su Padre desciende del cielo para tomar nuestra humana naturaleza, y la tomó de un modo tan perfecto y con una unión tan absoluta e íntima que la humanidad que tomó unióse con el Verbo formando una sola persona divina en las dos naturalezas, divina y humana, y por esto, la humanidad de Jesucristo es la humanidad de Dios y sus acciones son acciones divinas. La santísima Virgen puede también ser llamada divina María, y de hecho así la han llamado sus fervorosos devotos, y si bien es verdad que no le conviene de un modo tan absoluto como a la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo, pero también es cierto que le conviene de un modo menos estricto, aunque real y verdadero, porque María real y verdaderamente es Madre de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero es Hijo suyo y la carne de Dios, Jesucristo nuestro Señor, es verdadera carne de la Madre, de modo que el ser de María por el espacio de nueve meses tuvo en sus entrañas al mismo Dios y en este tiempo revistió, por decirlo así, el ser de Dios con su propia carne, con su misma sangre. Convenimos que al decir divino José nadie intenta llamarlo así como a Jesús o como a María, porque ciertamente que no le conviene de ninguno de estos modos, y sería un error muy grosero el solo intentarlo, pero los devotos josefinos saben muy bien esto, y al llamarlo divino José intentan hacerlo solamente como esposo de María y padre legal de Jesús o, como si dijéramos, en cuanto es cabeza de la Sagrada Familia y cumplió perfectísimamente todos los deberes que este cargo le impuso. Con este magnífico título lo condecoraron san Bernardo y Alberto Magno para concluir las extraordinarias excelencias que lo determinan el único en la tierra y aun en el cielo diciendo: Quién y qué clase de hombre era san José, dedúcelo de aquel nombre que, aunque gratuito, sin embargo, él mereció ser honrado con él, es decir, mereció se le impusiese el nombre de padre de Dios para que fuera reverenciado y aclamado como tal. José es tenido por padre de Dios. Luego, de un modo semejante a María, podemos saludar a su virginal esposo aclamándolo: Divino José. ¿Y no podríamos decir que san Lucas movido por el Espíritu Santo al llamar a José padre de Jesús, lo llama también divino José? Iban los padres de Jesús… su padre y su madre. ¿Y no podríamos decir que la misma santísima Virgen lo honró con tan glorioso título al decir a Jesús: He aquí que tu padre y yo. Nosotros así lo creemos, y tanto más cuanto que en esta misma ocasión Jesús admitió a José como a su padre y, por tanto, lo apellidó ante los hombres: Divino José.

5. Isidoro de Isolano llamándolo divino José. Aunque son muchos los devotos josefinos que habiendo escrito del señor San José una que otra vez lo han llamado divino José, pero Isidoro de Isolano en su obra titulada Suma de los dones de San José parece que hizo profesión abierta de determinarlo con nombre tan augusto, de suerte que, si la memoria no nos engaña, más de cuarenta veces apellida al santísimo Patriarca: Divino José. ¿Quiere hablarnos de la santificación de José en el vientre de su madre? ¿Quiere examinar el caudal de inmensas gracias con que desde entonces fue enriquecido? ¿Quiere decirnos que jamás hubo en él un ídolo de imperfección o de algún deseo terreno? ¿Quiere que sepamos que su obrar fue hacer siempre la voluntad de Dios? Lo hace, pero llamándolo por cuatro veces: divino José: La santificación del divino José … investigar la santidad del divino José. En el divino José nunca hubo afecto a ídolo alguno de cosa de este mundo, porque las cosas terrenas no las usaba, ni hacía uso de ellas sino en cuanto así era la voluntad de Dios. La excelencia de la santidad del divino José. ¿Quiere descubrirnos los raros y exactísimos conocimientos de José sobre la redención del género humano por medio de un Dios hecho hombre en las entrañas purísimas de su esposa María mediante la operación del Espíritu Santo? Lo hace, pero llamando a José el divino: El divino José conoció la encarnación del verdadero Dios para nuestra salud, y encarnación por medio de la cual se revistió de nuestra humana carne. Ya tenemos a José santificado en el vientre de su madre y con todos los privilegios de la gracia convenientes a su divina vocación, ahora, con palabras del mismo Isolano, llamándolo divino José, veremos que la parte primera de su obra la consagró a la numeración de los dones que recibiera del Espíritu Santo; que en fuerza de ellos brillan sus virtudes en el firmamento de la Iglesia como estrellas de primera magnitud; que escribir sobre las virtudes de José es una de las ocupaciones más agradables; que entre todos los actos virtuosos sobresalió el hábito de la humildad; que sus acciones fueron las más perfectas que pudieran ser comparadas en su perfección con la altura de los cedros de Líbano. El señor San José fue dotado de tantos dones y llegó con su correspondencia a la práctica de tan heroicas como sublimes virtudes, porque como ministro idóneo para el misterio de la encarnación fue destinado a ser esposo divino de la reina del cielo, a ser enriquecido con el nombre sobre todo nombre de padre de Dios, de suerte que no se encuentra otro como él aun entre aquellos Padres que mejor han observado la ley de Dios; y, en suma, como padre de Dios, recibiéndolo en su casa, llevándolo en su seno, oyendo sus divinas palabras, disfrutando de sus miradas sacrosantas y disponiendo de él como un padre de su Hijo, experimentó en sí mismo los poderosos resultados de los santos sacramentos instituidos por el mismo Jesucristo. Según el mismo Isolano, el señor San José con el progreso del tiempo llegó a una perfección tal que mereció en cierto modo, como esposo de la Virgen, ser representante de Jesucristo virginal esposo de la Iglesia. Con el progreso del tiempo llegó a ser tan lleno de esperanza, tan ilustrado con divinas luces y tan purgado de las tinieblas de la imperfección que su corazón pudo llamarse corazón del divino José. En una palabra, José, en la hora la muerte era un santo de tales quilates de virtud, había imitado a Jesús con tanta perfección y había salido una copia tan perfecta de María que, hablando de la muerte del santísimo Patriarca, acaecida poco antes o en el tiempo de la predicación del Bautista, por dos veces

le da el dictamen de divino, aun después de su muerte. Las opiniones acerca de la muerte del divino José.... Muerto el divino José es necesario honrarlo, glorificarlo y adorarlo con el culto que le es propio, y, para establecer bien el culto que se propone, comienza quejándose amargamente de ciertos predicadores que rehusaban hacer los merecidos elogios al divino José. Luego asegura que, siendo José el primero entre los santos, ciertamente el Espíritu Santo no dejará de mover los corazones de los fieles hasta que toda la Iglesia militante honre como se merece al divino José, lo honre con una veneración nueva, se le erijan altares, se le consagren iglesias y se le formen comunidades. Baste lo dicho para la verdad de lo que hemos propuesto, porque sería un nunca acabar, ya que a la gracia del santísimo Patriarca la llama: La gracia del divino José. Hablando de sus devotos se expresa: Entre los muchos adoradores del divino José. Con relación a las alabanzas que éstos le dirigen dice: Las alabanzas del divino José... y aun haciéndose cargo del humilde oficio que ejerció quiere presentarlo con el carácter de divino: El divino José ejerció, cuando estuvo entre los hombres, el oficio de carpintero. Capítulo 7. Juventud del señor san José. 1. Feliz natural de José. Así como nada sabemos de la juventud de José, es preciso confesar que pasó oculta ante los hombres, así podemos afirmar que fue admirablemente apreciada por el cielo. José, por tanto, según su vocación, es el que nació con unas inclinaciones las más felices para la virtud, de modo que cuanto había en él le servía eficazmente para hacerse santo. Santificado luego después de su concepción, lleno del Espíritu de Dios que lo conducía dulcísimamente a lo mejor, confirmado en gracia antes de entrar en este valle de lágrimas, fue dotado además de un carácter el más feliz, de una dulzura toda admirable, de un corazón tan generoso que sólo se alimentaba de sacrificios hechos por el divino amor, de una carne sin concupiscencia y de una capacidad la más basta y universal para todo lo bueno, tal es el feliz natural de José, tal sería, por decirlo mejor, una que otra de las perfecciones con que el cielo dotara al divino José, llamado a ser esposo de María y padre de Jesús. 2. Su instrucción. La instrucción de José fue más bien divina que humana, y nada más difícil que darla a conocer. Algunos padres nos lo presentan estudiando de un modo semejante a Pablo cuando aprendía la ley en la escuela del famoso Gamaliel; y en una vida antiquísima del señor san José, citada por Isidoro Isolano, vida que suponen escrita en la más remota antigüedad y aun desde el tiempo de los apóstoles, después de haber presentado a José oriundo de Belén y de la casa de David, añade que aprendió en su juventud la ciencia y la sabiduría. Aun suponiendo lo dicho una verdad, porque no tenemos motivos para negarlo, diremos que un alma del temple de la suya tenía por maestro inmediato las luces del Espíritu Santo y que conoció por medio de ellas los grandes misterios del cristianismo. José, por tanto, por su natural, por su vocación, por sus oficios, fue el hombre más sabio en el orden de la gracia y, después de la santísima Virgen, debe ocupar el primer lugar, porque así lo reclaman las sagradas leyes de su divina vocación.

3. Su oficio de carpintero. El señor san José, instruido en las ciencias que convenían a sus elevados cargos, y de un modo especial en los estudios teológicos y escriturarios, que poseía divinamente, según la costumbre de su país, como quieren algunos autores, aprendió el oficio de carpintero, que en aquellos tiempos era considerado propio de la ocupación de los nobles. José, pues, se instruyó en la carpintería y poseyó perfectamente su oficio hasta poner un taller y hacer las obras que le estaban encomendadas. El santo Evangelio nos presenta también a José como un artesano de aquellos tiempos, y así objetaban a Jesús sus enemigos: ¿Que no es éste el hijo del artesano? Y no sólo decían esto sino que afirmaban haberlo visto también haciendo las mismas obras que su padre y llamándole a él mismo carpintero: ¿Pues qué, no es éste el artesano, el hijo de María? con cuyas palabras se concluye no sólo el oficio de José, sino también el oficio que ejerció Jesús al lado de su padre José. San Anselmo no quiere que dudemos de esto, y nos exhorta a que contemplemos a Jesús sujetándose humildemente al trabajo por nuestro amor. Después de reflexionar sobre el taller de Nazaret, ¿quién no querrá aplicarse al trabajo? ¿quién no tomará la resolución de estar siempre útilmente ocupado? Démonos, pues, al trabajo cada uno según su estado y condición y no perdamos de vista que el padre de Jesús, la Madre de Dios y Dios mismo trabajaron. 4. Sentimientos de los Padres sobre el oficio de José. Aunque es cierto que, según todo el rigor de la expresión, el Evangelio sólo dice que José era artesano, y que Jesús era el hijo del artesano, y artesano también él mismo, pero los santos padres, fijos sus ojos en la tradición, han concluido que era carpintero. He aquí como se explica Suárez, y con él muchos otros: La opinión más cierta y común es que José fue carpintero, por tanto, bien podemos nosotros admitir también que José era carpintero. Justino dice que el mismo Cristo ayudaba a José en el oficio de la carpintería. Santo Tomás, san Buenaventura, el Abulense y muchos otros afirman lo mismo igualmente. El oficio de carpintero en el santísimo Patriarca parece que fue el más propio, ya porque en aquellos tiempos los que lo tomaban hacían de un modo especial profesión de honradez, y era conveniente que el padre de Jesucristo fuese lo más honrado como su Madre purísima, ya porque en todas partes hay necesidad de él y José había de pasar muchos años teniendo por patria a un país extranjero, ya, en suma, porque José había de necesitar de él para Jesús, ya aun para que Jesús lo ejerciera. Leiva y Bustos nos dicen que José trabajó una cuna en Belén, el mismo día del nacimiento, poniendo de este modo al divino Infante al abrigo de los vientos y de las escarchas: San José, ejerciendo su arte de carpintero, hizo el pesebre de madera donde se recostó Cristo, y allí adoró a Cristo. A san Ambrosio le parecía que el oficio de carpintero en su significado le convenía de un modo especial porque de esta manera descubría aun en él que era el padre de Jesús. Hoc typo Jesus cum Patri sibi esse demonstrat qui fabricator omnium condidit mundum. A san Basilio le parece también que el oficio de carpintero de José conviene de una manera especial a Jesús, y nos dice que se daba a este trabajo con la siguiente sentencia: Se sometía humilde y reverentemente al trabajo corporal. Y le convenía también, expresa san Juan Crisóstomo, no sólo por la nobleza que él lleva consigo, sino principalmente porque trabajando la madera tenía siempre presente la cruz sobre la que nos había de redimir. Hermoso pensamiento del santo del que podemos sacar muchas ayudas espirituales, pero preferimos más bien que cada uno

las saque por sí mismo, contentándonos nosotros con decir las palabras del santo: María estaba desposada con un carpintero, porque Cristo, el esposo de la Iglesia, había de obrar la salvación de todo el género humano en el madero de la Cruz. Contemplemos, pues, a José en su humilde taller de carpintero, contemplémosle empuñando la sierra, el martillo y demás instrumentos de su profesión, contemplémosle teniendo por aprendiz a Jesús y contemplemos a los dos trabajando. Los padres de la Iglesia así reflexionan, y el devoto Eckio, siguiendo el hilo de la tradición, dice: Muy bien se ocupan los devotos representándose a Cristo aún joven trabajando de carpintero con su padre. Feliz trabajo el de José que tuvo por espectador a Jesús y a María. feliz sudor derramado para alimentar creaturas tan sagradas, feliz trabajo santificado con la intención más pura, feliz sudor ofrecido al eterno Padre por la conservación del Verbo encarnado, feliz trabajo interrumpido por los abrazos amorosos que recibiera de Jesús, feliz sudor enjugado cuidadosamente por las manos divinas de María inmaculada y, sobre todo, feliz sudor y feliz trabajo que le mereció el glorioso título de corredentor de los hombres. Observemos cómo expresa idea tan honorífica de José el piadoso Eckio: Por esta trinidad de personas, Jesús, María y José, fue operada nuestra redención. Por Jesús, como autor de la salud, por María, como medianera, y por José, como coadjutor … A José, en tanto, se le atribuye nuestra redención, en cuanto educó, nutrió y defendió a Jesús, el cual, siendo grande, fue hecho reconciliación por nosotros muriendo en la Cruz. ¡Oh divino José! Yo pongo en ti desde este momento toda mi confianza y, después de Jesús y María, tú serás para mí todas las cosas, tú, la alegría de mi alma y tú, mi protección, tú, el dulce objeto de mis complacencias y tú, toda mi salud, tú, el que recibirás todos los afectos 5. Dónde vivía José.de mi corazón y tú, mi custodio como lo fuiste de María y de Jesús. El señor San José aprendiendo la sabiduría y ejerciendo el oficio de carpintero durante sus primeros años y aun en su juventud, ¿dónde vivía? José nació en la ciudad de Nazaret, que estaba situada en la Galilea y donde vivían judíos y gentiles, con los cuales conoció el glorioso santo cuán necesaria era la redención. Nativo de Nazaret, era por sus padres originario de la casa y familia de David, pero Nazaret era el lugar de su residencia. El Señor no sólo glorificó a José dándole un nombre glorioso, sino aun por su patria haciendo que naciese nazareno el que había de consagrarse a Dios del modo más perfecto. Nazaret estaba en la Galilea, como si dijéramos, en aquel lugar que es llamado por la Escritura: Galilea de los gentiles. Ya que por oficio había de educar al redentor de los hombres. José, pues, vivía en Nazaret y allí comenzó a recibir los aumentos en la virtud; allí sus estudios y sus conocimientos en el oficio se completaron; allí su virginal pureza adquirió un resplandor del cielo; allí su vida toda espiritual lo disponía para recibir la visita del Espíritu Santo; allí su corazón había recibido ya tales dones que sólo los ángeles pudieran explicar; y allí, no sólo su alma, sino lo que es más su cuerpo, había sido revestido de una hermosura toda angélica, como lo veremos en el número siguiente.

6. Hermosura de José. Aunque las Sagradas Escrituras nada nos dicen de la hermosura de José, como lo hacen de la de Ester, Judit, Rebeca y otros personajes, con todo, bien se la podemos conceder en el mayor grado. Es cierto que José era esposo de María, que dicho matrimonio fue tan acertado que lo arregló el mismo Espíritu Santo, que los dos esposos eran en gran manera semejantes y, por tanto, que no faltó en ellos una cualidad tan interesante. Luego, si María fue la más hermosa entre las hijas de Eva, José fue el más hermoso entre los hijos de Adán. Algunos santos padres han aplicado el Cantar de los Cantares a José y a María, y es probable que no lo hicieran si no hubiesen estado persuadidos que José poseía una hermosura que fue la más semejante a la de María. Es cierto igualmente que Jesús era conocido por el hijo de José, que Jesús era el más hermoso entre los hijos de los hombres y, siendo el hijo semejante al padre, se sigue que José era en hermosura semejante a Jesús. En suma, la consideración de las consideraciones, es que José desciende de patriarcas muy hermosos, como lo fueron David y José de Egipto, fue el esposo de María y la cabeza de la Sagrada Familia y habría sido una especie de desdoro para ella si José no tuviera esta cualidad visible. El cuerpo de José era robusto, su estatura majestuosa y perfectamente proporcionada y, a causa de un don de Dios que lo distinguía, su rostro era divinamente hermoso. Por esto mismo san Bernardino de Siena asegura que José fue formado a imagen de María su esposa, de la que el sol y la luna admiran su belleza. Por esto Gerson afirma positivamente que el rostro de Jesús era semejante al rostro de José. Juntemos a lo dicho una amenidad sobrenatural, una rara afabilidad en sus maneras, una modestia virginal en su trato y una humildad incomparable en su gentileza, y tendremos que José era bello, agraciado, hermosísimo como un nuevo sol destinado a oscurecer por algún tiempo los diversos rayos del Sol de justicia. Eusebio de Cesárea, para completar el cuadro de la hermosura de José, añadía: En José resplandecía una gran libertad de espíritu, un poder inexplicable, una modestia igual a su prudencia, formando todo su conjunto, un no sé qué, tan divino, que no puede explicarse como él se merece. 7. Conversaciones de José. Pocas cosas son tan a propósito para juzgar de la santidad de una persona como la conversación, y si la experiencia nos lo enseña y el sentido común nos lo dice, el Espíritu Santo nos lo afirma diciendo que en la mucha conversación no faltará pecado. En otra parte Santiago nos describe los resultados de la lengua y asienta que aquel que no faltare en ella es un varón perfecto. Examinemos, pues, las conversaciones de José, conversaciones prudentes, piadosas, virginales y angélicas, para que concluyamos de ellas su grande y extraordinaria perfección. ¿Quién de nosotros no ha tenido que llorar las imprudencias en la conversación? y ¿quién sabe si de alguna de ellas no ha salido alguna grave ofensa contra Dios? La conversación del joven José fue prudentísima, cual convenía al padre futuro de Jesús. Si José de Egipto fue prudente con sus hermanos, prudente con el copero del rey y prudente con el faraón mismo, con lo cual llegó a ocupar el lugar primero en su reino, así, el joven José, dirigido por el Espíritu Santo, fue prudentísimo con los judíos, con los gentiles que habían nacido en

su ciudad y con los amigos que tenía, con lo cual se iba preparando para recibir con la prudencia debida a la esposa del Espíritu Santo. ¡Oh admirables efectos los de la conversación prudente! Noé a la prudencia en las palabras añadió la de las obras andando en la presencia de Dios, fabricando el arca según el mandamiento del Señor y salvándose él y su familia en ella en los días del diluvio. Nuestro prudentísimo José, cual Noé divino, atesoró los méritos de una vida divinamente prudente, para tener en depósito a la mística arca María y salvar con ella a todo el género humano del diluvio de la culpa. Para lo de adelante fijemos nuestras miradas en el prudentísimo José, aprendamos de él a conversar prudentemente y a obrar con prudencia. La conversación de José fue piadosa y como tal en gran manera útil a cuantos lo oían. José, ocupado en su oficio, era piadoso en extremo, y san Buenaventura nos lo presenta ejerciendo su piedad en favor de sus vecinos y de cuantos le pedían algún favor. José era piadoso, y lo era principalmente con aquella piedad divina que, como enseña santo Tomás, es un don del Espíritu Santo, con lo que daba a Dios un culto perfectísimo y se disponía debidamente para recibir a su debido tiempo en su propia casa a Jesús y María. Jesús, la piedad por esencia, María la piedad por gracia y privilegio. ¿Y nosotros somos piadosos? ¿somos piadosos para con Dios? lo somos para con el prójimo? ¿lo somos para cumplir los deberes del propio estado? Cuántos devotos de José encontraremos que no tienen en su conversación toda la piedad que debieran. Lo que pierde al mundo es la conversación no casta, porque la inmundicia que sale de los labios corrompe las buenas costumbres. Aunque raras veces se verá que un devoto josefino se manche de una manera tan fea, sin embargo, todos tenemos mucho que aprender de las virginales conversaciones de José. ¡Ah santísimo Patriarca! Virginal fue tu conversación, y la emprendiste y la sellaste con el voto más perfecto y fervoroso, más absoluto y más solemne, más agradable a Dios y más bien observado. Por esto se hizo digno de conversar virginalmente con Jesús y María. José era de claro ingenio, un torrente de gracias bañaba su corazón y los santos ángeles se le aparecían como a su semejante. ¡Oh joven afortunado! Tú, el más feliz entre todos los hombres, tu virginal pecho era todo de Dios, tu entendimiento virgen se fijaba sólo en Dios y de tus labios únicamente brotaron las palabras más puras y castas. Feliz el devoto tuyo que te imite del todo en la conversación. El apóstol san Pablo queriendo presentarnos a un perfecto cristiano nos dice que su conversación está en el cielo. Tal era el estado originario de José, tener su conversación en el cielo y aun hablar con los santos ángeles. La mayor limpieza es propia de los ángeles y en ellos se ve además su perfecta conversación. Pues bien los ángeles asistían a José, le hablaban como a uno de ellos, lo llamaban por su propio nombre, le presentaban las órdenes del cielo y, lo que es más, se le aparecían de un modo misterioso, angélico y aun divino si se quiere, porque durmiendo el santo le comunicaban su embajada. Tales son los efectos de la pureza virginal en José, tales las conversaciones angélicas. ¡Oh varón más que ángel! Tus costumbres respiraban la más pura limpieza de los vírgenes, tu mente, cual si fuera divina, discurría entre ríos de la más ardiente caridad, ¿qué mucho que tus conversaciones te dispusieran para conversar un día con Jesús y María?

8. José en los últimos años de su juventud. Dios, cuya bondad infinita recibe en todo tiempo el corazón del hombre, pero lo recibe con una predilección más especial cuando se le entrega en su juventud, como si dijéramos, en la época más peligrosa de la vida y en la que el joven se lo presenta con todos los atractivos de la inocencia. Así hizo José, y lo hizo con tanta perfección que su corazón siempre fue de Dios, y lo fue en todo tiempo y del modo más perfecto que puede darse en un hombre que no sea Dios. José, como lleno de gracia desde el segundo instante de su concepción, conoció que la gracia recibida era tanta que debía ser todo de Dios y que debía cumplir tanto más cuanto que había recibido mejor que toda otra creatura las pruebas infinitas de su bondad. Como el Señor exige las primicias de los campos y de los animales, así quiere de un modo singular las del género humano que son su juventud; y José, dócil a la gracia inmensa que recibió, comenzando a obrar según ella dio a luz las virtudes más admirables y más heroicas, y lo que es más, con su correspondencia todos los días se hacía más digno de la vocación que lo llamaba a ser un día esposo de María y padre Dios. José amaba a Dios y le daba heroicos testimonios de su ferviente amor, y desde que tuvo el uso de la razón (que fue en el momento mismo de su santificación en el seno de su madre) se consagró a Dios, hizo el voto más heroico de dedicarse del todo a su servicio y no se dejó para el mundo ni para sí mismo uno solo de sus afectos. No, exclamaría ferviente, mi corazón es todo para Dios y jamás le permitiré un afecto que no sea para Dios, porque mi único deseo es agradarle a él solo. Así obraba el divino José, y es necesario convenir que jamás se ha visto un joven como él, porque su fidelidad fue la más eminente, su aplicación a las cosas de Dios, la más sostenida, su corazón era en el obrar lo más generoso, su espíritu en sus juicios era siempre el más recto y su carácter era tan amable que las personas que lo trataban sentíanse atraídas por lo noble de su gentileza, por la sencillez de sus maneras, por la santidad de su conversación y por su prudencia y su modestia religiosas. ¡Oh divino José! ¡Con qué afecto contemplo tu santísima juventud! ¡Qué vida tan preciosa la tuya! ¡Qué adelantos tan rápidos como perfecto! Yo admiro tu vida perfectísima y confieso, como tu devoto siervo, el Padre Jacquinot: Que los actos de amor de Dios que hacías eran tan frecuentes y tan perfectos, que en cada momento aparecías a la presencia de Dios multiplicando la gracia con tu correspondencia a ella, de suerte que en cada momento y en cada instante te hacías más perfecto. 9. Amor de la Santísima Trinidad al divino José. El señor san José, como dicen algunos autores, había llegado a los treinta y tres años, cuando por sus virtudes era un objeto de amor especialísimo de la Santísima Trinidad, y de hecho ella lo amaba con un amor más singular que el que ha profesado a todos los hombres. La Santísima Trinidad amaba entonces a José más que a los ángeles y que a los más encumbrados serafines y le dio pruebas tan inequívocas de este amor que no podía dárselas mayores. Entonces el Padre lo juzgó apto para hacerle el donativo más completo de su hija primogénita, sujetándola a él como una esposa a su esposo, entonces el Hijo divino quiso

mostrarle su amor, haciéndolo dueño de su queridísima y única Madre y entonces el Espíritu Santo manifestóle su amor admitiéndolo como esposo de la destinada a ser Madre de Dios. ¡Qué amor tan singular el que la Trinidad augusta profesa a José! ¡Qué conjunto tan admirable de bendiciones le será comunicado! ¡Qué gracias tan únicas y excelentísimas van a enriquecerlo! Felices si nosotros supiéramos conocerlas. Como si esto no bastare, el amor de la augusta Trinidad para con José fue tanto que quiso concederle dentro de poco tiempo el que se llamase padre de su Hijo unigénito, y que tal fuese según la ley; el mismo Hijo divino determinó llamarle padre suyo y que él le diera el nombre de su Hijo; y el Espíritu Santo, que había dado a María el Verbo hecho carne, quiso que José ocupase todas sus veces. ¿Puede darse mayor fineza de amor? ¿qué son las promesas de Abraham comparadas con la de José? Digámoslo de una vez, a José le fue dada no sólo la gracia sino, lo que es más, la misma gloria. En efecto, Dios nos da sus beneficios, sus mercedes, sus gracias, pero su gloria no la da a nadie. Y lo que es más, ha jurado en cierto modo no concederla a persona alguna: Mi gloria, dice, no se la daré a nadie. Pero a José, que no es más que una creatura común y que es entre todos los hombres el más privilegiado, el Eterno se ha despojado de su gloria y se la ha dado. La gloria del eterno Padre es ser Padre de Jesús, y nos lo ha asegurado ante el cielo y la tierra diciendo que él era su Hijo amado, objeto de sus complacencias; pues bien este mismo Hijo lo da a José, y José verdaderamente lo llama, según la ley, Hijo suyo. La gloria del Hijo divino es ser Hijo del Eterno, y muchas veces dio esta gloria a José llamándole padre suyo. La gloria del Espíritu Santo es ser esposo de una Virgen Madre, y él mismo la da a José para que sea su verdadera esposa. ¡Hasta este punto amaba al divino José la Santísima Trinidad! Hechas estas ligeras reflexiones, digámoslo de una vez, que después de María José fue el más amado de la augusta Trinidad. Amémosle nosotros también, amémosle con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas, amémosle con singular predilección sobre todas las creaturas, amémosle no por un momento, sino siempre y en toda ocasión, amémosle no sólo nosotros, sino trabajando según los resortes de cada uno para que sea amado de los demás, amemos, en suma, al divino José, porque será muy grande nuestra dicha si, después de Jesús y de María, empleamos a su honra y gloria todo nuestro amor. Capítulo 8. Desposorios del señor San José con la Virgen. 1. Edad de José en sus desposorios. Mucho se ha dicho sobre ello y es prudente que nos hagamos cargo de lo más principal. Unos lo hacemos joven, afirmando que así convenía, atendida la edad de la Virgen y el sentido material de las Escrituras, que nos hablan de un joven habitando con una virgen; otros lo hacen un anciano, y se fundan en el testimonio de los pintores que así lo retratan y en algunas obras de los Padres antiguos; pero lo más probable es que se hallaba en la edad viril, es decir entre los 30 y 40 años. Suárez, el célebre teólogo de Rodes y Billuart, fundados en el conocimiento de los Padres, aseguran que José, en medio de su hermosura, era ya varón. Así parece que lo pedían las cargas de su divino matrimonio, el trabajo a que había de entregarse, los viajes que había de emprender y los divinos oficios que había de desempeñar como esposo de María y padre de Jesús. Es, por tanto, lo más cierto que José se hallaba entre los 30 y 40 años, o como algunos quieren, había cumplido los 33. También

podríamos decir que era joven por su hermosura, su fortaleza y gallardía, y que era anciano por la madurez de su juicio y con relación a la Virgen que aún no había cumplido los 15 años. José, pues, tenía la edad viril y por esto dice la Escritura: Varón o esposo de María. Era José de venerable aspecto, por lo cual no sólo él fue respetado en todas ocasiones, sino lo que es más lo fue también su joven esposa, aun entre los egipcios que odiaban a los judíos, pero no fue viejo, porque en la ancianidad no habría podido soportar los pesados trabajos de cerca de treinta años. 2. Celebración de sus desposorios con la Virgen. Según Evodio, Gregorio de Nicomedia, Andrés de Creta y muchos otros autores, cuando María aún no había llegado a los 15 años verificó su matrimonio con el señor san José. Para efectuarlo fueron convocados sus más cercanos parientes que, según la ley, tenían derecho a su mano y un milagro atestiguó que era José el elegido. Dice Isolano: Buscaron doce de la tribu de Judá, y todos escribieron su nombre y, habiéndolos sorteado, cayó la suerte sobre José, varón justo y santo. Además de esta manifestación de la voluntad de Dios hubo otros dos milagros públicos, puesto que la vara seca de almendro que tenía José en su mano floreció en aquel mismo instante y una paloma blanca como copo de nieve se posó sobre su cabeza. Así nos lo aseguran san Jerónimo, Nicéforo y Gregorio Niceno. ¿Y por qué acontecieron los tres milagros referidos? Sin duda alguna para manifestar la voluntad del cielo en favor de José, para que aprendiéramos a respetarlo como el único dignísimo esposo de María y padre de Jesús. Entonces los sacerdotes presentaron a María ante José para efectuar el divino enlace. María vio a José, y José vio a María, pero no fue esta la vez primera que se vieron, pues José había visitado a su parienta cuando ella estaba en su cuna; y un autor español que escribió la vida del señor San José en octavas reales en las que se encuentran algunas de mucho mérito, ya por la pureza de la dicción, ya por los sublimes pensamientos que encierran, emplea algunas páginas describiendo su viaje hecho a este fin por divina inspiración. José, pues, conocía ya a María, conocía su destino mucho más que Joaquín y Ana, y estaba acostumbrado a contemplar en ella a la virgen de Isaías. María conocía a José, conocía que entre los hombres era el justo por excelencia y veía en él al joven destinado a vivir con la virgen. Nosotros creemos que aquellas dos almas purísimas se hablaron muchas veces de un modo semejante a la manera con que lo hicieron Jesús y Juan cuando María saludó a su prima santa Isabel al llegar a la casa de Zacarías. Mas debe tenerse por cierto, según las revelaciones hechas a santa Brígida: Que se hablaron los corazones purísimos de José y de María antes de verificar el divino enlace. Cada uno vio las excelencias del otro, cada uno se consagró a Dios de un modo más especial, y mientras el sacerdote concluía la ceremonia, ellos quedaron consagrados en dos esposos virginales recibiendo María el anillo que le diera José y cubriéndola éste con su manto. A poco después los dos sagrados esposos, asegura san Juan Crisóstomo, partieron para Nazaret su patria y establecieron su morada en una casa que les tenía preparada santa Ana. Contemplemos a la virgen esposa yendo a Nazaret conducida por José. José, su cercano pariente, su virginal esposo, el hombre lleno de gracia y el justo de las maravillas del que se sirviera el Señor para obrar los mayores prodigios. Y contemplemos a José conduciendo a su pariente, a su purísima esposa, a la virgen de Isaías, a la futura Madre del Salvador, y viendo en ella a la mujer fuerte que había de salvar con Jesús a todo el género humano. María se veía conducida de José con un profundo respeto y con la deferencia que se merecía; y José se veía seguido de María con más respeto, si cabe, con una afección la más tierna y con un deseo el más humilde.

Callémonos, porque nuestro corazón que rastrea por el suelo no es capaz de sentir tan divinas afecciones. 3. Glorias de tan divino matrimonio. Celebrados ya los desposorios entre José y María, es muy justo que meditemos en algunas de sus glorias. El lugar donde fueron celebrados es el segundo templo de Jerusalén, el único en la tierra donde se adoraba el verdadero Dios, templo más glorificado que el primero, sagrado no tanto con las solemnes fiestas de su dedicación cuánto por haber sido honrado con la presencia del Mesías. Consagraron el vínculo matrimonial los sacerdotes como representantes del Espíritu Santo; el fin con que se verificó la ceremonia fue cubrir el honor de María, preparar un tutor a Jesús y premiar a José sus excelsas virtudes. ¡Oh Trinidad Beatísima! tú consagraste en la tierra unión tan sublime! ¡Oh espíritus angélicos! vosotros contemplabais atónitos el cielo trasladado a la tierra. ¡Oh matrimonio feliz! embellecido con todos los dones de naturaleza y de gracia, ¿quién podrá contemplarte dignamente? Solo Dios que es tu autor Concluyamos que las glorias de José en su matrimonio jamás podrán referirse, porque en él se hallan una suma nobleza natural y sobrenatural, una hermosura perfectísima, el conjunto de todas las gracias y el tesoro de todas las virtudes. José y María, escogidos por el cielo para estar unidos divinamente, son las personas más dignas, pues como dice Petitalot: María y José, después de Dios, ocupan el lugar más elevado y digno entre las puras criaturas. La hermosura de ambos se halla consignada en el Cantar de los cantares. José puede decir a María: Eres toda hermosa, esposa mía. María puede decir a José: Eres todo hermoso, mi amado... eres el más hermoso entre todos los hijos de los hombres. José y María se amaban mutuamente, pero con un amor más puro que el de los ángeles, con un amor más ardiente que el de los abrasado serafines, amor que se alimentaba en ambos junto con el voto de virginidad, amor el más semejante al que une a las tres divinas Personas y amor que podríamos definir, con el Padre Petitalot, que hacía de dos corazones un solo corazón y de dos almas una sola alma. ¿Hay más? Sí, la consecuencia de ese amor recíproco, José amaba a María más que a sí mismo y su amor estaba correspondido por María, que amaba a José más que a sí misma, sin que ese grado de amor perjudicara el respeto con que se trataban. Siempre hubo en los dos la mayor afabilidad en la comunicación de sus íntimos secretos y la conformidad con la voluntad de Dios en los dolores y alegrías. Tanta dicha, tantas glorias nacían de la más perfecta semejanza de José con la Virgen María, semejanza que se dejaba ver en todo tiempo, pero especialmente en las circunstancias más difíciles de la vida. María y José, superiores a todas las criaturas, poseían en grado eminente todos los dones naturales y todas las gracia y, consiguientemente, todas las glorias de cuerpo y de alma, afectos e inclinaciones, gracias y prerrogativas, virtudes y merecimientos, dolores y gozos, todo era semejante en tan unísonos esposos. Su vínculo era sagrado, era divino, y las grandezas y glorias de uno y otro esposo, inefables, porque estaban fundadas en la humildad. María se llamaba la esclava del Señor, José era el siervo de Dios y el servidor de María; y por esto ambos abrazaron todos los trabajos y cada uno exclamaba de continuo: Señor, hágase en mí según tu palabra; no se haga mi voluntad sino la tuya. Estas voces se oyeron

a cada paso que daban, cuando José, tomó al Hijo y a la Madre y huyó con ellos a Egipto. Antes de este suceso hubo otro en que se manifestó esa perfecta semejanza. María al anunciársele la Encarnación del Verbo en sus purísimas entrañas, como si temiera por su virginidad, y el ángel le dijo: No temas, María. José cuando ignoraba por el misterio, temió por María y por su honra, y el ángel hubo de decirle: José, hijo de David, no temas, lo que ha nacido en María es del Espíritu Santo. Concluyamos que José y María eran tan semejantes al celebrar su divino matrimonio que formaban el dúo más perfecto y concertado, verificándose entre ellos que eran dos en un mismo corazón, en un mismo espíritu, en un solo deseo y en un mismo modo de pensar y de ver las cosas, porque uno y otro no tenían otra voluntad, ni deseo, ni inclinación, que el hacer en un todo la voluntad de Dios. Esta semejanza entre José y María fue tal que, así como la dignidad de Madre de Dios es la mayor después de la de Cristo, así la dignidad de esposo de la Madre de Dios es la mayor después de la de María. Como María fue predestinada a semejanza de Jesús, José, afirma san Bernardo, fue predestinado a semejanza de María. A lo dicho añade san Francisco de Sales: María y José fueron como dos purísimos espejos colocados uno enfrente del otro, y los rayos de santidad que el divino Sol de justicia derramara sobre María, ésta se los comunicaba a José, mas con una reverberación tan perfecta, que las virtudes de José y María pareciesen casi iguales o del todo semejantes. El piadoso Gerson, que entre los autores modernos de un modo más claro y extenso comenzó a colocar a José en el rango que le convenía, dice: Que así como, según san Anselmo, no puede concebirse mayor pureza que la de María, después de la de Dios, así convenía que José gozase de tales privilegios y prerrogativas que, en cuanto es dable, lo hicieran del todo semejante a María. En una palabra, para que todos creamos la completa semejanza entre José y María, el santo Evangelio los presenta como dos esposos vírgenes y divinamente unidos por el mismo Espíritu Santo. 4. Causas que lo motivaron. Para que se aprecie mejor el lugar importantísimo de José en el matrimonio que divinamente celebró con la Virgen, creemos muy oportuno referir algunas de las causas que en cierto modo lo motivaron, afirmando que fue conveniente y en algún modo necesario a Jesús, a María y a José. En efecto, supongamos que José no hubiese contraído el matrimonio con María, ¿qué se habría dicho entonces de Jesús? ¿cómo lo habrían considerado sus compatriotas? ¿cuántas veces le hubieran echado en cara su origen? Los herejes de todos los tiempos ¿qué habrían dicho? ¡Qué arma tan poderosa para continuar en la obstinación de la herejía! Y aun muchos de nosotros tal vez, tendríamos "un no sé qué" que no sabríamos explicar. ¡Tan necesario fue el matrimonio de José relativamente a Jesús! Con el matrimonio de José, Cristo no fue tenido como ilegítimo, se vio clara su genealogía y, por tanto, el cumplimiento de las profecías. María tuvo quien la asistiese, hubo el modo de que se verificara el nacimiento en Belén de Judá, se facilitó poder escapar de las iras de Herodes a su Hijo Dios y, lo que es más, María con José pudo alimentarlo, conducirlo a Jerusalén, buscarlo habiéndolo perdido y conservarlo hasta el momento en que había de ofrecerse en sacrificio. ¿Y qué diremos de María? ¿qué se habría dicho de ella? ¿cómo conservar el honor de su reputación? ¿no habría sido apedreada según la ley? En la misma divina maternidad, ¿no

habría encontrado la ocasión de su infamia? José, pues, celebrando con María sus divinos desposorios puso remedio a todo, defendió a la Madre, siendo su verdadera esposa, y defendió al Hijo, siendo con propiedad su padre según la ley. ¡Oh santísimo, oh divino José! yo no puedo menos que admirarte, viéndote en tus desposorios tan necesario a Jesús y a María, y te admiro más, todavía si cabe, porque estando revestido de la mayor dignidad, todos los días de tu preciosa vida fuiste más humilde y más santo. Por esto decía Isidoro: El hábito o costumbre de José era el de hacerse siempre más humilde y más perfecto. ¡Qué bien aparecen en este hecho las glorias de José! Fue conveniente a Jesús y a María para que conservaran su honor y fue conveniente a José para que apareciera entre los hombre y aun entre los ángeles como el más honrado. Fue tan conveniente por parte de José su matrimonio con María, que así debía, por su excelente virtud ser honrado de Dios con aquellos dos títulos, a saber, de esposo de María y de padre de Cristo, y de tal manera que, después de éste y de su Madre santísima, nada se encontrase superior a José, ni en el cielo, ni en la tierra. Así, José fue el hombre más santo, más perfecto, de mayor virtud, de mayor prudencia, de mayor celo, en una palabra, fue tan divino que fue hallado digno de conversar con la Madre de Dios y con Dios mismo. ¡Oh! ¿cuándo será el día que se hablará del divino José como se debe? ¿cuándo habrá en la Iglesia un talento tan ilustrado como piadoso que lo coloque a la altura que se merece? ¿cuándo los ángeles comunicarán a los hombres los conocimientos que tienen de él? 5. Sentimientos de los Padres sobre los desposorios de José con María. No hay que entretenernos en manifestar los sentimientos de los Padres sobre tan sagrado matrimonio, porque todos convienen en que se verificó entre dos personas las más bellas, santas, perfectas, acordes, amantes, fidelísimas y, lo que es más raro y jamás oído, entre dos vírgenes por voto y por estado, de cuerpo y de alma, de pensamiento y de deseo, porque, como dice Ruperto: Fue un matrimonio tan verdadero como santo, todo celestial y no terreno. El Espíritu Santo arregló los contratos matrimoniales, presidió la ceremonia, unió los corazones, los dirigió según los fines que convenía, hermoseó el interior de cada uno para que mutuamente se contemplaran y ambos, como dice santa Brígida, comprendieron que eran dos virginidades las que se unían virginalmente, comprendieron sus elevados destinos, y si María vio entonces que el Espíritu Santo en figura de paloma tomaba posesión de José y que por medio de un milagro presidía visiblemente la ceremonia, posando amoroso sobre la cabeza de su desposado, José se cercioró plenamente que Dios inspiró y comprobó con un milagro este santo matrimonio. José consumó la ceremonia cubriendo con su manto nupcial a su desposada en señal visible de que la recibía. ¡Feliz José! que has encontrado la mujer fuerte, a pesar de ser en la apariencia la misma delicadeza. ¡Feliz José! porque cien veces brotaron de tus labios en su favor las alabanzas que ella se merece. ¡Feliz José! porque tu esposa será para ti una corona de predilección, virtud y valor. ¡Oh feliz José! tú eres por tu virginidad el varón de las gracias y conoces que eres aquel joven que debía habitar con la Virgen de Isaías, Virgen bendita que te ha sido dada por tus buenas obras y Virgen que cual místico libro tiene escrito por el dedo del mismo Dios el nombre del Verbo encarnado y los nombres de todos los redimidos.

¡Oh divino José! yo te contemplo lleno de gracia, de dones, de virtudes, de prerrogativas, hasta el punto de ser lo más semejante a María, de modo que si ella es una virgen singular, tú eres un singular esposo virgen, y por esto veneramos todos las dos virginidades que celebraron tan divino matrimonio. Bernardino de Bustos dice: Fueron verdaderamente virginales las nupcias de María y José. Y san Pedro Damián continúa diciendo: José tuvo la semejanza de Dios, con la cual quedó con el carácter y la imagen de su esposa. Capítulo 9. Virginidad del divino José. 1. Excelencia del divino José después de los desposorios. Desde el día de los sagrados desposorios del santísimo Patriarca, creemos nosotros que le conviene de un modo especial el sagrado dictado de divino, ya que formó un solo espíritu con la divina María su esposa. Para que nadie dudara de lo que decimos, el Evangelio de san Mateo tuvo cuidado de decirnos que María fue desposada con José y que José fue su varón, y el de san Lucas añade que María era Madre de Dios y que José era su padre. Tan concluyentes son los argumentos que nos autorizan a decir: divino José. El señor San José contrajo tan divino matrimonio no por voluntad de la carne o de la sangre, sino que, según san Ignacio mártir, Orígenes, Ambrosio, san Juan Damasceno y Ruperto: Dios lo hizo. Ved, pues, a José revestido por el mismo Dios de tan excelente distintivo. Dios lo hizo también para confundir al demonio, a fin de que ignorara la encarnación hasta el tiempo prefijado por sus inescrutables decretos; lo hizo para que, viendo los judíos que había nacido de legítimo matrimonio, pudieran recibirle con más facilidad, por el Mesías prometido; lo hizo para presentar ante todo el mundo quién es José, viendo nosotros que la Madre de Dios y Dios mismo se habían cobijado bajo las místicas alas de su santidad; lo hizo para que pudiéramos honrar como se merece y como el mismo Dios quiere al esposo de María, y, como tal, llegó a ser superior al mismo Cristo según su humanidad y su más vivo y parecido retrato según su divinidad; y lo hizo, en fin, para que así como de la divina maternidad de María concluimos todas sus gracias, dones y prerrogativas, así también, del divino desposorio de José concluyéramos sus prerrogativas, dones y gracias. Si tal José fue en fuerza de sus desposorios, ¿cuál sería su virginidad que era la puerta para entrar en ellos? Veámoslo aunque sea brevemente y pluguiese al cielo que nuestro corazón se embebiera todos los días más y más en los sentimientos que acompañan su posesión. 2. Quiénes eran los hermanos de Jesús. El santo Evangelio nos habla de los hermanos de Jesús y esos pasajes, no bien entendidos, hicieron concluir a algunos que el señor San José no fue virgen, sino que eran hijos suyos que había tenido con otra mujer, y lo más grave en este negocio es que algunos padres griegos, fundados en la autoridad de ciertos libros que creyeron sagrados y que después han sido declarados apócrifos, eran de la misma opinión. Pero san Jerónimo, dado por Dios a la Iglesia para sagrado intérprete de las Escrituras, manifestó la falsedad de aquellos textos, así como cuál era su verdadero sentido al llamar a unas personas hermanos del Señor. Según él dichos textos no deben entenderse de hijos de José, sino que hablan de los parientes cercanos de José, y aduce tales argumentos que desde entonces quedó como un hecho del todo justificado no sólo la perpetua virginidad de María inmaculada, sino aun la perpetua virginidad de José. San Jerónimo hace además las siguientes reflexiones:

Jesucristo en su muerte encomendó a su Madre la santísima Virgen a san Juan, y se la encomendó a él especialmente en preferencia de los demás porque san Juan era virgen, ¿y se la habría dado a José por esposa si no hubiese sido él virgen? ¿se la habría dado a José no virgen cuando ella estaba en la flor de su edad y no contaba siquiera quince años? No es posible bajo ninguna suposición y, por consiguiente, que es del todo cierto que José era virgen ya que se entregó a su custodia a la Virgen María. 3. La virginidad de José según los Padres. Los Padres de la Iglesia dicen a una que José fue virgen. San Jerónimo y san Agustín, san Juan Crisóstomo y san Pedro Crisólogo, san Bernardino de Siena, el venerable Beda y santo Tomás lo afirman todos con las palabras más claras y precisas. Baronio, fundado en la más remota antigüedad, en argumentos los más fuertes y concluyentes tanto de los Padres como de la misma razón, concluye la virginidad de José. San Pedro Damián, que había examinado la tradición, escribía al Papa Nicolás que: No sólo es la fe de la santa Iglesia la virginidad de María sino también la del señor san José, su padre putativo y nutricio. Los bolandistas, con una crítica que los honra y con una erudición que los acredita, siguiendo la más exacta tradición, afirman que: Después de san Jerónimo toda la Iglesia latina tiene por cierto que José vivió y murió virgen. El docto obispo anglicano Montaign, después de una serie de argumentos los más concluyentes, saca por consecuencia la virginidad de José. Y César Baronio en sus Annales eclesiásticos, no contento con sus trabajos para demostrar la virginidad de José, tiene a grande honra el poder presentar a Abdías de Babilonia, contemporáneo de los apóstoles, quien nos asegura que San José fue virgen, por consiguiente, podemos decir con toda verdad y con la mejor seguridad posible que San José fue virgen y que la Iglesia está tan segura de la virginidad de José, según san Pedro Damián, como de la virginidad de María, supuesto que ambos a dos, según él, son objeto de la fe de la Iglesia. Todos los autores modernos tras de la virginidad de María han colocado la de José, e Isidoro de Isolano lo hizo tan bien que formó una especie de paralelo sobre ambas virginidades, y así la virginidad de María resplandece de un modo especial en catorce excelencias, la virginidad de José brilla en el firmamento de la Iglesia en las mismas catorce excelencias. ¡Oh! con qué tacto, exactitud y nobleza compara la virginidad de José con la de María. La vocación de María exigía la virginidad, así la exigía la vocación de José; María debía ser virgen como esposa de José, José debía ser virgen como esposo de María; María debía ser virgen para ser Madre de Dios, José debía ser virgen para ser padre de Dios; María debía ser virgen para alimentar una carne divina, José debía ser virgen para proporcionar a la Madre y al Hijo el debido sustento; María debía ser virgen para tener en sus manos y en sus brazos a la misma virginidad, José debía ser virgen para tomar al Hijo y a la Madre cuantas veces fuera menester. Concluyamos con lo dicho que la fe de la Iglesia no sólo es la virginidad de María, sino también la virginidad de José. 4. Excelencia de la virginidad de José. No sólo el divino José fue virgen como María, sino que en cuanto es dable lo fue con la misma perfección. Como si dijéramos lo fue realmente, verdaderamente, en todo tiempo, en toda ocasión, y lo fue de corazón, de afecto y de boca, de modo que sus labios pronunciaron el más absoluto, perfecto y solemne voto. Así fue virgen José. Así es como María, la

bellísima flor del campo. Así es su corazón cual precioso ramillete que arroja siempre la más suave fragancia de la pureza y castidad. José hizo voto de virginidad al par de María, y, dejando por ahora aparte los muchos autores que lo dicen, nos fijaremos en los Bolandistas que nos describen la virginidad de José no como si fuere común, sino que la conservó con un propósito deliberado y con la firmeza y perfección del voto. Por otra parte, gravísimos autores, entre los que descuellan san Buenaventura, Escoto, Suárez, Vázquez de Rodes, san Anselmo y san Agustín dicen que María no sólo fue virgen, sino que hizo voto perpetuo de virginidad, y muchos de los mismos enseñan que lo hizo en el momento de su concepción inmaculada. Pues así, en cierto modo, siguiendo el lenguaje de los padres podemos decir de José que, en el mismo momento de su santificación, amó tanto a Dios, que de un modo semejante a María hizo también voto perpetuo de virginidad, ya que José fue en un todo lo más semejante a María. A la virginidad de tan divina esposa se le debe dar toda la perfección posible, y si toda la Iglesia llama a María: Virgen singular, y san Jerónimo: Virgen eterna, así, de un modo semejante, podríamos nosotros discurrir sobre el señor San José llamándolo virgen singular y virgen eterno. María es, sin duda, la más feliz, porque a las glorias de virgen, añadió los gozos de madre; y José es, sin duda, el hombre más feliz, porque, conservando con todos sus aromas la pureza virginal, es al propio tiempo padre de Jesucristo. Concluyamos, pues, que José fue virgen semejante a María, que, como ella, consagró a Dios la azucena virginal del modo más perfecto y perpetuo, y que amó más esta virtud que la dignidad misma de padre de Cristo, y así, si el ángel se le hubiese presentado teniendo en una de sus manos el lirio de la virginidad y en la otra el cetro de padre de Cristo, José habría dicho cien veces: deje yo de ser padre de Dios antes que dejar de ser su virgen. ¡Oh venturoso José! Yo te saludo como virgen singular, ya que fuiste el hombre de los privilegios, que con el voto solemne que hiciste apagaste para siempre en tu corazón la llama del amor humano, habiendo merecido por este acto generoso comprender la gran sentencia de Cristo mucho antes de que fuese pronunciada: No todos entienden estas palabras. Tú que hiciste florecer en el jardín de tu corazón la azucena virginal, aun antes de que, según san Ambrosio, descendiera del cielo para ser trasplantada en la tierra. Tú, en suma, que por tu amor a la pureza virginal mereciste ser esposo de la Virgen Madre y padre de Jesús, concédeme por tus mismos privilegios que todos los días conozca mejor virtud tan peregrina, que la ame como ella merece ser amada y que mi corazón de un modo semejante al tuyo sea su fiel custodio. 5. San José es el rey de los vírgenes. La virginidad de María es de tal naturaleza, que todos llamamos a la que la posee: La reina de las vírgenes. Y ¿no podríamos decir lo mismo de la virginidad de José en vista de su excelencia como la acabamos de considerar? ¿no podríamos por la misma razón llamar al señor San José el rey de los vírgenes? Ambos esposos la amaban con todo su corazón y con toda su alma, ambos la consagraron en el momento de su santificación, ambos hicieron voto solemne de guardarla, ambos la apreciaron más que su dignidad infinita, ambos merecieron unirse con el matrimonio virginal y ambos merecieron tener por hijo al mismo Hijo de Dios. Luego, si María es la reina de los vírgenes, José es el rey de los vírgenes; luego, si la virginidad de María es santa e inmaculada y merecedora de toda alabanza, la virginidad de

José es asimismo santa e inmaculada y dignísima de toda alabanza. Este conjunto de pensamientos que fueron el feliz objeto de las meditaciones de san Agustín, le hicieron afirmar que la virginidad de José y de María, esposos virginales, era común. José, pues, es el rey de los vírgenes y poseyó una virginidad tan perfecta que ni siquiera tuvo la imperfección del aguijón de la carne. Fue el primero que entre los hombres levantó el estandarte de la virginidad exhortando a todos que fueran vírgenes como él es virgen y es, además, el que la poseyó de un modo tan perfecto, que la cándida azucena pierde en su comparación la blancura que la distingue. Teodoreto, Ruperto y san Jerónimo asemejan la virginidad de José a la de María cuanto es dable y suponen, interpretando el Cantar de los Cantares, que María y José eran por su virginidad dos bellísimas azucenas que despidiendo por doquiera su virginal fragancia y formaban las delicias del inmaculado Cordero que se apacentaba entre ellas. Luego, si María es la reina de las vírgenes, José es el rey de los vírgenes. San Pedro Damián y Gerson pasan más adelante y, comparando la virginidad de José con la de María, afirman que así como fue María la primera entre las mujeres que la ofreció a Dios con voto, así José fue igualmente el primero entre los hombres. Luego, si María es la reina de las vírgenes, José es el rey de los vírgenes. María y José, las dos virginidades sacrosantas que aun en este mundo siguieron al inmaculado Cordero por doquiera que fuese. José, como rey de los vírgenes, poseyó una virginal pureza tan inviolable como inmutable, y podremos decir de él que fue virgen purísimo según toda la extensión de la palabra. Su virginal pureza, según el Padre Jacquinot, era semejante a la de las almas purificadas de toda mancha que vuelan ya al cielo, y, según Isidoro Isolano, era como la de los ángeles. No hemos de admirarnos del dicho de ambos doctores josefinos, puesto que no es otra cosa que una legítima consecuencia de lo que es José, atreviéndonos a decir que necesariamente debió de ser así, atendida su vocación. En efecto, en fuerza de su santificación y confirmación en la gracia, quedó José con la mayor parte de los dones que constituían la justicia original y, sobre todo, con el don de integridad en toda su belleza y con más perfección si cabe. En José los apetitos estaban completamente sujetos a la razón y la razón a Dios, toda inclinación sensible bien reglada, toda corrupción del todo curada, la concupiscencia completamente amortiguada y el fomes del pecado del todo extinguido. He aquí cómo expresa tan bella gloria del santo el distinguido Salmerón: Así como María tenía reprimido el fomes del pecado original, así debe entenderse piadosamente de José su virginal esposo. Esta pureza que decimos la tuvo José con la primera gracia que recibió de Dios, todos los días con su correspondencia la iba hermoseando más y más, para celebrar, a su debido tiempo, el matrimonio con María, de suerte que fuese digno esposo suyo. Tan semejantes fueron ambas virginidades que por su perfección fue cada una para la otra digna de unirse en matrimonio. Luego, si María por su virginidad es la reina de las vírgenes, José por su virginidad es el rey de los vírgenes. Por esto también exclama Isolano: La virginidad de José es superior a la de los mismos ángeles y es, además, más noble por su naturaleza, más grata por su delicadeza, más útil por su mérito, más admirable por su incorrupción y más querida, más voluntaria y más afectuosa. Aun nos atrevemos a decir que esta virginidad la tendría José en el momento de celebrar sus divinos desposorios, porque desde aquel instante sacrosanto creció en él admirablemente ya que cada una de las miradas de la Virgen infundía en el corazón de José una lluvia de virginal roció que lo movía sin cesar a la mayor estima de la más acendrada pureza. En suma, María sólo aspiraba a obrar como Jesús, José sólo aspiraba a obrar como María.

Capítulo 10. El divino José en el misterio de la encarnación. 1. José y María esposos. Los dos sagrados esposos, José y María vírgenes, obrando virginalmente en su purísimo matrimonio, son los venturosos padres de Jesús, el esposo virginal de las almas que se consagran a Dios, y son también los padres de aquella admirable generación de santos que, por el fulgor de su pureza, merece ser llamada casta, toda hermosa, toda conocida de Dios y de memoria inmortal ante los hombres y los ángeles. Jesús es la descendencia directa, y el piadoso Gerson afirma tan delicado pensamiento diciendo que Cristo fue el fruto nupcial de los dos esposos José y María. Como si dijera que Jesús, la hermosa flor del campo, habría brotado de las dos azucenas, José y María. Jesús, el esposo de los vírgenes, es el redentor, y con su doctrina, sudores, obras, pasión, muerte y resurrección salva al mundo, lo redime de la esclavitud del demonio y del pecado. Y si el mundo pasa a ser de Jesús por haberlo comprado con el precio de su sangre, pasa a ser igualmente de José y de María que son sus padres. Para todos Jesús descendió del cielo a la tierra, para todos se hizo hombre, para todos enseñó su doctrina y para todos murió, pero lo hizo de un modo especial para José y María, ya que como padres suyos formaban el objeto de su singular predilección. ¡Oh felices esposos! Yo os saludo, os venero y os adoro con el culto que la Iglesia os tributa. Vosotros sois los padres venturosos de Jesús y tenéis con él la gloriosa descendencia de millones de vírgenes que, repartidos en todos los siglos, condiciones y edades, han puesto sus glorias en consagrar a Dios su virginidad. Vuestra vida que fue divina, vuestra vida misteriosamente escrita por el Espíritu Santo en el Cántico de los cánticos describe maravillosamente vuestra rara belleza, vuestros amores castísimos, vuestras costumbres inocentísimas, así como el óptimo y divino fruto que había tenido. ¡Oh felices esposos! Sois una copia del matrimonio de Jesús con la Iglesia, de Jesús con cada una de las almas que se le consagran, de los obispos con la parte de la Iglesia que les ha sido señalada y de los sacerdotes con el ejercicio de su ministerio. Yo os saludo, José y María, y os pido humildemente de un modo especial vuestras luces sobre el misterio de la encarnación que se verificó desde vuestro virginal desposorio. 2. José y María en el misterio de la encarnación. El matrimonio de José con la santísima Virgen fue, como dicen los santos Padres, el de dos virginidades en el estado más perfecto de pureza y, por tanto, fue semejante al del hombre y el de la mujer en el estado de la justicia original. María, concebida sin la mancha del pecado y enriquecida su concepción con el mayor número de gracias posibles, fue la desposada con José (concebido sin pecado, como dicen algunos autores, apud Morales), santificado inmediatamente después de su concepción inmaculada, pero con una gracia tan superior a toda otra gracia que era sólo inferior a la concedida a su esposa santa. Si nuestros primeros padres hubiesen conservado la justicia original, habrían gozado del don de integridad, con el don de integridad no habrían tenido la concupiscencia de la carne y sin la concupiscencia de la carne el género humano se habría multiplicado. ¿Cómo? Sin menoscabo de su virginidad, como escribe san Juan Crisóstomo. En José y María tenemos dos inocencias las más semejantes a Dios, ambas a dos con la justicia original con relación al don de integridad y ambos a dos con el Hijo que es el parto glorioso de la Virgen. Así como Adán y Eva, en fuerza de la bendición que Dios les diera, supieron que eran los padres de todo el género humano así, con mucha más razón, sabrían que su virginal matrimonio daría a luz al Verbo encarnado.

A María se le presenta el ángel y le anuncia que había de ser Madre del Hijo de Dios, pero María se turba. Mas ¿por qué se turba? Se turba pensando si aquella embajada que tiene delante de sí es divina o de Satanás, y, como dicen Rodes y otros autores: María le objetó lo que el diablo no pudo saber, y Gabriel contesta como enviado de Dios, le descubre los arcanos del misterio y le hace conocer que ha llegado ya la hora en la que Dios quiere obrar tan grande maravilla. María hace entonces un acto infinito de humildad, y declarándose la esclava del Señor, pronuncia su omnipotente: Hágase, voz divina que hace a María Madre de Dios, y voz divina que, como se expresa san Bernardo, hizo a José padre de Dios. La expresión de María virgen al ángel: Hágase en mí según tu palabra, parece ser mucho más gloriosa para José que lo que muchos creen, y nosotros, conducidos por san Bernardo y autorizados con las sentencias de otros Padres y doctores de la Iglesia, haremos notar con sencillez lo que ellos mismos ya han dicho y han notado. ¡Hágase! voz divina de María que elevó entonces a José al rango glorioso como de hermano del Espíritu Santo, ya que, según la sentencia adoptada por Isolano: El Espíritu Santo pasó a obrar en María como hermano de José. ¡Hágase! voz sagrada que patentizó a José todo el misterio de la encarnación y, como obrando virginalmente en María, por su virginidad, los dos eran elevados a la dignidad de padres de Cristo. ¡Hágase! voz divina que dejando obrar al Espíritu Santo y con el cumplimiento de todas las profecías, notifica a José que su matrimonio virginal es ya fecundo. ¡Hágase! voz divinamente poderosa a la cual siguió inmediatamente la procreación de Jesús en María por obra del Espíritu Santo, y no como quiera, sino de un modo legal, de una manera legítima, es decir, con el consentimiento de José, como aseguran Gerson y san Pedro Damián. ¡Hágase! voz fidelísima que, como pronunciada por José y María, hizo que merecieran, según san Agustín, como en premio de su mutua fidelidad el ser llamados padres de Cristo. ¡Hágase! voz la más misteriosa, que al paso que hizo a María la verdadera Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, no le quitó a José la autoridad de padre, sino antes bien, disponiendo el ángel que le impusiera el nombre en el acto más interesante, como dice el mismo Agustín. ¡Hágase! voz la más gloriosa para José, pues la Virgen, como intemerata, reconocía en él su carácter purísimo y virginal, apellidándolo ella misma el padre de Cristo. ¡Hágase! voz que sonó dichosísima para el corazón de José porque le descubrió que era más feliz padre y padre más verdadero con su voluntad que cualesquiera otro no pudiera serlo con su carne de un modo natural. ¡Hágase! voz, en fin, que hizo a José el más feliz de los mortales, el más privilegiado que los mismos ángeles, el más amante de Dios que los más abrasados serafines y el tan semejante a María, que lo que el Espíritu Santo obró, lo obró para María y para José y, descansando en la justicia de ambos, a ambos les dio el Hijo, y aunque operó en el sexo que era conveniente, fue obrando de modo que naciera también para su esposo. 3. Se pregunta en qué tiempo tuvo José conocimiento de la encarnación. Es una cosa muy interesante determinar en qué tiempo José tuvo conocimiento de la encarnación, y aunque a nosotros nos parece que se le puede conceder este conocimiento con toda amplitud, de modo que si la humanidad de Jesucristo tuvo el conocimiento esencial de su vocación desde el momento que fue unida al Verbo y la santísima Virgen, por gracia y privilegio, desde el primer instante de su concepción inmaculada así José lo tuvo desde el momento de su santificación, puesto que así convenía que fuese privilegiado el llamado por Dios a redimirnos, según la expresión de un Padre, juntamente con Jesús y

María. Pero observemos el sentimiento de los Padres sobre este punto, así como lo que por el Evangelio podremos concluir. San Mateo nos enseña en el Evangelio que María fue hallada que había concebido por obra del Espíritu Santo. Pero ¿por quién fue hallada que había concebido de este modo maravilloso? Por José, y no más que por José, exclama san Jerónimo. Luego, según san Jerónimo y el Evangelio, José sabía quién era María, sabía que era la Virgen de Isaías, sabía que era madre siendo virgen y, por decirlo con el Evangelio, sabía que había concebido por obra del Espíritu Santo. Teniendo ya este conocimiento, continúa el Evangelio: José, siendo justo, no quiso darlo a conocer, sino más bien dejarla ocultamente. Como si dijera: José, siendo justo, no quiso decir a los sacerdotes que la virgen de Isaías había venido, que el Mesías había ya tomado carne en sus purísimas entrañas y que daba testimonio de ello porque él era su esposo. José, terriblemente acosado por los sentimientos de humildad, viendo de una parte la humildad del Mesías que se había anonadado y los actos humildísimos de María, no pudo sufrir tanta gloria e intenta librarse de ella dejando ocultamente al Hijo y a la Madre. José piensa de corazón en desprenderse de tanta dicha, quiere tornar a Dios toda la gloria que le es debida, se contenta con ser espectador de tantos misterios y se duerme pensando en separarse del Hijo y de la Madre. Estando en estos pensamientos el ángel se le aparece en sueños, le hace recibir a la que en su corazón ya casi había dejado, le indica que es la voluntad del Altísimo que viva con su consorte y que, siendo su virgen esposo, juntamente con el Espíritu Santo, ha de continuar con los derechos de la divina paternidad, imponiendo a este fin al recién nacido el nombre de Jesús: No temas recibir a María tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo, dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús. Según el Evangelio, José supo la encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo antes de que el ángel se lo dijera, y a nosotros nos conviene probar que si no lo supo desde su santificación en fuerza de la gracia que debía acompañar a su vocación divina (que a nosotros nos parece lo más conforme), al menos lo supo antes de que se verificara: 1º. Porque lo pedía len cierto modo la misma justicia, ya que María era de José. 2º. Porque así como el ángel lo avisó a María antes que se verificarse pidiéndole su voluntad, así también parece que había de pedir la voluntad de José y él dar su consentimiento, como lo afirman Gerson y Pedro Damián. 3º Porque el fruto de este matrimonio virginal había de ser, no de una sola virginidad, sino de las dos virginidades, José y María, y por lo cual lo que el Espíritu Santo había de obrar, lo obró no para uno sólo sino para los dos, y por esto decía san Agustín: Lo que obró el Espíritu Santo lo obró para los dos. 4º. Porque José y María eran los dos constitutivos convenientes del matrimonio destinados a dar a luz a Cristo Señor nuestro y, para efectuarlo, el Espíritu Santo contó con la justicia de los dos, afirma san Agustín ; luego, no sólo tuvo el consentimiento de María, sino también el de José. 5º. En suma, la encarnación del Verbo la verificó el Espíritu Santo en el sexo que debía, es decir, en la santísima Virgen, pero de modo que naciera el Hijo también para el otro sexo, es decir para José. Tan claro es, según san Agustín, que José tomó una parte verdadera en la

encarnación, que nació el divino fruto para él, así como para María. De este modo se comprende por qué no sólo los evangelistas, sino aun la Virgen llaman a José el padre de Jesús. 4. Pensamientos de José después de la encarnación. Por una fatalidad de la que no sabemos dar la razón, ha habido algún autor que hablando del señor San José después de la encarnación, nos lo presenta con pensamientos no muy santos que digamos y, lo que es peor, que dichos pensamientos del mundo, celos de carne y sangre y demás sospechas de pecado, los intentan probar con el texto del Evangelio. Semejantes pensamientos jamás entraron ni pudieron entrar en el corazón de José, porque era un hombre cuya vocación era divina, había recibido las más claras revelaciones sobre la encarnación y el Verbo divino había llenado su mente de los más profundos conocimientos. Por otra parte, el Evangelio lo desmiente, supuesto que antes de pensar en abandonar ocultamente a su esposa, ya él había encontrado que había concebido por obra del Espíritu Santo, por consiguiente, no pudo pensar otra cosa que lo que realmente pensó, es decir, separarse por motivos de humildad, como hemos demostrado por medio del Evangelio en el número precedente. Una obra antigua, citando un pasaje de Orígenes, dice expresamente que José quiso separarse ocultamente de su virginal esposa y compañera excitado por los sentimientos de humildad. San Basilio añade: El humilde José, juzgándose indigno de ser esposo de una mujer tan perfecta y privilegiada, creyó que debía separarse de ella. San Jerónimo adopta un lenguaje semejante y demuestra que así es porque el Evangelio dice que José halló a la Virgen que había concebido por obra del Espíritu Santo. San Ambrosio, san Juan Crisóstomo, Teofilacto y Leoncio, con otros muchos y grandes doctores, afirman que José conoció que el fruto que llevaba María en su vientre lo había concebido por obra del Espíritu Santo, pero que era tan humilde y tan grande el respeto que tenía a Dios, que juzgó sería atrevimiento vivir con su Madre, por cuya causa trataba de dejarla. San Bernardo, después de haber emitido el mismo pensamiento, añade: Esto que os digo no lo miréis como un pensamiento particular mío, sino como la sentencia común de los Padres. Santa Brígida asegura que sobre este punto le dijo la Virgen que la humildad fue el verdadero motivo de la determinación que José iba a tomar ya que se consideraba indigno de servir a la Madre de ese Hijo. Y Santo Tomás nos dice también que José iba a verificar la separación porque temía habitar con María por reverencia a su santidad. Aunque los argumentos presentados son argumentos que demuestran los pensamientos de José después de la encarnación, con todo, aun queremos presentar algunas razones en las que han fundado su sentencia los doctores católicos, y ojalá que ellas sirvieran de suerte que jamás ningún autor dijera lo contrario, porque de nuestra parte confesamos que nos parecen tales pensamientos indignos de José, de María y de Jesús. 1º. La primera razón la sacan del Evangelio, supuesto que él dice expresamente que José halló a María que había concebido por obra del Espíritu Santo antes de que el ángel se lo dijera, y así lo declaran de dichas palabras Teofilacto y san Basilio el Grande, de quien se dice que nadie interpretó la Escritura mejor que él.

2º. La segunda razón la sacan de la misma conducta de José, pues siendo esposo de la Virgen no la dejó, pues como dicen san Buenaventura, Viguerio y muchos otros, José la acompañó aun en el viaje a casa de Zacarías. 3º. Porque José fue espectador de cuanto aconteció durante los tres meses de permanencia con Isabel, así como, según indican san Buenaventura, el Abulense y Viguerio, oyó cuando Isabel la llamó la Madre de su Señor, conociendo además los milagros que se efectuaron. 4º. Porque no parece conforme a la verdad que José ignorase una cosa tan esencial y de tales consecuencias, sino que Dios se lo había de decir. 5º. Porque la Virgen santísima, que se lo dijo a Isabel, con mucha más razón se lo diría a José que era su esposo. A este fin afirma san Pedro Crisólogo que José fue el esposo de la conciencia de María, porque ella nada tenía en el secreto de su corazón que no se lo hubiese comunicado y las gracias que recibían del cielo uno a otro se las comunicaban con tanta más confianza, cuanto que los mismos profetas habían predicho con toda claridad tan sacrosanto misterio. 6º. Porque no se puede creer que José quisiese dejar a María por sospechas, ya que José era justo, y abandonarla, dejarla y repudiarla ocultamente era contra la ley. ¿Y quién se atreverá a decir que José en el mismo momento en que el Espíritu Santo lo declaraba el justo, quería por otra parte quebrantar la ley? ¿Cómo suponer en el justo José tan poco juicio, que quisiera perder su reputación, andar en las lenguas de todos y aun ser mal mirado por los de su nación? Concluyamos de una vez para siempre, que José quiso dejar a su esposa porque sabiendo y conociendo que era Madre de Dios, su profunda humildad le hizo creer que era gran menoscabo de la Madre del Mesías aparecer como esposa suya, así como pasaba a ser en favor suyo revestirse de una gloria que era sobre toda otra gloria. 5. El ángel consuela a José. Nadie crea que por haber demostrado en el corazón de José no hubo celos ni sospechas, ni otra pasión humana cuando pensaba separarse de la Virgen, nadie crea, repetimos, que le hayamos quitado su dolor. Convenimos que le hemos quitado un dolor humano, un dolor padecido como uno de tantos, pero en cambio aparece con el dolor que le es propio, con un dolor que supera a cuanto han podido padecer todos los hombres juntos. José viose sumergido en un mar inmenso de dolor, de angustia y de aflicción, producido por el deber, por lo que perdía y por la humildad. Al examinar las causas que motivaban su resolución, recordaba los deberes que le imponía la calidad de esposo virginal de la Madre de Dios; veía a María, todos los días la veía más divina, todos los días la conocía con más perfección, la conocía mejor que los mismos ángeles, veía en sus virginales entrañas al Verbo encarnado, amaba al Hijo y a la Madre infinitamente y su amor todos los días más inflamado no le permitía separarse de ellos ni por un instante, pero para esto era necesario que se supiera que María era la Madre de Dios y que él mismo era su padre ¡Ah! sus combates fueron los más dolorosos, su aflicción sobre toda otra aflicción, su sacrificio el mayor de los sacrificios. Entonces, en cada instante hacía el acto más heroico de humildad cuando casi determinaba separarse y hacía el acto de amor más heroico cuando, a pesar de los gritos de la humildad, determinaba no separarse.

Pensando esas cosas,(eo cogitante), en medio de sus gemidos y de su oración, el sueño lo invade... un sueño como el de Adán en el paraíso se apoderó de él y el ángel lo consuela. Gabriel, como quiere san Agustín, le dice: José, hijo de David, no temas, recibe a María tu consorte, no obstante de haber concebido por obra del Espíritu Santo. Gabriel lo llama por su propio nombre para inspirarle más confianza, como lo había hecho con María, le recuerda toda la dignidad de su esposa Virgen, le recuerda que él es con toda verdad su verdadero esposo, le recuerda el glorioso fruto de sus entrañas, le recuerda que es su padre virginal y le recuerda que ha de serlo públicamente haciendo profesión de ello en la circuncisión de un modo especial. El ángel aún hace más, pues pasa a recordar a José la sagrada misión de Jesús, que ha de salvar a todo el género humano redimiéndolo de la esclavitud del demonio y del pecado. José despertó del sueño y puso en práctica cuanto el ángel le había dicho. José quedó consolado, vio las cosas como eran en sí mismas, tuvo una constancia cierta de la voluntad de Dios, las pasadas tinieblas se convirtieron en la brillante luz del más hermoso día y pudo exclamar con mucha más razón que David: ¡Oh Señor!, según la intensidad de los dolores que afligían mi corazón, has llenado de alegría toda mi alma. Desde entonces de una manera especial habría en los sagrados esposos una serie de conversaciones del todo divinas, hablarían de las promesas hechas a sus padres sobre el Verbo hecho carne, se referirían las profecías comentándolas con las luces del Espíritu Santo y todos los días y aun todos los instantes del día, se hacían más y más idóneos ministros del Salvador, lo adoraban ya antes de que naciese, se disponían a impartirle los oficios. ¡Ah! dejemos a los sagrados esposos gozar su bienaventuranza. Capítulo 11. Nacimiento del Hijo de Dios y su circuncisión. 1. Parte José a Belén con su esposa. Los dos habitantes de la feliz Nazaret, José y María, que habían visto y palpado los grandes misterios que el Eterno había obrado en ella, tuvieron que dejarla en cumplimiento de una orden del César, y entonces se hizo la voluntad de Dios dando cumplimiento a las profecías que designaban ser Belén el lugar del nacimiento del Mesías prometido. José, tirando el cabestro de la asnilla sobre la cual cabalgaba la divina María, sale de Nazaret y con cinco días del más feliz viaje llega a Belén en día sábado, cerca de las cuatro de la tarde, hora en que el sol iba a terminar su carrera. José se dirige a la plaza pública, entra en la casa del encargado del César, hace inscribir su nombre y el de su esposa y, constando ya de hecho y jurídicamente su descendencia, paga el tributo señalado. En aquellos días había en Belén un número extraordinario de extranjeros, y por una de aquellas trazas de la providencia no encontró José lugar para ser hospedado ni entre sus parientes, ni entre sus amigos y, lo que es más, ni siquiera en las posadas. Nosotros no creemos que en semejante ocasión hubiese recibido la Sagrada Familia algún desprecio y mucho menos que fuese ocasionado por la pobreza de José, porque, como vimos y lo dejamos demostrado en la otra obrita "Quién es José, José tenía todo lo necesario, su joven esposa lo tenía también como única heredera de Joaquín y santa Ana que aun vivía y conocía los misterios que habían tenido cumplimiento en su hija, le habría proporcionado mucho más de lo hubiese necesitado, y el Evangelio nota expresamente que no hubo lugar para ellos.

Si reflexionamos un poco en los grandes misterios que iban a obrarse, convendremos con toda sencillez que tan grandes maravillas no habían de tener lugar en casas particulares, ni entre parientes ni amigos y mucho menos en una posada; José recordó entonces la cueva de Belén donde los animales y los pastores se recogían en las heladas y lluviosas noches del invierno, y parte hacia allá, ya que es la escogida por Dios. Si Jesucristo había de venir al mundo con el mayor abatimiento para confundir el orgullo humano, no podía escoger mejor lugar para su nacimiento que un establo. ¡Cátedra divina! exclama san Bernardo, desde donde comenzó a predicar contra el fausto del mundo y el grande amor de que es digna la pobreza voluntaria. 2. Nacimiento de Jesús. La cueva de Belén por los inescrutables juicios de Dios había sido escogida para ser el palacio del gran rey; por consiguiente, ya después de anochecido entraron en ella los virginales esposos, y mientras José asea del mejor modo posible el inmundo lugar en que habían de efectuarse tan grandes misterios, prepara María los parcos alimentos que habían de robustecer sus cansadas fuerzas. Concluida la cena, su acostumbrada oración sobre la venida del Mesías fue más larga de lo ordinario, el fervor que inunda sus almas los pone en divina oración, y mientras José, arrebatado más allá del tercer cielo, contempla la venida tan deseada del Mesías, María en un éxtasis todo divino ve al divino Infante que saliendo de sus entrañas como pasan los rayos del sol por un purísimo cristal, se coloca en sus benditos brazos. Entonces un torrente de luz celestial inunda la cueva; José, vuelto de su éxtasis, entra en otro más divino, si cabe, viendo al Verbo encarnado entre los brazos de su Madre y apoyado sobre su casto seno, al paso que los ángeles con sus cánticos sagrados anuncian el nacimiento del Hijo de Dios, y entónase el sublime: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz a los hombres en la tierra de buena voluntad, cántico sagrado que durante diez y nueve siglos se está cantando sin cesar. San Juan Crisóstomo se traslada a Belén, penetra en el palacio del rey del cielo, adora al divino Infante, venera a su divina Madre y, al contemplar al divino José en esta circunstancia, exclama: Es imposible poder apreciar su gozo. Otros santos los siguen en tan gustosos entretenimientos y aseguran como él: Que José habría muerto entonces de alegría, si una fuerza divina no le hubiese conservado. Y cuando María, para preparar la cuna, puso al divino Infante en los brazos de José, con toda verdad afirma san Bernardo: En ésta y en muchas otras ocasiones, fue dado a José tomar a Jesús en sus brazos, apretarlo sobre su corazón y sonreírle paternalmente. 3. José adorando a Jesús. Una de las grandes glorias de José en el nacimiento de Jesús fue haberlo adorado. María adora a Jesús, José adora a Jesús; María adora a Jesús en los brazos de José, José adora a Jesús en los brazos de María. María es la primera entre las mujeres que adora a Jesús, José es el primero entre los hombres que lo adora. Gloria, gloria inefable la de José en esta ocasión, ocasión solemne que hizo exclamar a Isolano: El señor San José fue el primero que adoró a Cristo después de la beatísima Virgen María. José fue el primero que entre los hombres adoró a Jesús, pero notémoslo bien, que no sólo fue el primero en el tiempo, sino que lo fue también en el fervor, en la intensidad y en la pureza y fue el primero y el único que lo adoró como hijo suyo y como su padre. Isolano,

que tanto, tan bien y con tanta exactitud nos escribió del señor san José, hizo de él una pintura inimitable al retratárnoslo adorando a Jesús. José adora a Jesús, pero lo adora movido de tres razones poderosísimas: lo adora excitado por el deseo vehementísimo que abrasaba su interior, lo adora impelido fuertemente por el ejemplo exterior de la Virgen y lo adora arrastrado por el amabilísimo aspecto del divino Infante; pero lo adora con tanta más perfección y con tanto mayor espíritu y verdad, cuanto que cada una de dichas tres causas se había apoderado completamente de todo su ser. María adora a Jesús como su Madre, José lo adora como su padre. Jesús adorado por su Madre recibe de ella un torrente de amor y un torrente de amor brota del corazón de José al adorar a Jesús y los mismos ángeles, como observa Isolano, celebraron la adoración primera que hizo José de Jesús recién nacido. Todos, todos los motivos residían en José para que amase a Jesús, así como todos los medios para agrandar sin cesar su corazón y sin cesar purificarlo. Jesús era el más hermoso de los hijos de los hombres y José no podía no amar al que le era tan semejante en hermosura y lo amaba como a hijo suyo, como a hijo que lo llamaba su padre y como a hijo divino que se hizo hombre para salvar y redimir a todo el género humano. José amaba a Jesús con todo su corazón, con todos sus afectos y aun con todas sus fuerzas, operando éstas ardentísimamente, como dice Isolano: Creemos que San José hizo por Cristo todas estas cosas con un amor ardentísimo. ¡Oh! cuánto provecho sacaríamos para nuestra vida espiritual si supiéramos conocer un poco el amor que José tenía a Jesús. ¡Oh! si compadeciéndose José de nuestra miseria, cambiara nuestro helado corazón que ardiera como el suyo. ¡Oh! si al menos desde ahora amásemos a Jesús. Pidamos esta gracia a José y sin duda nos la concederá, según el fervor de nuestra petición. José amó a Jesús a semejanza de María, porque la pureza de ambos corazones era la más semejante, y no podía ser de otro modo, ya que ambos a dos fueron predestinados desde toda la eternidad y ambos, con la misma vocación eterna, con la misma elección en el tiempo, con los mismos oficios, con el mismo objeto en sus operaciones y con el mismo Jesús. José, pues, después de María tuvo la mayor pureza, porque tuvo el grado más cercano a la pureza de María, como afirma Isidoro con las siguientes palabras: La pureza de José fue la más próxima a la de la santísima Virgen... La pureza de José debe descender por recto grado y sólo ser inferior a la de la beatísima Virgen. José, por tanto, amó a Jesús a semejanza de María de un modo el más semejante, en el primer grado después del suyo. 4. José conociendo a María. ¡Oh divino José! Cómo quisiera acompañaros en el desempeño de vuestro sagrado oficio. ¡Oh! si me fuera dable pasar una noche con vos en el portal de Belén. Pero ¿qué digo? Ya no era cueva de Belén, ya no era establo, era el templo por antonomasia, era el templo infinitamente superior al de Salomón, y aun era la verdadera Iglesia, como escribe san Atanasio: En efecto, el pesebre era el altar; el divino Infante, el santísimo Sacramento; el obispo era el eterno Padre que contemplaba el único objeto de todas sus complacencias; el tabernáculo, la santísima Virgen María; los ángeles eran los cantores; los fieles eran los pastores de aquellas cercanías y los magos; y el primer sacerdote de la nueva Ley era el señor san José. José en ese acto obró con tanta perfección que como en premio singular le fue dado conocer a María pero con un conocimiento tan singular y con unas noticias tan preclaras, que nadie ha conocido a María como él. San Mateo explica nuestro sentimiento

con las siguientes palabras: Y no la hubo conocido hasta que dio a luz a su hijo primogénito y lo hubo llamado Jesús. Como si dijera: aunque José conoció a María después de su concepción inmaculada como la Virgen de Isaías, como la conocieron entonces Joaquín y Ana, aunque la conoció mejor al visitarla poco después de su nacimiento y la conoció incomparablemente más al recibirla por esposa, sin embargo, después de haber dado a luz al Hijo de Dios y haberlo circuncidado imponiéndole el nombre de Jesús, la conoció de un modo tan sublime, tan elevado y tan único que sus conocimientos pasados eran en su comparación como si no fuesen. Por esto san Epifanio, san Juan Crisóstomo y el Cardenal Viguerio aseguran: Que después del nacimiento de Jesús, fue cuando el señor San José conoció perfectamente a su esposa. 5. José circuncidando al Hijo de Dios. La circuncisión del Señor es una verdad dogmática que consta en el santo Evangelio y que se verificó ocho días después del nacimiento en Belén. Fue circuncidado, pero ¿por quién? Unos dicen que fue alguno de los sacerdotes de Belén, y dan por razón que era necesario que lo hiciera un sacerdote, ya que se trataba de Jesús, eterno sacerdote. Otros dicen que María debió de obrarlo, por ser la más digna entre todas las criaturas, y otros dicen que José fue, y lo prueban por el Evangelio, quien, afirmando que puso al divino Infante el nombre de Jesús, parece que dice también que lo circuncidó. De nuestra parte diremos que gravísimos autores muy respetables, entre los cuales descuellan por sus luces celestiales san Efrén, san Bernardo, Suárez y otros, afirman que José circuncidó al divino Infante. Esta opinión parece la más propia e igualmente la más cierta, pues tal parece que fue la opinión de los Padres. Por esto un historiador antiguo dice: Es lo más probable que la circuncisión se verificó en las rodillas de la Virgen como en su altar propio y que José fue el ministro que la ejecutó. Me he asegurado de ello consultando los Padres y observé que este es su común sentir. José, pues, circuncidó al divino Infante y lo hizo expresamente para cumplir el mandato del ángel; mas esta acción ¿no fue en José un acto de obediencia el más insigne? ¿No hubo en José al ejecutarla una fortaleza la más heroica? ¿Qué sentiría el corazón de José al tomar en sus manos el cuchillo misterioso? ¿Qué sentía al herir a Jesús, al ver la divina sangre que corría cortar la carne? José entonces sufrió más que un hombre, más que todos los hombres, más que todos los padres. Sí, su dolor fue entonces sumo, y con mucha razón nos exhorta la Iglesia a contemplar un poco ese dolor del señor san José: su alma quedó traspasada de dolor, al par del de la santísima Virgen. 6. José imponiendo el nombre de Jesús. San Mateo en el mismo capítulo primero en que nos dice que el ángel mandó a José que impusiera el nombre a Jesús, nos dice que de hecho se lo impuso: Le pondrás por nombre Jesús; le puso el nombre de Jesús; por consiguiente, no es una cosa opinable el que José hay sido sino que es del todo cierta. Isidoro Isolano hace una reflexión muy digna de su piedad, muy propia para que seamos devotos de tan sagrado nombre y al mismo tiempo muy conveniente para que nos acostumbremos a saborearlo espiritualmente. Según él, Dios es el que desde toda la eternidad impuso al Verbo el sacratísimo nombre de Jesús, el ángel es el portador de tan divino nombre, descendiéndolo del cielo a la tierra, María es la que recibe la primera la orden inmediata de Dios de imponérselo y José es el que recibe el mandato de ejecutarlo al verificar la circuncisión, como de hecho así lo hizo.

José entonces fue reconocido no sólo como esposo de María sino aun como padre de Jesús, ya que ante la ley hizo el acto de autoridad paterna, según el ángel de parte de Dios se lo había ordenado. Porque como en nuestros días la autoridad del padre es la misma de que se sirve el padrino para imponer el nombre a su hijo, el cual queda como de segundo padre y, en circunstancias dadas, hace el oficio de tal, así José en la circuncisión apareció como verdadero padre del niño, y de hecho ejerció su autoridad sobre él. Qué beneficios los que se siguen de tan sagrada imposición y qué grandeza la de José al imponerlo. José se lo impuso ocupando el lugar del eterno Padre, se lo impuso según la voluntad de Dios expresada por el ángel, se lo impuso haciendo la voluntad de su Madre que así lo disponía y se lo impuso en cumplimiento de su oficio. Qué beneficios los que debemos a José por tan divina imposición. Entonces nos dio a conocer el cumplimiento de las profecías que se cumplieron en Jesús y entonces se publicó que era Jesús el salvador de los judíos y de los gentiles. José dijo: Jesús. Pero dejémosle saboreando él primero el dulce nombre de Jesús. Consideremos a María diciendo: Jesús, a María y a José diciendo a su hijo: Jesús. ¡Ah! sagrados entretenimientos que hicieron a José el hombre de la dicha, así como lo fue también de los trabajos. Capítulo 12. Cómo el divino José es padre de Jesús. 1. José, cabeza de la Sagrada Familia. Una de las glorias más excelentes y más brillantes del divino José es ciertamente haber sido la cabeza de la Sagrada Familia, es decir, verdadero esposo de María y padre de Jesús. José se desposó con María, no por voluntad de la carne o de la sangre, sino por voluntad expresa de Dios, que aun ante los hombres la manifestó por medio de milagros. María, por consiguiente, pasó a ser de José, y con tanta más perfección y de un modo tanto más absoluto, cuanto que su divino enlace era original. Por consiguiente, dicen los Padres a una voz: Así como el dueño del árbol lo es también de su fruto, así también el dueño de María lo es también del fruto de su vientre, es decir, de Jesús. Convenimos que en el matrimonio de María todo era espiritual y milagroso, supuesto que se trataba de dos virginidades unidas en matrimonio; pues aun en este caso, responden los Padres: Porque así como el dueño de un jardín lo es también de la fuente que haya brotado en él milagrosamente, así José, dueño del virginal huerto de María, lo es también de Jesús, fuente de agua viva, que brotó en ella por operación del Espíritu Santo. Cornelio a Lapide hace suyo este pensamiento y se expresa así: Jesús pertenece propiamente a la familia de José, porque María, Madre de Jesús, es de José. Esta familia es la primera del mundo, es verdaderamente toda divina. Jesús es el Hijo, María, la Madre y José, el padre. La primera es Jesús, Dios y hombre verdadero, a quien hemos de adorar con el culto de latría; la segunda es María, Madre de Dios, a quien hemos de adorar con el culto de hiperdulía; la tercera es José, esposo de María y padre de Jesús, a quien hemos de adorar con el culto sumo de dulía. Entre Jesús, María y José siempre hubo suma paz, sumo amor, correspondencia suma. Jesús repartía a José con larga mano el tesoro de sus perfecciones; María, siendo perfectísima, se habría considerado imperfecta, si no hubiese procurado de continuo nueva perfección a José que era la mitad de sí misma; y José, al verse tan obligado de Jesús y de María, copiaba a porfía las perfecciones de entrambos, haciéndose de este modo más digno de sus mercedes; por tanto, esta divina familia en la tierra era un retrato perfectísimo de la Trinidad del cielo. ¡Oh! cuán amada era del Padre, Hijo y Espíritu Santo la trinidad de la tierra, Jesús, María y José. El cielo mismo envidiaba a la tierra la posesión

de semejantes habitantes, cuyo jefe era el señor san José. En el capítulo octavo hemos visto a José esposo de María, ahora lo consideramos como padre de Jesús, dos cualidades que fueron el todo de José. 2. La paternidad divina en José. La paternidad es de tal naturaleza que, hablando con todo rigor, únicamente Dios es el Padre sus criaturas y todos los otros seres no merecen semejante nombre, sino en cuanto que Dios se los comunica. Es cierto que, según nuestro modo de hablar, llamamos padre de una criatura al que la engendró, mas también es cierto que sólo lo es extensivamente en cuanto que Dios le concede los derechos de la paternidad. La Escritura habla sobre esto con una claridad admirable y, contra los que se olvidaban de esta doctrina, dijo el mismo Jesucristo: A nadie queráis llamar padre sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre celestial. Sentada esta verdad, que nadie, absolutamente hablando, puede ser llamado padre de otro, diremos con todo que llamamos padre al que engendró a otra persona, es decir, al que dispuso la materia, para que juntamente con disponerla creara Dios el alma e infundiéndola al cuerpo quedara hecho el hombre, de manera que se llaman padres, no porque hayan producido cosa alguna, sino porque el eterno Padre quiso entonces comunicarles la paternidad. Ahora bien, José se desposó virginalmente con María, de modo que, según el sentir de los Padres, eran dos virginidades unidas en matrimonio. Viviendo los dos virginalmente y según el voto que habían hecho, José daba como la última disposición a la santísima Virgen María, para que el Verbo se hiciera carne en el seno virginal o para que el Espíritu Santo, juntamente con esta disposición obrase la divina operación descendiendo con su virtud sobre la Virgen inmaculada. María entonces quedó hecha Madre de Dios y José, su padre. Tan cierta es bajo este punto de vista, la paternidad divina en el señor san José. Y es tanto más cierto cuanto que aun podemos afirmar que José dispuso con su operación virginal a la santísima Virgen, que Dios comunicó a José la paternidad haciendo a su esposa fecunda por obra del Espíritu Santo y que dio a José un corazón tan tierno y tan amoroso para con Jesús, que él solo lo amó mas que todos los padres a sus hijos. A vista de esto, ya no extrañemos que muchos doctores hayan afirmado: Que puede decirse en cierto modo que José fue más padre de Jesús que los demás padres lo son de sus hijos. El Cardenal Cayetano introduce a la Virgen llamando a José padre de Jesús, y que así merece ser llamado legítimamente en cuanto es marido de la santísima Virgen, es decir, en cuanto vivían virginalmente. El venerable Pedro Canisio en una sola sentencia coloca la paternidad divina de José, que le convenía como esposo de María, que el Evangelio así lo llama y que, sin duda alguna, cumplió con tan sagrados cargos. Suárez, que ha dicho cosas tan admirables de José y que supo colocarlo en la admirable jerarquía del orden hipostático, enlaza también el matrimonio virginal de José con su divina paternidad, que lo pone como una consecuencia y aun como una especie de necesidad: Pues como la santísima Virgen fue verdadera madre de Cristo, san José, que fue su verdadero esposo, no pudo no participar de la razón de padre. Sylveira expresa nuestra idea, aun de un modo más admirable, si cabe, pues de habernos descubierto algunas de las comunicaciones de José con el Verbo encarnado y su gloria envidiable por ser llamado padre de Jesús por el Evangelio, por la misma Virgen y por Jesús mismo, asegura que de tal modo le conviene la paternidad divina según hemos expuesto, que Cristo Dios era posesión de José.

Santiago Trino, que sobre la paternidad de José hace suya la doctrina de san Agustín, discurre además sobre ella con una lógica digna de ser imitada, y como en conclusión deduce: Que, de la paternidad de José sobre la persona del Hijo de Dios, se concluye, que su ministerio fue nobilísimo, su autoridad, la mayor y su imperio paternal, divino. Sylvio, gran comentador de la Escritura y que mereció por sus trabajos ser llamado el doctísimo, habla de María y de José como padres de Jesús, que merecieron tan sagrado nombre por su fidelidad virginal y que no sólo es María madre de Jesús sino que aun es José su padre, como que es su consorte. Eckio, comentador también de la Escritura, por medio de un conjunto de razonamientos concluye y enseña muchas veces la divina paternidad de José: José fue padre de Cristo. El Cardenal Gotti en una larga disertación, examina si la divina paternidad conviene a José, de modo que pueda ser llamado padre de Cristo, y después de haber alegado sus razones, concluye: Que es tanta la pureza del divino enlace en María y José que, si María es verdadera Madre de Dios, no hemos de dudar que José, su esposo, puede ser llamado padre de Cristo. San Agustín, haciéndose cargo de la generación de Jesucristo según san Mateo y san Lucas, pregunta: ¿por qué tanto el uno como el otro vienen a parar en José? Y, concediéndole la divina paternidad, según toda la extensión de su pureza, afirma que así lo hacen los evangelistas porque José es el padre de Jesús, y es padre tanto más verdadero cuanto su castidad fue mayor. El eximio Suárez, para hacernos comprender un poco la divina paternidad de José nos descubre, con san Agustín, que José estaba adornado de tales virtudes, de tan grandes méritos y de distinciones tan honoríficas, que le concede la participación de la divina paternidad cuanto a un padre virgen se le puede conceder. De tal manera que el beato José no sólo tiene el nombre de padre de Cristo, sino que participa realmente en la paternidad expresada en este nombre. En otra parte, siguiendo el mismo discurso, después de haber concedido a José que era padre de Jesús por haberlo adoptado, dice que fue su padre de matrimonio, y padre, como esposo de su madre la Virgen: José fue verdaderamente padre matrimonial. Cornelio a Lapide, que tan bien conocía los Padres de la Iglesia y había bebido en las claras fuentes de la tradición lo que debe pensarse sobre la divina paternidad de José, tiene esta importante sentencia: Cristo, Hijo de María, fue también Hijo de José su esposo y, por consiguiente, fue partícipe de todos sus bienes. San Bernardino de Siena, que tanto se distinguió en el fervor a San José y tanto trabajó para extender su culto, afirma que el Hijo de Dios fue dado a José en su esposa bajo el sacramento admirable del matrimonio virginal y que de tal suerte le conviene la paternidad divina que debió ser llamado Jesús Hijo suyo. El piadoso Gerson coloca bajo un punto de vista tan sublime el enlace virginal, da tanta fuerza a él, supone que de tal suerte María es de José y que éste tuvo un conocimiento tan perfecto de la encarnación del Verbo, que Cristo nació del cuerpo y de la carne de María, que era de José. Isidoro Isolano, que con tanta elegancia escribió sobre los dones del divino José, como era natural, nos habló de su paternidad, y no contento con llamarla el más noble entre los dones y el que hizo que fuese José en la tierra el único representante del eterno Padre, con las palabras más claras, al hablar de la virginidad, llamó paternidad divina a la paternidad de José: La virginidad, que conviene a la paternidad divina. San Jerónimo, aun en medio de su exactitud dogmática al interpretar literalmente las santas Escrituras, asentando el dogma de fe de la virginidad perfecta de María, asegura que José permaneció virgen con María y que por su virginidad mereció ser llamado padre del Señor. Eusebio de Cesárea, de los sagrados desposorios de José con María, y de haberla hallado que había concebido por obra del Espíritu Santo, concluye la divina paternidad infiriéndola de tan sagrado título: José, con el cual estaba

desposada la Virgen fue padre de Cristo. Y con los mismos sentimientos se expresa san Justino mártir, añadiendo que parece como que Dios se complacía en honrar a José de un modo tan honorífico. 3. Diferencia entre la maternidad divina de María y la paternidad divina de José. Con el objeto de dar a conocer bien la paternidad divina de José, creemos muy importante presentarla con algunos puntos de contacto con la divina maternidad de María, a fin de que, al paso que se vea la excelencia de José, se dé a María lo que se le debe sin quitarle ni un ápice lo que Dios tan plenamente le ha dado. María está desposada con José, José es el varón de María; María es la Virgen de quien había profetizado Isaías que sería la Madre de Dios, José es el virgen destinado a ser su padre; María recibe la embajada del ángel que le anuncia el misterio de la encarnación, José parece que debió recibir una embajada semejante, porque María es de José; María da entonces un testimonio jurídico de su virginidad y sus palabras lo dan también de la virginidad de José, que es su varón; María da al ángel su consentimiento y José se lo da también. Y ¿qué hizo entonces el Espíritu Santo? Obró en María el misterio de la encarnación, porque el Verbo se hizo carne en sus entrañas virginales y ella quedó entonces la verdadera Madre de Dios. El señor San José jamás será padre de Dios de la manera que la santísima Virgen es su Madre, pero sí será siempre su padre legal, es decir, por derecho de matrimonio, su padre por caridad, su padre por adopción y aun su padre putativo. Bajo este punto de vista y únicamente en esta conformidad, es como hemos hablado nosotros en el decurso de esta obrita, como han hablado los Padres de la Iglesia y como han hablado después los doctores exponiendo las Escrituras. Y si alguna vez se encuentra alguna palabra que parece que dice más, debe entenderse en este sentido y que fue dicha para dar a conocer la caridad de José. 4. Los Padres del Concilio Vaticano sobre el señor san José. Siempre será un documento muy apreciado de los devotos josefinos, y de mucho honor para el santísimo Patriarca, el celebérrimo Postulatum de los Padres del Concilio Vaticano en el que nos hablan del señor San José como escogido por singular providencia de Dios entre todas las criaturas, no sólo para ser esposo de la Virgen, sino aún para ser padre del Verbo encarnado, no por generación, sino por caridad, por derecho de matrimonio, por adopción y aun putativo. Para asegurar su acierto, nos citan los diferentes pasajes de los evangelios en que el evangelista, el ángel, las turbas y la misma Virgen llamaban a José el padre de Jesús. José fue el padre adoptivo de Jesús, quiere decir que, además de serlo como esposo de María, lo es también por haberlo adoptado, recibiéndolo por hijo suyo, principalmente cuando después que el ángel le manifestó la voluntad del cielo, ahogando los gritos de su humildad, recibió bajo su custodia al Hijo y a la Madre. Bajo este punto de vista dice santo Tomás que Cristo fue Hijo adoptivo de José. San Juan Damasceno nos lo presenta igualmente con el derecho honorífico de padre de Jesús y padre adoptivo. Y Suárez insinúa como una especie de contrato entre José y Jesús: José declarándose su padre adoptivo y Jesús escogiéndolo como tal. José fue además padre nutricio de Jesús, como si dijéramos, le hizo todos los oficios de padre. Sobre esto nada hay que decir, porque el Evangelio nos

presenta a José sirviendo a Jesús como un padre a su hijo. Orígenes asegura que la Escritura da a José el título de padre de Jesús por los oficios que le dispensara con toda fidelidad. San Cirilo afirma que José es llamado padre de Cristo, por sus cuidados en alimentarlo, defenderlo y educarlo y, por decirlo de una vez, todos los autores que se han hecho cargo de la cuestión, dan a José el mismo título, en fin, José, fue también padre putativo de Jesús y que Jesús era tenido por hijo de José. Grande José fue como padre putativo, porque indica en él una virtud y unos dones convenientes al padre de Jesús más grande como padre nutricio, porque educaba, nutría y defendía al verdadero hijo de Dios, más grande aun como padre adoptivo, porque fue el resultado de un acto de obediencia sumo, que entrañaba al mismo tiempo un acto de sumo amor y de la más profunda humildad y más grande fue sobre todo como padre matrimonial, como padre revistiéndose entonces de la divina paternidad, que es la más semejante a la maternidad divina de María. 5. Excelencias de José como padre de Jesús. La dignidad de José como padre de Jesús es lo más soberano sobre la tierra, es el honor más incomprensible que se puede recibir, es el privilegio verdaderamente único y es el don tan sobre todo otro don, que tan sólo reconoce superior la divina maternidad. José, con la dignidad de padre de Jesús, entra de hecho en comunicación con Dios, y no como Moisés en el Sinaí que fue como de paso, sino en sociedad de nombre, de oficio, de amor, de solicitud y de autoridad. El Eterno es el Padre del Verbo, José es el padre del Verbo hecho carne; el Eterno obra sobre su Unigénito por oficio y lo envía al mundo, José obrando por oficio sobre Jesús dispone que haga éste lo que él determina; el Eterno ama eternamente a su Hijo y lo declara el objeto de sus complacencias, José lo ama tanto que muestra que sólo en él se complace; el Eterno cuida la obra de su enviado, José lo cuida con una solicitud admirable; el Padre manda la muerte a su Hijo y éste la sufre en el Calvario, y José lo ofrece para el sacrificio cuantas veces lo recibe en sus brazos. ¿Qué son los hombres comparados con José? Los mismos espíritus angélicos ¿qué son? ¿a qué ángel ha sido dado poder decir a Jesús: tú eres mi hijo? Suárez, asentando teológicamente la paternidad de José, dice así: El eterno Padre comunicando a José con suma sabiduría y providencia su nombre propio de padre, manifestó suficientemente hasta qué punto lo ensalzaba, ya que con el nombre le dio también una gran parte de sus oficios y de sus cuidados paternales. Esto nos indica que, según la intención del eximio teólogo, no sólo recibió José una paternidad aparente ante los hombres, sino que la obtuvo de una manera la más noble, ya que el Eterno se la dio como en comisión, debiendo ejercer en favor de su Hijo los oficios y los derechos de padre y, por decirlo con las palabras de Ruperto: Lo recibió por Hijo, prestándoselo Dios, y lo recibió de una manera tan absoluta, como absolutamente se lo diera el eterno Padre, siendo José su padre en el tiempo con exclusión de cualquier otro. He aquí por qué la Virgen, según la sabia reflexión de Gerson, habla de José como padre de Jesús, aun anteponiéndolo a sí misma: María se antepone a José al decir: Mira, tu padre y yo. Y he aquí por qué Jesucristo trata a José no como al precursor, al centurión, a la Magdalena, a la samaritana y a la viuda, sino que lo trata divinamente como trató a su Madre, contentándose con hacer constar que si María era su Madre, José era su padre, diciendo ante los doctores de la ley: ¿Por qué me buscabais? ¿Ignorabais acaso? Tal es la alabanza de las alabanzas sobre el santísimo Patriarca, porque a la manera que todo se dice de María afirmando que es Madre de Dios, así todo se dice de José afirmando que es su padre.

Consta en el mismo Evangelio que José no sólo fue llamado padre de Jesús, sino que obró como tal, de lo cual le resultó una especie de bienaventuranza que ciertamente no sabemos apreciar. Sabemos que ha dicho el Espíritu Santo que eran bienaventurados los que vieran debidamente al Salvador, pues José lo vio, lo trató y le hizo todos los oficios de padre y se los hizo con la mayor perfección. Sí, José, todo José, todos los miembros de José fueron divinizados por el contacto físico de Jesús, de Jesús que era de José por gracia, por privilegio, por amor y según la ley del matrimonio virginal celebrado con María. ¡Jesús pendiente de José! ¡José mandando a Jesús! ¡Oh sublime autoridad! ¡Oh heroica obediencia! Habla José, pero es Dios el que habla por José, es José el que habla con la boca de Dios. ¿Y qué diremos de Jesús Niño? ¿Qué diría a José? ¿José qué le diría y le haría? Y ¿qué pasaba en el corazón del divino José cuando vestía a Jesús, lo acostaba, pasaba las noches contemplándolo, lo colocaba en sus brazos, lo reclinaba sobre su pecho, lo entregaba a su Madre? Dejemos al divino José con su bienaventuranza, porque jamás podremos ni siquiera concebirla. Capítulo 13. Viajes del divino José con Jesús y su madre. 1. José en la visita que hizo María a su prima santa Isabel. Es cierto que el santo Evangelio nada nos dice en la visita que hizo la santísima Virgen a santa Isabel, si el señor San José fue con ella o no fue, pero por poco que uno reflexione sobre el caso, se ve obligado a concluir que el santísimo Patriarca acompañó de hecho a su virginal esposa en este viaje. Así lo aseguran por otra parte autores de mucha nota después de haber meditado el Evangelio, las costumbres de los judíos en aquellos tiempos, así como la tradición de los Padres. Notemos con cuánta certidumbre lo repite Isidoro Isolano en su nunca bien ponderada obra: Cuando lees en el santo Evangelio que "Levantándose la Virgen partió prontamente hacia la casa de Zacarías para visitar a su prima", entiéndase que fue acompañada de José. Ciertamente que ésta es la conclusión que debe sacarse, porque se trata de un viaje que debe hacer María, que a la sazón contaba unos quine años, María que era esposa verdadera de José y María a quien José acababa de recibir con todas las glorias de la divina maternidad. No perdamos de vista el hecho interesante en el que nos dice el Evangelio que José quería dejar a María ocultamente, por no verse obligado a darla a conocer como Madre de Dios y ser él tenido por su esposo. José sabía que Cristo había de nacer de una virgen, sabía que su esposa era la Madre de Dios, que había concebido por obra del Espíritu Santo, por lo que afirman Remigio y Orígenes: Reputándose indigno de vivir con ella, no quería declararlo, por temor de que no lo obligasen a ello, de cuya gloria huía como verdaderamente humilde. El ángel entonces se le aparece, le quita las dudas que se fundaban en su profunda humildad y de nuevo le entrega a la Madre y al Hijo con todas las glorias de la paternidad. Ahora bien, después de esto ¿cómo había José de dejar sola a la Virgen en un viaje difícil, en el que debían de hacerse cuarenta millas de camino, por entre las escabrosas montañas de la Judea? José era su ángel tutelar, era su custodio, era su mística sombra que debía acompañarla en todas partes, era, en suma, su verdadero y virginal esposo. Por otra parte, la casa de Zacarías era como la casa de José, los dos eran parientes muy cercanos, sus bienes eran los bienes de José y no hay razón para suponer lo contrario, así como hay muchas que obligan a creerlo, no dudemos, pues, de este hecho. Supongamos a José acompañando a María y exclamemos con san Buenaventura: Feliz casa y feliz habitación, felices madres, María e Isabel, de tales hijos, Jesús y Juan, y felices

ancianos, José y Zacarías. Pero sigamos por un momento a José acompañando a María en todo el viaje y sobre todo en los tres meses de permanencia en la casa de Zacarías. ¡Qué conversaciones las suyas! Es absolutamente imposible describir lo que pasaba en el corazón de José en su divina conversación con María. Es cierto que eran dos corazones hechos el uno para el otro, es cierto que formaban una familia verdaderamente divina, es cierto que José disponía y María volaba a su ejecución y es cierto que José (penetrando su divino corazón) adoraba al Hijo y a la Madre. La sola vista de María ha transformado a grandes pecadores, una sola de sus palabras ha convertido en fervorosos a los más tibios. Y ¿qué sucedería con José en las conversaciones que tenía con María? ¿En las conversaciones de un viaje tan largo y de una permanecía de tres meses? Autores muy respetables atribuyen a José teniendo con María las divinas conversaciones de que nos da noticia el Cantar de los Cantares. Que aprecie quien pueda tan divinos resultados, pues de nuestra parte nos confesamos vencidos aun de emprender su más sencilla narración. 2. José parte a Belén con su divina esposa. San Lucas, que nos da noticia de la visitación de María a su prima santa Isabel, refiere la circunstancia que estuvo con ella unos tres meses, después de los cuales, acompañada de su virginal esposo, tornó a Nazaret. José, entregado en las manos de la providencia, se deja completamente conducir de ella y, con toda calma, sin prevenirla en un instante y sin retardarla un momento, vive todo unido con Dios. Él sabe que el Mesías prometido que ha de nacer de su virginal esposa, ha de nacer en Belén de Judá en cumplimiento de las profecías, entre tanto los dos esposos preparan todo lo necesario, como si hubiese de nacer en su propia casa. En aquellos días se publicó una orden del César mandando el empadronamiento de los hijos de Israel, y José parte a Belén de donde es oriundo hace constar que él y su esposa son descendientes de David, y por falta de posada pasa la noche en la cueva de Belén. Noche feliz en la que se dio a luz el divino sol de justicia que quitó las tinieblas del pecado y de la ignorancia. José durante este viaje, según nos dicen grandes autores, veía amanecer todos los días con nuevos trabajos y en sus noches se acostaba con repetidas angustias, pero José fue siempre el divino José. José calla, no despliega sus labios, está del todo resignado, su confianza en Dios crece a medida de los trabajos. ¡Ah! él obró en todo como lleno de gracia, pero de gracia tanta cual convenía al esposo de María y al padre de Dios hecho hombre. ¡Qué lección, oh santísimo Patriarca! ¡Qué lección para todos los cristianos! ¡Qué modelo para todos los que nos apellidamos tus devotos! Sí, yo resuelvo practicar a vuestra imitación la paciencia, pero practicarla de un modo santo, con resignación verdadera, con verdadera conformidad con la voluntad de Dios, callando como vos callabais y bendiciendo gustoso la mano soberana que así lo dispone. 3. José va al templo a presentar al divino Infante. Algunos autores suponen que después de haberse cumplido en la cueva de Belén los grandes misterios del nacimiento de Jesús, así como la adoración de los pastores y de los reyes Magos, José trasladó la Sagrada Familia a una casa cercana, que una piadosa mujer le había ofrecido. Nada tenemos que decir sobre esta opinión, antes bien nos parece muy conforme este sentimiento de la venerable autora de la Mística ciudad de Dios, y que supo expresar con la sencillez que acompaña siempre a las almas inspiradas; pero lo que sí es cierto, pues lo dice el Evangelio, que a los treinta y nueve días del nacimiento de Jesús, partió José con el Niño y su Madre a Jerusalén para presentarlo al templo en cumplimiento de la ley. El día siguiente a la hora señalada entraban en el templo de Jerusalén José, María

y Jesús. ¡Qué gloria para aquel templo de quien estaba escrito que este momento había de ser para él el más glorioso! ¡Qué gloria para Dios verse entonces glorificado por el divino holocausto de su mismo Unigénito! ¡Qué gloria y qué bondad la del divino Infante! comenzar desde aquel momento la redención del género humano. ¡Qué gloria la de María! contribuir al sacrificio de su Hijo con un acto de amor verdaderamente divino. ¡Qué gloria para José! ser como la puerta por donde pasan tan sagrados misterios. ¡Qué gloria para José! contribuir al sacrificio divino con el acto más heroico de virtud que hasta entonces se había manifestado. José se dirige al sacerdote y le hace donación de una parte de los tesoros que había recibido de los Magos, María ofrece al Eterno su mismo Unigénito y lo redime por algún tiempo con un par de tortolillas, Simeón le recibe en sus brazos, descubre la divinidad del Hijo, lo presenta como víctima de propiciación, anuncia su pasión y su muerte, la perdición de los malos y la salvación de los buenos. No olvidemos los misterios de la presentación: el Niño es la víctima de todo el género humano, su madre es una Virgen inmaculada, Simeón es el hombre de Dios que recibe al Infante en sus brazos y que, lleno del espíritu profético, anuncia a la madre que su Hijo será un objeto de contradicción y como la causa de la perdición de muchos. Entonces una espada de dolor atraviesa el corazón de la madre, lo hiere en la parte más delicada, haciéndole sentir un dolor inmenso. Y José ¿qué hace? José calla, pero conoce el lenguaje profético, la espada que atraviesa el alma de la madre se clava en el espíritu del padre y desde aquel momento cayó en el corazón de José la mitad de la inmensidad del dolor del corazón de María. 4. José parte a Egipto. Todos los autores convienen en la huida a Egipto, porque es un hecho que nos refiere el santo Evangelio, pero no todos están de acuerdo acerca del tiempo en que se verificó. Unos suponen que fue partiendo de Nazaret, como parece indicarlo san Lucas, al paso que otros tienen por más probable que se verificó desde Jerusalén. Poco importa seguir esta opinión más bien que aquella, pero sí nos importa mucho observar y aun saber apreciar debidamente la providencia de Dios para con los justos, ya que es siempre para con ellos una mezcla misteriosa de trabajos y consuelos. No todos son trabajos, porque entonces nuestra naturaleza enferma no podría soportarlos; ni tampoco todos son consuelos, porque en esta suposición la virtud no adquiriría la debida solidez. Así ha sucedido con José, pues después de las alegrías del nacimiento de Jesús, Simeón le anuncia una tempestad de trabajos, el ángel se encarga de notificarle su llegada. Y José ¿qué hace? José conjura la tempestad y queda vencedor de ella, gran satisfacción con la que Dios premia a los justos aun en este mundo. José, recibido el aviso del ángel, se levanta, toma al Hijo y a la madre y parte a Egipto, pero parte inmediatamente, parte en la oscuridad de la noche, parte con la más admirable abnegación de juicio y voluntad, parte con perfecta resignación y parte con el contento de los justos, pues haciendo en aquello la divina voluntad, logra por aquel medio la salvación del Hijo y de la Madre. ¡Oh! si tan bella y heroica conducta fuese imitada de los cristianos. ¡Oh! si al menos lo imitáramos los que hacemos profesión de virtud. ¡Oh! si hiciéramos un esfuerzo al menos los que nos llamamos devotos de José. El divino conductor del más sagrado depósito parte de noche, se dirige a Gaza, ciudad situada al mar, a unas veinte leguas de Jerusalén, y tiene cuidado de notificar a Ana, a

Zacarías y a Isabel su marcha repentina, así como la causa que la ha producido. Nada se sabe de cierto sobre el camino de los divinos viajeros, pero no pudo menos que ser muy pesado y lleno de zozobras y sobresaltos, así como de que José se portó con la prudencia de siempre, divina prudencia y solicitud que demandaba de su parte la salvación del hijo y de la madre, así como de parte de Dios lo asistieron los socorros milagrosos, cuando los medios humanos se hubiesen agotado. No olvidemos este hecho de la providencia que puede sernos de grande instrucción para el porvenir, no dudemos que en los trabajos de la vida Dios vendrá también en nuestro socorro, por tanto, tengamos fe en la providencia, recibamos los trabajos de su mano paternal, no abandonemos la oración en semejantes circunstancias, redoblémosla cuando todo parezca que está perdido, y José hará el milagro en favor nuestro, cuando no basten los medios humanos. Confiemos, pues, en José aun en las mayores dificultades. Según una piadosa creencia, que podemos llamar de las más autorizadas, a medida que la Sagrada Familia adelantaba hacia Egipto, se obraban grandes milagros y principalmente caían los ídolos hechos pedazos. He aquí, diremos nosotros, el celo de José por la salvación de las almas. José sabía que esto debía verificarse según la profecía de Isaías que dice: El Señor entrará en Egipto y los simulacros de sus habitantes se conmoverán en su presencia. Y José, que era el conductor del Señor mismo, podemos decir que determinaba la suma y completa destrucción de los ídolos, a medida que lo creía necesario. Dejemos a cada uno sobre este prodigio y sobre otros milagros que se cuentan, el que siga lo que le pareciere mejor, bástanos afirmar que la Sagrada Familia llegó sana y salva a Egipto y que nosotros llegaremos también al fin de la jornada con toda felicidad si como José confiamos en Dios. Tengamos, pues, confianza en la divina Providencia, confiemos en ella en las mayores dificultades, acordémonos de José cuando todo parezca que está perdido y obremos, en suma, como él, pues siendo el hombre de los más grandes sufrimientos, lo fue también de las mayores esperanzas. 5. San José se establece entre los idólatras. Todos los autores que han escrito sobre el señor san José, han escrito la mayor parte sobre el viaje que hizo a Egipto, aunque no han convenido en el lugar en que fijó su residencia. Unos dicen que se estableció en Hermópolis, otros piensan que escogió la grande Menfis, otros hablan de Mataréa y otros, en fin, de Heliópolis. Nosotros no queremos condenar ninguna de dichas opiniones, antes nos parece que pueden adoptarse todas, ya porque cada uno hace mención de las tradiciones en que se funda, ya porque de hecho pudo muy bien haber sucedido que José, sin haberse fijado determinadamente en ninguna de ellas, sin embargo, hubiese estado en las cuatro ciudades, ya por destruir sus ídolos haciéndoles más fácil su conversión, ya por tener al divino Infante más seguro de los peligros que lo rodeaban. Naturalmente cada una de las ciudades tiene en su nombre el significado que conviene más o menos al Mesías; y de Heliópolis de un modo especial puede decirse que, significando la ciudad del sol, podía gloriarse de haber tenido por ciudadano al divino sol de justicia. José en cualquiera de dichas ciudades buscó una pequeña casa que alquiló, compró con el resto de los dones de los Magos los instrumentos más necesarios y se puso a trabajar para proporcionarse lo necesario. Con qué ánimo no procuraría darse al trabajo cuyo producto debía servir para unos fines tan sublimes. Con qué espíritu no haría las cosas más necesarias del moblaje de la casa. Con qué devoción no fabricaría las piezas que habrían de

servir directamente a su santísima esposa. Y con qué piedad no labraría la cuna dentro de la que había de ser acostado el niño Dios. Feliz la casa de Nazaret donde se obró la encarnación. Feliz Belén en cuya cueva nació el Hijo de Dios. Pero no menos feliz la habitación de Egipto en donde trabajaba José, trabajaba María y era nutrido el Hijo de Dios. En dichas ocasiones José no veía otra cosa que el exacto cumplimiento de la divina voluntad. 6. José parte para su patria. La opinión más común es que el señor San José estuvo en Egipto unos siete años, es decir, hasta la muerte de Herodes. Herodes, he ahí el monstruo entre los hombres. Que bien se cumplió en él lo que dice el Espíritu Santo que un abismo llama a otro abismo. Ese desgraciado, arrastrado por sus pasiones, quiso matar al Salvador, nadó su corazón cruel en un torrente de sangre inocente y llegó hasta hacer matar a su mujer y lo que es más hasta a su mismo hijo. La medida de sus pecados se llenó y el cielo mandó a uno de sus ángeles que hiriéndole le hizo terminar sus horribles días en la mayor desesperación. Entonces fue cuando el ángel, apareciéndose a José, le dice: Levántate, toma al Niño y a su Madre y parte a la tierra de Israel, pues son ya muertos los que querían matarle. Esta sentencia de san Mateo es terriblemente espantosa para los malos y halagüeña hasta lo sumo para los buenos. Teman los malos, porque el cielo no calla siempre, sino que llegándose el momento de la venganza divina, entonces, cortado el hilo de sus días, los arroja al infierno por toda una eternidad, y los buenos confíen en la providencia que siempre vela amorosa en su favor. Este hecho, considerado en el señor san José, nos ha de hacer admirar su admirable longanimidad, pues lo vemos sufrir por siete años su destierro. José salió de Nazaret o de Jerusalén para Egipto, y permaneció siete años o, digámoslo mejor, hasta que el ángel le anuncia la voluntad del cielo. Comenzó bien, perseveró bien y concluyó del mismo modo que comenzó. José parte para su tierra con el mismo espíritu de obediencia, con la misma tranquilidad hace lo que le gusta como lo que le disgusta, porque en todo ve a Dios. ¡Así era santo! ¡Así era su voluntad, la misma voluntad de Dios! Antes de entrar en la Judea, el prudente custodio del divino tesoro se informa del estado del gobierno y, habiendo oído que Arquelao, hijo de Herodes, ocupaba su lugar, recuerda la fatal conducta del nuevo príncipe y, en consecuencia, sin pasar por su reino se dirige a Nazaret, por la ribera del Mediterráneo, dejando a Jerusalén a la derecha. ¡Cuántas lecciones las que José nos da en el discurso de su vida! Unas veces, una inocencia más que angélica; otras, una humildad la más profunda; siempre, una prudencia divina, y, en toda ocasión, se muestra, por decirlo así, como el varón obediente, como el hombre de la voluntad de Dios. 7. Antigua habitación de José. Al partir José para Belén con el objeto de empadronarse, pagar el tributo y hacer constar su linaje, había entregado la llave de su casa a una parienta muy cercana, quien ya por los cuidados de santa Ana, ya por las noticias que de vez en cuando recibiría de la Sagrada Familia, ya sobre todo por el afecto particular que le profesaba, había conservado todas las cosas en muy buen estado. Los santos esposos de su parte le dieron las gracias por tan singular favor, acompañándolas del testimonio del más tierno afecto, y ella les correspondió

otra vez ofreciéndoles los alimentos y demás cosas que necesitaban. Así pudieron rehacerse con prontitud de las fatigas de un viaje que hubo de serles bien pesado. Cuántas adoraciones no dirigieron al Dios de sus padres. Cuántas veces besaron aquella tierra bendita que el mismo Señor había escogido para hacerse hombre. En la casa de Nazaret todo es santidad, el recogimiento interior está siempre establecido, el silencio religioso reina en todas partes, el trabajo de manos es alternado con los piadosos ejercicios, la pobreza evangélica, que excluye toda superfluidad, es amada de todos, la virginal pureza brilla en sus frentes, la obediencia más cumplida es practicada entre las tres sagradas personas cuya cabeza es José y cuanto se veía en ella acabó de formar el tipo más perfecto de una conformidad religiosa. Feliz la comunidad en la que los santos votos se observan, porque será un paraíso en la tierra como la casa de Nazaret. Y felices aquellos que son agradecidos a Dios por los beneficios que hubieren recibido, porque cada acto de gratitud es una nueva gracia que alcanzan y que Dios les concederá sin duda a su debido tiempo. No olvidemos que este mundo es un valle de lágrimas, que por todas partes está lleno de lazos para perdernos y, lo que es más, que cada momento de la vida tiene su propio peligro, que puede hacernos desdichados por toda una eternidad. Confiemos, pues, en Dios como el santísimo Patriarca. 8. Ultimo viaje de José. Cuando Jesús contaba doce años, refiere el Evangelio que la Sagrada Familia fue a Jerusalén, para adorar al Dios de sus padres en cumplimiento de la ley; y nosotros lo llamamos el último viaje de José, no porque de hecho haya sido el último, sino porque el Evangelio no nos habla de los demás. En esta ocasión es cuando tuvo lugar la pérdida de Jesús y su hallazgo en el templo. Y si, por una parte, este hecho es una de las mayores glorias de José, por otra, es uno de los documentos más instructivos para nosotros. En esta ocasión es cuando el Evangelio para describirnos las glorias del santísimo Patriarca lo asemeja a María cuanto es dable, instruyéndonos de este modo sobre la manera de hablar de José. Los dos salen de Nazaret, los dos llegan a Jerusalén, los dos dan cumplimiento a la ley, los dos se vuelven tranquilos a su casa, los dos con la misma inocencia en la pérdida de Jesús, los dos con el mismo dolor de haberlo perdido, los dos buscándolo con la misma solicitud, los dos entrando en el Templo de Jerusalén, los dos admirados de lo que veían y oían al encontrar al objeto de su amor, los dos recibiendo un gozo inmenso al hablarle, los dos declarados públicamente padres de Jesús y a los dos recibiéndolos Jesús públicamente como padres suyos ante los doctores de la ley y en el templo. ¿Qué más podía decirnos el Evangelio para darnos a conocer a José? Tres veces en esta ocasión llama el Evangelio a José, padre de Jesús, y una de ellas lo hace la santísima Virgen de una manera tan expresiva, que indica que los vecinos, ella misma y el mismo Jesús así lo llamaban. Los dos con la misma dignidad, con el mismo dolor en el corazón y con la misma solicitud en buscarlo. No se concibe ni en María, ni en José, la menor falta, solamente se ve, como dice Isolano que ambos a dos lo amaban con la suma caridad, lo acompañaban con suma estimación y lo seguían con toda su voluntad. José y María perdieron a Jesús no por voluntad, sino para aumento de su mérito y para instrucción de nosotros, miserables pecadores. Mas ¡qué dolor, qué ansiedad, qué agonía!

El Evangelio atestigua que lo buscaron entre los parientes y desconocidos, que retrocedieron el camino andado volviendo a Jerusalén, que estuvieron tres días buscándolo y que después de ellos lo encontraron en el templo. ¡Desgraciados los que pierden a Jesús por el pecado! Pero se verán libres de la desgracia si lo buscan en el sagrado templo por medio de la confesión sacramental. José y María hallaron a Jesús, y Jesús les premió el amor que le manifestaron, declarándose públicamente hijo suyo. Así, los pecadores que se vuelven a Dios recibirán en la sagrada Comunión la mayor prueba del divino amor. Al terminar este capítulo contemplemos a María teniendo con la mano derecha a Jesús y a José con la izquierda, todos admirados, todos con sumo gozo, todos con una alegría divina, porque Jesús era su todo, según se expresa Isolano: Jesús niño a la edad de doce años era queridísimo, gratísimo y la misma alegría para sus divinos padres. Capítulo 14. Vida oculta del divino José. 1. José en Nazaret. José, según refiere el Evangelio, partió a Nazaret con Jesús de doce años, acompañado de su madre. Jesús se fue con sus padres, les estuvo sujeto y crecía todos los días en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres, pasando en esta vida dieciocho años. Durante los mismos María mandaba a Jesús y conservaba sus palabras en su corazón. Y ¿José? ¿qué hizo José en dicho tiempo? Durante los dieciocho años José obraba como cabeza de la Sagrada Familia, María le estaba sujeta como esposa suya y Jesús le estaba sujeto como su hijo. Nada más dijo el Evangelio de José, pero notemos bien, que nos dice cuanto pudo decir en su alabanza, ya que no concebimos mayor gloria que aquella con la que era honrado, siendo reconocido como esposo de María, como padre de Jesús. La vida de José en Nazaret fue la más semejante a la de María y a la de Jesús; y como ellos vivieron ocultamente, así la vida de José fue oculta, como si dijéramos oculta a los ojos de los hombres, pero que era ante Dios una ferviente y continua preparación para el alto ministerio al que era llamado. San Jerónimo dice del que fue al desierto porque sus ojos, destinados a contemplar a Cristo, no se dignaban mirar a las criaturas. Así podemos afirmar que fue la vida de José, porque si antes de enlazarse con María vivía oculto preparándose para hacerse digno de su vocación, así, ya esposo de María, ya padre de Jesús, su preciosa vida era un éxtasis continuado por la presencia física de Dios y su Madre, gozando empero de la libertad necesaria para hacerse más perfecto en cada momento del día. ¡Qué ocupación la de José en Nazaret! ¡Qué ocupación la de su cuerpo y la de su alma, la de sus sentidos y potencias, la de su corazón y afectos! José unió la vida activa con la contemplativa en el más alto grado; todo dado al trabajo por Jesús y María, enseñándonos la manera de trabajar para la salvación de las almas, y, al mismo tiempo, tan dado a la oración, con un recogimiento tan perfecto y una unión tan íntima y tan continua, que con mucha más razón que Job, pudo exclamar, que su testigo era el cielo. La vida oculta de José ha tenido grandes imitadores entre los fieles, y podemos decir que la imitaban perfectamente los cristianos de la primitiva Iglesia ocultos en las catacumbas y extendiendo la fe por todo el mundo; la imitó María Egipciaca haciendo en el desierto la más rigurosa penitencia en satisfacción de sus pecados; la imitó Jerónimo en la gruta de Belén, de donde sacó los grandes conocimientos que le han merecido el renombre de Doctor Máximo; la imitó Anastasio en la cisterna y en el sepulcro donde trabajó una parte de sus inmortales obras; la imitó Alejo viviendo en su misma casa debajo de una escalera,

con actos los más profundos de humildad; la imitó... pero, ¿para que cansarnos? Dejemos ese número indefinido de santos cuya vida oculta ha sido su satisfacción y aprendamos nosotros la lección de José, del divino José, que aprendió de María y aun de Jesús los grandes dechados los de la vida oculta. José durante los dieciocho años vivía con María, y estaba presente con ella el Hijo de Dios. ¡Oh! si supiéramos explicar una sola de tan divinas relaciones. ¡Oh! si acertáramos a referir los afectos dulces de José con Jesús. Dejemos a José con Jesús niño, con Jesús balbuceando las primeras palabras de padre, con Jesús en sus brazos, con Jesús hablándose corazón con corazón, para fijarnos en Jesús ya grande, ya de doce años, ya creciendo todos los días en gracia y en virtud, ya sujetándose a José, ya aprendiendo lo que José le enseñaba. Pero como no somos dignos de referir siquiera tan divinas relaciones, por esto nos contentamos con relatar una sentencia de Isolano: José custodiaba en su corazón las palabras de Jesús, obrando en un todo como divinizado. 2. José viendo a los ángeles. El señor San José fue el santo privilegiado de los ángeles, no sólo en los casos críticos en los que lo sacaban de los apuros, sino en toda ocasión, pues no pudieron menos que considerarlo como a su rey, de un modo semejante a la manera que les hacía considerar a su virginal esposa como a su reina. Es verdad que esto no lo dice la Escritura, pero lo supone ya que lo presenta con autoridad verdadera sobre María y aun sobre Jesús. Por tanto, los ángeles visitaban a José, le daban nuevos conocimientos del Verbo encarnado, llenaban su corazón del mayor afecto hacia la Virgen, le recordaban con toda claridad lo que antes ya había concebido, le señalaban nuevos caminos de la Providencia, lo enriquecían con nuevas inteligencias sobre los libros santos, le aumentaban sus fuerzas contra las persecuciones diabólicas, le comunicaban nueva fortaleza al presentársele nuevos trabajos, en una palabra, los ángeles en sus familiares apariciones le servían para obrar con la perfección que debía. A nosotros no nos es dado ver a los ángeles, pero si está en nuestra mano aprovecharnos de sus beneficios, porque ellos nos asisten, nos protegen y están prontos a repartirnos los auxilios del cielo. Seamos humildes, y con la humildad dispondremos el camino por donde vendrán sin duda alguna para nuestro socorro cuantas veces los invoquemos. Isidoro los presenta enriqueciendo a José, y para que nos animemos nos exhorta a que lo contemplemos como obra admirable, digna de toda alabanza, por medio de los santos ángeles. La obra de los ángeles en José era tanto más admirable cuanto que les es completamente superior. En efecto, para convencerse de esta verdad no se necesitan grandes reflexiones, sino que nos basta decir que pospuso la naturaleza angélica a la suya al hacerse hombre y no ángel. A ningún ángel, ni arcángel, ni siquiera a alguno de los siete privilegiados que están alrededor del trono de Dios le fue dicho, como nos asegura san Pablo: Tú eres mi padre. Sólo a José le fue dicho, porque él es padre de Jesús, como si dijéramos padre del rey de los reyes, así como su protector, guardián y tutelar. Cuántos motivos para que seamos devotos de José. Cuántas razones para que lo amemos de modo que le entreguemos nuestro corazón. Entreguémonos, pues, a él como conviene a nosotros mismos, hagámosle promesas que salgan de nuestro corazón devoto y confiado, tomemos la resolución de cumplírselas con fidelidad y, en medio de las mayores angustias, acudamos del todo a José como a nuestro protector; acudamos al poderoso José que es más que ángel, como empleado para declarar a Jesús y a María la voluntad del eterno Padre; más que los

principados, porque su destino es tal que le estuvieron sujetos María y Jesús; más que las virtudes, ya que con María y Jesús obró la encarnación y redención; más que los tronos, porque su mano, su brazo su cuerpo, su corazón, todo su ser entero era el trono de Dios; acudamos, en suma, a José, que es más que los abrasados serafines, los que pudieron aprender de él el modo de amar a Dios. Estos pensamientos son recogidos de muchos autores, y el sabio Cartagena los autoriza diciendo así: José fue mayor que los mismos espíritus angélicos. Y aun podríamos decir como san Pablo: José les es superior en tanto, cuanto es la diferencia que media entre ser ángel y ser padre de Dios. Por esto mismo, sin duda, el Crisóstomo nos lo presenta como el gobernador de Jesús; san Buenaventura quiere que veamos en él al hombre de la gran virtud; Cartagena nos exhorta a considerarlo como la benéfica nube que nos ocultó sabiamente por algún tiempo los divinos rayos del sol de justicia y Gerson nos dice que José es nuestro patrón, y que sus súplicas en nuestro favor ejercen una especie de imperio para con Jesucristo. José, pues, revestido de tanta autoridad, es el que vive ocultamente en su casa de Nazaret. 3. José con los dones del Espíritu Santo. Los sagrados dones de temor de Dios, de piedad y ciencia, de fortaleza y consejo, de entendimiento y sabiduría, el Espíritu Santo los comunicó a José con toda la amplitud de su parte, así como con toda la abundancia de que él era capaz en el instante primero de su santificación. José recibió los dones y con sus operaciones obró con la perfección que llevaba consigo el ser esposo de María y padre de Jesús, pudiéndose decir con toda verdad que era el místico templo que guardaba en el tabernáculo de su corazón a María y a Jesús, teniendo siempre encendidas las místicas lámparas de los dones del Espíritu Santo, verificándose de un modo especial en los años que vivió en Nazaret. Esos divinos dones, que después de María los poseyó José con toda su plenitud, superaron a todos los de los santos, siendo él mismo superado únicamente por su virginal esposa. Por esto podemos afirmar que José fue el varón singular por su elección, el único por su obrar perfectísimo, el más privilegiado por la gloria que le reportara su vocación y, según la expresión de Isolano: Fue altísimo en perfección, como de José divino. I. El don del temor de Dios es el último entre los dones, es el menos glorioso y es el principio de la verdadera sabiduría. En el señor San José consistía ese don del Espíritu Santo en un temor amoroso de no agradar a Dios cuanto él deseaba, y por esto quería separarse de su esposa, ya Madre de Dios, y lo habría verificado si el ángel de luz no le hubiese quitado el exceso de temor fundado y alimentado en su humildad, diciéndole las palabras tan absolutas: No temas. Dichosos los mortales que asientan en su corazón el principio de la verdadera sabiduría, temiendo a Dios, de modo que ya no le ofendan por el pecado, y más dichosos aquellos que, libres del pecado, comienzan a temer que no lo agradan tal vez como desean. II. El don de piedad es el segundo del Espíritu Santo, es el primero en toda su perfección, es la piedad para con Dios y es la que nos comunica una singular veneración para las cosas santas. Tan pronto como el ángel aseguró a José que era voluntad del Altísimo que no se separara de la Madre de Dios y de Dios mismo, considerado como Hijo suyo, cuando en fuerza de este don los recibió con sumo agrado y los veneró con sumo afecto; y bien podemos decir, sin temor de equivocarnos, que José veneró más a Jesús y a María que todos los santos juntos, como consecuencia de la perfectísima manera con que poseía el don de piedad. Isolano habla de José poseyendo ese don conforme a la majestad de Dios: José

consagraba a Dios todas sus obras con tanto mayor afecto, cuanto su dignidad y majestad sobrepasaba la de los reyes de la tierra. III. La ciencia, que es el tercer don del Espíritu Santo, es propio de José, aunque las Escrituras no nos hablen de él como si fuera un doctor. Convenimos que no fue un doctor de la ley, ni un rabino que hubiese escrito comentarios sobre ella, ni del número de aquellos ancianos que sentados en la puerta de la ciudad administraban justicia, con todo, es necesario concederle el don de ciencia en el grado más perfecto después del que tuvo la santísima Virgen. Por esta causa afirmaba Isolano que José poseyó excelentemente la ciencia de Dios. Tenía, pues, el santo, el don de ciencia en el mayor grado, concediéndole con largueza lo que se niega a los sabios del mundo. Además, José como israelita iba todos los sábados a la sinagoga y al volver de ella confería con María y con Jesús todo lo que había oído en ella, lo que hizo exclamar a Isolano todo lleno de admiración que el don de ciencia residía en José del modo más excelente, después del que fue concedido a la santísima Virgen. Seamos devotos de José y, en nuestra devoción, pidámosle que nos alcance una parte de los tres dones: del temor de Dios, principio de la celestial sabiduría; del don de piedad, que nos haga amar a Dios, como padre tierno y amoroso, y del don de ciencia, que comunicándonos el conocimiento de la ley y de los consejos evangélicos, nos facilite obrar bien. IV. El don de fortaleza lo poseyó el señor San José en sumo grado, siendo sólo inferior a la fortaleza de María y superando a los de los mártires. José siendo no más que hombre, defendió victoriosamente al Salvador del mundo contra los ataques del poder de reyes soberbios y deseosos de darle la muerte y, lo que es más, lo conservó perfectamente contra las asechanzas del diablo, cuyo poder, dice el santo Job, supera al de los hombres. José se venció a sí mismo, siendo el virgen privilegiado, según la expresión de san Jerónimo, contrariando su juicio a la voz del ángel, abandonando su patria y sus bienes a media noche para huir a un país extranjero, salvando en él al Salvador del mundo, sin espantarse por los trabajos, ni temer los peligros, ni haber hecho caso de las más arduas dificultades. Veamos la sentencia con la que explica Isolano la fortaleza de José: En todo combate, dice, resplandeció la fortaleza de José, pues era el varón fuerte y lo era por amor de Cristo. No en uno que otro combate, sino en todos; no en esta o en aquella circunstancia, sino en todas; no en ciertos tiempos, sino en toda ocasión y con la perfección que Cristo se merecía; por esto, afirmaba él mismo: José superó todas las dificultades y apareció victorioso delante de Dios, de los ángeles y de los hombres. Hasta este grado puede predicarse la fortaleza de José. V. El don de consejo brilló en José como el sol en el firmamento, porque así lo hacían necesario las operaciones propias consigo mismo, las que hacía con relación a su esposa y las que dirigía para Jesús por él mismo, porque José debía obrar como esposo de María y como padre de Jesús en todos sus actos interiores y exteriores y por medio de la luz que nos guía en lo que hemos de hacer, aumentada en gran manera con el don de consejo, José lo distinguía todo y sus operaciones eran como divinas. Por esta razón no dudó Isolano en asegurar que José poseyó el consejo en el más alto grado después de la santísima Virgen. Otra razón que nos lo demuestra, es ser José como el consejero de su esposa, pues, como dice san Pablo: El esposo es la cabeza de su mujer, para que ella no se gobierne según su consejo. Ahora sí que el destino de José aparece sobre todo otro destino, porque de hecho fue llamado a tan alto cargo que María seguía a José; no queremos decir que en estas ocasiones tuviese José el don de consejo superior al de María, pero sí que en estos casos el

ángel purificaba su entendimiento para que pudiese recibir directamente la orden de Dios. La otra razón que demuestra a José teniendo el don de consejo en el más alto grado después de la santísima Virgen, es el cuidado que tenía de Jesús, cuidado directo e inmediato en muchas ocasiones; e Isolano hace trescientos cincuenta años que lo sacaba como una verdadera consecuencia afirmando que José lo poseía el primero después de María: Dios adornó a José de una manera especialísima con el don de consejo, el primero después de la santísima Virgen. ¿Cuántas veces la conducta de José admiraría a los ángeles mismos? ¿cuántas veces vio el diablo todas sus trazas fallidas? ¿cuántas veces diría el Eterno a los habitantes de la gloria: He allí el justo padre de mi Hijo amado en quien he puesto todas mis complacencias? No lo admiremos nosotros como no lo admiró el gran Isolano considerándolo como una consecuencia del corazón de José todo lleno de la fe, todo ilustrado de luces del cielo, todo purgado de las tinieblas de la tierra. VI. El don de entendimiento supera el don de ciencia, porque con éste sólo se escribe sin error, al paso que con aquel se penetra en lo más recóndito de las cosas espirituales. El don de entendimiento no sólo quita del corazón las tinieblas, sino que asentándose en él establece de un modo especialísimo la pureza. Y siendo José, según san Jerónimo, el primer virgen después de María, esto mismo nos hace concluir con Isolano: Que tuvo después de la santísima Virgen el don de entendimiento en el más alto grado. Por otra parte, según el testimonio de Isaías, el espíritu de entendimiento reposó sobre Jesús y Jesús reposa sobre José, o mejor diremos, en sus manos, en sus brazos, en su pecho y aun sobre sus hombros. Y ¿cómo podría no tener el don de entendimiento en el más alto grado, el que estaba siempre a la vista de María y de Jesús? VII. El don de sabiduría es el séptimo, y José lo tuvo también en el mayor grado posible. El don de sabiduría es el don de los dones, es el que no sólo entiende lo divino, sino que gusta lo que ha entendido, es el don que habita singularmente en los corazones inmaculados, don que acompaña a la humildad más profunda, don que toma posesión de los mansos, don que hizo enriquecer y gustar a José la excelencia y dignidad de María y, aun mucho más, la divinidad de Jesús, sus infinitos arcanos y sus eternas leyes. En conclusión, diremos con Isolano: Que el don de sabiduría de José fue el más semejante al de María. 4. Divinas conversaciones de José. No perdamos el tiempo diciendo que las conversaciones de José fueron prudentísimas como de Patriarca de la antigua Ley, piadosas como de un justo del nuevo Testamento, o angélicas como de un apóstol, pues podemos afirmar sin rodeos que las de los años en los que vivió en Nazaret fueron en cierto modo divinas, superando a las de todos los mortales que han sido y serán imperfectas, como afirma Isolano: Divinas, superiores a las de todos los mortales que han existido, existen y existirán, desde el principio del mundo hasta su fin. Si bien consideramos la sentencia, hallaremos que no podía ser de otro modo, porque vivió con Jesús y María y la claridad divina unía a los tres. Contemplemos a José y veremos que, en fuerza de su dignidad y vocación, desempeñaba la persona del Eterno y del Espíritu Santo y que platicaba, regía, gobernaba, tenía en su casa y en su misma habitación a Jesús y a María. Tan cierto es que sus conversaciones eran divinas. Por otra parte, como esposo de María y padre de Jesús, platicaba con ellos con tanta mayor frecuencia cuanto más divino se hacía, y a esta medida eran las conversaciones más íntimas, más repetidas, más familiares, más amorosas, más consoladoras. Sí, los ángeles y los más encumbrados serafines pudieron aprender de José la manera respetuosa, ardiente y humilde de conversar

con Jesús y con María. Ahora bien, si veneramos a Abraham, que conversó con Dios en la persona de un ángel; a Jacob, que vio la misteriosa escala por donde subían y bajaban los ángeles del Señor; a Moisés, que platicó una vez boca a boca con Dios como si fuera su amigo; a Samuel, que oyó tres veces en una noche la voz del Señor que lo llamaba; a David, que lleno del divino Espíritu compuso sus admirables Salmos que son todo amor; ¿qué veneración daremos a José? Honrémosle como la Iglesia lo honra, tomémosle por nuestro protector, ofrezcámosle nuestros corazones y trabajemos de corazón para imitarlo. 5. José lleno de gracia. La admirable y divina familia en Nazaret mediante su conversación era un verdadero cielo y esto acontecía porque Jesús era Dios, María, Madre de Dios, y José, su padre, y, por tanto, Jesús, el autor de la gracia, María, la que la recibió en toda su plenitud y José, el verdaderamente lleno de gracia por su vocación y correspondencia. Por otra parte, recibe más gracia aquel que está más cerca de Cristo, del mismo modo que recibe más luz el planeta que gira más cerca del sol; y como el señor san José, después de la santísima Virgen, su verdadera esposa, es el que está más cerca de Cristo, que es su Hijo, luego José es el místico planeta que recibió más luz del sol de justicia, el que recibió más gracia y que podemos llamarlo con toda verdad el lleno de gracia. Si Jeremías es el santificado en el vientre de su madre por ser el profeta del Verbo revelado, si vemos a Juan con la misma santificación por haber de mostrar a los judíos al Verbo encarnado dando testimonio de él, ¿cómo debemos considerar a José? ¿qué santificación deberemos concederle? Con razón se ha dicho que, como esposo de María y padre de Jesús, fue santificado con la mayor santificación, ya que tal es su vocación, su dignidad y su correspondencia, y ya que tal lo exige el divino oficio de presentar a Jesús en el templo como hijo suyo y de presentar como propia esposa a la que es llena de la plenitud de la gracia. Lleno de gracia, el humildísimo José, que quiso separarse de la Madre de Dios; lleno de gracia, el purísimo José, que por su amor a la virginidad habría dejado de ser esposo de María y aun padre de Jesús si hubiese de haber sufrido algún menoscabo en ella; lleno de gracia, el limpio de corazón que había de llevar en sus brazos a la misma pureza y lleno de gracia, según la expresión de san Bernardo, como está indicado en el nombre que le fue impuesto: Quién y qué clase de hombre fue el bienaventurado José dedúcelo del propio nombre que se interpreta aumento. Hemos de considerar a José lleno de gracia en cuanto María le comunicaba de su plenitud cuanto podía, lo que aunque lo verificó en todo tiempo, mas tuvo efecto de un modo más especial en los años de su vida oculta en Nazaret. San Bernardino de Siena nos explica tan admirables comunicaciones entre María y José y nos dice expresamente que María comunicaba abundantemente a José todo el tesoro de gracia de su corazón, de manera que José lo recibió según toda su capacidad: Creo que la beatísima Virgen, con toda liberalidad, daría a José toda aquella parte del tesoro de su virginal corazón, que él era capaz de recibir. Este pensamiento ya lo había dicho el mismo Gerson y con palabras propias y tan expresivas, si cabe, pues nos muestra a la Virgen toda afanosa en llenar a José de su gracia con su vida, con su conversación, con su voz y aun con su rostro. Admiremos la solicitud de María para José y admiremos la correspondencia de José en no perder ni una sola de las gracias que le fueron comunicadas. ¡Cuánto amor el de María para José! Y ¡cuánta correspondencia de José para con María!

Consideremos también a José lleno de gracia aun en las gracias que recibieron los apóstoles, porque en el instante de su santificación le fueron concedidas en grado eminente, porque su correspondencia fue la más fiel, porque los santos ángeles suplían lo que faltaba a su naturaleza y porque Jesús en su vida oculta de Nazaret hacía beber a José de la sagrada fuente de su corazón hasta la saciedad. ¡Oh! millares de veces exclamaría el santo Patriarca: Este es mi Hijo amado en quien tengo todas mis complacencias. Y José seguía obrando como padre putativo, como padre nutricio, como padre legal. El Espíritu Santo al obrar la encarnación del Verbo no sólo dio el Hijo a María, sino que lo dio también a José descansando en su propia justicia; y Ruperto añade a este pensamiento que al obrar el Espíritu Santo la encarnación del Verbo, dio a José el amor para el Niño que le nacía. Esto nos obliga a afirmar que si la vida de María era la vida de Jesús, la vida de José en Nazaret era igualmente la vida de Jesús, así estaba lleno de gracia aun de parte de Jesús. Al contemplar a José lleno de gracia hemos de saber que no sólo era para sí mismo, sino que de su plenitud debía derramarse con toda abundancia sobre toda la Iglesia; por esto, un docto cardenal aseguraba que José debía ser en gran manera honrado de los fieles, ya que tales gracias había recibido de Dios. Por esto Pío IX, los Padres del Concilio Vaticano y todos los fieles han puesto toda su confianza en el poderoso patrocinio de José, por esto la Iglesia lo toma en todas partes como su protector universal y por esto la misma Iglesia, para que nadie dude de la plenitud de gracia de José, nos lo presenta en su vida oculta ejerciendo sobre Jesús y María la plenitud del poder. Acudamos, pues, a José, lleno de gracia, y con tanta más confianza, cuanto que la Iglesia nos convida a ello diciéndonos: Id a José. Vamos, pues, a José, pero vamos con la confianza que se merece el que es destinado para darnos la salud temporal y aun la eterna. Vamos a José, padre de Jesús, que es de un modo singularísimo nuestro protector, el que nos facilita el bien obrar y el que presenta nuestros méritos a Jesús acompañados de los suyos. Vamos, en suma, a José, rogando por toda la Iglesia en general y por cada uno de nosotros en particular, mas rogando con una seguridad tan absoluta, cuanto que sus pequeñas insinuaciones son consideradas ante Dios como mandatos. 6. José, rey de los mártires, vírgenes y doctores. Principalmente en Nazaret y en los últimos años de su vida, cuando la pasión del Salvador se acercaba a pasos de gigante, entonces José fue elevado a rey de los mártires, como ya lo era de los vírgenes y de los doctores. La preciosa aureola de rey de los vírgenes le convino tan bien que Isolano nos lo afirma como una cosa cierta al decir que es la opinión común de los doctores católicos: En cuanto a la aureola de la virginidad, los doctores católicos no dudan en concedérsela s an José. Y no es extraño, porque José es el único que siendo virgen, en su matrimonio tuvo la gloria de la paternidad por haber sido su esposa fecunda por el mismo Espíritu Santo. La aureola gloriosa de doctor también se la conceden los santos con tanta amplitud, que merece ser llamado rey de los doctores, y con razón, porque si bien es verdad que no tuvo los estudios que hicieron otros, también es cierto que fue ilustrado con toda clase de conocimientos, ya por las inspiraciones angélicas y del Espíritu Santo, ya por medio de Jesús y de María. Nadie entre los hombres tuvo tan cabales conocimientos sobre la encarnación y demás misterios que tienen relación con la Madre de Dios y con Dios mismo; y nadie, por otra parte, anunció tan bien al Mesías a los judíos y al verdadero Dios a

los gentiles, y tanto más cuanto que para unos y otros era para aquellos tiempos claro objeto de la expectación universal. María santísima es llamada, y con razón, la reina de los mártires, así de un modo semejante podemos afirmar que José es su rey y, por tanto, que disfrutó la más brillante aureola. No queremos decir que la Iglesia deba contarlo entre los mártires, sino que es más que mártir por la disposición de su corazón. Por esto dice Isolano, con muchos otros doctores que el ser de mártir le conviene sin duda alguna. Y con razón, porque sufrió los dolores semejantes a María, la espada de dolor que atravesó el corazón de María por las palabras de Simeón, atravesó también el ánimo de José; su vida fue una victoria continua contra los tiranos defendiendo a Jesús y, sobre todo, su caridad, sus meditaciones sobre la pasión y las conversaciones que tenía sobre la redención con Jesús y María, lo hicieron tan semejante a ellos que, si Jesús fue el varón de los dolores y María la mujer de las angustias, José fue el rey de los mártires. Isolano estaba tan convencido de esta verdad que, todo admirado de tanta semejanza, exclamó: ¡Oh Dios inmortal! ¿Con quién compararé a José tu padre si no es contigo mismo y con tu propia Madre?. Tal es la manera exacta, autorizada, conveniente, racional y conforme de hablar a los fieles sobre el señor San José como rey de los mártires. Por otra parte, así como hubo en José gozos celestiales y alegrías verdaderamente divinas, así nos vemos obligados a afirmar que su alma padeció las mayores amarguras y los dolores más atroces. Como cabeza de familia, las privaciones de Jesús y María eran para él dolores atrocísimos que lo hacían con toda verdad el mártir de los mártires. Jesucristo, que habló muchas veces a sus apóstoles sobre su pasión, se la explicó minuciosamente a José, y éste comprendió perfectamente cuanto estaba encerrado en su subida a Jerusalén, ser preso en el huerto de Getsemaní, ser conducido de tribunal en tribunal, ser entregado a los gentiles, ser escupido, escarnecido, azotado, abofeteado, coronado de espinas y elevado a una cruz. A la venerable virgen Mariana de Escobar se le apareció un día el señor San José y le dijo: El Señor me dio grandes conocimientos sobre las Escrituras, entendí perfectamente lo que los profetas dijeron del Salvador, y como él siempre tuvo presente la cruz, así yo no perdía de vista la pasión y muchas veces teniendo a Jesús en mis brazos derramaba lágrimas de dolor al acordarme de sus padecimientos. No cabe duda, por tanto, que la vista de Jesús hizo mártir al santísimo José y aun que lo hizo el rey de los mártires, porque padeció espiritualmente en su alma los tormentos que Cristo padeció en su cuerpo. Es cierto que José no asistió a la pasión del Salvador en el Calvario, pero es igualmente cierto que fue atormentado por todos los pasos de la pasión, y esto fue no por el suplicio de un día, sino por el de toda la vida y de un modo singular durante los años de su vida oculta en Nazaret. José padecía en estas ocasiones, no como se acostumbra padecer, sino conforme la medida del amor que tenía hacia Jesús, y como él lo amaba más que todos los hombres, por esto padeció más que todos ellos juntos. Digamos de una vez que si los dolores de María fueron los dolores de Jesús, los dolores de José fueron los dolores de María. Así José fue rey de los mártires. 7. Gracias especiales del señor san José. Doctísimos varones en las ciencias teológicas, así como almas privilegiadas que habían recibido del cielo divinas noticias sobre el señor san José, de común acuerdo nos lo retratan no sólo lleno de gracia sino poseyendo también gracias especialísimas al par de su divina esposa. Por esto Dios formó su cuerpo y alma con providencia tan especial, que cual tierra benditísima jamás produjo ni la más leve espina de una imperfección.

El señor San José nació perfectísimo en cuerpo y alma y fue para sus padres el mayor gozo, como María había sido para Joaquín y Ana la más completa satisfacción, dotado de la mayor ciencia infusa y todos los días con nuevos aumentos de gracia. José percibió altamente las obras de Dios, sus atributos y a Dios mismo y, al acercarse sus desposorios, a la manera que la divina María fue preparada por el Espíritu Santo así, con idénticas preparaciones, el divino José fue igualmente dispuesto, siendo enriquecido entonces con hábitos más perfectos de virtud, con nueva rectificación de sus potencias, con nueva plenitud de gracia y con dones más singulares del divino Espíritu. Ciertamente que entonces José en su cuerpo terreno y mortal era más casto que los ángeles, su caridad funcionaba inmensamente, su virginidad brillaba como el astro más resplandeciente y, todo divinizado, con tanta gracia celebró los desposorios con la divina María. Desde entonces le fue dado a José ver a Dios, ver no sólo a Jesucristo, sino contemplarlo sin el velo de la humanidad, viendo a la esencia divina de un modo semejante a María aunque cien y cien veces más perfecto y sublime que Moisés y Pablo. Este pensamiento que podemos llamar de la Iglesia, ésta lo hace tan suyo que lo canta en el himno del Oficio del día de su fiesta, diciendo así: Tú, en vida igual a los bienaventurados, gozas de Dios, siendo más bienaventurado que ellos . Por otra parte, hemos de concluir también que tal es la consecuencia de la divina vocación de José y que, de un modo semejante a María y a Jesús, debía de gozar sus gracias y privilegios, por tanto, si Jesús veía esencialmente en sí mismo a su eterno Padre, y María veía a Dios por gracia y privilegio de un modo correspondiente a la divina maternidad, es evidente que José lo veía también no sólo como esposo de María, sino de un modo especial como padre de Jesús. Siendo esto así, no extrañemos que José, según santa Brígida, haya sido pacientísimo en las penas, diligentísimo en los trabajos, extremado en la pobreza, mansísimo en las injurias, obedientísimo a la voz de Dios, fuerte y constante contra los enemigos de Jesús, testigo fidelísimo de las maravillas del cielo, muerto a toda carne y al mundo y solo vivo para vivir la vida de Dios. Hasta este punto José era lleno de gracia. Capítulo 15. Virtudes de José. 1. Origen de las virtudes del divino José. Las santas Escrituras nos hablan de José de una manera casi idéntica al modo con que lo hacen de la santísima Virgen María. Pocas cosas dicen de José, pero las dicen con tales excelencias, que ellas solas contienen todas las alabanzas que pueden tributarse al santísimo Patriarca, así como las relevantes virtudes que practicó en el grado más heroico. Esta verdad es tan conocida de los devotos josefinos, que grandes y esclarecidos doctores presentan al glorioso santo con tales virtudes, y practicadas con tanta perfección, que si hubiesen de escribirse sus actos, no cupieran en el mundo los libros que de ellos se compusieran. El Evangelio dice que José es el justo, el esposo de María, el padre de Jesús y el protector y defensor de entrambos. Luego, sus virtudes, como de justo que correspondió fidelísimamente a la gracia, fueron las más semejantes a las de su esposa y a las de su Hijo. El origen de las virtudes del divino José debe encontrarse también en su correspondencia que le hacía estar fijo sobre las virtudes de Jesús y María y grabarlas en su corazón para practicarlas fielmente a su tiempo. ¡Qué cuidado en aprender la humildad, la obediencia y

el amor de Jesús y María! ¡Qué solicitud en practicar los actos luego que los había conocido! El doctísimo Suárez hace notar como origen de las virtudes de José el que sus pensamientos, palabras y obras, sus deseos, trabajos y gozos, todo lo ejercitaba próximamente con la persona de Cristo; y así como el mayor de los pecados que cometieron los judíos fue la muerte que dieron al Hijo de Dios, porque era un pecado que se dirigía directamente contra él, de la misma manera, las virtudes de José fueron las más perfectas, heroicas y adecuadas, porque él todo lo hacía con Cristo y por Cristo. ¡De tal manera es José superior en virtud a todos y únicamente inferior a María! 2. Compendio de dichas virtudes. No sólo hay en José la gran virtud de nunca haber cometido una falta, sino, lo que es más, hay en su corazón la soberana y única virtud, de haber ido siempre adelante, conforme el significado de su nombre, según lo atestiguan Cayetano y Ruperto. Su fe fue, por tanto, superior a la de Abraham, que mereció ser llamado el padre de los creyentes, su esperanza superó a la de Isaac, su caridad fue mayor que la de Jacob, su mansedumbre dejó muy atrás a la de Moisés, su fortaleza venció a la de Gedeón, fue más devoto que David en sus Salmos, más sabio que Salomón en sus Cantares, más casto que José de Egipto, y superó en un todo del modo más extraordinario a los santos más ilustres. José tenía todas las virtudes, pues así debe ser interpretado el testimonio que de él diera el Espíritu Santo, según las palabras de san Jerónimo, Crisóstomo, Crisólogo, Gregorio Niceno y Alberto Magno. Por consiguiente, su fe en el Mesías prometido fue tan superior a toda otra fe cuanto que le fue dado ver y tocar al objeto de su fe, creyendo Dios al que exteriormente solo era hombre; su esperanza fue más firme y más viva que la de Simeón, canonizado en cierto modo por el Espíritu Santo, pues esperaba salvar a Jesús contra todo poder diabólico coligado con el poderoso Herodes; su caridad fue tanto más ardiente y heroica cuanto que le fueron entregados la divina oveja María y Jesucristo, cordero de Dios que quita los pecados del mundo. José fue prudentísimo pues, como afirma san Jerónimo, todo lo hizo bien, sujetándose en un todo a la divina voluntad; fue fortísimo en medio de las adversidades y tormentos, sufriendo infinito por el Dios niño y su Madre; su templanza la poseyó en el más alto grado, como privilegiado justo, que vivía especialmente de la fe. Siendo esto así, ¿qué alabanzas no deberemos tributar a José? Si alabamos y engrandecemos a Noé por haber hablado una vez con Dios; a Abraham, porque salió de la Mesopotamia y habló con Dios representado por un ángel; a Jacob, por haber visto la misteriosa escala por la que subían y bajaban los ángeles; a Moisés, porque conversaba con Dios como con su amigo; a Samuel, porque fue fiel a la voz que lo llamara por tres veces en una misma noche y a Marta y María, porque hospedaron a Jesús, ¿qué alabanza, qué engrandecimiento daremos a José que conversaba con Dios no como un amigo con otro amigo, sino como un padre con su hijo y practicaba las virtudes del modo más perfecto? Para que todos nos animemos a imitar las virtudes de José, queremos en pocas palabras hacer resaltar su humildad y prudencia, su justicia, su misericordia y su obediencia, en un hecho que nos relata el sagrado Evangelio. José halla a María que ha concebido por obra del Espíritu Santo, no quiere dar cuenta de este hecho como justo que es y, antes bien, quiere separarse ocultamente; mas estando en esos pensamientos, el ángel le dice que no tema, que reciba a su esposa y que reciba a su hijo, imponiéndole el nombre de Jesús. Este hecho resplandece en la vida de José como ejemplo admirable de humildad, prudencia, justicia, misericordia y obediencia. De humildad, pues José hizo, siendo llamado a la divina paternidad, un acto el más semejante a la virtud de María en la misma circunstancia; y si

María se declara esclava del Señor, José, como esclavo, huye también de la honra; de prudencia, pues todos los autores se la conceden en este acto, y no una prudencia común, sino una prudencia del todo divina; de justicia, pues era el acto más justo al declinar las glorias de la paternidad de Dios, pues entre él y Dios, no obstante sus gracias, había siempre una distancia infinita; de misericordia, pues pensando José el negocio con la madurez que reclamaba, el ángel le indicó la voluntad del Altísimo, llevándose a cabo de esta manera el misterio de la salvación de los hombres y, sobre todo, resplandece en este hecho la obediencia de José, haciendo inmediatamente lo que el ángel le indicara de parte de Dios. No olvidemos que estas cinco virtudes nos son tanto más necesarias, cuanto que por ventura nos hallamos despojados de ellas; necesitamos ser humildes, porque el Señor sólo se comunica a los que poseen la humildad de corazón; necesitamos ser prudentes, porque así como la prudencia de la carne nos pierde, así la prudencia divina nos salvará; necesitamos la justicia para ser perfectos, pues todo pecado y aun toda imperfección entrañan siempre un acto injusto de nuestra parte; necesitamos la misericordia, no sólo para con nuestros semejantes sino, lo que es más, para nosotros mismos; y necesitamos, en suma, de la obediencia, que podemos decir que por antonomasia es la virtud de José, así como por desgracia nos hacemos con frecuencia reos de grandes desobediencias contra la ley de Dios. Démonos a José, pidiéndole afectuosamente cada una de las virtudes que acabamos de indicar, y aquellas de que nos haremos cargo en los números siguientes de un modo especial. 3. Vivísima fe de san José. El apóstol san Pablo en una de sus epístolas hizo un bellísimo elogio de los Patriarcas de la antigua Ley y atribuye las principales operaciones de sus promesas a su fe. ¿Y no podríamos nosotros decir lo mismo del santísimo Patriarca? ¿No podríamos decir que su fe admirable fue el punto de partida de todos sus hechos? ¿No podríamos asegurar que ella fue la más semejante a la fe admirabilísima de la Madre de Dios? Ciertamente, y por esto afirmamos que la fe del virginal esposo de María fue la más pura, la más sencilla y la más universal; la más pura, porque ni siquiera en las más grandes tribulaciones jamás se le presentó ni la menor duda; la más sencilla, porque venía directamente de Dios y se alimentaba con la vista de Dios hecho hombre; la más universal, porque la extendió a todos los actos de su vida. Y ¿por qué no decir que la vida de José fue un acto de la fe más viva y mejor ejercitada? La fe de José fue vivísima desde su santificación hasta sus desposorios y desde sus desposorios hasta su muerte, y esta misma fe fue la firmísima base de toda su virtud. Concluiremos este número afirmando que la fe de José fue tanta, tan viva, tan valerosa y tan constante, que fue sin duda la más semejante a la fe de María, mereciendo por ella toda su virtud conforme el admirable testimonio de un autor que no recordamos quién es, pero dice así: De la misma manera que María fue bienaventurada por su fe, igualmente, el señor San José fue bienaventurado por su fe. En adelante acostumbrémonos a ver en José al hombre de la fe.

4. Firmísima esperanza de José. José, como virginal esposo de la que es la venturosa madre de la santa esperanza, poseyó también tan agraciada virtud con la perfección de su fe. Los actos de la esperanza fueron tanto más continuos y perfectos, cuanto las pruebas a que ella estuvo sujeta fueron más continuas y más duras, pudiendo asegurar que su vida toda fue un continuado acto de confianza, el que hizo que jamás quedara confundido. José es por antonomasia el justo, y el justo, según san Pablo, es el que vive de la fe, y la fe viva es el acto continuo de confianza en Dios. José, pues, espera perfectamente, espera sin dudas y sin temores, espera con toda libertad de espíritu, y espera confiando la más completa victoria, no obstante la malicia de los espíritus malos que quieren destruir la obra de Dios. El divino José vive de la más firme esperanza, con ella pasa su niñez y los brillantes días de su juventud, con ella contrae el matrimonio virginal, con ella conduce a la Madre de Dios, con ella adora amoroso al Niño de Belén y con ella huye a Egipto, lo esconde, lo defiende, lo conduce a su país natal y lo introduce otra vez en su casa de Nazaret. ¡Oh bienaventurado José! Tu confianza completa en el que viste a la azucena y da de comer a los pajarillos, te hizo el hombre de la firmísima esperanza y por esto saliste victorioso de los daños que te amenazaban, de la tribulación de las tribulaciones y de todas las tentaciones del enemigo del género humano. ¡Oh divino José! lleno de fe y de esperanza, yo venero tu fidelidad invariable, tu paz perfectísima y aquella protección que con tu confianza supiste dispensar al mismo Dios omnipotente. 5. Ardentísima caridad de José. Jesús es el amor hermoso, María, la madre del amor hermoso, José, su padre; y como María fue entre todas las criaturas la única que amó a Dios con todo su corazón, así José, desde su santificación, comenzó su vida de amor poniendo, por decirlo así, sus pasos en las divinas huellas que había dejado María; por esto pudo afirmar que juntamente con la primera gracia había sido encerrado en su corazón el divino fuego que reconcentrándose en sus huesos los liquidaba. José, pues, es el padre del amor hermoso, es el altar vivo donde el divino fuego se colocaba, es la tierra bendita donde el Verbo encarnado lo prendió y es el primero y el único redimido que después de María ha recibido todo el amor, porque, si Jesús que es todo caridad estaba en sus brazos, claro está que se unieron ambos corazones, que ambos corazones se liquidaron y que el corazón de José estaría... dejémoslo decir a Isolano, ya que vencido con estas reflexiones exclamó: Ni la lengua puede decir el amor de José para con Dios. Con razón dijo tan importante sentencia en favor de José, porque después de María es el único que en todo tiempo y en todo instante lo daba todo por la caridad. Al modo que la caridad es la reina de las virtudes, así ocupaba ella el primer lugar en el corazón de José, y Dios se complacía en manifestar su continuado crecimiento en el nombre que le fue impuesto. Sí, José se abrasaba todos los días más y más en el amor de Dios, porque era como una necesidad ocasionada por el fuego de los más tiernos y ardorosos misterios de Jesús; porque vio a éste con sus ojos, lo tocó con sus manos y lo llevó en sus brazos; porque lo vio recién nacido, lo adoró en los brazos de su Madre, lo contempló celebrado de los ángeles, venerado de los pastores y glorificado de los magos, admirado de los doctores, siendo además el testigo ocular de su niñez y juventud. Y durante los treinta años de la vida de Jesús, ¿qué hizo José? No, no hablemos de tanta ternura y

amor, ni de caridad tan ardiente, ni de un corazón tan divinizado, porque nuestro corazón frío y nuestros helados labios no son dignos ni siquiera de pronunciarlo, pero sí afirmamos que José amó a Dios con todo su corazón y con toda su alma y con todas sus fuerzas, imitando en estas operaciones a María lo más que es posible, exceptuando tan sólo que siendo José concebido en pecado, durante el tiempo que estuvo con la culpa original entonces no pudo amar a Dios, aunque desde el momento que fue santificado siguió absolutamente y en un todo el recto sendero del divino amor. Esas mismas reflexiones hicieron afirmar a san Francisco de Sales que José murió de amor, como si dijera, enfermó de amor, la llama del divino amor lo consumió, murió por la herida de la caridad. 6. Profundísima humildad de José. El santísimo Patriarca no ignoraba que había sido escogido entre los hombres para ocupar el lugar más privilegiado, que la santificación le había sido conferida mucho antes de nacer, que confirmado en gracia había quedado su corazón para ser todo de Dios, que jamás la más leve imperfección había manchado su alma, que una vida todos los días más perfecta había sido la de su corazón, que en fuerza de su vocación había de ser el esposo de la Madre de Dios, que sería llamado padre suyo por el mismo Hijo de Dios y que cumpliría sus oficios con la perfección que ellos demandaban; mas para practicar la humildad como convenía, contestaba a tanta gracia con el sublime: Mi alma glorifica al Señor, sin quedarse apenas con otra cosa que con el recuerdo de haberla recibido. La práctica de la humildad era tan bien entendida de José, que por su modestia exterior, por su sencillez columbina, su prudente silencio y su deferencia para con el prójimo, lo hacían el hombre más respetable de su tiempo, pero con aquella respetabilidad que es la hija predilecta del humilde de corazón. José no sólo se conoció a sí mismo, sino que, por testimonio de san Hilario y del padre Jacquinot, supo quién era la Virgen, y lo supo por la luz divina que brillaba en su rostro, especialmente después de la encarnación, porque la misma Virgen debió también revelarle el misterio, como quiere el cardenal Viguerio, y de un modo mas especial por revelación del cielo, como lo dice el Evangelio. Remigio y antes de él Orígenes nos dan testimonio de esa humildad de san José, que con razón puede decir que fue una humildad divina, con las siguientes palabras: Sabiendo José que Jesucristo había de nacer de una virgen, supo que María era la escogida, y por esto, juzgándose indigno de vivir con ella, quiso dejarla ocultamente para que no le obligasen a ello, cuya gloria la huía como verdaderamente humilde. Santo Tomás saca la misma consecuencia del Evangelio diciendo: José pensaba por humildad la manera de separarse de una santidad tan grande. Santa Brígida en sus Revelaciones nos habla de José instruido perfectamente en el misterio de la encarnación, y que, al ver la abyección del Hijo de Dios hecho carne y la dignidad divina de María, entró en tales sentimientos de bajeza de sí mismo, que determinó abandonar su lugar, e infaliblemente lo hubiera hecho si el ángel de parte de Dios no le hubiese indicado lo contrario. Eckio y Salmerón han comprendido la humildad práctica de José y afirman que sólo perseveró en su puesto porque el ángel le manifestó que era ésta era la voluntad de Dios. ¡Oh divino José! Tú eres el hombre verdaderamente humilde y el que mejor comprendiste el mérito de la abyección voluntaria! ¡Oh José humildísimo! inspírame la ciencia del conocimiento de mí mismo, ábreme el abismo de mi nada, hazme conocer mis miserias, introdúceme tú mismo en el camino de la abyección y no me dejes hasta verme que soporto con gusto las contradicciones y menosprecios del mundo.

Otra razón para hacernos barruntar un poco la humildad de José es que el Espíritu Santo nos dijo que era justo y, por tanto, como si hubiese dicho que poseyó la humildad en el mayor grado. Además la vocación de José fue, como dice la Escritura, la más sublime después de la de María, y como Dios no se comunica sino a los humildes, habiéndose comunicado a José del modo más excelso, esto mismo nos hace concluir que poseyó la humildad conforme la medida de los bienes que había recibido, y como los bienes de José fueron infinitos, así infinita, si cabe, fue su humildad. José fue humildísimo, porque aprendió de María y de Jesús a ser humilde de corazón, y aprendió tan soberana lección mientras tenía como súbditos a Jesús y María, títulos honrosos, grandes talentos, virtudes que brillaban por doquier; los espíritus bienaventurados venerándole, la reina de los ángeles tributándole mil respetos y el Hijo de Dios obedeciéndole. ¿Quién como José engrandecido? ¿quién como José sublimado aun ante los ángeles mismos? ¿quién tratado como José por la Madre de Dios como esposo suyo? y ¿no es José en quien el mismo Jesús veía y respetaba la imagen de su eterno Padre? Sí, José fue humilde, divinamente humilde. Y ¿nosotros nos humillamos como José? ¿nos humillamos voluntariamente? ¿nos humillamos cuando la necesidad al menos nos obliga a ello? ¿nos humillamos siendo culpables? Humillémonos de corazón, porque sin la humildad el Señor no nos comunicará sus gracias, ya que está escrito que resiste a los soberbios. 7. Pobreza de san José. Aunque no falta uno que otro autor que supone que José había nacido en la indigencia y que para librarse de los horribles efectos de la miseria había tomado el oficio de carpintero, con todo, a nosotros no nos parece esto probable, ya que los sacerdotes le dieron por esposa a la heredera de Joaquín. Esto supone que José conservaba los bienes propios de un pasar modesto, de modo que los sacerdotes creyeron labrar la felicidad de María desposándola con José. Y si bien es cierto que José era carpintero, también es cierto que en aquellos tiempos la carpintería era un arte que tomaban aun los nobles en cumplimiento de la ley que ordenaba que a todos los hijos varones se les enseñara un oficio. José era pobre de espíritu, mas en sus desposorios nada faltó de cuanto exigían las santas costumbres de los hebreos, y a pesar de su amor a la pobreza procuraba que nada faltase a su esposa y dispuso todo lo necesario para el feliz alumbramiento. De su parte fabricó la cuna para el Salvador de las maderas más preciosas del Líbano, así como un pequeño cofre donde la Virgen encerró las riquísimas mantillas que sus sagradas manos habían trabajado, y santa Ana, sabedora de los misterios, había depositado en poder de su hija lo que en semejantes casos debía hacer, pero la Providencia, que premió la solicitud de los tres, hizo que se verificara un viaje repentino, que se encontrasen faltos de muchas cosas y, más aún, que el Mesías prometido naciera en el establo de Belén; mas a pesar de todo esto, convenimos gustosos en que José amó la pobreza, de modo que hizo decir a san Buenaventura que la amó extraordinariamente. El señor San José fue pobre, mas no con la pobreza que se puede llamar verdadera miseria, sino de aquellos pobres de quienes dice san Pablo que poseyéndolo todo nada tienen. José, aunque pobre de espíritu, tuvo un pensamiento regular, ayudándose con su trabajo, lo cual hizo decir a Isolano que José tenía su asnillo y su dinero con lo cual hacía frente a las contrariedades que se le presentaban. Que José tuvo todo lo necesario, aun puede decirse que se concluye del Evangelio, porque siendo justo y trabajando es evidente que le sobraba. Mas nadie crea tampoco que no fuese pobre de espíritu, sí lo era, y con tanta más

perfección cuanto mayor era su santidad. Isolano nos lo dice así: El divino José nada tenía en el afecto. Unos dan lo superfluo de la naturaleza, otros dan lo superfluo de la naturaleza y de la persona, otros dan todo lo superfluo y parte de lo necesario, otros dan lo superfluo y lo necesario, pero no se dan a sí mismos, y aquellos que se dan también a sí mismos son los perfectos de que nos habla el Evangelio; mas José a todo lo dicho, añadió el trabajar para alimentar a Jesús y a María, a quienes nos dio igualmente para nuestra salvación. El señor San José en el mismo sentido que acabamos de exponer pudo decir con mucha más razón que David: Soy pobre y entregado al trabajo desde mi juventud. La pobreza de José que era verdaderamente afectiva, algunas veces la Providencia con sus trazas admirables la reducía al efecto, como convenía al feliz padre cuyo hijo había de publicar un día que los pobres eran bienaventurados. Cuando José después de la presentación tornó a Nazaret, volvió a entrar en aquella comodidad que su divino amor procuraba a la Sagrada Familia, mas, apenas se había establecido, cuando el ángel del Señor le manda partir a Egipto y vuelve a quedar en la pobreza, pero pobreza que hizo decir a san Francisco de Sales que muchas veces le hizo sentir los efectos horribles de la necesidad. Tal fue la pobreza de José, pero pobreza queridísima de su corazón, porque la consideraba tan excelente y ventajosa cuanto las riquezas llenan el alma de inquietudes y zozobras. Amaba la pobreza como la amaba el Hijo de Dios, y podemos decir que en el fondo de su alma oía sin cesar la voz del eterno Padre que le decía: Yo enviaré a mi Hijo sobre la tierra de Jesé, y lo enviaré pobre, humilde y sin el brillo de las riquezas, por esto quiero que seas pobre, como destinado a ocupar mi lugar al lado de mi Hijo, pobre como tú. Con razón, pues, exclama san Buenaventura que José amó sobremanera la santa pobreza. Y ¿nosotros la amamos? ¿amamos esta virtud cristiana? ¿amamos esta virtud cuya perfección es uno de los consejos más notables del Evangelio? ¿hemos bendecido a Dios cuando las circunstancias nos han puesto en la necesidad de sufrir los efectos de la pobreza? San Buenaventura y santa Brígida añaden que José vivía contento aun en medio de la mayor pobreza, que estaba lleno de dulzura cuando sufría los desprecios por efecto de ella y que, en lugar de quejarse estérilmente como hacen algunos, remediaba sus terribles efectos por medio del trabajo. ¿Cuántos cristianos padecen la pobreza por su culpa? ¿cuántos son los que no trabajan las horas que debieran y por esto no tienen lo necesario? ¿cuántos los que no trabajan con la debida aplicación y por esto no encuentran quien los ocupe? y ¿cuántos los que en vez de acudir a la Providencia como José, se desesperan por su desgracia? Imitemos todos a José en la práctica de la pobreza, porque ricos y pobres tenemos mucho que aprender de él. 8. Obediencia de José. El virginal esposo de María fue obediente, mas obediente hasta la muerte y muerte de amor por obediencia. Él conocía bien que el hombre sólo está sobre la tierra para hacer la voluntad de Dios y tributarle todo el culto que se merece, y esto lo cumplía perfectamente por medio de la santa obediencia. José obedeció a ejemplo de María y de Jesús que siempre le estuvieron sujetos. Y como él se viese obedecido de dos personas, las más notables del cielo y de la tierra, por esto cada acto suyo era como una manifestación de su obediencia, obedeciendo en todo tiempo por los principios sobrenaturales de los que partió. José obedecía en todas sus cosas, porque todas eran para él el mandamiento de Dios, y obedecía tanto en lo más difícil como en lo más fácil y aun en lo que pareciera imposible, porque su

corazón dócil no encontraba otra práctica que hacer la voluntad de Dios. Así, la obediencia era su elemento, su consuelo, su felicidad. José obedecía, pero generosamente y sin reflexiones aun en lo más costoso, obedecía simplemente con la sencillez del justo que solo busca a Dios, por esto partía al momento de Nazaret a Belén, de Belén a Egipto, de Egipto a Nazaret, y tanto en la ida como en la vuelta siempre brillaba en el rostro de José la misma sumisión, la misma conformidad, la misma fe y la misma fidelidad en todas las acciones de la providencia. José obedecía, y con la obediencia gozaba la paz de los justos, no cuidaba de otra cosa que de la voluntad de Dios, agradaba en gran manera al Padre celestial, su corazón por la obediencia era una misma cosa en el corazón de Dios, se hizo la copia más exacta de María su esposa, quedó con la mayor semejanza a Jesucristo, y por la obediencia, en fin, quedó formado el justo admirable, que perfeccionándose en cada instante, redobla en cada momento sus merecimientos. ¡Oh feliz José! con tu obediencia te hiciste todos los días más agradable a Dios, en cada momento obrabas con mayor perfección y llegaste a la posesión de la santidad, que es la hija verdadera de la más perfecta obediencia. ¡Oh señor san José! Yo te venero como perfecto obediente, yo veo en ti al varón insigne que, según santa Teresa, san Francisco de Sales y santa Brígida, no tenías más deseo que hacer la voluntad de Dios, que estarle en todo conforme, que hacer los actos de tu corazón con nuevas muestras de amor hacia la obediencia, por cuya razón, en los gozos y en los dolores siempre fuiste dulce, amable y todo lleno de tranquilidad y perseverancia. Hagamos ferviente oración a San José pidiéndole la obediencia a los preceptos de Dios y a los consejos evangélicos, si por nuestra dicha hemos abrazado la perfección. Tomemos la resolución de obedecer en Jesús y María a los superiores que el Señor nos ha dado. 9. Prudencia de José. Bien podemos decir que el divino José fue prudentísimo pues, semejante a la Providencia, todo lo ejecutó conforme las sagradas leyes de la eternidad, como si dijéramos según número, peso y medida. Él fue llamado por el cielo para ejercitar las principales funciones, desempeñar los más arduos negocios, llevar a cabo las empresas más colosales y tener por testigos de sus operaciones a los hombres, a los ángeles, a la madre de Dios, a Dios mismo. Por la prudencia se distinguen los caminos buenos de los malos, los motivos poderosos de los ineficaces y los medios rectos de los reprobados. Por esto José, dirigido por el Espíritu Santo, por el espíritu de prudencia, tomó por regla invariable los principios de la fe y obró según ellos en toda ocasión y en toda circunstancia cual convenía al justo que vive de la fe. Por el espíritu de prudencia, cada momento de tiempo era un precioso instante que lo hacía adelantar en la virtud y adquirir nuevos méritos, determinando por su incesante fidelidad a la gracia los grados de recompensa que había de recibir. Por el espíritu de prudencia su vida era la práctica del recogimiento, en el fondo de su corazón tenía colocado a Dios, la voz del Espíritu Santo lo oía con más distinción y, como virgen consagrado a Dios, se iba preparando para los grandes destinos en los que debía ocuparse. ¡Qué generosidad la de José! ¡Qué operaciones las suyas! ¡Qué corazón tan perfecto! ¡Qué alma tan divinizada! No lo dudemos, José era prudentísimo como digno esposo de quien declara la Iglesia que fue virgen prudentísima. Desde el día de sus sagrados desposorios ¿cuál sería la prudencia de José? ¿cuál sería su prudencia viviendo con una virgen inmaculada? ¿cuál sería su prudencia desde que el ángel le obligó a vivir en su mismo techo? ¿cuál sería su prudencia

preparándose para llamar a Jesús hijo suyo? ¿cuál sería su prudencia para poder merecer un día ser llamado de él, padre suyo? ¡Qué atención en todas sus cosas! ¡Qué vigilancia en los caminos! ¡Qué solicitud y qué valor para prevenir las dificultades! Concluyamos que el señor San José fue el modelo más perfecto de la Providencia divina en todas sus operaciones. 10. Paciencia de José. La paciencia es una virtud que enseña al hombre a poseerse a sí mismo en medio de las mayores tribulaciones y aun de los más grandes trabajos mediante la conformidad verdadera con la voluntad de Dios. Con ella las numerosas y pesadísimas cruces de la vida son llevadas valerosamente, con calma y resignación y algunas veces hasta con gusto y alegría positiva de un corazón que ama a Dios. San José practicó la paciencia en el grado más heroico, porque puede afirmarse de él que sufrió todas las penas de los mortales. ¿Cuánto no tuvo que sufrir cuando un acto sumo de humildad y un acto sumo de amor se disputaron la posesión de su corazón? ¿cuánto no tuvo que sufrir desde Nazaret al portal de Belén? ¿cuánto, desde Belén a Egipto y desde Egipto a Nazaret? Sí, la vida de José fue un andar continuo entre las espinas de mil trabajos, principalmente en los viajes, en las travesías ocultas y en las permanencias secretas. José no despegaba sus labios, se abrazaba sufriendo con la tribulación y seguía impávido en medio de las dificultades, mas José lleno de paciencia callaba. Él se vio muchas veces como objeto de maldición, oprimido por los padecimientos, rodeado de atroces penas, seguido de espantosas tribulaciones, sitiado de la persecución diabólica que enfurecida se precipitaba hacia el Mesías y su conductor, y en esos lances callaba paciente conservando la paz del alma. Admiremos tanta paciencia, felicitémosle por su grandeza de ánimo en medio de la tribulación y examinemos, aunque sea de corrida, por qué nos falta la paciencia. No somos pacientes, porque somos soberbios, porque no nos formamos una idea justa de las cosas, porque damos paso abierto a sentimientos llenos de exageración que nos impiden reflexionar debida y justamente, porque concedemos la entrada al amor propio que, ocupando el lugar del juicio, ocasiona todas las impaciencias. Para que tengamos al menos la paciencia necesaria, fijemos nuestra vista en Dios, que es un Dios de bondad, un Dios paciente con los hombres perversos que lo ofenden, hasta llenarlos de beneficios en el momento mismo en que recibe la injuria. Imitemos, pues, a José, contemplemos su paciencia, pongamos en práctica sus mismos medios, pensemos en la pasión del Salvador y en los dolores de María y de este modo podremos conseguir la paciencia. Todos somos criaturas de Dios y todos, consiguientemente, si recibimos de sus sagradas manos lo que nos gusta, hemos de recibir de las mismas lo que nos disgusta, y tanto más cuanto que la experiencia de todos los días nos enseña que nadie puede resistir a la voluntad de Dios. Cuando conformamos nuestra voluntad con la suya entonces practicamos la paciencia y el Señor nos premia todos sus actos. Esta máxima, que es de san Francisco de Sales, es lo que nos conviene para la práctica, y sería muy buen fruto sacarlo de la lectura de esta obrita siendo de hecho, en adelante, más pacientes. José con la práctica tan continua como perfecta de la paciencia, comunicaba un nuevo esmalte a sus divinas virtudes, y nosotros también con la práctica de la paciencia podremos adquirir la paz del alma, nuevo aumento en el fervor, nuevo valor a vista de los trabajos y aun nueva fuente de méritos, porque es cierto que con la paciencia llega uno a hacerse grande amigo de Dios.

¡Oh pacientísimo José! yo no puedo menos que admiraros y, al contemplar vuestra generosidad, os pido afectuosamente que no se pierda para mí vuestro ejemplo de paciencia. Llenadme de valor para seguiros en el camino de la tribulación, ya que es el más acertado para ser un día todo de Dios. Pero ¿qué son nuestros padecimientos comparados con los vuestros? Yo confieso que lo que tantas veces he llamado penas y trabajos ha sido más bien un triste efecto de mi amor propio y una resistencia que yo he puesto con la dureza de mi juicio. Por otra parte, ¿no somos pecadores? ¿no hemos gravado nuestras almas con muchas infidelidades? ¿no es verdad predicada por Jesucristo la necesidad positiva de la penitencia? ¿no somos discípulos del que murió en el calvario? Glorioso señor san José, yo confieso que vuestra gloria no tanto pende de vuestra dignidad, cuanto de vuestra paciencia, concededme la práctica de ella para que aprenda a sufrir algo por amor de Dios. 11. Mansedumbre de José. El Salvador, como Dios verdadero, se constituyó el maestro de la humanidad, puso su escuela, y si María fue su primera discípula, es cierto que José fue el segundo. Dijo Jesús: Aprended de mí a ser manso. Y María se revistió de la mansedumbre del Hijo de Dios, hasta merecer que san Bernardo y aun toda la Iglesia la llamaran la mansísima, pero después de ella entró José, y José la poseyó del modo más esclarecido y de la manera más excelente. Por otra parte, la mansedumbre de una persona es tanto mayor, cuanto tiene más vencidos sus apetitos; éstos los tiene más vencidos cuanto más lejos está del pecado; y está más lejos del pecado, cuanto está más lleno de gracia; José, por tanto, tuvo toda la mansedumbre de los que están libres del pecado, toda la mansedumbre de los que poseen la práctica de la virtud y toda la mansedumbre del que está lleno de gracia, sin que hubiese sido disminuida jamás ni por una sola imperfección. Moisés fue tenido por el hombre más manso, pero es necesario convenir que no fue más que un débil retrato de la realidad de José. José, el manso de corazón, María, la mansísima entre las criaturas, y José, como lo declara Isolano, fue la criatura más mansa exceptuando la santísima Virgen. ¡Cuán grandes, pues, son las virtudes de José! ¡cuán extendidas y perfectas! ¡cuán heroicas en todos los casos! Lo que hemos dicho de la mansedumbre podemos afirmarlo de todas las demás virtudes. Jesús es el maestro; María, la primera discípula; José, el segundo. Que jamás haya quien diga que José es un santo común, porque es de hecho el santo más singular, el mayor de los santos, el más privilegiado y el que brilló mas claramente con la práctica de toda virtud. Por esta razón Isolano, bajo el nombre de bendiciones, se las atribuye todas diciendo así: Estas bendiciones brillaron, según su sentido místico, en san José. 12. Devoción de José y su contemplación. El divino José fue devotísimo y, conducido en alas de la contemplación, subió tan arriba que dejó a Pablo y a Moisés a la mitad del camino, pasando en cierto modo a los mismos ángeles. La vista de los sagrados objetos que estaban presentes a José, así como su silencio y su modestia seráfica, nos indican que su corazón estaba absolutamente consagrado al servicio de Dios, que la llama de la caridad aumentaba diariamente, que los más elevados conocimientos se depositaban en su mente, las noticias más soberanas se le infundían y los toques más finos y delicados eran grabados en su espíritu. En una palabra, fue el señor San

José tan devoto y contemplativo que san Bernardino de Siena aseguró que había poseído altísimamente el don de la contemplación. Cuando afirmamos que José tuvo el grado de oración que se llama contemplación, no queremos que se confunda con la contemplación de algún mortal, o mucho menos equivocarla con la de algunos de ellos, porque la de José fue angélica y frecuentemente más angélica. José gozaba un grado de contemplación semejante al de los ángeles, porque al modo que éstos siempre ven a Dios, así José siempre veía con su cuerpo y con su espíritu a Jesús y a María. Isolano se explica sobre este punto con una claridad que autoriza completamente la idea que acabamos de exponer diciendo: José llevó una vida dada a la contemplación de Cristo Dios, de suerte que aun ausente de él por los negocios, gozaba, sin embargo, de su presencia. Gerson, y antes de él san Agustín, atribuye a José una contemplación que, obrando de un modo celestial, siempre gozaba y nunca se saciaba de tales gozos. Tan sublimes eran sus ideas, tan dedicadas sus noticias, tan puros los resplandores, tan excesivos los gozos, y aún no faltan autores que dan a José más claros conocimientos que a los mismos ángeles, pudiendo ellos aprender de José las augustas maravillas de la encarnación. He aquí las palabras con que lo afirma el Cardenal de Viguerio: Quidam dicunt quod prius multa de mysterio incarnationis scivit quam angeli. En una palabra, cuanto han dicho los autores sobre la contemplación del señor San José es tanto que abarca cuanto pudo decirse, asemejando su contemplación a la de la santísima Virgen María. Por esto Isolano, Gerson y de Ponte han dicho: El corazón de María y de José ardían por el amor a Cristo ya que continuamente lo adoraban ... La contemplación de José fue la más sublime. No ha habido otro que haya conocido tan profundamente el misterio de la encarnación como San José (después de la santísima Virgen). 13. Celo de la salud de las almas. El P. Jacquinot comienza este artículo diciendo que, para conocer debidamente el celo del señor san José, es necesario compararlo con el que tuvo la santísima Virgen para la salvación de todos, porque de un modo especial en la práctica fueron los dos una sola cosa. Esa idea de tan devoto josefino y que tanto honra al santísimo Patriarca, está tan lejos de ser una exageración, que san Bernardino de Siena la hizo suya diciendo que tenía por cierto que el celo de José era el más semejante al celo de María. Tal vez, si consideramos bien el asunto, nos animaremos a decir que exteriormente hizo más José, pues aunque sea verdad que no había estudiado como san Pablo, con todo ello, es cierto que cuando hablaba del Mesías, según la expresión del mismo Jacquinot, era elocuentísimo. A los egipcios les explicaba las promesas que Dios había hecho en su favor, les refería los grandes milagros de la creación, les recordaba aquel pueblo que algunos siglos atrás había pasado por sus tierras haciendo toda clase de prodigios y, confirmando su dicho con el destrozo general de sus ídolos, concluía que había llegado el tiempo de prepararse para recibir al Salvador. A sus compatriotas podría hablarles más a fondo, les recordaba su vocación, se alegraba con los ancianos que esperaban al Mesías, gemía de los incrédulos que no querían admitirlo, evangelizaba por los profetas el Mesías prometido y concluía, según Isolano, mostrándoles a Jesús que siempre despedía en favor de los creyentes un no sé qué de divinidad. José, en suma, consideraba a todo el género humano cómo su hijo en Jesucristo de un modo el más semejante a la Virgen, lo cual nos hace terminar este número con una sentencia de san Hilario que nos designa a José con el celo apostólico y de un modo tanto más directo cuanto que Jesús era su hijo: Joseph sponsus virginis circumferens Christum designat apostolos Chistum praedicantes.

14. Sufrimiento de José. A la manera que José por su virginidad es el rey de los vírgenes, por su celo en salvar a las almas anunciando al Mesías, podemos llamarle rey de los doctores, así, por su continuo sufrimiento, debe ser llamado rey de los mártires, del mismo modo que María es la reina. El profundo pensamiento de Cartagena, comparando los sufrimientos de José con los de María, lo expresa en estas palabras: Que ambos (María y José) no solamente superaron a los vírgenes sino también a los mártires. Es verdad que no sufrió directamente en su cuerpo los tormentos de los Nerones y Dioclesianos, pero también lo es que innumerables veces sintió en su corazón y en su espíritu mayores dolores, mayores angustias, mayores trabajos y mayores tribulaciones que cuanto los tiranos son capaces de ocasionar. Cristóforo atribuye tan gran martirio de José al amor que profesaba a Jesús: Te nemine puer diligebat Jesus; y nosotros podemos concluir también que José fue mártir innumerables veces, porque innumerables veces fue testigo de los padecimientos de Jesús, innumerables veces presumió que los iba a sufrir e innumerables veces oyó de sus benditos labios toda su sagrada pasión, y en cada una de dichas veces el corazón de José era sumergido en un mar de angustia y de aflicción. Canisio y Cristóforo concluyen otra vez que los padecimientos de José fueron sobre todo otro padecimiento y que todos los toleró por Cristo. Después de lo dicho, por dar alguna idea del sufrimiento de José, nos parece que, con el P. Jacquinot, podemos aplicarle las palabras que sobre la Virgen dolorosa dice el beato Amadeo: Torquebatur magis quam si torqueretur in se. 15. Amor de José a Jesús. Declarar el amor que el señor San José tuvo a Jesús es con toda verdad una cosa imposible, ya que José lo amaba de todos los modos posibles y en el grado más elevado, más puro y más heroico, y lo amaba según toda la medida con la que Jesús quería ser amado de él. José amaba a Jesús en las virginales entrañas de su esposa, lo amaba recién nacido y en todas las épocas de su vida, porque en todas ellas lo contemplaba y Jesús infundía en su corazón nuevas gracias que lo inflamaban más y más. José contemplaba a Jesús recién nacido, aquellas manos divinas que habían de operar tantos prodigios, aquellos divinos labios que le sonreían el amor más puro, aquella boca sagrada que produciendo la divina doctrina salva a todo el mundo y aquellos ojos que en cada una de sus miradas le infundían purísimo amor. ¡Oh venturoso José! ¡qué gracias recibíais de Jesús cuando lo contemplabais! ¡qué incendios de amor los que se producían en vuestro corazón! ¡cuán venturosa la casa de Nazaret que os poseía! José al ver a Jesús recién nacido lo amó cuanto de él quiso ser amado, y en vez de acostarlo en la finísima cuna que le había labrado en Nazaret, lo coloca en su corazón y allí nada le niega, todo se le entrega con todos sus cuidados, fatigas y vigilias y los efectos todos de su corazón. Como el divino Niño crecía en gracia y en virtud, así crecía el amor de José para con Jesús, y cuanto más crecía elaboraba sus afectos con mayor generosidad, con más pureza y con duplicado ardor. Jesús niño fue, por decirlo así, todo de María, pero Jesús adolescente pasó a ser todo de José, y José se declaraba su maestro, José le daba lecciones, José le enseñaba, José le advertía los momentos de hacer las cosas, José le arreglaba su trabajo y el empleo del tiempo y José, en cada uno de dichos actos, le ofrecía los afectos más heroicos del más puro amor. Pidamos a José un nuevo corazón, un corazón amante de

Jesús, un corazón que lo ame con toda ternura y lo ame con obras manifiestas de verdadero amor. 16. Amor de José a María. El señor San José fue desde toda la eternidad escogido por Dios para ser el dignísimo esposo de María santísima y, mostrándole cuanto estaba encerrado en ella, le infundió al propio tiempo el más acendrado amor. José vio en María a la soberanamente escogida por Dios Padre, Hijo y Espíritu, a la llena de gracia que tenía consigo al Señor y que era la bendita entre todas las mujeres; vio en María a la santísima madre de Dios y que era la única a quien todas las naciones habían de apellidar la Bienaventurada. José vio en María a la virgen inmaculada de Isaías, la vio toda adornada de virtud y con todos los privilegios y prerrogativas para dar a luz al redentor de los hombres. José la vio en la mente del Altísimo, la esperada en todos los siglos, la que tenía por padres a patriarcas, reyes y profetas, y la única saludada siempre a través de todos los siglos. José vio en María su virginidad, y esta virtud formaba el objeto de sus complacencias, que había de ser divinamente desposada y que él era el venturoso varón de aquel enlace que, siendo entre los judíos natural y común, era, no obstante, ante Dios todo espiritual, todo divino. Siendo esto así, ¿quién podrá ni siquiera barruntar algo de la estima que José hacía de María? José amó a María según la medida de su conocimiento, y así como todos los días la veía más santa, así todos los días le profesaba un amor más acendrado. Pero José no sólo amaba interiormente a María, sino que la amaba con amor afectivo, empleando en ella y por ella todos sus cuidados y toda la aplicación de que era capaz. Por esto, José era de María, ésta le seguía como la luna sigue al sol y en todas sus necesidades encontraba en él su socorro. José, en suma, era como la providencia de María, y María acudía a José en todos sus negocios. ¡Oh glorioso Patriarca! vos que tanto amasteis a María, que la amasteis con un amor tan afectivo como lleno de obras, tomad mi corazón, lavadlo de la inmundicia de la culpa, limpiadlo aun de las más pequeñas faltas y adornadlo con tanta virtud, que siempre y en toda ocasión ame a Jesús vuestro hijo, a María vuestra esposa y a vos mi padre y mi protector. 17. Amor de José al prójimo. El señor San José no sólo amaba a Jesús y a María como debe ser amado Dios y su madre, es decir, con todo su corazón, sino que también amaba al prójimo por amor de Dios, formando dichos amores el torrente infinito de la caridad de José; él amaba al prójimo con todo su corazón en Dios y por Dios, mostrándole su amor con toda clase de beneficios. José, en fuerza de su amor, deseaba enjugar las lágrimas de todo el género humano, socorrer a los necesitados, alegrar al triste y desconsolado y trabajar por la salvación de todos. Por esto, en Belén no se queja de los desprecios, vive con los pastores, los introduce a Jesús y hace a los reyes magos reyes de sí mismos y de su gloria. Por esto, con su bondad, gana en Egipto el corazón de sus habitantes, arranca a muchos de sus supersticiones, les alcanza gracias admirables para que adoren a un solo Dios verdadero y, con sus palabras de sabiduría, puso los cimientos de la vida santísima que se estableció en aquellas regiones después de algunos años. José en su patria hacía para su prójimo las más heroicas obras del más perfecto israelita, ni podía ser de otro modo como formado en la escuela de Jesús y de María. José amó al prójimo haciéndole todos los bienes que podía, entregándole al hijo y a la madre para su redención y continuando él poniendo su dulzura inalterable a los malos

tratamientos, un perfecto silencio a injurias horribles, una paciencia a toda prueba a los desprecios y el mayor sufrimiento a sus penas. ¡Oh! si al menos nosotros trabajáramos desde ahora para amar al prójimo. ¡Oh! si lo amásemos en Dios y para Dios. ¡Oh! si cumpliéramos la parte esencial de tan importante precepto. Acordémonos del amor de José y pidámosle tan importante gracia. 18. Amor de José a las almas consagradas a Dios. El señor San José que ama al prójimo, ama también a las almas consagradas a Dios con un amor más tierno, más extendido y más heroico, porque él fue pobrísimo, castísimo y obedientísimo. José ama a los que cumplen con la ley de Dios, pero ama con singular predilección a los que, además de guardar los mandamientos, han hecho voto de guardar los consejos del Evangelio. ¡Felices esas almas que así son de Dios! Por su amor a la pureza han aprendido a velar sobre sus sentidos para no manchar su corazón, del mismo modo que por su afecto a la pobreza y obediencia. José, consagrado a Dios antes de nacer, José, que cumplió los consejos evangélicos con toda perfección, José ama a las almas que lo imitan en tan heroico camino y para mostrarles su amor se declara su modelo. Como si dijéramos su modelo en la pobreza y humildad, en la sencillez y pureza de intención, en la paciencia y mortificación, en el recogimiento y unión con Dios, en su silencio y oración y, sobre todo, en su obediencia, porque sobre su cimiento levantó las más heroicas virtudes y sus actos más perfectos y fervorosos. Tengamos, pues, una gran confianza en el señor san José, no dudemos de su extraordinario amor, acudamos a él cuanto mayores sean nuestras necesidades y acordémonos en semejantes casos que somos de José, de José que ama singularmente a las almas que se han consagrado a Dios. 19. José ama a los niños. Un gran devoto del santísimo Patriarca asegura que el corazón de José era una misma cosa con el corazón de Jesús, y como el corazón de Jesús amaba a los niños singularmente, así, de un modo muy singular son amados los niños del corazón de José. Jesús amaba a los niños, los llamaba, los ponía en su regazo, los conducía, los llenaba de bendiciones, patentizaba su inocencia y los declaraba poseedores de la patria celestial, así, el señor San José les hacía semejantes oficios y se los hace ahora de un modo muy singular desde el cielo. José amaba a Jesús con todo su amor y su cariño le recuerda con toda perfección a Jesús; y José que ve en los niños la parte más inocente, más querida del eterno Padre y más bendecida de Jesús y María, no puede menos que protegerlos y los protege tanto más cuanto ellos son mejores, le rezan con más fervor y sus padres se los han encomendado con más confianza y devoción. José ama a los niños desde su concepción, los defiende de las acechanzas del demonio para que reciban el bautismo, aparta de ellos los malos amigos que pudieran arrancarles el velo de la inocencia, les da buenos padres y compañeros que les faciliten la práctica de la virtud, les facilita la enseñanza de la religión, procura que reciban el sacramento de la penitencia y los dispone con toda solicitud para que hagan fervorosamente su primera comunión. Así ama San José a los niños, así les prepara toda suerte de bienes, tanto los de la naturaleza como los del orden de la gracia.

20. Amor de José a las almas atribuladas. La vida de José fue una vida la más trabajosa y angustiada, y podemos decir que fue dado a los hombres como ejemplar de paciencia y resignación, y para alcanzarles además con su amor la cesación de sus penas o un aumento de gracia que les asegure la victoria. La vida de José fue una vida de padecimientos, un tejido de penas y un torrente de angustias que rodeándolo por todas partes le hizo merecer la gracia de ser especial protector de las almas atribuladas. Cuántas contradicciones las suyas, cuántos desprecios por parte de los hombres, cuántos trabajos conduciendo a María, cuántas marchas y contramarchas para conservar la vida de Jesús, cuántas inquietudes para proporcionar a la Sagrada Familia el necesario sustento, cuántas veces le pareciera ver a todos los males levantados contra él. Sí, la vida de José fue una vida de padecimientos, así como es ahora nuestro modelo y protector. José como nuestro modelo sufrió sin quejarse, sin murmurar y, poniendo la mano en su corazón, hacía los actos más heroicos de paciencia, manifestaba su alma completamente resignada, continuaba su vida de sacrificio, bendecía a la Providencia por esas muestras de amor y no se habría tenido por tan dichoso si le hubiese faltado algún sacrificio. José, así, modelo de los atribulados, es también su protector. En efecto, él emplea en favor de cuantos le invocan las gracias que están a su disposición, y de hecho les alcanza la gracia de que cesen los trabajos, o les da el valor de sobrellevarlos con el debido mérito. ¿Cuántos al postrarse a los pies de sus altares han encontrado un bálsamo divino que sane todas sus heridas? ¿cuántos después de una oración fervorosa por algunos días han encontrado el término dichoso de sus angustias? Siempre será cierto que José es el protector de las almas atribuladas y que las asiste con muy singular amor. 21. Amor de San José a los pecadores. Los pecadores son para el señor San José el objeto de su amor y aun podemos asegurar que ama más a aquellos que son más endurecidos, desde el momento que quieren reconciliarse con Dios. Como Jesucristo no vino por los justos, sino para convertir a los pecadores, así podemos decir lo mismo con relación al señor san José. Y no podía ser de otro modo, porque José aprendió en la escuela de Cristo cuánto vale un redimido con el precio de su sangre preciosísima. José entrevió todas las solicitudes de Jesús, sus sermones, sus trabajos, su paciencia, sus milagros, los golpes extraordinarios de la gracia para convertir a los obstinados y rebeldes. José, por tanto, se ha declarado con sus obras el refugio de los necesitados y está siempre pronto a obrar los mayores milagros de la gracia para su eterna salvación. No es extraño, por otra parte, porque José ve a los pecadores que por el pecado están en poder de Satanás, los ve al borde del abismo del infierno donde en cada uno de los instantes pueden ser precipitados, conoce los terribles efectos de su desgracia perdiendo a Jesús por toda la eternidad, y, por sus dolores durante los tres días que estuvo sin el Niño Jesús, infiere su eterna desgracia, el corazón se conmueve, les dispensa las gracias de la conversión, les hace aborrecer el pecado, les comunica el arrepentimiento y justificándolos los deja de nuevo amigos de Dios y herederos de su gloria. José recibe todas las plegarias de los pecadores, José no desprecia ni las más tibias de los más obstinados, una oración la premia con la gracia de otra oración, él mismo dirige la

súplica, él mismo la conduce al trono del Eterno, él mismo la junta con su misma oración, expone los méritos suyos, los de su virginal esposa, los de Jesús y no desciende del trono de las divinas misericordias, sino con la justificación del antes obstinado y rebelde pecador. Tengamos por cierto que José ama a los pecadores y que convierte aun a los más obstinados y rebeldes. Por esto, la Iglesia ha puesto en la boca de los devotos del señor San José la oración llamada: Acordaos, ¡oh señor san José! etc. 22. Amor de señor San José a los agonizantes. Entre todos los momentos de la vida la hora de la muerte es el momento más grave, más solemne y el que más se necesita aprovechar. La muerte todo lo acaba, la muerte nos separa de todo, la muerte nos conduce solos ante Dios para ser juzgados, sin que sirvan para nada los bienes del mundo y ni siquiera los amigos más fieles y potentes. Pero José sirve tanto que por esto lo ha llamado la Iglesia el protector de los agonizantes, tanto es lo que los quiere. La muerte es el terrible paso de este mundo al otro, en el que hemos de dar estrecha cuenta a Jesucristo, juez de vivos y muertos. Entonces nos servirá la divina y poderosa protección de José, y al modo que Jacob en la hora de su muerte llamó a José, así este hecho tan significativo para nosotros, nos enseña que encontraremos en José nuestra ayuda y socorro en aquellas angustias. En aquella hora el demonio trabaja con todas sus fuerzas para perdernos, y José, que sabe lo que costamos a Jesús, emplea su protección y su poder para ayudarnos a morir bien. José ama a los agonizantes, y los ama tanto que la Iglesia lo ha declarado su protector. José, en aquellos últimos momentos, les envía socorros eficaces, les hace entrega de gracias poderosas, ilumina de un modo particular su entendimiento, prepara los afectos de su corazón, hace que su voluntad se liquide en actos de amor e interponiendo su intercesión ante el divino Juez lo inclina al perdón. Entonces aparta del moribundo a los espíritus infernales, rodea su cama con los santos ángeles y aun él mismo se les presenta a veces lleno de dulzura y de bondad y aun les muestra a Jesús y a María. ¡Oh! ¿quién fuere en aquella hora verdaderamente devoto del señor san José? Seámoslo en vida y lo seremos de seguro en la hora de la muerte. Capítulo 16. Muerte del señor san José. 1. Últimos años del divino José. Frisaba José a los setenta años cuando su obrador comenzó a serle tan pesado que no pudo asistir más a él. Sus viajes, sus marchas y contramarchas, las penas de su corazón, los trabajos angustiosos de su espíritu, las privaciones de toda especie que había soportado y, sobre todo, la voluntad de Dios hicieron que concluyera su preciosa vida en los brazos amorosos de la más subida contemplación. José vio entonces que Jesús ocupó su lugar en su taller y que María su esposa empleaba sus ratos en fabricar el finísimo hilo que aun hoy día es llamado en Oriente: el hilo de la Virgen; así es como Dios y su Madre trabajaban para alimentar con el sudor de su frente al santo Patriarca. ¡Oh felicísimo José! tú llegaste a los setenta años siendo un modelo perfecto de toda virtud y, desde entonces, comenzaste a serlo principalmente de las almas contemplativas. En tu vida pasada juntaste la acción a la contemplación, mas ahora que las fuerzas del cuerpo te han abandonado es cuando tu espíritu fijo en Dios lleva la vida del cielo. Sí, toda divina es tu vida, por el perfecto conocimiento que tienes de los divinos misterios, por la presencia real del Verbo encarnado

que te acompaña, por la solicitud de María que te asiste y por los ángeles que te hacen la corte. ¡Oh feliz mortal que tienes a tu rededor a María y a Jesús! El señor San José no estuvo enfermo de las enfermedades comunes y ordinarias, porque no podía haberlas en una carne exenta de pecado, con todo, José no podía trabajar porque las fuerzas del cuerpo lo habían abandonado, aunque esto era dulce efecto del amor divino que de tal suerte había agrandado su llaga que moría de amor. Admiremos desde ahora los restos de un hombre divino, una oración en favor del género humano la más poderosa y admiremos sobre todo sus divinos merecimientos, que aplicándolos en favor de la Iglesia ha de salvarla en nuestros días, como en otro tiempo salvara a Jesús y a María de las crueles manos del tirano. 2. Muerte de José. La muerte es hija de la enfermedad, porque la enfermedad y la muerte son tristes efectos del pecado. En José no hubo pecado propio, ni siquiera imperfección voluntaria, y aun podemos asegurar que no hubo imperfección en sí misma, sino que todos los días de José fueron llenos de buenas obras, de las obras más óptimas y perfectas y obras cual convenía que fuesen las del dignísimo esposo de María y padre de Jesús, por consiguiente, José vio cumplir sus días sin la enfermedad natural, enfermó sólo de amor, como asegura san Francisco de Sales. José fue asistido por Jesús en aquella última hora, y Jesús le tornó cuanto de él había recibido en cuidados, tiernas caricias y dulces afectos. Jesús lo ponía en sus brazos cuando María lo curaba. Jesús enjugaba el sudor de aquella frente tres veces venerable. Jesús acercaba los alimentos a aquella boca que tantas veces lo había besado con el más acendrado amor. Jesús sostenía con sus divinas manos aquella cabeza ya desfallecida. Jesús infundía en su corazón todo el amor de que era capaz, amor que fue el instrumento, que cumplió sin duda con el ministerio de quitarle la vida, liquidando su corazón como la cera en el fuego. José contempla su última hora, es elevado a un éxtasis más subido, ve a Dios mejor que antes, vuelve de su unión divina inundado de alegría inefable, su rostro queda más bello que el de un abrasado serafín, mira a María, mira a Jesús y, cruzándose por última vez sus divinas miradas, parte su bendita alma al seno de Abraham. He aquí la muerte más privilegiada, y muerte cual convenía al esposo de María y padre de Jesús. 3. El señor San José murió de amor. Hay una ley publicada por el Eterno condenando a todos los hombres a morir, y ley que debió, por tanto, cumplirse con José. La tradición supone que los ángeles le notificaron su tan deseada hora, y la misma tradición, la misma razón natural y los Padres mismos nos dicen de común acuerdo que murió de amor. Porque si del viejo Simeón dice un padre de la Iglesia que con el poco tiempo que tuvo al Niño Jesús en sus brazos, éste derramó tanto amor en su corazón que murió después abrasado de tan divina llama, ¿qué diremos de José que lo tuvo como un padre a su hijo y por el espacio de unos treinta años? Concluyamos, pues, que Jesús amaba a José como a su padre, que el amor lo enfermó, que el amor extinguió sus fuerzas y que el amor trasladó su bella alma al seno de Abraham.

Nada sabemos de cierto sobre las últimas palabras de José, los encargos que hiciera a María y a Jesús, así como las últimas palabras de éstos a aquél; sabemos sí, que murió de amor, que fue asistido en su feliz trance de Jesús y de María y que innumerables ángeles lo velaron de un modo especial, sabemos que su muerte no fue dolorosa, ni acompañada de angustias y mucho menos de aquellos dolores que despedazan las entrañas, porque no habiendo en José pecado, no podía sufrir sus consecuencias, y habiendo el caudal grandioso de toda virtud, había de disfrutar el mérito que le es propio. Por otra parte, el Cardenal Viguerio se encarga de decirnos que Cristo preservó a José de los dolores y angustias de la muerte, así como que sus sagradas manos le cerraron sus benditos ojos. Esto nos obliga a decir también que Jesús y María cumplieron con los últimos deberes para con su cuerpo tan sagrado, que Jesús y María lo regaron con muy sentidas lágrimas, que lo bendijeron para impedir toda corrupción y que dispusieron, como dice el P. Jacquinot, que los ángeles lo adornaran de una vestidura blanca que indicaba sus glorias y sus títulos. Los ancianos y varones más respetables de Nazaret llevaron el sagrado depósito al sepulcro de sus abuelos, situado en el valle de Josafat, al paso que su alma, penetrando en el seno de Abraham, fue anunciada como del padre del común Libertador, según el testimonio de los padres Beda y Jerónimo. Entretanto los habitantes de Nazaret lloraban por haber perdido a José; lloraban los ancianos que veían en él su modelo, lloraban los jóvenes que habían aprendido de él toda clase de buenos consejos, lloraban sus parientes que lo habían apreciado como el justo, lloraba la Virgen María por el acendrado amor que siempre le había profesado y Jesús, que no pudo contener su sentimiento, lo lloró también aplicando su dolor y el de su Madre en favor de todos los que habían de invocarlo para tener una buena y santa muerte. 4. Cuán preciosa fue la muerte del señor san José. El señor San José murió, mas con la muerte que puede ser llamada por antonomasia la muerte preciosa a los ojos del Señor. Su muerte fue preciosa, porque en aquella hora tales fueron sus méritos cuales las virtudes que había practicado, y al modo que sus actos de virtud fueron los más perfectos, así fue su mérito el mayor de todos. ¡Oh! ¿quién pudiera medirlo? ¿quién al menos comprenderlo un poco? ¡Oh! si nos animáramos a obrar el bien, ya que será nuestra recompensa conforme a las buenas obras que hubiéremos hecho. La muerte de José fue preciosa, porque había cumplido perfectamente la alta misión que se le había confiado. Jamás ha habido ministerio más augusto y jamás mortal alguno ha obrado con idéntica perfección. José obró conforme la gracia que había recibido y siempre con el mérito que correspondía a su altísima dignidad. José obró como habría podido ejecutar sus obras el más abrasado serafín; y así obró desde su santificación hasta sus desposorios, hasta el nacimiento de Jesús, ejecutando la circuncisión, acompañando a María al templo, salvando a la Madre y a su Hijo, huyendo a Egipto, viviendo en Nazaret y alimentando con su trabajo a la Sagrada Familia. ¡Oh! si nosotros también aprendiéramos a obrar, y a obrar sobre todo con la perfección de nuestro estado, nuestra muerte sería preciosa ante Dios como la suya. La muerte de José fue preciosa por la recompensa que había de recibir, a la cual tenía tanto más derecho cuanto sus obras habían sido más heroicas y preciosas, porque murió lleno de toda dulzura, y dulzura tan completa y paz tan inalterable, que nada pudo turbarle ni por un

instante. Grandes santos en la hora de la muerte han temido, pero José ni temió ni pudo temer, ya porque el pecado estaba del todo lejos de él, ya porque al demonio no le fue permitido acercársele. Por otra parte, la vista de su espíritu estaba siempre fija en Dios, sus oídos oyendo a los ángeles, sus recuerdos eran los más consoladores y gozaba su corazón los amorosos deliquios que le causaban Jesús y María. Así fue preciosa la muerte de José. Así murió el hombre llamado por antonomasia el justo. José como una víctima la más importante, tuvo una muerte más preciosa que la de todos los patriarcas, profetas y mártires, confesores, vírgenes y apóstoles. En suma, José murió con la muerte que convenía al purísimo esposo de María y al dignísimo padre de Jesús. Pensemos en nuestra muerte y preguntémonos si será preciosa como la de José, ya que tal es la muerte cual ha sido la vida. 5. Caracteres de la muerte del señor san José. El divino José murió con la muerte más preciosa, mas con unos caracteres tan propios que no obstante convenir únicamente a él, nosotros creemos a propósito referirlos para que aprendamos lo que nos conviene practicar. El señor San José murió con la mayor santidad, es decir, absolutamente con la mayor santidad. La santidad del santísimo Patriarca debe entenderse como la gracia de María, y al modo que ésta fue la llena de gracia absolutamente y con toda plenitud, así, de un modo semejante, estaba llena de santidad el alma de José. Hermoso resultado de una vida santificada con la mayor heroicidad, de los actos de virtud, no sólo con lo que hizo sino con lo que dejó de hacer. La vida del que así obró ¿cómo no habría de ser coronada con la muerte más santa? ¿cómo no habría de ser vida santísima la de José que empleó sus fuerzas y las consumió todas en el servicio de María y Jesús? Hizo en su muerte el acto más perfecto de resignación, y los actos de su caridad fueron entonces tales, que admirados los más abrasados serafines tenían como honra poderse declarar sus discípulos. Otro carácter que acompañó la muerte de José fue el mérito para el cielo, mérito que se componía de todos sus actos de virtud. José nada era de sí mismo, como de sí mismo, pero José con la gracia era todo. Jesucristo nuestro redentor previno a su Madre santísima llenándola de gracia, mas después de María José fue el lleno de gracia. José con los mayores actos de virtud y con todo el mérito de la pasión del que para enriquecerlo lo llamaba padre. Otro carácter de la muerte de José es que murió no sólo con la esperanza de los justos, sino unido completamente con la misma esperanza; por esto, en José no hubo pecado, ni remordimientos de conciencia, por haber siempre obrado el bien, haber obrado lo mejor y haberlo obrado del mejor modo posible hasta el último momento de su vida. Muere José, y no sólo recibe de Jesús los más dulces testimonios, sino que lo hizo comprender el grado de gloria a que iba a ser ensalzado. ¡Qué consuelos los de José! El ve establecido por su medio el reino de la gracia, la gloria de Dios ocupando toda la tierra, el demonio vencido y su trono derrocado y ve a los justos prontos a ser admitidos en la celestial Jerusalén ¡Oh muerte! así como eres dulce para los justos, así eres para los pecadores espantosa y terrible. ¿Quién no quiere morir como José? Pero recordemos que es necesario vivir como él, porque la muerte es el eco de la vida. Trabajemos por Jesús y María como José, trabajemos con los fines de José y aprendamos a trabajar con una parte de su perfección. ¡Oh señor san José! poderoso protector de los agonizantes, yo me refugio desde ahora a vuestras plantas adorables para pediros una buena y santa muerte. ¡Ah!

cuando las fuerzas de mi cuerpo me habrán abandonado, cuando mis ojos ya no verán la luz del mundo, cuando mi lengua pegada en el paladar ya no podrá decir una palabra, entonces, venid a mi socorro, mostrad vuestro poder en mi favor, abrasad mi corazón con la llama del divino amor, haced mi muerte semejante a la vuestra y haced que parta mi alma de este mundo después de haber dicho con toda perfección: Jesús, José y María, haced que expire en paz la vida mía. 6. Cuándo murió el divino José. Los autores no concuerdan en señalar el tiempo de la muerte de José. Unos dicen que murió cuando Jesús contaba unos trece años, y aunque esta sentencia parece ser de san Epifanio, a quien siguieron san Buenaventura y Salmerón, con todo, no puede seguirse, pues sólo tiene en su favor unas razones tan débiles, que ni siquiera merecen referirse. Otros dicen que murió después de la muerte de Cristo, y no obstante ser esta opinión según parece de san Ambrosio, san Juan Crisóstomo y Cipriano, nos parece que no debe ser adoptada por haber en su contra algunas reflexiones apoyadas en la sagrada Escritura. Y otros opinas que murió un poco antes del bautismo de Jesucristo, Ésta opinión es la más seguida, la más probable y la que profesa san Bernardino de Siena diciendo: San José murió antes de la pasión del Salvador, es decir, cuando Jesús contaba unos treinta años. Isolano establece la misma doctrina, notando dos de las principales opiniones sobre la muerte de José, y admitiendo ciertas suposiciones para concordar a unos y a otros dice: Hay dos opiniones acerca de la muerte del divino José. Nosotros sólo trataremos de la más seguida, que es al mismo tiempo la más probable y nos parece que la podemos confirmar con las siguientes razones: 1. La edad que contaba entonces el santísimo Patriarca es la edad en la que murió María santísima, unos setenta años. 2. Haber concluido con su misión desde que Jesús iba a comenzar su vida pública. 3. María debía ser la única que conservara toda la fe de la Iglesia. 4. El excesivo dolor que habría experimentado su tiernísimo corazón si hubiese vivido en tiempo de la pasión. 5. El santo Evangelio, que no dice una palabra de José, no obstante que habla de María siguiendo a Jesús. Por tanto, José no murió a los trece años de Jesús, porque Jesús y María necesitaban de él, y murió sí antes de comenzar su predicación. Además de san Bernardino de Siena, Ubertino de Casali asegura que José ya había muerto cuando Jesús fue bautizado. El Maestro de las Sentencias hablando de las bodas de Caná de Galilea establece la misma sentencia diciendo que no fue llamado en ellas José, sino su esposa, de lo que infiere su muerte con toda verosimilitud. Concluyamos que el glorioso tránsito de José se verificó antes del bautismo de Cristo, es decir, cuando Jesús contaba treinta años. Capítulo 17. Resurrección del divino José, su gloria y su culto. 1. Qué hay sobre la resurrección de José. La resurrección de José es una verdad, que aunque no es de fe como la de Jesucristo, señalada por los santos evangelios, ni aún estar autorizada como la de María, que pudiéramos llamar verdad próxima de fe, al menos hemos de concluir que tiene tanta probabilidad que pudiéramos llamarla cierta. Ello es verdad que, juntamente con la resurrección de Jesucristo, resucitaron los cuerpos de muchos santos y éstos aparecieron en la santa ciudad, dice san Mateo en el capítulo 27, versículo 52. Tenemos, pues, que es

una verdad de fe la resurrección de muchos santos, que se aparecieron en la santa ciudad y que todo tuvo lugar en el tiempo de la resurrección de Jesucristo. Ahora bien, ¿entre los santos de que nos habla la Escritura ¿estará incluido el señor san José? Todas las razones están en su favor, ya que su resurrección se verificó no al acaso, sino como una gracia especialísima que les fue concedida, por lo cual, afirma san Jerónimo, que resucitó David, porque de él descendió el Salvador, cuánto más, por tanto, debió resucitar José, que es el mayor de los santos. Es evidente que los que resucitaron debieron de ser los más dignos, y San José era el dignísimo entre todos ellos. ¿Y cómo no ha de ser el más digno si es el padre del que ha obrado la resurrección? Andrés de Soto, franciscano, y antes de él el piadoso Gerson, lo presenta como un hecho indudable, y afirma, además, que iría acompañando a Jesucristo cuando fue a visitar a María santísima. San Francisco de tiene como una cosa tan cierta la resurrección de José, que dice que no hemos de dudar que José fue uno de los que, en el tiempo de la muerte y resurrección de Cristo, resucitaron con él. Admitamos, pues, como una de las verdades más ciertas, después de las de fe, la resurrección del señor san José. Algunos autores hacen esta pregunta: ¿Qué diría a María Santísima su purísimo esposo el señor san José? Y ponen en su boca estas palabras de los Cantares: Levántate de la tristeza, esposa mía, porque ya se acabó el invierno de los trabajos, ya desaparecieron los negros nubarrones de los padecimientos, ya llegó la primavera de la resurrección y con ella las delicias de la gloria. 2. Cómo el señor San José no volvió a morir. Sentada ya la verdad de la resurrección de José, ocurre naturalmente la siguiente pregunta, a saber: ¿El señor San José volvió a morir? Tratándose de los otros santos no queremos cuestionar, pues nos parece que debieron seguir la ley común, volviendo a morir, como otra vez murió Lázaro y como el hijo de la viuda de Naím, mas, tratándose de José, no puede admitirse absolutamente, porque en esta suposición, que no admitimos, debiéramos confesar que fue la resurrección para él una nueva pena. Es, por tanto, la creencia de la Iglesia que el señor san José, ya resucitado con Cristo, no volvió a morir, sino que en el glorioso día de la Ascensión subió a la gloria capitaneando a todos los santos padres que, detenidos en el Limbo, esperaban la venida del Mesías. En confirmación de resurrección tan gloriosa y subida a la gloria, que nos autoriza a admitir dicha verdad, como una de aquellas que nos vienen aseguradas por el sentimiento común podríamos citar a san Ignacio mártir, Orígenes y Clemente de Alejandría, a Eusebio de Cesárea, san Hilario y san Jerónimo, al venerable Beda y Cornelio a Lapide. San Francisco de Sales dice expresamente, que no se ha de dudar de la verdad de la doctrina que asegura que José subió a los cielos en cuerpo y alma y con la gloria de la resurrección: No se ha de dudar que José fue llevado en cuerpo y alma gloriosos para reinar con Cristo. Por tanto, llenos de confianza, no sólo podemos dirigirnos a José en la gloria como a un santo, sino que, como Jesús y María, está ya en cuerpo y alma disfrutando de Dios y haciéndonos todos los oficios de protector el más poderoso. Ni podía ser de otra suerte, porque Jesús amaba a José, a José su padre según la ley, a José a quien había honrar como el mejor de los hijos. Podemos, por consiguiente, decir en esta ocasión del padre, lo que san Bernardo decía de la Madre: No era decente para Jesucristo que dejara sin honor la carne de su padre, que él mismo había divinizado innumerables veces.

3. El señor San José está en la gloria en cuerpo y alma. De que el señor San José no volvió a morir después de su resurrección se concluye, en cierto modo, que en cuerpo y alma fue a la gloria, y tal es la doctrina que dan por cierta muchos autores. Que Jesucristo está en cuerpo y alma en el cielo es la verdad que nos enseñan las Escrituras, que María santísima esté también en los cielos en cuerpo y alma, no es verdad de fe, porque hasta ahora la Iglesia no la ha definido como tal; y después de María, que esté igualmente el señor san José, es una verdad universalmente creída, como ya dijimos, al probar que después de su resurrección no volvió a morir. San Bernardino de Siena, devotísimo del señor San José y que sabía ponderar convenientemente su virtud, su mérito y su inocencia, predicó en Padua que el santísimo Patriarca estaba en la gloria en cuerpo y alma y el cielo dio su asentimiento haciendo un milagro público en su favor. Soto, franciscano, no se contentó con patentizar la misma creencia, sino que la afirmó además con el prodigio que se verificó en favor de san Bernardino, pues se le apareció una cruz de oro sobre la cabeza. El Cardenal Viguerio, autor gravísimo de mucho mérito y que comprendía muy bien las Escrituras, concluyó de ellas y de la tradición que San José está en la gloria en cuerpo y alma. Los Mercedarios, después de muchos trabajos sobre la tradición, concluyeron con admitir lo mismo como una verdad de primer orden, después de las de fe, insertándola en su Breviario. Por otra parte, nada más justo, ya que José, separado de todos los santos por su vocación, sea separado también del común de los otros santos del cielo, y ocupe el primer lugar después de Jesús y María. Además, si María ruega por nosotros, aun por los que somos más miserables pecadores, ¿qué ruegos y súplicas los que depositaría en el seno de Dios en favor del señor san José? ¿cómo había de permitir que fuese pasto de gusanos aquel sagrado cuerpo cuya única ocupación había sido servirle? ¿cómo había de querer Jesucristo ver convertido en un hervidero de gusanos aquel cuerpo mismo que había santificado con su divino contacto? Concluyamos, pues, como una cosa cierta que el cielo no sólo posee el alma del señor San José sino también su cuerpo resucitado, y que al modo que José de Egipto hizo a los suyos la última súplica de que cargaran con sus huesos y los condujeran a la tierra de promisión, así la gracia que pidiera nuestro glorioso santo a Jesús y María fue que no quedase su cuerpo acá abajo, sino que lo llevasen con su alma a la tierra de promisión de la gloria. 4. Glorias del señor San José en el cielo. Según todas las apariencias, la noticia que tenemos de la gloria y lo que sobre ella nos han dicho los santos padres, resulta que la gloria que cada uno recibe en el cielo, no sólo está en correspondencia con su santidad, sino también con la dignidad de la que se hallaba revestido; y siendo José el hombre cuya dignidad es la primera, después de la de Jesús y de María, y cuya santidad estuvo en plena correspondencia con ella, es evidente que su gloria en el cielo supera a toda gloria que no sea la de Jesús y María. La misma verdad nos enseña santo Tomás diciendo: La gloria de José fue tanto más excelente, cuanto perteneció a un orden tanto más elevado. En el orden de unión con Dios, Jesús ocupa el primer lugar, María el segundo y José el tercero; y como esto mismo sucede con relación al premio, por eso concluimos que en la gloria, antes de José no hay ningún otro santo, porque así lo reclaman su dignidad y su santidad.

Cartagena, después de haber colocado a José en el primer rango de la dignidad y de la santidad después de María, concluye también lógicamente que ocupa el primer lugar después de María en el cielo. Gerson hace una descripción del cielo tan viva como exquisita y concluye que José está sentado en un maravilloso trono, que es superior a la sede de los apóstoles y aun a la concedida al Bautista. Santa Brígida lo afirma también, y nos presenta la gloria de José como superando por su infinidad a la gloria de los otros. Santa Gertrudis en un éxtasis que tuvo, vio al señor san José, pero con una gloria tan especial y tan superior a toda la gloria de los otros santos, que todo el cielo glorificaba a José reverenciando aun su sagrado nombre, cumpliéndose a la letra aquello: El custodio del Señor debe ser glorificado. Tanta es la gloria del divino José. 5. Otras razones sobre la resurrección de san José. Que el divino José resucitó en el mismo día de la resurrección de Jesús y que en cuerpo y alma se haya transportado al cielo empíreo no es una verdad de fe, pero sí que es una de aquellas verdades que tiene en su favor tan fuertes argumentos, que no puede negarse sin merecer la nota de temerario. Por otra parte, tenemos reliquias de san Juan Bautista, de san Joaquín y de santa Ana, y no hay ni una sola del señor san José, ni sabemos que la haya habido y ni quiera que alguna Iglesia se haya gloriado de haberla poseído en algún tiempo, lo cual nos hace concluir que su cuerpo no está en la tierra, que resucitó y subió a los cielos juntamente con Jesucristo nuestro Señor. Dejando tan fuertes razones, diestramente amplificadas por los devotos josefinos, diremos con Suárez, Morales, san Bernardino de Siena, Gerson y otros muchos, que en nuestros días es una opinión cierta la resurrección de José en el mismo día de la resurrección de Cristo. Esta resurrección fue para José como el hermoso premio que Jesucristo quiso darle, distinguiéndolo entre todos los patriarcas como debía ser distinguido el padre del Libertador. La Virgen, que vio a Jesús resucitado, vio a José glorioso, y los ángeles mismos quedaron del todo admirados viendo las cualidades excelentísimas del padre del rey. Isolano nos hace una bella descripción en una sentencia que es muy gloriosa al señor san José: El que ocupa el primer lugar en el cielo, después de Cristo rey, es José, y de esta manera honra el Hijo al padre, porque así lo exige la naturaleza, así lo persuade la razón y así lo predican las costumbres. Gerson reflexionando sobre la misma idea, la amplifica diciendo: José fue colocado a la derecha de Jesús, esto es, en donde disfruta de los principales bienes de la gloria. Y el Cardenal Viguerio acaba de declarar toda la gloria de José afirmando que una parte de nuestro gozo en la celestial Jerusalén consistirá en ver a José al lado de María su virginal esposa y sobre los coros de los ángeles: Concluyamos por todo lo dicho, que José disfruta en el cielo las delicias del lugar primero, después del de María, que disfruta de una gloria muy extraordinaria, según la expresión de Gerson. Y concluyamos con lo que el mismo Gerson llama un devoto pensamiento suyo, al igualar en cierto modo la gloria de José con la de María: La gloria de José como padre es casi igual a la de María como Madre, lo cual tomado aunque como una simple meditación suya, indica lo que será José en la gloria. ¡Oh divino José! yo os contemplo soberanamente glorioso en el cielo y con una dicha que es la mayor. Sois feliz en vos mismo por el torrente de gracias que sin cesar os embriaga; sois feliz, porque la soberana reina del cielo es nada menos que vuestra divina esposa; sois feliz, porque el divino Cordero os honró hasta llamaros padre. Allí veis a Jesús, vuestro hijo

según la ley, no en un establo recién nacido, sino en el cielo empíreo; no cubierto con los pañales de la miseria, sino saliendo de su seno aquel río de luz que es la claridad del trono celestial; no reclinado en el pesebre, como un necesitado, sino majestuosamente sentado en el trono de la divinidad; no temblando de frío por las heladas escarchas del invierno, sino glorioso con el mando universal de cielos y tierra; no abatido y menospreciado de los hombres, sino reinando sobre todos ellos con la autoridad del Eterno; no huyendo de las impotentes iras de un reyezuelo de la Judea, sino victorioso y triunfante de la muerte y del pecado; y no sirviendo a criaturas, sino teniendo a su disposición a millares de ángeles. Así, José divino, así coronan tus méritos tanta infinidad de bienes, tanta inmensidad de privilegios, tan extensos y dilatados dones, todos los santos, todos los ángeles, la reina de todos ellos y el mismo Dios. 6. Gloria accidental del santo o culto de suma dulía. Después de haber explicado la gloria esencial que recibe José por parte de Jesucristo, nos parece muy conforme hablar de su gloria accidental, o como si dijéramos, del culto de suma dulía que le dan los fieles, y que casi le da en la práctica toda la Iglesia. ¿Qué se entiende por culto de suma dulía que le dan los hombres al señor san José? No se entiende hacer una cosa nueva del todo, sino que la Iglesia autorice lo que siempre se ha hecho más o menos, en unas o en otras partes, extendiéndolo por decreto de la misma en todas partes y en las diversas festividades que permiten los sagrados ritos, siendo con ese decreto honrado de un modo especial y, sobre todo, en estos días en los que la Iglesia se ha puesto bajo su protección. Para determinarse la Iglesia a dar al santo un culto de dulía sumo tiene grandes razones en su favor, en las que se han fundado los fieles en todos tiempos para darle el culto que se tributa: 1. La primera razón se funda en la misma idea que el Espíritu Santo nos ha dado del cielo, al decir que una es la claridad del sol, otra la de la luna, otra la de las estrellas, puesto que una estrella se diferencia de otra en la claridad. Con lo cual, al paso que se nos indica la diversidad de premios que reciben los santos en el cielo y, por tanto, la diversidad de sus méritos y de intercesión en nuestro favor, nos hace concluir también la grande gloria de san José, sus grandes méritos, su poderosa intercesión y el culto superior que le hemos de tributar. II La segunda razón que debe movernos a dar a José un culto de suma dulía es la conducta práctica de la Iglesia, la cual como dirigida por el Espíritu Santo, da a los santos la gloria que merecen. Por esto honra de un modo muy especial a san Juan Bautista, a quien considera como el precursor del Señor; por esto en segundo lugar ha colocado los apóstoles, celebrando sus glorias como de príncipes de la Iglesia; por esto pone en tercer lugar los mártires, los confesores, las vírgenes y las viudas, de manera que todo está conforme con la medida de gracia que el Espíritu Santo les ha comunicado. Luego, habiendo un santo superior a todos, éste debe ser honrado con un culto superior al que damos a los demás, y siendo este santo el señor san José, se concluye que lo hemos de honrar con el culto de dulía suma, es decir, que siendo superior al que damos a los santos sea sólo inferior al que damos a la Virgen. Esto mismo se concluye de santo Tomás, quien dice que la causa del honor dado a los santos pende de su excelencia y de su afinidad con Dios. Y como José tiene la mayor excelencia y la mayor afinidad con Dios, ya que es dignísimo esposo de María y padre de Jesús, de aquí se sigue la superioridad del culto, es

decir, de un culto que convenga a su excelencia y a esa afinidad con Dios, o lo que es lo mismo, un culto de suma dulía. III. Tributar al señor San José un culto sumo de dulía, podemos decir que la Iglesia lo ha hecho siempre, aunque sin declararlo por las razones que ella sabe, y bien podemos afirmar que al celebrar las fiestas de María Virgen y de la infancia de Jesús, encerraba en ellas a José. Este pensamiento ha sido siempre el de los devotos josefinos, e Isidoro Isolano, después de haberlo apoyado en fuertes argumentos, asegurando además que no es una novedad, dice así: Antiqua recognita, et quae ab evangelistis de sancto scribuntur Josepho... illa plena admirabilibus invenies sacramentis. En efecto, la tradición y los evangelios han dicho de José lo más admirable, ya que nos han dicho que es el dignísimo esposo de María y el padre de Jesús, luego, le conviene no el culto común a los demás santos, sino un culto particular y conforme a las cosas que se han dicho de él. Tú mismo que estás leyendo lo que es José, piensa lo que quiere decir esposo de María y padre de Jesús, y no dudarás en darle el culto sumo de dulía, porque así lo exige su dignidad, santidad y pureza, y así lo reclama el haber sido escogido por Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. IV. Siempre y en todos tiempos se ha dado en cierto modo al señor San José el culto sumo de dulía. Se lo han dado Jesús y María honrándolo más y más que a todos los otros santos; se lo han dado los apóstoles, pues no pudieron menos que tener presente al jefe de la Sagrada Familia; se lo ha dado la misma Iglesia, cubriéndole empero con el velo de una prudencia misteriosa, imperiosamente reclamada por las circunstancias de los tiempos; se lo han dado los padres y doctores cuantas veces han hablado de él ex-profeso y se lo han dado, y se lo dan singularmente, en México, todos los fieles, porque José es siempre considerado por todos como virginal esposo de María y padre de Jesús según la ley. ¿Qué significa por otra parte el gran número de fieles que en todos tiempos se han querido llamar José? ¿qué significan tantas obras, tantas cosas y aun comunidades que llevan el nombre de José? ¿qué significan tantos objetos de devoción como escapularios, medallas, cordones y rezos de san José? ¿qué significan asociaciones tan numerosas de veinte mil, cien mil y aun de trescientos mil devotos orando a José? ¿y qué, en fin, significa haber colocado a toda a toda la Iglesia bajo el poderoso patrocinio de san José? Concluyamos que para dar al santo Patriarca un culto de dulía suma, que sea honrado como los fieles ya lo honran y siempre lo han honrado, no se necesita de otra cosa que del decreto de la Iglesia que así lo determine. V. La mayor dignidad de José debe obligar a todos los fieles a darle siempre el culto de suma dulía, porque el esposo de María y padre de Jesús es mayor que Juan, que sólo fue la voz que señaló la venida del Mesías; es mayor que los apóstoles sobre los cuales fundó Jesucristo su Iglesia; mayor que todos los santos, puesto que no son otra cosa que hijos de la Iglesia; y aun mayor que todos los ángeles mismos, pues a ninguno de ellos ha sido dado decir a Jesucristo: Tú eres mi Hijo. Luego, se le debe dar a José el culto que realmente toca a su altísima y única dignidad. VI. La mayor santidad de José, así como su mayor gracia, es también la grande razón de que sea especialmente honrado con el culto sumo de dulía, como damos a María el culto de hiperdulía y como damos a Jesucristo el culto de latría.

Capítulo 18. El divino José es superior a todos los santos y a todos los ángeles. 1. En qué se funda la superioridad de José. Para demostrar que el señor San José es superior a todos los santos y a todos los ángeles, comenzaremos manifestando ahora que es superior en dignidad, gracia y gloria a todos los patriarcas y profetas, a los confesores, a los vírgenes y mártires, a los apóstoles mismos y aun a los mismos ángeles. Pero, ¿sobre qué descansa una proposición que tanto honra al santo? Se funda en el Evangelio, o en la alabanza que los santos evangelios hacen de José al llamarlo padre de Jesús y esposo de María, como lo afirma san Buenaventura: El padre de Jesús y el esposo de María, cuya alabanza está en el Evangelio. Cuando uno medita sobre dichas palabras, ve que de hecho es una alabanza que eleva a José a una altura tal y lo distingue tan soberanamente de todos que uno concluye que nadie es como José, que ninguno de los santos lo iguala, que es el que supera a todos en vocación, en dignidad, en gracia, en virtud, en correspondencia a la gracia, en los oficios que ejerció, en santidad en la tierra y en gloria en el cielo. Bernardino de Bustos confirma nuestra idea asegurando que: Sólo José abraza y entraña la perfección y nobleza de todo el género humano, y todo de un modo el más extenso y eminente. Isolano da un paso más en honra del santo Patriarca y quiere que confesemos de él que no es inferior a nadie, que es superior a todos, que es el único que tiene las más excelentes cualidades, las más bellas disposiciones y todo lo que constituye grandeza y dignidad, gracia, dones y méritos: No se ha encontrado alguien semejante a José en la descendencia de esos hombres que se distinguieron entre todos los del mundo desde el inicio del mundo hasta la venida de Cristo ni después. Bajo este mínimo supuesto, continúa Bernardino de Bustos, José es tan superior a todos los santos y aun a todos los ángeles, que es el único capaz de haber gobernado a todo el mundo, supuesto que el Eterno le confió la dirección de su Unigénito que es más que todo el mundo. Los mayores santos han sido capaces tan sólo de gobernar una casa, un pueblo, una provincia, una nación, y a los mismos ángeles se les declara protectores de un hombre, o también de una nación, pero José, superándolos a todos es, según la expresión de Isolano: El que no debe ceder su lugar a nadie, supuesto que Jesucristo quiso sujetarse a él mismo. José, en suma, es el nobilísimo entre los más nobles, el sapientísimo entre los sabios, el primero escrito por el Espíritu Santo en el catálogo de los santos y el único siervo, como dice santo Tomás, a Dios necesario, al paso que todos los otros debemos decir que somos siervos inútiles: José fue necesario a la Madre y al Hijo; a la madre para defenderla de la infamia; al hijo para educarlo. José, como afirma Novarino, es tan superior a todos, que es el único destinado a renovar el mundo, pues al modo que el Padre hizo por el Verbo todas las cosas, así José todo lo renovó por medio de Jesucristo, comunicándole la perfección que había perdido por el pecado ¿Y cómo pudo hacerlo? ¿cómo concederle una cualidad tan soberana? ¿cómo concederle un privilegio que tanto lo distingue y eleva? He aquí las palabras de Novarino: Mundo, mundum restituit, salutem mortalibus attulit et vitam, ut quoecumque Christus praestitit post Christum et Maríam Josepho quoque debeamus.

2. José es superior a los santos de la antigua Ley. El divino José es superior a todos los santos de la antigua Ley, sin exceptuar al mismo Moisés. Para convencerse basta reflexionar sobre los cargos de unos y otros, y con Novarino podremos concluir que a todos los supera: Quantum ad gloriam essentialem recte dicitur Joseph esse super antiquos justos et consequenter quantum at gratiam, noemo Joseph profert. Pero veámoslo en particular haciéndonos cargo de los más prominentes, comparándolos con José. ADAN. De San José debe decirse, según toda la extensión de la palabra, que es el hijo de las delicias y de los privilegios, que crecía siempre en virtud y perfección mediante su correspondencia a la gracia a la gracia y, por tanto, que es más venturoso que Adán, porque si éste fue el primero de los hombres, el padre del linaje humano y el colocado por Dios en el paraíso terrenal para que lo guardase, José es entre los hombres el único lleno de gracia, el padre los devotos de María y puesto por Dios como guarda del místico paraíso de la Virgen purísima. A Adán le fue dada una esposa semejante a él, a José una esposa tan única que siéndole semejante, era al mismo tiempo tan superior, que de ella canta la Iglesia que ni ha tenido ni tendrá semejante. A Adán le fue dado como en privilegio el dar su nombre a todos los animales, mas a José le fue dado imponérselo, no digo a criaturas, sino al mismo Creador; pues como le dijo el ángel: Tu esposa parirá un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Pero Adán pecó, y en castigo de su culpa fue despojado de la santa inocencia, arrojado del paraíso y condenado a comer el pan con el sudor de su rostro, al paso que a José, confirmado en gracia, en premio de sus virtudes, le fue dada la misión de sustentar con el sudor de su rostro a la Madre de Dios y a Dios mismo. ¡Así supera a Adán el señor san José! ¡así fueron mayores sus dichas! ¡así más excelentes y extraordinarios sus privilegios!. ABEL. Adán tuvo dos hijos: Caín y Abel, y así el primero fue el padre de los criminales por su maldad, el segundo lo fue de los buenos por su piedad. La santa Escritura, para darnos a conocer la piedad de Abel, su sencillez columbina y su extremada bondad, nos dice que habiendo ofrecido a Dios de los mejores primogénitos de sus ganados, el Señor miró a Abel y a sus dones, como si dijera que el Señor se agradó de la piedad de Abel y que le recibió los dones que le ofreciera en sacrificio. ¡Qué diferencia tan marcada entre Abel y José! Abel, inocente por sus hechos, mas José, inocentísimo por sus hechos y por sus privilegios. Abel tuvo por dones a los animales de la tierra que ofreció al Señor, mas José tuvo a su disposición al unigénito del Padre que lo entregó a Dios con amor inmenso desde el instante en que le fue confiado. Abel ofreció lo mejor de su rebaño; José, lo mejor de cuanto puede existir en la tierra y en el cielo. Abel lo ofreció en el campo; José, en el templo del Señor y principalmente en su corazón. ¡Así supera José a Abel! Porque si éste agradó al Señor una sola vez, aquel con su sacrificio hacía en todos los instantes las complacencias del Altísimo. ENOS. El Patriarca Henos fue, según la Escritura, el hombre afortunado que comenzó a invocar el nombre de Dios, pero José comenzó a invocarlo con un género de perfección tan propio suyo que no tuvo antecesor ni sucesor. Enós comenzó a invocarlo de un modo nuevo haciendo que otros lo invocaran, mas José, en toda su vida y singularmente en los años que vivió entre los gentiles, procuró que fuese invocado el nombre de Jesús, habiendo logrado con su ministerio innumerables conversiones. Enós procuró que los suyos adorasen a Dios con el culto propio, y José extendió su operación hasta en favor de los egipcios, de los que,

según afirma Dionisio Cartusiano, después de haber destruido sus ídolos, logró que levantasen muchos templos al verdadero Dios. En suma, si Enós detuvo un poco la corriente del pecado con la enseñanza del verdadero culto que debía tributarse a Dios, José convirtió a muchos gentiles y judíos, a los primeros para que adoraran al verdadero Dios y a los otros para que recobraran el fervor en su adoración por haberse aprovechado de su trato y comunicación, es decir, de sus palabras y ejemplos. ¡Tan superior es el señor San José a Adán, Abel y Enós! ENOC. Enoc fue un gran Patriarca de la antigua Ley, y la Escritura para determinarnos sus virtudes nos dice que él anduvo con Dios y que Dios lo llevó al paraíso; grande alabanza por cierto, pero que comparada con las alabanzas del señor san José, es una alabanza muy menguada. José es el único privilegiado que anduvo con el Señor desde el segundo instante de su concepción, anduvo siempre, en toda ocasión y en toda circunstancia, anduvo con tal unión con Dios que crecía en todos los instantes en su divino amor; mas no sólo anduvo él con Dios, sino que el Verbo Dios hecho carne anduvo con él, ya que es cierto que por el espacio de treinta años lo llevó de Belén a Egipto, de Egipto a Nazaret, de Nazaret a Jerusalén y conservándolo después en su propia casa, casa sagrada, cien veces más privilegiada que el paraíso al que fue llevado Enoc. NOE. Como Adán fue el padre de todo el género humano, así Noé merece ser llamado su segundo padre, porque fue el hombre venturoso por quien se pobló el mundo después del diluvio universal. Noé pobló al mundo, mas con unos descendientes que bien pronto se olvidaron de Dios; mas José fue mil veces más venturoso porque pobló el mundo de santos, o como si dijéramos de hijos de Dios. Noé tuvo en su raza el germen de todos los malvados, al paso que la raza de José es únicamente de los escogidos del Señor. Noé tuvo algunos hombres santos, José los cuenta en su descendencia a millares de millares. A Noé le fue recomendada el arca para salvar a ocho personas, a José fue entregada la mística arca de María que no sólo llevó consigo al Salvador, sino también a todos los redimidos. Y José, en suma, no sólo guardó el arca sino al Reparador del mundo, librándolo de la tiranía de Herodes. ¡Tanto supera en gracia, excelencia y dones el señor San José al Patriarca Noé! ABRAHAM, ISAAC Y JACOB. Entre los Patriarcas de la antigua Ley las figuras más prominentes son Abraham, Isaac y Jacob. Abraham, el padre de los creyentes, que esperó contra la misma esperanza, que anduvo en la presencia de Dios y que fue un varón perfecto. Isaac, el hijo de las promesas, hijo obediente hasta sujetarse a la muerte y figura exactísima de la inocencia y sacrificio de Jesús. Jacob, varón pacientísimo, el Patriarca de los trabajos y el que mereció ver a los ángeles que subían y bajaban en la escala misteriosa que le fue mostrada. Estos tres Patriarcas son verdaderamente muy grandes y privilegiados, de suerte que el mismo Dios, como para engrandecerlos, quiso ser llamado Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, sin embargo, José es mil veces más venturoso en su vocación, por sus gracias, sus excelencias, sus dones, sus visiones y revelaciones; y lo es más todavía por sus vigilias, fatigas y trabajos heroicamente tolerados por Jesús. ¿Y qué hizo Dios para premiarlo? ¿qué hizo para engrandecerlo ante los hombres y hacer como inmortal su posteridad? Nos lo presenta el Evangelio hecho cabeza de la Sagrada Familia, siendo la Madre de Dios su purísima y legítima esposa y Jesús, el hijo natural de María, siendo el hijo de José por gracia, por sacramento, por adopción. JOSÉ DE EGIPTO. Podemos decir, en cierto modo, que el más venturoso entre los Patriarcas del antiguo Testamento José fue, que llegó a ser virrey de Egipto; del mismo

modo que el señor San José fue de hecho padre nutricio del rey de reyes y Señor de los que dominan. Aquél fue venturoso para el cielo y para la tierra, dichoso para con Dios y para con los hombres, pero éste fue mucho más venturoso, porque de él canta la Iglesia que fue amado de Dios y de los hombres y que su memoria está llena de bendición. El primer José soñó que lo adoraban el sol, la luna y las estrellas, y el segundo José se vio reverenciado por el divino sol de justicia, Jesucristo, por María, la mística luna de las gracias, y por los apóstoles, que como brillantes estrellas han de lucir en el cielo en perpetuas eternidades. Aquel José, guardó el pan de la tierra para sustento de los egipcios, y éste guardó el pan del cielo de la sagrada Eucaristía, que es el alimento de los cristianos. Al primer José le hincaban la rodilla los egipcios, porque lo hizo Dios como padre del Faraón y la primera persona después del rey; mas el segundo fue hecho padre legal de Cristo, la primera persona de la Sagrada Familia, el que mandaba a Jesús y a María y el llamado señor por María y por Jesús. José el de Egipto fue llamado Salvador del mundo por haber alimentado a los egipcios en los siete años de escasez, mientras que nuestro José, salvó al Salvador mismo, librándolo del tirano que lo perseguía para quitarle la vida. Aquel, en fin, fue mejorado por Jacob con un campo fértil que había quitado al amorreo; mas éste fue mejorado por Dios hasta ser inmensamente enriquecido, porque le fue dada en posesión la virginal tierra de María, no quitada al amorreo del pecado, sino preservada aun de la culpa original. ¡Así superó el segundo José al primero! ¡Oh! si obráramos como José. ¡Oh! si como él procuráramos corresponder a la gracia. Así superaríamos nosotros los cristianos a los israelitas, como nuestro José al suyo. TODOS LOS PROFETAS. Como nuestro ánimo en la presente obra es dar a conocer al señor San José como él es, para que de este modo sea debidamente honrado de los fieles, por esto, a todo lo dicho sobre los héroes principales del antiguo Testamento, añadiremos ahora al hacer la comparación de José con todos los profetas. Los profetas son los amigos de Dios, los videntes del Señor, porque él les comunicaba los conocimientos de lo futuro y eran, con mucha razón, toda la esperanza de Israel, pero José no sólo tuvo la interior luz, no sólo poseyó una parte de la virtud del cielo que lo hizo inspirado para poder interpretar los lugares oscuros de las santas Escrituras, sino que con una luz más que angélica conoció mejor que los hombres y aun que los ángeles los misterios inefables de la redención del género humano que había de verificarse por un Dios hecho hombre. Los profetas, por un efecto de su luz profética, pedían a los cielos que les llovieran al Redentor, pero José hizo lo que jamás pudieron todos juntos, porque siendo el dueño de la mística tierra que debía germinar tan divina flor, él mismo la conduce al lugar señalado por la Providencia y él mismo es testigo del divino nacimiento de Dios hecho hombre. Moisés, siendo el primero de los profetas, al acercarse a la zarza que ardía sin consumirse, el ángel lo detiene para que no se acerque a ella; mas José, queriendo separarse de María, mística zarza, el ángel lo detiene, le manda acercarse a ella y recibirla por esposa suya y como Madre de Dios. Moisés fue escogido para sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y ser su conductor por el desierto hasta conducirlo a la tierra de promisión; José es llamado para conducir a Dios y a su Madre por el espacio de treinta años. Moisés vive por espacio de cuarenta días y noches entre los ángeles en el monte de Sinaí; José vive treinta años con Dios, su casa es la casa de Dios, sus trabajos son para Dios y el sudor de su rostro es para alimentar al Dios hecho hombre. ¡Ah! ¿quién como José? El supera a todos los patriarcas y profetas como el sol a las estrellas, como el diamante a la bruta piedra, como la luz a las tinieblas. LOS GRANDES HOMBRES DE LA ANTIGUA LEY. En el antiguo Testamento, además de los patriarcas y profetas, hubo muchos insignes personajes, y a todos los supera en gran

manera el divino José. El grande Josué fue el mayor de los capitanes, el primero entre los jueces de Israel y el que con su mandato detuvo la luna y mandó al sol que se parara a la mitad de su carrera. Josué que aparecía con un poder tan superior que era obedecido de los astros, ha llenado de admiración a todos los siglos, siendo por él aquella sentencia que nos presenta a Dios obedeciendo al hombre. Pero ¿qué es Josué en comparación del señor san José? José fue obedecido por Jesús y María, por Jesús, el divino sol de justicia, y por María, su mística luna, por consiguiente, se puede decir sin metáfora y con toda verdad, que Dios obedeció al hombre obedeciendo al señor san José, y que obedeció no una vez sino innumerables veces y por espacio de treinta años. Hecho tan admirable como único que nos obliga a decir que José es la primera criatura. ¡Así es la soberanía del señor san José! David que fue el más ilustre entre los reyes de Israel, que fue condecorado con una vocación singularísima, que en la fidelidad a la gracia fue muy especial y fue tan grande en la penitencia como lo había sido en su estado de inocencia, David decía al Señor: Tú eres mi Dios porque no tienes necesidad de mis bienes, pero José, cien veces más dichoso que David, pudo decir a nuestro Señor: Tú eres mi Dios y me has hecho a mí tan grande, que has querido tener necesidad de mis bienes, aprovechándote con el producto del trabajo de mis manos. ¡Oh Señor! tú eres el rico esencialmente y, con todo, tú te has querido alimentar con mi pobreza. ¡Así es glorioso san José! ¡Así ocupa un lugar distinguido! Salomón, que podemos llamar el rey de los sabios y el sabio entre los reyes, fue escogido para fabricar el templo de Jerusalén, el cual le ha dado una gloria inmortal, por haberse colocado en él el arca del Testamento, el misterioso maná, la vara de Aarón y las tablas de la ley, pero José, más sabio y más rey que el mismo Salomón, pudo convertir su casa en el templo más sagrado en donde depositó la verdadera arca de la alianza que es la sagrada humanidad de Jesucristo en la que está guardada la misma divinidad, el pan de los cielos que es el místico maná, la ley eterna en vez de unas tablas que la contuviesen y el eterno sacerdote que había fundado el sacerdocio de Aarón. ¡Hasta este punto supera José a los grandes héroes del antiguo Testamento! ¡Así superaba José a todos sus reyes, capitanes y jueces! Y si ellos tuvieron gracias, privilegios y apariciones, José fue lleno de gracia, de privilegios, habló con los ángeles, con María la Madre de Dios y aun con Dios mismo. 3. José es superior a todos los santos de la nueva Ley. El señor San José es el primero entre todos los santos de la antigua Ley, y lo es también cuando se trata de los santos de la ley nueva. El piadoso Gerson nos lo asegura diciéndonos que, cuanto puede decirse de José, todo está eminentemente encerrado en ser esposo de María y padre de Jesús, divinos títulos que son un seminario de todas las alabanzas, de todas las gracias y de todos los privilegios. Esta misma superioridad se concluye comparando oficios con oficios, y lo que dice el Evangelio de uno y de los otros. Isolano, fundado en la observación que antecede, dice: Cristo llamó a los apóstoles sus amigos, pero a José lo ha llamado su padre; a los demás santos los llamó sus siervos y sus súbditos, pero a José lo llamó su padre y señor. El juicioso y muy discreto Cartagena con una proposición general se declara en favor de José anteponiéndole a los apóstoles diciendo así: San José supera en mucho a los apóstoles. Algunos autores quieren que esta superioridad se entienda no en una u otra cosa, sino en todas, es decir, aun en las gracias más exquisitas y extraordinarias, como fue ver a Cristo transfigurado. Joseph saepius, ut pie creditur, se benedictus Jesus transfiguratum in corpore glorioso ostendit?. Cartagena y Bernardino de Bustos afirman que la superioridad de San José ha de entenderse según toda la extensión de la palabra, sin exceptuar al mismo san Juan Bautista, porque éste no es más que un siervo de Dios su Señor, y José es su padre. Y al modo que Jesucristo, al hacer las

alabanzas de Juan, no comprendió a su propia persona en ella, ni a su santísima Madre María, así tampoco pudo entenderse a José su padre. Siguiendo este principio como verdad, suponen ya a José coronado en el cielo y con la mayor gloria después de la de María. Cartagena dice: Así como José excedió en santidad a todos los individuos de la Iglesia militante, así excede en gloria a todos los de la triunfante. Y lo mismo, aunque con otras palabras, siente Gerson: Sin duda José se verá colocado más próximo en los cielos, ya que en su ministerio se encontró más cercano, más sumiso y más fiel, después de María en la tierra. Bernardino de Bustos dice: Después de la beatísima Virgen, no hay en el cielo ningún santo mayor que san José. a) Los apóstoles. Loa apóstoles recibieron del Señor una vocación especial, que sólo a ellos se dijo: Id y predicad el evangelio a toda criatura. A ellos, como llamados a convertir el mundo, Jesucristo les ha dicho: Sois la sal de la tierra, sois la luz del mundo, os doy a vosotros todo poder como a mí me ha sido dado; y a ellos, en suma, se les ha comunicado tanta gracia con el poder de representar su divina persona y hablar las grandezas de Dios, por las luces del Espíritu Santo que habían recibido. Estos dones los recibieron los apóstoles en cuanto obraban como embajadores de Jesús, dones que son muy inferiores comparados con los de José. Éste como más que apóstol fue desposado con María la Madre de Dios, fue llamado padre del rey de reyes y Señor de los señores, fue el defensor nato del Mesías, lo educó e hizo, por consiguiente, sus operaciones inmediatamente para con Cristo. Por lo dicho, bien podemos concluir que la excelencia, dignidad y santidad de José supera en gran manera a la de los apóstoles con la diferencia que media entre los cargos de éstos y los oficios de aquél. José todo lo emprendió para salvar a Jesús y dio por él su vida, su tranquilidad, su patria y el amor de su corazón, lo cual lo colocó en la posesión de las mayores virtudes, pues como dice Isolano: Por eso debemos enaltecer las altísimas virtudes de san José, que le hicieron digno de ser comparado a los más ilustres varones y a las más altas dignidades. Aquí queremos hacer notar que José no sólo supera a todos los apóstoles en general, sino aun considerándolos con las gracias especiales que recibiera cada uno de ellos según el testimonio del Evangelio, porque aun así José es el único impecable por gracia y privilegio; gracia y privilegio que le convenían por ser esposo de María y padre de Jesús. Pedro es la cabeza de los apóstoles y, no obstante de ser el privilegiado, niega a su Maestro a la voz de una mujercilla, mas José siempre fue adelante en el camino de la virtud. A Pedro le fue dada toda autoridad para atar y desatar, teniendo las llaves del reino de los cielos, mas José tiene las llaves de la gracia, dispensando los divinos auxilios que deben obrar la conversión. Juan, el discípulo del amor, fue tan privilegiado que reclinó su cabeza sobre el pecho del Salvador, a Pedro le dio el Señor su mano para que no se hundiera en el mar de Tiberíades, a Tomás le permitió que le tocase sus llagas, pero a José, Jesús se dio todo entero, se dio innumerables veces, se dio como un hijo se da a su padre, y José lo recibió en todas ellas con inmenso amor. ¡Tanto supera José a todos los apóstoles en general y en particular! b. Juan Bautista. Así como los santos del nuevo Testamento tuvieron tanta copia de gracia y tanto más exquisita sobre los santos de la antigua Ley, cuanta es la diferencia que media entre las sombras y la realidad, así, de un modo semejante, supera Juan a los demás santos; pues así, y muchísimo más todavía, supera José a Juan. Juan era el brillante crepúsculo del antiguo y

el nuevo Testamento; mas José es como el sol que ilumina a los dos. Juan fue santificado a los seis meses de su concepción, mas José inmediatamente después de su concepción maculada. Juan era profeta y más que profeta, porque anunciaba al que ya había venido, mas José lo superaba ya que lo daba a conocer no sólo en su propia casa, sino como hijo de su virginal esposa. Juan dio testimonio de Cristo señalándole con el dedo, mas José lo tenía en sus manos y lo abrazaba además con los lazos de su amor. Juan se tenía, y con razón, por indigno de atar la correa del zapato del Salvador, mas José cumplió dignísimamente con el oficio de vestirlo. Juan es el mayor entre los profetas nacidos de mujer, José es entre todos los hombres el mayor de los santos posibles. Como Juan, en fin, podían levantarse muchos que tuviesen la misma vocación, la misma gracia y la misma fidelidad, al paso que como José no pudo levantarse otra criatura ni tan santa, ni tan privilegiada, porque así como María no pudo tener más que un esposo, así Jesucristo no pudo tener más que un padre. ¡Ah! si Juan fue grande por llamarse voz de Cristo, ¿qué diremos de José llamado del padre de Cristo Jesús? c. Todos los justos de la ley de gracia. Cristo Señor nuestro en su sagrado Evangelio parece que él mismo se encargó de facilitarnos todos los datos necesarios para que pudiéramos concluir con toda certidumbre que el señor San José es superior a los justos de la nueva Ley, sean vírgenes o confesores, sean mártires o apóstoles. ¿Qué dirá el divino Juez a todos los justos de la nueva Ley, antes de premiarles sus buenas obras con una eternidad de gloria? Venid, benditos de mi Padre, venid a recibir el reino que os tengo preparado, porque teniendo hambre me disteis de comer, estando desnudo me vestisteis, siendo peregrino me hospedabais y encerrado en la cárcel me visitasteis. Mas este premio se lo dará, no porque dichas buenas obras se las hayan hecho a él directamente, sino porque el Señor por su bondad se ha dignado premiar como hecho a sí, lo que hicieron al prójimo. Pero José no tiene necesidad de esas dispensas, sino que él mismo por vocación y por oficio, innumerables veces y con el mayor amor daba de comer a Jesús, lo vestía, lo visitaba, lo salvaba a Egipto y lo conducía donde era necesario ¡Qué gloria, pues, la de José! ¡qué dicha la suya! ¡qué felicidad tan admirable! ¡qué conjunto de bendiciones las suyas! ¡cuán superior a todo otro santo! Jesús pidió un vaso de agua a la samaritana, y ésta recibe inmediatamente en recompensa un torrente de agua viva de la gracia. Una vez se hospedó en casa de un fariseo, y éste quedó hecho un gran santo. Algunas veces el Salvador descansó en la casa de Lázaro, y sabemos bien hasta qué punto fue ella bien favorecida. ¿Y qué daría a José que le hizo directamente todos los oficios de un padre para con su hijo? ¿A José que dio a Jesús y María? Pero basta. Concluyamos, sí, que el divino José es mayor que todos los santos del nuevo Testamento. 4. El divino José es superior a los ángeles mismos. El señor san José, considerado según su naturaleza, es como los demás hombres, es decir, un poco inferior a los ángeles, como dice el santo profeta rey, pero también es cierto que, considerado en su elección eterna, en la vocación que recibió, en el tiempo, en su correspondencia a la gracia y en los oficios que desempeñó, los supera en gran manera. Isidoro Isolano, que podríamos apellidar el Doctor de José, después de haber examinado teológicamente el asunto, dice que el divino José es ángel por su vida, arcángel por oficio, príncipe por sus victorias, potestad por sus operaciones sobrenaturales, virtud por su perfección divina, dominación por su dominio sobre todas las criaturas, trono por haber llevado el cuerpo de Jesús, querubín por el conocimiento de los más secretos arcanos y

serafín por su supremo amor: San José fue un ángel por su vida; arcángel, por sus funciones; principado, por su victoria contra los reyes; potestad, por sus obras sobrenaturales; virtud, por su perfección que le hace semejante a Dios; dominación, por su superioridad sobre las criaturas; trono, por haber recibido al Dios hecho hombre; querubín, por su conocimiento de los misterios; y serafín, por su ardiente amor al Dios creador. José, por tanto, no sólo es un ángel, sino que ha reunido en sí mismo las perfecciones de todos los ángeles. Así, con tanta razón, lo apellida Isolano: Divino José. Así, con tanta verdad, se admira que haya podido haber predicadores que se hayan excusado de predicar sobre el señor san José. ¡Cómo! no saber qué decir de José, de José el justo, el esposo de María y el padre de Dios, según la expresión de Alberto Magno. a. Oficios de los ángeles. Veamos ahora algunas de las razones sacadas de los oficios de los ángeles, las que nos harán concluir la superioridad de José. Los ángeles son los ayos y guardias de los hombres, José es el ayo y el guarda de Jesucristo; a los ángeles se les encomiendan príncipes y reyes, a José, la reina de cielos y tierra y al rey de los reyes; a los principados, reinos o provincias, a José le es entregada toda la Iglesia; los espíritus soberanos acompañan como criados, pero José tenía autoridad sobre Jesús y María, y éstos le obedecían. Rafael, como uno de los escogidos de la corte celestial acompañó a Tobías en el viaje que hizo a Rajes, José acompañó a Jesús en sus caminos; Gabriel tiene a mucha honra anunciar el misterio de la encarnación y hablar después de él con la Virgen y con José, pero José conoce el misterio de la encarnación con más perfección y es, en cierto modo, una de las personas necesarias que lo componen; Miguel gobierna la milicia celestial, José es cabeza de la familia de Dios. Estos tres arcángeles de primer orden puestos ante Dios cubren con sus alas los ojos, los pies y las manos, al paso que José mira a Jesús, se le acerca, lo besa y lo trata como un padre a su hijo, en fin, los ángeles son, según san Pablo, los ministros de Dios, y José no tiene el nombre de ministro sino de padre del mismo Señor. Isolano nos refiere unos documentos antiguos en los que se lee que Jesús en cierta ocasión, después de haber hecho a sus discípulos el panegírico de José añadió: Yo conversaba con José en todas las cosas como si fuera su hijo. Él me llamaba hijo, yo le llamaba padre. Yo lo amaba como las niñas de mis ojos. Aun en el cielo Jesús llama padre a José, como dice la venerable virgen Marina de Escobar, pues en una visión que tuvo vio a Jesús, que se preciaba y hacía como cierta ostentación de haber tenido por padre al señor san José. El padre Francisco García, de la Compañía de Jesús, asegura que se puede pretender que el señor San José aventajó en santidad a los mismos ángeles en cuanto les excede en nombre; dice también que en cuanto esposo de María y padre putativo de Jesús, excede extraordinariamente a los ángeles que no son más que ministros de Dios, así con esta diferencia los excede el señor san José. b. Jerarquías angélicas. Hagámonos cargo de las palabras de Isolano que nos presentan al señor San José superior a los ángeles de todas las jerarquías. Tres cosas se notan en los ángeles: el poder, la ciencia y la operación; y si con la ciencia conocen los misterios y lo que deben hacer, con el poder y la operación lo llevan a cabo con una perfección admirable. Pues en José se hallan estas tres cosas de un modo el más perfecto, y lo que los ángeles emplearon sólo en favor de las

criaturas, José lo empleó en favor del mismo Dios su creador: La esencia, la virtud y la operación de San José están más próximas de Dios, palabras de Isolano. José, por tanto, en cumplimiento de su deber ordenó inmediatamente con clara inteligencia, con sumo ardor y con una pureza simplísima todo su entendimiento, toda su voluntad y toda su operación en el servicio inmediato de Dios. Y a la manera que la gracia eleva la naturaleza y hace sus actos sobrenaturales, así, la paternidad divina de José divinizó en cierta forma a José, su ciencia, su virtud y su operación. Se dirá que los ángeles ven a Dios y que lo asisten, pero ¿qué no podremos decir nosotros de José? ¿quién entre los ángeles ha visto a Jesús como José? ¿quién como él lo ha servido? Digamos nosotros con Isolano, que ni todos los ángeles juntos trataron a Jesús con la familiaridad con que lo trató José, porque él podía decir: Jesús no tenía donde vivir, y yo lo recibí; estaba desnudo, y yo le cubrí; tenía hambre, y yo le alimenté; tenía sed, y yo le di de beber, y, en fin, fue perseguido y yo le libré. En vista de esto ¿quién no confiará en el señor san José? ¿quién no lo tomará por su protector? ¿quién no acudirá a él en sus necesidades? ¡Oh! si desde este momento trabajáramos para ser devotos del señor san José. Seamos, pues, de José, porque con su ciencia, virtud y operación obró siempre mejor que los ángeles mismos. c. Qué son las jerarquías de los ángeles. Por jerarquía entre los ángeles se entiende cierta sagrada distinción que es imagen de su divina hermosura, brillantez e inteligencia, con la que comprenden más o menos los divinos arcanos y obran con más o menos perfección, manifestándose en todo dignos cooperadores de Dios. Dada la definición, nos haremos cargo de sus principales privilegios y operaciones comparándolos con los de José. Los ángeles cuidan de los hombres, los iluminan y los gobiernan, pero José, más que ángel, cuidó de Dios hecho hombre, lo gobernó por espacio de 30 años y lo iluminó, de suerte que lo ha dado a conocer, como asienta Isolano: Ecce Dei Christi celebratur inter homines subesse Joseph. Los arcángeles anuncian a los hombres las cosas extraordinarias, reciben de los ángeles superiores las influencias, permanecen en su estado comunicando a los ángeles inferiores lo que les es conveniente; mas José, superior a los mismos arcángeles, no anunciaba sus conocimientos a otros hombres comunes sino a María, la reina de todos ellos, y a Jesús, Dios inmortal e invisible, siempre permaneció en la santidad como deificado y enseñó a los ángeles del nuevo Testamento, que son los sacerdotes, el modo más digno de tratar a Jesús. Los principados aparecen como fieles imitadores del primer Principio, adornando su divino querer y reduciendo a los otros a hacer lo mismo, pero José, superior a los principados ejerció por oficio la imitación del Verbo encarnado que se dignó llamarlo padre suyo, se revestía de las virtudes de María y se nos ha dado a nosotros por modelo de la más fiel y exacta copia. Las potestades están como admiradas en su propia dignidad, ordenan en fuerza de ella lo que les es inferior y reducen las criaturas al servicio de la Providencia, pero José, superior a las potestades, estudió a conservar siempre en su corazón la dignidad de virginal esposo de María y la soberanía augusta de la divina paternidad. ¡Oh! cuán hermosos son los pasos del divino José. ¡Qué potestad tan única! ¡qué potestad tan bien guardada! José, más que las potestades, instituyó el sagrado orden de los vírgenes, lo cual hizo decir a Isolano: La

Virgen, su esposa, fue la norma celestial de todas las vírgenes. José, virgen, enseñó a los hombres, con la confirmación del Hijo de Dios, el dogma de su pureza, y no sólo convirtió a los hombres manteniendo y conservando la vida del Salvador, sino que obrando como potestad, escogía a los vírgenes, los llenaba de mercedes y les hacía conocer algo la blancura virginal. Las propiedades de las virtudes podemos decir que son la posesión de un gran poder, operan siempre sin la menor tardanza y poseen la largueza para con los hombres, pero José más que las virtudes supo obrar eficazmente en toda ocasión, venciendo las estratagemas de los hombres y aun superando las dificultades que sembraba Satanás en medio de su carrera. ¡Oh divino José! tú fuiste aquel misterioso gigante que anduviste en la virtud, siguiendo los pasos del sol, sin retroceder jamás ni siquiera en un punto, dando tanto a los hombres que los enriqueciste con el mismo Hijo de Dios, según expresión de Isolano: Con la mayor liberalidad, alimentó al Hijo de Dios, valiéndose del tesoro inagotable de todas las virtudes. Las dominaciones son entre los ángeles como los montes altísimos, y es propio de ellos poseer una libertad completa sin servidumbre, vencer siempre en los combates, ostentar una digna severidad, no permitir en nadie la escasez de la virtud y tener siempre una voluntad potente para su dominio, siendo partícipes de la divina dominación. Estas propiedades admirables que son propias de las dominaciones, forman todavía el carácter más positivo del divino José, porque él estaba, por gracia y privilegio, libre de toda servidumbre de pecado, poseía la divina operación, como esposo de María, siempre ha dado la victoria a sus verdaderos devotos y todos los días se deificaba más y más. Es propiedad exclusiva de los tronos, como lo indica su nombre, rodear a Dios, recibirlo y llevarlo, y nadie ha podido hacer estas operaciones como José, por esto Isolano decía: ¡Oh santísimo José! comprendemos con toda claridad que tú rodeaste al Dios hecho hombre, que lo recibiste en tu casa, que lo llevaste en tus brazos. Es de los querubines particular distintivo velar en todo lo que corresponde a la mayor honra y gloria de Dios y hacer que su divina Majestad no sea ofendido; por esto el ángel que puso el Señor en la puerta del paraíso era un querubín. Ved ahí el peculiar oficio de José, ya que María es el místico paraíso, Jesús, el árbol de la vida, y José, el custodio de Jesús y de María. En suma, es propio de los serafines el amor, de tal suerte que ellos poseen el amor puro y el amor ardiente, pero José es el hombre que amó a Dios más que todos los santos, más que todos los ángeles, sin exceptuar los más encumbrados serafines, lo amó con todo su corazón y con todas sus fuerzas, lo amó de un modo tan semejante a María que hizo decir a Isolano: Ante el amor divino de san José, calle la lengua. Concluyamos ya este muy largo capítulo, diciendo que las gracias, excelencias y prerrogativas de José, superan a las de todos los santos de la antigua Ley, a las de todos los santos del nuevo Testamento y aun a las de todos los ángeles, porque José es más que patriarca, más que profeta, más que justo, más que confesor, más que virgen, más que mártir, más que apóstol, más que ángel, más que arcángel, más que principado, mas que dominación, más que potestad, más que virtud, más que trono, más que querubín y serafín, porque es el esposo de María y el padre putativo de Jesús.

Capítulo 19. De los grandes motivos que tenemos para ser devotos de san José. 1. José de la familia de David. Este capítulo, aunque no tenga por objeto decir nada nuevo que no hayamos al menos apuntado en los otros capítulos, sin embargo, vamos a encerrar en él un conjunto de pensamientos que nos servirán en gran manera para ser devotos del señor san José, porque siempre será verdad que José es muy grande en la tierra y aun en los cielos, y, por tanto, que es mucho lo que de su virtud, podemos aprender, así como que es mucho más lo que podamos esperar de su protección; tanto nos conviene ser devotos de José. San Lucas, hablándonos de José, haciendo el viaje a Belén, añade la causa diciendo: Porque era de la casa y familia de David. Este texto debe entenderse de José no sólo en cuanto a la carne sino principalmente en cuanto a la virtud, de modo que las virtudes que tanto brillaron en David en los días de su inocencia, fueron, por decirlo así, como el punto de partida de la santidad de José, siendo en toda perfección aquel varón admirable todo formado según el corazón de Dios. De la santidad de José puede decirse que al nacer la tuvo con la perfección que superaba a toda otra perfección, y no al fin de sus días, o al celebrar sus divinos desposorios con María, sino ya en su nacimiento conforme las palabras que se leen en el libro de Job: Habiendo salido conmigo del vientre de mi madre. Por otra parte, si es cierto, conforme a la sentencia que dice, que viviendo con un santo, se hace uno más santo, ¿cómo mediremos la santidad de José? Sí, en él se encuentra toda la santidad de aquella casta generación cuya memoria es inmortal, que es la edificación de los hombres y que forma las delicias de Dios. José poseyó lo más heroico de la santidad, juntando con la primera la humildad más profunda y la inmunidad perfecta de toda imperfección, porque directamente ardía en el amor de Dios y amaba al prójimo según la más inefable piedad. 2. Los oficios del divino José. Es una razón muy poderosa para que nos determinemos a ser devotos del señor san José, considerarlo en sus oficios, oficios sagrados directamente ejercidos para con la Madre de Dios y para con Dios mismo. José, al considerarlos, impulsado por su muy profunda humildad, trata de evitar tan sagrada ocupación, pero obligado por el ángel que le habla en nombre de Dios, pasa a ejercerlos. ¡Oh! ¿quién tuviera una mente angélica para darles a conocer? ¿quién poseyera un río de elocuencia cristiana que nos los patentizara? Pero ni aun esto serviría, porque ellos fueron tales que ni el mismo José los comprendió. Isidoro Isolano parte de la divina paternidad de José para concluir que es el único entre los santos que mejor han observado la ley del Excelso: Si añadimos a José, ser padre putativo del Hijo de Dios, podremos afirmar con toda certeza que ninguno de los padres antiguos puede compararse a San José en su fidelidad a la ley del Altísimo. Alberto Magno, todo admirado del sagrado oficio de José, considerándolo como padre de Jesús, se contenta con narrárnoslo, dejando a la consideración de cada cual el sacar sus importantes consecuencias: José fue designado padre putativo del mismo Dios. Partiendo de esta verdad se concluye que José fue por oficio el tutor de Jesús en su nacimiento con una autoridad sobre el Hijo de Dios, que es nada menos que la autoridad paterna.

Además, el señor San José fue el defensor de Jesús contra las asechanzas del diablo, y, si es cierto, como dice la Escritura, que no hay poder sobre la tierra que sea capaz de habérselas contra el enemigo de todo el género humano, también lo es que toda su astucia y todo su dolor quedaron neutralizados ante la virtud y la fortaleza de José. ¡Qué poderoso el que batalla contra Satanás y qué santo el que lo vence! Bien podemos decir como Isidoro que el diablo quedó vencido: La prudencia de San José venció todas las asechanzas del diablo. Ni podía ser de otro modo, porque el santísimo Patriarca en sus divinos oficios de esposo de María y padre de Jesús fue el grande imitador de las operaciones de Jesús para con la santa Iglesia. En este santo matrimonio, José representa al mismo Hijo de Dios, esposo perpetuo de la Iglesia. 3. EL Espíritu Santo canonizando a José. Tanta fue la justicia de José, tan extendida a todos los actos de virtud, tan patente a los ojos de todos y tan perfecta aun en lo más heroico, que el Espíritu Santo dice de él que fue el hombre justo. Pero ¿qué nos quiso decir con esta alabanza? San Jerónimo nos afirma que con dicha sentencia le fue atribuida la perfecta posesión de todas las virtudes. Alberto Magno no se contenta con hablar de un modo general de las principales virtudes que son, por decirlo así, como el núcleo de todas las demás: San José fue varón perfecto por la constancia de su fe, por la virtud de su castidad, por la excelencia de su discreción y por la energía de su acción. Tan memorable es José y tanto dice de él la Escritura al llamarlo justo, que es el único privilegiado, según el mismo Alberto Magno, porque fue digno de ser llamado: Padre de Dios. Muchos santos han merecido también el nombre de justo, y el Espíritu Santo se lo ha dado de un modo absoluto; y tenemos que notar que nadie se lo ha apropiado, así pues, todos han tenido algo que no estaba conforme con la justicia, mas al hablarnos de José no fue así, porque tuvo esta virtud de una manera la más extensa y perfecta, sin que jamás se hubiese manchado con un acto no justo y como habiendo extendido los efectos de su justicia a todo, por esto el mismo Señor se dignó recibir de José todas las cosas, como si dijéramos: su casa, sus palabras, sus alimentos, sus vestidos, sus costumbres, su sencillez, su trabajo, su prudencia y su gobierno. ¡Oh admirable José! eres verdaderamente el justo, jamás hubo en ti una falta, no en tu niñez, porque la gracia que te santificó te acompañará siempre; no en tu juventud, porque te preparabas a porfía para celebrar el divino enlace; no en tu edad madura, porque la presencia de María te santificaba; no en la vejez, porque Jesús depositaba en tu corazón nuevos torrentes de amor. Amor divino siempre alimentado, según Isolano, con los hábitos de la humildad más profunda y de la perfección más heroica. Saludemos con frecuencia al justo José, con el Señor san José, dignísimo esposo de María y padre putativo de Jesús, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. 4. José, amado de María. Aunque María es la Madre de todos los hombres y a todos nos ama con amor de María, y que sus entrañas de misericordia están dispuestas a hacernos toda especie de beneficios, pero también hemos de decir que su corazón amaba a Jesús con amor infinito y que, después de Jesús, todo su amor con toda su infinidad se dirigía al señor san José. ¡Oh! con cuánta razón podremos decir que José es el amado de María. Pero ahondemos un poco esa

mina admirable, que si a nosotros nos instruye es en gran manera gloriosa al santo Patriarca. José fue sobre manera amado de María, por ser elegido juntamente con ella para el gran misterio de la encarnación. Grande motivo que expresaba Isolano diciendo así: La bienaventurada Virgen María y José sabían que Dios los había elegido para conservar el amor divino. María amaba a José, no sólo porque veía en él a su pariente, al último vástago de la casa de David, a una carne pura sin concupiscencia que flameaba llamas de divino amor y a un entendimiento que se elevaba hasta Dios mismo, sino que lo veía a él llamado lo mismo que ella, para formar como una sola persona, siendo ellos los padres de Cristo. Eva amó a Adán, mas en el estado de inocencia era su amor purísimo y ardentísimo; así María amaba a José, lo amaba según su vocación, lo amaba viéndose en gran manera amada de él, y entre María y José había tal correspondencia que ni los mismos ángeles son capaces de medirla. ¿Qué torrentes de amor purísimo partiendo del corazón de María no irían a precipitarse sobre el corazón de José? ¿Y José cómo amaría a la Reina de los cielos? Confesamos no saberlo explicar, ni decirlo, ni pensarlo, y nos quedamos contentos con anunciar con Isolano que quiso Jesucristo ser tenido como el Hijo de tanto amor: Por este amor el mismo Dios se mostró al mundo como hijo de este santísimo matrimonio. El divino José era amado de la divina María por los servicios que ésta recibió de aquél, mas ¿quién podrá explicar el aprecio que María hacía de ellos? María conoce que en cierto modo todo lo debe a José y que José continuó toda su vida sirviéndola, defendiéndola, guardándola, amparándola y amándola con todo el amor que ella se merecía. Isolano le atribuye un amor tanto mayor, cuanto era más grande la pureza de José: La santísima Virgen tendría un amor más grande a San José al verlo virgen, y virgen perpetuamente por su voto. Esta idea que dice ya mucho le pareció poco a Isolano para indicar el amor de María a José, por esto añadió que su amor superaba a todo amor humano, que superaba aun al mismo amor angélico y que la Virgen obraba con toda perfección amando a José, como que veía en él todos sus méritos. ¡Oh! exclamaba Isolano, la agradecida Señora diría: Amaré a mi esposo santísima, ardentísima, justísima y vehementísimamente. Siendo esto así ¿cómo debemos nosotros amar a José? María conocía a José y lo amaba como acabamos de decir, y nosotros que ya lo conocemos ¿cómo lo amaremos en adelante? ¿qué pruebas prácticas de amor le daremos? Aprendamos de María tan importante lección, quien no se contentaba con amar interiormente a José, sino que se lo manifestaba exteriormente en las ocasiones que se le ofrecían dirigiéndole los obsequios que se merecía como padre de Jesús. José, amado de María por lo que él daba a Jesús, es la gran fuente que manaba el más acendrado amor de María hacia José. Porque ella veía mejor que nadie que José amaba a Jesús, que era su salvador y su defensor; que lo conducía, lo alimentaba y lo enseñaba, lo nombraba hijo suyo y él era nombrado por Jesús su padre. María amaba por este motivo a José con un amor que era sobre todo otro amor y lo amaba tanto más, cuanto que las operaciones de José pendían como las suyas del amor a Jesús. Todo lo hacía por amor a Jesús, contemplándole y sabiendo que los había elegido, por divina providencia, para que perseverasen en estas virtudes. ¿Cómo amaba, pues, María a José? y José, ¿cómo amaba a María? Ambos se veían escogidos por Dios, ambos con una carne que carecía de concupiscencia, ambos de la noble descendencia y casa de David, ambos amando la virginidad hasta haberla consagrado a Dios, ambos unidos con los sagrados lazos del divino

desposorio, ambos llenos del Espíritu Santo para obrar todo bien, ambos profesándose el más puro y acendrado amor y ambos dando a luz al divino esposo. ¡Ah! somos indignos de conocer semejante amor; jamás nuestro corazón podrá ni siquiera barruntarlo, pero meditémoslo al menos con esta sentencia de Isolano: Este es aquel amor divino, aquella suprema caridad, que pudo dar al mundo al Dios verdadero, alimentarlo y vestirlo. El eximio Suárez presenta otro argumento para hacernos vislumbrar el amor que María tenía a José, afirmando que fue su amor singularísimo por el vínculo que entrañaba el divino enlace el cual nacía intrínsecamente de la dignidad y estado a que se vio sublimado san José. Además, pertenece a la virtud y a la santidad de la mujer amar a su esposo y, sobre todo, amarlo espiritualmente; y como María era esposa de José y era en todo perfectísima, es evidente que lo era también en el amor que tenía a José, y tanto más cuanto que José solo le hizo bien. Suárez, para que nadie dude de su pensamiento, se expresa así: Como la Virgen santísima fue en todo perfectísima, síguese que se señaló también en este amor. También nosotros amemos a José y hagamos algo en su honor. 5. José, superior a los apóstoles en dignidad y santidad. Entre los diversos ministerios que hay en la Iglesia de Dios, el más noble es el ministerio de los apóstoles, como que está ordenado en cierto modo a hacernos hijos de Dios, y bajo este punto de vista ocupa él el primer lugar, pues como dice santo Tomás: El primer y dignísimo grado que Cristo instituyó fue el apostólico. Dios puso en primer lugar en la Iglesia a sus apóstoles. Pero San José los supera, sin embargo, en dignidad, porque su ministerio no se dirige a las criaturas como el de los apóstoles, sino que directamente se dirige sobre el mismo Creador. Por esto, Suárez afirma lo mismo diciendo: Este misterio de San José estuvo, al parecer, íntimamente unido con la persona de Cristo; (y su dignidad) parece la más próxima a la dignidad de la madre de Dios. Y no es extraño, porque todas las acciones de José se dirigían a Jesús, y aun las mismas que directamente tocaban a María, indirectamente eran hechas por José. Por otra parte, no es la acción sola la que determina la bondad o el mérito, sino el fin que uno se propone y la persona a quien se sirve, y así como los judíos con haber muerto a Jesús, no sólo cometieron una muerte, sino que se hicieron reos de un espantoso deicidio, así, José no sólo debe considerarse por sus acciones, sino por la intención que tenía obrando como padre de Jesús. Tanto supera a la dignidad apostólica la dignidad de padre de Dios (como dice san Bernardo hablando de la paternidad de José) cuanta es la diferencia que media entre la criatura y el Creador. En suma, el ministerio de José tenía por oficio servir directamente al mismo Jesús y, por decirlo con la sentencia de Suárez: Entiendo que el misterio de San José está instituido en el orden de la unión hipostática. ¡Cuántos motivos para que amemos al señor San José y lo amemos prácticamente y todos los días con más fervor! 6. El eximio Suárez afirmando la santidad de José. La santidad de José es ciertamente un gran motivo para que tomándolo por nuestro protector le seamos del todo devotos, y su santidad es tanta que el eximio Suárez la ha expresado así: José fue un varón perfectísimo y de una santidad eximia. Para convencernos de esta verdad presenta tales razones que no le dejan a uno lugar a la duda. Por otra parte, Dios da a cada uno la gracia conforme a su vocación. José la recibió conforme a su dignidad y como cooperó a ella con toda perfección, hemos de concluir que fue del todo santo. Eximia y muy extraordinaria santidad canonizada por el mismo Espíritu Santo, que

nos presenta a José como el justo y el perfecto. Al inmenso caudal de gracia recibida hemos de juntar que José fue fidelísimo en su juventud, más fiel ya desposado con la santísima Virgen María, porque esta soberana Señora trabajaba sin cesar por verlo más santo. Suárez expresa así tan hermoso pensamiento: Puede creerse que el santísimo, amadísimo y devotísimo de la Virgen, obtuvo por ella la perfección de la santidad. ¡Qué santidad la de José! ya que toda la santidad de los mortales es el resultado de la gracia que recibimos de María. Pero José, además de las gracias como esposo de María, tenía las gracias directas de padre de Jesús, que las recibía directamente de Jesús, como que era su padre, de lo cual concluye Suárez, y con mucha razón, la perfectísima santidad de José: Consta, por lo tanto, y sin ninguna duda, que este varón, José, alcanzó un grado excelentísimo de santidad. Concluyamos nosotros también la santidad de José por los grandes títulos con los que lo han honrado los padres y doctores de la Iglesia llamándolo: El prepósito de la familia de Dios (san Juan Crisóstomo), el procurador de los grandes tesoros del eterno Padre (Canisio), el que poseyó la humildad más profunda (san Bernardo), el todo lleno de gracia (Gerson), el descanso de María en sus trabajos (Cartagena), el escudo fortísimo del misterio de la encarnación (Isolano), el espectador continuo y devoto de las acciones de Jesús y María (Canisio), el esposo purísimo de la Virgen María (Mateo), el padre de Jesús (Lucas), el superior de María y de Jesús (Mateo y Lucas). Concluyamos diciendo que, según Cornelio a Lapide, fue tanta la santidad de José que no fue deshonor en el Hijo de Dios el ser considerado como hijo suyo. 7. Cómo José es nuestro padre. Siendo María nuestra Madre, es evidente que José su esposo es nuestro padre, Jesucristo es también nuestro hermano, es el primogénito entre todos nosotros, es el que llama a José su padre; luego, si nosotros somos hermanos de Jesucristo, José será igualmente nuestro padre. María, en el Calvario, fue constituida la Madre de todo el género humano, y José, esposo de María, fue constituido su padre. Verdad consoladora para todos los devotos josefinos y que Novarino expresó así: José fue constituido padre de todo el género humano, pero de un modo especial de los gentiles que se convirtieron a la fe. ¡Qué motivos tan poderosos para que amemos a José! Pero a José nuestro padre. Sí, ya desde ahora nos hace los oficios de tal. José no sólo es nuestro padre considerado como una consecuencia, sino también, en cuanto con los oficios de esposo de María y padre de Jesús contribuyó a todo nuestro bien, y lo es de tal modo bajo este punto de vista, que Jesús y María le son deudores, en cierto modo, de los dones que a nosotros nos han dispensado. Por esto podemos decir que de tal suerte José es nuestro padre que ocupa el primer lugar después de Jesús y de María, sin que se le pueda intermediar otro alguno y ni siquiera a un ángel de primer orden. Esta plaza tan honorífica al señor San José y tan gloriosa y consoladora para nosotros se la concede Novarino diciendo: Después de Cristo y María, el mundo debe su salvación a José. Aun tiene otro título más cierto, si cabe, de su paternidad gloriosa para nosotros, porque así como fue Jesús con su ejemplo el que nos enseñó el modo de honrar al padre en espíritu y en verdad, así como María en su divina escuela nos enseñó las divinas virtudes de Jesús y la manera de practicarlas según la voluntad de Dios, así, los ejemplos de José fueron tales, su vida fue tan perfecta copia de las virtudes de María, que, como nuestro padre, nos quiso salvar aun con sus acciones, del mismo modo que salvó a Jesús. Novarino lo dice con estas

terminantes palabras: Josepho multa et copiosissima soboles exhibita est quam sanctissimae suae vitae exemplo ad Deum convertit . ¡Oh inestimable paternidad la de José! ¡oh dichosa filiación la nuestra! ¡oh afinidad preciosísima la que nos acompaña! Jesús es nuestro hermano, María es nuestra Madre y José es nuestro padre. Ángeles del cielo bendecid a Dios por este grande beneficio que nos ha sido concedido y alcanzadnos la gracia de que correspondamos a él con toda fidelidad ¡Oh cristianos! alegrémonos en Dios nuestro Salvador, en María nuestra Madre y en José nuestro padre. Sí, José el esposo de santa María Virgen, es nuestro padre, José, el padre putativo y legal de Jesús, es nuestro padre. Amemos, pues, a José, amémosle con un corazón filial, amémosle manifestándole nuestro amor con un grande respeto, amémosle dándole un gusto positivo con nuestra vida devota y aun del todo santa, amémosle porque él es la persona más amada de María, amémosle porque es a quien Jesús ama más y amemos a María, la amada de José, y amemos a Jesús, el primogénito de José. ¡Oh señor san José! mostrad que sois nuestro padre, ya que tenemos a grande honra el llamaros padre nuestro y pediros, por consiguiente, la gracia de vuestra protección. Sí, cuidadnos como padre, cubridnos con el manto de vuestra virtud, infundidnos vuestro espíritu de pureza y de oración y hacednos hijos predilectos de vuestra esposa María y de vuestro hijo Jesús. 8. Grandeza de José, según San Juan Damasceno. Para explicar la grandeza de José, su dignidad toda divina, su excelencia suma y su perfección superior a toda otra perfección, no necesitamos probar dicha verdad por medio de discursos, exclama san Juan Damasceno, sino que es suficiente narrar tan sólo una sentencia del santo Evangelio que hablando de José dice así: Esposo de María, de la cual nació Jesús. Diciendo esta sentencia de san José, escribe Damasceno, habéis afirmado de él cuanto puede decirse, porque esta doble dignidad supone en el que la posee las cualidades más raras y los dones más eminentes, así como la mayor plenitud de la gracia, porque supone que Dios ha dado a José cuanto entraña y significa el ser esposo de María y padre de Jesús, como si dijéramos, es hacer de José el más excelente e inmenso panegírico, ya que con dichas palabras se le confirieron unos títulos que suponen de parte de Dios todos los privilegios, todas las inmunidades y cuanto puede decir o desear la humana alabanza, así como de parte de José supone también la más perfecta cooperación. Otros doctores de la Iglesia han comentado en el mismo sentido la sentencia del Evangelio sobre el señor san José. Por esto, san Francisco de Sales lo llama, en consecuencia, el esposo del amor, el gran Patriarca de la antigua Ley y de la nueva, el santo padre nutricio de Jesús y el escogido entre millares. Por esto, san Raimundo lo apellida el vicario de Dios en la tierra, el esposo de María y el guardián sagrado de la virginidad, como si dijéramos, de la suya propia, de la de María y de la de Jesús. Por esto, Ruperto lo ha apellidado igualmente el conservador del mismo Conservador y el soberano del mismo Soberano. Por esto, santa Teresa de Jesús lo saludaba con un cariño especialísimo, su padre, su patrón, su señor y el que ocupa en el cielo el lugar eminente. Por esto el piadoso Aesio lo denominaba con gran fervor el justo por antonomasia, el perfectísimo por excelencia, el depositario de los secretos de Dios, el dispensador del pan celestial, el tesorero de la casa de Dios y el pastor del inmaculado Cordero. Por esto, ¿pero cuándo acabaríamos de decir lo que es el

señor San José como esposo de María y padre de Jesús? Sírvanos tan grandes títulos para que amemos a José y le seamos verdaderamente devotos. 9. José bendito entre todos los hombres. Desearíamos en este párrafo dar a conocer un poco la grande razón de los devotos del santísimo Patriarca cuando lo llaman el bendito entre todos los hombres y cómo toda la Iglesia se complace en tributarle excelencia tan hermosa. José fue el bendito entre todos los hombres, porque le fue dada por esposa la Virgen María, bendita entre todas las mujeres. San Pedro Crisólogo, para que conociésemos hasta donde se extiende la bendición de José, se complace en describirnos hasta que punto la santísima Virgen es bendita, y exclama: Verdaderamente es bendita porque ella es mayor que el cielo, más fuerte que la tierra y más grande que el universo. María es más que el cielo, porque tuvo en su seno al Creador de los cielos; más fuerte que la tierra, porque con la sola lluvia celestial produjo el fruto bendito de Jesús; y es más grande que el universo por haber llevado consigo la sabiduría infinita. Ahora bien, si ese cielo que tiene en sí mismo y como de sí mismo por la operación del Espíritu Santo al divino Sol de Justicia, a la estrella de toda virtud, a la luna hermosa de gracia, a los planetas de los dones del Espíritu Santo y al oriente y occidente de Dios y hombre verdadero, si ese cielo, repito, que es María, es de José, es evidente que José es el bendito entre todos los hombres. Sí es bendito entre todos los hombres, porque María su esposa, además de ser cielo, es también mística tierra, tierra bendita en la que se encuentra el Dios inmortal e invisible, hecho mortal y visible y se encuentra en ella la verdadera alegría sin la tristeza, la gloria sin el dolor y el gozo de los ángeles en el mismo Dios. ¡Oh venturoso José! que con tales bendiciones os enriqueció el mismo Dios haciéndoos con toda verdad el bendito entre todos los hombres. Sí, sois bendito, porque vuestra benditísima esposa ha producido en vos y para vos la hermosa flor del campo y el lirio de los valles. Dichoso José que poseísteis tan bella heredad. Comunícame una parte de tu bendición, dame el amor de María tu esposa, el amor de Jesús tu hijo, para que amándote como a padre mío, logre un día la bienaventuranza del cielo. 10. Cómo José fue en gran manera semejante a Jesús y a María. Uno de los grandes motivos que deben excitarnos a todos a ser muy devotos del señor San José es su extraordinaria semejanza con Jesús y María, lo cual nos descubre hasta qué punto es voluntad de Dios que sea de nosotros honrado y glorificado. José fue entre todos los superiores el que poseyó mejor que ningún otro las cualidades de tal, por haber sido constituido superior verdadero de la divina Familia de María y Jesús, Familia que gobernó con grande entendimiento y prudencia, como que ocupaba el lugar del eterno Padre para con su Unigénito, ya que había sido constituido por Dios como el Señor de ella. Tan estrecha debió de ser la semejanza entre José, María y Jesús. Para que comprendamos mejor la semejanza de José nos conviene que advirtamos que fue creado por Dios para ser esposo de María y padre de Jesús y, por tanto, que así como el platero que quiere montar una riquísima piedra en un anillo de oro, arregla la montura conforme la piedra, de modo que no labra la piedra por el engaste, sino la montura por la piedra, así Cristo Señor nuestro, que es la preciosa margarita, queriendo la Santísima Trinidad engastarla buscó el oro más acendrado, esmaltado con los colores varios de toda virtud y lo hizo lo más semejante a él. Por esto, si el redentor había de ser el más hermoso

entre los hijos de los hombres, María y José fueron los más hermosos; si Jesús había de ser el más humilde de corazón hasta de anonadarse, María y José fueron los humildísimos; y si bien es verdad que entre la piedra y la montura hay una distancia como la que notamos entre Jesús, María y José, también es cierto que como la piedra y la montura se parecen en sus labores, así se parecen igualmente Jesús, María y José. Por esto, si Jesús es el hijo, José es su padre; si María es esposa, José es su esposo, si los padres de María fueron santos, santos fueron los padres de José; si María fue la mujer fuerte y varonil, José fue el varón fortísimo y el legítimo varón de la tal mujer. Honremos, pues, al divino José, todo semejante a Jesús y a María. 11. De algunas razones que nos dan a conocer la santidad de José. En este número vamos a hacernos cargo de las principales razones que nos demuestran la santidad de José para que concluyamos de ellas no sólo su extraordinaria santidad, sino cuánto nos conviene que le seamos sus devotos, procurando servirlo con la práctica de las buenas obras, ya que se trata de una criatura tan santa y, por tanto, tan digna de los afectos de nuestros corazones. José es el hombre más santo, porque es el único a quien el Espíritu Santo nos presenta canonizado de una manera tan universal como única. José es el hombre más santo y debió de ser el más virtuoso, ya que Dios lo llamó a la mayor dignidad y él correspondió perfectamente a ella. Fue el hombre más santo, porque, según el Espíritu Santo, Dios da al marido una mujer buena, cuando lo merece así por sus obras, y como a José le tocó María, que es la más santa entre todas las mujeres, esto mismo nos hace concluir su extraordinaria santidad. Fue el hombre más santo, porque el eterno Padre le confió su hija predilecta, el Hijo divino su Madre queridísima y el Espíritu Santo su única esposa, y como la profunda humildad de José se resistía a tanto honor, Dios le confirmó en él con una gran serie de milagros. Fue el hombre más santo, porque su esposa la Virgen santísima fue la más santa entre las mujeres, y ella no pudo menos de contribuir extraordinaria y poderosamente a su santidad. En suma, José fue el hombre más santo, porque así como María supuesta la primera gracia, mereció con su correspondencia ser Madre de Dios, y José con su correspondencia fue en el mismo sentido dignísimo esposo de María y padre dignísimo de Jesús. ¡Oh divino José! tú eres el único dignísimo de toda gracia, dignísimo de las bendiciones del cielo y el único todo lleno de santidad. ¿Qué objeto podemos encontrar más digno de ser amado que el señor san José? Amémosle de corazón, mostrémosle nuestro amor con verdaderas obras, seámosle devotos en espíritu y verdad y mostrémosle nuestro amor según toda su santidad. 12. Del Hijo que fue dado a José. Entre las grandes gracias que el Señor diera a José una de las más especiales, y en cierto modo la mayor de todas ellas, fue haberle dado juntamente con María santísima un Hijo. Mas qué Hijo, no a un hijo que tenga un reino por dote, que por singular que fuese siempre sería un hijo común, sino que le fue dado un Hijo tan singular que, como afirman san Mateo y san Lucas, están en él todos los tesoros de la sabiduría de Dios, toda la ciencia divina y toda la sabiduría del cielo, porque están en él los atributos de Dios, ya que él es Dios mismo. ¡Tanta es la gracia del señor san José! Le fue dado un Hijo, pero tan poderoso que rescató a su pueblo de la esclavitud del demonio y del pecado, pagando según todo el rigor de justicia la deuda inmensa de todo el género humano. Le fue dado un Hijo que era heredero natural y forzoso de los tesoros de

Dios, el Hijo que quiso ser llamado Hijo de José, no obstante de ser concebido por obra del Espíritu Santo, y le fue dado un Hijo que, después de haber enriquecido a él, forma también la riqueza del género humano. 13. Alabanzas del señor san José. José es el gran señor entre todos los que pueden llamarse señores, porque él es el único grande bajo todos los puntos de vista: grande en su eminente dignidad, que podemos llamarle divina; grande en su santidad, puesto que forma de manera eminente las delicias de Jesús y de su Madre; y grande, en fin, porque él es amado de todos, el milagro de la gracia, el honor y el lustre de la naturaleza humana, la imagen más acabada de la inmaculada María y el amado por Jesús como la niña de sus ojos, según se expresa Isidro Isolano. ¡Oh! si conociéramos a José cuánto lo amaríamos. ¡Oh! si lo amáramos, cuánto haríamos por extender su culto. ¿Por qué, pues, hacemos tan poco por él? Reflexionemos pues sobre el señor san José, para que lo conozcamos, conociéndole para que le amemos, y amándole para que le tributemos el culto y honor que se merece. El grande doctor de José, Isidro de Isolano, nos refiere que cuando en la tierra se nombra el señor San José con el debido respeto, entonces su nombre resuena en el cielo, y éste se junta con la tierra para honrar cual se merece al señor san José. Es el nombre de José aquel nombre privilegiado que, según expresa la sagrada Escritura, significa aumento, y no sólo en toda gracia, sino en toda dignidad, por lo cual merece ser llamado el señor san José. El Padre Pedro de Torres, de la Compañía de Jesús, decía: El nombre del señor San José debe ser alabado de todas las criaturas, en todos los lugares y en cuantas ocasiones se ofrezcan, porque así como Dios es esencialmente el Señor de los señores, así entre las criaturas San José debe ser llamado el señor por antonomasia y aun el señor de los señores, porque él, mandando al Señor verdadero, ejercía una especie de dominio sobre él y él le estaba sujeto y le obedecía. Por esto podemos y debemos afirmar que José es señor por participación de Dios y que debe ser llamado con un título más honroso para distinguirlo así en la práctica de los demás santos. Todas las Américas españolas, después de su Madre, llaman a José: el señor san José, y México ha tomado también la delantera en un negocio que tanto honra al virginal esposo de María que nos hace decir que los mexicanos, todos los mexicanos, nunca nombran a José, sin darle antes el hermoso dictado de señor. Celebremos, pues, las glorias de un santo tan distinguido, salgan de nuestros labios alabanzas fervientes y empleemos nuestro corazón y nuestras fuerzas en la gloria y alabanza del señor san José. 14. Cómo el que alaba a José, alaba a Jesús y a María. Algunas personas con más celo que fundamento, con más ignorancia que sabiduría y con más palabras que piedad verdadera, parece que se escandalizan de los solemnes cultos que en todas partes se tributan al señor san José, pero su conducta supone que no comprenden la devoción verdadera. Porque ¿a quién han de ofrecerse las alabanzas del único esposo de María sino a María misma? ¿a quién las glorias de la Madre sino a su Hijo unigénito? ¿y a quién los honores que tributamos a José sino a su hijo Jesús según la ley? Por consiguiente, las glorias, gracias, excelencias y cultos de José se tributan por los fieles a Jesús y a María, y esta inteligencia parece que nos da el Espíritu Santo al nombrar juntos en el santo Evangelio a Jesús, María y José.

Podemos sacar otra razón del amor del Hijo para con José su padre, y Jesús, por tanto, no puede menos que complacerse en ver honrado a su padre como él lo honró y desea que sea honrado de nosotros. María también se complace en ver a los fieles honrando al señor san José, porque ve en cada devoto suyo como la renovación de una parte de su vida que fue dedicada toda al señor san José. También el eterno Padre se complace en los cultos que tributamos al señor san José, porque singularmente honra entonces a su representante. ¡Oh! si nos sirviéramos de esas mismas razones para crecer en el amor y devoción al señor san José. Santa Teresa de Jesús tenía por tan cierto que las alabanzas que tributamos a José pasan a Jesús y a María, que le parecía como imposible honrar a una de las tres personas sin honrar a las otras, y cuando trata de la utilidad dice así: Aunque tengamos muchos santos como abogados, tengamos singularmente una devoción muy grande a señor san José, porque es mucho lo que alcanza de Dios y concede con larga mano todo cuanto se le pide, no sólo en favores espirituales, sino aun temporales; y si alguna vez no pedimos debidamente, él mismo endereza la petición para podernos conceder la gracia que le pedimos. Acordémonos que santa Teresa hablaba por la larga experiencia que tenía sobre el negocio. En suma, la razón de las razones es la voluntad de Cristo que le llamaba padre y la voluntad de María su esposa. 15. Poder del señor san José. Nos es muy grato dar a conocer a nuestros lectores el poder del señor san José, para que se convenzan en la teoría, como lo harán después en la práctica, del gran poder del señor san José. La Iglesia católica, que es la maestra y columna de toda verdad, nos dice que José es toda nuestra esperanza y la esperanza cierta de nuestra vida. Tan cierto es, según ella, el sumo poder del señor san José, así como que tiene un no sé qué de infinito, proveniente de la infinidad de Dios. Para que podamos barruntarlo de un modo práctico nos serviremos de su figura, José de Egipto, para que mostrando lo que la Escritura nos dice de éste, podamos concluir lo que es aquél. Faraón amó tanto a José de Egipto que le dio toda autoridad, José fue mil veces más amado de Dios y recibió una autoridad toda mayor. Aquél le dio el anillo para que sellara las mercedes que quisiera conceder, éste ha dado a José no sólo el sello, sino su Unigénito y la purísima Madre suya. Faraón hizo a José el mayordomo de su palacio, Dios constituyó a José señor verdadero de su divina casa. Aquel mandó a voz de pregonero que le hincasen la rodilla, éste quiere que en el cielo y en la tierra sea honrado. Para el primero dispuso el rey que sin su orden nadie moviese pie ni mano, para el segundo dispuso el Eterno que él sea el que despache las súplicas del género humano. Aquél fue llamado salvador del mundo, pero éste ha salvado al Salvador mismo. Faraón decía al pueblo que le pedía alimentos: Id a José y haced lo que él os diga, y Dios, por boca de su Vicario, nos dice hoy día: Id a José. En suma, los egipcios le decían: Nuestra salud está en tus manos, y la Iglesia cree de tal suerte que nuestra salud está en las manos de José, que lo adopta como Protector de la Iglesia universal. Este hecho nos hace colegir un poco cuál sea el poder de José, cuán poderosa su intercesión, y que puede por gracia lo que María por privilegio y lo que Jesús por naturaleza. Al modo que muchos doctores pueden hacernos comprender lo que es María, afirman que todas las gracias que recibimos pasan por sus manos, así, la Iglesia, para que demos a José

el culto que le es propio y le seamos del todo devotos, nos indica que las gracias más importantes deben venirnos de José, declarado por el testimonio de la Iglesia nuestro Patrón universal. Aunque es cierto que sólo en Jesús está nuestra salvación, como dice el apóstol, con todo, bien podemos afirmar que Jesucristo no obra para honrar a su Madre; y que Jesús y María no obran para honrar a José. Vamos, pues, a José llenos de confianza, vamos a José que es el único que puede detener los justos castigos que nos amenazan y darnos las gracias que necesitamos, no obstante nuestra indignidad. Sí, glorioso señor san José, nosotros reconocemos tu poder, nosotros confesamos que nuestra salvación está en tus manos; sí, en tus benditas manos que tantas veces se enlazaron con las de Jesús, que tantas veces lo levantaron, que tantas veces lo llevaron de un lugar a otro, lo alimentaron, lo vistieron y le hicieron todos los oficios paternales. Sálvanos, como te lo pedimos, por Jesús y María. Y bien ¿qué queréis de José? ¿queréis la gracia de salir del pecado, de entrar en el camino de una vida virtuosa y ser perseverante hasta la muerte? ¿queréis la humildad, la sencillez, la mortificación y el celo de la salvación de las almas? Un gran prelado de la Iglesia decía: Quien quisiera guardar su virginidad, recurra a José; el que hubiere perdido a Jesús por el pecado, recurra a José; el que quisiere seguir sin tropiezo el camino de la virtud, tome por compañero a José; el que quiera milagros necesarios para alcanzar la salvación, pídalos a José; la familia que quiera tener paz, meta en su seno la devoción a señor san José; y acudamos todos a José en la ventura y en la desventura, en el trabajo y el descanso, en la paz y en la guerra, de día y de noche, en la vida y en la muerte, por nosotros y por nuestros semejantes. Toda esta doctrina vamos a probarla con palabras de santa Teresa de Jesús que dice así: Cuando yo me viese tan tullida y en tan poca edad, y cual me habían parado los medios de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanaran y tomé por mi abogado y señor al glorioso san José. El me curó completamente, me ha curado en otras enfermedades, y aun en las pérdidas de la honra y del alma, me ha hecho mucho más que el que yo le sabía pedir... Es una cosa que me espanta las grandes mercedes que me ha hecho el señor san José... Esto mismo me han asegurado muchas otras personas a quienes yo había dicho que se encomendasen a él... Si fuera persona que tuviera autoridad para escribir, de buena gana me alargaría en esto... porque no conozco persona que de veras haya sido devota del santo que no se haya aprovechado en la virtud, alcanzando también otras muchas gracias. ¡Tanto es el poder del señor san José! 16. Trono de José en la gloria. Concluiremos este capítulo manifestando un poco la gloria del señor san José, porque de ella podremos concluir cuánto nos conviene serle devotos. No sólo se dio a José la mayor gloria, sino que además se le dio el trono más distinguido. Hay en el cielo dos tronos tan privilegiados que ni siquiera han sido dados por Jesucristo: el uno está colocado a su derecha, mas el otro a su izquierda, y el eterno Padre ha dispuesto de ellos. En el trono derecho sentóse María santísima como Madre de Dios, mas en el trono de la izquierda fue sentado el señor san José. Ambos tronos son tan supremos que, según expresa san Juan Crisóstomo, ni siquiera pudieron aspirar a ellos los más encumbrados serafines. Según esto José ocupa en el cielo el supremo lugar, o sea, el trono más eminente después del de María y, por tanto, José es primero que los mismos apóstoles y aun primero que Juan Bautista y

que los mismos ángeles. Esta sentencia podemos llamarla hoy día común, porque se funda en la dignidad y santidad de José. La venerable madre Ágreda afirma que Jesucristo dijo a su Madre al morir el señor San José que lo colocaría entre los príncipes de su pueblo, pero en un trono tan eminentemente que sería la admiración de los hombres y aun de los mismos ángeles. El doctísimo Gilserio, para probar esa gloria suprema de señor san José, parte de su santidad y dignidad y afirma que la mayor gloria y el primer trono después del de María es el del señor san José. ¡Oh! qué amor el de José, qué grande y qué fervoroso, era como convenía al que había conversado por espacio de treinta años con Jesús y María. Así, correspondiente a ese amor debió de ser el trono de su gloria. San Bernardino de Siena afirma que Jesús, María y José están juntos en aquella vida inmortal y gloriosa, como lo estuvieron en este valle de lágrimas. Osorio no quiere que Jesús, María y José estén separados en la gloria, ni que haya otro trono más cercano al de María que el de José. El docto Gilserio afirma que Jesucristo recibió el alma de José como una guirnalda de sumo gozo, como la más pura y excelente azucena y como una corona de gloria inmortal. Avendaño afirma que fue dada al señor San José una gracia muy extraordinaria por haber sido padre de Cristo, hallándose ahora tan sublimado que recibe una reverente adoración del cielo, de la tierra y de los infiernos. Bernardino de Bustos dice sin ninguna duda que no hay en el cielo mayor santo que san José, exceptuando la santísima Virgen. Y Suárez, después de haberlo examinado con el aplomo que acostumbra, dice así: Es muy creíble y muy piadoso creer que señor San José excede a todos los santos en gracia y bienaventuranza, y ni la Escritura ni los Padres dicen cosa alguna contra esta sentencia. Concluyamos que los motivos que tenemos para ser devotos del señor San José son en gran manera poderosos, que Dios quiere que lo honremos, que la Virgen María lo desea, que el glorioso Patriarca quiere que le profesemos una verdadera devoción, porque poniéndonos bajo su poderosa protección nos socorra y asista en la vida y en la muerte. Capítulo 20. Devociones para honrar al señor San José y alcanzar sus mercedes. 1. Conducta de los santos. La doctrina es muy necesaria para el pueblo cristiano, porque en fuerza de ella puede salir de la ignorancia y aun del pecado. Por esto prometió Jesucristo el Espíritu Santo a los apóstoles y descendiendo en forma visible les enseñó toda verdad, por esto la Iglesia honra a los doctores que con sus escritos tanto trabajan para instruir a los fieles, por esto, siguiendo el camino de tantos santos, hemos compuesto esta pequeña obrita que hemos llamado Las glorias del divino José, o sea, la vida del señor san José. Los santos doctores, después de la enseñanza teórica, acostumbran añadir la práctica, y esto mismo es lo que haremos nosotros en este capítulo y en el siguiente, en los que, al paso que daremos a conocer algunas de las devociones para honrar al señor San José y alcanzar de su poderosa protección las gracias de que dispone, presentaremos una parte de los casos prácticos, es decir, de devotos josefinos que han sido poderosamente auxiliados por el señor san José. En este capítulo daremos a conocer algunas devociones para honrar al santo, y el que quisiera aun otras puede encontrarlas en la obrita que publicamos con el título de ¿Quién es José? en la que después de cada capítulo pusimos una o dos devociones de las más

generalizadas entre los fieles, así como de las más provechosas. En los actos de devoción hechos al santísimo Patriarca conviene notar que, haciéndolos bien, uno imita a Jesús que fue el primero que honró a José, entonces se imita a la santísima Virgen y a los santos apóstoles y casi a todos los santos que ha tenido la Iglesia, pues se han distinguido en el amor a José. Comencemos por una devoción que es la más propia para las almas devotas que aprenden de José la vida interior. 2. Devoción para el seguro ejercicio del más acendrado amor al señor san José. Es una verdad innegable que así como Dios castiga el deseo de cometer el pecado, aunque por una casualidad no se haya después cometido, supuesta la continuación de la mala voluntad, así es más cierto todavía que el buen Dios nos premia los deseos de las cosas buenas, aunque no las hayamos hecho por falta de medios que nos facilitaban hacerlas. Por otra parte somos nosotros muy limitados cuando se trata de obrar, porque las fuerzas del cuerpo y las ocupaciones que tenemos no nos permiten hacer lo que quisiéramos y al mismo tiempo nuestro corazón por medio de los deseos y de los actos de la voluntad puede extenderse hasta lo infinito. He aquí el fundamento del ejercicio que proponemos a los devotos josefinos y que cuando se hace bien es tan meritorio y tiene al mismo tiempo unos actos tan heroicos, que no hemos dudado en llamarlo: Ejercicio del más acendrado amor. La idea nos la ha dado un gran siervo de Dios que trabajó mucho para extender las glorias del señor san José, y él mismo indica que no es necesario hacer las consideraciones todos los días, sino que bastará hacerlo una vez al mes en el día de retiro y principalmente después de la sagrada Comunión, aunque los actos principales en los que está la esencia del ejercicio conviene hacerlos lo más frecuente posible. He aquí el ejercicio práctico: 1. Jesús. 2. Jesús y María. 3. Jesús, María y José. 4. Jesús, José y María, yo os doy el corazón y el alma mía. 5. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. 6. Jesús, José y María, haced que expire en paz y con vosotros el alma mía. 7. Jesús, José y María, yo os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, haced que expire en paz y con vosotros el alma mía. La explicación del ejercicio es como sigue: El ejercicio se compone de los siete actos que acabamos de decir, en cada uno de los cuales puede uno tener el deseo de honrar y glorificar al señor san José, así como de pedirle muchas gracias, sin que haya necesidad de repetirlo todo cada vez, sino únicamente la jaculatoria de cada número. Veámoslo prácticamente. 1. Jesús. Glorificación a José. Todas las veces que yo dijere: Jesús, deseo glorificaros, de modo que recibáis todo el culto posible después del que tributamos a Jesús y a María; deseo, por tanto, se os tribute el culto sumo de dulía, que recibáis en cada momento toda la gloria que os han dado Jesús y María, los ángeles del cielo, todos los bienaventurados y todos los hombres; deseo que todos los pueblos se pongan bajo vuestra protección, como lo están bajo la de Jesús y María; deseo servirme para este fin de los medios que han usado otros santos y de los que usarán hasta el fin de los siglos. ¡Oh santísimo José! recibid mi deseo, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según los

deseos de vuestro compasivo corazón y para más obligaros os saludo en este momento por siete veces con el: Señor san José, dignísimo esposo de María y padre virginal de Jesús, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén, Jesús. 2. Jesús y María (acto de amor al divino José). Todas las veces y siempre deseo que todos afectos de mi corazón, después de Jesús y María, sean todos para vos, todos de vos y todos nacidos a honra y gloria vuestra; deseo que todos los días se vacíe mi corazón más y más de todas las cosas del mundo, para que haya en él más capacidad de amaros; deseo amaros más que a mí mismo, sin otro interés o pretensión que el de honraros y glorificaros y perpetuamente amaros; deseo que todas las creaturas que me aman, dejen de amarme para que empleen su amor en glorificaros y deseo que mi corazón de tal suerte os pertenezca que como Jesús y María tenga para con vos las más abrasadas aflicciones. ¡Oh santísimo José! recibid mi deseo, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según los deseos de vuestro compasivo corazón, y para más obligaros os saludo en este momento con siete veces el Señor san José. 3. Jesús, María y José (confianza en el divino José). Todas las veces que yo dijere: Jesús, María y José, deseo tomaros por mi más fidelísimo abogado y protector, deseo deciros con el mayor fervor que os dignéis mirarme con ojos de piedad, favorecerme en mis necesidades y procurarme un remedio tanto más poderoso, cuanto sea mayor la necesidad que yo tuviere de vos. Entonces quiero desear pediros con toda la humildad del publicano del Evangelio, en la confianza del centurión y con el amor de la Magdalena. Deseo confiar en vos como un niño confía en su padre, como el enfermo en el médico, como el pobre en el rico, como el sediento a vista del manantial y deseo pedíroslo con la confianza de María y de Jesús, cuando huyendo a Egipto esperaban de vos su salvación. ¡Oh santísimo José! recibid mis deseos, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según los deseos de vuestro compasivo corazón y para más obligaros os saludo con el Señor san José. 4. Jesús, José y María, yo os doy el corazón y el alma mía (compasión a José) Todas las veces que yo dijere: Jesús, José y María, yo os doy el corazón y el alma mía, deseo, mi amado José, recordar vuestros dolores, penas y angustias, deseo grabarlos bien en mi espíritu y aun en mi carne, deseo saberlos meditar y contemplar bien y deseo tomar tanta parte en ellos que os pida de corazón que me los comuniquéis para que sean para mí como un precioso ramo de mirra colocado entre vos y yo. Haced que todas las veces desee vivir y morir en la cruz que la Providencia me destinare, que desee sufrir los efectos de la pobreza del desprecio y de las incomodidades, que una parte de vuestras penas pasen poco a poco a ser mías, que todos los días sea más generoso en el ejercicio del padecer y que todas me sirvan de merecimiento a la hora de la muerte. ¡Oh santísimo José! recibid mi deseo, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según el deseo de vuestro compasivo corazón y para más obligaros os saludo por siete veces con el Señor san José. 5. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía (petición a José). Todas las veces que yo dijere: Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía, deseo, oh señor san José, implorar vuestro socorro con tantas lágrimas y suspiros que de hecho me concedáis la gracia pedida de ser todos los días más y más de vos; deseo pediros un corazón nuevo, un corazón que como el vuestro sea todo dedicado a Jesús y María, un corazón que sea en la práctica toda por el prójimo, como poseedor de la profunda humildad y de la sencillez

columbina; deseo alcanzar de vos un corazón pronto en la obediencia, paciente en los trabajos, constante en la adversidad, igual en las diferentes contradicciones del mundo, demonio y carne. ¡Oh santísimo José! recibid mi deseo, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según los deseos de vuestro compasivo corazón, y para más obligaros os saludo por siete veces con el Señor san José. 6. Jesús, José y María, haced que expire en paz y con vosotros el alma mía (imitación de José). Todas las veces que dijere: Jesús, José y María, haced que expire en paz y con vosotros el alma mía, deseo hacer un señalado progreso en el hermoso camino de vuestra imitación; deseo hacerme más espiritual, acercarme más y más a vuestras divinas operaciones, imitaros en vuestra vida interior, ser un testigo juicioso de vuestra vida, entrar en vuestra casa de Nazaret, ser el criado de la Sagrada Familia, servirla en todo y por todo, hacer por ella los sacrificios más costosos y adquirir todos los días alguna nueva perfección. ¡Oh santísimo José! recibid mi deseo, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según los deseos de vuestro compasivo corazón, y para más obligaros os saludo 7 veces con el Señor san José. 7 Jesús, José y María, yo os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, haced que expire en paz y con vosotros el alma mía. (una buena muerte pedida a José). Todas las veces que dijere las tres últimas jaculatorias, deseo estar dispuesto para morir, aumentar en mí la gracia que me facilite el morir bien, vencer todos los esfuerzos del mundo, demonio y carne, fortificarme contra los nuevos ataques a la hora de la muerte, alcanzar una contrición perfecta, hacer desde ahora fervientes actos de una fe vivísima, de una esperanza ilimitada y de una caridad tan ardiente, que del lecho del dolor pase a la eterna gloria. ¡Oh santísimo José! recibid mi deseo, inspiradme nuevos medios de honraros y glorificaros, obrad en mi favor según los deseos de vuestro compasivo corazón, y para más obligaros os saludo por siete veces con el Señor san José. Ofrecimiento. Oh santísimo y gloriosísimo señor san José. Yo os suplico por lo más santo y sagrado, por los señalados favores que vos recibisteis de la augustísima Trinidad, por el amor que os profesaron Jesús y María, por las gracias continuas con que os enriquecieron y por vuestra correspondencia perfectísima a todas ellas, os suplico que os dignéis aceptar los deseos que contiene este ejercicio y aceptarlos con sólo pronunciar las jaculatorias. Yo deseo que recibáis todo el honor, gloria y alabanza que ellos contienen y que, de hecho, yo reciba nuevos aumentos de gracia y de fervor hacia vos para que siéndoos semejante viva como vos vivisteis y muera como vos la muerte de los justos, muriendo en vuestra compañía y la de María y de Jesús. Esta es la gracia que de nuevo os pido saludándoos amoroso como el escogido por el Señor, como el más afortunado entre todas las creaturas, el más ensalzado entre todos los hombres, el más glorioso entre todos los santos, el más privilegiado entre los mismos ángeles y el amado con un amor el más singular por los hombres, por los ángeles y por el mismo Dios, para que seáis alabado sobre toda alabanza en el cielo y en la tierra e intercedáis por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén, Jesús. 3. Devoción de las grandezas del señor San José para alcanzar la gracia especial a alguna persona para que se convierta o sane.

Cuando deseemos alcanzar del señor San José la gracia especial de la curación de alguna persona o su conversión, ya para que salga del pecado y emprenda una vida cristiana, o también para que dejando la vida tibia comience una vida santa conforme a su vocación, servirá en gran manera el siguiente ejercicio, repitiéndolo por tres días a manera de triduo, o mejor por siete días como un septenario consagrado a san José. Como este ejercicio se compone principalmente de un recuerdo de las gracias extraordinarias que José recibió, las personas que lo hicieren deben procurar hacer la confesión con mayor exactitud para que su súplica sea más aceptable al señor san José, y si no pudieren hacer la confesión, hagan el acto de contrición a ese fin. Hecha la señal de la cruz y dicho el acto de contrición se dirá: 1ª grandeza. Oh señor san José, yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas y principalmente por la gracia de haber sido elegido inmediatamente después de la Virgen y antes que toda otra criatura. Por esta gracia, única entre los hombres y que constituye vuestra primera grandeza, alcanzadme la gracia de... y para más obligaros os saludo afectuosamente con el Señor san José. 2ª grandeza. Oh señor san José, yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas y principalmente por la gracia de haber sido santificado inmediatamente después de nuestra concepción. Por esta gracia, única entre todos los hombres y que constituye vuestra segunda grandeza, alcanzadme la gracia de... y para más obligaros os saludo dos veces con el Señor san José. 3ª grandeza. Oh señor san José, yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas y principalmente por la gracia de haber recibido las más excelentes prerrogativas entre todos los hombres y aun entre todos los ángeles, ya que el eterno Padre os puso en el mundo para que sirviereis de padre a su Unigénito. Por esta gracia, única entre todos los hombres y que constituye vuestra tercera grandeza, alcanzadme la gracia de ... y para más obligaros os saludo tres veces con el Señor san José. 4ª grandeza. Oh señor San José yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas, y principalmente porque el Espíritu Santo os ha llenado de sus dones haciéndoos como su hermano en los desposorios con María para que nutrieseis su cuerpo y el de Jesús con vuestro trabajo. Por esta gracia, única entre todos los hombres y que constituye vuestra cuarta grandeza, alcanzadme la gracia de ... y para más obligaros os saludo cuatro veces con el Señor san José. 5ª grandeza. Oh señor san José, yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas y principalmente porque la reina del cielo os llamó su señor, os franqueó sus caricias y sus méritos, quedando superior en pureza a los mismos ángeles y superior en ciencia y amor a los querubines y a los más abrasados serafines. Por esta gracia, única entre todos los hombres y que constituye vuestra quinta grandeza, alcanzadme la gracia ... y para más obligaros os saludo cinco veces con el Señor san José.. 6ª grandeza. Oh señor san José, yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas y principalmente por la que recibisteis siendo vuestro corazón lleno de gracias y deseando derramarlas a vuestros devotos, aprendiendo por treinta años en la escuela de Jesús y María, obrando siempre con tanta perfección, que habéis sido el primer cristiano, así como el

primer apóstol que disteis a conocer a Jesús y a María. Por esta gracia, única entre los hombres y que constituye vuestra sexta grandeza, alcanzadme la gracia de ... y para más obligaros os saludo seis veces con el Señor san José. 7ª grandeza. Oh señor San José yo os honro, venero y glorifico en todas vuestras grandezas y principalmente por la que recibisteis teniendo vuestros sagrados entretenimientos con Jesús y María, quedando en cada momento más lleno de merecimientos, coronando vuestra sagrada vida con la más preciosa muerte en los brazos de Jesús y de María, y siendo coronado en el cielo con una corona de gloria y majestad, como convenía al esposo de María y padre de Jesús. Por esta gracia, única entre todos los hombres que constituye vuestra séptima grandeza, alcanzadme la gracia de ... y para más obligaros os saludo siete veces con el Señor san José. Ofrecimiento. Oh señor san José, el más hermoso en el cuerpo, el más inocente en el alma y el más sabio en toda su conducta. José, el virgen en el matrimonio, el infatigable en los trabajos, el más amigo de la soledad, el eminente en la contemplación, el más perfecto en el obrar, el más dichoso en la muerte y el más glorioso en el cielo, permitidme que os pida otra vez la gracia de ... La espero de vos, padre de Jesús; de vos, esposo de María; de vos, José gloriosísimo; de vos, José poderosísimo; de vos, José amabilísimo; de vos, José amantísimo de mi alma; y la espero tanto más cuanto que os la pido con toda la fe y el amor que es posible y como un medio que a su tiempo me ha de conducir al cielo para poder glorificar allí a María y a Jesús, quien con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. Para celebrar dignamente esos días, de nuestra parte haremos: 1º. Una buena confesión y comunión para el día de la fiesta. 2º Tomar aquel día a San José por nuestro protector o renovar la consagración si ya lo hubiésemos hecho. 3º. Hacer decir una Misa a honra y gloria del santo con la misma intención, y en caso de no poderla hacer, oírla con un fervor muy especial. 4º. Rezar la devoción de los siete dolores y gozos con otros tantos Señor San José al fin de cada uno de ellos. 5. Devoción al señor San José para los días de aflicción. Como nuestra vida es una guerra continua sobre la tierra, resulta que en ciertas ocasiones, antes o después de la victoria o de la caída, nuestra alma está en gran manera afligida, por esto, será muy bueno determinarnos en semejantes circunstancias a consagrar algunos momentos de aquellos días a hacer la siguiente devoción al señor san José, devoción que para hacerla eficaz conviene acompañarla con la recepción de los santos sacramentos, con una pequeña mortificación hecha en la comida, en la bebida, en el sueño, con el silicio, con una limosna en honor del santísimo Patriarca y, sobre todo, con un acto de contrición tan perfecto que nos asegure en cierto modo la gracia de Dios. Con estos medios nos atrevemos a decir que el socorro del santo Patriarca es tan seguro que ciertamente cesará la aflicción o nos alcanzará una nueva gracia que nos hará muy llevadera la pena que tanto nos angustiaba. Hecha la señal de la cruz y dicho el acto de contrición, dirigiremos al santo Patriarca las siguientes jaculatorias, que acompañaremos con otros tantos Señor san José. 1. Señor san José, escogido desde toda la eternidad después de María, ruega por mí.

2. Señor san José, justificado en el vientre materno, ruega por mí. 3. Señor san José, confirmado con una gracia infinita, ruega por mí. 4. Señor san José, amantísimo de la santa virginidad, ruega por mí. 5. Señor san José, dignísimo esposo de María santísima, nuestra madre, ruega por mí. 6. Señor san José, ministro de la circuncisión del Hijo de Dios, ruega por mí. 7. Señor san José, nutricio de María y de Jesús, ruega por mí. 8. Señor san José, verdadero jefe de la Sagrada Familia, ruega por mí. 9. Señor san José, hacedor de obras divinas con Jesús y María, ruega por mí. 10. Señor san José, huyendo a Egipto para salvar a Jesús, ruega por mí. 11. Señor san José, buscando al divino Niño con infinitas angustias, ruega por mí. 12. Señor san José, imagen en la tierra del divino sol de justicia, ruega por mí. 13. Señor san José, luz brillante y apacible para todos tus devotos, ruega por mí. 14. Señor san José, ojo de nosotros miserables ciegos de la ignorancia y del pecado, ruega por mí. 15. Señor san José, padre de todos los afligido y angustiados, ruega por mí. 16. Señor san José, padre de todos los que padecen en el cuerpo y en el alma, ruega por mí. 17. Señor san José, que eres dado por Jesús y María a nosotros para socorrernos, ruega por mí. 18. Señor san José, resucitado para ir al cielo en cuerpo y alma glorioso, ruega por mí. 19. Señor san José, sentado en la gloria al lado de Jesús, ruega por mí. 20. Señor san José, teniendo en tu mano el divino sello con el que despachas nuestras súplicas, ruega por mí. 21. Señor san José, único entre todos los santos y valedor para socorrernos, ruega por mí. Oración. Oh divino José, por tus gracias, dolores y gozos que acabo de hacer mención en las súplicas que te he dirigido, te suplico afectuosamente que te compadezcas de mi miseria en esta ocasión y de mi grande debilidad para sufrir los trabajos que me agobian y, sobre todo, líbrame de esta angustia, dame una gracia poderosa para que auxiliado con ella, recobre mi alma la paz y la tranquilidad y aprendiendo poco a poco a sufrir y padecer por

Dios, me llene de merecimientos que me conduzcan a la gloria para verte a ti, a María y a Jesús. Amén. 6. Devoción de ejercicio de amor al señor san José. Entre los muchos ejercicios que acostumbran hacer los fieles para honrar a Dios y a sus santos, hay uno muy especial y que consiste en repetir de ellos con el mayor afecto del corazón y con los actos de virtud que les son propios, aquellas alabanzas que sabemos les son más agradables. Y así como este ejercicio, aplicado en Dios, consiste en repetir aquel eterno santo, santo, santo, de que nos habla el profeta, así como aquel conjunto de verdades según las que es conocido Jesucristo en la sagrada Escritura, así también, aplicado al señor san José, consiste en creer de él teórica y prácticamente lo que nos dice de su vocación y correspondencia a ella la sagrada Escritura y los santos. El que quisiere, pues, honrar así al santo Patriarca, para llegar a ser un día su amartelado devoto y recibir en la vida y en la muerte los saludables efectos de tan celestial devoción, podrá hacer tan santo ejercicio del modo siguiente: Hecha la señal de la cruz y dicho el acto de contrición, hará los siete actos siguientes de amor a san José, añadiendo al fin de cada uno el Señor san José: Oh señor san José, mi protector, yo creo cuanto las santas Escrituras dicen de vos sobre vuestra divina vocación, vuestra belleza sobrehumana, vuestras cualidades angélicas, vuestro divino desposorio, así como los altos oficios en los que os ocupasteis. Creo también cuanto han enseñado sobre lo mismo vuestros fieles devotos iluminados por vos, cuanto nos enseña la santa Iglesia en las obras que nos ofrece, así como que vuestra correspondencia a tanta gracia os ha hecho el mayor de los santos. Por esto os saludo diciendo: Santo, santo, santo es el señor san José, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria. Gloria a José, dignísimo esposo de María, gloria a José, padre de Jesús, gloria a José, protector de la Iglesia universal. Señor San José (3 veces). Oh señor San José mi protector, yo espero de vuestra excelencia extraordinaria, de vuestra bondad inefable y del sumo amor que profesáis a vuestros devotos, espero que nos socorreréis y, de una manera tan fidelísima, que se cumpla en vos verdaderamente lo que todos los fieles os dicen, cuando llenos de devoción y amor os repiten: Acordaos, señor san José, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vos implorando vuestro socorro, haya sido abandonado. Lleno, pues, de confianza y deseando honraros y glorificaros, os digo de corazón: Gloria. Oh señor San José mi protector, yo os amo de corazón, y después del amor que debo a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y a Jesús y a María, deseo que vos forméis el dulce objeto de todo mi amor y deseo que todo mi corazón con todos sus afectos se empleen en vos. Por esto, desde este instante renuncio a todo amor que no sea divino, prescindo de todos los afectos que no sean divinos para tener la dicha inefable de amaros y de ser amado de vos. Con este firme deseo de llevar a cabo cuanto os digo y, deseando ser socorrido de vuestra gracia, os saludo amorosamente diciéndoos: Gloria. Oh señor San José mi protector, ya no sólo os amo, sino que me complazco en vuestro amor, me complazco en vos mismo y me complazco en cuanto Dios os ha dado: en vuestras gracias, privilegios y dones, complaciéndome tanto en ellos como si fuesen míos, como si

yo pudiera desprenderme de ellos para dároslos a vos. Por esto vos formaréis el objeto de mis meditaciones, que conociéndoos, conozca vuestras excelencias, conozca lo que hay en vos y crezca todos los días en vuestro amor. Con este deseo de conoceros y de amaros más y más, os saludo y glorifico con el mayor rendimiento diciéndoos: Santo. Oh señor San José mi protector, no sólo os amo con amor de complacencia, sino que estoy además admirado de lo mucho que veo hijo de vuestra correspondencia. Admiro ya no digo los dones de naturaleza y de gracia que Dios os ha dado, sino vuestra admirable correspondencia, vuestra solicitud en ser todo de Dios, vuestras virtudes que superan todos los actos de virtud y vuestra inflamada caridad siendo vuestros actos de amor, en gran manera superiores a los actos más heroicos de los serafines. Por esto, al paso que mi deseo es glorificaros a vos, yo mismo me considero en gran manera honrado llamándoos padre mío, mi padre después de Jesús y mi padre después de María mi Madre. Por esto yo me entrego a vos, y para obligaros a recibirme os saludo con el mayor afecto de mi corazón: Santo, santo, santo es el señor san José, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria. (Esto se repite cada vez que termina la petición). Oh señor San José mi protector, mi amor hacia vos crece y siento que aumenta desmedidamente, por esto, no me contento con amaros, sino que deseo y quiero trabajar positivamente para que seáis amado de los otros y lo seáis no sólo de un modo común, sino de una manera heroica, de la manera con que merecéis y debéis ser amado como esposo de María y padre de Jesús. Por esto deseo que toda creatura os honre, alabe y glorifique; por esto deseo ver que de hecho ya sois más conocido de los fieles y, por consiguiente, más amado. Y para obligaros a admitir mis débiles esfuerzos destinados a aumentar vuestra devoción y gloria, os saludo afectuosamente: Santo. Oh señor San José mi protector, os amo, deseo manifestaros mi amor, deseo manifestároslo de la manera que os es más agradable, quiero decir, viviendo consagrado a vuestra imitación. Desde ahora quiero amaros con el amor de imitación, quiero amaros siendo de Jesús y de María como vos, quiero amaros aprendiendo de su divina escuela las virtudes como vos y quiero amaros siendo celoso de su gloria como vos. Concededme esta gracia, concedédmela por el mismo amor que vos tuvisteis a Jesús y a María, concedédmela por el mismo amor que en este momento os profeso y concedédmela ya que de corazón y afecto, yo os honro, alabo y glorifico diciéndoos: Santo. Ofrecimiento. Oh señor san José, aquí tenéis a la más miserable de las creaturas que, no obstante su indignidad y su miseria, ha emprendido el rezo de este ejercicio de amor a vos para honraros y glorificaros. Por esto, yo espero en vos, espero una de vuestras miradas misericordiosas, una de aquellas gracias que tenéis para los que desean amaros y arden en deseos de veros todos los días más conocido y más glorificado. Para obligaros consagro a vos mi cuerpo y mi alma, ya son vuestros, ya todo yo soy de momento un holocausto que os pertenece, mis trabajos y mis aflicciones las quiero porque me asemejan a vos. Recibid, pues, mis pensamientos y mis deseos, recibid el ejercicio que acabo de hacer a vuestro honor y gloria, recibid todas las alabanzas que entraña el Señor San José tantas veces repetido y recibid, en suma, el amor de mi corazón, para que cuidándome, como cuidasteis a Jesús y a María, alcance la buena muerte que me una eternamente con vos, con María y con Jesús. Amén.

7. Devoción de los cinco minutos diarios para el señor san José. Invocar a los santos en nuestras necesidades es una cosa tan útil y provechosa, que la feliz experiencia de todos los días nos lo afirma más y más, porque de hecho los santos son honrados con mayor gloria accidental a medida de la devoción que les tenemos, porque Dios es honrado en las alabanzas que dirigimos a sus escogidos, porque nuestro Señor premia nuestra devoción concediéndonos por la intercesión de los santos las gracias que le pedimos. Mas así como no todos los santos son iguales, así queremos notar aquí que no todos tienen la misma protección, pero así como la Virgen, por gracia y privilegio, puede lo que Dios puede, así, de un modo semejante, podemos decir de San José cuyo poder es tan grande ante Dios que sirve para alcanzar todas las cosas. Nada más justo, pues, que arreglar una devoción diaria a san José, que abrace los siete días de la semana, en los que le pediremos, entre muchas otras cosas, la gracia de extender su devoción por medio de las imágenes, de conformarnos con la voluntad de Dios en los trabajos de la vida, de invocarlo durante el día por medio de jaculatorias, de ponernos bajo su amparo como nuestro protector especial, de tomarlo por nuestro compañero como Jesús y María y de detestar el pecado de modo que tengamos una buena y santa muerte. Domingo. Extender la devoción a San José por medio de imágenes u otras cosas. Considera: ¿Tengo en mi casa alguna imagen de san José? ¿tengo muchas y las coloco en los lugares más frecuentados por mí, como hacía santa Teresa que la puso en los conventos de monjas? ¿tengo una pequeña imagen del santo en el libro que más hojeo, como hacía san Francisco de Sales que la tenía en el breviario? ¿llevo alguna medalla del santo? ¿las personas de mi familia la llevan? Emplear los cinco minutos en estas consideraciones tomando la resolución de extender las imágenes y medallas, principalmente con los de fuera. Se concluye rezando por siete veces la oración del Señor san José, pidiéndole la gracia de practicar la resolución. Lunes. Conformidad con la voluntad de Dios. Considera: Tengo estos negocios. ¿Cómo me porto en ellos? Me he encontrado en tales peligros y ¿qué hice? Me sobrevinieron las dificultades, los trabajos, las persecuciones, ¿procuré sacar conformidad? ¡Qué ejercicio tan importante! él solo nos haría en poco tiempo fervorosos, devotos y cristianos muy fieles, porque la conformidad conduce a la práctica de las más heroicas virtudes. Empleados los cinco minutos en estas consideraciones, tomé la resolución de conformarme en ... y concluye rezando por siete veces el Señor San José pidiéndole la gracia de practicar la resolución principalmente en ... Martes. Invocación de san José. Considera: ¿Tengo devoción a san José? ¿se la tengo de modo que me inspire confianza? ¿me la inspira de suerte que lo invoque? ¿lo invoco en la tentación, en los peligros, en las persecuciones y principalmente cuando el demonio de la impureza me tienta? Este día ha de ser el destinado para adquirir la práctica de la devoción a san José, y será una de las mejores jaculatorias decir: Jesús, José y María, yo os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, haced que expire en paz

y con vosotros el alma mía. Resolver decirlas por la mañana y por la tarde; después, dos veces por la mañana y otras tantas por la tarde; después, cuatro; luego, cada hora, cada media hora, cada cuarto de hora, hasta alcanzar del todo la presencia de Jesús, María y José. Empleados los cinco minutos en estas consideraciones, tomar las resoluciones indicadas y concluir rezando siete veces el Señor san José. Miércoles. Tomar por protector a san José. En este día meditaré un poco en José como esposo de María y padre de Jesús, haciendo toda clase de oficios a Jesús y a María, luego lo escogeré por protector diciéndole: Oh señor san José, yo os escojo en este día para que seáis mi protector contra todos los males que me amenazan y mi intercesor para con Dios. Admitidme en el número feliz de vuestros protegidos, iluminadme en mis dudas, fortificadme en mis debilidades, consoladme en mis aflicciones y, sobre todo, protegedme en la hora de mi muerte. De mi parte prometo seros fiel, haceros todos los miércoles una consagración de todo cuanto soy y de aprovechar siempre las ocasiones de serviros. Empleados los cinco minutos, hacer interiormente el acto de consagración, tomar las resoluciones y rezar por siete veces el Señor san José. Jueves. Tomar a San José por compañero. Considera que San José en calidad de esposo y de padre era siempre el compañero inseparable de Jesús y de María. Oh señor san José, yo os tomo en este día por mi compañero en todas mis cosas y os suplico que seáis mi guía en los viajes, mi apoyo en los peligros y, sobre todo, que no permitáis que me aparte del camino de los santos mandamientos. Pero como reconozco mi grande miseria, os suplico que me fortifiquéis en mis fatigas, que me animéis con el recuerdo de vuestros trabajos y que me comuniquéis un tal valor que, unido siempre con vos, llegue al feliz término de la gloria. Pasados los cinco minutos recibe interiormente a san José, forma la resolución de seguir en un todo su divino llamamiento, concluye rezando con todo fervor por siete veces el Señor san José. Viernes. Detestar el pecado. Considera a San José honrado sobre la tierra con respeto, amor y obediencia por María la Madre de Dios y por Dios mismo, reconócelo por el mayor de los santos, por el único que me tiene todo amor después de Jesús y María y por el que posee todas las gracias. Luego diré: Oh señor san José, usad de vuestro crédito en mi favor, concededme ahora mismo la gracia de detestar sinceramente el pecado, de huir de toda ocasión de cometerle, de resistir las tentaciones con todo ánimo y dadme un grande dolor por las faltas cometidas en la vida pasada. Pasados los cinco minutos haz un acto de contrición, propón una confesión sincera de tus pecados y pide esta gracia rezando con todo fervor por siete veces el Señor san José. Sábado. Pedir una buena muerte. Considera a San José como modelo de los agonizantes, como protector poderoso de los moribundos, consolador de los enfermos y asistiendo a sus devotos en aquella última hora. ¡Oh señor san José! ahora os pido por aquellos tristes momentos y espero de vos la gracia de morir la muerte de los justos, y como la muerte es el eco de la vida, dadme ahora la gracia de enmendarla, dadme un aumento en la fe, esperanza y caridad; un nuevo aumento en la sencillez, humildad, mortificación y celo; una castidad más pura, una vida interior

más devota, un apartamiento de las criaturas más completo, un perfecto abandono a vuestra providencia paternal. Concluye pidiendo la gracia de bien morir, rezándole por siete veces el Señor san José. 8. Devoción para un triduo de san José. Biblioteca Religiosa. 9. Devoción para el día 19 de cada mes 10. Devoción para los miércoles de cada semana. 11. Devoción para los siete miércoles. 12. Devoción para los siete domingo. 13. Devoción para los siete dolores y gozos 14. Devoción sobre la caminata de san José 15. Pequeño mes de san José. La Iglesia, deseosa de ver al Patriarca San José honrado al par de Jesús y María y con todo el culto que le tiene decretado, no perdona medio alguno de excitar la piedad de los fieles y para animarlos a consagrarle el mes de marzo, como ya ha consagrado el mes de mayo a María y el de junio a Jesús, se ha dignado enriquecerlo con muchas indulgencias. De nuestra parte, para facilitarlo, señalaremos el modo de hacerlo, dando una serie de pequeñas meditaciones en cuyo primer punto sea la virtud del santo y el segundo la misma virtud en nosotros mismos. Por consiguiente, el devoto josefino encontrará en este mes la fe, la esperanza y caridad; la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza con todas las virtudes que dependen de ellas. De este modo conocerán al santo y se les facilitará su imitación, que es lo que intenta la Iglesia así como el autor de esta pequeña obrita. He aquí el modo para todos los días del Mes de marzo: 1. Leer todos los días de este mes por el espacio de un cuarto de hora este libro que habla de las glorias de San José u otro que le inspire más devoción. 2. Hacer un rato de meditación sobre el punto que destinamos para cada día y hará muy bien con concluirla con algunos de los rezos que hemos puesto en este mismo libro. 3. Oír todos los días de este mes la santa Misa. 4. Comulgar al menos una vez al mes para ganar la indulgencia plenaria. Con estas prácticas estamos seguros que el mes será muy provechoso, pero ninguna de dichas prácticas obligan en particular, pudiendo cada uno emplear más o menos tiempo según su devoción y las obligaciones que tiene que cumplir.

Día 1º. Fe de san José. Considera que la fe del Patriarca San José fue la más viva y ejercitada. Cree que es el escogido por Dios, cree que es santificado antes de nacer y obra siempre y en toda ocasión conforme a esta creencia; cree que es el destinado a ser esposo de María y se prepara con el voto de virginidad; cree que será el padre de Jesús, parte a Belén, es testigo de su nacimiento, lo ve, lo abraza y vive como el justo. Considera que la fe es primera virtud, la primera para agradar a Dios, la más necesaria para obrar, la que obra sobre el entendimiento iluminándolo, sobre la voluntad disponiéndola en sus operaciones, sobre el corazón en los deseos. Ella es la clave de la contemplación, la puerta de los bienes espirituales y la matriz de la pureza de corazón. ¿Tienes tú la fe? ¿haces actos de ella? ¿obras según san José? Examínate, resuélvete y abomina tus faltas diciendo: Señor mío, Jesucristo. Día 2. Esperanza de san José. Considera que la esperanza es la virtud de José, él todo lo espera de Dios, y de sí mismo nada espera, espera de Dios la gracia para todos sus actos y espera de su parte la correspondencia a ella; todo lo espera de María su esposa, todo lo espera de Jesús su Hijo, y espera con toda confianza, con toda paz en medio de las contradicciones, contra toda esperanza y siendo el modelo de los justos. Considera que la esperanza supone en ti la fe, que marcha en pos de ella y el grado de esperanza está según la fe. Con la esperanza esperamos en las promesas de Dios, de Jesucristo, de la Virgen y de los santos, esperamos los auxilios para obrar y la recompensa de la gloria. ¿Tienes la virtud de la esperanza? ¿esperas con verdadera virtud? ¿esperas en Dios? ¿tu esperanza es más bien humana que divina? ¿esperas en las criaturas y en ti mismo? Examínate, resuélvete, abomina tus faltas contra la esperanza. Di: Señor mío, Jesucristo. Día 3. Caridad de José. Considera que la caridad es la virtud de José, él fue todo amor a Dios, los más abrasados serafines pudieron aprender de él la manera de amar a Dios. José amó a Dios de corazón, lo amó con todo su corazón, lo amó con todas sus fuerzas, amó a Jesús con el amor más tierno, amó a María con el amor más respetuoso, su amor lo hizo el hombre de la conformidad, del recogimiento y de los padecimientos. Considera que la caridad es mayor que la fe, mayor que la esperanza, mayor que todas las otras virtudes, nada tiene quien no tiene caridad, todo lo tiene quien la posee, ella se aumenta por la gracia y ella se pierde por el pecado. ¿Tienes la caridad? eres feliz porque eres hijo de Dios; ¿no la tienes? eres desgraciado, porque no eres hijo de Dios, ni de María, ni de José. ¡Desgraciado! tu padre es Satanás. Acude a José, llora tus extravíos, forma la resolución de confesarte y di ahora mismo: Señor mío, Jesucristo.

Día 4. Caridad fraterna de José. Considera sobre la caridad fraterna del señor San José y la encontrarás en el grado de su divino amor, su eminente santidad y sus extraordinarias luces lo hacen todo caridad fraterna, todo es de María por la divina caridad, todo es de los buenos y predestinados por la divina caridad, todo es de los malos, de sus enemigos, de los que lo persiguen y de los que persiguen a Jesús y siente su perdición desmedidamente. Considera que la caridad fraterna es el amor de Dios aplicado al prójimo y entonces recibe el divino amor nuestra intención, o el aumento de la caridad. ¿Amas al prójimo? ¿cómo lo amas, por qué lo amas, qué causas motivan tu amor, cuáles son sus efectos, cómo amas a tus parientes y amigos, cómo a los desconocidos, cómo a los que son tus enemigos y cómo a los que te han hecho mal y a los que sabes que te lo quieren hacer? Examínate, resuélvete, haz un acto de verdadera caridad y, llorando lo pasado, di: Señor mío, Jesucristo. Día 5. Prudencia de José. Considera que José poseyó la prudencia en el grado más perfecto hasta poder decir de él que fue divinamente prudente. El fue prudentísimo en su juventud, prudentísimo según su vocación, prudentísimo según toda la gracia recibida y por prudencia hizo su voto de virginidad, amó más y más la pobreza, el espíritu de oración y la aplicación al trabajo. El fue por la prudencia el mayor de los santos. Considera que todos tenemos necesidad de esta virtud cardinal y ¿la tienes tú? ¿tienes la prudencia? Ella es a las virtudes morales como la fe a las teologales, está de asiento en el entendimiento, dirige los esfuerzos de la voluntad todo lo coordina para el cielo, rechaza todo lo malo, lo excesivo, lo peligroso, lo no conveniente y sólo abraza lo que le puede servir. ¿Es ésta tu prudencia? ¿Tienes la prudencia humana? ¿la prudencia del pecador? Pide con instancia a José esta virtud y, llorando tus pasados yerros, di de corazón: Señor mío, Jesucristo. Día 6. Discreción de José. Considera que como la prudencia determina hacer las cosas, así la discreción versa sobre el modo de hacerlas. José siempre obró con la mayor discreción, según número, peso y medida, según toda la gracia de Dios, según toda la voluntad de Dios. La discreción fue la virtud favorita de José, por esto siempre va adelante en la virtud, siempre con nueva perfección y siempre agradando más a Dios. ¿Posees tú esta virtud? ella es la prudencia aplicada en los intereses de la vida espiritual, es el alma de los actos de piedad, la regla de nuestras prácticas, la que señala la cantidad en la comida, bebida y sueño, la que determina las penitencias y el trabajo, los vestidos, las conversaciones, los gastos y las limosnas, los pensamientos queridos, los afectos del corazón, los juicios y las intenciones. Tal vez en nada te encuentras tan culpable. Examínate, resuelve, concentra, llora tus faltas y, contrito de corazón, di: Señor mío, Jesucristo.

Día 7. Pureza de intención de José. Considera que la práctica de la pureza de intención es el cumplimiento del fin por el cual Dios nos ha creado. José siempre obró con la mayor pureza de intención, cumpliendo siempre fidelísimamente según su fin, su santidad lo conducía a lo mismo, la presencia sensible de Dios le hacía imposible otro fin en su modo de obrar, las conversaciones de María, las dulces exigencias de su corazón lo conducían a la mayor pureza de intención. Considera que tenemos necesidad de esta misma virtud y tanto más cuanto que a nosotros también nos ha hecho Dios para que le sirviéramos no obrando sino por él, cuantas veces no hemos obrado, cuantas veces habiendo obrado no lo hicimos con la intención de agradar a Dios, lo hicimos por nosotros mismos, lo hicimos por otros fines. ¡Insensatos! Hemos hecho un acto contrario a la autoridad de Dios, violamos un derecho, perdimos el cielo. Acudamos a José pidiendo la intención pura de obrar por Dios, y arrepentidos digamos: Señor mío, Jesucristo. Día 8. Docilidad de José. Considera la docilidad del Patriarca san José, la que fue tanto más perfecta y universal, cuanto que se trataba de obras de la mayor importancia. El ángel se le presenta en sueños, lo instruye y le indica, María le manifiesta, las sagradas Escritura le recuerdan, el Espíritu Santo. José siempre sujeto, siempre dócil, así llevó a cabo las más grandes obras e hizo progresos inmensos en la virtud. Meditemos su docilidad. Para nosotros es mucho más necesaria esta virtud, las tinieblas de la ignorancia, los efectos del pecado, las propias pasiones, los deseos de un corazón desarreglado todo nos enseña la docilidad, la necesidad de ser sumisos a los sabios. Seamos dóciles y seguiremos la voz de Dios, no obraremos según la pasión, examinaremos los casos particulares, escucharemos atentamente los consejos del director y, sujetando el propio juicio, seremos lo que debemos. Fijémonos en la docilidad de José, pidámosle esta virtud, resolvamos su práctica y digamos arrepentidos: Señor mío, Jesucristo. Día 9. Fervor de José. Considera que José fue fervoroso en el camino del Señor, y sus días fueron todos días llenos, todo su tiempo fue empleado en el servicio de Dios, obraba en cada instante con un fervor más remarcado, jamás estuvo quieto en la virtud, jamás dijo hasta aquí sino siempre adelante, como el buen siervo, adelante, como el esposo de la Virgen, adelante, como padre de Jesús. Reflexionemos un poco sobre su fervor. Considera que nadie necesita tanto fervor como nosotros, ¿cuánto tiempo tenemos de servir a Dios? ¿cuántos progresos hemos hecho? El fervor nos hará solícitos, nos enseñará el valor de una cosa pequeña, de una pequeña circunstancia en una acción y nos hará más prudentes que los hijos del mundo, así como éstos lo son más que los tibios. Redimamos el tiempo mal empleado, huyamos de la negligencia, de la pereza y, enseñados por José, pidámosle el santo fervor haciendo antes bien arrepentidos el acto de contrición: Señor mío, Jesucristo.

Día 10. Circunspección de José. Considera que la circunspección es como la quinta virtud hija de la prudencia, y José la poseyó en sumo grado. José, lleno de gracia: José, todo ensimismado en Dios; José, siempre presente en la obra de su destino. La presencia de María, la presencia de Jesús y todas sus ocupaciones, hicieron que fuese su carácter el ser circunspecto. Por esto obró siempre con tanta calma, con toda pureza de intención y de un modo el más perfecto. Considera que necesitamos la circunspección tanto más cuanto que por nuestras pasiones trocamos las obras, los objetos, las razones, los medios y convertimos en faltas lo que debiera ser un acto de heroica virtud. Vigilemos sobre nosotros mismos, no creamos a todo espíritu, no nos fiemos del mundo, discernamos la inspiración de la tentación, prevengamos los daños, hagamos frente a los obstáculos, reconozcamos las faltas pasadas, examinemos su origen, detestémoslas y pidamos a José un dolor de nuestras faltas diciendo: Señor mío, Jesucristo. Día 11. Justicia de José. Considera que el Espíritu Santo se encarga de decirnos toda la justicia de José afirmándonos que era justo. Justo en sus pensamientos, palabras, obras, deseos, recuerdos y actos de su espíritu. Hizo todo lo justo con relación al mundo, obró más justamente con relación a María, obró justísimamente con relación a Jesús. ¡Qué perfección la que supone no haber sido negligente y haber obrado siempre según toda justicia! Considera que la justicia es la segunda virtud cardinal y enseña a dar a cada uno lo que le toca, enseña a obedecer bien porque Dios así lo quiere, enseña a no despreciar a nadie, a no preferirse a nadie, a no obrar por desagradar a los otros, enseña a tener caridad. ¿Cuántas injusticias, cuántos desprecios y cuántas infamias injustas? Acudamos a José para pedirle un grande aumento en la práctica de la justicia y un dolor de nuestras faltas y digámosle de corazón: Señor mío, Jesucristo. Día 12. Religión en José. Considera que José practicó la virtud de la religión con tanta mayor perfección, cuanto conocía mejor a Dios. ¿Cómo la practicaría quien conocía su excelencia? La presencia del Verbo, las soberanas noticias de la divinidad, la vista de Dios, sus coloquios con los ángeles, sus relaciones con María, todo le hacía obrar con el más profundo respeto, con la prontitud más solícita y con el amor más ferviente. Considera que la religión tiene por objeto dar a Dios el culto que le es debido, exterior e interior. Preguntémonos: ¿que respeto tenemos a Dios, a la Virgen, a san José, a todos los santos, a las cosas sagradas y aun a las iglesias? ¿cómo asistimos a la misa, cómo recibimos los sacramentos, cómo procuramos dar a Dios la gloria, cómo va el ejercicio de la presencia de Dios? ¿lo tenemos como Abrahán? Lloremos nuestras faltas contra la religión, porque se dirigen contra el culto que debemos a Dios, y pidamos a José la contrición diciendo: Señor mío, Jesucristo.

Día 13. Obediencia de José. Considera que el Patriarca San José fue el varón de la obediencia y que puede decirse que fue obediente hasta la muerte, todo lo hizo para obedecer, acompañó la obediencia con todas las cualidades, la llevó a cabo en lo más costoso, la estudió con la mayor longanimidad, obedeció a sus mismos enemigos. Que mucho que hubiese sido el hombre más perfecto hasta haber merecido ser canonizado por el Espíritu Santo. Considera que la obediencia es una ley universal, que forma su práctica el todo de un Cristo. La obediencia es no pecar, es el acto más glorioso, el voto de obediencia entraña los demás votos, es el acto tan meritorio que abraza todo sacrificio, es el holocausto que más agrada a Dios. ¿Somos obedientes? ¿obedecemos según Dios? ¿obedecemos en todo? ¿obedecemos con la perfección debida? Tengamos presente la obediencia de José, lloremos las faltas tan numerosas y de tanta consecuencia, y digamos ahora mismo: Señor mío, Jesucristo. Día 14. Gratitud de José. Considera que la gratitud fue en San José el acto más continuado y, en cierto modo, el más heroico, porque con gratitud tornaba heroicamente a Dios todo lo que de él había recibido, por gratitud no veía más que a Dios, no pensaba más que en Dios, no se ocupaba más que de Dios, no trabajaba más que por Dios, no servía más que a Dios, así pudo ser llamado el modelo de todos los agradecidos. Considera que a nosotros nos es del todo necesaria la práctica de esta virtud y no sólo debemos recordar lo recibido sino que debe acompañar un deseo de alabarle, amarle y un trabajo positivo con el que le ganemos los corazones del prójimo. ¿Lo hacemos? ¿lo hacemos siempre? ¿lo hacemos según los beneficios recibidos? ¿lo hacemos según la inspiración de la gracia? ¿no es verdad que hemos sido ingratos? Recordemos a José, pidámosle el agradecimiento y, detestando las faltas pasadas, digamos de corazón: Señor mío, Jesucristo. Día 15. Liberalidad de José. Considera que la generosidad de José se revistió de una especie de inmensidad, todo se dio a Dios, todo a las criaturas por amor a Dios. Nada rehusó jamás a Dios, acabó con sus fuerzas para proporcionar lo necesario a Jesús y María, sudó innumerables veces, y como Jesús y María se dieron del todo al hombre, así José se nos dio a sí mismo, nos dio a María su esposa, nos dio a Jesús su Hijo, así fue generoso para con el hombre. Considera que la liberalidad es una generosa comunicación de lo que se posee hecha a Dios o al prójimo por amor de Dios, el corazón que tiene la liberalidad nada rehúsa a Dios, nada rehúsa al prójimo por Dios, y riqueza, talento, salud, todo se lo ofrece a Dios en fuerza de la liberalidad, sólo la discreción y la obediencia limitan un río de tanto bien. El amor propio y el egoísmo es contrario a esta virtud. Examinémonos, resolvámonos, lloremos nuestras faltas pidiendo a José la contrición de todas ellas diciendo: Señor mío, Jesucristo.

Día 16. Veracidad de José. Considera que en el Patriarca San José la veracidad fue como una participación muy cumplida de la veracidad del mismo Dios y como Dios es esencialmente la verdad, así José, por gracia y privilegio, poseyó la veracidad, su conducta fue la más cumplida, sus relaciones las más fieles, sus promesas eran como la realidad puesta en ejercicio y no dio un paso atrás en la virtud en toda su vida. Considera que no hemos de buscar en nosotros una veracidad semejante, pero sí la que consiste en decir verdad y no mentir. ¿Bajo este punto de vista somos veraces? ¿lo somos siempre? ¿disimulamos en ciertas circunstancias? ¿disimulamos de un modo que el prójimo se engañe? ¿hemos mentido positivamente? Cuán lejos estamos de la veracidad, que lengua tan copiosa, así obran los hijos del mundo. Lloremos una falta que tanto nos deshonra y con un dolor verdadero excitémonos a la contrición, diciendo: Señor mío, Jesucristo. Día 17. Amistad del Patriarca san José. Considera que San José no sólo tuvo amor, sino que tuvo la verdadera amistad. Así amó con amor de amistad a sus padres, a sus parientes, a sus conciudadanos y, sobre todo, tenía una amistad divina con Jesús y María. Tal es el modelo de la amistad que hemos de procurar. ¿Cómo no había de ser el hombre más santo si tanto amaba a Jesús y a María, y de María y de Jesús era tan amado? ¡Oh sagrada amistad! quién te poseyera. Considera que el amor de la amistad no está fundado en los lazos de la carne, sino en los intereses comunes, ni en las cualidades personales, sino en la virtud, en el amor de Dios, formando comunidad de bienes sin propio interés, virtud tan útil que proporciona al amigo todo lo necesario y virtud tan agradable que nos llena el corazón. Examinemos nuestras amistades, las causas de ellas, sus tendencias, sus circunstancias, de que se alimentan y pidamos a José virtud tan importante llorando antes las faltas cometidas diciendo: Señor mío, Jesucristo. Día 18. Sencillez de José. Considera que José poseyó la sencillez en toda su extensión, en todos los grados más perfectos, y ser sencillo como la paloma era como su carácter. Por su prudencia obraba en un todo con la divina sagacidad y con la sencillez se dirigía a Dios, obrando no más que por El, obraba con las criaturas porque Dios quería, mas todo desprendido de ellas se quedaba con solo Dios, carácter cierto de la verdadera sencillez. Considera que la sencillez enseña a obrar sin disimulo, a decir las cosas como son, a buscar en nuestras operaciones sólo agradar a Dios, a abrir nuestro corazón a los superiores que ocupan el lugar de Dios, a pensar de todos según las máximas del Evangelio, a hacer progresos en la vida espiritual y a abandonar los pensamientos inútiles. Dichosos los sencillos porque, como limpios de corazón, ellos verán a Dios. Huyamos la doblez y, llorando las faltas contra la sencillez, digamos de corazón: Señor mío, Jesucristo.

Día 19. Fortaleza de José. Considera que el señor San José fue el hombre de la fortaleza y la poseyó en el más alto grado. Lo prueba su eminente santidad, lo demuestran las virtudes en el mayor de los heroísmos, lo atestiguan los primeros años de la vida de Jesús, José siempre José fue, José jamás desfalleció, José encontraba siempre medios en su fe vivísima, en su esperanza única, en su caridad tierna, la fortaleza de Dios descansaba en él. Considera que la fortaleza es para nosotros la gran virtud que remedia la audacia, la temeridad y la pusilanimidad. La fortaleza no busca dificultades, pero cuando se le presentan las vence; ella es la virtud que da la fuerza a las otras virtudes, les da la perfección, hace que el hombre sea capaz de todo sin excluir la mayor perfección. Reconozcamos que hemos obrado con presunción y pusilanimidad, resolvamos obrar con fortaleza y llorando nuestras faltas pidamos a José la fortaleza diciendo arrepentidos: Señor mío, Jesucristo. Día 20. Magnanimidad de san José. Considera el grado de magnanimidad de señor san José. Aquí es donde se distinguió señaladamente por haber obrado siempre como esposo de María y padre de Jesús. En él no hubo medianías, sino siempre lo más heroico; no hubo imperfecciones, sino siempre lo más perfecto; no hubo tasa en el tiempo, sino toda su vida; no hubo sólo algunos años, sino desde su primer instante hasta que expiró. Considera que la longanimidad consiste en hacer cosas grandes, pero sin aspirar al honor de ellas. Los magnánimos no se contentan con la medianía, van siempre a lo más grande y más excelente, procuran arribar a lo más heroico, ni las promesas brillantes los detienen, ni las amenazas terribles los seducen y obran siempre con el mayor celo y la mayor exactitud aun en las cosas pequeñas. Pidamos a José una virtud tan excelente, lloremos nuestra miseria, nuestra poquedad y digamos arrepentidos: Señor mío, Jesucristo. Día 21. Confianza de José. Considera que la verdadera confianza en Dios en sumo grado era la confianza de José, por esto estuvo en estado de hacer todo lo que Dios quiso, nada dejó de hacer, todo lo emprendió, todo lo llevó a cabo, todo lo dejó perfectísimo y fue el siervo fiel, su confianza estaba puesta en Dios y de ahí su habitual seguridad, su calma, su paz, sus medios de acción, su unión con Dios aun en los trabajos más fuertes. Considera que el magnánimo está en camino de poseer un día la perfecta confianza en Dios. Entonces, con su posesión, es cuando multiplica los talentos, aumenta extraordinariamente los medios de acción y, después de haber hecho lo que depende de él, se queda en paz. Esto es tener virtud, esto es saber sufrir, esto es tener confianza. Quitemos de nosotros las desconfianzas que nos impiden mucho bien y, abandonados en las manos de Dios, imitemos a José, llorando antes las pasadas faltas diciendo: Señor mío, Jesucristo.

Día 22. Paciencia de José. Considera que la paciencia brilló en José de un modo extraordinario, la practicó con toda perfección, se la exigía casi de continuo su vida de sufrimientos, de destierros con las circunstancias más agravantes, sus trabajos de cuerpo, sus angustias de espíritu, necesidades, verdadera miseria, sustos, temores, mas su corazón siempre gozoso, su alma tranquila, su paz inalterable. Considera que nosotros necesitamos la paciencia absolutamente, la necesitamos como el pan de todos los días. Con la paciencia vendrá la tranquilidad, no habrá en el corazón la tristeza, podremos ser generosos para con Dios, podremos ofrecerle una vida trabajosa. ¡Ah! Todos los días hacemos sufrir a Dios ¿y nosotros no queremos sufrir por él? Acordémonos que a los pacientes se les promete la victoria en este mundo y la corona de justicia en la gloria. Pidamos a José la paciencia y digamos de corazón: Señor mío, Jesucristo. Día 23. Longanimidad de José. Considera que la longanimidad en los trabajos es la paciencia en su mayor grado, en toda su extensión y duración. La vida de José fue una vida de penas; sus penas lo llaman y constituyen rey de los mártires; las suyas fueron de toda su vida al par de María; jamás se desmintió en tan heroica carrera; todos los días amanecía para padecer con un nuevo ardor; así era la longanimidad del Patriarca san José. Considera que la longanimidad en los sufrimientos fue la gran virtud de José. Es mucho sufrir, es mucho más saber sufrir, es mucho más todavía saber sufrir por mucho tiempo, es mucho más aun saber sufrir con la resolución de no buscar consuelos humanos y más todavía saber sufrir absolutamente por Dios. Hace tantos años que Dios nos sufre, ¿y no queremos sufrir un poco por él? Aprendamos de José tan importante lección y lloremos lo mucho que hemos perdido por no tener la longanimidad. Señor mío, Jesucristo. Día 24. Constancia de José. Considera que José fue el varón constante y el que poseyó tal constancia que jamás retrocedió; en su santificación dio su palabra a Dios y ni una vez la desmintió; en sus desposorios dio su palabra a María, siempre fue de María; recién nacido Jesús, se dio todo a él; siempre cumplió su palabra y aun todos los días se esforzaba en ser mejor. Con razón José fue canonizado por el mismo Espíritu Santo. Considera que la constancia es, por decirlo así, una virtud madre, es la perseverancia en las resoluciones, es la longanimidad en el ejercicio de la virtud, es un trabajar continuo hasta la muerte; al paso que no tener constancia es ser insensato, es desperdiciar el premio prometido, es despojarse de una corona que ya nos pertenecía y es ser ingrato a Dios que nos quiere conducir al cielo. ¡Oh amable constancia! ¿La posees tú? Examínate, pide a Dios perdón de tus inconstancias diciendo: Señor mío, Jesucristo.

Día 25. Templanza de José. Considera la templanza de José y verás que supo reducir su cuerpo a la servidumbre. Su vida pobre fue el camino que adoptó, se abrazaba con lo más duro y así entró de lleno en una práctica habitual de la templanza, sus pasiones estaban sujetas por la gracia, mas él las dominaba por la virtud y, al par de María, practicaba la templanza con todo, por todo y por Dios. Considera que la templanza es una virtud que modera los apetitos de la concupiscencia, no se permite nada no necesario de deleitación sensual, nos acerca a los ángeles cuando nos moderamos perfectamente, nos facilita el ejercicio de la santa oración, nos abre la puerta a la dulce contemplación, nos hace gozar de Dios. Lloremos nuestros desarreglos, quitemos del cuerpo lo no necesario, domemos la pasión, démonos al trabajo, mortifiquémonos una carne siempre rebelde y digamos arrepentidos: Señor mío, Jesucristo. Día 26. Castidad de José. Considera a José no sólo casto, sino castísimo y con todos los honores de la virginidad. El, virgen en el alma, virgen en el cuerpo, virgen en el corazón; él, el purísimo esposo de María, el que poseyó la más absoluta integridad y el que mereció con María ser padre de la virginidad, con razón es llamado el rey de los vírgenes, con razón nos lo ha dado la Iglesia como modelo de pureza. Considera que el oficio de la virtud de la castidad es conservar la pureza del alma, del cuerpo y del espíritu; ella prohíbe todo lo ilícito, se opone a toda delectación carnal y trabaja para que la concupiscencia esté sujeta; de la castidad depende el honor de nuestro cuerpo, el honor del alma y la gloria de Dios cuyos templos somos por el bautismo; de la castidad depende nuestra eterna salvación. ¡Oh! si la amáramos más que la vida. Pidamos a José una gracia tan necesaria y digamos de corazón: Señor mío, Jesucristo. Día 27. Humildad de José. Considera que la humildad de José fue según las gracias recibidas, se conoció a sí mismo en la santificación, se conoció mejor al ser confirmado en gracia, al conocer que era llamado, al par de María, para la grande obra de la encarnación, para ser esposo de la Madre de Dios, para ser padre de Jesús, ser asistido de un modo especial, ser todo lleno de gracia, y José se humilla en tanto conocimiento, retornando a Dios toda la inmensidad de gracia recibida. Considera que la humildad en nosotros consiste en la verdad, en dar a Dios lo que es de Dios, dar a nosotros mismos lo que merecemos, obrar conforme ambos conocimientos, humillémonos interiormente, huyamos la gloria humana, abracemos las humillaciones, veamos en ellas la mano de Dios que nos acaricia, despreciémonos prácticamente y acudamos a José pidiéndole la humildad, la humildad de juicio, en las obras y, sobre todo, la humildad de corazón. Hagamos un acto de contrición con la mayor humildad posible diciendo: Señor mío, Jesucristo.

Día 28. Pobreza de José. Considera la pobreza de José, fue pobre de espíritu, fue el primero y el más perfecto imitador del que siendo rico se hizo pobre por nuestro amor; José no tuvo la miseria, porque tenía bienes y los aumentaba con su trabajo; él tuvo que sufrir las más grandes privaciones, las circunstancias lo indujeron a la mayor escasez, de su alma tranquila salía al encuentro de tan apuradas ocasiones. Considera que la pobreza es una virtud que tiene por oficio moderar el apetito de los bienes de la tierra, de las riquezas vienen todos los males. Felices los pobres que se aprovechan de su estado, felices los pobres de espíritu, más felices los que haciendo voto de pobreza la consagran a Dios. Quitemos de nosotros la solicitud desordenada, contentémonos con lo necesario y acordémonos del céntuplo prometido a los pobres. Hagamos un acto de contrición: Señor mío, Jesucristo. Día 29. Dulzura de José. Considera cuán dulce y cuán dulcísimo fue el Patriarca san José, todo lleno de gracia, vivía con María, la Madre del amor, vivía con Jesús, que es la misma dulzura. ¡Oh! cuán grande fue la dulzura de José, la poseyó en su grado más heroico, aun siendo despreciado del mundo, aun perseguido por Herodes, aun no bien visto por los egipcios, José rogaba por ellos, por todos los pecadores y por nosotros. Considera que es muy importante hacer las siguientes preguntas: ¿tenemos la dulzura? ¿soportamos las injurias sin amargura, los malos procederes sin violentarnos, las persecuciones conservando la paz? ¿tratamos con dulzura a los que nos calumnian, a los que nos ven con mal ojo, a los que nos contradicen? Meditemos sobre la dulzura de José, que es la de María, que es la de Jesús. Tomemos una resolución generosa que nos alcance la dulzura, y arrepentidos digamos de corazón: Señor mío, Jesucristo. Día 30. Silencio de José. Considera que el silencio fue en José lo más extraordinario que puede darse. El Evangelio no refiere que haya hablado, la misma Virgen se encargaba de hablar en ciertas ocasiones, tal era el efecto de su recogimiento, de su vida espiritual de su unión con Dios, hablaba con Jesús y María, hablaba con la moderación debida a tan sagradas personas y hablaba por necesidad, utilidad o caridad. Considera que el silencio es una virtud de mucha importancia, el silencio modera la lengua y nos sirve para estar unidos con Dios. ¡Oh! cuántos pecados con la lengua, cuántas conversaciones ilícitas, cuántas palabras indiscretas, cuántos discursos intempestivos. Con el silencio hago oración, vivo espiritualmente, aumento la virtud; sin el silencio soy mundano. Aprendamos a callar, para que aprendamos a hablar con justicia, caridad o utilidad. Pidamos esta virtud a José haciendo un acto de contrición: Señor mío, Jesucristo.

Día 31. Modestia de José. Considera que José fue el modestísimo José, su modestia fue la más absoluta, la más edificante, la más continua, la más universal, No podía ser de otro modo ya que de oficio debía de tratar con Jesús y María, la modestia esencial, la modestia por gracia y privilegio. Su humildad, su gravedad, su contemplación, sus progresos en la virtud indican su modestia. Considera que la modestia es una virtud que modera los sentidos y las potencias; la modestia, con sus reglas, arregla los movimientos del cuerpo, el buen uso de la palabra, las demostraciones de alegría; la modestia exterior retrata la interior, por lo que hay en el rostro concluimos lo que pasa en el corazón; la modestia edifica, así como su carencia ocasiona gravísimos daños. Mirémonos en el espejo de la modestia de José y arrepentidos de nuestras faltas digamos: Señor mío, Jesucristo. 16 De otros modos de honrar a san José. Aunque haya muchos otros ejercicios sobre el Patriarca san José, sin embargo, queremos no citar otros, ya porque nos parecen suficientes los que hemos presentado, ya porque si quisieren otros podrá encontrarlos en otros libros, contentándonos ahora en indicar brevemente cinco modos de honrar al santo. 1º. En sus reliquias. No existe ninguna reliquia del sagrado cuerpo del Patriarca San José y solamente conservamos algunas cosas de las que le han pertenecido. Así en la capilla de Chambery, capital de la Savoya, hay la vara que floreció milagrosamente en las manos del santo; en la iglesia de san Lorenzo de Gonville hay un cinturón del señor San José que fue traído de la tierra santa por uno de los compañeros de san Luis; en Roma, en la Capilla de Sixto V de Santa María la Mayor hay la cuna que San José hizo para el Salvador; en la Basílica de los canónigos de Santa Anastasia hay un pedazo de manto con el que San José cubrió al Niño Jesús en Belén; en Perusa se conserva el anillo que San José dio a la Virgen en el día de sus desposorios. Entre los fieles se distribuyen reliquias de dichos objetos muy rara vez, pero sí con más facilidad de los preciosos lienzos con los que dichas reliquias están envueltas; también se distribuyen pedacitos de piedra de los lugares santificados por san José. 2. En las cofradías. Es muy buen modo de honrar al santo alistarse en algunas de sus cofradías. En nuestros días las hay en muchos lugares de Italia, España, Francia, México, etc, ellas tienen su objeto particular, sus reglamentos, sus cultos y, además, sus indulgencias. Procure cada uno alistarse en alguna de ellas, en cumplir con las obligaciones de cofrade, procurar que otros se alisten para que disfruten las mismas gracias, viviendo por decirlo así de un modo muy especial bajo el patrocinio del señor san José.

3. En los rezos. Además de las devociones que hemos colocado en este capítulo, de muchas otras que se encuentran en otros libros, cada uno puede arreglarse su devoción especial, principalmente por medio del rezo del Señor san José, que es una de las oraciones que mejor determina sus gracias, sus privilegios, su santidad, la protección que nos tiene por el extraordinario amor que nos profesa. Sólo diremos que cada uno escoja lo que le sea más fácil y le excite a mayor devoción. En los rezos se puede introducir la devoción de honrar al santo por los treinta años que vivió con María y con Jesús, haciendo otras tantas genuflexiones, actos interiores de amor, jaculatorias o lo que nos dictare la devoción. Igualmente será muy buena devoción entrar en la escuela de José, aprender aquella virtud que nos plazca y, sobre todo, los admirables modos de amar a María y a Jesús. 4. Celebrar sus fiestas. Celebrar sus fiestas es un medio muy común, muy propio y muy apto; contribuir de nuestra parte con algunas limosnas y, sobre todo, con la buena confesión y comunión. Su fiesta de los santos desposorios, el 22 de enero; su muerte, el 19 de marzo; su patrocinio, el tercer domingo después de Pascua; todo el mes de marzo; su huida a Egipto, que puede fijarse en febrero. Podemos honrar al santo fundando misas a su honra y gloria, haciéndolas decir en ciertos días, procurando que otros lo hagan también, dando limosnas a su honor, visitando las iglesias que le están consagradas. 5. Imitarlo. El medio principal de todos para honrar al Patriarca San José es procurar su imitación. Procuremos, pues, meditar los diferentes actos de su vida, los actos de las virtudes que practicó y, sobre todo, sus dolores y gozos, para que de este modo nos asemejemos a él, principalmente por los actos de la presencia de Dios, de Jesús y de María. Con la práctica de los cinco medios que acabamos de exponer no sólo llegaremos a ser muy devotos de san José, sino que aun perseverando en ellos, podemos esperar que un día será nuestra virtud una perfecta virtud, que será para nosotros un mérito grande para el cielo. Capítulo 21. Casos prácticos de devotos josefinos auxiliados por el santo Patriarca. 1. Protección del señor san José. Ahora que ya hemos dado a conocer las glorias del Patriarca san José, así como los medios de honrarlo como se merece, bien podemos exclamar: ¿Quién hay que conociendo algún tanto sus prerrogativas, sus gracias y sus dones singulares no le ame entrañablemente y no le tenga una tierna devoción? Nadie ciertamente, porque todos sabemos que quien ama a Jesús debe amar a su padre adoptivo, al que fue su nutricio, su ayo y su libertador; y todos sabemos que quien ama a María debe amar a su castísimo esposo, su ángel de consuelo en sus mayores peligros y trabajos, así como su custodio fidelísimo. Con la lectura de esta obrita hemos visto que los doctores con sus consejos y los santos con sus ejemplos nos convidan a dirigirnos al Patriarca San José en todas las necesidades, en

todas las aflicciones y en todas las desgracias, seguros de que seremos socorridos, consolados y favorecidos. También hemos visto que, como dice san Bernardo, si Cristo Señor nuestro viviendo en la tierra prestó al señor San José obediencia, sumisión y respeto como un hijo a su padre, ahora en el cielo no le niega estas cosas, sino que las cumple y perfecciona. También hemos visto que San José está sentado en el cielo gozando de las inefables delicias que sus virtudes le alcanzaron, pero si está seguro por sí, está como inquieto por nosotros, porque él no se desprendió de las entrañas de piedad dejando la carne mortal, ni se vistió de la estola de la inmortalidad para olvidarse de nuestra miseria y de su misericordia. El señor San José nos ama más ahora que antes y nos profesa una afición tan particular que la santa Iglesia, aprovechándose de ella, lo ha declarado protector de la Iglesia universal. Y el santo glorioso ¿qué es lo que hace? Continúa dispensando a sus protegidos toda especie de gracias y favores. Prueba de ello son los milagros y las gracias que oímos, vemos y leemos todos los días que se obran por su piadosa intercesión, de modo que nos sentimos movidos interiormente a exclamar ¿quién hay que habiendo acudido a San José en sus necesidades no haya sentido los saludables efectos de su poder? ¡Oh! nadie. Por esto nos creemos autorizados para afirmar, que si el que está triste le pide consuelo, lo obtiene; si el atribulado le pide alivio, le alcanza; si el que está en peligro acude a él, le libra; si el enfermo le suplica la salud, se la otorga; si el justo le ruega le conceda la perseverancia en el bien y si el pecador le suplica, alcanza de él también la verdadera penitencia. En suma, San José favorece a todos sin distinción de edad, estado, ni condición, porque él es el protector de los niños, el abogado de los casados, el modelo de los sacerdotes, el amparo de las vírgenes y el consuelo de los enfermos. Veámoslo palpablemente en los siguientes ejemplos que tomamos de las fuentes más auténticas. 2. Prodigios en favor de las vírgenes. La santísima Virgen dijo a cierto religioso que tuviese un especial amor a su esposo y que recurriese a él como a su protector universal en toda circunstancia seguro del suceso. Casi lo mismo nos dice por propia experiencia la angélica doctora santa Teresa de Jesús cuya vida fue una continuada protección de san José. Una cruel y penosa enfermedad la atacó en sus primeros años. Ocho meses estuvo sin poderse mover, efecto de una terrible parálisis. Los dolores que sufría en el corazón y sus frecuentes desfallecimientos la hacían perder el sentido. Los médicos habían agotado todos los recursos de la ciencia, pero inútilmente. La santa en tan triste estado, desahuciada de los médicos de la tierra, acude a los del cielo, se encomienda con todo fervor al Patriarca san José, que era su santo predilecto, y alcanza completa y prontamente la salud de su cuerpo. Cuando se ocupaba en la erección de monasterios, recibió orden del cielo de concluir pronto el de Avila y, fiel siempre a la voz de Dios, empezó y continuó con prontitud la obra, por lo cual muy pronto se vio sin dinero, y sin saber de dónde sacarlo acude en su angustia a san José, su verdadero padre, con tanta más confianza cuanto que aquel convento había de llevar su nombre. El santo se le apareció y le dijo: No tengas pena, yo me encargo de proporcionarte cuanto necesites. Así fue en efecto, pues desde aquel día jamás le faltó dinero.

En otra ocasión yendo con algunas de sus hijas a una fundación que iban a hacer en un monasterio bajo la advocación del santo Patriarca, el cochero que las conducía, por abreviar el camino, se apartó de la carretera y se fue por senderos tortuosos y llenos de escollos, de modo que se veían a cada paso en peligro de perecer; la santa fundadora dijo a sus hijas: Sólo un remedio nos queda para salir de entre estos abismos y es levantar los ojos al cielo y clamar a san José. Apenas había terminado estas palabras cuando una voz del fondo del valle exclamó: Retiraos, porque si no pereceréis. Detiénese el cochero y la santa le hace mudar de camino. Las religiosas, fuera ya del peligro, bajan del coche, se arrodillan y dan gracias al cielo por el favor que las dispensara, pero deseosas de saber de donde había salido la voz llaman, gritan, mirando al fondo del valle para ver si había alguno, pero la santa les dijo: No os canséis inútilmente, mi padre San José es quien nos ha hablado y sacado del precipicio. Todas se convencieron de ello, cuando a pesar de sus esfuerzos no vieron a nadie. 3. Una religiosa que sufría tentaciones al orar. El Padre Barry refiere que una religiosa sufría gravísimas tentaciones principalmente cuando hacía oración. El demonio sabiendo cuanto perjuicio le venía de este piadoso ejercicio, redoblaba sus asaltos para apartarle de él, y si bien no pudo conseguir lo que tanto deseaba, logró al menos introducir en su espíritu la pusilanimidad y desconfianza, haciendo creer a la pobre religiosa que le sería imposible llegar a conseguir la verdadera libertad de espíritu de que gozan los hijos de Dios en la tierra, señal de que algún día la han de gozar más perfecta en el cielo. En tales angustias recurre a la más tierna de las madres y le dice: Virgen santísima, si no queréis concederme por vos misma la gracia que os pido, dignaos al menos imprimir en el fondo de mi alma abatida la imagen de uno de los santos que más amáis en el cielo, al cual pueda yo con entera confianza dirigirme para obtener la gracia que tanto anhelo. Terminada esta súplica, su corazón se vio inundado de una alegría celestial y con los ojos del espíritu vio a San José como el santo más querido de María, ya por ser su esposo, ya también por la excelencia de sus virtudes que le hacen digno de ser el padre y el consolador de todas las almas. La religiosa se puso con la más perfecta confianza bajo la protección del santo y muy pronto experimentó su auxilio, sus tentaciones desaparecieron, la tranquilidad y la paz volvieron a su alma, que llena de gozo prorrumpió sin cesar en fervorosas alabanzas del santo Patriarca, quedando muy deseosa de que todas las almas, y en especial las que se dedican a la oración, se encomienden a su bienhechor, seguras de que serán oídas sus súplicas y serán enseñadas por él a hacer bien la oración. 4. Gracias y favores en favor de los sacerdotes. Un misionero francés, muy conocido por sus obras literario religiosas, se hallaba en el mayor apuro por los compromisos con que se veía cargado. Para salir de ellos necesitaba la gran cantidad de 4,000 pesos, y no sabía de dónde podrían venir. Preocupado con este pensamiento que atormentaba cruelmente su espíritu, entra una mañana en la Iglesia de una comunidad, y el primer objeto que se presenta a su vista a la derecha del altar mayor es un hermoso cuadro de san José. A su vista su confianza se reanima y exclama en su interior lleno de entusiasmo y de amor: San José, éste es la esperanza aun de los que no la tienen. Va luego a decir la santa Misa en honor del glorioso Patriarca y por un especial movimiento repite este obsequio en el mismo lugar varios días consecutivos. Pocas semanas habían

pasado cuando una mañana toca a la puerta de su habitación una persona y le da una carta que contenía veinte billetes de banco de 1,000 francos cada uno. Gloria, honor, alabanza a San José que tan bien premia la confianza que en él se deposita. 5. Patronato de jóvenes artesanos. Semejante al anterior, trae uno El Propagador mexicano de la devoción a san José. Un joven sacerdote de san Vicente de Paúl logró con sus muchos esfuerzos fundar un Patronato de jóvenes artesanos. Todos los domingos los reunía para instruirles en las obligaciones que tenía para con Dios, para consigo mismo, para con sus semejantes y para con la sociedad, concluyendo su instrucción con la bendición del santísimo Sacramento, que recibían en la iglesia parroquial por no haber capilla en el lugar de su reunión. Como para los malos, las virtudes de los buenos son como otros tantos verdugos que les echan en cara sus culpas y atormentan su depravada conciencia, sus compañeros de oficio a quienes encontraban en el camino, se burlaban de ellos y les hacían sufrir atrozmente; el buen padre lo observó y determinó hacer una capilla en el Patronato. Se necesitaban por lo menos diez mil pesos para tal empresa, cantidad excesiva para quien nada poseía. Confía no obstante en Dios, la empieza, pronto la ve terminada. ¡Era preciso pagarla! El pobre sacerdote se desvela día y noche para allegar socorros, pide en una y en otra parte, pero a pesar de los mayores sacrificios y trabajos no pudo juntar todo lo que necesitaba. El arquitecto le amenaza demandarle con la justicia y él, para librarse de tanta afrenta, no pudiendo acudir a los hombres va a arrodillarse a los pies del señor San José y le dice: Buen santo, hasta ahora poco os he importunado, pero ya lo veis, estoy falto de recursos y no me atrevo a presentarme más a ninguna parte y no tengo más esperanza que en vos. Proporcionadme, pues, la cantidad de esos miserables tres mil francos que son mi pesadilla y os bendeciré todo el resto de mi vida. Concluida esta breve oración se siente muy consolado de modo que prometió al arquitecto pagarle en aquella semana. Todos los días repetía la misma súplica al santo Patriarca, pero parecía mostrarse sordo a sus lágrimas. Llega el sábado, y dirigiéndose al santo le dice estas palabras en vez de la oración ordinaria: Señor san José, que ¿ya no seréis el remedio de los más angustiados? Vos conocéis todos mis apuros, bien sabéis por qué hice edificar esta capilla, y no queréis socorrerme ¿Vos seréis mi remedio en esta extrema necesidad? Y quedó por largo rato absorto en sus pensamientos. Se retira a su aposento echando antes una última mirada a la devota imagen del señor san José, mirada que quedó obscurecida por las lágrimas que rodaron por sus mejillas. Una hora después de hallarse en su habitación, le pasan recado de ir a ver a la señora N. indicándole la calle y el número donde vivía. Aunque no conocía a dicha señora va a verla y recibe de su mano tres mil francos para obras piadosas, con lo cual concluyó de pagar su capilla. No, la mano del Señor no se abrevia en nuestros días, derrama por el contrario con profusión sus gracias por medio de sus santos. No en vano nuestro inmortal Pío IX nos ha dicho, señalándonos a san José, como en otro tiempo faraón a los de su pueblo: Id a José, él es el depositario de los dones del cielo, en sus manos están todas sus riquezas, él las distribuye, acudid a él y recibiréis la salud de vuestro cuerpo si os conviene y la de vuestra alma si la deseáis.

6. Gracias en favor de los niños y de los huérfanos. El Padre Huguet refiere que en el año de 1866 en Beauvais un niño de nueve años y medio de edad experimentó los efectos de la poderosa intercesión de San José de un modo milagroso. Cuatro días hacía que estaba en cama sin que se le declarase enfermedad alguna, pero, por fin, se vio atacado repentinamente de convulsiones internas. Las crisis se sucedían con frecuencia, de modo que el niño en pocos momentos se vio en un estado muy grave. Pusiéronle el cordón de san José, sin embargo, una crisis más fuerte que las precedentes le colocó en el borde del sepulcro. La muerte había impreso en su cuerpo su horrible figura, todos sus miembros inmóviles, sus ojos turbios, la lengua pegada al paladar, su rostro amarillento y sus delirios continuos, todo indicaba su próximo fin. Se le administró el último de los sacramentos y se le leyeron las oraciones de los agonizantes. Su querida madre, que llorosa miraba triste el cuadro que tenía delante, animada de la más viva confianza acude de nuevo en su desconsuelo a san José, le promete poner en su capilla un ex-voto si libra a su hijo que gustosa le consagra al sacerdocio, si Dios le da vocación. Pocos instantes habían transcurrido, y ya el hijo había recobrado la razón, la parálisis había desaparecido, la calentura y demás signos alarmantes le habían dejado. Al día siguiente por la mañana se levantó bueno y sano. Gracias infinitas al obrador de tantos y tan portentosos milagros, alabanzas sin fin a nuestro padre, abogado y protector, el gloriosísimo José. 7. En la Casa de Beneficencia de Vaunes Hallábase una pobre huérfana que por espacio de dos años y medio estuvo sujeta a vómitos casi continuos que la hicieron perder la voz. Cuando sus compañeras salían de paseo, ella tenía que quedarse en casa y frecuentemente en la cama, porque su debilidad no le permitía el menor esfuerzo. Habíanse consultado los médicos y dado muchas medicinas pero sin ninguna mejoría; determinó pues recurrir a san José, su fiesta se acercaba y la niña tenía cierto presentimiento de que aquel día había de ser para ella de gran felicidad. Empieza una novena que debía de terminar el mismo día de la fiesta, acompáñanla todas sus compañeritas para obligar a san José, a concederle lo que le pedía. Dios, que jamás desecha la oración de los niños que con su alma cándida y corazón puro violentan al cielo, se les mostró propicio. Era el 18 de marzo por la noche, todos dormían profundamente, cuando he aquí que una voz muy agradable se oye en el dormitorio, sus ecos despiertan a la comunidad, eran los de nuestra pobre niña que entonaba un cántico de acción de gracias a su bienhechor. Efectivamente, Eugenia, así se llamaba la niña, había sido curada de todas sus enfermedades y, agradecida, entonaba alabanzas a san José. Al día siguiente canta con sus compañeras el Magnificat y otros cánticos para agradecer al cielo tan señalado favor.

8. Favores en favor de los jóvenes. En la última guerra de Francia (refiérelo el P. Huguet) una religiosa de una comunidad de Tolosa oraba con frecuencia por un militar que debía ser de los primeros en entrar en batalla. Efectivamente, llega el día del combate y los padres del joven esperan con ansiedad el resultado, su dolor se aumenta por el silencio profundo que guarda su hijo, ni una carta reciben de él. A los pocos días amargas lágrimas salen de sus ojos, ocasionadas por la voz que se deja oír en las oficinas militares. ¡El soldado ha debido morir! La religiosa oyendo tal noticia se aflige y llora como todos los demás, pero se dirige luego a su santo protector y le dice: ¡Oh santo mío! vos que conocisteis y participasteis de los sobresaltos de una Madre que perdiera por tres días su Hijo, no me parece posible que os mostréis sordo a los sollozos de una madre que el dolor quizá conducirá al sepulcro. Qué me importa que al presente todo parezca perdido, yo sé que en estos casos precisamente es cuando ostentáis vuestro poder victorioso con más preferencia. Espero, pues, en vos siempre y contra toda esperanza. Todas las personas amigas se habían vestido de luto para llorar en su corazón tan triste pérdida. Al día siguiente llega el correo con una carta que nadie esperaba, exceptuada la religiosa. El oficial les escribe de su puño y letra. ¿Pero que le ha sucedido? Vedlo aquí: Habiéndole matado dos caballos y recibido dos balazos cayó en tierra y los compañeros en su precipitada fuga le dejaron entre los cadáveres creyéndole muerto. Esto era al ponerse el sol. Al día siguiente un buen sacerdote católico, celoso de la felicidad eterna de sus hermanos va al campo de batalla, con esperanza de salvar la vida a alguno, que se hallase con ella entre los muertos, divisa al oficial empapado en su sangre pero le ve respirar y como verdadero ministro de una religión todo amor y caridad carga con el herido y le lleva a su casa donde le prodiga toda suerte de cuidados con lo cual muy pronto se vio curado el bravo militar. Todo esto llegó a noticia de la buena religiosa que bañados sus ojos en lágrimas de alegría y agradecimiento se dirige al altar de san José, para agradecerle el beneficio recibido y engrandecer sus misericordias en favor de los hombres. 9. Una joven religiosa. El Padre Barry trae una carta que le escribió una joven para que publicase en honor de San José el beneficio inestimable que de su protección había recibido. Ésta en sus primeros años había hecho voto de castidad, pero desgraciadamente no cumplió la obligación que se había impuesto ante Dios y los ángeles, y lo peor fue que la vergüenza se apoderó de ella y le cerró la boca para que no declarase su miseria al confesor. Crueles remordimientos despedazaban su alma, porque escrito está: No hay paz para el pecador. Ni de día ni de noche podía descansar. El pensamiento de la muerte la aterrorizaba, el infierno que veía abierto bajo sus pies la llenaba de horror. Maldecía el momentáneo placer que tan atroces y prolongados tormentos la hacía sufrir ya en esta vida, precursores de los que la esperaban en la eterna, sin embargo, no se resolvía a confesarle aunque sabía muy bien que no tenía otro remedio para volver la paz a su alma. Entre tantas dudas y temores acude a san José, por espacio de nueve días consecutivos le reza un breve ejercicio y apenas había terminado su obsequio se siente con ánimo de declarar sus culpas en el sagrado tribunal. Se confiesa en efecto de todas ellas sin la menor repugnancia, y desde aquel momento siente una alegría indecible en su alma tranquila y dichosa. Convencida de la protección de San José lleva siempre su imagen y no cesa de darle gracias por haberla librado del infierno y abierto las puertas del paraíso.

10. Un joven de 26 años de edad Se vio en la precisión de ir al hospital por una enfermedad que le atacó y que a los pocos días se declaró en tifus. Desde los primeros momentos los médicos dijeron que había mucho que temer, por consiguiente, debía pensarse en arreglar su conciencia. Viene el sacerdote al lado del enfermo, pero desgraciadamente encuentra en él mucha resistencia para confesarse, los malos ejemplos y doctrinas le habían corrompido. Su estado se iba empeorando por instantes, se le hace ver el peligro, se le exhorta, pero todo es inútil, ni hacer la señal de la cruz quería. El sacerdote se retira desconsolado con ánimo empero de volver. Los síntomas eran cada vez más alarmantes, se le hablaba de la misericordia de Dios que se le mostraba propicia y de su justicia para que la evitase, pero estaba endurecido. Como lo que para los hombres es imposible es fácil para Dios, determinaron las buenas hermanas de aquel hospital pedirle por sí mismas y por medio de otras personas religiosas la conversión de aquella alma; el cielo se mostraba sordo a sus oraciones y el enfermo seguía obstinado. La hermana que le cuidaba viéndole impenitente aun estando a punto de presentarse al tribunal de Jesucristo, le suplica con lágrimas en los ojos, que se acuerde de la eternidad desgraciada que le espera y que la evite, pero todo es en vano. Un pensamiento la ocurre, de acudir a san José, le ofrece hacer los siete domingos y poner el cordón al enfermo; éste, aunque con sonrisa burlona, le acepta por condescendencia, sabiendo empero que estaba bendito con lo cual la hermana se retira un tanto consolada. Pocos momentos después el enfermo exclama: ¡Dios mío, tened piedad de mí! Su corazón endurecido se ha ablandado, se ha convertido. Recibe con amor al sacerdote, se confiesa, recibe los santos sacramentos y se restablece notablemente su salud. Gracias infinitas sean dadas al protector de la buena muerte, al glorioso y amadísimo José, que jamás desecha las lágrimas y súplicas de quien acude a él. 11. Favores de San José en gracia de los casados. En Nantes, ciudad de Francia, N. H. de Chanf de Kerquinec, sufría atrozmente el efecto de una inflamación de la membrana interior del corazón que le llevó a las puertas de la muerte. Recibió con una devoción edificante el Pan de los ángeles, verdadero alimento para hacer el viaje a la eternidad. La enfermedad se agrava por instantes, los últimos momentos se aproximan y los médicos anuncian su cercana muerte, no había remedio de parte de los hombres. Su afligida esposa rodeada de sus queridos hijos se dirigen a la iglesia para pedir a Dios lo que no podían concederle los hombres, se postran al pie del sagrado altar y entre lágrimas y suspiros rezan las letanías de la santísima Virgen, de San José y de santa Ana, y por conclusión la esposa hace un voto a San José y se vuelven al lado del enfermo que se hallaba en sus últimos instantes. A las doce y media, poco más o menos, abre repentinamente los ojos y dice a los que lo rodeaban que estaba curado y que quería levantarse. Estupefacción universal. Los que lo oyeron, aunque tenían gran confianza, no se atrevían a creer un milagro. Le ayudan a levantarse, pero le ven atónitos vestirse con precipitación, sentarse y pedir de comer, porque dice que no estando enfermo no quería morirse de hambre. A las cuatro de la tarde llegan los médicos, no quieren creer lo que tienen delante de sus ojos sin examinarlo bien. Consultan: ¿cómo es que el que por la mañana se estaba muriendo le vemos ahora sano y bueno? No encuentran otra causa que la visible protección del cielo, por lo cual todos vuelven a la iglesia a dar gracias al santo Patriarca y bendecir sus misericordias.

12. Una mujer de Lyon. En Lyon vivía una pobre mujer muy afligida y desconsolada por la mala conducta de su infiel esposo. De todos los medios, que su piedad y su amor le sugirieron, se sirvió, pero inútilmente. Se determina por fin suplicar a San José por su conversión. Suspiros, lágrimas, oraciones continuas salían sin cesar de su atribulado corazón. El santo Patriarca no tardó en consolarle; tuvo el gusto indecible de ver a su esposo cambiado repentinamente y llorar sus culpas. Fue tan de veras su conversión que jamás volvió a incurrir en sus vergonzosas faltas. Ya saben pues las esposas que lloran los extravíos de sus esposos y los esposos que lamentan la vanidad orgullosa de sus esposas a donde deben de acudir, no a las discusiones y altercados mutuos, no a las quejas y murmuraciones, sino al más casto amante de los esposos, seguros que conseguirán la santificación de su consorte y podrán después de haber vivido acá en la tierra llenos de alegría y paz, abrazarse estrechamente en la mansión de los justos. 13. Mercedes en favor de las viudas. En un pueblo de la diócesis de Grenoble, refiérelo el padre Huguet, una pobre viuda tenía tres hijos a quienes educaba cristianamente, pero tuvo el dolor de ver a su primogénito volver de París, a donde había ido para perfeccionarse en sus estudios, hecho un incrédulo, un republicano y un socialista y con la salud quebrantada. Llora cual nueva Mónica el extravío de este pródigo y pide al cielo continuamente su conversión. Dios jamás se ha mostrado sordo a los lamentos y súplicas de una madre que en favor de sus hijos le pide misericordia y ésta tuvo el consuelo de abrazar a su hijo arrepentido y hecho un santo. Como acostumbraba todos los años celebrar el mes de san José, le empieza para obtener la conversión que tanto deseaba. El joven estudiante pregunta a su hermana qué significaba el oratorio improvisado y ella le responde: Hacemos el mes de San José por tu conversión, de cuya respuesta se burla el insensato como deplorando su fanatismo. A los pocos días del mes de marzo andaba ya pensativo, oye algunas veces la lectura con lo cual se movió de tal modo, que llorando dijo a su hermana en medio del piadoso ejercicio: ¡Ah! hermana, cuán desgraciado y miserable soy por haber abandonado la religión, he vivido como una bestia, qué feliz eres tú que puedes orar; instrúyeme, hermana mía, que quiero volver a vivir como cristiano. Efectivamente se hizo instruir y se preparó para recibir dignamente la comunión pascual, de donde sacó fuerzas para sufrir con paciencia y en expiación de sus culpas una cruel enfermedad que le atormentó por espacio de un año y que le llevó al cielo a cantar las glorias de su redentor. 14. Una mujer de Turín. Se lee en el devoto mes que en favor del señor San José ha compuesto el Padre Huguet, que en Turín una pobre mujer muy buena, sufría atrozmente por la escandalosa conducta de una hija suya. Iba con frecuencia a la iglesia a echarse a los pies del virginal esposo de la Madre de Dios, suplicándole con lágrimas la conversión de su hija. Un día tuvo una santa inspiración: ¿Si yo le diese, se dijo a sí misma, una estampa de san José? Pero quien sabe si no la recibirá o la romperá, sin embargo, se determina a hacerlo. De cuando en cuando su hija estaba fuera, sobre su mesa estaba un libro, que por cierto no era de devoción y aunque

con alguna repugnancia coloca en él la estampa pidiendo al santo la personase el que pusiese su imagen en semejante libro. Vuelve la hija, toma el libro: Esto si que es curioso, exclama, ¿quién ha puesto esta estampa de San José en mi libro? No sé qué hacer de ella. Pero mientras tanto la mira y le gusta la esfinge, la vuelve y lee la oración que tenía detrás, vuelve otra vez a mirarla, se enternece su corazón, llora, arroja el libro que tenía en sus manos, las levanta al cielo, pide perdón trocada y convertida totalmente, y hecha de una Magdalena perdida, la esposa amante de Jesús y devotísima del señor san José. 15. Conclusión. Pudiéramos multiplicar los ejemplos y casos milagrosos con que San José ha favorecido a todos los que han acudido a su protección, pero además de hacernos interminables, lo juzgamos también inútil supuesto que los devotos josefinos procurarán hacerse de las obras escritas en honor del santo y suscribirse a alguno de los varios Propagadores de la devoción que se publican en el mundo católico, donde encontrarán en abundancia portentosas conversiones, curaciones milagrosas y maravillosas gracias recibidas todos los días por intercesión de nuestro santo Patriarca. Ya que hemos concluido de indicar las glorias del divino José, es muy justo que concluyamos también exhortando a todos, grandes y pequeños, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, a dirigiros en todas vuestras necesidades al señor san José, seguros de sentir su patrocinio, puesto que él es el encargado de Dios para socorrer a todos los hombres, principalmente en nuestros días. Dirijámonos a él con una conciencia limpia de toda culpa y digámosle con el devotísimo san Bernardo: Oh alma victoriosa que, cual ligera paloma, escapaste de todos los lazos del mundo, mira a las incautas que viven aún en medio de ellos expuestas a ser sus prisioneras si tu patrocinio no las socorre. ¡Oh señor san José! fortísimo militar que con los duros trabajos de la milicia cristiana conquistaste el descanso de la angélica felicidad, mira a los débiles y temerosos que quieren seguirte y cantar tus alabanzas a pesar de las espadas enemigas y asechanzas de los malignos espíritus. ¡Oh santo José! ínclito vencedor, que de la tierra y el cielo triunfaste, despreciando la gloria fementida de aquella y arrebatando con tu piedad la felicidad de éste, mira desde el cielo a los que peleamos en la tierra, a fin de que esto sea la corona de tus triunfos y nosotros cantemos tus victorias. Ea, divino José, fuerte atleta, dulce patrón fiel, abogado, ven en nuestra ayuda, para que podamos atribuirte toda la gloria de nuestra libertad. Acuérdate de nosotros, santísimo José, interpón tu oración poderosa para con tu adoptivo hijo en nuestro favor; haznos también propicios a la santísima Virgen, tu esposa, que es Madre de aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. A la mayor honra y gloria de Dios, de la inmaculada y siempre Virgen María, de José su virginal esposo y de nuestro santo Padre Vicente de Paúl. Junio 19 de 1874 José María Vilaseca.

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