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La coleccionista de tesoros
Bessie Head
La coleccionista de tesoros La cárcel estatal del sur estaba a un día de viaje de los pueblos de la zona norte del país. Habían salido de Puleng a eso de las nueve de la mañana y el furgón policial zumbó todo el día mientras avanzaba hacia el sur por el camino amplio y polvoriento que iba campo a través. El mundo cotidiano de los campos arados, el ganado pastando y las enormes extensiones de maleza y bosque parecían carecer de interés para los ojos hambrientos de la prisionera, que observaba todo aquello por la rejilla metálica situada en la parte trasera del furgón policial. En un momento dado del viaje, la prisionera pareció enfrentarse a la fuente de su dolor y soledad interior y, abatida, se desplomó, ajena a todo salvo su propio dolor. Amaneció, anocheció, luego oscureció de nuevo, y el furgón siguió zumbando, indiferente, impersonal. Al principio, tenuemente en el horizonte, el resplandor naranja de las luces de la ciudad de Gaborone apareció como un sorprendente fantasma en la sobrecogedora oscuridad del monte, hasta que el furgón llegó a las calles alquitranadas, las luces de neón, las tiendas y los cines, y convirtió la maleza en un fantasma en medio de las luces cegadoras. La abatida prisionera no vio nada de todo eso; no se movió cuando el furgón por fin se detuvo en seco frente a las puertas de la cárcel. La luz de la antorcha le iluminó la cara de forma violenta. El policía, que creía que estaba dormida, la llamó en voz alta: —Despierta. Ya hemos llegado. Forcejeó con la cerradura en la oscuridad y abrió la rejilla metálica. Ella se arrastró con dolor, en silencio. Subieron juntos un corto tramo de escaleras y esperaron mientras el hombre golpeaba con suavidad, en varias ocasiones, la pesada puerta de hierro de la cárcel. El guarda nocturno la abrió apenas un poco, les escudriñó y luego la abrió un poco más para que entraran. Les condujo con toda tranquilidad y naturalidad hasta un pequeño despacho. Miró a su compañero —¿Qué tenemos aquí ? —le preguntó. —Es el caso del marido asesinado en Puleng —replicó el otro al tiempo que le entregaba un archivo. El guarda lo tomó y se sentó junto a una mesa sobre la que había un enorme libro de registros abierto. Anotó los detalles con letra grande y negrita: Dikeledi Mokopi. Cargos: Asesinato de un hombre. Pena: Cadena perpetua. Apareció la carcelera del turno nocturno y condujo a la prisionera hasta un cubículo contiguo, donde le pidió que se desvistiera. —¿Llevas dinero? —le preguntó la carcelera mientras le entregaba un sencillo vestido verde de algodón, que era el uniforme de la cárcel. La prisionera negó en silencio con la cabeza. —O sea, que has matado a tu marido, ¿no? —dijo la carcelera con un tono humorístico—. Estarás bien acompañada. Hay otras cuatro mujeres que han cometido el mismo crimen. Se está poniendo de moda. Sígueme. Dicho lo cual, la condujo por un pasillo, giró a la izquierda y se detuvo frente a una puerta de hierro que abrió con una llave, esperó a que la prisionera pasara antes que ella y cerró con llave. Llegaron a un patio pequeño de paredes muy elevadas. A un lado había tazas de váter, duchas y un armario. Al otro, un patio interior de cemento vacío. La carcelera se dirigió al armario, lo abrió, sacó varias mantas gruesas con olor a limpio y se las entregó a la prisionera. En la parte más baja del patio amurallado había una pesada puerta de hierro que daba a la celda. La carcelera se acercó hasta la puerta, la golpeó con fuerza y gritó: —Eh, las de dentro, ¿por qué no encendéis una vela? —De acuerdo —replicó una voz desde el interior, y entonces escucharon el ruido de una cerilla. La carcelera introdujo una llave, abrió la puerta y esperó a que la prisionera
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extendiera las mantas en el suelo. Las cuatro reclusas se irguieron y contemplaron en silencio a su nueva compañera. Después de que la puerta se cerrara, la saludaron. —¿De dónde vienes? —le preguntó una de ellas. —De Puleng —replicó la recién llegada y, supuestamente satisfechas con aquello, las otras apagaron la luz y se tumbaron para retomar el sueño interrumpido. Y como si hubiera llegado al final de su destino, la nueva prisionera se sumió en un profundo sueño en cuanto se tapó con las mantas. El gong del desayuno sonó a las seis de la mañana. Las mujeres se prepararon para la rutina diaria. Se incorporaron, sacudieron las mantas y las enrollaron en forma de fardo. La carcelera de día introdujo la llave en la cerradura y las dejó salir al pequeño patio de cemento para que realizaran sus necesidades matinales. Luego, con el ruido propio de los cubos y los platos, aparecieron dos prisioneros con el desayuno. Los hombres entregaron a las mujeres un plato de gachas y una taza de té negro, y se acomodaron en el suelo de cemento para comer. Se volvieron y miraron a su nueva compañera. —No ponen azúcar en el té —dijo con amabilidad una delas mujeres, la portavoz del grupo—. Solemos sacar el azúcar de las gachas y ponerlo en el té. La mujer, Dikeledi, alzó la vista y sonrió. Había experimentado tal miedo durante el período de espera previo al juicio que más que un ser humano parecía un esqueleto. La piel le cubría los pómulos de forma tirante. La otra mujer le devolvió la sonrisa, pero a su manera. En su rostro siempre había una expresión de humor cínico y enigmático. Era más bien regordeta. Hizo las presentaciones de rigor. —Me llamo Kebonye. Ellas son Otsetswe, Galeboe y Monwana. ¿Cómo te llamas? —Dikeledi Mokopi. —¿Cómo es posible que tengas un nombre tan trágico? —Preguntó Kebonye—. ¿Por qué te llamaron tus padres «lágrimas» ? —Mi padre falleció cuando nací y las lágrimas de mi madre pasaron a ser mi nombre —explicó Dikeledi , y añadió—: Ella murió seis años después y me crió mi tío. Kebonye negó con la cabeza con comprensión al tiempo que se llevaba lentamente una cucharada de gachas a la boca. —¿Cuál es el crimen por el que te han condenado? —preguntó después de tragar. —Asesiné a mi marido. —Todas estamos aquí por el mismo crimen —dijo Kebonye, y luego preguntó con una sonrisa cínica—: ¿Te arrepientes del crimen? —Pues no -replicó la otra mujer. —¿Cómo lo mataste? —Le corté sus partes con un cuchillo —explicó Dikeledi. —Yo lo hice con una navaja de afeitar —dijo Kebonye. Suspiró y añadió—: He tenido muchos problemas en la vida. Se produjo un breve silencio mientras comían. —Los hombres creen que no necesitamos cariño y atención —prosiguió Kebonye pensativamente—. Mi marido solía darme patadas entre las piernas cuando quería eso. Una vez aborté por culpa de ese trato. Cuando caía enferma no había modo de que se interesase por mí, así que una vez le dije que si quería podía estar con otras mujeres porque yo no podía satisfacer todas sus necesidades. Era funcionario de educación y cada año expulsaba a unos diecisiete maestros por dejar embarazadas a las alumnas, pero él hacía lo mismo. La última vez que ocurrió los padres de la niña se enfadaron mucho y me lo contaron. Les dije: «Dejadle en mis manos. Esto ha ido demasiado lejos». Y entonces le maté. Se produjo otro silencio y terminaron el desayuno, luego llevaron los platos y las tazas al baño para enjuagarlos. La carcelera trajo varios cubos y una escoba. Había que limpiar la celda con agua; no había el más mínimo rastro de suciedad, pero así era la rutina carcelaria. Sólo faltaba la inspección del director de la cárcel. Kebonye se volvió hacia la
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recién llegada. —Hay que andarse con ojo cuando viene el jefe —le advirtió—, si hay algo que le enfurece es la falta de atención. ¡Firmes! ¡Manos en los costados! Si no lo hacemos bien empieza a maldecir. Todo lo demás le da igual, pero eso le enfurece. Una vez finalizada la inspección, las mujeres pasaron por una serie de puertas hasta un patio abierto y soleado, cercado por una alta alambrada, donde realizaban el trabajo diario. La cárcel era un centro de rehabilitación donde los prisioneros creaban objetos que se vendían en la tienda de la cárcel; las mujeres realizaban prendas de ropa y lana; los hombres, objetos de carpintería, zapatos, ladrillos y se ocupaban del huerto. Dikeledi contaba con una serie de aptitudes: sabía coser, tejer y hacer cestas. Las mujeres tejían prendas de lana; algunas eran aprendices y lo hacían de forma lenta y minuciosa. Miraban a Dikeledi con interés mientras cogía un ovillo de lana y un par de agujas de tejer y montaba rápidamente los puntos. Tenía las manos suaves y casi sin huesos, pero muy fuertes; de esas manos nacían obras de bella factura. Hacia media mañana había terminado la parte delantera de un jersey y todas contemplaron con admiración el diseño que se había inventado. —Eres una persona con talento —dijo Kebonye, admirada. —Eso dicen todos mis amigos —replicó Dikeledi sonriendo—. Bueno, soy la mujer cuyo tejado de paja no gotea. Cuando mis amigos querían techar con paja las cabañas, allí estaba yo. Nunca lo hacían sin mí. Siempre estaba ocupada y atareada porque criaba y daba de comer a mis hijos con estas manos. Mi marido me abandonó tras cuatro años de matrimonio, pero logré salir adelante y alimentar a mis hijos. Si la gente no me pagaba con dinero, me daba regalos o comida. —Aquí no estamos muy mal —dijo Kebonye—. Ganamos un poco de dinero con la venta de nuestro trabajo, y si trabajas así tendrás para tus hijos. ¿Cuántos tienes? —Tres. —¿Están en buenas manos? —Sí. —Me gusta el almuerzo —informó Kebonye, cambiando de conversación de forma brusca-. Es la mejor comida del día. Nos dan maíz poco molido, carne y verduras. El día transcurrió apaciblemente, trabajando y charlando, y al atardecer condujeron de nuevo a las mujeres a la celda. Desenrollaron las mantas y prepararon las camas, y continuaron hablando a la luz de la vela. Justo cuando se disponían a dormir, Dikeledi se dirigió a su nueva amiga, Kebonye. —Gracias por ser tan amable conmigo —le dijo en voz baja. —Tenernos que ayudarnos las unas a las otras —replicó Kebonye con su sonrisa cínica—. Es un mundo terrible. Aquí sólo hay sufrimiento. Así, Dikeledi comenzó la tercera etapa de una vida que había estado repleta de soledad e infelicidad. Y, sin embargo, siempre había encontrado oro entre las cenizas, amores profundos que habían unido su corazón al de otros. Sonrió con dulzura a Kebonye porque sabía que ya había encontrado otro amor. Coleccionaba esa clase de tesoros. En la sociedad sólo había dos clases de hombres. La primera creaba tal sufrimiento y caos que, en general, podría calificarse de maligna. Si se observaba a los perros del pueblo persiguiendo a una perra en celo, solían hacerlo en grupos de cuatro o cinco. A medida que el celo avanzaba, un perro solía intentar quedarse con el botín y ahuyentar a los otros de la vulva de la perra. El resto de los desafortunados perros se quedaba cerca ladrando y aullando mientras el perro ganador disfrutaba de una continua sucesión de orgasmos, día y noche, hasta caer agotado. Sin duda, durante esa proeza hercúlea, el perro imaginaría que era el único pene del mundo y que aquello no era fácil. Esa clase de hombre se aproximaba al nivel animal y se comportaba como tal. Al igual que los perros, los toros y los burros, no se responsabilizaba de sus procreaciones, y al igual que los perros, los toros y los burros
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también hacía que las hembras abortaran. Dado que esa clase de hombre dominaba la sociedad, resultaba necesario someterlo a análisis porque era el culpable de la destrucción de la vida familiar. El análisis podría abarcar tres etapas temporales. En la antigüedad, antes de la invasión colonial de África, era un hombre que vivía según las tradiciones y los tabúes que los antepasados habían establecido para todos. Apenas tenía libertad individual para valorar si esas tradiciones eran compasivas o no; le exigían que cumpliese y obedeciese las normas, sin pensar. Sin embargo, cuando se examinan las leyes de los antepasados éstas parecen haber sido, en términos generales, disciplinas externas y vastas para el bien de la sociedad al completo, sin prestar mucha atención a las preferencias y necesidades individuales. Los antepasados cometieron múltiples errores y uno de los más terribles fue que otorgaron a los hombres una posición superior en la tribu, mientras que a las mujeres se las consideraba por defecto una forma inferior de vida humana. Las mujeres han sufrido las calamidades inherentes a una forma inferior de vida humana. La época colonial y el período migratorio de trabajo minero en Sudáfrica fueron otras de las desgracias que experimentó esta clase de hombres. Acabaron con el poder de los antepasados. Acabaron con la antigua forma tradicional de la vida familiar y el hombre se separaba de su mujer e hijos durante largos períodos para trabajar por una miseria en otra tierra y así conseguir el dinero para pagar el impuesto comunitario de capitación de la colonia británica. El colonialismo británico no le enriqueció. Entonces se convirtió en «el chico» del hombre blanco y en una herramienta máquina de las minas sudafricanas. La independencia africana fue otra aflicción que añadir a la larga lista de aflicciones. La independencia había cambiado de forma repentina y drástica el modelo de la sumisión ciega colonial. El programa de localización del nuevo gobierno ofreció más puestos de trabajo al tiempo que los salarios se disparaban. Se trataba de la primera oportunidad para disfrutar de una vida familiar nueva, más allá de la disciplina infantil habitual, de la degradación del colonialismo. Los hombres y las mujeres, para sobrevivir, tuvieron que recurrir a sus propios recursos. Fue el hombre quien se enfrentó a esta situación crítica, un caos carente de recursos internos. Era como si se horrorizara a sí mismo y, al intentar huir de su propio vacío interior, se alejara en una especie de danza mortal vertiginosa marcada por la destrucción y el libertinaje. Garesego Mokopi, el marido de Dikeledi, era un hombre así. Durante los cuatro años previos a la independencia había trabajado de oficinista en el servicio administrativo de la región, trabajo por el que ganaba cincuenta rands mensuales. Justo después de la independencia, su salario aumentó a doscientos rands mensuales. Incluso durante las épocas de escasez le había gustado beber y perseguir a las mujeres, y ahora contaba con los recursos para correrse verdaderas juergas. No se le volvió a ver por casa y vivía y dormía en el pueblo, de mujer en mujer. Dejó a su esposa y tres hijos —Banabothe, el mayor, de cuatro años; Inalame, de tres, y el más pequeño, Motsomi, de uno— librados a sus propios medios. Quizá lo hiciera porque su mujer era la típica aburrida medio analfabeta y había muchas mujeres extraordinarias por conocer. Sin duda, la independencia obró maravillas. Había otra clase de hombre en la sociedad con el poder para renovarse a sí mismo. Volcaba todos los recursos, tanto emocionales como materiales, en la vida familiar y seguía adelante a un ritmo tranquilo, como un río. Era un poema de ternura. Paul Thebolo era un hombre así, y su esposa, Kenalepe, él y sus tres hijos se trasladaron a Puleng en 1966, el año dela independencia. A Paul Thebolo le habían ofrecido el cargo de director de una escuela. Les adjudicaron un campo vacío junto al patio de Dikeledi Mokopi. Los vecinos son el centro del universo. Se ayudan mutuamente en todo momento y se prestan cuanto tienen. Dikeledi Mokopi observó interesada el patio de los nuevos vecinos. Al principio, sólo vio al hombre con varios trabajadores levantando una valla, tarea que realizaron con suma presteza y eficacia. El hombre le causó una buena impresión en cuanto fue a verle para presentarse y averiguar detalles sobre los recién llegados. Era
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alto, huesudo, de movimientos lentos. Era tan tranquilo que la luz del sol y las sombras jugaban con sus ojos, por lo que resultaba difícil discernir el color de los mismos. Cuando se detenía y parecía meditar, a la luz del sol le gustaba arrastrarse hasta los ojos y acurrucarse allí, por lo que a veces eran del color de la sombra y otras marrón claro. Se volvió y le sonrió con amabilidad cuando ella se presentó y le explicó que su esposa y él venían del pueblo de Bobonong. Su mujer e hijos se quedarían en el pueblo con los parientes hasta que el patio estuviese preparado. Tenía que apresurarse porque las clases comenzarían dentro de un mes. Dijo que primero levantarían dos cabañas de adobe y que luego tenía pensado construir una casita de ladrillo. Su esposa vendría dentro de unos días con algunas mujeres para levantar las paredes de barro de las cabañas. —Me gustaría ayudaros —dijo Dikeledi—. Si empezamos a primera hora de la mañana y somos seis, levantaremos las paredes en una semana. Si quieres un tejado de paja, todos mis amigos dicen que soy la mujer cuyo tejado no gotea. El hombre le replicó sonriendo que se lo comunicaría a su esposa y luego añadió que creía que ésta le caería bien .Su mujer era una persona muy agradable; le caía bien a todo el mundo. Dikeledi regresó a su patio, henchida. Apenas recibía visitas. No la visitaba ninguno de sus parientes por miedo a que, dado que su esposo la había abandonado, comenzase a depender de ellos. Quienes la visitaban lo hacían por negocios; querían que hiciese trajes para sus hijos o tejiese jerséis para el invierno, y cuando no tenía ningún encargo hacía cestas para luego venderlas . Así mantenía a sus hijos, pero carecía de verdaderos amigos. Todo resultó ser como había dicho el esposo; su mujer era encantadora. Era bastante alta y delgada y tenía una actitud alegre y vivaz. No ocultaba que, normalmente, era una persona muy feliz. Y todo resultó como Dikeledi había dicho. El grupo de seis mujeres levantó las paredes de barro de las cabañas en una semana; dos semanas después, el tejado estaba acabado. La familia Thebolo se trasladó a su nueva residencia y Dikeledi Mokopi comenzó a disfrutar de uno de los períodos más felices y radiantes de su vida. Su relación con la familia Thebolo era algo más que el típico intercambio cordial entre vecinos. Era rica y creativa. Al poco, las dos mujeres entablaron una de esas amistades profundas y afectuosas en la que todo se comparte y que sólo las mujeres saben tener. Al parecer, Kenalepe quería infinidad de vestidos para ella y sus tres hijas. Dado que Dikeledi no aceptaba dinero por esos servicios —argüía que se beneficiaba demasiado de sus vecinos—, Paul Thebolo dispuso que recibiera artículos para el hogar a cambio de esos servicios, de modo que Dikeledi tuvo cubiertas las necesidades básicas de la casa durante varios años: el saco de maíz lleno, azúcar, té, leche en polvo y aceite comestible. Kenalepe también era la clase de mujer que hacía que el mundo girase en torno a ella; su personalidad encantadora atraía a muchas mujeres a su patio y a multitud de clientes para su amiga modista, Dikeledi. Al final, Dikeledi se vio desbordada por el trabajo y obligada a comprar otra máquina de coser y a contratar a una ayudanta. Las dos mujeres lo hacían todo juntas; iban juntas a las bodas, funerales y fiestas de la aldea. En el tiempo libre, hablaban largo y tendido sobre sus asuntos más íntimos, por lo que conocían sus respectivas vidas a la perfección. —Eres afortunada —le dijo un día Dikeledi con añoranza—. No todas tienen un marido tan maravilloso como Paul. —Oh, sí —replicó Kenalepe con alegría—, es muy honesto. —Estaba al tanto del drama personal de Dikeledi y le preguntó—: ¿Por qué te casaste con un hombre como Garesego? El otro día , cuando le señalaste, lo miré detenidamente y enseguida me di cuenta de que le gusta mariposear. —Creo que lo que quería era marcharme del patio de mi tío —replicó Dikeledi—. Mi tío nunca me cayó bien. Aunque era rico, era duro y muy egoísta. Me trataba como a una criada. Fui allí a los seis años, cuando mi madre murió, y no fui feliz. Todos sus hijos me despreciaban porque era su criada. Mi tío me pagó los estudios durante seis años y luego
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me dijo que debía dejar el colegio. Yo quería seguir estudiando porque, como sabes, los estudios te abren las puertas. Garesego era amigo de mi tío y fue el único hombre que me propuso matrimonio. Lo hablaron entre ellos y entonces mi tío me dijo: «Será mejor que te cases con Garesego porque aquí tampoco haces mucho». Acepté para alejarme de un hombre tan terrible. Garesego me dijo entonces que prefería casarse conmigo que con una mujer culta porque esas son testarudas y quieren imponer normas a los hombres. No me quejé cuando comenzó a salir. Ya sabes lo que hacen las otras mujeres. Persiguen al hombre de cabaña en cabaña y pegan a las novias. El hombre huye a otra cabaña, eso es todo. Así que, en realidad, no ganas nada. No pensaba actuar así. Mis hijos me producen una gran satisfacción, son una bendición. —Oh, no es suficiente —dijo su amiga mientras negaba con la cabeza—. Me asombra el modo en que la vida reparte sus regalos. Algunas personas reciben demasiados y otras, ninguno. Siempre he tenido suerte en la vida. Un día mis padres vendrán de visita —viven en el sur— y ya verás cómo me miman. Paul es igual. Se ocupa de todo para que así nunca me preocupe de nada... El hombre, Paul, atraía a tantos hombres como su esposa. Tenían invitados todas las tardes; analfabetos que querían que les rellenase los impresos de Hacienda o les escribiese cartas, o compañeros que querían debatir los asuntos políticos de actualidad; desde la independencia, todos los días sucedía algo nuevo. Las dos mujeres se mantenían al margen de esos debates; escuchaban atentamente, pero nunca participaban. Al día siguiente matizaban los debates con expresiones inteligentes y serias. —Las opiniones de los hombres son variadas y atrevidas —comentaría Kenalepe—. Me asusta el modo en que critican abiertamente al nuevo gobierno. ¿Escuchaste lo que Petros dijo anoche? Dijo que conocía a todos esos cabrones, que no eran más que una pandilla de sinvergüenzas dispuestos a hacer de las suyas . ¡Oh, querida! Me asusté mucho cuando dijo eso. El modo en que hablan del gobierno te hace pensar que no es seguro, a diferencia de antes, cuando no había gobiernos. Y Lentswe dijo que el diez por ciento de la población inglesa controla toda la riqueza del país, mientras que el resto se muere de hambre. Y dijo que el comunismo lo solucionaría todo. Por lo que comentaron, deduje que nuestro gobierno no está a favor del comunismo. Me asusté tanto cuando lo entendí... —Se calló y se rió con orgullo—. A Paul le he oído decir muchas veces: «Los británicos solo nos gobernaron ochenta años». ¿Por qué le gustará tanto repetir esa idea? Así, un mundo completamente nuevo apareció ante los ojos de Dikeledi. Era tan variado y satisfactorio que, a medida que transcurrían los días, se sumergió más y más en el mismo y pasó por alto la vacuidad de su propia vida. Sin embargo, Kenalepe lo recordaba como un dolor molesto. —Deberías encontrar otro hombre —le instó un día mientras tenían una de sus conversaciones privadas—. No es bueno que una mujer viva sola . —¿Y quién será ese hombre? —inquirió Dikeledi, desilusionada—. Solo me traería problemas, mientras que ahora todo está en calma. Mi hijo mayor va a la escuela y puedo pagarle los estudios. Eso es lo que me importa de verdad. —Me refería a que también estamos aquí para hacer el amor y disfrutarlo —apuntó Kenalepe. —Oh, nunca le he dado mucha importancia —replicó Dikeledi—. Cuando experimentas lo peor, se te quitan las ganas por completo. —¿A qué te refieres? —inquirió Kenalepe con los ojos bien abiertos . —A que era un visto y no visto, y solía preguntarme en qué consistía aquello. Empecé a tenerle aversión. —¡¿Garesego era así?! —exclamó Kenalepe, estupefacta—. Vaya, es como un gallo que va de gallina en gallina. Me pregunto qué hará con todas esas mujeres. Estoy segura de que quieren su dinero y por eso le adulan... —Se calló y añadió en tono serio—: Motivo de más para que encuentres otro hombre. ¡Oh, si supieras cómo es lo echarías de menos, te lo
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aseguro! A veces creo que disfruto demasiado con esa parte de la vida. Paul sabe mucho al respecto. Y siempre me sorprende con algún truco nuevo. Cuando se le ha ocurrido algo nuevo sonríe de manera especial y yo me estremezco un poco y me digo: «¿Qué es lo que hará Paul esta noche?». Kenalepe se calló y sonrió a su amiga, con picardía. —Podría prestarte a Paul si quieres —dijo y, acto seguido, alzó la mano para impedir la protesta que se había dibujado en el rostro de su amiga—. Lo haría porque nunca he tenido una amiga en la que haya confiado tanto como en ti. Antes de casarse, Paul había estado con otras mujeres, por lo que para él no es algo raro. Además, solíamos hacer el amor mucho antes de casarnos y nunca me quedé embarazada. También tiene cuidado en ese sentido. No me importaría prestártelo porque estoy en estado y no me siento muy bien estos días... Dikeledi clavó la mirada en el suelo durante unos instantes, luego miró a su amiga con lágrimas en los ojos. —No puedo aceptar un regalo así —reconoció, emocionada—, pero si no te encuentras bien te ayudaré a limpiar y a cocinar; Kenalepe, a quien la negativa de su amiga no la había desanimado, le mencionó la conversación a su esposo esa misma noche. Aquello le cogió tan desprevenido que al principio pareció un tanto sorprendido y luego se echó a reír durante tanto tiempo que daba la impresión de que no iba a parar. —¿Por qué te ríes así? -preguntó Kenalepe, atónita. Se rió un poco más, de repente adoptó una expresión seria y pensativa y se abstrajo en sus pensamientos durante unos instantes. Ella le preguntó en qué estaba pensando. —No quiero contártelo todo —replicó—; quiero guardarme algunos secretos. Al día siguiente, Kenalepe se lo contó a su amiga. —¿Y qué se supone que significa eso de que quiere guardarse algunos secretos para sí? —Creo —respondió Dikeledi con una sonrisa— que piensa que es una buena persona. Además, cuando alguien quiere a una persona demasiado, le cuesta decirlo. Prefieren guardar silencio. Al poco tiempo, Kenalepe tuvo un aborto espontáneo e ingresó en el hospital para una intervención poco importante. Dikeledi mantuvo la promesa de «limpiar y cocinar» para su amiga. Se ocupaba de las dos casas, daba de comer a los niños y lo controlaba todo. Asimismo, los pacientes se quejaban de la mala alimentación del hospital, por lo que todos los días recorría la aldea en busca de huevos y pollo, los cocinaba y se los llevaba a Kenalepe a la hora del almuerzo. Una tarde, Dikeledi se topó con un cambio de rutina. Acababa de servir la cena a las hijas de la familia Thebolo cuando llegó una clienta que quería hacer un arreglo urgente en un vestido de novia. La boda era al día siguiente. Dejó a las niñas sentadas, comiendo en torno al fuego, y se dirigió a su casa. Una hora después, cuando sus niños ya estaban dormidos, creyó conveniente comprobar que no había pasado nada en el patio de los Thebolo. Entró en la cabaña de las niñas y se dio cuenta de que se habían acostado por sí solas y estaban profundamente dormidas. Los platos de la cena estaban diseminados junto al fuego, sin lavar. La cabaña que Paul y Kenalepe compartían estaba oscura, lo cual significaba que Paul todavía no había regresado del hospital, donde iba a ver a su esposa todas las tardes. Dikeledi recogió los platos y los lavó, luego vertió el agua sucia sobre las ascuas del fuego exterior. Apiló los platos unos encima de otros y los llevó hasta la tercera cabaña adicional, que se utilizaba como cocina. Justo en ese momento, Paul Thebolo llegó al patio, vio la luz encendida y movimiento en la cocina y se encaminó hacia la misma. Se detuvo ante la puerta abierta. —¿Qué estás haciendo ahora, Mma-Banabothe? —preguntó, dirigiéndose a ella, cariñosamente y según la tradición, por el nombre de su hijo mayor, Banabothe. —Sé perfectamente lo que estoy haciendo —replicó Dikeledi en tono alegre. Se
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volvió para decirle que no era bueno dejar los platos sucios toda la noche, pero se quedó boquiabierta. Los ojos de Paul eran como dos charcos de líquido fresco y algo infinitamente tierno pasó entre ellos; era demasiado hermoso para ser amor. —Eres una mujer muy buena, Mma-Banabothe —le dijo con voz queda. Era cierto y le ofreció el regalo como si fuera una pepita de oro. Sólo los hombres como Paul Thebolo ofrecían tales regalos. Ella lo aceptó y se guardó otro tesoro en el corazón. Flexionó la rodilla siguiendo la reverencia tradicional y se dirigió en silencio a su casa. Transcurrieron ocho años marcados por un ritmo apacible de trabajo y la amistad con los Thebolo. La crisis llegó con el hijo mayor, Banabothe. Tenía que realizar el examen final de los estudios primarios a finales de año. Un hecho tan serio le hizo sentar la cabeza ya que, al igual que a todos los jóvenes, le gustaba jugar a todas horas. Trajo los libros a casa y le dijo a su madre que le gustaría estudiar por las tardes. Quería aprobar con sobresaliente para que estuviera contenta. Con expresión de orgullo y un tanto sonrojada, Dikeledi se lo contó a su amiga, Kenalepe. —Ahora Banabothe estudia todas las tardes —explicó—. Nunca se ha interesado por los estudios. Estoy tan contenta que le he comprado una lámpara y le he trasladado a mi cabaña, donde estará más tranquilo. Estamos juntos hasta bien entrada la noche. Coso botones y arreglo dobladillos y él estudia... Abrió una cuenta de ahorros en correos para tener dinero de reserva y pagar la matrícula de los estudios secundarios. Era bastante dinero, 85 rands; a pesar de haber guardado hasta el último céntimo, a finales de año le faltaban unos 20 rands para cubrir la matrícula. Durante las vacaciones navideñas se anunciaron los resultados de los exámenes; Banabothe había obtenido sobresaliente. Aquello desbordó de alegría a su madre, pero ¿qué haría? Los dos hijos más pequeños ya habían comenzado los estudios primarios y no lograría cubrir todos los gastos con sus recursos. Decidió recordarle a Garesego Mokopi que era el padre de los niños. No le había visto en ocho años, salvo por los caminos de la aldea. A veces la saludaba, pero nunca le había hablado ni le había preguntado por los niños. No importaba. Ella era una forma inferior de vida humana. Entonces este ser desagradable se presentó un día en su despacho, justo cuando se disponía a salir para comer. Dikeledi había averiguado gracias a los chismorreos que estaba viviendo con una mujer casada que ya tenía varios hijos. Había desbancado a su marido en la típica reyerta pueblerina repleta de insultos, golpes e injurias. Lo más probable era que al marido no le importase porque siempre había brazos abiertos dispuestos a recibir a un hombre, siempre y cuando pareciese un hombre. Las antiguas amantes de Garesego Mokopi le contaron en tono burlón que lo que le atraía de aquella mujer era que hacía el amor de manera más bien emocionante, mordiendo y arañando. Garesego Mokopi salió del despacho y miró irritado a ese fantasma del pasado, su esposa. Era obvio que quería hablar con él, por lo que se acercó a ella sin dejar de mirar el reloj. Al igual que los nuevos «triunfadores», había engordado, tenía los ojos inyectados de sangre, la cara hinchada y desprendía el olor a cerveza y sexo de la noche anterior. Le indicó con la mirada que debían dirigirse a la parte trasera del edificio, donde hablarían en privado. —Date prisa en decirme lo que tengas que decir —le exhortó con impaciencia—. La hora del almuerzo dura muy poco y tengo que estar de vuelta en el despacho a las dos. A él no podría contarle lo mucho que se enorgullecía del logro de Banabothe. —Garesego, te ruego que me ayudes a pagar la matrícula de Banabothe para los estudios secundarios —dijo—. Aprobó con sobresaliente y, como bien sabes, la matrícula hay que pagarla el primer día de clase o no lo aceptarán. Me he esforzado por ahorrar todo el año, pero me faltan veinte rands. Le entregó el informe de la cuenta de ahorros de correos, él lo cogió, lo miró y se lo devolvió. Luego esbozó una sonrisita de suficiencia y pensó que le asestaría un buen golpe bajo. —¿Por qué no le pides el dinero a Paul Thebolo? —dijo—. Todo el mundo sabe que tiene dos hogares y que tú eres la de repuesto. Todo el mundo sabe que cada seis meses te
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da un saco lleno de maíz, ¿así que por qué no paga también la matrícula? Dikeledi ni lo negó ni lo confirmó. El golpe rebotó en su rostro, que alzó lentamente, con orgullo. Entonces se marchó. Como de costumbre, las dos mujeres se reunieron esa tarde y Dikeledi le reprodujo la conversación mantenida con su esposo a Kenalepe, que reclinó la cabeza, iracunda. —¡Cerdo asqueroso! —exclamó con ferocidad—. Piensa que todos los hombres son como él, ¿no? Se lo contaré a Paul y sabrá lo que es bueno. Sin duda, Garesego supo lo que era bueno, pero le gustó. En lo más profundo de su ser, Garesego era una prostituta y, al igual que todas las profesionales, le encantaba la publicidad y causar sensación. Sonrió de manera amistosa cuando Paul Thebolo se presentó en su casa, donde vivía con «su» concubina. Garesego había vivido muchas situaciones similares durante los últimos ochos años y casi se sabía de memoria el diálogo que se produciría a continuación. —¡Cabrón! —soltó Paul Thebolo—, Tu mujer no es mi concubina, ¿me oyes? —Entonces, ¿por qué le das comida? —dijo Garesego arrastrando las palabras—. ¡Los hombres sólo lo hacen con las mujeres a las que se tiran! Nunca lo hacen a cambio de nada. Paul Thebolo apoyó una mano en la pared, enojado. —¡Envileces la vida, Garesego Mokopi! —dijo tensamente—. Tu mundo está repleto de envilecimiento. Mma-Banabothe cose ropa para mi esposa y mis hijos y no quiere aceptar dinero, entonces, ¿cómo quieres que le pague? —Eso demuestra que ocurre en ambos sentidos —replicó Garesego, con vileza—. Las mujeres lo hacen para los hombres que se las tiran. Paul Thebolo soltó la otra mano, le golpeó con fuerza en uno de los ojos y se marchó. ¿Quién podría ocultar un ojo hinchado y amoratado? A quien quiera que le preguntara, siempre replicaba con expresión ofendida: —Me lo hizo el amante de mi mujer, Paul Thebolo. Aquello logró que toda la aldea se fijase en él, que es lo que él quería. Aquella clase de hombre era el último peldaño en el escalafón gubernamental. Ansiaba, en secreto, ser presidente y que todos los ojos se posaran en él. Fomentó un poco más el revuelo. Anunció que pagaría la matrícula del hijo de su concubina, que también estaba a punto de comenzar los estudios secundarios, pero no la de su propio hijo, Banabothe. A la gente le gustaba en parte que se calumniara a Paul Thebolo; era demasiado bueno para ser cierto. Les encantaba que formara parte de los trapos sucios de la aldea, por lo que se dirigieron a Garesego y le reprendieron: «Es posible que tu mujer reciba cosas de Paul Thebolo, pero ningún hombre se puede permitir el lujo de pagar la matrícula de su hijo así como la del hijo de otro hombre. Banabothe no estaría allí si no lo hubieras procreado, Garesego, así que tu deber es ocuparte de él. Además, es culpa tuya que tu mujer esté con otro hombre. La has abandonado todos estos años». La historia se prolongó durante otras dos semanas, sobre todo porque los aldeanos querían afirmar que Paul Thebolo también formaba parte de la vida normal, a pesar de que no estaban seguros de cuál era su sentido ético. Sin embargo, la historia dio un vuelco tan inesperado que todos se estremecieron de horror. Transcurrieron varias semanas antes de que reunieran el valor para acostarse con mujeres; preferían hacer otra cosa. Los obscenos procesos de pensamiento de Garesego fueron su perdición. Estaba convencido de que había otro hombre en su corral y, como cualquier gallo, se encrestó. Pensaba que tenía derecho a reclamar lo que creía suyo y, así, dos semanas después, una vez que la hinchazón del ojo hubo desaparecido, espió a Banabothe y le pidió que le llevara una nota a su madre. Le dijo que debería traerle una respuesta. La nota rezaba: «Querida madre, vuelvo a casa para que resolvamos nuestras diferencias. ¿Me prepararás una comida y un baño bien caliente? Gare». Dikele di leyó la nota y se estremeció de ira. Todos los dejes le resultaban familiares. Vendría a casa en busca de sexo. No habían tenido ninguna diferencia. Ni siquiera se habían hablado. —Banabothe —dijo—. ¿Vas a jugar por aquí cerca? Quiero pensar un poco y luego te daré la contestación para que se la entregues a tu padre.
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No pensaba con claridad. Había algo que no podría mencionar de inmediato. Durante todos esos años en los que había luchado por mantener a la familia, su vida se había tornado sagrada. La había llenado con los tesoros del amor y la ternura que los demás le habían dedicado y quería proteger todo eso del envilecimiento de aquel hombre malvado. Presa del terror, lo primero que pensó fue reunir a los niños y huir de la aldea. Pero ¿adónde iría? Garesego no quería divorciarse, le había dejado que le hablase del asunto, se había abstenido de recurrir a otros hombres. Pensó en todas las posibilidades y llegó a la conclusión de que tendría que plantarle cara. Si le escribía que ni se le ocurriese ir al patio porque no quería verle, no le haría caso. Las mujeres negras carecían de ese poder. Una expresión inquietante se le dibujó en el rostro. Finalmente, en paz consigo misma, entró en la cabaña y escribió la contestación: "Señor, prepararé todo lo que se me ha pedido. Dikeledi». Al mediodía, Banabothe corrió a entregarle la respuesta a su padre. Dikeledi se pasó toda la tarde realizando los preparativos para la llegada de su esposo al atardecer. En un momento dado, Kenalepe se acercó al patio y observó sorprendida la multitud de preparativos, la enorme olla de hierro llena de agua con un fuego debajo, las otras ollas en el fuego. Sólo después vería el cuchillo, aunque de forma vaga y borrosa, un cuchillo de cocina empleado para trinchar carne, y a Dikeledi arrodillada junto a una muela, afilándolo lenta y metódicamente. Entonces se fijó en la expresión trágica y resuelta del rostro de su amiga. Aquello la confundió e impidió la habitual conversación femenina sin trabas. Cuando Dikeledi le explicó «Estoy haciendo algunos preparativos para Garesego. Esta noche vendrá a casa», Kenalepe volvió rápidamente a su hogar, horrorizada. Sabían que estaban implicados porque, cuando se lo mencionó a Paul, estuvo inquieto y preocupado durante el resto del día. Hacía todo al revés, no respondía a las preguntas, dejaba que el té se enfriara y, de tanto en tanto, se levantaba y caminaba de un lado para otro, sumido en sus pensamientos. Tal era el estado de alteración, que por la tarde ya ni siquiera intentaban hablar. Permanecían en silencio en la cabaña. Entonces, a eso de las nueve, escucharon aquellos gritos estremecedores. Salieron corriendo hacia la cabaña de Dikeledi Mokopi. Llegó a casa al atardecer, se lo encontró todo preparado, tal como había pedido, y se dispuso a disfrutar de una vida de hombre. Había traído un pack de cervezas y se sentó fuera a saborearlas lentamente, aunque de tanto en tanto echaba un vistazo al patio de Thebolo. En el patio sólo se veía a la mujer y a los niños. Al hombre no se le veía por ningún sitio. Garesego sonrió para sus adentros, satisfecho de poder cacarear tan alto como quisiera sin obtener respuesta. Le prepararon un cuenco con agua tibia para que se lavara las manos y luego Dikeledi le sirvió la cena. A cierta distancia sirvió también a los niños y luego les ordenó que se lavaran y prepararan para acostarse. Se dio cuenta de que Garesego no mostraba interés alguno por los niños. Estaba totalmente ensimismado y sólo pensaba en sí mismo y en su comodidad. Si hubiera mostrado ternura hacia los niños ella se habría desmoronado y se habría desviado del propósito que con tanto cuidado había planeado durante toda la tarde. Él tampoco le prestaba a ella ninguna atención porque cuando por fin llevó su propio plato de comida y se sentó cerca de él, no le miró a la cara ni una sola vez. Se bebió la cerveza y lanzó algunas miradas al patio de Thebolo. El hombre del patio no apareció ni una sola vez hasta que estuvo demasiado oscuro como para siquiera distinguir una sombra. Aquello le satisfacía por completo. Podía repetir la actuación todos los días hasta hacer perder la paciencia al macho y obligarlo a maltratarle. Le gustaban ese tipo de cosas. —Garesego, ¿crees que podrías ayudarme a pagar la escuela de Banabothe? — preguntó Dikeledi en un momento dado. —Oh, me lo pensaré —respondió con indiferencia. Ella se levantó y llevó cubos de agua a la cabaña, que vertió en una gran tina de
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hojalata para que él pudiera bañarse, luego, mientras se bañaba, ella se dedicó a recoger y acabar las tareas del hogar. Una vez terminadas, entró en la cabaña de los niños. Jugaban mucho durante el día y ya habían caído rendidos. Se arrodilló junto a las esteras en las que dormían y los observó durante un rato con una expresión de profunda ternura. A continuación, apagó la lámpara de un soplo y se dirigió a su propia cabaña. Garasego estaba estirado en la cama de tal manera que indicaba que sólo pensaba en él y que no tenía intención de compartir la cama con nadie. Ahíto de comida y de bebida, se había quedado profundamente dormido en cuanto tocó la almohada con la cabeza. Sin duda su concubina le había enseñado que, para un hombre, la forma correcta de acostarse era desnudo. Así estaba, desprevenido e indefenso, tendido sobre la cama boca arriba. La bañera traqueteó con fuerza mientras Dikeledi la sacaba de la habitación, pero él seguía dormido, perdido en otro mundo. Volvió a entrar en la cabaña y cerró la puerta. Entonces se inclinó y cogió el cuchillo que había debajo de la cama y que sólo había tapado con un trapo. Con la precisión y habilidad de sus manos acostumbradas al trabajo duro, le agarró los genitales y se los cortó de un tajo. Al hacerlo, le rajó la arteria principal que discurre por la ingle. Un chorro de sangre enorme dibujó un arco sobre la cama. Y Garesego gritó. Bramó de angustia. A continuación, se hizo el silencio. Se puso de pie y observó la agonía de su muerte con una mirada penetrante y perturbadora, sin perderse ni un solo detalle. Un toque en la puerta la despertó del ensueño. Era el muchacho, Banabothe. Abrió la puerta y lo miró, estupefacta. El niño tiritaba de forma extrema. —Madre -dijo con un susurro de terror—. ¿No era papá el que gritaba? —Le he matado —declaró, haciendo un gesto con la mano que decía «y no hay más que hablar». A continuación, añadió con severidad—: Banabothe, ve a buscar a la policía. El muchacho se volvió y huyó hacia la noche. Un segundo par de pisadas le pisaron los talones. Era Kenalepe regresando a su patio, medio loca de miedo. Paul Thebolo surgió de entre la oscuridad, se acercó a la cabaña y entró en ella. Miró a su alrededor para captar todos los detalles y entonces se volvió y contempló a Dikeledi con una expresión tan atormentada que se quedó mudo durante unos instantes. Al final habló. —No te preocupes por los niños, Mma-Banabothe. Los acogeré como si fueran míos y todos ellos irán a la escuela secundaria.