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LA TENTACIÓN TOTALITARIA Y EL MURO DE BERLÍN
ANTONIO SANCHEZ GARCÍA
legué a Berlín, becado por el Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) a estudiar historia y filosofía, hace medio siglo, en el invierno de 1963, dos años después de que la dictadura de Walter Ulbricht comenzara, en agosto de 1961, la construcción del Muro de Berlín. Las autoridades comunistas lo llamaron “Muro de Protección Antifascista”. El pueblo llano de uno y otro sector lo llamó, simplemente, “Muro de la Vergüenza”. Se extendía a lo largo de 45 kilómetros que dividían a la población berlinesa en dos historias irreconciliables y 115 kilómetros que separaban al enclave Berlín Occidental –administrada por los aliados– de la ciudad de Berlín Oriental, administrada por el ejército de ocupación soviético y capital de la llamada Deutsche Demokratische Republik o República Democrática Alemana. Como solían adjetivarse por entonces y sin pretensiones de sarcasmo todas las dictaduras de la órbita soviética. Se alzó, suerte de Jerusalén de la contemporaneidad, como símbolo urgente de la Guerra Fría y sirvió de excelente escenografía a quienes quisieran ilustrar la sórdida trama de espionaje, crímenes de Estado y persecuciones policiales, consecuencias todas ellas de la Segunda Guerra Mundial sobre una nación cruelmente derrotada, humillada y repartida entre las potencias vencedoras. Cruzarlo estaba terminantemente prohibido para los berlineses de uno u otro sector y en el colmo del esperpento, dejando las tripas de las viejas edificaciones de comienzos de siglo al aire, las paredes de las fachadas derruidas, partiendo en muchas de sus extensiones avenidas, calles y edificios, atravesados por un terreno eriazo sembrado de minas antipersonales, cuajado de alambradas de púas y erizado por altas torres de vigilancia provistas de reflectores de alto poder y ametralladoras punto cincuenta. Era preciso mantener vivo el recuerdo de Dachau, Auschwitz y Treblinka. Intentar cruzarlo le costó la vida, que se sepa, a más de un par de centenas de desesperados alemanes condenados a vegetar por los días de los días en la sordidez de una dictadura totalitaria. Toda explicación en sentido contrario al dado por las autoridades del régimen comunista de Walter Ulbricht y el partido comunista alemán para justificar ese monumento al horror – frenar la intervención del capitalismo occidental interesado en obstaculizar la construcción del socialismo – se cae por su propio peso: no se conoce un solo caso de un ciudadano de Berlín Occidental que haya intentado cruzarlo para sumarse a los ejércitos socialistas de la tal imaginaria construcción utópica, dirigida por la Stassi, el aparato de seguridad del comunismo germano. Y quienes como Ernst Bloch, el filósofo del Espíritu de la Utopía, decidieron irse a vivir en ella tras el fin de la guerra no tardaron en arrepentirse y escapar a Occidente. Bertolt Brecht, como lo expresara en uno de sus poemas postreros, murió sumido en el desánimo. La razón efectiva para alzar ese desiderátum del espanto totalitario era mucho más sencilla: de no construir un dique almenado de contención capaz de dar muerte inmediata a quien pretendiera sobrepasarlo, la población de Alemania Oriental se hubiera vaciado en pocos años. Razón que explica que además del famoso Muro de Berlín, en realidad existiera una suerte de imperial Muro Germánico a lo largo de toda su frontera con la temida Alemania capitalista. Vale decir: democrática. A todo lo largo de los miles de kilómetros que dividían a ambas realidades de origen común corrían muros, alambradas y casetas de vigilancia infranqueables.
La metáfora de la Cortina de Hierro era infinitamente más real de lo que muchos creen: había revivido tras más de dos mil quinientos años la proeza de las dinastías chinas que hicieron construir la Gran Muralla, si bien se tratara en su caso de una colosal y maravillosa edificación de piedra de más de veinte mil kilómetros de extensión, siete metros de alto y cinco de ancho, custodiada hasta por un millón de efectivos, para protegerse de los ataques de los nómadas xiongnu de Mongolia y Manchuria. No para impedir el éxodo de la población china. La Gran Muralla berlinesa era infinitamente más modesta y no sobrevivió los treinta años, pero era incomparablemente más ignominiosa. Hecha de bloques de cemento por los propios carceleros - ¿quién habría de confiar en albañiles prontos a dar el salto y encontrar trabajo en Occidente? - , se la echó abajo a mandarriazos por un pueblo indignado que no resistió más abusos. Solía cruzarla cada tanto por Checkpoint Charlie, el más famoso de los pasos fronterizos ubicados en la afamada Friedrich Strasse, en el corazón del barrio obrero de Kreuzberg, tras engorrosos y muy abusivos trámites – me asistía el derecho a pasar de un sector al otro como ciudadano extranjero – a través de un laberinto de alcabalas y casamatas cuajadas del acre olor de la guerra y el apestoso aroma a campo de concentración que flotaba por sobre todas las dictaduras del Pacto de Varsovia. Lo hacía sin otra razón que asistir a los montajes del Berliner Ensemble en el Theater am Schiffbauerdamm, el grupo teatral que dirigía la viuda de Bertolt Brecht, Helene Weigel. La entrada del lado americano, además de un inmenso cartelón que prevenía con el emblemático ¡You are living the american sector!, tenía un pequeño museo del horror con las imágenes de los asesinados por la Vopo – la VolksPolizei del régimen comunista – entre las que destacaban las fotos del joven Peter Fechter, uno de los primeros desangrados en 1962 ante los atónitos ojos de los habitantes cercanos de Berlín Occidental, impotentes para asistirlo y salvarle la vida. Y a algunos pasos hacia el oriente, revisado de cabo a rabo, expurgados mis antecedentes, observado con desprecio por la melena - que por entonces portaba y me llegaba a los hombros - y mi atuendo de típico hippie universitario berlinés, y luego de pasear un espejo montado sobre ruedas por debajo, a lo largo y ancho de mi desarrapado Volkswagen, meterle una larga varilla flexible a mi tanque de gasolina y comprobar fehacientemente que tras los asientos y en la cajuela no llevaba ni personas ni objetos de contrabando, podía terminar de atravesar el laberinto y verme en medio de una tierra de nadie de algunas manzanas hasta llegar a la estación de trenes Friedrich Strasse. Donde recomenzaba la vida, o algo parecido. Era un viaje en el tiempo al reino del totalitarismo cotidiano. Tan humano como un campo de concentración, pero en tecnicolor, sonido estereofónico y enormes dimensiones urbanas, que te permite desplazarte de un barrio al otro, comprar el pan, la leche y la carne, si la hay, y hasta vivir la absoluta normalidad de estudios y noviazgos, siempre y cuando no balbucees una sola palabra crítica, no te inmiscuyas en política, bajes la cabeza y hagas lo que te ordena el Gran Hermano. Así lo demuestran los hechos, como que dos primeras figuras de la Alemania y del Chile de hoy, demócratas ejemplares y pilares de la libertad hayan vivido felices bajo el totalitario cielo estaliniano de la Hoz y el Martillo, hayan estudiado, se hayan enamorado, hayan parido a sus primeros hijos y militaran prósperas como funcionarias de sus respectivas nomenklaturas en sendos partidos marxistas a la sombra del Muro de la Vergüenza, sin elevar una sola maldición en su contra: Angela Merkel y Michelle Bachelet.
El máximo líder del movimiento estudiantil alemán, Rudi Dutschke, hijo como la Merkel de un pastor protestante, no resistió, en cambio, la obsecuencia y se escapó a Occidente para encabezar la revolución berlinesa y el Mayo parisino. Pasar del Berlín luminoso, exuberante, ultra moderno, agitado, cambiante, contestatario, rebelde, estridente, a la última moda de Mary Quant, Cristian Dior y Jean Luc Godart, de los Beatles, los Doors, Frank Zappa y Mother of Inventions, Janis Joplin y los Rolling Stones, con extraordinarios museos de arte contemporáneo, gigantescas salas de conciertos, exposiciones, bohemia, discotecas, imponentes centros comerciales, librerías deslumbrantes, facultades a todo dar en que se investigaba el marxismo originario y el movimiento comunista de los años veinte, Heidegger y la Teoría Crítica, dando insumo ideológico para protestas universitarias sin número hasta el amanecer saldadas con heridos y presos políticos – yo, entre ellos –; pasar, repito, de ese Berlín vital y extrovertido a la sombría, desierta, silenciosa, pobretona, aburrida, languideciente, gris y oscura capital de la nomenklatura germano soviética demostraba, en rigor, la razón superior que llevara a construir el Muro. Sólo a unos comunistas decrépitos, adocenados, aburridos y carentes de la más mínima imaginación, pero retorcidos como personajes de John Le Carré se les podría ocurrir preferir vegetar en la Karl Marx Allee, con sus pesados y monumentales edificios de la ampulosa arquitectura socialista, que vivir à bout de soufle en la Kurfürsten Damm. Sin el Muro y con esa apasionada competencia de una ciudad maravillosa como fuera el Berlín de los años sesenta – aquellos en que lo viví con la pasión de un desesperado – la RDA se hubiera convertido en el embudo imaginario por el que el bloque soviético entero se hubiera desaguado hacia Occidente. Si el Gran Hermano se hubiera dormido. En algún lugar he tratado de describir la esquizofrenia que vivimos los rebeldes sin causa de ese Berlín amurallado, asediado día y noche desde las brumas de la tiranía totalitaria que nos rodeaba como a una isla de fantasía en medio de un turbio y espeso océano de sargazos. Fuimos marxistas hasta la médula de los huesos, pero antisoviéticos, anti estalinistas, anti dictatoriales, anti autoritarios y anti totalitarios como nadie. Sin que una contradicción tan apabullante nos causara el menor escozor. Y ya estamos en el tema del Muro y la Tentación Totalitaria, pues la RDA y su MURO fueron el pasivo y como inexistente telón de fondo de todos nuestros esfuerzos por desenmascarar al nazismo del patio, que sabíamos habitaba y dormía en nuestras entrañas. Eran la consecuencia directa de la derrota de los padres y abuelos de mis camaradas y vecinos. En los rostros de hombres y mujeres mayores que nos rodeaban por doquier podíamos leer el destino de quienes le habían entregado su alma, su corazón y sus vidas a Hitler, a Göring, a Goebbels y tolerado abierta o solapadamente la brutal e inhumana persecución a millones de alemanes del vecindario por el solo hecho de ser de proveniencia judía, supieran o no supieran que a partir de 1941 estaban siendo gaseados masiva, industrialmente. No recuerdo en todos esos años de feroz rebeldía una sola manifestación que hubiera tenido por propósito denunciar la existencia de ese Muro de la Infamia ni alguna otra orientada a desenmascarar la naturaleza totalitaria del régimen soviético que lo pariera, ni del régimen totalitario chino cuya revolución cultural nos enloquecía o del régimen castrista, otro régimen totalitario que alabábamos como el non plus ultra de la rebeldía y la protesta anti imperialistas. Enarbolamos la bandera del Viet Cong y la imagen del Ché Guevara en nuestras franelas y esmaltadas estrellas rojas, adorado como un héroe sin siquiera detenernos a reflexionar críticamente sobre su naturaleza homicida, su fascismo visceral, el uso estridente que hiciera de motivos nazis, como la alabanza de la tierra y la
sangre, el Blut und Boden hitlerianos. Puesto a traducir su Mensaje a la Tricontinental para una editorial berlinesa de izquierdas me di de cabezazos tratando de eludir la crudeza de ese fascismo de abecedario que brotaba de la estúpida soberbia de un asesino serial: “si nuestra sangre riega el suelo, etc., etc., etc.”. El Muro nos parecía un mal necesario, condenado a sobrevivir por los siglos de los siglos, como la división de Alemania, por cuya reunificación no apostábamos un centavo. Jurábamos que ambos expresaban una superioridad metafísica: el socialismo, una vez establecido, continuaría de aquí a la eternidad superando sus desviaciones y alcanzando algún día la utopía perfecta: la armonía universal, la reconciliación de los contrarios, el paraíso. Por entonces, en medio de nuestros delirios combatientes a favor de Ho Chih Mihn y el Vietcong, el Ché Guevara y las guerrillas venezolanas, tumbar el Muro o reunificar a Alemania eran señas de identidad de la ultra derecha germana. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa. Agnus Dei qui tollis peccata mundi, miserere Novis. Pues lo más grave de esos tiempos de ruido y furia fue el monstruo que llevábamos por dentro, Jeckill o Hyde, poco importa, a saber: nuestro impenitente anticapitalismo de manual. Que nos permitía realizar una doble lectura del totalitarismo: el nazi era indiscutible y digno de nuestra mayor repulsa. Expresaba el delirio imperial del gran capital monopolista. El soviético nos parecía, a lo sumo, una “desviación del leninismo originario”. Una aborrecible necesidad congénita. Lo que nos permitía tolerar el Muro y la infamia que él y la dictadura que lo erigiera representaban como un desvío, un mal menor, un totalitarismo de segunda naturaleza, subsidiario, un sub totalitarismo. Que hasta imaginábamos corregible. Asumiéndolo, en rigor, como un muro interior, más pérfido, más malévolo que el externo de bloques de concreto, porque era un muro de ideas, de conceptos, de falsedades. Como si en el concepto marxista mismo, en las entrañas del Manifiesto Comunista y en la médula espinal de toda la construcción engelsiano-marxista no estuviera desplegada ya y en todo su esplendor la tentación totalitaria. A la espera de que Vladimir Ilich construyera el modelo para armar y diera con la exacta contraparte del nazismo hitleriano, el socialismo estaliniano. Todo lo cual, por cierto, arrastrado por los pelos del utopismo que lastra el pensamiento político occidental desde sus orígenes testamentarios, presocráticos, grecolatinos. Cómo se lo planteara Platón en La República y pretendiera llevarlo a cabo a riesgo de su cabeza con el tirano Dionisio el Joven, de Siracusa: construir la sociedad perfecta, un oxímoron. Esa tentación totalitaria que llevara a Heidegger a postrarse ante el caporal austriaco maravillado por la femenina suavidad y lozanía de sus manos. Las mismas que ordenaran el Holocausto. Si algo ha quedado en claro tras este siglo XX totalitario y febril es que el totalitarismo – o la tentación totalitaria, para regresarlo a su estado de latencia - lo llevamos en los genes, subyace a todas las utopías, incluidos desde luego el mesianismo y el milenarismo cristianos que nos inocularan los conquistadores con los llamados Doce de la Fama para sobreponerlo a la razón, nuestra asignatura pendiente - y combatirlo supone algo más que asistir puntualmente a periódicas elecciones y mirar con ternura a los hermanos Castro o a sus excrecencias caribeñas menores, como el teniente coronel de triste y nefanda recordación. Es el sustrato de la barbarie, globalizada gracias al poder multitudinario de la demagogia y el poder irrefrenable del progreso material. Como lo denunciaran mis maestros Theodor Adorno y Max Horckheimer en la Dialéctica de la ilustración. Sin entrar en la escandalosa aporía que lastra a todos los militantes y portadores de las ideologías totalitarias y en nosotros, los sesentayocheros, como nos llaman con sorna los alemanes, alcanzara ribetes de auténtica esquizofrenia: gozar de la máxima libertad posible y añorar el esclavismo, disfrutar del consumo de la riqueza
social hecha posible por el modo de producción capitalista y apostar a un idílico paraíso absolutamente ilusorio y engañoso, coronado con hambrunas, penurias, sufrimientos y mortandades inenarrables. Goethe, el más grande de los poetas alemanes y Hegel, la cumbre el pensamiento filosófico de Occidente, despertaron al horror que se incubaba a comienzos del Siglo XIX en la civilización europea, brutalmente puesto al descubierto por el terror de la Revolución Francesa y la desaparición de las monarquías, preguntándose por aquello que vendría a llenar el vacío de la legitimación divina del Poder político, una vez desaparecidos sus vicarios monárquicos. Donoso Cortes, junto a Bonald y De Maistre, los tres grandes pensadores conservadores del Siglo XIX, apostaron a la aparición de monstruosas dictaduras de corte planetario, facilitadas por la irrupción del anonimato colectivo en la escena política y el gigantesco desarrollo de las comunicaciones – el telégrafo, el ferrocarril y la navegación a vapor -, que por primera vez en la historia de la humanidad habían hecho posible la globalización en tiempo real del plantea. Los totalitarismos anticiparon y fueron producto, al mismo tiempo, de la sociedad global. Del igualitarismo al que tanto temió Alexis de Tocqueville y del industrialismo que abrió los horizontes para inimaginables conquistas materiales. Y si bien la realidad y el concepto nacen unidos de la mano por Benito Mussolini, fueron conceptualizados avant la lettre por el pensamiento libertario, aterrado ante la alborada de la barbarie, por Nietzsche, por Donoso Cortés, por Kierkegaard, por Schopenhauer. Las dictaduras nacionales ya habían comenzado a sentirse incómodas reducidas al estricto terreno de sus fronteras y ansiaban fagocitar al vecindario. Como lo venimos sufriendo en América Latina desde la irrupción de los hermanos Castro el 1 de enero de 1959. Mucho más en tiempos del predominio del mar en este nuevo Nomos de la Tierra, como lo describiese con su inocultable genialidad el pensador alemán Carl Schmitt. Quien crea que el tiempo de los totalitarismos llegó a su fin con la desaparición física de Hitler, de Stalin, de Mao no tiene más que asistir al anhelo por establecer un Estado Islámico. Y a la inocencia con que las izquierdas latinoamericanas juegan a la lucha de clases. Son las más recientes ensoñaciones del desvarío totalitario. Que al parecer, llegó en Octubre de 1917 para quedarse. Si así fuera, el totalitarismo pretendido por el Estado Islámico no será el último. Más que la tentación, comenzamos a sufrir de la añoranza totalitaria. Ese jarabe del que nosotros, los venezolanos, llevamos 14 años disfrutando en solitario. Dios nos asista.
Antonio Sánchez García