PODEMOS ESTAR CONTENTOS

_______________________________________________________ PODEMOS ESTAR CONTENTOS Pensar en el suicidio es una forma poderosa de controlarse: ayuda a

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ESTAR
CURSO DE ESPAÑOL 2012-2013 UNIDAD 4 DIFERENCIA SER / ESTAR Differenza SER/ ESTAR Il verbo essere in spagnolo si può tradurre in due modi: SER e ESTAR.

PROGRAMA UNIVERSIDAD DE PODEMOS
SEPT 2016 PROGRAMA UNIVERSIDAD DE PODEMOS. Del 22 al 25 de Septiembre, Madrid Organiza: SEPT 2016 UNIVERSIDAD DE PODEMOS. INSTITUTO D E M O C R A

Story Transcript

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PODEMOS ESTAR CONTENTOS

Pensar en el suicidio es una forma poderosa de controlarse: ayuda a soportar más de una mala noche.

(Friedrich Nietzsche)

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I.

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Biografía

Quinientas mil patatas ingeridas, ocho millones de vasos de agua, tres millones trescientos treinta y tres botellas de leche, dos mil kilos de arroz, ciento veinte ensaladas, novecientos cuarenta y dos gintonics, cuatrocientos cartones de tabaco y algunas sustancias orgánicas más que ahora no recuerdo o no quiero recordar. Ciento veinte partidos de fútbol jugados, mil novecientos coitos, un par de amores importantes, una docena de extraordinarios momentos inolvidables y otra docena de tragedias inolvidables, también. Un par de enfermedades serias, una clavícula rota y una carrera universitaria de unos ochenta y nueve exámenes. Un padre y una madre, una familia, unos pocos amigos de verdad y unos muchos amigos que no lo eran tanto. Algunos instantes de felicidad, otros de esperanza, otros de tristeza y algunos de frustración. Esto aproximadamente es mi vida, asquerosamente parecida a la del vecino.

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II.

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El autocontrol

Abraham hace dos años que fuma. Pero ha decidido intentar dejar de fumar. Con mucha fuerza de voluntad, consigue fumar únicamente los fines de semana. Al cabo de tres meses deja de fumar los viernes. De hecho, los viernes no es fin de semana en el sentido estricto del término. Pasa el tiempo y decide que los domingos por la tarde no debería fumar porque los lunes por la mañana se levanta con la garganta muy resentida. Al cabo de un mes, decide dejar de fumar por las mañanas, tanto las del sábado como las del domingo. Ahora sólo fuma los sábados por la noche, en la discoteca. Abraham empieza a ir a la facultad. Va dejando de salir a las discotecas. En menos de un año ha dejado totalmente de fumar. No lo necesita. Abraham se gradúa y ya no se acuerda de cómo era el gusto del tabaco. Nunca tiene ganas de fumar, ni cuando sus compañeros le ofrecen algún cigarrillo en las fiestas.

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Abraham ve un paquete de Marlboro en la mesilla. Su padre siempre ha fumado Marlboro. Coge un cigarrillo y lo enciende. Sabe que lo dejará cuando quiera. De hecho, al cabo de un mes únicamente fuma los fines de semana. Es cuestión de tiempo que deje de fumar los viernes, que deje de fumar las tardes de domingo, que deje de fumar las mañanas de sábado y de domingo y que, finalmente, no fume nunca más hasta que necesite de un nuevo reto para demostrarse a sí mismo su poder de autocontrol.

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El pasado

Abraham venía de trabajar en el tren de las nueve. Allí se encontró a Sara, una antigua compañera del instituto. - Hola. No te conocía. ¿Cómo estás?- dijo Abraham. - Hombre... ¡cuánto tiempo! Muy bien, y ¿tú?- contestó Sara. - Pues mira... trabajando. - Yo aún estoy intentándome sacar la carrera.- se lamentó Sara. - Me acuerdo mucho de aquellos años... los del instituto. - Y yo. Es que nos lo pasábamos tan bien... - ¿Te acuerdas del viaje de fin de curso?- preguntó Abraham. - ¡Claro que sí!- exclamó Sara. - No he vuelto a París desde entonces. - ¿Cómo que no? Si decías que de mayor querías irte a vivir allí.dijo, sorprendida, Sara.

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- ¿Qué? ¡Qué dices! Si no me gustó nada, París. Demasiado caro y la gente es tan cerrada... - Pero si decías que era la ciudad del arte, de la bohemia. Decías que estudiarías Bellas Artes aquí, en Barcelona, y cuando acabaras buscarías trabajo allí. - Ja, ja, ja. Bellas Artes, dices. ¡Pero si yo no sé ni pintar con brocha gorda!- exclamó Abraham. - Anda que no. ¿Te acuerdas del día que visitamos el Louvre? - Claro. - ¡Vaya día que me diste! Que si esta obra es barroca, que si esta obra pertenece al rococó con influencias del arte oriental... - ¿Pero qué dices? Si el día que fuimos al Louvre me quedé toda la mañana en el bar del museo. - Venga va. Ahora en serio; ¿Llegaste a estudiar Bellas Artes o no?- preguntó Sara a Abraham. - ¿Te estás quedando conmigo, no? En mi vida he querido hacer Bellas Artes. Lo mío es la economía. Y hace dos años que acabé. Ahora trabajo en una entidad bancaria.

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- ¿Económicas? - Sí, claro. - ¿Quién lo iba a decir? Si siempre te copiabas de mí en los exámenes de mates. - Sí, hombre. Pero si las matemáticas es lo único que me gustaba en el instituto- respondió, un tanto ofendido, Abraham. - ¿Cómo puedes decir eso, Abraham? - ¿Cómo me has llamado?

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La dedicación

Abraham es un escritor exageradamente metódico. Únicamente trabaja de lunes a viernes. Se levanta a las ocho menos cinco, se ducha, calienta la leche en el microondas, echa el café descafeinado en el vaso y lo remueve. A las ocho treinta y cinco enciende el ordenador y empieza a escribir. Normalmente está dos o tres horas, imprime lo que ha hecho y lo revisa. Pero hoy ya es la una y media y aún no ha parado de escribir. Tiene una historia muy buena. Cada vez que escribe una frase se le ocurre inmediatamente la próxima. Su cerebro va mucho más rápido que sus dedos. Aunque ha estudiado muchos cursos de mecanografía, y es capaz de escribir sin mirar el teclado, no da abasto. Ahora ya no únicamente se le ocurre la frase siguiente a la que está escribiendo, ahora se le ocurren párrafos enteros antes de que acabe el que está tecleando. Se da cuenta de que antes de que acabe las

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veinte primeras páginas ya ha terminado mentalmente la novela. Tiene que escribir rápido antes de que se le olvide. Ya son las tres y cuarto aproximadamente y se le está empezando a olvidar lo que tenía pensado. Le duelen los dedos pero ahora no puede parar. Escribe rápido rápido rápido. Ve una mancha roja encima de la letra zeta. No le da importancia, pero enseguida ve una mancha similar en la barra espacio. Para medio segundo para darse cuenta de que eso rojo no es más que sangre, sangre de sus dedos. Sabe que si escribe a esta velocidad en pocas horas tendrá la novela terminada, después ya se preocupará de la salud de sus dedos. Ya tiene cincuenta y dos páginas cuando siente que el sonido del teclado es diferente, suena como si lo estuviera golpeando con algo mucho más duro que sus dedos. Se mira las manos y ve cómo la piel de los dedos le ha saltado y que está escribiendo con los huesos, que se han hecho paso entre capas de epidermis y dermis. Le molesta mucho, así que coge el celo que tiene al lado y se hace una especie de vendaje. Le dura apenas cinco minutos. Entonces, decide escribir únicamente con los dedos meñiques, que son los menos afectados, pero esto le

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hace ir demasiado lento. Decide, por lo tanto, cerrar los puños y aprovechar los nudillos para escribir. Escucha crack crack crack y ve cómo dos de sus dedos han caído sobre el teclado. Los aparta y sigue escribiendo como puede. Cada vez que golpea con los nudillos las teclas salpica el charco de sangre que se ha ido haciendo en el teclado. Los nudillos de los dedos que le quedan también se han descarnado y por eso intenta utilizar los codos. Crack crack crack. El roce constante ha hecho que el brazo izquierdo le haya caído al suelo. Le pega una patada y lo aparta para que no le estorbe. El brazo derecho no le dura ni una hora más. No tiene más remedio que empezar a escribir con la nariz hasta que esta desaparece en medio del charco de sangre que cada vez es mayor. Intenta utilizar los dedos de los pies pero no es lo suficientemente hábil. Ya se ha saltado algunas páginas que se le han ido olvidando. Empieza a escribir con los talones, pero es muy lento. El roce constante también hace que Abraham se quede sin pies. Lo intenta con las rodillas pero le es imposible escribir, las frases no se entienden porque al querer picar la letra e siempre pica también la letra u y la letra ese, cuando pica el return pica, a la vez, la tecla insert y la

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tecla supr. Deja de escribir y se convence a sí mismo de que no podrá acabar la novela. Llama a una ambulancia y entra en el servicio de urgencias ya cadáver. Hombre adulto de aproximadamente cuarenta años, desangrado.

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La espera

Miro el botón del no, el del OK, el de enviar mensajes y el de leerlos. Me paro unos segundos en el botón del menú y sigo con el uno y su espacio en blanco. Sigo con el dos y sus letras correspondientes. La a, la b y la c. Después viene el tres con la de, con la e y con la efe. Así sigo hasta que llego al nueve con su uve doble, su equis, su i griega y su zeta. Acabo con el asterisco, el cero con su signo positivo y, finalmente, con la almohadilla. Vuelvo a empezar. Miro la marca, que es Alcatel. Sigo con el botón del no, el del OK, el de enviar mensajes y el de leerlos. Y ella no llama. Ella nunca llama.

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La mediocridad

Abraham es un tipo realmente mediocre. Sólo vive para ganar dinero. Necesita trabajar en tres sitios diferentes para pagarse el fabuloso coche que lleva. Supongo que eso le da seguridad. Me da lástima su débil personalidad. Siempre tiene que comprarse el nuevo modelo de teléfono móvil que sale al mercado. Estas banalidades le ayudan a conseguir cada semana a superficiales chicas que sólo se preocupan de cuidar sus esbeltos cuerpos. Son tan mediocres como él. Siempre lleva el mejor equipo de música en el coche y se gasta cada mes en peluquería lo que muchos de nosotros nos gastamos a lo largo de dos años, aunque para ello tenga que trabajar hasta catorce horas diarias, incluidos sábados y domingos. Pobre capullo. Mírame a mí. Soy tremendamente feliz con la mierda de moto que tengo, con mi piso de alquiler de cuarenta metros

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cuadrados, con la foca de mi mujer, con mis tejanos desgastados y con mi gran tiempo libre, que lo empleo en compadecerle.

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El amor propio

Ni la jalea real con ginseng, ni la jalea real con propoleo, ni las flores de Bach, ni aquellas hierbas ricas en zinc, ni las pastillas de vitamina B, nada. Aunque Abraham creía ciegamente en los remedios naturales, ningún extracto le ayudaba en su problema de impotencia. Llegó a pensar si realmente el problema era que se había equivocado a la hora de escoger su orientación sexual. Había oído muchas veces que algunos hombres, después de muchos años de estar casados, descubrían que eran homosexuales. Pero enseguida Abraham descartó esta posibilidad. De hecho, estuvo algunos días fijándose exclusivamente en los hombres pero, aunque podía reconocer que algunos eran más afortunados físicamente que otros, ninguno le atraía. También acudió a varias prostitutas y nada. Su problema no mejoraba. Pensó en algún espectáculo porno y, por eso, visitó las

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mejores salas de Barcelona. Ni los shows lésbicos, ni la zoofilia, ni el ménage à trois. Nada. Había perdido totalmente el interés por el sexo. Su novia, Sara, no se dio por vencida. Cada viernes aparecía con algo nuevo. Se gastaba la mitad del sueldo en sexshops. También cambió por completo su lencería. Se había comprado decenas de conjuntos nuevos, todos ellos muy provocativos. Pero Abraham seguía con el mismo problema. Pasó aproximadamente medio año. Sara y Abraham decidieron comprarse unos muebles nuevos para su habitación. Se gastaron un dineral. Todos los armarios eran de roble y estaban recubiertos de espejos. Y la misma noche que estrenaban habitación el deseo volvió a Abraham. Hicieron el amor apasionadamente toda la noche. Sara siempre atribuyó la vuelta del deseo a un perfume que se había comprado aquella misma tarde. Nunca más cambió de perfume. Y nunca más se apagó el deseo de Abraham. Pero lo que Sara no supo es que lo que realmente resucitó la pasión de su novio fue el nuevo armario. Los cristales del mueble enseñaron a Abraham lo único que amaba, que quería, lo único que era capaz de excitarle.

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La amabilidad _______________________________________________________

Desde pequeño todo el mundo le decía que tenía que ser amable. Su madre le decía que tenía que ser amable. Su padre le decía que tenía que ser amable. Sus abuelos le decían que tenía que ser amable. Sus tíos le decían que tenía que ser amable. Sus profesores le decían que tenía que ser amable. Su primera novia le decía que tenía que ser amable. Sus hijos le decían que tenía que ser amable. Y Abraham fue amable. Abraham fue amable con aquel hombre que, mediante injurias, logró hacerse con su puesto de trabajo. Y Abraham fue amable con aquel chico que dejó embarazada a su hija de catorce años. Y Abraham fue amable con aquel conductor borracho que lo atropelló y le fracturó varios huesos. Pero Abraham ya no pudo ser amable con aquel muchacho que se le intentó colar en el cine. Ya estaba harto de ser amable y se lo llevó a una esquina. Allí sacó un

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cuchillo de cocina y, haciendo palanca, hizo saltar los ojos azules del joven, ojos llenos de amor y amabilidad.

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La inmortalidad

Sé que si dejo esta nota encima de la mesa y acto seguido me tiro por el balcón seré inmortal. Como mínimo, la nota será inmortal. Había pensado en escribir un cuento en lugar de la típica nota que dice Yo no siento nada de nada. Mi suicidio no será por desesperación. Será un suicidio intelectual, como un buen romántico. Sin duda, si escribo un cuento en el que el personaje es un tipo como yo, que se quiere suicidar, y explico sus preocupaciones, seguro que el cuento, tirando bajo, aparece publicado en algún diario sensacionalista. Da igual si el diario es más o menos bueno, lo importante es que hablen de mí. Y la nota no la dejaré encima de la mesa. Me la pondré en el bolsillo de la americana y me tiraré. Eso es. Que la nota esté en contacto en todo momento con mi corazón. Así, seguro que la encuentran. Porque imagínate que escribo un relato fantástico, lo dejo encima de la mesa y Sara, la mujer de la

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limpieza, lo tira a la basura pensando que es cualquier papelucho sin importancia. Si llevo conmigo mi obra de arte, como mucho, se me ensuciará de sangre. ¿La podrán leer? Espero que sí. Espero que mi cadáver no vaya a parar a un incompetente, que ni siquiera revise lo que llevo en los bolsillos. Creo que revisan todo exhaustivamente. De hecho la nota será una prueba, ¿no? No sé, no sé. Creo que me informaré mejor antes de tomar ninguna decisión. Imagínate que me tiro por el balcón para nada. Pero algo tengo que tener claro: hasta que no me muera, mi obra no será digna de culto. Y yo necesito que me lean ahora. Aunque esté muerto es mejor que me lean los que me conocían. Si espero a morir de viejo, entre que me publican y no, mi obra la leerán unos adolescentes que sólo sabrán de mí lo que ponga en la contraportada: Abraham Contreras (1970- 2023)

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La nostalgia

Abraham no paraba de quejarse de que antes todo era mejor, de que había más trabajo, que había menos delincuencia. Sus amigos, hartos de escuchar las constantes quejas melancólicas de Abraham, reunieron dinero entre todos y le compraron una máquina del tiempo. Lo hicieron viajar a los años que él tanto echaba de menos. Al llegar a su destino, Abraham se dio cuenta de que las cosas no eran tal y como él las recordaba. Al querer volver, se le estropeó la máquina. Lástima que en aquella época no había avanzado la ciencia lo suficiente como para arreglarla.

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La solidaridad

Abraham no podía escuchar más eso de la lucha por la igualdad de boca de esos tipejos que, mientras te dicen que acabarán con la injusticia social, se visten con trajes de un valor similar al sustento mensual de toda una familia. Abraham había participado en muchos movimientos políticos para luchar contra el poder de los ricos. Había pasado desde partidos republicanos hasta marxistas. Desde demócratas socialistas

hasta

anarquistas.

Desde

sindicatos

obreros

hasta

movimientos de liberación nacional. Todo acaba en desengaño. Las ideas eran en todos sitios muy bonitas, pero siempre aparecía algún hijo de la grandísima puta que se quedaba con el presupuesto de la organización. Y Abraham sólo encontró una solución. Tenía que actuar. Tenía que poner las cosas en su sitio. Tenía que quitarle lo que no era de los ricos para dárselo a los pobres.

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En el souvenir de debajo de su casa compró una inmensa espada tipo samurai. Se adentró por las estrechas calles del barrio gótico y vio, de lejos, a un hombre en un hermoso Mercedes. El hombre estaba dormido con la cabeza apoyada en el volante. Abraham no lo dudó un momento. Levantó la espada y le cortó el cuello a aquel cerdo capitalista. Cogió el Mercedes y a ciento veinte por hora llegó hasta una callejuela solitaria. Allí había un hombre estirado en el suelo. Era un vagabundo. Le dio el Mercedes y todo lo que había encontrado en el bolsillo del propietario del coche. Abraham se sorprendió mucho cuando de esa callejuela empezó a salir gente. La mayoría llevaban cámaras. Y es que estaban filmando una película. El supuesto indigente era un famoso actor. El mismo actor al que estaba esperando el chofer del Mercedes que Abraham decapitó.

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La sabiduría

Después de veinte años de estudio de filosofía. Después de haber convivido con los budistas más importantes del Tíbet. Después de haber pasado cinco años de meditación en un monasterio. Después de haber frecuentado los cafés parisinos donde se reunían los intelectuales más importantes del momento. Después de haber participado en miles de debates. Después de lustros y lustros de reflexión teológica, de reflexión metafísica, de reflexión sobre el sentido del progreso, de reflexión sobre el sentido de la cultura, de reflexión sobre el sentido que tiene estar aquí y ahora. Fue entonces cuando el sabio Abraham quiso ser necio para saborear, aunque fuese un poco, el significado de la palabra felicidad.

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La dignidad

Abraham era un chico alto, rubio y muy atractivo. Era un gran deportista que cuidaba su cuerpo de una manera exagerada, de esos narcisistas que sólo hacen que mirarse en los espejos del gimnasio. Tenía muy claro desde joven que él viviría una vida digna. Siempre decía que si alguna vez tenía un accidente y se quedaba paralítico preferiría morir antes que vivir empotrado en una silla eternamente. Por esas casualidades de la vida Abraham tuvo un accidente de moto. Gracias a Dios no se quedó paralítico pero perdió la mano derecha. La amputación le creó un trauma profundo, pero acabó convenciéndose de que su vida podría continuar casi igual que hasta entonces. Pasaron pocos meses hasta que llegó el día en el que, en la fábrica en la que trabajaba, se cortó con una máquina la otra mano. Al principio lo pasó muy mal, pero decía que su vida aún era digna porque

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no padecía ninguna enfermedad grave, no se había dañado en absoluto su rostro y podía vivir perfectamente. Eso de que el rostro no se lo había dañado en absoluto fue rigurosamente cierto hasta que, en la misma fábrica, se volcó un cubo lleno de ácido sobre su cara. Aún no se sabe cómo, pero se salvó. Después de largos meses de recuperación una ambulancia lo traía a casa. Tal vez fue porque el conductor era novel o tal vez fue porque había mucha niebla, pero la ambulancia se saltó el semáforo que estaba en rojo. Como resultado del siniestro, Abraham quedó paralítico. Sin manos, con el rostro desfigurado y con una parálisis total espera a que la enfermera le dé de comer, le lleve al lavabo y le explique cómo es la vida allí fuera, fuera de aquella habitación. Le explica cómo la gente sufre por cosas insignificantes, por desamores de juventud, por problemas en trabajos estúpidos. Abraham, con lo poco que le queda de boca, sonríe.

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El sistema

Seguramente soy un mal amigo, lo sé. Sé que está mal, pero no lo puedo evitar. Cuando me encuentro con un viejo conocido y me empieza a explicar que ha acabado la carrera, que tiene un trabajo estupendo y una mujer envidiable con unos hijos extraordinarios no lo puedo evitar, de verdad. Es una sensación que me viene de dentro del estómago, un odio que no se puede explicar. No es envidia, es algo más fuerte. Si el que me explica lo bien que le va la vida había sido un amigo cercano, el desprecio es aún mayor. Me dan ganas de golpearle la cabeza con un martillo y decirle: ¿Qué? ¿Ahora qué, cabrón? ¿Quién está mejor ahora? A veces la sensación de odio no es inmediata. Si el que me explica lo bien que le va todo es alguien al que yo consideraba un pobre desgraciado, siento una ligera satisfacción por él. Me alegro que se le hayan arreglado las cosas. Pero esto dura poco. De nuevo, siento

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esa sensación de hablar con alguien que me ha ganado la partida. A una velocidad vertiginosa comparo mi vida con la de él y es que parece que a todo el mundo le haya ido mejor que a mí. Malditos cabrones. Todos me envidiaban en la facultad, era el más inteligente, el más atractivo, el más simpático. Y parece que todos hayan sabido jugar mejor sus cartas para venir a restregarme sus éxitos. Les deseo todo lo peor, un precioso cáncer, una buena enfermedad degenerativa, un excitante accidente de tráfico. Me siento mal por pensar así. Pero llego a casa, me preparo algo para comer y engaño a mi consciencia pensando que la culpa de todo la tiene este sistema. Nos han enseñado que en la vida unos ganan y otros pierden. Sí, la culpa ha sido del sistema. Sí, la puta suerte ha hecho que yo no sea lo que se esperaba de mí. Eso es, yo no tengo la culpa de nada.

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El destino

Si es que tenía que pasar. Yo sabía que tenía que pasar. Sólo entrar en el portal, me encontré tiradas en el suelo varias esquelas. Hacía un momento que había visto pasar una pompa fúnebre. Cogí el ascensor y me encontré a Sara. Sara es la vecina del quinto, a la que se le murió el marido, un tal Abraham, hace unos cinco días. Yo sabía que tenía que pasar. Y entré en casa. Y encendí el televisor. Y pude ver en las noticias el cadáver de un nuevo atentado terrorista. Y yo sabía que tenía que pasar. Y como yo sabía que la muerte me atacaría tarde o temprano a mí, cogí el revolver y me reventé los sesos. Y pasó lo que tenía que pasar.

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El recuerdo

La moto me servía para cortar el aire igual que mi madre corta la carne con sus cuchillos chinos. Como siempre, me distraía mirando hacia el horizonte, donde se escondían en un primer plano las interminables vías de tren y al fondo el castigado mar con una playa llena de latas de Coca-cola, bolsas de Matutano y el típico condón usado. Llegué al punto temido: el cementerio. Normalmente me engañaba a mí mismo haciendo ver que no lo veía. O simplemente, lo observaba intentándome convencer de que era un edificio normal, que no tenía ninguna importancia que allí dentro hubiera centenares de cuerpos podridos de gente que conocía o que había visto alguna vez por el pueblo. Aún no sé por qué, pero paré la moto en hogar de los podridos y me dije que entraba ahora o no entraba nunca. Sin darme cuenta, había bajado las escaleras y cruzado la puerta de barrotes que separa el presente del futuro. Ya me ves a mí en medio 36

de toda aquella realidad aplastante. Era demasiada poca masa en comparación con todo aquel armario de masas putrefactas, pero masas en definitiva. El primer recuerdo que me vino a la cabeza fue el hipermercado al que solía ir a comprar. Las tumbas eran como los estantes. El nicho de un tal Isaac era el estante de las galletas, el nicho de abajo, de una tal familia Arnau, el estante de las bolsas de patatas Matutano. Aquellas bolsas que había visto en la arena de la playa cinco minutos antes, en el presente. Conseguí deshacerme del nudo de la garganta. Ese nudo que me intentaba ahogar cada vez que entraba en un nuevo pasillo de tumbas. En un primer momento, no me di cuenta de que aquella sensación extraña que sentía mi cuerpo estaba directamente relacionada con el olor del lugar, que podía ser un tanto húmedo, pero que me gustaba tanto como cuando iba a la gasolinera y esnifaba la exquisita fragancia de petróleo refinado. Por fin, vi su nombre en uno de esos estantes de trozos de carne y huesos desgastados por la humedad y el tiempo, que no perdona ni a los muertos. Abraham (1965-1998).

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Nunca había ido a verlo desde “aquello”. No me podía entrar en la cabeza que allí dentro, dentro de aquellas ridículas paredes, estaba el cuerpo que me poseía en las noches calurosas, el cuerpo que me había dado tantas satisfacciones, el cuerpo que cada día que pasaba se deshacía más, más, más. Lloré desconsoladamente. Pero no lloraba porque ese cuerpo ya no me podía satisfacer en las noches de máxima excitación, para eso ya tenía otros cuerpos que me servían como el esclavo sirve a su señor. Lloraba porque no me acordaba si Abraham tenía bigote. No me acordaba si Abraham era delgado o más bien gordo. No me acordaba si era rubio o moreno. No me acordaba si era alto o bajo. En realidad, no me acordaba si había hablado con él alguna vez. Ni siquiera me acordaba si lo había llegado a conocer.

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La elección

Sara es amable, educada, femenina, bonita hasta el último rincón de su cuerpo. Es capaz de darme la paz interior que yo necesito. Raquel es divertida, alegre, inteligente, creativa y rotundamente atractiva. Ella es la que puede enseñarme lo apasionante que puede llegar a ser la vida. Si hubiera elegido antes nada hubiese pasado. Pero llegué tarde, como siempre. Y ellas se conocieron. Ahora viven juntas. Les va muy bien.

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La iniciativa

A Sara la he querido más que a nadie. Siempre he imaginado que mis hijos serían de ella. De hecho aún, a veces, cuando estoy un poco triste, pienso en la hija que podríamos haber tenido juntos. Una niña de cabellos de oro, alegre, simpática. La dibujo en mi mente jugando con un cometa en la playa, siendo Sara y yo la envidia de todos los padres por tener la hija más hermosa del planeta. Me imagino acabar de trabajar e ir a buscar a Sara a su oficina. Me imagino que me da un beso, un beso que sus compañeras se quedan mirando asombradas, porque es un beso de una mujer que, a pesar de llevar más de siete años casada, está enamorada como el primer día. Me imagino con cuarenta años en la cama con Sara sufriendo porque la niña no ha llegado aún de la fiesta de su amiga. Me imagino

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como Sara escucha, con devoción, todos mis proyectos, mis inquietudes profesionales. Pero alguien tenía que tomar la iniciativa, supongo. Yo tenía miedo a que fuera ella, a que me culpara de cobarde por no saber afrontar la decisión. Y, aunque nunca me lo dijo, yo sabía que le rondaba por la cabeza plantear el tema de la ruptura. No me lo dijo pero yo lo intuí. Mis intuiciones nunca fallan. La dejé hará unos tres años. Mis intuiciones nunca fallan.

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La igualdad

Abraham no paraba de acosar a Sara. Le decía que era poca cosa, que nunca llegaría ni a la suela de sus zapatos. Le decía que era imbécil, que aunque se esforzara todo lo posible, su nivel intelectual no alcanzaría la media del país. Le decía que le venía de familia, que todos sus allegados eran exageradamente vulgares, estúpidos hasta extremos insospechados. Muy pronto, Abraham comenzó a hablar del tema económico. Le decía a Sara que era más pobre que una rata, que su casa era de chiste, con aquellos muebles del año de la pera, con su sofá hundido y con su televisor en blanco y negro. También se metía con su manera de vestir. Decía que la ropa de rebajas era de alta costura al lado del vestuario de Sara, que sus vestidos pasaron de moda hace veinte años. Decía que todo era culpa del trabajo de Sara. Con ese trabajo, que era

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el que le correspondía, nunca llegaría a tener dinero. Era un trabajo para seres débiles de mente, idiotas. También se metió con su físico. Le decía que era un retaco, que era bizca, que caminaba como un pato, que ahora entendía por qué veníamos del mono, que cada vez que la miraba a la cara se daba cuenta de que Darwin no estaba equivocado. Fue entonces cuando Sara abrió el bolso, cogió el revólver y lo acribilló a tiros. Al instante, se suicidó. Y fue entonces también cuando Abraham y Sara comenzaron a ser iguales. Y lo serán para siempre en riqueza, en belleza y en inteligencia.

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La valentía

Yo era consciente de que no me atrevería. Siempre me había comportado como un cobarde y ahora no sería una excepción. Fui un gallina en el colegio con aquellos chicos que me quitaban los bocadillos que me hacía mi madre. Era un miedoso cuando mi profesora me levantaba la voz sin razón. Jamás le contesté. Era un tipo realmente asustadizo, tanto era así que cuando iba al cine con mi novia a ver alguna película de terror siempre tenía que poner alguna excusa para abandonar la sala a media sesión. Y por eso estaba seguro de que no tendría cojones para hacerlo. Por ese motivo no me importó meterme el cañón frío de la pistola de mi padre en la boca, sabía que no corría ningún peligro porque para suicidarse se necesita un valor que yo nunca tuve. Lástima que sea más difícil luchar contra la desesperación que contra el gatillo de un revólver oxidado.

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La ficción

Abraham está sentado desnudo frente a su ordenador. Va a comenzar a escribir una historia. Pero, quién se cree que Abraham va escribir algo si, Abraham, es simplemente un personaje de ficción creado por su escritor. Su escritor va a empezar a escribir una historia donde Abraham aparezca como protagonista. El escritor está desnudo. Intentará poner en boca y vida de Abraham partes de sus vivencias, mezcladas con parte de acciones y diálogos ficticios, creados por su imaginación. Pero quién se va a creer que se inventa algo, se imagina no sé qué parte de la historia, si cuando escribimos sólo estamos traduciendo pensamientos, recordando, curando traumas, o intentándolos curar. Tal vez hablará de su novia Sara (¿o Sara es la novia de Abraham?). Será uno de los personajes protagonistas. Pero quién se va a creer a ese personaje, si Sara, la novia del escritor, sólo es la imagen

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de Sara dentro de la imaginación del propio escritor. Como mucho, es lo que ha querido ver de Sara y lo que Sara ha querido enseñar. Pero nadie sabrá que Sara no tiene nada que ver con lo que se entiende por Sara. Cómo va a saber nadie que Sara es otra cosa, que ella misma se considera una perra a la que le encantaría ser poseída por los hombres más sucios e imbéciles. Quién va a creer eso si es insultantemente bella, si sale con uno de los escritores más prestigiosos del momento, si es un ser que roza, en cada momento, la perfección. Insultantemente perfecta.

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La soledad

Tengo mis cuatro abuelos vivos. Me tratan muy bien. Mis padres siempre me han apoyado en todo lo que he hecho. Mi hermana es como mi mejor amigo. Y mi mejor amigo, Abraham, es como mi hermano. El resto de amigos también me quieren mucho. Mi jefe me aprecia. Mi novia me adora. Mis profesores me respetan y mis compañeros, tanto los de la facultad como los del trabajo, me tienen un enorme cariño. Pero es ahora, cuando sé que estoy rodeado de personas que me cuidan, cuando sé que estoy absolutamente solo ante el abismo de la vida.

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La melancolía

Te echo de menos. Hasta echo de menos tus putas manías y tus absurdas obsesiones. Hasta echo de menos cuando te gustaba humillarme delante de tus amigas. Hasta echo de menos el infierno de nuestra convivencia. Hasta echo de menos tus cepillos de dientes sin limpiar y tus pésimos gustos musicales. Hasta echo de menos nuestras discusiones sin final por temas banales. Hasta echo de menos tus perfumes baratos y la poca gracia de tus chistes. Hasta echo de menos los aburridos domingos junto a ti. Y echo de menos tus inacabables defectos porque siempre serán mejores que los míos.

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La envidia

Sara y Abraham se conocieron en el instituto. Siempre han dicho que se admiran mutuamente y que, por eso mismo, se casaron juntos. Ya llevan más de treinta años compartiendo vida y aprovechan cada cena de amigos para seguir hablando de su admiración mutua. Abraham no para de hablar de las genialidades de Sara, de su inteligencia, de su perspicacia, de su saber hacer, de su diplomacia. Sara, según dice en esas cenas de antiguos amigos, piensa exactamente lo mismo de su esposo Abraham. No se quitan la mirada de encima uno del otro. Ni en las cenas, ni en casa ni, mucho menos, en el bufete de abogados que comparten. Cualquier movimiento de alguno de los dos es, inmediatamente, intentado superar por el otro. Desde comprar un producto más barato a preparar un expediente mejor. Desde bañar mejor a su hija a desafinar menos en el karaoke que frecuentan los sábados.

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Seguramente se seguirán vigilando hasta que la muerte los separe. Y, cuando uno muera, el otro, en el mismo velatorio, no parará de explicar por qué admiraba tanto a su cónyuge, por qué no se separaba nunca de su lado.

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La perspectiva

Abraham se sentó en la terraza de siempre. Pidió una cerveza. Sacó una hoja de papel y un viejo bolígrafo. Siempre que quería escribir iba a esa plaza. Para muchos era la plaza de los fracasados, pero Abraham sabía muy bien que esa plaza era el perfecto espejo de lo que él buscaba para sus narraciones. Esquizofrénicos, putas, borrachos, bohemios, todos se reunían allí, apartados de eso a lo que la gente llama realidad. Y fue en esa plaza donde escribió sus dos últimas novelas. Siempre que tenía problemas iba allí y escribiendo lograba olvidarse, por unos momentos, de sus preocupaciones. Todo aquel paisaje era especial, Abraham se comportaba como un ojo que todo lo ve, era el observador de personajes mundanos inmersos de lleno en las miserias de la vida. Miraba todos sus comportamientos y los calcaba en el papel.

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Pero poco a poco fue perdiendo la concentración. Cada vez hablaba más con los mendigos de la plaza. Las distancias se recortaban y los personajes iban convirtiéndose en personas. Ya no podía escribir sobre ellos, se habían convertido en sus amigos. Al cabo de un tiempo vio, mientras estaba sentado en la calle junto a una prostituta, cómo un hombre la miraba desde la terraza donde él solía estar. El hombre no la paraba de mirar mientras escribía a un ritmo frenético en una libreta. Fue cuestión de meses que saliera al mercado una novela de gran éxito llamada La plaza, en la que el personaje principal era realmente parecido a Abraham.

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III.

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Domingo por la tarde

Me despierto medio atontado de una larga siesta. Ya son las siete de la tarde y queda poco para que empiece el partido del Barça. Tengo doce años y, cada vez con más frecuencia, suelo despertarme con una buena erección. Para que mis padres no noten nada, me pongo el sexo incrustado contra la goma del pantalón, haciendo presión. Me levanto y voy hacia el lavabo. ¿Ya te has levantado?-, me pregunta mi madre. Yo le respondo con un sonido onomatopéyico que sirve de afirmación. Veo, al fondo, estirado a mi padre en el sofá, como muerto. Mi madre lo mira mientras plancha camisas. Al volver del lavabo, mi padre se ha levantado. Está sentado frente a la mesa, en su silla de siempre. Como casi todos los domingos, vamos a cenar bikinis y, él, se está encargando de untar la mantequilla en el pan de molde. Vuelvo a la habitación y me estiro en la cama, de nuevo.

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Pongo la radio y escucho los comentaristas deportivos. Están hablando de la importancia de este partido. Es un derby, y todos los derbis, dicen, son decisivos. Me llega a la habitación, poco a poco, el olor a queso fundido y a jamón dulce. Han pasado, prácticamente, tres cuartos de hora. El partido comienza a las ocho en punto y, por eso, hago el gesto de levantarme de la cama, pero, de repente, oigo gritos que vienen del comedor. Mi madre está chillando a mi padre, aunque no oigo exactamente lo que le recrimina. No es la primera vez que se pelean. Si todo va bien, mi padre asentará con la cabeza, dejará que mi madre le eche en cara todos sus supuestos errores de los últimos meses y los problemas psicológicos que ella padece

(le llama problemas

psicológicos a su mala leche). Pero si las cosas se tuercen, mi padre le plantará cara y le preguntará si es para tanto, si vale la pena ponerse así, y le preguntará (supongo que sin esperar respuesta), por qué cojones es tan histérica. Entonces, mi madre gritará cada vez más fuerte, le insultará con más violencia y, finalmente, se pondrá a llorar en su cuarto.

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Sigo oyendo gritos y, ahora, puedo descifrar algo de las voces. -Siempre con la puta tele-, dice mi madre (eso me hace pensar que, por muy rápido que se arreglen las cosas, me he quedado sin ver el partido). - ¿Y qué quieres qué haga? -Pues podrías invitar a tu mujer a cenar, o llevarla al cine… ¡yo qué sé! ¿Te tengo que decir yo lo que tienes que hacer? Me tienes encerrada aquí, joder. - Tú tampoco propones nada, Sara. - ¿Qué te voy a proponer, si estás todo el día mirando el fútbol? Parece que sea lo único que te interesa. Ya tenía razón mi madre… - ¿Tu madre? ¿En qué tenía razón tu madre, si se puede saber? Tu madre era una maruja como tú, una maruja y una amargada ¡eso era lo que le pasaba! Los gritos se intensifican y a mi madre ya no se le entiende nada. Es lo de siempre. Seguro que mi padre estará a punto de irse a tomar algo al bar de abajo, para acabar con la discusión. Allí está. ¡Poum! Portazo. Ya está fuera. Tardará una hora aproximadamente. Mi

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madre estará en estos momentos a punto de entrar, con los ojos llorosos, a mi habitación para ver si me he quedado dormido. Y yo me haré, por supuesto, el dormido. No falla. Entra, sin picar. - ¿Estás dormido, Abraham? - ¿Qué? Sí, sí. Cierra la puerta y se va a llorar más a la habitación. Yo ya he cerrado la radio. Pasa el tiempo muy poco a poco, como en las películas, cuando un personaje recuerda algo. Pienso de todo. Pienso en lo bueno que sería para todos que el próximo domingo, que vamos a comer a la montaña, tuviéramos un accidente y mi madre se muriera en el acto. También pienso que mi padre se hiciese, de golpe, un tipejo simpático y seductor, que sacara a mi madre a pasear cada noche y que ella se pusiera guapa, pintándose los labios y las uñas del mismo color, como cuando yo era pequeño. Pienso en cómo sería de positivo para toda la familia…en ese momento entra mi padre. Entra en mi habitación. Me hago el dormido. - ¿Estás dormido, Abraham?-, me pregunta, con un tono claramente ebrio.

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- ¿Qué? Sí, sí. - ¿Puedo dormir aquí, contigo? No le respondo. Se abraza a mí, e intentando disimular sus lágrimas, me dice que el Barça ha ganado el partido. Podemos estar contentos

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Pantalones grises

Tengo que ir a la cena de fin de curso. Me acabo de duchar y me pongo los calzoncillos nuevos que me regaló mi madre para mi santo. Miro en el armario. Me pondré los pantalones grises con la camisa azul. Me pongo los pantalones y pienso si tal vez vaya demasiado arreglado. ¿Por qué no me pongo los Levi´s negros con la camiseta blanca? Me los pongo pero me quedan demasiado apretados. Me probaré los pantalones grises con la camiseta y la americana negra de mi hermano. Me queda bastante bien. Puede que la americana me vaya un poco grande. ¿Y si me pongo los Levi´s negros con la camisa azul y un jersey gris? Pero, claro, entonces corro el riesgo que la otra gente vaya más arreglada. Tengo que encontrar el término medio. Tengo que ir ni demasiado elegante ni demasiado despreocupado. Tocan el timbre. Es Abraham que me viene a buscar. Le digo que vaya pasando, que enseguida lo alcanzo. De hecho, el restaurante

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está muy cerca de mi casa. Finalmente, me pongo los pantalones grises con la camisa azul y el jersey gris. El tiempo se me echa encima. Salgo de casa. Sólo faltan cinco minutos para que empiece la cena. Me dijeron que serían muy puntuales y por eso corro un poco. No quiero llegar cuando todos estén sentados, quedaría fatal. Cuando estoy apunto de llegar al restaurante me resbalo y caigo con tan mala suerte que voy a parar a un charco. Me he ensuciado bastante los pantalones pero ya no da tiempo a cambiarme. Si llego a la hora, me sentaré y nadie lo notará. Para el baile, apagarán las luces y así no se me verá la mancha de barro. Empieza el baile. Le pido para bailar a Sara. A la tercera canción, la convenzo para que el domingo vayamos al cine. No sé si me pondré los Levi´s con la camisa azul, los pantalones grises con la americana de mi hermano o los Levi´s con el jersey gris.

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Elementos

Desde el actinio hasta el bario. Desde el cadmio hasta el disprosio. Desde el erbio hasta el fermio. Desde el gadolinio hasta el hafnio. Desde el indio hasta el lantano. Desde el magnesio hasta el neodimio. Desde el oro hasta el paladio. Desde el radio hasta el samario. Desde el talio hasta el uranio. Desde el vanadio hasta el xenón. Desde el yodo hasta nosotros. Todos somos elementos o combinaciones de ellos. Y, sin embargo, siguen habiendo extraños personajes con ciertos aires metafísicos que nos intentan hacer creer que el ser humano es algo superior, especial. Que me lo digan cuando mueran, cuando se empiecen a pudrir desde las uñas de los pies hasta el último pelo de lo que será su hermoso cráneo de cadáver.

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Estantería

Son las ocho en punto de la mañana. Suena el despertador. De un bote, me levanto de la cama (la llamaremos así porque es donde duermo, pero simplemente es un colchón en el suelo) y apreto el botón de snooze (ése que hace callar al despertador durante diez minutos). Pero, como siempre, me quedo dormido, también me he puesto la alarma del móvil que, la noche anterior, dejé escondido en el bolsillo derecho de la chaqueta. Así que me suena el móvil un minuto después. Ahora sí, enciendo el interruptor. Con la luz encendida parece bastante más difícil que me quede dormido, aunque en mí, todo es posible. Alargo el brazo otra vez, para encender el ordenador. Lo tengo rozando mis pies, en la parte izquierda. Voy a poner algo de música para despejarme. Ya son las ocho y cuatro minutos. Con los ojos entreabiertos me fijo en la estantería que tengo justo al otro lado de la habitación. Tiene seis estantes. En el de arriba, tengo cintas de video

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(no sé por qué cojones aún las tengo, si en el piso sólo tenemos dvd), en el segundo, tengo diccionarios de todo tipo; de términos literarios, de antónimos y sinónimos, hasta tengo un diccionario de citas (éste es de una inutilidad excelente). En el tercer estante tengo mis libros clave (les llamo así) de filosofía. Tengo la obra completa de Nietzsche, los diálogos más importantes de Platón, La Rebelión de las Masas de Ortega y Gasset, y alguna que otra cosa para mis masturbaciones mentales. En el siguiente estante tengo mi música. Se puede dividir en tres

grupos

básicamente:

Cantautores-

Clásica-Jazz.

Para

las

depresiones opto más bien por Sabina (el sufrimiento siempre es más placentero así),

para leer suelo utilizar a Rimski-Kórsakov (debo

saberme Scheherezade de memoria) y, para emborracharme, prefiero el jazz (así que cada noche, prácticamente, echo mano de Ellington). No hay mucha cosa, unos cincuenta cedés, máximo. El quinto estante es, lo que yo llamo, un estante libre. O sea, que es donde dejo toda la porquería que recojo. Diarios, publicidad, blocs de notas, etc… En el último estante, tengo material de oficina; folios en blanco, pegamento y tonterías de ese tipo.

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Me he decidido por el cedé de Carla Bruni. Abro la disquetera y lo introduzco. El reproductor de Windows se encarga del resto. Mi mirada se ha quedado fija en los estantes. Repaso cada una de las cosas que pertenecen a ese mundo. En el estante libre reconozco ese libro que tengo abandonado desde hace tanto tiempo. Los libros de ensayo siempre me han costado mucho. Me empalagan. (tiene gracia que diga eso, después de haberme pasado cinco putos años estudiando Filosofía). En el estante de más abajo me fijo en los folios, perfectamente

ordenados,

perfectamente

limpios,

impolutos,

dispuestos a ir, de un momento a otro, directos a la impresora, para ser manchados con la tinta de algún intento de relato, escrito el día anterior. La mirada se me va para el despertador, que con sus números verde extraterrestre me indican que ya han pasado veinte minutos. Son las ocho y veinticuatro minutos. Aún tengo tiempo. Mi mirada vuelve a fijarse en la estantería. Ahora me fijo en la música. Realmente es patético. Seguramente tienen razón mis amigos cuando me dicen que si no encuentro pareja es por la música que le pongo a mis invitados,

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aunque seguramente también no les invito más a ellos porque me repatean y porque me dan ganas de estrangularlos cuando se pasan toda la cena hablando de qué es arte de qué no lo es. En el estante de los libros de filosofía tengo un marco con una foto del viaje a París. Muy original todo. Están Isaac y Sara dándome un beso, uno a cada lado. Los tres tenemos una cara de borrachos excelente. (A veces me pregunto por qué cojones siempre enmarcamos este tipo de fotografías y las ponemos a la visión de todo el mundo que entra en nuestra habitación). En el estante de los diccionarios también tengo fotografías. Estas son de las tres inauguraciones de pintura que he hecho. Sí, es que hasta hace un mes aproximadamente, me daba por pintar. Era desastroso, intentaba ser original, como si hoy se pudiera serlo en el mundo del arte. Por supuesto, hacía abstracto, y argumentaba que mi tendencia venía dada porque el abstracto era más sublime que la figuración, pero en realidad (y como todo el mundo que me conoce debía suponer) era porque no tenía, ni tengo, ni puta idea de dibujar. Cosas que pasan. Pero, gracias a Dios, el mes pasado me dio un arrebato de esos que yo tengo, al más puro estilo obsesivo-

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convulsivo, y tiré todas mis pinturas y pinceles a la basura. La humanidad siempre me lo reconocerá. Pero, bueno, guardo las fotos de las inauguraciones porque supongo que aún mantengo ese narcisismo causante de mi falsa afición a la pintura. Cosas que pasan, también. En el estante de las películas hay un poco de todo. Pero mi gusto cinéfilo también responde a esa necesidad de narcisismo. Sobre todo tengo películas de Buñuel (aproveché un ciclo que dieron en televisión para grabarme todo lo que pude), de Hitchcock y alguna cosa de Rohmer y Truffaut, que siempre impresionan. No os creáis, a veces me ha funcionado y todo. Me doy cuenta de que me he estado entreteniendo demasiado y miro rápidamente el reloj del despertador. El verde extraterrestre me indica que ya son las nueve y siete minutos. Mierda, joder. Ya no llego. Había quedado con mis padres a y media y aún me tengo que duchar, ir a por el coche y conducir hasta Masnou. No llego. Voy hacer ver que me he quedado dormido. No voy a ir. Cuando me llamen les diré que ayer estuve trabajando hasta tarde y que no me he dado cuenta. Cuando me pregunten qué era eso tan importante que les tenía que

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decir les contaré que me van a publicar otra novela (de hecho, con un poco de suerte, me hubieran publicado con la que he estado trabajando hasta ahora). Hoy no estoy de humor para ponerme serio y decirles a mis padres, mientras miro los ojos negros de mi madre, que esos dolores de cabeza que he tenido me los provocaba un tumor en el cerebro. Un tumor maligno y en plena metástasis.

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Aaaaaamor

Abraham, abad alicantino, asistió a Almería. Abraham admitió adulterio. Afrodisíacamente, adormeció a Alba administrándole ababol. Acusado, alegó aburrimiento, asfixiante austeridad. Artífice, Abraham asintió ante Almería. Aparentemente arrepentido, aseguró, ante asamblea, acabar arrebatos asquerosos, atracciones abominables. Autoridades almerienses amnistiaron a Abraham. Astuto, aseguró asimilar asignatura. Ayer Alba, atractiva, avergonzó a Abraham. Alba abrazó a Abraham. Aparentó amor. Abraham, ató, apaleó, atizó, abofeteó a Alba. Algo ayudó a acabar: Abraham ahogó a Alba, almohada asesina. Ahora, Abraham añoraba a Alba ante altísimo ataúd. Al asesinar a Alba, Abraham apareció acribillado, atravesado. Adán, abanderado agitado, abatió a Abraham, agujereándole abdomen.

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Abraham angustiado, ansioso, apuró aquel aturdimiento: ¡Amor!, ¡Amor!, ¡Amor!

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Agresión

Lo tenía todo planeado. Esperaría a que Abraham saliera del ascensor y cruzara el pasillo para atacar. Ya lo había hecho otras veces. Cuando Abraham pusiera la llave en la cerradura, le pincharía el bajo vientre con gran agresividad. Abraham se pondría la mano en el lugar del dolor y vería cómo, sin poder evitarlo, sus extremidades inferiores se mojaban cada vez más. Y es que las vejigas jamás perdonamos.

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No puedo

La conocí, como se conocen a todas las personas importantes de tu vida, por casualidad. Al poco tiempo, la invité a ir al cine, a cenar y a otros de esos lugares considerados adecuados para las primeras citas. Por fin, hicimos el amor en mi apartamento de la calle Santa Ana. Su desnudo bailaba con las sábanas blancas mientras yo la penetraba como si me fuera la vida, embistiéndole, agarrado a sus muslos blancos y suaves. El sudor de nuestros cuerpos era bello, se deslizaba armoniosamente. La relación avanzó perfectamente. Parecíamos hechos el uno para el otro (seguramente lo estábamos) hasta que llegó un domingo que la llamé para ir a cenar. No podía quedar, se encontraba mal. Al día siguiente la llamé y tampoco podía. Tenía que prepararse un examen. Así que dejé de llamarla (no fuera a pensar que era uno de esos pesados…) A la semana siguiente, me llamó ella. Le dije que estaba

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muy ocupado escribiendo mi nueva novela (no podía rebajarme y decirle que sí a la primera de cambio, habiéndome rechazado ella antes). Me volvió a llamar al cabo de dos días y le volví a decir que no. En esta ocasión, le dije que había quedado con unos amigos para ir al teatro (por supuesto, era mentira). Después de dos semanas la llamé yo y ella me puso alguna excusa que en este momento no recuerdo. Así empezó nuestro juego. El juego que acabó con nuestra relación. O tal vez no ha acabado. Aún ahora nos llamamos para negarnos a posibles citas. Este mes me toca llamar a mí.

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Clonación

El teléfono sonó exactamente a las diecinueve cuarenta. Abraham contestó con un informal ¿sí? ya que a esa hora esperaba que la llamada fuera de su hijo Isaac o su mujer Sara. Si hubiese sabido que era una llamada de algún extraño jamás hubiera contestado así. Tal vez hubiese dicho algún ¿dígame?, que siempre queda más educado. Un ¿sí? queda demasiado familiar. La llamada no era ni de su hijo ni de su mujer, era un señor que se presentó como el secretario del profesor Teraj, de la facultad de medicina. Le explicó que ya tenían los resultados de las pruebas genéticas que le habían hecho. Le dijo que pasara por la facultad para hablar con el doctor, el tal profesor Teraj, para que le explicara con pelos y señales las características del experimento. Abraham hacía casi dos meses que, mientras estaba almorzando en el bar de enfrente de los grandes almacenes donde trabajaba, leyó en

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el periódico un curioso anuncio: Ayuda a la ciencia, deja que te clonen. Abraham es de esos tipejos que les encanta ser conejillo de indias. A todo tipo de experimentos científicos se apuntaba, no únicamente por el dinero que le ofrecieran, que no era poco, sino porque se sentía una persona altruista al ayudar a la medicina a evolucionar. Además era donante de sangre y más de una vez había donado su semen para que alguien a quien le era imposible ser padre, lo consiguiera. Por eso no le importó en absoluto llamar al teléfono que aparecía al pie del anuncio. Lo citaron en la facultad y le hicieron unas pruebas para ver si era apto para el experimento. En la misma sala donde le hicieron las pruebas había más de tres docenas de individuos dispuestos a dejarse clonar, muchos de ellos no tanto por el espíritu altruista de Abraham sino por los dos millones que ofrecían de recompensa. Tal y como le había indicado el secretario que le llamó, Abraham se presentó el lunes en la facultad. Al identificarse en la entrada, una enfermera lo acompañó al despacho del profesor Teraj. Éste le saludo con una excesiva buena educación y en menos de veinte minutos le explicó que las pruebas que le habían hecho habían salido

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perfectas, que él era el mejor dotado de todos los aspirantes para el experimento. Enseguida el profesor Teraj pasó a detallar el tema económico. Le explicó que cobraría un millón por adelantado y el otro millón cuando naciera la criatura. Abraham estuvo a punto de aclarar al profesor que no le importaba cobrar un millón un poco más tarde porque lo que le había movido a presentarse al experimento no era el dinero, sino su ganas de colaboración. Pero calló porque le vino una pregunta mucho más importante a la cabeza. El profesor le había explicado perfectamente los diferentes procesos del experimento pero no le había dicho cómo nacería su clon. El doctor le dijo que no se preocupara de eso, que ya tenían una donante la cual engendraría la criatura. Pero le dejó muy claro, eso sí, que para nada conocería a esa mujer, ni ella a él. Eso estaba totalmente prohibido y Abraham lo entendió perfectamente. Firmaron los papeles correspondientes y Abraham se fue a casa. Al cabo de nueve meses aproximadamente apareció la noticia en todos los medios de comunicación del mundo: Nace el primer ser humano clonado. Las fotos del recién nacido aparecían en todas las

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portadas y Abraham, aunque fuera de una manera indirecta, estaba conociendo a su clon. El profesor Teraj le aseguró que no lo vería nunca, igual que a la madre de la criatura. Pero los años pasaban y la vida de ese niño se hizo cada vez más pública. Todas las revistas del corazón lo perseguían. Abraham ha ido viendo la evolución de su clon. Sus infidelidades, su pésima vida laboral, sus nefastas relaciones con sus familiares y amigos. Y es por eso por lo que Abraham aún no ha podido salir de esa profunda depresión que le persigue, por ver cómo su clon ha cometido los mismos errores que él.

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Legado

Siempre he querido dejar un buen legado. Ya sé que después de muerto nada importará. Pero me da un pánico insoportable saber que me iré de este mundo sin haber servido para nada. Un buen libro, un prestigioso torneo de backgammon, da lo mismo. Sólo quiero saber que los que estuvieron a mi lado se sentían orgullosos de conocerme. Quiero oír decir que nunca habrá un ser tan especial como yo. Quiero que cada día que pase, la gente que yo quiero no pueda vivir sin mí. Quiero que mi mujer no se pueda fijar en otro hombre porque piensa constantemente en lo maravilloso que era yo. Y quiero que mi familia no se recupere jamás de mi ausencia. Y sé que mi actitud es exageradamente egoísta. Pero es estrictamente necesario para conseguir la eternidad. La puta eternidad.

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Conversación en un ascensor

Abraham se encuentra en el portal a Sara. Le abre la puerta del ascensor. - ¿Qué tal estás, Sara? (me da absolutamente igual cómo estés) - Muy bien, gracias. ¿Y tú? (ya está otra vez ese pesado del cuarto) - Hace mucho calor, ¿eh? (me he quedado en blanco, no sé qué decir) - Pues sí. Demasiado calor. (A ver si llegamos rápido y me lo quito de encima) - ¿Te apetece pasarte por mi casa a tomar un refresco? (con un poco de suerte, me la tiro) - Uff, gracias pero he quedado con mi madre. Otro día, tal vez. (Que asco de tío. Hasta le huele mal el aliento)

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- Bueno, pues nada... ya nos veremos, ¿vale? (lástima que hoy esté ocupada) - Claro que sí. Que tengas un buen día Abraham. (Por fin hemos llegado) - Adiós. (¡Pero que tetas que tiene!) - Adiós. (La próxima vez soy capaz de decir que tengo claustrofobia antes que subir con éste. El olor a sudado no me dejaba ni respirar)

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Mimesis

La primera vez que vi borracho a mi padre me impresionó muchísimo. Desde entonces, no puedo dejar de beber para tratar de olvidarlo.

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Enemiga íntima

Eres una mala puta. No conseguirás jamás amargarme la vida. O al menos no tanto como tú te crees que me la amargarás. Eres una zorra que crees que puedes con todo el mundo, pero no sabes con quién te has ido a enfrentar. Hace dos años que te metiste en mi vida pero te juro por Dios que en cuanto no te des cuenta te expulsaré lejos de mí, para siempre. No sé por qué elegiste precisamente a alguien como yo. No me merezco tu trato y quiero que sepas que no te tengo miedo. Me río de ti. Eres demasiada poca cosa para mí Leucemia, demasiada poca cosa.

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Decir que no

El psicoanálisis, la psicoterapia, las técnicas cognitivoconductuales, la escuela Gestalt, el análisis transaccional, todo. Abraham había probado todo y su problema no mejoraba. Algunos psicólogos decían que lo que le pasaba realmente es que desde su infancia no había desarrollado el niño rebelde que todos llevamos dentro. Otros especialistas en el tema aseguraban que el problema se originaba en una profunda timidez patológica. Una timidez que no dejaba a Abraham mostrar ni sus momentos de alegría ni sus momentos de tristeza. Pero la vida de Abraham pasaba y, por supuesto, su calidad de vida disminuía. Era incapaz de negarse a cualquier proposición que le hicieran, le gustase o no. Por supuesto, podía pronunciar la palabra no tantas veces como quisiera. Pero en el momento que su jefe, un amigo

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o cualquier desconocido le pedía algo, fuese lo que fuese, él siempre contestaba afirmativamente. Era el mismo niño sumiso que decía que sí siempre que su padre le obligaba a bañarse en los fríos días de invierno. Y la gente empezó a acercarse a Abraham sólo para aprovecharse de él. Le pedían de todo; dinero, sus raquetas de tenis, su coche... Hasta que apareció Sara en su vida y le pidió que se casase con ella. Abraham asintió aunque Sara era la mujer más fea del pueblo, aunque padecía de halitosis crónica, aunque pesaba más de ciento veinte quilos, aunque le faltaba el ojo derecho. Y de ese extraño matrimonio surgió Isaac. Un día cualquiera Abraham estaba dando de comer a Isaac. Éste vomitó encima de su padre y habló por primera vez: >. Dijo no. Abraham comprendió entonces que su hijo no sufriría su problema, no era un problema hereditario. Su hijo, su querido hijo, podría negarse a lo que no le apeteciese hacer siempre que quisiera sin sentirse culpable por ello.

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Pero Abraham murió demasiado pronto para ver la evolución de su hijo. Y es que Isaac iba a ser incapaz de decir que sí a nada. Ni fue capaz de aceptar ese estupendo trabajo que le ofrecieron a los veinte años, ni fue capaz de decir que sí a esa hermosa mujer que quería compartir el resto de su vida con él.

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Cambio de opinión

Lo que más le gustaba a Abraham en esta vida era dormir y dormir. Hasta que le dijeron que dormiría para siempre. Entonces, sólo quiso estar levantado, despierto.

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Accidente psicoanalítico

El semáforo se pone en rojo, de repente. Un gilipollas, que iba demasiado rápido, no le da tiempo a frenar y me golpea por detrás. Me bajo del coche y lo insulto con todas mi fuerzas. Él también se baja. Enseguida llegamos a las manos. Y yo le pego como si él tuviera la culpa de mis desastrosas relaciones sentimentales. Y él me pega como si yo tuviera la culpa del alcoholismo de su padre. Y yo le pego como si él tuviera la culpa de la puta monotonía de mi trabajo. Y él me pega como si yo tuviera la culpa de la temprana muerte de su madre. Y yo le pego como si él tuviera la culpa de mi patético estado económico. Y él me pega como si yo tuviera la culpa de su impotencia sexual. Y yo le pego como si él tuviera la culpa de la enfermedad de mi amigo. Y él me pega como si yo tuviera la culpa del reciente incendio de su casa. Y nos

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separan los demás conductores. Cada uno coge su automóvil y se va por su camino, camino lleno de frustraciones.

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Enfermo _______________________________________________________

Abraham está muy enfermo. Le deben quedar entre tres y seis meses de vida. Y todo el mundo lo sabe. Es evidente. Y en el barrio todos lo miran con lástima, con compasión. Mirada de compasión que es acompañada por el rechazo unánime, ya que, la enfermedad de Abraham es altamente contagiosa. Simplemente con el aliento ya puedes quedar infectado. Es una de esas enfermedades tropicales que contrajo en su último viaje al África profunda. Pobre Abraham. Pero Abraham los mira y es él quien se compadece de ellos. Todos creen que vivirán mucho. Y muchos morirán en breve; empotrados en el cristal del coche, cayéndose de un andamio o asesinados por su cónyuge. El resto, morirán día a día ahogados en sus propios vómitos, provocados por la monotonía que comporta una vida larga de tiempo y nula en sensaciones.

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Feliz cumpleaños _______________________________________________________

Hace tan sólo dos años que empezó todo, pero lo recuerdo como algo muy lejano. Mi memoria se ha vuelto traicionera y únicamente recuerdo buenos momentos de entonces. Y, por supuesto, no todo era maravilloso. Pero la tristeza únicamente era parte de mi vida, no era mi vida. De hecho, la tristeza es sana porque te enseña a comparar y a apreciar mucho más los buenos momentos. Lo malo es cuando la tristeza se convierte en desesperación. Ya no eres simplemente una persona triste, eres tan sólo desesperación. No actúas por ti mismo, la tristeza orienta todos tus pasos, decide por ti. Y así es como me siento desde aquel día. Era un sábado, tarde. Muy tarde. Volvíamos de estar toda la noche

bailando

y

bebiendo.

Abraham

me

dejó

en

casa

aproximadamente a les seis de la mañana. Me quité la ropa y me acosté. Dormí sin ningún problema.

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Me levanté con un fuerte dolor de cabeza. Fui al lavabo e hice la meada obligatoria. Abrí el grifo y engullí toda el agua que pude. Levanté la cabeza para lavarme la cara y vi el principio del fin. Aquellas manchas no eran nada. Me levanté el jersey y eso estaba por todas partes, supurando. También en las piernas, en los pliegues de los pies, en los codos. No sé si fue psicológico pero sentí un picor impresionante por todo el cuerpo, seguramente por el asco que me producía mi aspecto. Llamé a mi madre. La verdad es que no me asusté en absoluto, ni ella tampoco. Seguramente había sido alguna reacción que me hizo el cuerpo con algo que había cenado la noche anterior. Mamá cogió el coche y fuimos al hospital. Después de hacernos esperar una hora, que a mí me parecieron cientos de ellas, me colocaron en una camilla y me preguntaron si me importaba que me hiciesen unas fotos de las extrañas manchas. - Pero, ¿Por qué?- Pregunté angustiado. - Es que es un tipo de lesión poco usual.- Me dijo aquel cabrón.

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¿Qué se había pensado el desgraciado ése? Si hubiese sido usual no hubiera ido al hospital. Me hubiera esperado al lunes y habría ido al médico de cabecera, me hubiera recetado una pomada y ya está. Y eso es lo que acabó haciendo aquel impresentable de urgencias. Me mandó una pomada y me dio hora para el dermatólogo. Desde entonces, todo fue demasiado rápido. Aquellas heridas se habían convertido en heridas mucho más grandes y de color verde. Lo peor era el color verde. Sí, increíble pero cierto, de color verde. El dermatólogo sólo supo hacerme más fotografías e ir probando más pomadas. Creo que he probado todas las que existen en el mercado. Abraham vino a verme y alucinó, claro. Cada semana me venía a ver, pero ahora hace meses que no sé nada de él. Seguramente pensó que podía contagiarle, pero yo estoy seguro de que no porque mi madre, como todas las madres, prefería acariciarme con el riesgo que ello podía comportar antes que no hacerlo. Jamás le ha pasado nada. Mis apariciones en público disminuyeron al mismo ritmo que las visitas de Abraham. Aunque nunca me he llegado a encontrar realmente mal, mi aspecto era y es un auténtico espectáculo. Primero

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dejé de ir a la facultad, luego de dar paseos con mi madre por el pueblo y después de dar la vuelta a la manzana. Solía dar la vuelta a la manzana para caminar un poco y para que me diera el aire pero el encuentro con los vecinos era inaguantable. Todos, absolutamente todos, hacían ver que no pasaba nada. Intentaban esconder sus gestos de repugnancia pero aún era peor. Por eso, hace bastante tiempo que no salgo de casa. Me he comprado un vídeo para mi habitación y ahora soy todo un experto en cine. Mi vida se puede dividir en escritura, música y cine. Los médicos me han dicho que se trata de un virus aún no conocido y que no hay ningún doctor en el mundo que lo haya estudiado. Por eso tengo que armarme de paciencia, como dice mi madre, esperando que alguien me diga qué me pasó aquel sábado. Hoy precisamente hace dos años exactos de aquel día. He abierto una botella de cava y he brindado conmigo mismo. Feliz cumpleaños, me he dicho. Feliz cumpleaños.

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Circunstancias _______________________________________________________

Es una pesada. No me deja en paz. Constantemente me está enviando mensajes al teléfono móvil. No para de ir a los sitios donde yo voy. Me tiene ahogado. Ojalá se olvidara de mí. No la veo nunca. Voy a los lugares donde solía estar y ya nunca está. La llamo y siempre comunica. No puedo vivir sin ella. ¿Por qué me rechaza de esta manera con lo que yo la quiero?

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Monólogo

Ya sé que esto es estúpido. He tenido que decir a tus padres que esperaran fuera. Me ha costado convencerlos, pero siempre me han tenido gran aprecio. La verdad es que no sé qué decir. Nosotros siempre comentábamos estas situaciones. Y hasta nos reíamos. No es que fuéramos malvados, pero es que la vida te muestra tragedias tan terribles que parecen chistes, son tan incomprensibles e ilógicas como ciertas y reales. Siempre parece que le va a pasar al otro y un día va y te pasa a ti. ¿Te acuerdas de cuando murió Abraham? Sara estuvo toda la tarde hablando con él, con un cadáver. Y cuando la escuchábamos sonreíamos, perplejos, mientras, al mismo tiempo, nos secábamos las lágrimas. Te tienes que acordar. Fue en este mismo tanatorio. La caja de Abraham se parecía mucho a la tuya.

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Renovarse o morir

Desde hacía unos días se encontraba raro. No sabía qué era lo que le pasaba, pero algo extraño le sucedía. Abraham notaba como si no conociese bien a las personas, como si no conociese en realidad a sus amigos ni a su familia. Tal vez se empezó a dar cuenta de lo que pasaba cuando vio a su mujer cambiar de color de pelo cuatro veces la misma semana. No era normal ir a sacar el perro por la mañana y un día encontrase a un fox terrier y otro día a un bull dog. Lo de sus hijos era lo más fuerte. A su hijo menor Isaac se lo había encontrado vestido de chica y exigiéndole que le llamara Sara. Pero Abraham era demasiado inteligente para caer en un boicot de tales características. Y antes de ir a dormir grabó en un casete el aspecto de su mujer (unos treinta años, pelo oscuro, piel seca y uno setenta de altura), el de su hijo mayor Ismael (unos diez años, pelo en 95

punta, la cara llena de pecas y apenas metro y medio de estatura) y también grabó cómo era su hijo menor Isaac (unos cinco años, pelo claro, moreno y muy bajito). No se olvidó de describir a su perro que, según dijo en la cinta magnetofónica, era un pequinés. Dejó la prueba dentro de la mini cadena para que, cuando se levantase el día siguiente, fuese lo primero en escuchar. El despertador sonó a las ocho de la mañana en punto. Abraham saltó de la cama y miró a su mujer. Ésta se había convertido en una señora de cincuenta años, rubia y rechoncha. Fue al baño y se encontró con dos adolescentes que se pintaban los labios para ir al instituto. Eran dos chicas de quince años cada una. En ese mismo instante saltó hacia él un enorme dogo argentino moviendo la cola. Abraham corrió de nuevo hacia su cuarto a escuchar la cinta que había dejado el día anterior. Puso el play, pero allí sólo sonaba una pegajosa melodía de Barry White. Así que no pudo demostrar sus sospechas. Abraham entendió que cada vez que se fuese a dormir despertaría en un lugar diferente. Y no podía hacer nada para evitarlo. No podía ir a un hospital a explicar su problema, pensarían que estaba

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loco. Por eso hizo lo que hacen todos los humanos; resignarse a vivir con la vida que les ha tocado, con ese sentimiento constante de insatisfacción y, aún más, en el caso de Abraham, de desconfianza hacia el prójimo.

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Confusión

Abraham fue a un programa de televisión a explicar que había sido raptado por un grupo de extraterrestres. Cuando llegó al plató, el público asistente estaba ansioso por oír la historia. Unos para burlarse, otros por simple curiosidad. La presentadora, después de un breve saludo de bienvenida, preguntó a Abraham por el aspecto de esos seres. Le preguntó si eran verdes, si eran viscosos, si tenían uno o tres ojos, si tenían ocho o más patas. Abraham le respondió que no se parecían en nada a como ella los describía. La presentadora, entonces, le rogó que le explicara cómo eran. Y Abraham describió perfectamente una tableta de chocolate bañada en leche, crujiente y cubierta de avellanas, rica para la nutrición de los niños. Y es que la agencia de actores para la que Abraham trabajaba se había pasado. En una semana tenía que hacer trece spots publicitarios,

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cuatro entrevistas y nueve castings. Y Abraham ya no sabía si estaba anunciando el mejor chocolate del mercado o el fin del mundo.

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Entierro

Abraham estaba sentado en el sofá con sus padres. Estaban viendo una película pero Abraham no prestaba atención al televisor. Observaba a su padre Teraj. Teraj, su padre, hacía pocos días que acababa de cumplir los setenta años. Su frente arrugada, sus manos temblorosas y el poco cabello que conservaba eran testigo del paso del tiempo. Abraham lo miraba y sabía que le quedaban pocos años para disfrutar de él. Tal vez tres, tal vez cinco. Aunque su padre lograra vivir una década más ya no sería aquel hombre que le llevaba al cine a ver las películas de estreno, aquel hombre que le enseñó todos los trucos indispensables para ser un gran jugador de tenis. Sería pronto, en todo caso, un hombre atrapado en su cuerpo de cadáver viviente. La madre era dos años más joven que el padre. Sus piernas hinchadas, su boca exenta de dientes y su voz entrecortada reflejaban

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que para ella tampoco habían pasado los años en balde. Abraham la miraba. No sabía quién de los dos, si su madre o su padre, moriría primero. Pero, por ley de vida, la verdad era que pronto Abraham se quedaría sin padres. Y él era consciente de ello. Allí, en el sofá, comenzó a imaginar el entierro de sus progenitores. Primero el de su padre. Luego el de la madre. Seguro que acudiría mucha gente al entierro de Teraj. Es muy conocido en el barrio. Abraham ya imaginaba cómo le daban el pésame, como el señor Sem, propietario del colmado al cual Teraj iba a comprar el pan cada día. O todos los excompañeros de trabajo que tantas horas compartieron con su padre en aquel empleo tan duro como lo es el de ferroviario. El entierro de su madre lo imaginó muy parecido. Mucha gente llorando y diciéndole >. Sobre todo, las vecinas con las que su madre siempre se llevó tan bien. O la pescadera, o la frutera. Todas la conocían y la respetaban. Abraham se levantó del sofá. Les dijo a sus padres que iba a estirar un poco las piernas a la calle. Y es que comenzaba a obsesionarse con eso de la muerte de sus padres. Quería olvidarse de

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todo. Al cruzar la primera esquina, se encontró con un chico joven que le pidió una moneda. Abraham se la dio, cometiendo el gran error de dejarle ver al chico cuánto dinero llevaba en la cartera. El chico enseguida sacó una navaja y le pidió la cartera y el reloj. Abraham forcejeó con el delincuente y éste le clavó, casi sin querer, la navaja. El entierro de Abraham fue precioso. Acudieron mil quinientas personas. No faltaron el señor Sem, ni los excompañeros ferroviarios del padre, ni las vecinas, ni la pescadera, ni la frutera. Y, por supuesto, tampoco faltaron ni su madre ni su padre Teraj.

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Escritor frustrado

Cuando Abraham tenía diecinueve años, estudiaba económicas en Barcelona. Fue por aquel entonces cuando tuvo la primera idea de escribir algo. Él sabía que nunca llegaría a ser un gran economista, él quería ser escritor. La idea de lo que sería su primera novela la tenía ya bien desarrollada en la mente: un chico que de un día para otro se convertía en un escarabajo y su familia lo rechazaba. Apuntó la idea en una libreta pero nunca llegó a escribir tal novela. Nunca encontraba el tiempo para escribir. Siempre que iba a comenzar alguna narración, se encontraba cansado. Siempre le venía un gran sueño. Cuando tuvo los veintiún años se le apareció una idea genial de la cual podría sacar un buen relato. A los treinta y tres años tuvo una iluminación: un chico que vivía en un hotel, era un psicópata que asesinaba a una chica en la ducha. Por esa época salió una película de

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gran éxito. A los treinta y siete años le vino otra historia a la cabeza, a los cuarenta y ocho años otra, a los cincuenta y tres otra y a los cincuenta y nueve años de edad otra. Nunca las escribió. Siempre le venía ese extraño sueño antes de comenzar a plasmar en el papel sus geniales ideas. Anotaba ideas, sólo ideas. Ahora, ingresado por una insuficiencia cardiaca, ya tiene sesenta y nueve años. Mira la libreta donde tiene apuntadas todas sus grandes ideas, todas las ideas de su larga vida. Podría haber escrito las mejores novelas de este siglo. Pero siempre le vencía ese extraño sueño al coger la pluma. Decidió no pensar más en el tema. Tenía ganas de dormir. Y cerró los ojos, los cerró para siempre.

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Crónica de un trofeo _______________________________________________________

Como todas nosotras, yo tenía un futuro incierto. Aunque, todo hay que decirlo, era una copa verdaderamente hermosa. Sí, era un trofeo de plata con un bonito soporte de mármol y con curiosos adornos de color oro. El primer año de mi vida fue muy bueno. Lo pasé en el almacén del fabricante. Meses más tarde, me trasladaron a una tienda del centro. Allí no duré ni dos semanas. Fui la copa para el vencedor de una maratón popular que se celebraba cada año en el Masnou. Así pues, fui otorgada a un vecino de la población. El ganador se llamaba Abraham y vivía en una casa antigua, en las afueras. Al principio estaba muy ilusionado conmigo. Estaba todo el día dándome besos. Enseguida hice amigas. Muchos de los trofeos de la estantería, donde me había colocado, los había conocido en la fábrica durante mi infancia. Pero los malos tiempos vinieron enseguida:

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el chico pasó de no dejar de darme mimos a ignorarme por completo. Ya nunca me limpiaba y mis adornos de color oro no brillaban a causa del polvo. Un día Abraham se presentó con una chica. Le explicó su victoria en el maratón popular. Cuando esperaba un no parar de elogios, el chico, mientras me cogía, soltó: > y los dos empezaron a reír. Y yo hice lo único que podía hacer. Gracias al polvo logré hacerme escurridiza y dejarme caer. El suicidio era la única salida digna ante semejante humillación.

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IV.

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Larga despedida

Cada día, alrededor de las tres de la tarde, Sara llama para preguntar cómo está Abraham. Cada tres días, la madre de Abraham le cambia la botella de suero. Cada jueves por la mañana, el hermano de Abraham le lee un capítulo de alguna novela de ciencia ficción, de ésas que le gustan tanto. Cada viernes, el padre de Abraham alquila una película de terror para que su hijo pase un rato agradable. Cada primer lunes de mes, vienen a comer a casa los abuelos de Abraham y así pueden visitarlo. De esta manera pasan las horas, los días, los meses. Y no hay un sólo familiar que se atreva a decir en alto lo que es evidente. Y es que ya no puede pasar más tiempo. Tienen que enterrar el cuerpo cuanto antes. Los vecinos ya han llamado a la policía varias veces por el insoportable olor.

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