PORTADA Y CONTRAPORTADA: Planeta Blanco de Poiriers, 2006, materiales

4 12 18 21 PORTADA Y CONTRAPORTADA: Planeta Blanco de Poiriers, 2006, materiales diversos. Foto: Cortesía de Carlos Alberto Fernández Montes de Oca

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HESPERUS Diseño de Juan de Fdez.-Grande. La portada y contraportada reproducen dos dibujos de A. de Saint-Exupéry. © 1953, del texto, Éditions Ga

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PORTADA Y CONTRAPORTADA: Planeta Blanco de Poiriers, 2006, materiales diversos. Foto: Cortesía de Carlos Alberto Fernández Montes de Oca. REVERSO DE PORTADA: Valentín Serov, Retrato de Ana Pavlova, 1909 REVERSO DE CONTRAPORTADA: Obra Convivencia de Rigoberto Mena (Foto: Ricardo Rodríguez) y performance Aurora de Carlos Alberto Fernández Montes de Oca. (Foto: Cortesía del artista)

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Construcción de la protagonista en LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA: los Ballets Rusos Nelly Rajaonarivelo|Personajes, hechos históricos y acontecer artístico con los que Carpentier dio vida a Vera, y que nos revelan algunos recursos, métodos y procedimientos del autor. Béjart: el presbítero de la danza Ismael S. Albelo|Un recorrido por la brillante trayectoria de una de las mayores figuras de la danza en el siglo XX. Y en este recorrido, su relación con Cuba. Todos somos extraños-extranjeros en un mundo cambiante La experiencia de lo otro Olga Sánchez Guevara| Al calor de una conversación virtual con Marie-Thérèse Kerschbaumer, su estudiosa y traductora aborda críticamente las novelas La extraña y La partida, de esta escritora austríaca de ascendencia cubana. Diversión, fingimiento y enmascaramiento en los IN-

No.2|2006 abril-mayo-junio de 2006 | Época V Año 47 de la Revolución, La Habana, Cuba

FORTUNIOS DE ALONSO RAMÍREZ (1691) de Carlos de Sigüenza

y Góngora José F. Buscaglia-Salgado|Regreso a uno de los textos fundadores de la narrativa latinoamericana desde una perspectiva analítica muy lúcida y contemporánea. 31 Comidas para Simón Bolívar Julio Pazos Barrera|A partir de manuscritos que detallan los ingredientes y utensilios de que se dispuso para dos banquetes ofrecidos al Libertador, el poeta y estudioso de la gastronomía ecuatoriana reconstruye usos y costumbres de la sociedad criolla recién llegada al poder. 34 La ciudad se bienaliza. Dinámicas urbanas centradas en los sentidos Israel Castellanos León|De esos días en que La Habana fue una gran galería, una visión sobre las intenciones y los logros de esa exposición gigante que es la Bienal. 43

Directora Luisa Campuzano Subdirector editorial José León Díaz Consejo asesor Graziella Pogolotti, Ambrosio Fornet y Antón Arrufat Jefa de redacción Conchita Díaz-Páez Administrador Iván Barrera Redacción Jaime Sarusky, Amado del Pino e Israel Castellanos León Diseño Arturo Bustillo Solís Realización Edición Digital Luis Augusto González Pastrana Relaciones públicas Rosario Parodi Composición Maritza Alonso

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Del espacio a la piel Amado del Pino|Dos frecuentes olvidados de la crítica teatral, la escenografía y el vestuario, esta vez son el centro de una valoración sobre su presencia en la escena cubana durante los primeros años de este siglo. 47 Niemeyer y Cuba Jaime Sarusky|Aunque ocurrido en 1961, este encuentro con el gran arquitecto brasileño no ha perdido vigencia. Nos acerca a su obra, a sus ideas y nos hace sentir su admiración por la Revolución Cubana. 50 PUEBLO Y CULTURA y REVOLUCIÓN envueltos en el misterio Leonardo Acosta

Y

CULTURA: Dos números

55 Y hay otro más (es decir, otro menos) José León Díaz Ambos autores nos muestran la historia oculta de varios números de esta revista que nunca vieron la luz, o que la vieron de forma limitada. 58 Vistazos 60 Espacio Abierto 61 A tiempo Un libro muy, pero que muy valiente | Oscar Loyola Vega Flavio convoca | Adelaida de Juan Los más allá de Mena y Montes de Oca|Andrés D. Abreu

Cada trabajo expresa la opinión de su autor. Revolución y Cultura

Construcción de la protagonista en La Consagración de la Primavera: los Ballets Rusos Nelly Rajaonarivelo

La Consagración de la Primavera es la única novela de Carpentier donde la danza, además de titular, es central: se plasma en ella toda la in-formación acumulada en la vida de cronista y baletómano del autor. Gran parte de la historia de la danza desde sus orígenes se puede rastrear y reconstruir a lo largo del relato a través del personaje de la bailarina Vera, con particular enfoque en una de las mayores aventuras artísticas del siglo XX: la compañía de Los Ballets Rusos. El título mismo de la novela, homónimo del famoso y escandaloso ballet mítico de Stravinsky y Nijinsky, estrenado en París en 1913, metáfora estructurante del relato, es la primera referencia inmediata pero no exclusiva a los Ballets Rusos. La Virgen Electa en la Éstos definen el marco estético en torno a Vera, «danse sacrale» de La representando uno de los acontecimientos artísticos Consagración de la Primodernos más im-portantes, no solamente a nivel mavera de Nijinsky (aquí, M-C Pietragalla). coreográfico, sino también a nivel musical, pictórico, escenográfico... Parece casi natural o lógico situar a una bailarina, rusa además, instalada en París durante el período de entreguerras, en el seno de esa gran compañía, fenómeno artístico del momento, pero esta tentación no se limita en Carpentier a la mera anécdota o al afán de verosimilitud. Más allá del simple ornato erudito, que sí varias veces le gusta añadir, el escritor quiso relacionar cuidadosamente la acción de la novela con eventos artísticos simbólicos y representativos de la evolución de las artes en general y del proyecto artístico de su heroína en particular. Precisemos primero el contexto real en que el personaje ficticio de Vera colabora con los Ballets Rusos y, ante todo, lo que se entiende por la apelación «Ballets Rusos». En la cronología no explícita del relato, que en muchas ocasiones se reconstruye precisamente gracias a los eventos históricos o culturales (un ballet por ejemplo), Vera llega a París en 1922, después de su huida de Rusia y tras un tiempo de residencia en Londres. Es decir, al principio de lo que es la «última época» y de los Ballets Rusos originales, los de Diaghilev, que duraron de 1909 hasta la muerte de su director, en 1929. Vera conoce Vera Revolución y Cultura 04

Profesora de la Universidad de Provence y es-tudiosa de la obra de Alejo Carpentier. El presente trabajo fue una conferencia ofrecida en la sede de R y C el 12 de septiembre de 2005.

y compar te por lo tanto los siete últimos años de existencia de la famosa compañía. Después del 1929, que abre «la segunda etapa» de su carrera de bailarina intérprete (o sea, otros diez años hasta su partida para Cuba, en 1939, huyendo de Europa y su Segunda Guerra Mundial), Vera también participará, como hicieron históricamente muchos bailarines de la troupe original, en las distintas compañías que se apoderan del prestigioso título de «Ballets Rusos» o «Ballet Ruso», en torno al Coronel de Basil y René Blum, radicadas en París, Londres o Monte-Carlo. Aquellas compañías repusieron gran parte del repertorio de Diaghilev, y también prosiguieron el trabajo de creación vanguardista iniciado por los primeros Ballets Rusos, en colabo-ración con pintores músicos contemporáneos. No es tarea fácil reconstituir la trayectoria de en el seno de los distintos «Ballets Rusos», ya

que se ofrece al lec-tor de manera fragmentaria y desordenada, estrellada en tro-zos de recuerdos a lo largo de los cuarenta y nueve capítulos, aun-que concentrados sobre todo al principio de la novela, en España, y al final, durante la estancia de Vera en Baracoa. La fecha de 1909 suena a destino cuan-do, muy simbólicamente, Carpentier hace nacer a su heroína1, el año mismo del nacimiento de los famosos Ballets Ru-sos de Diaghilev. Sigue, en orden cronoló-gico reconstituido, el dato de la noticia leja-na de la creación de La Consagración de la Primavera (el original Sacre du printemps), que la niña oye comentar en San Petersburgo, algunos años después del estreno parisino, en 1917, por su padre y un doctor, durante el parto de su prima Capitolina. Es la primera vez que la niña oye hablar de los Ballets Rusos: ballet revolucionario, promesa de porvenir, parto y estallido de la Revolución Rusa unen simbólicamente lo artístico con lo social y político. Vera, intérprete de los Ballets Rusos. «Aurora» de una carrera Luego habrá que esperar hasta 1921, en los recuerdos de Vera, para que tenga lugar el verdadero primer encuentro entre historia artística y ficción novelística. Para la pequeña Vera, instalada en Londres desde 1917, que sólo tendría entonces doce años, el acontecimiento es inmenso: la directora de su escuela de danza la propone a Diaghilev, de gira en Londres, para un «pequeño papel» en La Bella Durmiente. Este ballet fue repuesto muy exactamente «aquel día inolvidable del 2 de noviembre» en el Teatro Alhambra de Londres, hecho por supuesto verídico. El novelista relata el evento detalladamente y con mucha exactitud, sacándolo muy probablemente de algún diccionario de la danza y sobre todo de la biografía de Diaghilev hecha por Serge Lifar2 por una parte y, por otra parte, de las Memorias de Tamara Karsavina, prestigiosa bailarina de los Ballets Rusos, que Lifar utiliza ya mucho en su propio libro y que Vera posee también en su mesa de cabecera3. El juego intertextual proseguirá en otras ocasiones. Los pocos elementos que proporciona Carpentier so-bre aquella primera interpretación de Vera me permiten identificar el papel que baila: probablemente uno de los seis pajes del Hada de las Lilas, que ejecuta una variación solista en el Prólogo, como hace Vera, y se destaca de los demás por segunda vez en el tercer acto. «Y, ya más valiente, empecé a prepararme para mi segunda salida –de solista verdadera esta vez– en la escena de las bodas. No era muy difícil, en verdad. Pero, en fin: estaría muy separada de las demás, al centro, con las luces encima, teniendo, además, que hacer algunos gestos de deferencia y reverencia a la

bella Aurora y al Príncipe Deseado.» (VII, 37, 664) Carpentier, al utilizar este papel y este ballet en particular, no escoge una obra al azar entre las muchas posibles para contextualizar a su personaje. En efecto, en primer lugar, este papel relaciona a Vera con dos grandes figuras de la danza: Tamara Karsavina y Alicia Alonso. En efecto, Karsavina, unos de los emblemas de los Ballets Rusos, relata exactamente la misma experiencia infantil en sus Memorias: «Poco me importa tener un papel insignificante con tal de que yo formara parte del mundo feérico del teatro. Mis emociones de comparsa me bastaban. Pronto sin embargo, el campo de mi actividad se amplió. Llegué a ser uno de los seis pajes del Hada de las Lilas en La bella durmiente (...)»4 Las dos niñas comparten la misma fascinación por el mundo mágico de los cuentos de hadas y de los ballets clásicos. Para la joven Vera, este debut común significa la materialización de un sueño, el de imitar a aquel primer ídolo de su infancia, Karsavina, a quien su madre la lleva a ver y que, bailando ante sus ojos en el Teatro Imperial de San Petersburgo, «de tanto entusiasmar[la], [la] saca de [sí] misma, dejándo[la] sin fuerzas para aplaudirla» (VII, 36, 653). Otras numerosas semejanzas aparecen en la novela entre Karsavina y Vera, empe-zando por el enigmático e incompleto apellido de la heroína, enunciado e interrumpido, de Kal... seguido de varias «ch», «k» e «y» (II, 11, 230) que nunca el lector llegará a conocer explícitamente, pero cuya «K» inicial relaciona sobre todo a Vera con la gran Karsavina5. En cuanto a Alicia Alonso, Vera le sigue también los pasos, ya que la gran bailarina cubana debutó igualmente su carrera escénica hacia los once años con un papel en La bella durmiente del bosque... En la novela, Vera sólo llega a citarla tres veces, primero para decir que la «admira profundamente» (V, 28, 501), luego que es el «más fenomenal talento de ballerina que se hubiese producido en el país» (V, 30, 549), y por último cuando, después de la Revolución, se entera de que sus dos bailarines Mirta y Calixto bailan en la nueva compañía de Alonso, el Ballet de Cuba (VIII, 40, 720). Sin embargo, la figura de la cubana está presente a lo largo de la novela a través de otro ídolo de Vera, la famosa Anna Pávlova, de quien Alonso es heredera en la mente de Carpentier6. Además, otro vínculo patente es la negación de Vera a avalar el gobierno de Batista aunque sacrifique su carrera y su proyecto, lo que hizo históricamente Alonso en 1956 prefiriendo salir del país. No son coincidencias porque estas dos referencias escondidas inician una serie de paralelismos en la novela, cobrando aquí un carácter muy importante y simbólico al tratarse del despertar a la carrera de bailarina, de la «Aurora» de la carrera, precisamente, nombre prometedor del papel protagonista de La bella durmiente. Mediante estas referencias interpuestas, el personaje de Vera cobra vida de repente a través de dos figuras reales y míticas de la danza. Vera prosigue la aventura con los Ballets Rusos: el año siguiente, en ocasión de la reposición parisina del mismo ballet en una versión abreviada, titulada Las bodas de Aurora –que se dio verdaderamente en París a partir del 05 Revolución y Cultura

18 de mayo de 1922– Carpentier parece sugerir que ella baila esta vez el papel protagonista de la Bella Aurora, aunque su pequeña edad (trece años) lo hace inverosímil; pero el novelista me parece complacerse en jugar con los nombres de las bailarinas reales del ballet. Es precisamente la omisión de sus nombres, constrastando con la minuciosidad carpenteriana de los demás detalles sobre estas dos temporadas7, la que me llama la atención: Carpentier a propósito los esconde, como para mandar al lector a buscarlos. En efecto, ocurrió que otra joven Vera, la Nemtchinova8, aunque con diez años más de edad que la Vera ficticia, tuvo la oportunidad de estrenarse en el papel de Aurora, en esta misma ocasión, como sustituta además de otra Vera (la Trefilova9), junto con otras tres estrellas que alternaban en el papel10. En fin, bailando o no el papel protagonista, Vera sigue fuertemente vinculada al personaje de la princesa Aurora. Personaje, según Bruno Bettelheim (en Psicoanálisis de los cuentos de hadas11), que representa la adolescente pura, en el principio de la pubertad y sus trastornos, enfrascada y ensimismada en la auto-contemplación necesaria al desarrollo psíquico, trasladada y figurada, en el cuento, en esta imagen del largo sueño aislador. «El recogimiento narcisista es una reacción tentadora ante las obligaciones o molestias de la adolescencia, una huida ante las incertidumbres de la vida», afirma Bettelheim. Ahora bien, Vera, con sus trece años y precisamente en la Aurora de su carrera con este primer ballet, ¿no ilustra exactamente esta actitud adolescente al aislarse del mundo, al rechazar la realidad cotidiana y al refugiarse en el universo del Teatro, del arte, afirmando que ya no existe nada más para ella? Esta visión maniquea de la joven la expresa muy bien la música de Chaikowski con el contraste entre el tema del Bien (el del Hada de las Lilas) y el tema del Mal (el del Hada Carabosse). Es más, Vera califica este nuevo nacer de «verdadera epifanía de mí misma» al ver su nombre por primera vez impreso en los carteles de Londres (VII, 37, 663), y describe simbólicamente su primera salida al escenario como uno de estos ritos sagrados de paso propios de la adolescencia: «...volviendo finalmente a la sordidez de la tramoya como quien acaba de pasar, con éxito y ánimo templado, una ceremonia de iniciación». (idem, 665) Despertar a la danza, el mundo de Aurora es el taller de la futura estrella ascendente, una promesa de porvenir. En este ballet, la simbólica de un renacimiento, traducida por el despertar de la Naturaleza a lo largo del segundo acto, en la primavera, después del largo sueño invernal, desemboca en el beso del Príncipe Deseado que marca el paso a la edad adulta, de adolescente a mujer, y ya anuncia el proyecto regenerador de La Consagración de la Primavera en mente de la futura coreógrafa. Constelación de estrellas bailarinas «Vera» para una estrella de novela Se suceden, en la cronología de la carrera de Vera, cantidad de papeles cuya interpretación no siempre se puede fechar con exactitud, o no coincide con las fechas históricas de las obras, dependiendo de las numerosas reposiciones. Pero casi siempre corresponde esa interpretación a una «Vera» real, como en estos Revolución y Cultura 06

ejemplos: - el papel de «una de las amigas que peinaban las trenzas de la Novia» (VII, 35, 628) en Las bodas de Stravinsky y Nijinska: Vera no pudo haber bailado en la creación de 1923 por ser demasiado joven, pero muy probablemente en la reposición de 1926 cuando Vera Trefilova integra el reparto; - los papeles que Vera interpreta después de su regreso de España (funciones de 1937-1939), hundiéndose en la danza para intentar olvidar la espera y luego la desaparición de su amante Jean-Claude: Chiarina en Carnaval (Vera Fokina en 1910); un caniche (Vera Savina en 1919) o más bien el «cancán», «señora de polisón e impertinentes» (II, 16, p 304) (Vera Nemtchinova en 1921 y 1925) en La boutique fantastique; una de las jóvenes Polovstsianas del Príncipe Igor (Vera Karalli en 1920); el papel del «groom» en Las corzas, personaje de la «garzona» marcado por Vera Nemtchinova en 1924, cuya gloria nuestra heroína se atribuye sin menos brío: «Y fui [...] coqueta, retozona y ambigua, vestida por Marie Laurencin, en Las corzas de Poulenc, donde obtuve aplausos más largos que de costumbre después de haber perfilado bastante bien –lo digo con profesional orgullo– el lindo Adagietto. » (II, 16, 304-305) ... y El pájaro de fuego, en que Vera baila una «criatura infernal en los dominios del brujo Katschei» (II, 16, 304), lo cual la vincula o a Vera Fokina y Vera Savina en el papel de la Tsarevna (en 1910 y 1925 respectivamente), o más probable-mente a Vera Petrova, que baila, en la reposición de 1926, el papel secundario de una de las doce princesas prisioneras del Brujo. Aun concediendo que ese nombre de Vera es bastante común en Rusia, gracioso resulta resaltar que también las esposas de cuatro colaboradores mayores de Diaghilev fueron igualmente unas «Veras»: las de Fokine (Vera Fokina), Massine (Vera Savina), Stravinsky (Vera Stravinsky) y... Balanchine (Vera Zorina), tres bailarinas y una costurera de los Ballets Rusos. Sin olvidar que se añaden otros significados simbólicos del nombre que justificaban ya plenamente su elección: la «Vera-veraz», la prima[ballerina] Vera, etc. Vera aparece por lo tanto como una especie de constelación de estrellas bailarinas, de «prisma» relumbrante y sintetizador de las muchas Veras famosas del período. Podemos reconocer en esta proliferación enmascarada de las «Vera» un juego barroco de Carpentier con el lector, a quien invita, si tiene interés y paciencia, a hacer el esfuerzo de buscar e ir más allá en su comprensión, esfuerzo recompensado por el placer del descubrimiento y de la lectura enriquecida. Ésta era precisamente la concepción que tenían de su poesía erudita los autores conceptistas del Barroco español en el siglo XVII –y es una de las características más legítimas para calificar de «neobarroca» la escritura de Carpentier. Porque si algunos de los papeles citados son puro ornamento contextual, muchos en cambio tienen un verdadero significado para el desarrollo de la obra y para la caracterización del personaje. La danza, metáfora de la vida o «la vida como

teatro» Los otros papeles de la heroína, cuando no parecen ser guiño a alguna «Vera» real, no por ello dejan de ser simbólicos. Mientras Vera decide que su «verdadera vida» (su «real-mío», VII, 37, 672) ya no existe más que en el teatro y en el arte, borrando la frontera de las candilejas entre escenario y público, entre ficción escénica y realidad, los papeles que interpreta se vuelven espejos o anuncios de los acontecimientos. Así ocurre con la Bailarina-títere de Petroushka, creada por T. Karsavina en 1911, que se vuelve personaje especular para una Vera casi mecánica que, como la muñeca del ballet, «renace cada noche al llamado de la música» y bajo la varita del Mago: « [...] y habré de asistir hoy, mañana, a la gran feria de la Plaza de Almirantazgo de San Petersburgo donde, cierto día del siglo pasado, pudo asistirse al asesinato de Petrouchka, el títere, a manos de un títere moro, por amor a una bailarina títere –bailarina títere que, en estos días difíciles, resulta hecha a mi imagen y semejanza pues, como a ella ocurre en el primer cuadro del ballet, renazco cada noche al llamado de la música. » (II, 16, 304) Como ella, Vera se embriaga con la magia oriental del ballet, pero luego vuelve a una inmovilidad o ausencia de alma tras cada función, al apagarse las luces del escenario y regresar a la vida concreta fuera del Teatro: triste realidad que la lleva a la errancia y a sumirse en un estado más muerto que vivo, privada de su amante y fuera de su trabajo. Su novio, Jean-Claude, aquí implícitamente asimilado al títere Petroushka, es un novio-fantasma que la sacrificó a favor de la Guerra Civil Española, pronto asesinado él también, no por el títere-Moro del ballet, sino por la guerra cruel y ciega. La noticia de su muerte es figurada por otro ballet: Presagios, creado en 1933 por Massine con música de la Quinta Sinfonía de Chaikowski para los Ballets Rusos de Monte-Carlo. Vera recibe la infausta carta de España entre bastidores, no bien concluida una «lograda aparición» (II, 16, 305) que le vale la admiración de sus colegas y la promesa de una promoción por el Coronel de Basil: «Habremos de ver cómo se te pone a interpretar papeles mayores… » (II, 16, 306) La funesta noticia estaba anunciada ya por la descripción del «tempo lento, solemne» que subraya Carpentier: un presentimiento ya expresado por la música de Chaikowski. Sin embargo, para la carrera de Vera, los Presagios parecen de buen augurio... Es que, sin saberlo, el papel está tan íntimamente vinculado con su situación presente que ya no hace falta que «actúe», y no tiene más que «vivirlo» auténticamente, como en el caso de Petroushka. En efecto, este ballet, con tema filosófico y estética abstracta, simboliza la lucha del hombre contra el destino, en cuatro movimientos: la Acción que resiste a las tentaciones (1), la Pasión vencida por el Amor (2), la Frivolidad que trae la alegría ligera de la fiesta (3) y, por fin, la Guerra que convierte al hombre en héroe celebrado en la Paz recobrada (4). Vera baila probablemente la Acción, papel creado por Massine para uno de los posibles «modelos» de Vera: Nina Verchinina, bailarina rusa radicada en Cuba en los años cuarenta,

profesora del fundador de la danza moderna en Cuba, el maestro Ramiro Guerra. El papel es además el que más le corresponde, frente al «Héroe» (simbólicamente Jean-Claude, nuevamente), no celebrado en la Paz sino desgraciadamente llorado en la Muerte. Aquellos Presagios son verdaderamente los malos «augurios» de la muerte, una suerte de premonición fatal de los horrores de la guerra. Sin embargo, podemos interpretarlo también positivamente, como hace Ahmed Piñeiro en su tesis de grado12: como augurio precoz del final feliz de La Consagración de la Primavera. En efecto, después de la segunda escena donde «el éxtasis de una pareja de enamorados es interrumpido por La Suerte», lo que podría aplicarse tanto a Jean-Claude como a Enrique en la novela, en la cuarta y última escena «un héroe inspira a los hombres y mujeres el deseo de lucha y de gloria, para finalmente celebrar la paz de un triunfo», lo que podría remitir entonces al triunfo de la Revolución Cubana. Se analizará aquí un último papel clave, por cierto uno de los últimos que Vera interpreta antes de su partida a Cuba, papel mayor que los demás, debido sin duda a la promesa de promoción después de su actuación en Presagios: el, crucial, de la Virgen Electa de La Consagración de la Primavera en una reposi-ción de la versión de Massine, originalmente pedida por Diaghilev en 1920 para desqui-tarse del fracaso crítico de Nijinski en 1913. Vera ensaya el papel después de la muer-te de Jean-Claude, como por exor-cismo. Su iden-tificación con el personaje es esta vez completa: la Sacrificada es ella misma, literalmente, anegada en una grave depresión por la muerte de su amante. Pero más allá del presente, la referencia simbólica anuncia el desarrollo del futuro proyecto de La Consagración de Vera y la tragedia que la afectará. Los Augurios del Sacre (Cuadro I, primera escena) citados por Carpentier, ecos de los malos Presagios pasados, predicen lo peor en esta suerte de continuación del libreto de La Consagración que Vera imagina (II, 16, 310): presintiendo que su sacrificio presente no es ni el primero (ya después de su carrera fracasada por los exilios sucesivos) ni el último (sus futuros fracasos en Cuba), Vera percibe el Sacre como un rito infinito e infernal sujeto a Dioses crueles: ciclo nutritivo pero macabro y no vital, ya que la tierra y los dioses no se sacian nunca,

Vera Nemtchinova,en el papel del «groom» (la garçonne) 1924.

07 Revolución y Cultura

reclaman eternamente su tributo de sangre. Con una alusión al «cuchillo» sacrificador algunas líneas antes, que remite al sinnúmero de sacrificados en la cumbre de las pirámides mexicanas o incaicas, Carpentier parece construir ya un puente hacia la transposición del mito eslavo en América Latina... y en la Historia contemporánea, al anunciar los conflictos por venir (Segunda Guerra Mundial en Europa y dictadura en Cuba, cuyos crímenes afectarán de cerca a Vera con la masacre de su escuela habanera). Vera, la coreógrafa: ruptura y continuidad La creación coreográfica de Vera, nueva etapa que parece romper con el molde de los Ballets Rusos de su debut, resulta estar todavía muy impregnada de su estética. Antes de lanzarse a la aventura de su propia versión de La Consagración de la Primavera con su segunda escuela de La Habana Vieja, Vera, como ya dije, prueba sus capacidades en un primer gran espectáculo: el Carnaval de Schumann, cuyo personaje de Chiarina había bailado. Creado por Fokine en 1910, este ballet neoclásico fue una de las primeras producciones de Diaghilev. Se inspira en los personajes de la Commedia dell´Arte trasladados al romanticismo vienés: Arlequín, Colombina, Chiarina, Estrella, Florestán, Pantalón, Eusebio, etc... Al volver a una de las obras fundadoras de los Ballets Rusos originales, la Vera coreógrafa y directora se afirma como heredera de la más auténtica tradición de aquella compañía.

Vera Fokina en «Chiarina» del Carnaval, junto con Michel Fokine, 1910.

Revolución y Cultura 08

Folclor, primitivismo: del esclavismo al cubanismo La última etapa de la carrera de Vera en la novela se dedica al proyecto de su Consagración de la Primavera. A pesar de las críticas de la heroína sobre las versiones anteriores de Nijinski y Massine13, su apego a la estética de los Ballets Rusos no deja de percibirse en su «nueva» interpretación de la música de Stravinsky: al volver a las «pulsiones elementales, primordiales», «a las esencias primeras de la música y la danza» (V, 29, 399), Vera no hace más que retomar la búsqueda primitivista del propio Nijinski, inspirada en los poetas adánicos rusos de principios del siglo XX, trasladada a la cultura cubana. Aquel primitivismo ruso, nacido hacia 1907 en torno a los pintores Larionov y Gontcharova14, es una vuelta a las fuentes de la humanidad, pero sobre todo una vuelta a las tradiciones nacionales del arte popular ruso, marcado por una necesidad de independizarse de Occidente15. Es exactamente el discurso de Vera que, rechazando la superpotencia del «Oksidente» decadente, (V, 29, 521), de un Occidente oxidado, le opone el dinamismo y la riqueza cultural del Nuevo Mundo cuyo sincretismo la maravilla16. Su Consagración de la Primavera será al mismo tiempo símbolo del mestizaje racial y cultural americano, de la regeneración del Arte y de una verdad universal del folclor afrocubano. La dinámica, la energía, los ritmos que saca de él no están tan lejos de la inspiración muy fuerte en las artes negras y en los ritos africanos de los creadores de los años 1910. A los ritos paganos eslavos, ella sustituye los ritos de la santería cubana; a la danza sacral frenética, el transe de la posesión por el Santo; a los brincos primitivos de los campesinos rusos, los

formidables saltos arará; a los juegos de rapto entre hombres y mujeres del Cáucaso (Acto I, escena 2 de La Consagración...), las sugerencias eróticas de las rumbas tradicionales cubanas (IV, 21, 394-395)... Por supuesto, la idea no nace de la noche a la mañana en la mente de la heroína, aunque la ceremonia afrocubana a la que asiste en Guanabacoa es la revelación que activa de repente el proyecto. El paso de los ritos nartas al folclor afrocubano se desarrolla en distintas etapas sutiles de un gran ciclo, que me propongo reconstituir aquí en orden cronológico. La verdad es que la vía de la «cubanización» ya la habían abierto los propios Ballets Rusos: empezaron primero con la búsqueda de una «españolización» en El Sombrero de tres picos de 1919, obra de Massine sobre música de Falla, co-creada con los gitanos del Sacromonte de Granada, y en la que Vera interpreta uno de los «vecinos» (VII, 38, 676). Este ballet original rinde homenaje al arte popular y sugiere de inmediato a Vera una aplicación posible a La Consagración de la Primavera (VII, 38, 677) para volver a encontrar tradiciones auténticas17. La referencia a este ballet de raíz española no es nada fortuita: la España del Sombrero de tres picos es la transición necesaria entre Rusia y América, el puente entre las culturas occiden-tales y americanas, ya que la cristali-zación del pro-yecto de Vera no se hace hasta el des-cubrimi-ento del solo de una española, precisamente, Antonia Mercé, ballet llamado La Cubana por Carpentier (en realidad «Cuba, la rumba») sobre música de Albéniz en el escenario de la Ópera de París (VII, 38, 679-680). Mercé, la «Argentina», fascina a la rusa como si fuera aparición divina cuya descripción, con las mismas palabras que evocaban a Anna Pavlova18, ya tiende a derrocar a este ídolo de infancia de Vera del pequeño altar donde la veneraba. El Duende visceral de Mercé provocará el alejamiento progresivo de Vera de la estética rusa clásica de su infancia. Por último, el famoso concierto del cantante negro Paul Robeson en Benicassim en 1937 es el eslabón final de esta cadena de lo que llamaría «fecundación» de La Consagración de la Primavera cubana: en la mente de Vera, hechizada por un blues ferviente de Robeson, se elabora el sueño de un inmenso Pas-de-deux exótico y simbólico –referente dancístico por supuesto– e n t r e Pa v l o v a y Robeson, dos figuras sagradas que le parecen m u y

similares. Aquel sueño anuncia obviamente no solo el mestizaje de las razas, negra y blanca, rusa y americana, promovido por Vera en su nueva versión, con todos los valores de libertad e igualdad vehiculados por el mismo, o el mestizaje de las artes, danza y música, sino que figura igualmente el final innovador de la danza sacral, solo de agonía y sacrificio que Vera convertirá en dúo de amor y vida entre Mirta la rusa blanca y Calixto el negro cubano. Varios críticos coincidimos en que esta escena final descrita por Carpentier corresponde exactamente a la versión del francés Maurice Béjart, cuyo estreno se hace muy simbólicamente para Carpentier en el año 1959, inspirada en los rituales africanos y que concluye también con la danza de una pareja, verdadero himno a la vida y no a la muerte19. Para concluir sobre el «cubanismo» en esta novela, es de notar que la influencia del folclor cubano no se limita a la coreografía de la nueva Consagración de la Primavera, solamente segunda parte del programa concebido por Vera (al no durar más que treinta y tres minutos). En la primera parte, Vera elabora coreo-grafías sobre distintas obras musicales cubanas «nacionalistas», inspradas en el fol-clor: Danzas breves de Manuel Saumell; Berceuse campe-sina, de Alejandro García Caturla («canto pri-mitivo» se-gún Car-pentier en La mú-sica en Cuba) ; Rítmicas para percusión de Amadeo Roldán, que imita los tambores batás afrocubanos ; y Danza de los ñáñigos, de Ernesto Lecuona. Se debe subrayar que dos de estas músicas fueron coreografiadas por el maestro Ramiro Guerra, uno de los primeros en buscar la cubanía en la danza, figura en la que Carpentier sin duda se inspira por conocer muy bien su trabajo. En cuanto a las tres otras obras no cubanas que utiliza Vera en su espectáculo, todas cogen la esencia del arte popular y folclórico americano: dos son iberoameri-canas (Sensemayá del mexicano Revueltas, sobre el poema «Canto para matar a una culebra» de Guillén y por lo tanto de inspiración cubana, y un Estudio para guitarra del brasileño Heitor Villa-Lobos, el mayor compositor «americanista» según Carpentier), y la tercera es franco-americana (Ionización de Varèse), de inspiración cubana también puesto que utiliza todas las percusiones tradicionales cubanas: güiro, maracas, claves. Del neoclasicismo al modernismo Si el primitivismo del tema y de la coreografía de Vera sigue la misma línea que los Ballets Rusos a pesar

de una ruptura aparente, lo hace aún más la estética de la gestualidad y de la escenografía. En efecto, por una parte Vera intenta deshacerse del academismo dando rienda suelta a la impulsión, a la improvisación sobre los ritmos, para volver a una espontaneidad del gesto primordial, pero por otra parte permanece profundamente apegada a la tradición escénica de los Ballets Rusos: zapatillas de puntas para las bailarinas, cuerpo de baile importante, digno de una compañía clásica (ella estima en cuarenta y seis a los bailarines que necesita para el espectáculo (Cf. V, 28, 508), exactamen-te el número de intérpretes que tenía Nijinski en 1913 para bailar los setenta y nueve papeles de su ballet20). Pero sobre todo reproduce el esquema de la «obra total» tan preciada por Diaghilev, que asociaba a pintores, músicos y coreógrafos contemporáneos. Así pues, Vera solicita a los pintores cubanos Peláez y Portocarrero para los diseños de escenografía, detalle que reproduce, cubanizándola, la estética de los Ballets Rusos. En cuanto a su búsqueda de una modernidad revolucio-naria o vanguardista en la escenografía o el gesto, Vera no va más lejos que ciertas obras constructivistas, futuristas y cubistas de los Ballets Rusos que ella misma cita: Paso de acero (II, 14, 276) –Massine, 1927–, y dos obras de Balanchine: La Gata (V, 29, 517), 1927 y El hijo pródigo, 1929. Ella sigue la evolución coreo-gráfica moderna que parte del neoclasicismo de Carnaval hasta tender hacia la geometrización y la abstracción de Balanchine. Aquella estética depurada y abstracta que Vera busca a través del minimalismo y la austeridad escénicos, aquellos vestuarios reducidos a «la sencillez de las mallas y unos pocos atributos vestimentarios» (V, 25, 458), Vera-Carpentier los copia muy probablemente de dos maestros. El primero es el cubano Ramiro Guerra ya mencionado, coreógrafo de los propios libretos de Carpentier –La Rebambaramba (1960) y El Milagro de Anaquillé (1961)–, imitado por Vera incluso en su utilización del folclor afrocubano, pero que afirma estas mismas opciones estéticas y vestimentarias en su famosa Suite Yoruba (1960) y en obras posteriores como Orfeo antillano (1964), Chacona (1966), Medea y los negreros (1968) o El Decálogo del apocalipsis. El segundo es George Balanchine (¡que nació el mismo año que Carpentier!): no es casualidad que Vera se dirija a él para que le ayude en la difusión de su Consagración. No solamente ella había trabajado con él en los Ballets Rusos y por lo tanto se considera un poco como su discípula, sino que, además, sigue el mismo camino estético puesto que en la novela él afirma haber venido a Cuba para buscar nuevas fuentes de inspiración, aunque sin éxito. Por otra parte, Balanchine es el coreógrafo por antonomasia de la música de Stravinsky, cuyas obras utilizó en más de treinta ballets, con excepción de La Consagración de la Primavera, paradójicamente, percibido acaso como un monstruo sagrado intocable, y cuya versión de Béjart consideraba insuperable. Su danza neoclásica tiende hacia una estructuración abstracta de las formas, una arquitectura visual de los movimientos, que Vera imita. De hecho, Carpentier admiraba a este coreógrafo, a quien calificaba así en una de sus crónicas: «arte de quintaesencia, de pureza lírica», «[su] danza es 09 Revolución y Cultura

la perfección misma», «existe en estado puro» 21. Siguiendo pues la misma trayectoria artística que los coreógrafos de los Ballets Rusos, Vera se libera de la escenografía inicial, de los complejos vestidos folclóricos de los campesinos rusos de Roerich, para alcanzar una dimensión universal (sin lugar y sin fecha) y una meta cuya modalidad posible es el primitivismo: la búsqueda de la esencia del gesto. Notemos que al final de su trayectoria estética, Vera paradójicamente coincide con las bailarinas americanas modernas de las que ella renegaba de joven, las llamadas bailarinas «libres de los pies desnudos» tales como Isadora Duncan o Ruth Saint-Denis. Pero, entre ellas, el modelo estético más importante para la heroína es indudablemente Clotilde Sakharoff, ya que otro detalle muy carpenteriano y obviamente no fortuito lo sugiere: Enrique afirma desde su primer encuentro con Vera que se parece físicamente a ella (y es casi la única descripción que tenemos de Vera), lo cual enfurece a la Vera de los años treinta pero es admitido por la Vera de los cincuenta. Resulta revelador de su búsqueda artística final y del paralelismo artístico que establece Carpentier entre ambas figuras. En efecto, esta bailarina y coreógrafa vinculó la danza africana con los orígenes griegos del arte, igual que Vera o Enrique cuando comparan la doble hacha de Changó con los atributos de los reyes cretenses (retomando los estudios de Fernando Ortiz sobre el tema). En los magníficos solos de Sakharoff (Canción negra, Bailarinas de Delfos, Fauno), se encuentra la misma búsqueda de las fuentes de la danza que la llevó a interesarse por las obras de Nijinsky (como lo indica el título de su Fauno)22. Por último, el mismo diseño de escenografía depurada que comentamos se encontraba también en La Consagración de la primavera de Béjart de 1959 que, como vimos, nos parece ser el modelo del final de la versión de Vera.

Liubov Lopujova en el papel del «cancan» de La boutique fantasque, 1919.

Revolución y Cultura 10

Conclusión Carpentier lo decía: los nombres de sus héroes siempre son simbólicos. Mis investigaciones sobre el nombre de Vera y sus múltiples papeles en el seno de los Ballets Rusos demuestran que si el personaje es ciertamente una construcción artificial, una mezcla de artistas reales, también es un verdadero personaje autónomo, un condensado y una constelación de las mejores bailarinas de su tiempo. Por lo tanto se inserta plenamente en una estirpe, una genealogía de intérpretes y creadores contemporáneos que remiten al Arte como vector de la Historia. Interesarse por el universo de los Ballets Rusos en esta novela es dudar una vez más de la apariencia fácil de las referencias «chapadas» en el relato, a menudo percibidas como pedantes o excesivas. Para mí, el artificio deliberado de la construcción, la minuciosidad de la documentación artística, la precisión de las citas, nunca arbitrarias, siempre controladas y simbólicas, remiten a la dignidad reivindicada del «saber-hacer», de la artesanía, en fin, al sentido original de la palabra «arte». Para Carpentier, el Artista es por consiguiente quien vuelve a la esencia de las cosas, al «primitivismo» pri-maveral de

las palabras y de las funciones: al Arte, como el mar de Paul Valéry, «toujours recommencée», única trascendencia, forma de religión y políti-ca profundamente humanas y gene-rosas.

Notas 1 Lo confiesa ella misma: «aunque nací en el noveno año de este siglo», VI, 32, 582. Todas las citas corresponden a la edición de Clásicos Castalia, Madrid, 1998, introducción y notas de Julio Rodríguez Puértolas, con indi-cación, entre paréntesis, del número de parte, capítulo y página. 2 Serge Lifar, Sergio de Diaghilev, Su vida, Su obra, Su leyenda. Carpentier comenta este libro en una crónica elogiosa de 1955 (en Ese músico que llevo dentro, Letras Cubanas, 1980, III, 34-36, y Letra y Solfa 2, Ballet, Letras Cubanas, 1990, 56-58). 3 Carpentier introduce sin embargo pequeños errores de lectura que conciernen por ejemplo a la coreo-grafía: no es Nijinski, como Vera dice, sino su hermana Bronislava Nijinska, quien arregló los pasos y añadió variaciones al ballet original de Petipa (1890). 4 Karsavina, Tamara Platonova. Souvenirs de Tamar Karsavina. Ballets Russes, trad. de Denyse Clairouin, París, Plon, 1931, cap. VI (y Ma vie, nueva edición, Bruselas: Complexe, 2004), que traducimos al español. 5 Como lo subraya J. Rodríguez Puér tolas en una nota a su edición, las indicaciones de Vera nos permiten reconstituir aproximadamente el apellido de Kalchky o un apellido acaso más

complejo incluyendo varias «ch» y varias «k». De to-dos modos, que sepamos, no existe ningún apellido de bailarina que corresponda a este principio de «Kal.», lo cual de-muestra que Carpentier quiere permanecer aquí en la alusión y la etimología simbólica. Acaso po-damos oír en este apellido escamo-teado los componentes (unas k, unas ch, unas i) de apellidos famosos de bailarinas rusas tales como Kschessinska (o Kchessinskaïa, Mathilde) o Kyakchto (o Kyasht, Lydia), am-bas colaboradoras de Diaghilev. 6 Carpentier compara directamente a las dos bailarinas en una crónica sobre la interpretación de Alonso en La muerte del cisne: «Tres mi-nutos de danza: diez minutos de aplauso. Esta simple ecuación trajo a mi mente, por mecánico proceso, un recuerdo de niñez: la fugaz e inolvidable visión de Anna Pavlova, en la misma página de Saint-Saëns [...]» («Variaciones sobre el ballet», 1951, en Letra y Solfa 2, Ballet, op. cit., 48) 7 Las ciento cincuenta representaciones de Londres, el lugar y fecha exactos de la gira, el nombre de la bailarina en el papel del Hada Carabosse, el número de estrellas que se suceden en el papel de Aurora... 8 Vera Nemtchinova (1899-1984) estuvo con Diaghilev entre 1915 y 1926, antes de crear su propia compañía con Anton Dolin. Participó en los posteriores Ballets Rusos (los de Monte Carlo y del Coronel de Basil) en 1936 y entre 1938 y 1941. 9 Vera Trefilova (18751943), otra bailarina

rusa, estaba en cambio al final de su carrera. Nom- brada prima balle-rina en el Mariinsky en 1906, salió de Rusia en 1917 (como la Vera de Carpentier) y se dedicó a la enseñanza en París. Invitada por los Ballets Rusos de Diaghilev, reapareció en el escenario para bailar La Bella durmiente (1921-1922) en el papel de Aurora, pero sin dar sus nombres... 10 En la realidad, aparte de las Vera fueron Olga Spessivtseva, Liubov Egorova y Lydia Lopujova. 11 Apud Ópera Nacional de París, La bella durmiente del bosque de Noureev, temporada 19961997, p 23. 12 Ahmed Piñeiro, La intertextualidad danzaria en‘La Consagración de la Primavera’, Universidad de La Habana, 1993, 48-51. 13 Ella califica la coreografía «rusodalcroziana» de Nijinsky de «absurda» (II, 16, 307) y «demasiado preciosista» (IV,21,399) –repitiendo la crítica de la época–, y hasta de «muy mala y equivocada» (VII, 38, 677), mientras la de Massine es a su parecer «demasiado esquemática» (II, 16, 307). 14 Como lo apunta Camilla Gray en L’avant-garde russe dans l’art moderne (1863-1922), París: Thames & Hudson, 2003, cap. «Les années 1909-1911», 93 (traducción al francés por Marian Burleigh-Motley). 15 Agnès Sola recontextualiza la creación de La Consagración de la Primavera en su artículo «Racines Slaves», en «Le Sacre du printemps», L’Avant-Scène Ballet/ Danse n°3, revista trimes-tral, París, agost-oct 1980, p. 5. 16 El mismo anhelo lo tiene el hé-roe compositor de Los pasos per-didos. 17 Es un guiño a la propia experiencia de Carpentier, en contacto con Diaghilev que

buscaba el equiva-lente latinoamericano del Som-brero de tres picos. Carpentier le propuso su libreto La Rebambaram-ba con música de Roldán (Cf. su relato en «Trayectoria de una partitura », El Mundo, La Habana, 18 de enero de 1961, en Temas de la lira y del bongó, selección de Radamés Giro, Letras Cubanas, 1994, 563564). 18 A la descripción de Anna Pavlova –«y el Espíritu de la Danza se hizo carne y habitó entre nosotros» (II, 12, 249)– sucede la de la Argentina: «Y es que el Espíritu de la Danza acaba de hacerse carne y de habitar entre nosotros» (VII, 38, 679). 19 Carpentier no pudo sino conocer esta versión puesto que Béjart la presentó en La Habana en 1968. Esta emblemática y famosísima versión marca el principio de una trayectoria única de este ballet en la historia de la danza, ya que hoy en día cuenta con unas doscientas versiones distintas, con ritmo de tres a seis recreaciones por año en el mundo, cuando en 1959 no existían más que una quincena... Asombroso es observar cómo Carpentier, al escoger este ballet en particular como símbolo revolu-cionario, ya había presentido a su manera la extraordinaria posteridad de la obra después de Béjart. 20 Cf. el estudio de Isabelle Launay, «Communautés et articulations, à propos du Sacre du printemps de Nijinski», en Être ensemble, Figures de la communauté en danse depuis le XXe siècle, París: Centre National de la Danse, col. Recherches, 2003, 73. 21 Alejo Carpentier, « La evolución estética de los Ballets Rusos», Social, 1929 (traducido en Chroniques, París, Gallimard, Col. Idées, 1983, introducción de Carmen Vásquez, 104-110). 22 Ciertos datos biográficos de Sakharoff (1892-1974) la acercan aún más a Vera: esta bailarina alemana, de primer apellido Von Derp

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Profesor y crítico, especialista en danza del Consejo Nacional de las Artes Escénicas, Máster en Ciencias de la Cultura, profesor del Instituto Superior de Arte y de la Escuela Nacional de Ballet.

Revolución Revolucióny yCultura Cultura 12

París, Francia, 26 de noviembre de 2004 (AFP) Con dos galas en Lille, capital europea de la cultura, el viernes y el sábado, el coreógrafo francés Maurice Béjart festeja medio siglo de su compañía, aniversario que viene celebrando desde septiembre con una gira europea. Su nuevo es-pectáculo El arte de ser abuelo, así como Brel y Barbra y el mundialmente célebre Bolero, figuran en el programa de esta celebración.» No podía ser de otra forma: Maurice Béjart recorrió durante un año la Europa que había conmocionado en 1954, cuando al frente de los llamados Ballets de l´Etoile quebraba los ortodoxos cánones del ballet francés, haciéndose eco de los movimientos sociales y filosóficos que sacudían la sociedad europea de la posguerra. Su compromiso con las ideas le venía de la cuna: hijo del filósofo marsellés Gastón Berger, el pequeño Maurice –quien nació el 1ro de enero de 1927 en esa ciudad portuaria francesa– había recibido las influencias ideológicas de su padre. Sin embargo, su espíritu independiente y autónomo lo llevó a París en 1945 para estudiar ballet con Mme. Rouaunne, Léo Staats y Mme. Egórova, tres pilares en su formación académica. Luego, en Londres, Vera Vólkova –la maestra de moda en aquellos tiempos– lo acoge en sus salones, y es, justamente, en la capital británica donde inicia su labor con pequeños trabajos, etapa que culmina en Estocolmo en 1950 con su creación de El pájaro de fuego. Con poco más de veinte años, de regreso a un París que nunca le dio el calor que necesitaba, Béjart crea junto a Jean Laurent, los Ballets de l´Etoile, donde da vida a los sonidos contemporáneos de los también jóvenes Pierre Henry, Philippe Artois y Pierre Schaeffer en ballets como Alto voltaje, He aquí el hombre, Arcano y Sinfonía para un hombre solo. Por primera vez la Ciudad Luz, con sus Champs Elyseés y su tour Eiffel, iconos distantes del daño moral de la II Guerra Mundial, enfrentaba una danza descarnada, angustiosa, donde «un hombre solo» escapaba del escenario por el techo mediante una cuerda, o donde una mujer era sometida a descargas eléctricas emocionales.

La soledad, la tecnología, las sonoridades ruidosas, el medio siglo aún en guerra –ahora «fría»– no eran para el París de Dior o Saint Laurent, del Folies Berger o del Moulin Rouge. Su propuesta irreverente agredía demasiado para ser aceptada, aunque decidiera realizar un Viaje al corazón de un niño. «Cuando estrenamos Sinfonía para un hombre solo me dijeron que iba a hacer huir a la gente. En París, en ese entonces, cuando teníamos sesenta personas en la sala, estábamos contentos».1 No obstante, los Ballets de l´Etoiles crecen y adoptan el nombre de Ballet Theatre de Paris, se asientan en el Teatro Marigny y realizan giras por el viejo continente: lo acompañan los fieles Pierre Henry en la música; Michèle Seigneuret y Germinal Casado como bailarines; se estrena Sonata para tres basada en Huis-Clos del existencialista Jean Paul Sartre con música de Bela Bartok; Le Teck, donde utiliza una escultura de Marta Pan y música de Ferry Mulligan; y el 10 de septiembre de 1957, en el Festival de Lieja, presenta su concepción del Pulcinella de Stravinsky para la televisión belga. Bélgica lo tomaría más en serio que Francia: nuevamente la televisión le encomienda un drama coreográfico sobre Orfeo, musicalizado por Pierre Henry en 1958 y, para la Exposición Universal de Bruselas de 1959, la Consagración de la primavera de Stravinsky. El Ballet Theatre de París se une a los bailarines del Teatro Real la Monnaie… y el resultado fue tan clamoroso que Maurice Huisman, director del teatro, le propone crear una compañía en ese país. El Ballet del Siglo XX En 1960 surge la que es, sin dudas, la compañía más comprometida con su nombre y con su época: El Ballet del Siglo XX. «El popular coreógrafo francés festeja cincuenta años de carrera. Antes Lille, ahora Milán, después Bruselas, su ciudad predilecta de 1960 a 1987, la cual ha encendido las velitas de este aniversario. En el Circo Real, un pastel y una iluminación total de la sala para el público, saludó su nuevo espectáculo El arte de ser abuelo». 2

Apoyado financieramente, reconocido como coreógrafo internacional, dueño de los destinos de una compañía estable, Maurice Béjart puede explayarse sin temor hacia su gran objetivo: el teatro total, donde la danza sea el elemento que aglutine no sólo la música, los diseños y el cuerpo de los bailarines, sino también la palabra, la idea, otras artes afines como la escultura o el cine y, sobre todo, ir más allá del individuo hacia la humanidad. Todo esto con un profundo respeto por el lenguaje académico, pero con la visión contemporánea de la segunda mitad del siglo. Su obra rebasa el teatro «a la italiana» para llenar amplios espacios, estadios, palacios de deportes, plazas públicas; así se mezcla con la gente, la remueve de su convencional –y costosísima– butaca, rumbo al común asiento del ámbito deportivo, natural o sencillamente desde las propias piernas dobladas en el césped. La década del sesenta, con los Beatles y Viet Nam, el Che y Tlatelolco, hippies y budistas, revoluciones raciales, sexuales, sociales –ya no hipotéticas, sino posibles– tienen su reflejo en el ballet de Béjart: no hay bailarines etoiles ni jerarquías inútiles, pues todos son estrellas; el italiano Paolo Bortoluzzi hace pareja con la japonesa Hitomi Asakawa, el argentino Jorge Donn con la yugoslava Duska Sifnios, el blanco español Víctor Ullate está junto al negro cubano Jorge Lefebre; católicos, islámicos y ateos; gays y «heteros»; es el universo humano que danza la Novena sinfonía de Beethoven (1964) y el Romeo y Julieta de Berlioz (1966) en el Circo Real de Bruselas; El pájaro de fuego de Stravinsky (1970) y Nijinsky, clown de Dios (1971) en el Palais des Sports de París; Golestán con música iraní (1973) en el Festival Persépolis o I Trionfi de Petrarca de Luciano Berio (1974) en el Jardín de Boboli en Florencia. «Su nuevo ballet Nijinsky, clown de Dios me convence aún más de que Béjart es uno de los mejores coreógrafos de nuestros tiempos y considero ésta su obra más lograda. Si se quiere, la culminación de sus búsquedas y de sus inquietudes». 3 Béjart logra la masificación del ballet, lo convierte de arte elitista en popular, mezcla a Chaikovsky con percusiones de Fernand Schirren (Ni flores ni coronas, 1968), a Bach con tangos argentinos (Nuestro Fausto, 1975) y con Nino Rota (Heliogábalo, 1976), y a éste con Schumann (Amor de poeta, 1978); pero también se adscribe por entero a Pierre Boulez (Pli selon Pli, 1974), Gustav Mahler (Ce que l´Amour me dit, 1974) y sus recurrentes Igor Stravinsky y Pierre Henry. «El eclecticismo ha sido la llave que, sabiamente manejada, le ha abierto las puertas del éxito. De par en par». 4 En esto muchos llevan razón: a la mezcla musical que lo ha acompañado por este medio siglo, se unen las combinaciones temáticas, técnicas, inspiradoras, de diseño, de religiones… Parece decir en cada obra que «nada humano le es ajeno» y puede abordar el amor, el sida, la Revolución Francesa, los poemas de San Juan de la Cruz, la civilización mesopotámica o el resurgimiento del Ave Fénix. En sus obras actuarán bailarines clásicos, equilibristas, intérpretes de la India, actores de la Comédie Française, bailadores callejeros. Un diseño de

Versace, un viaje por Japón, una pieza de Molière, las historias de Fausto, o Romeo y Julieta, estrellas como Maya Plisetskaya, Marcia Haydée, Suzanne Farrell… o Freddy Mercury pueden darle motivo de inspiración. Ese ecumenismo lo arrastra en lo filosófico: confeso islamista desde los años sesenta, Béjart encuentra «muchos maestros que le aportaron su saber. El japonés Deshimaru me enseñó el kendo, el iraní Ostad Elia me inició en el islam. […] Religión significa etimológicamente reunir: ella es hoy la que separa muy cruelmente a los hombres». 5 Por más de veinte años llevó Béjart a la par idea y compañía; el Ballet del Siglo XX era justamente eso. En Bruselas sembró también la semilla de la enseñanza al crear el Instituto Mudra en 1970, dedicado al «perfeccionamiento e investigación de intérpretes del espectáculo», lo cual reafirma sus conceptos sobre el teatro total. Pero un día las cosas quisieron cambiar: el nuevo director de la Monnaie, Gérard Portier, entendió que la compañía tenía demasiado peso –artístico y económico– para el teatro y planteó recortes. Béjart, heredero de cierto pesimismo romántico, decidió disolver el Ballet del Siglo XX, desaparecer todo su repertorio donde quiera que se bailase y… quizá hacer vida de asceta. Abandonó Bruselas y se radicó en la ciudad suiza de Lausanne. El Béjart Ballet Lausanne. El Consistorio Municipal de Lausanne no perdió un minuto y, tras algunas conversaciones, se organiza en 1987 la nueva compañía: el Béjart Ballet Lausanne. Para el maestro «nunca hubo ruptura. Se trata de la misma compañía desde hace 50 años, aunque con diferentes nombres y con la ayuda de diferentes países». (ibid) Así retoma sus antológicos Bolero, Sinfonía para un hombre solo o Nijinsky, clown de Dios; reordena Siete danzas griegas o Golestán; y crea –con la misma filosofía ecuménica– Preludio a la siesta de un fauno (1988), 1789 et nous (1989), Sissi, la emperatriz anarquista (1992), À propos de Schéhérazade (1995) o l´Enfant-Roi (2000). En este período de Laussanne, Béjart antologa su pasado, creando títulos con fragmentos de obras anteriores. Son los casos de L´Art du pas de deux (1993) o El amor y la danza (2005) donde –a pesar de negar el objetivo catalogador– incorpora extractos de Siete danzas griegas, Heliogábalo, Arepo, Wien Wien y hasta de Brel, Barbra y I Was Born to Love You, con música de Queen. Consecuencia del Mudra de Bruselas, funda el Rudra en Lausanne y su vida parece seguir en la barca de Lohengrin hacia el Nirvana. En su haber, cerca de trescientos ballets y aún no vacila en evocar los tiempos, la edad y su propia muerte. Pesimista confeso, se refugia en la creación para escapar de la catastrófica pesadilla que le retuerce el estómago. «Todo va mal: la América el Sur es un caos, los Estados Unidos viven un régimen cercano al fascismo, Irak está en guerra hasta cuándo, Africa se debate en conflictos terribles». (ver n. 2) Esta preocupación universal, que manifiesta en su obra –entendida no sólo por sus ballets sino, sobre todo, por sus compañías y sus escuelas– le viene a Béjart de su RevoluciónyyCultura Cultura 13 Revolución

propio mestizaje: «Soy un mestizo: mi abuela materna era kurda, mi abuelo paterno catalán, mi abuela paterna bretona. Encuentro mis raíces en todos los puntos del planeta. En todas partes soy un nómada. (…) ¿Pero acaso no somos todos un patchwork de culturas?» 6 Por eso su obra es cercana a todos y celebrada por todos. Sea con la antigua Europa, el Asia mística o la joven América, su nombre y su obra proyectan halos de semejanza, lazos de unión, puntos de referencia. Relación de Béjart con Cuba. Hombre manifiestamente de izquierda, Béjart ha estado vinculado con Cuba desde los mismos inicios del Ballet del Siglo XX: nunca ha faltado un bailarín cubano en sus elencos, ya sea invitado de ocasión o miembro permanente. Desde Jorge Lefebre en 1962 a Menia Martínez, quienes permanecieron por años en el Ballet del Siglo XX, hasta los jóvenes Julio Arozarena y Catherine Zuarnábar en el Béjart Ballet Lausanne, pasando por Loipa Araújo, quien aun siendo maître de esta compañía bailó en Dionisos (1989) y centralizó La revolución latinoamericana en 1789 et nous. Figuras muy ligadas al ballet cubano, como el puertorriqueño José Parés y el ruso Azari Plisetsky han sido maestros en las compañías bejartianas, y la primera bailarina Mirta Plá impartió cursos en el Mudra de Bruselas en la década del noventa. Béjart y la danza cubana también se han correlacionado a través de bailarines del Ballet del Siglo XX y del Ballet Lausanne que han actuado en nuestro país: Paolo Bortoluzzi, Maina Gielgud, Shonach Mirk, Patrick Tourón, Víctor Ullate, Erick Vu An, Koen Onzia, Luciana Savignano, Grazia Galante, entre otros, han mostrado piezas como Bolero, Heliogábalo, Nomos Alpha, Línea y forma, mientras bailarines cubanos han incorporado a su repertorio fragmentos de algunas de sus obras. En 1970 Béjart escribió sobre Alicia Alonso: «No soy crítico y menos aún escritor… ¿por qué no se podría hacer un ballet para traducir la emoción tan fuerte como la que me produjo su Giselle? Sí, en lugar de extenderme en superlativos ditirámbicos y, a pesar de todo, gastados, ¿por qué no hacer un ballet sobre Alicia, como sobre Baudelaire o sobre Wagner? (…) Sí, un día haré un ballet sobre este ser extraordinario que se llama Alicia Alonso.» 7 Aunque el ballet prometido no ha visto aún la luz, Béjart invitó a la Alonso a bailar con el Ballet del Siglo XX dos años más tarde, en el teatro la Monnaie de Bruselas. En homenaje, vistió a sus bailarinas con tutúes blancos, creó la atmósfera de un lago encantado, encomendó a Bortoluzzi el rol del príncipe Sigfrido y trajo a su compañía el segundo acto de El lago de los cisnes para que Alicia fuera la Odette clásica del Siglo XX, algo inédito hasta el momento. Sin embargo, la mayor conexión de Béjart con Cuba resultó de la visita de su compañía a La Habana a fines de 1968. Cuatro funciones programadas y dos más, extras, pusieron en contacto esta estética del ballet moderno con el público cubano, pues aunque actuaron sólo en La Habana, uno de los espectáculos fue transmitido por televisión a todo el país. Revolución Revolucióny yCultura Cultura 14

Aquí no puedo sustraerme a mis propios recuerdos: en esos tiempos me debatía entre continuar la carrera de Arquitectura o iniciarme en el Periodismo o la Historia del Arte. Por «ballet» conocía al Nacional de Cuba, al Bolshoi de Rusia, al Rumano de Bucarest y a estrellas internacionales que nos visitaban en los primeros Festivales de Ballet de La Habana. Así que cuando se anunció la llegada del Ballet del Siglo XX esperaba –sí– ver ballet moderno, pero… «el mes de octubre de 1968 marca un acontecimiento de gran importancia para quienes (…) en Cuba se interesan por el desarrollo de la danza en el mundo. Desde el espectador (…) hasta el variado enjambre de creadores (…) el mundo de nuestra danza nacional se ha sentido en contacto directo con una de las manifestaciones más vigorosas de la danza moderna: el Ballet del Siglo XX». 8 Asistí a la segunda función el 26 de octubre en el teatro García Lorca. Con las luces encendidas y la cortina descorrida, bailarines de todos los tamaños y colores se desplazaban por la escena calentando sus músculos o simplemente conversando o mirándose las uñas. Acá, una bailarina se detenía en un arabesque sobre una punta y se mantenía en equilibrio por varios segundos, para continuar la marcha después; allá, un bailarín hacía múltiples pirouettes imposibles de contar, entre una conversación y otra; una chica asiática se estiraba más allá de lo humanamente concebible mientras una pareja practicaba giros como lo más cotidiano del mundo. No eran suficientes los ojos para captar lo que ocurría: suspiros escapados, «ayes» contenidos, algún que otro grito o aplauso furtivo, salían del auditorio atónito ante ese escenario desnudo y magnífico. Y cuando el sentido común comenzaba a aceptar aquel milagro de bailarines increíbles, las notas eternas de La bella durmiente de Chaikovsky congelaron al público y a los artistas. Por unos segundos éstos nos miraban desde la escena como diciendo: «¿Y ahora esperan a Aurora, Desirée y Carabosse? ¡Esperen y verán ballet ‘sin flores ni coronas!’» «Béjart toma a este hombre de siempre y lo hace danzar sobre la mejor tradición, proyectándolo en la realidad de los días que cubren, en presente y futuro, esta centuria obsesionante». (ibid) «No se trata de logros aislados, de efectismos y artificios. Todo lo contrario. El Ballet del Siglo XX es una expresión genuina de la vida, con toda la fuerza de la naturaleza. Donde nada falta ni nada sobra. Está el estilo depurado, el ritmo cronométrico de los cuerpos y la música, pero también la magia, la emoción, la superba plástica». 9 A partir de aquí, la visión de la danza en Cuba cambió. Y también los conceptos artísticos y escénicos se removieron. Una crónica, aún no editada Es precisamente a partir de ese momento que decidí escribir esta crónica, porque también los sesenta fueron años convulsos para la sociedad cubana. Pero ahora puede aflorar a más de 35 años. Dos programas trajo Béjart a La Habana: el primero, con Ni flores ni coronas (1968), Escena de amor (1966)

y El rito de la primavera (1959); el segundo con Bhakti (1968), La noche oscura (1968) y Bolero (1960). De las seis obras presentadas (más Erótica, bailada en función especial por Béjart y Laura Proença), tres eran estrenos de ese año, lo que ofrecía la idea estética bejartiana con extrema inmediatez. «El ballet académico (…) permanece evidentemente bello y de una pureza inalterable. (…) Queda la base indispensable de toda búsqueda coreográfica actual». 10

Sobre los temas chaikovskianos de La bella durmiente Béjart diseñó, con percusiones de Schirren y el piano de Claire Paulet, una obra desprovista del oropel del legado Petipá y del esplendor de la Rusia zarista, y con solo leotards, luces y una estricta preparación clásica, decodificaba quintas y arabesques muchos años antes de que se hablara de posmodernidad. Una Maina Gielgud que podía quedarse eternamente à balance sur le pointe con breves apoyos en sus compañeros, un Pájaro azul donde Hitomi Asakawa bailaba la parte masculina y Víctor Ullate la femenina en una franca subversión andrógina –cualidad que acompañaría toda la carrera de Béjart, pues «es evidente que la lucha por afirmar una supuesta superioridad masculina o femenina es aberrante, contra natura», 11 – y un «príncipe» moderno por Paolo Bortoluzzi, afirmaban la tesis del coreógrafo. En Escena de amor, pas de deux extraído de Romeo y Julieta, los amantes de Verona aparecían como seres intemporales, en blanco, con el afán de vivir… y morir juntos, en cualquier siglo y bajo cualquier circunstancia. Al final de este programa, la Consagración de la primavera, la obra que constituyó la compañía, el icono de Béjart. Decir algo de la Consagración… sería una inevitable redundancia. «Qué es la Primavera, sino esa inmensa fuerza primitiva durante mucho tiempo adormecida bajo el manto del invierno que de repente estalla e ilumina al mundo, tanto vegetal como animal

o humano?» (ver n. 10) Los no menos histriónicos Tania Bari y Germinal Casado son los elegidos, cuya cópula final concluyó con una ovación de pie.

La Consagración de la Primavera por el Ballet del Siglo XX de Maurice Béjart. Fotos: Colección del autor.

En el segundo programa, Bhakti, trilogía de dúos hindúes tomados del Ramayana, unió folclor, modernidad y filosofía: nuevamente Bortoluzzi y Asakawa, ahora como Rama y Zita; Donn y Bari como Krishna y Radha, y finalmente Casado y Gielgud como Siva y Shakti, demostraron que «es a través del amor que el adorador se identifica con la divinidad y cada vez revive la leyenda de su Dios». (10) El impacto de La noche oscura fue sísmico. La actriz española María Casares más que declamar performó los versos de San Juan de la Cruz juntando «amado con amada, amada en el Amado transformada!» 12 con un Maurice Béjart recorriendo la escena en un ambiente oscuro y espiritual a una misma vez, algo también sin precedentes entre nosotros. Por último vino Bolero: ¡el clímax, la apoteosis! Inesperadamente, la Melodía –Duska Sifnios– en medio de una inmensa mesa redonda, bajo un tenue rayo de luz cenital, iba dando paso, uno a uno, al Ritmo, compuesto por el cuerpo de baile masculino, mientras el tema de Ravel se enardecía. La escena se ilumina, la mujer golpea con sus manos la tarima en tanto aparecen más y más hombres que la rodean. Hacia el final del paroxismo raveliano, el Ritmo devora el espacio sonoro, se abalanza sobre la Melodía, la absorbe, se apagan luces y sonidos… y la sala estalla como por un resorte, en gritos y aplausos. «Bolero poseía el encanto del desafío», (ver n.11) y me hizo adicto a Béjart, aunque nunca más regresara a Cuba o nunca hubiera coincidido con él en el extranjero. Fuera en el Ballet del Siglo XX o en el Ballet Lausanne, Béjart me arrastraría a perseguirlo, a protestar por sus disputas con Portier, a indagar con cuantos han estado cerca de él. 15 Revolución y Cultura

Pero no fue lo que me impresionó sino lo que nos impresionó su obra lo que más aportó a nuestra danza. Nada fue igual después de aquellos días de octubre de 1968. Si bien su estilo difería de los propósitos de la danza cubana, la visión cosmogónica de Béjart hizo pensar a coreógrafos y maestros. «La danza moderna cubana, aunque tiene elementos de otros países, es esencialmente cubana. En su búsqueda por encontrar una forma de expresión, ha encontrado un camino». 13 De sus visitas al Conjunto Nacional de Danza Moderna, que entonces dirigía el maestro Ramiro Guerra, surgieron no pocos proyectos… y realidades. «Béjart vio una clase en el Conjunto con una estructura muy sólida, donde se efectuaban movimientos de mi estilo coreográfico. Al terminar una de ellas, me dijo: ‘Eso puede llevarse a la escena como ballet’, y así surgió Ceremonial de la danza, que estuvo muchos años en repertorio y tuvo seguidores en Arnaldo Patterson, Eduardo Rivero y otros coreógrafos». 14 Para la tríada de coreógrafos de ballet de los años setenta, el haber visto o conocido de la presencia de Béjart en nuestra escena fue vital. Alberto Méndez con Plásmasis (1970), Iván Tenorio con Cantata (1971) y Gustavo Herrera con Saerpil (1971), metabolizan esa impronta casi de inmediato, en algunos a nivel de calco. No obstante, la posterior evolución estética les otorgó personalidad y estilo propios, pero es indudable que ese despertar se

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produjo a partir de aquella visita. «Béjart rompe de una manera brutal con todo lo anterior y nos abrió una puerta que nosotros no sabíamos que existía en el ballet, sobre todas las posibilidades que tenía de expresión. Cuando hice mi primera obra, Plásmasis, después de estrenada, me di cuenta de que había cosas de Béjart, que me había influido». 15 A pesar de que muchos de sus proyectos y promesas con Cuba no se han materializado, la deuda de nuestra danza con Béjart siempre estará abierta, y este cincuentenario es motivo justificado para la reverencia. «Francia-Danza, 26 de mayo de 2005: El coreógrafo francés Maurice Béjart celebrará a partir de mañana en París y hasta el próximo 5 de junio los cincuenta años de carrera y de intenso trabajo que le llevaron a convertirse en una estrella planetaria de la danza. (…) Ahora recibirá a su público francés en el Palacio de Deportes de Versalles, al Sur de París.» Y aunque su gira de aniversario fuera sólo europea, el mundo, su mundo, el que ha recorrido y reflejado en este medio siglo, lo festeja todo. Su legado ha florecido en coreógrafos como Maguy Marin o Anne Teresa de Keermaeker, en bailarines como Marc Hwang o Shantala Schivalingappa, en sus obras sobre Chad, Irak o la India, en su compromiso con Petrarca, Shiva, Shakespeare, Molière o el Che. Como en El jardín de las rosas, la Gaîte

Parisiense por sus cincuenta años de Amor de poeta entrega Ce que l’Amour me dit: Le Presbytère n’a rien perdu de son charme ni le jardin de son éclat.

Notas 1 Maurice Béjart, AFP, 26 de noviembre de 2004. 2 Le Monde, 26 de noviembre de 2004. 3 Fernando Alonso: «En torno a Nijinsky. Clown de Dios de Maurice Béjart», en Cuba en el Ballet, Vol. 3, No. 3, La Habana, septiembre de 1972. 4 Delfín Colomé: El indiscreto encanto de la danza, Madrid: Turner, 1989, p. 26. 5 Maurice Béjar t, AFP, 28 de noviembre de 2004. 6 «Maurice Béjart, un viaje iniciático» en El Correo de la UNESCO, enero 1996. 7 Mensaje a Alicia Alonso, París, 1970. 8 Eduardo Pagés: «El Ballet del Siglo XX» en Bohemia, Año 60, No. 44, 1 de noviembre de 1968. 9 Aldo Martínez Malo: «Ballet del Siglo XX. Una expresión de nuestra época», en El Socialista, Pinar del Río, miércoles 30 de octubre de 1968. 10 Maurice Béjart: programa de ma-no de las presentaciones en Cuba del Ballet del Siglo XX, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1968. 11 Nati González Freire: «La liturgia de Maurice Béjart», en Bohemia, Año 60, No. 45, 8 de noviembre de 1968.

12

San Juan de la Cruz: Las canciones del alma. 13 Tania y Ricardo Villares: «En-sayo general» en Bohemia, Año 60, No. 49, 6 de diciembre de 1968. 14 Ramiro Guerra: información personal, La Habana, 2005. 15 Alberto Méndez: información personal, La Habana, 2005. Otra Bibliografía consultada Abreu León, Beatriz y Cervilio Miguel Amador: Ballet del Siglo XX y Béjart Ballet Lausanne: impacto y trascendencia, tesis de grado, Escuela Nacional de Ballet, La Habana, 2000-2001. Cossío, Nicolás: «Maurice Béjart: La danza soy yo, I y II», en Girón, Matanzas, miércoles 11 y sábado 14 de diciembre de 1968. El Ballet. Enciclopedia del Arte Coreográfico, Madrid: Ed. Aguilar, 1987. Galardy, Anubis: «Interesado Béjart en montar un ballet ins-pirado en Cuba», en Granma, La Habana, 10 de noviembre de 1968. García, Aristarco: «Teatro», en Verde Olivo, Año IX, No. 45, Habana, Noviembre 10 de 1968. Giselle. Alicia Alonso, Ed. Gran Teatro de La Habana, 1988. «Ofrecerá Béjart en Cuba la Novena Sinfonía», en El Mundo, La Habana, 29 de octubre de 1968.

La Consagración de Primavera por el Ballet Siglo XX de Maurice Béjart

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la

Todos somos extraños-extranjeros en un mundo cambiante Conversación con Marie-Thérèse Kerschbaumer

y Lejos, 2001, todas por la Editorial Arte y Literatura y en traducción de Olga Sánchez Guevara, así como Poemas, traducción de Olga Sánchez Guevara, 1997, y Nueve cantos al En medio de la Viena de nuestro amor terrenal, con dibujos de Helmut tiempo vive una poetisa de rango Kurz-Goldenstein, traduc-ción de Jorge Yglesias, 2000, ambos por la europeo. Una maestra de la exacta Casa Editora Abril. Sus publicaciones percepción, de la inso-bornable más recientes en Austria han sido las memoria, de las más asombrosas colecciones de ensayo y prosa breve agudezas poéticas, cuyo lenguaje Orfeo y Calypso (2003 y 2005 respecremite a Hermann Broch y a los tivamente) y Neun elegien-Nueve más fuer tes mo-mentos de la elegías, (2004, bilingüe, traducción literatura austríaca reciente. Esa de María Elena Blanco), todas por la dama se nombra Marie-Thérèse editorial Wieser. Kerschbaumer: sus libros debe-rían La amistad que comenzó como relación profesional entre autora emplearse como campo de fuerza y traductora, y las maravillas de la en toda buena biblioteca. técnica, nos permiten un diálogo a André Heller distancia en el intento de explorar descubrimientos y raíces, presencias y motivos en una obra que se afirma a r i e -T h é r è s e G a r c í a a ambos lados del océano. del Barco de Paredes y ................................ Kerschbaumer, nacida en 1936 en Garches, Francia, ¿Que hay de autobiográfico en de padre cubano y madre austríaca, tus novelas? reside en Austria desde 1939 y es S eguramente tu pregunta se ciudadana de ese país. Cursó estudios refiere a las novelas traducidas por de Romanística y Germanística en ti y publicadas en Cuba. El título la Universidad de Viena, donde del primer tomo, La extraña, fue alcanzó el grado de Doctora. Autora inicialmente concebido como título de poesía, ensayo, narrativa y para los tres libros, que iban a estar guiones para radio y televisión, ha VINCULADOS por subtítulos. En incursionado también en la traduc- cambio, los títulos La extraña, La ción literaria. Como escritora ha partida y Lejos YUXTAPONEN los recibido importantes premios en libros en una relación progresiva. Austria y Alemania. De su vasta obra El primer bosquejo para la obra, el se han publicado en Cuba las novelas «Fragmento de Barbarina», surgió La extraña, 1996; La partida, 2000, en 1984. La idea o el impulso para

Entrevista y traducción: Olga Sánchez Guevara

Licenciada en Lengua Alema-na por la Uni-versidad de La Habana y tra-ductora en el Instituto Cubano del Libro. Ha colaborado con numerosos ar tículos en diferentes publicaciones.

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mi trilogía de La extraña proviene de la novela Zwischen den Rassen (Entre razas) de Heinrich Mann (1871-1950), basada en los apuntes biográficos de la madre del autor, Julia da Silva-Bruhns, hija de una brasileña de ascendencia portuguesa y un comerciante alemán (hoy se diría «empresario»), sobre la traumática experiencia infantil de su traslado (léase: trasplante por adultos) desde Brasil hacia el norte de Alemania. La ambivalencia de sentimientos y pertenencias —que para Heinrich Mann es cualidad específicamente artística—, la posibilidad de comparar mis propias circunstancias biográficas y mundos afectivos (por ejemplo, el traslado de Europa a Centroamérica a las pocas semanas de nacida, y de Centroamérica a Europa a los tres años), así como el interés por el desarrollo histórico del siglo XX en cuanto a temas y acontecimientos abordados en Zwischen den Rassen, después de dos guerras mundiales, me movieron a asumir y dar forma a una variante de esta temática: abordar y moldear en prosa literaria la existencia de un ámbito intermedio, de la Zweierleiheit, la doble pertenencia o la no pertenencia, incluso la extrañeza, con otros medios y en otro tiempo, en otra coyuntura histórica. Toda prosa artística, aun siendo ficción, contiene puntos de vista y vivencias autobiográficas del autor. Los métodos de recreación e integración de elementos autobiográficos difieren según el talento, el estilo, la técnica y el gusto. En mis tres novelas anteriores a La extraña lo autobiográfico es, ante todo, la expresión de los sen-timientos, la descripción de usos y costumbres,

objetos y paisajes destinados a desaparecer; y la intención es crear estados de ánimo reproducibles, de un mundo inter-medio, que son cada vez más evidentes para nuestro tiempo y más propios de él. Todos somos extraños-extranjeros en un mundo cambiante, especialmente en una Europa afec-tada por grandes transformaciones. Se trata de la descripción del recuerdo inmanente «en lo vivido»; si se quiere, la despedida asumida de antemano como acto de afir-mación en el mundo que cambia aceleradamente por la revolución técnica. Llevar a un nivel muy distinto, personal y, si se quiere, modernizado en un sentido laico, el sentimiento de transitoriedad del memento mori predominante en el estilo del barroco austríaco. Son ideas literarias sobre un motivo privado, y ese es el fundamento de toda creación poética. Todos los contenidos de la literatura universal giran en torno a unos pocos temas, siempre los mismos. Lo sustancial es la realización. Esta otra parte —tal vez más importante— de La Extraña o de toda mi obra, es el enfrentamiento con las concepciones artísticas y tendencias literarias de la actualidad. Lo esencial no es el CONTENIDO, sino la FORMA de lo que se expresa. En los tres libros de La extraña, la descripción variada de una misma situación en diferentes puntos sirve, por una parte, para presentar diversas técnicas literarias, y por la otra, para iluminar la situación de la persona que imagina y su desarrollo (y lo no unívoco del mundo o de la experiencia del mundo). Vives en Austria desde 1939. ¿Qué contacto tuviste con Cuba y con tu familia cubana durante tu infancia y ju-ventud? Mi contacto con Cuba se limitó al contacto con mi padre. Por una

parte, en el recuerdo que tenía de él, recuerdo que palidecía pero se mantenía despierto en símbolos, como «recuerdo recordado»; por otra parte, en ciertos aconte-cimientos posteriores, por ejemplo, la promesa hecha por mi madre de que nos reuniríamos con él después de la guerra; un hermoso retrato de mi padre y, después de la guerra, cartas y una foto; con ayuda de la Cruz Roja, paquetes que él enviaba y cartas cuyo contenido no me comunicaban y, más adelante, una correspondencia en francés que inicié a los 14 años y que sólo se interrumpió en 1969. Hasta 1989 no supe el por qué: la grave enfermedad de mi padre y su muerte en La Habana, en 1973. Nunca decía o escribía nada concreto, nada sobre sus familiares. Pero supe que no se casó. ¿Cómo se concretó tu primera visita a Cuba? En 1982 formé parte de la delegación austríaca a un congreso internacional de escritores celebra-do en Samarcanda, Tashkent y Moscú. Un gentil matrimonio cu-bano sobresalía como el más cultivado entre todas las delega-ciones. Ganaron mi confianza y durante un breve paseo por el césped, entre las azules cúpulas esmaltadas de Samarcanda, les comuniqué mi preciado secreto. El hombre preguntó cuál era el nombre de mi padre. Comentó: «Su padre desciende de una importante familia. Conocí a alguien con ese mismo

apellido, se llamaba Pepe...» A partir de ese momento se renovó en mí el deseo de volver a ver a mi padre, deseo expreso en la correspondencia trunca, irrealizable durante tantos años y avivado también ahora por la lectura de la novela Eine Straße in Althavanna (De Peña Pobre), de Cintio Vitier. Gracias a un importante premio literario, en 1990 me fue posible financiar un viaje en compañía de mi hijo Maximilian. Entretanto, a través de la prima Mercy había sabido en 1989 de la muerte de mi padre, que me parecía increíble. En un viaje a La Habana, un funcionario me prestó el servicio amistoso de informarse sobre el paradero de mi padre, usando la última dirección que yo conservaba de él, y regresó con una carta de aquella dama, la última prima viva de mi padre. La carta era una obra de arte de la estilística, y en pocas frases me informaba todo lo necesario: que mi padre me había querido mucho, que por el dolor que le causaba la separación no toleraba que le preguntaran por mí, que había muerto hacía doce años (durante semanas no pude descodificar la palabra doce, mi mente se negaba, traducía dos o veinte), y que su hermana predilecta, Herminia, había fallecido también, tres años atrás. Con ayuda de la embajada cubana en Viena continuó el intercambio de cartas, y por fin se preparó el viaje. Lo hice por mi propia cuenta; la Asociación de escritores a la que pertenezco me facilitó recomendaciones para la UNEAC y Re-laciones Exteriores, como también para la embajada austríaca en La Habana. Visitamos a mi prima segunda Mercy, conocimos a su sobrina Norys (mi prima tercera), y juntos, con ayuda de la periodista cubana Mirta, a quien había conocido en la embajada cubana en Viena, visitamos poco después el panteón de la familia en el Cementerio de Colón, donde está enterrado aquel Pepe (José Taurino García del Barco, amigo de Ángel Augier y Nicolás Guillén) a quien Ángel Áugier y Mary Cruz mencionaran en Samarcanda. La Dra. Heide Keller, entonces embajadora de Austria en Cuba, organizó para mí dos lecturas ante un público conocedor del idioma alemán. Yo 19 Revolución y Cultura

visitaba casi diariamente a la prima de mi padre, y con mis modestos conocimientos de español intentaba entender la composición de la familia en sus miembros aún vivos, y recopilar material para el proyecto de La extraña, sobre el cual conversé también con los autores cubanos Miguel Mejides y Waldo Leyva. Varias veces visité a Ángel Augier y Mary Cruz en la casa de ambos. ¿Cómo «descubriste» a tus familiares cubanos? ¿Qué personas te ayudaron a acercarte a ellos, a conocer la historia familiar? Fue como una investigación de campo, como las que realizan los etnólogos o dialectólogos, pero al mismo tiempo yo no estaba bien preparada (sabía poco español) y era muy tímida o muy poco sistemática. Tuve la suerte de viajar a Cuba once veces; por proyectos personales pude invitar a algunos autores cubanos a Austria, para lecturas en Viena, Salzburgo y Gmunden, o para que participaran en simposios. El Ministerio de Arte de Austria nos encomendó, a mí y a Gerhard Kofler, la preparación de una antología de poesía en colaboración con la UNEAC. Gerhard Kofler y yo fuimos los editores de Once poetas austríacos; Jorge Luis Arcos lo fue de La Isla Poética, ambas publicadas en La Habana por Ediciones Unión. Eso me ayudó a financiar par-cialmente mis viajes, y por supuesto mi objetivo Revolución y Cultura 20

central era mi familia cubana, que con el tiempo se tornó «más grande y numerosa». En 1992 conocí a tres de mis primas hermanas, y a algunos de sus hijos y nietos. Lamentablemente no conocí a mi primo Paco, que aún vivía; es una pena, no nos encontramos a causa de malentendidos, una pena. Las informaciones más concretas sobre mi padre las obtuve de la prima Luchy, pero también de la prima Elvira. Todas las mujeres de la familia sabían de mi existencia, conocían mi nombre y me recibieron con gran afecto. En 1994, a través de Miguel Mejides, hice contacto con la Editorial Arte y Literatura y surgió el proyecto de traducir Die Fremde (La extraña), que hacía poco se había publicado en Austria. Como recordarás, en ese año nos conocimos, Olga, y co-menzamos nuestra ya larga colaboración y amistad. En 1998, con ayuda de la UNEAC y del Dr. Jesús Írsula Peña, quien era entonces jefe del Departamento de Relaciones Exteriores en esa institución, se concretó por fin un viaje a Camajuaní, lugar de nacimiento de mi padre y sus hermanos: el lugar donde mi abuelo asturiano, Don García, trabajó e hizo tanto bien, según me contaba con insistencia mi prima Luchy. Tú y yo, con un chofer, viajamos hasta Santa Clara para una lectura; allí nos recibió el escritor René Batista Moreno, de quien me habían contado hacía años que dirigía o había dirigido un legendario «Taller José García del Barco» (el hermano mayor de mi padre: mi tío José, el Pepe de Ángel Augier). René me acogió con hermosas palabras y nobles gestos, como corresponde a una navegante del alma al término del largo viaje a la nostalgia. Me entregó un ejemplar del libro de mi tío José García del Barco, Cama-juaní y la Revolución del 95, (La Habana, 1928), agotado, y el libro La Máquina Torcedora de Tabaco, donde entre otros temas se trata del papel de mi tío en la lucha por evitar que se instalara dicha máquina. Me entregó fotos de mi tía Ana Luisa García del Barco, la madre de mi prima Luchy, con los alumnos de su pequeña escuela privada, el colegio Luz Caballero, que funcionó de 1920 a 1926 en la calle Fomento,

hoy Camilo Cienfuegos 133, en Camajuaní; poemas manuscritos de mi prima Eva, un esbozo biográfico de mi tío José, y una décima a su memoria, compuesta por Andrónico Cruz Luna, de Camajuaní. Al día siguiente fuimos a Camajuaní y vi la parte más vieja de aquella casa donde vivió mi abuelo sus últimos años; sentada en un sillón miré las altas vigas del techo que seguro miró también mi padre antes de su involuntario viaje a Europa, porque, según dijo René, las vigas eran de madera muy antigua y seguramente no habían sido cambiadas. ¿Qué significa Cuba para ti? Cuba es algo que me pertenece, como los ancestros desconocidos o el lejano recuerdo de un viaje vivido hace siglos. Me pertenece y aunque no sepa nada de ella, la entiendo, y ella a mí. No me pregunto si me hago una imagen errónea: la dejo ser, como uno deja ser su pasado. Está ahí, y es para mí valentía, dignidad, sentido de la belleza y energía despierta. La primera cualidad la sentí siempre desde lejos. Las otras las experimenté por mí misma.

La experiencia de lo Otro Sobre las novelas La extraña y La partida, de Marie-Thérèse Kerschbaumer

Olga Sánchez Guevara

1 «(Barbarina) seguía diciéndose, qué saben de mí que he venido desde tan lejos, lanzada entre ustedes por poderes extraños, una extraña.» acida en los alrededores de París, hija de una ciudadana austríaca y un cubano fugitivo de la tiranía machadista; tras-ladada por sus padres a Costa Rica a las pocas semanas de nacida, llevada por la madre a las nieves del Tirol antes de cumplir cuatro años: todo es Otro, todo es diferencia en la vida de Barbarina. Nadie parece más predestinado a sufrir los avatares de la alteridad que la protagonista de estas dos novelas, primera y segunda partes de un ciclo que continúa con Lejos. Desandar lo andado, desaprender lo aprendido, recomenzar: una y otra vez se verá Barbarina enfrentada consigo misma al enfrentarse a lo que la rodea. La infancia, etapa primordial en la formación de una personalidad, es para Barbarina tiempo de cambio de lugar y ambiente. Esto es, precisamente, lo que la distingue de los protagonistas de otras novelas y relatos en que se contraponen mundos distintos: en este caso se trata de una niña, un ser desvalido, que aún no puede elegir, a quien no se permite elegir. Un héroe adulto se aventura, cuenta con armas como madurez, independencia y poder de decisión; está, pues, preparado para afrontar lo diferente. La pequeña Barbarina, en cambio, abre los ojos con asombro, indefensa, ante un mundo que

de repente se le ha vuelto hostil, ajeno, extraño. «El tercer vestido era de piqué blanco, con cuello de marinera azul oscuro y corbata... pero apenas la mujer hubo pisado el suelo cubierto de nieve de esta ciudad, le quitó a la niña los queridos trajes o permitió que le fueran quitados, tras lo cual los morenos bracitos fueron embutidos en fundas que pinchaban. (...) los pies desnudos de Barbarina traba-ban ahora conocimiento con la nieve, de la que trató de huir (...) y comenzó a olvidar su nombre y el olor fascinante de la mujer que era el olor del hombre y el olor de la palabra Sanjosé y los colores de la vegetación y el color de las voces y de las medias enrolladas y el frescor de los vestiditos moteados de América y el grito de las aves y el leve martilleo de su primer idioma.» Así, como una extraña, Barbarina se verá obligada a asimilar la realidad distinta que se le impone desde fuera, por voluntad de otros, por el destino o el azar. Será «dos veces huérfana y sin embargo no acogida por ningún servicio de orfanato»: separada ya del padre, océano por medio, se ve también separada de la madre por una obsoleta legislación que no permite a una mujer sola asumir la crianza de sus hijos (por eso el abuelo, Pius, es nombrado tutor de la niña). La condición femenina agrava su desamparo, su alteridad en un mundo marcado por conceptos sexistas: comenzará entonces «la lucha del gigante Goliat contra el pequeño David en figura femenina». Pero, ¡cuidado! Ni lágrimas ni compasión, sino objetividad y clamor de justicia caracterizan el discurso narrativo, que exige la complicidad de un lector avezado, dispuesto a transitar por una trama llena de alegorías y señales veladas.

Ya desde el punto de partida de la narración se introduce al lector, con notable economía de medios, en el drama de Barbarina: «La mujer con la niña a la cadera había aparecido un día en la pequeña ciudad montañesa, y por su conducta desacostumbrada había despertado la curiosidad malsana de la gente sencilla que, como la familia de la mujer, había llegado desde circunstancias modestas al bienestar y el prestigio, al precio de una incondicional pérdida de la alegría y un empecinado miedo al despilfarro.» No se nombra a los personajes; se habla de la mujer, la niña, símbolos de la condición femenina que a lo largo de las dos obras constituirá uno de los ejes centrales del conflicto dramático. La pequeña ciudad montañesa, gente sencilla cuyo bienestar y prestigio proceden de la pérdida de la alegría y el miedo al despilfarro, constituyen el marco pueblerino y pequeñoburgués, cargado de prejuicios («la curiosidad malsana»), donde han de transcurrir los primeros años de la prota-gonista. La estrechez provinciana acentuará los contrastes, hará más dura la experiencia de lo diverso. En La extraña, la alteridad es para

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Barbarina una vivencia traumática, lacerante, no sólo por las coordenadas de espacio en que se mueve el personaje, sino por las de tiempo. El fascismo como ideología dominante, con su teoría sobre razas inferiores, condiciona el rechazo a todo lo no ario que Barbarina deberá padecer en carne propia: «... evitaba mirar el paisaje con palmas es-tampado o pegado en la cajita de madera, para no tener que escuchar que descendía realmente de los negros, lo cual era expresado en tono despectivo, aunque nadie debe ser perseguido o despreciado a causa de su raza, y que a los negros debía retornar, de donde había venido...» Eres rara, desciendes de los negros, son reproches frecuentes que hieren los oídos de Barbarina, y a veces van acompañados por insultos y bofetadas. Concluida ya la guerra con la derrota del fascismo, todo continúa igual: «...las cosas se han eternizado en lugar de cambiar (...) Los enemigos de antes se han replegado a las montañas, se han quedado aquí entre nosotros, y los nuevos pode-rosos están en secreta connivencia con ellos...» Rechazada dentro de la familia por la esposa de su abuelo y tutor, llamada en la novela «la madrastra», y por la hija de ésta, Barbarina deberá soportar desdén y burla también en la escuela del pueblo: «Algo insondablemente hostil que se le enfrentaba (...) la llevó por fin al descubrimiento de que ella no era lo que se le obligaba a ser mediante discursos amenazadores y golpes.» Lo que se le obligaba a ser: Barbarina transige muchas veces, intentando hallar el amor y el reconocimiento que necesita. Así el pasaje donde cede ante las con-discípulas, quienes por largo tiempo la han instigado a golpear a otra chica «distinta», la hija de los trashumantes, a la que hasta en-tonces había defendido: «...cada vez con más frecuencia su brazo caía cuando quería detener los golpes a la trashumante (...) y un día Barbarina se sintió cansada de estar sola en contra de muchas», y golpea, se rebaja al nivel de las que sabe sus enemigas. Transige, sí, ¿voluntariamente? ¿Hasta qué punto es Barbarina libre para elegir? Lo realmente importante es que Revolución y Cultura 22

transigir le deja siempre un sabor amargo en la boca, un sentimiento de culpa y fracaso, la determinación de alcanzar una libertad interior que le permitirá ser ella misma, salir airosa en el enfrentamiento con lo Otro. La sensibilidad de Barbarina, su capacidad de percepción, «la conciencia de su propia dignidad», la separan, como un abismo, de quienes más que vivir sobreviven, sin osar tener ideas propias. «...y todo yacía en el fondo del océano de cuya existencia nada sospe-chaban sus torturadores y ene-migos, el cual reposaba con suave ondular dentro del corazón de Barbarina y a veces la oprimía, grande y oscuro...». La enemistad que la rodea no hace capitular a Barbarina, por el contrario, la impulsa a rehusar el papel de víctima que se le ha asignado. El desprecio de que es objeto no la hace despreciable ante sí misma, sino que la dignifica, la ennoblece, porque ella es poseedora de un secreto que muy pocos comparten: «Un día se pondrá en marcha la caravana de cautivos que están dispersos, porque Babilonia es un secreto y muchos desconocen que se encuentran cautivos.» La experiencia de lo Otro tiene, pues, en La extraña una triple dimensión: la protagonista de ascendencia latina, trasplantada a un entorno donde es vista como inferior, por motivos de raza y por su condición femenina, es además consciente de su propio valer entre gente mediocre y estrecha de miras. Los contrastes en el plano formal de la obra destacan el desafío de la alteridad, a través de la variación de puntos de vista narrativos (más de un sujeto), un constante fluctuar entre el presente y el pasado, representaciones oníricas que se entrelazan con los hechos reales, la interpolación de pasajes sobre la historia familiar del padre y de la isla lejana, la recurrente presencia del mar que es como un personaje más, separando y uniendo al mismo tiempo, y las imágenes elegidas como puntos de comparación: el cautiverio judío en Babilonia, David y Goliat, Juana de Arco... La atmósfera opresiva que cerca a la protagonista se refleja en la au-sencia de diálogos, y en un fluir narrativo que avanza incontenible a

modo de monólogo interior. 11 «Estar en la cubierta de una embarcación y no vivir el instante, no estar presente, porque la expectativa no es colmada por ninguna presencia, ni la idea, por ninguna rea-lización, ni el vacío, por ningún objeto –ninguna aparición–. El avance de la proa por las aguas, arando las olas, el cabello al viento. La vastedad del cielo, la vastedad de las rocas, ahí están, sí, sí.» Llevando ya consigo patrones culturales y hábitos del Tirol al que fue trasplantada, Barbarina, con-vertida en una joven mujer, atraviesa de nuevo el mar, ahora en dirección a Inglaterra. Allí trabajará como doméstica de una familia acomodada –una vez más, por voluntad ajena que frustra su deseo de estudiar, condenándola al «destino de las mujeres de la familia»–. Excepto en los pasajes retros-pectivos cuyo marco es la «frialdad montañesa», la experiencia de lo Otro ya no será traumática en La partida, sino más bien armoniosa, meditada: en el plano exterior, el personaje no tendrá que sufrir la hostilidad de quienes la rodean, y en su interior ha alcanzado una madurez que amplía su capacidad de reflexión y le permite enfrentarse, sin temor, a críticas y opiniones contrarias a las suyas. Los adinerados señores Bacon tratan con amabilidad a Barbarina: la joven venida desde la ciudad provinciana de tierra firme com-parte los paseos de la familia, dibuja y pinta en compañía de la joven señora, incluso se le permite practicar deportes, invitar amigas (otras muchachas que, como ella, han venido del continente a servir de domésticas), pero siempre se guarda la distancia entre empleada y dueños de casa: «...y desde entonces se sentó a la mesa del comedor con la familia, también los domingos, porque había asumido la atención del anciano, como dijo Mrs. Bacon, pero Barbarina no estaba contenta. Mejor habría sido que ellos, desde un principio, no hubiesen establecido aquella di-ferencia.» La incomunicación, que se manifiesta en La extraña por la ausencia de

diálogos, es superada parcialmente en La partida. Pero sólo parcialmente: las conversa-ciones entre Barbarina y Mrs. Bacon reflejan los prejuicios de esta última ante lo distinto. «Las personas del continente viven en habitaciones recalentadas», dice Mrs. Bacon; «those people», al referirse a los asiáticos, y «lower class» cuando habla de los ingleses pobres. «English catholics are funny people», así resume la señora de ideas modernas y filiación pro-testante su enumeración de las malas cualidades de los católicos ingleses, lo que hace responder a Barbarina: «What you just said, in my country is said about Jews!»; y, por su parte, la hija mayor de la familia califica en una ocasión a Barbarina como «funny girl». Pero ya Barbarina, aunque sin renunciar a «su insaciable añoranza de un encuentro; esa mirada de reconocimiento en el rostro de un ser humano que surge de la multitud o de los bosques», se ha aceptado a sí misma en la alteridad: es Leonor de Aquitania que desembarca en Dover, es la reina de Saba ante Salomón, « viajera que descubre de otro modo lo Otro, que contempla en las olas, a la luz de la luna, las almas de los lucumíes que regresan a casa (¡África!), que se interroga abiertamente sobre la alteridad: «¿Qué es lo extraño? ¿Qué es lo contrario de lo extraño? ¿Lo no-extraño? ¿Qué es eso, lo noextraño? Lo que reposa dentro, muy hondo. ¿Qué reposa dentro, muy hondo? No sé. Debo buscar. Debo encontrar. ¿Encontrar, qué? Belleza. Dignidad.» En la respuesta, «Lo que reposa dentro, muy hondo (...) Belleza. Dignidad», lo Otro es superado por lo No-otro, por los valores esen-ciales que subyacen en todo ser humano, sin que importe su procedencia, raza, sexo o condición social. Sean cuales sean las dife-rencias, éstas sólo constituyen aspectos, formas disímiles tras las cuales se ocultan las esencias: alte-ridad trascendida en la identidad. En el discurso narrativo de La partida se tocan los extremos. Pasajes de exquisito lirismo se alternan con explicaciones sobre la vida animal reelaboradas a partir de un texto científico; temas filosóficos e históricos se relacionan y

entretejen con los hechos narrados; descripciones de obras de arte y formas arquitectónicas reflejan la visión particular del personaje central; se quiebran las fronteras entre prosa y poesía. Lo múltiple confluye hacia lo Uno. Dentro del texto en alemán moderno se intercalan, sin transición, pasajes en alto alemán medio, provenzal, español, inglés y suahili, en un ímpetu abarcador que recuerda, más que la cita bíblica que aparece en el segundo capítulo de la novela –«Si hablara las lenguas de los án-geles»–, aquella otra en la que «cada uno hablaba en su propia lengua y, sin embargo, todos se entendían», donde el caos de Babel es anulado por un éxtasis de universal armonía. La experiencia de lo Otro desemboca en la aspiración de alcanzar una nueva dimensión humana por encima de la diversidad, en que la propia identidad se afirme en el encuentro con lo diferente.

Nota: Excepto las dos últimas, todas las citas (entre comillas) corresponden a las novelas La extraña y La partida. (Marie-Thérèse Kerschbaumer, La extraña, novela, traducción de Olga Sánchez Guevara, Editorial José Martí-Arte y Literatura, La Habana, 1996; Marie-Thérèse Kerschbaumer, La partida, novela, traducción de Olga Sánchez Guevara, Editorial José Martí-Arte y Literatura, La Habana, 2000.)

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Diversión, fingimiento, y enmascaramiento en los Infortunios de Alonso Ramírez (1691) de Carlos de Sigüenza y Góngora

José F. Buscaglia-Salgado

Profesor de la Universidad del Estado de Nueva York en Buffalo donde coordina un Programa de Estudios sobre el Caribe. Ha publicado recientemente Undoing Empire: Race and Nation in the Mulatto Caribbean. University of Minnesota Press, 2003. Portada de Infortunios de Alonso Ramírez de Carlos Sigüenza y Góngora, 1690.

Para orientar al lector no avisado o desmemoriado por los caminos del ingenioso artículo de José Buscaglia, resumimos las páginas dedicadas por Raimundo Lazo a Sigüenza y Góngora, en su Historia de la Literatura hispanoamericana. Tomo I, La Habana, 1968. Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) fue sacerdote secular y, tras discutidas oposiciones, catedrático de Matemática y Astrología de la Universidad; cosmógrafo oficial, y con tal motivo, agregado a la Armada de Barlovento; explorador del golfo en México y de las costas de la Florida; capellán del hospital del Amor de Dios, en donde estableció su residencia, formó rica biblioteca y realizó sus trabajos de erudito, investigador y polemista. Además de poeta culterano y animador de actividades culturales, fue historiador y autor científico. Publicó en 1690 su relato de los Infortunios de Alonso Ramírez. Los hechos son efectivamente históricos: la peregrinación lastimosa de Alonso Ramírez, natural de la isla de Puerto Rico; su viaje, en busca de mejor vida, a México, primero, y después a Filipinas; y su largo y penoso cautiverio en poder de piratas ingleses que, abandonándolo al fin en una embarcación, le permiten así regresar a México, y completar de este modo una sorprendente circunvalación mundial. El relato se desarrolla en primera persona, en prosa escueta que contrasta con el barroquismo del estilo solemne de Sigüenza. Pudo haber sido una novela de aventuras con algo de picaresca; pero es una combinación de apuntes de viaje y de información científica minuciosa, muy atenta a los datos y noticias sobre geografía, meteorología y navegación.

l final del siglo XVII fue un período de crisis a lo largo del imperio español. Apenas habían transcurrido dos años desde que el censor Francisco de Ayerra había dado su aprobación a la publicación de los Infortunios cuando, luego de una serie de inundaciones devastadoras, el 8 de junio de 1692, los pobres de la Ciudad de México se alzaron contra las autoridades bajo la consigna de «¡Muerte al virrey!» La sublevación popular masiva que culminó con el incendio del palacio virreinal y del Revolución y Cultura 24

cabildo trajo a relucir los conflictos principales del mundo virreinal e hizo temblar los cimientos de su sociedad. También acortó prematuramente la regencia del Conde de Galve como virrey de la Nueva España y, de hecho, le condujo a una depresión grave, seguida de enfermedad y del fin inesperado de su corta vida.1 Por su par te, Sigüenza se vio arrastrado a las calles y presenció horrorizado los hechos mientras trataba desesperadamente de salvar libros, documentos y objetos preciosos de la quema en palacio. En

agosto del mismo año le escribiría una carta a su amigo Andrés de Pez2 haciendo una relación apocalíptica de los sucesos y describiendo en todo detalle la inundación de la ciudad, un eclipse solar, y la plaga que destruyó la cosecha de trigo.3 Una lectura de la carta, con los Infortunios como telón de fondo, muestra el peso de los eventos del verano de 1692 y el resultante reajuste radical en el escenario político de la Nueva España que dichos acontecimientos propulsaron. Ese contraste fue esbozado de la forma más aguda en los escritos de Sigüenza. Si los Infortunios fue una obra un tanto crítica de las autoridades, puesta en boca de un «español» pobre y redactada en un estilo narrativo poco característico que asombrosamente consiguió burlar el celo de los censores, la carta no sería otra cosa que un ataque frontal contra las clases bajas. Esta vez Sigüenza, como miembro de las élites criollas mexi-canas, vino a asumir una postura inamovible de fidelidad a las instituciones imperiales en contra de una plebe que a su juicio había perdido todo temor y respeto por las autoridades.4 «¡Ojalá quiera Dios abrirnos los ojos o cerrarle los suyos de aquí en adelante!» escribió Sigüenza luego de aceptar la culpabilidad en nombre de los (criollos) mexicanos españoles por haber puesto en evidencia ante sus enemigos de clase el «culpabilísimo descuido con que vivimos entre tanta plebe, al mismo tiempo que presumimos de formidables.» 5 El alboroto fue un susto tan grande

que obligó a Sigüenza a abandonar las reivindicaciones que apenas días antes hubiera estado dispuesto a defender en nombre de sus paisanos criollos. Era ya claro que el orden virreinal estaba siendo socavado por la plebe. No era el momento para peleas entre las élites. Los indios, mulatos, negros y españoles pobres se habían echado a la calle a quemar el palacio. Desafortuna-damente, se lamentaba Sigüenza, «ya no había otro Cortés que los sujetase.» 6 Los sucesos de 1692 conmovieron profundamente a Sigüenza y a otros criollos de avanzada quienes, al igual que él, seguramente vieron en el alzamiento popular, y vislum-

braron, probablemente por primera vez en sus vidas, el posible desmoronamiento del orden virrei-nal y el quebranto permanente de sus privilegios de clase. Ese golpe obligó a Sigüenza a reevaluar su recelo de las autoridades y las querellas directa e indirectamente levantadas contra éstas en los Infortunios. Sólo así se entiende cómo un libro de contenido tan inusual e interesante fue prác-ticamente engavetado y desa-parecido de toda estantería hasta ser rescatado del olvido tres siglos más tarde en el 1902. A fin de cuentas, esta obra clásica del pensamiento americano corrió casi la misma suerte que la Historia de las

Indias de Bartolomé de las Casas. Pero, si la obra de las Casas fue censurada por el Santo Oficio, el libro de Sigüenza fue condenado por una fuerza más mundana: esencialmente fue atropellado en las calles. Producto de tan precaria situación, los Infortunios es una joya sin par en los anales de la historia social, del pensamiento y de la literatura latinoamericana. Pudiéramos verla como una obra que viene a cerrar un período de cierta inocencia. Así es como Sigüenza la hubiera visto. Si nos dejamos llevar por su propia valoración retrospectiva, el libro fue producto de un mundo en el cual los criollos mexicanos vivían con los ojos cerrados. Pero, ¿fue así, o estaban éstos en el proceso de abrirlos al mundo cuando el alzamiento popular les obligó a recapacitar? Como veremos, previo al mea culpa que entonó Sigüenza a la luz de los sucesos de 1692, él no sólo había hablado en primera persona a nombre de Ramírez: también había tratado de hablar, por Ramírez, en nombre de toda una generación de quienes veía como sus compatriotas. Por eso, más que un texto que cierra un ciclo, este libro marca el comienzo de otro. Valga aclarar que en este sentido la obra es toda una anomalía ya que apenas es la opera prima de una tradición que, a raíz del Alboroto de 1692, nace y muere prematuramente con los Infortunios. Esto hace del libro una especie de texto fundador latinoamericano y es lo que explica la «insigne rareza» que la crítica ha encontrado tan indescriptible en los Infortunios desde su primera reimpresión de 1902. 7 Por eso también el texto ha sido prácticamente inclasificable desde entonces. La singularidad de los Infortunios es innegable. El Alboroto de 1692 y su memoria en las generaciones subsiguientes puso fin a toda posibilidad de que un plebeyo español, criollo o casta fuera el personaje central de cualquier obra narrativa en la Nueva España. Para que eso volviera a suceder habría que esperar el ascenso al poder de las élites criollas en las guerras de independencia del siglo dieci-nueve. Aún entonces, los Infortunios seguiría siendo una obra funda-cional de una 25 Revolución y Cultura

tradición natimuerta, pues la voz tras el discurso deci-monónico emanaría de lo alto de la pirámide social hacia abajo y no, como sostengo que es el caso en los Infortunios, de abajo hacia arriba. No hay duda de que esta obra no hubiera surgido sin el aporte constitutivo del verbo, los conocimientos y la experiencia de vida de Alonso Ramírez. De hecho, a juzgar por el lugar igualmente único que ocupa en la obra del pensador mexicano, se puede argumentar que la rareza de la narración es el resultado del gran salto ideológico que dio Sigüenza, a veces a sabiendas y en otras ocasiones sin darse cuenta de ello, luego de entrar en contacto con Ramírez. De cierto acertado descuido Los críticos desde siempre han estado preguntándose quién en verdad es el autor de esta obra y bajo cual género catalogarla. Parecen ofuscados en llegar a determinar de una vez y por todas si es Ramírez o es Sigüenza quien debe llevarse el crédito de ser el hombre tras la leyenda. 8 A la vez han estado intentando ubicarla bajo el es-tandarte de un precedente penin-sular, en este caso la tradición picaresca española, o uno ultra-marino, celebrándola como el an-tecesor inmediato de la novela lationoamericana.9 A mí me parece todo esto un ejercicio sin mucho sentido, considerando las circuns-tancias que le dieron vida a la obra. Aquí más que un autor, hay tres en uno. Y más que evidencia clara, lo que hay es gato encerrado. Evi-dentemente, la obra no hubiera sido posible sin el aporte de las experiencias de Ramírez, la pluma de Sigüenza, y la forma en que el censor Ayerra se hizo de la vista gorda. Por supuesto que Sigüenza es el eje central en esta trilogía. Fue él quien anotó la relación de Ramírez y quien presuntamente conspiró con Ayerra para publicarla. Por eso encuentro mucho más fructífero dejar atrás las discusiones estándares de autoría y género para ir en busca de la técnica que describe el sentido del descuido que Sigüenza hubiera denunciado en la obra un par de años más tarde. Tengamos claro que, en su carta al peninsular Pez, Sigüenza no habla de un gran descuido sino de un Revolución y Cultura 26

autorreferencial descuido del cual «somos» (los criollos mexicanos) culpabilísimos. Pienso que para Sigüenza la culpa principal recaía sobre sí mismo como el más culpabilísimo de todos «nosotros.» Una lectura cuidadosa entre líneas de los Infortunios ciertamente probaría este punto, demostrando cómo el texto lleva por dentro, aunque de forma velada, las ambiciones formidables de poder de un sujeto americano que negocia estratégicamente su postura hacia el europeo dentro del marco de lo que es por primera vez una visión de mundo que, aunque muy problemática, es realista, organizada y abarcadora. Sigüenza le dio vida eterna a Ramírez, aunque Ramírez lo que buscaba era buena vida en la Tierra. Y fue precisamente tierra, y mucho mar, lo que Ramírez le dio a Sigüenza, un hombre de amplia visión universal y hasta cosmo-gráfica que nunca había viajado fuera de México. Pero tras los placeres simples y las conse-cuencias obvias de su relación, hubo sin duda graves e insos-pechables resultados de este encuentro. Años más tarde Sigüenza pudo haber sido capaz de medir algunos de estos resultados para recogerlos dentro del sentido de ese culpabilísimo descuido del cual se acusaba. ¿Cuán culpable fue verdaderamente Sigüenza del presunto descuido y cuánto fue resultado de una contaminación por haber dado abrigo a un viajero vehemente? Será siempre imposible desaferrar a Ramírez de Sigüenza: él es la quimera del escritor. Pero cier-tamente debiera ser posible reco-nocer, a un mayor grado de lo que los críticos han estado dispuestos hasta ahora, el papel importan-tísimo jugado por Ramírez en el proceso de darles forma a las opiniones expresadas en el libro y, más importante, darle crédito por imbuir la narración de Sigüenza con la sabiduría y la astucia de una vida hecha de viajes por los márgenes de la sociedad y en las fronteras del imperio. Si, como sostengo, los Infortunios fue armado con cuidado para cuestionar y retar a las instituciones imperiales hasta rayar en la desobediencia, acercándose a las autoridades con una estrategia de burla y engaño que es la puesta

en escena del subterfugio, debe aceptarse que Sigüenza no actuó solo. De hecho, debemos cuidarnos de asignarles demasiado protagonismo a Sigüenza y a su gente pues quien primero barajó y repartió los naipes en este juego fue Ramírez. Pero ¿cuál es el juego aquí? ¿Cómo entender el descuido nombrado por Sigüenza y la rareza que ha desconcertado a los críticos? Lo primero que ha de quedar claro es que no nos encontramos frente a un sujeto ideal, unitario, autorreferente y, por decirlo vulgarmente, europeo. Aquí hay esto y mucho más. Advertencias para acercarse a un sujeto bicéfalo Este texto fue aparentemente diseñado como un instrumento bifronte. De un lado, parece haberle dado voz, ánimo, y quizás hasta un sentido ilusorio de sosiego al lector criollo. He aquí un personaje cuyos sufrimientos y ansiedades describen la patología social de toda su generación. Ciertamente le hubiera sido fácil a un lector criollo simpatizar con las frustraciones de Ramírez ante la imposibilidad de promover sus intereses más allá de ciertas esferas. Del otro lado, los Infortunios le dio al lector europeo la ilusión de tener el control, acercándose al texto desde la perspectiva del virrey y ejerciendo el dudoso placer de la muni-ficencia, el cual, en el ejercicio de la opresión, ha sido siempre el complemento inseparable de la crueldad. Sin embargo, esta simple dicotomía esconde un juego mucho más complejo y dinámico de fuerzas que no encuentran nunca punto de equilibrio. Inicialmente pudiéramos decir que esta es una obra narrativa donde una voz se esconde en otra y donde la palabra responde siempre a una estrategia sofisticada concebida para despistar al lector y proteger al sujeto enunciador dentro de una densa cacofonía de voces. Igualmente pudiera decirse que esta es una obra donde el autor borra sus propias huellas piso-teándolas bajo el tropel de una multiplicidad de intenciones en-contradas. Todo esto implicaría que la obra está siempre dando falsa fe de sí misma y que, más que un autor, esconde tras de sí a un actor. Nuevamente,

este es solo parcial-mente el caso. Bien podemos leer los Infortunios como un simulacro. Pero debemos calar más profundo para no restarles mérito a las personas involucradas en la producción y publicación de la obra, desme-reciendo injustamente las habi-lidades de Ramírez como el gran cuentista que tuvo que haber sido, la sofisticación de la escritura de Sigüenza, y el completo arrojo de Ayerra como censor. Aún así, no debemos darnos a la tarea de inventariar las cualidades individuales de cada una de estas figuras. Más bien, debiéramos explorar la mecánica de sus relaciones cómplices e implícitas, no tanto por explicar cómo el texto alcanzó

a ser publicado sino para entender la dinámica que le dio forma. Hacer lo propio comenzaría a revelar un texto que da abrigo a los reclamos de un sujeto políticamente bilingüe que, sin que su amo o responsable imperial se dé cuenta, sabe bien cómo hablarle a la vez a dos audiencias bien distintas. Las dinastías imperiales de Europa pudieron haber reclamado para sí el ícono del águila bicéfala como el símbolo de sus aspiraciones a regir sobre todo el mundo. Pero aquí, en la compleja armazón de voces que hablan en los Infortunios, se encuentra el verdadero sujeto bicéfalo. Acercarse a esa ave rara es una empresa dudosa. A nivel simbólico supone desmontar al icono. Es decir

que, para captarle en su expresión plena, hemos de darle vuelo al pajarraco, convencidos de que el sujeto bicéfalo no es un ente ideal sino un personaje real, aún cuando en su intención de ser siempre versátil y adaptable a cualquier circunstancia se ponga de manifiesto en todo momento como una entidad difusa e huidiza. Por tanto las cabezas de esta bestia han de imaginarse en movimiento constante y pudieran retratarse no solamente dándose la espalda como es costumbre, sino cara a cara, o mirando ambas en una misma dirección, a la diestra o a la siniestra dependiendo de la situación. Se pudieran representar incluso mi-rando hacia atrás o, alternati-vamente, una hacia atrás y otra hacia delante a semejanza de Jano, el dios romano de las puertas y guardián de los umbrales. Con esa imagen en mente podemos entender mejor la manera en que la voz de Ramírez va entrando dentro y en contra de la pluma de Sigüenza, y viceversa. Sigüenza, quien siempre estuvo orgulloso de ser descendiente del aclamado poeta español Luis de Góngora, y quien se afanaba por imitar su estilo ornamentado y rebuscado de escribir conocido como gongorismo, encontró su par en Ramírez, cuyas relaciones, de acuerdo con Ayerra, eran un «laberinto enmarañado de... ro-deos» en un «embrión de la funestidad confusa de tantos sucesos.» ¿Qué tipo de texto se podía esperar que surgiese de juntar el don de Ramírez para la cir-cunlocución y la pasión de Sigüenza por el gongorismo? Habíase allí un sujeto bicéfalo que amenazaba con trenzar sus cuellos en una hélice doble de confusión e inteligibilidad. Por suerte, si pode-mos creerle a Ayerra, el resultado fue todo lo contrario. En su juicio aprobatorio el censor alabó a Sigüenza por haber hallado «el hilo de oro... al laberinto enmarañado de tales rodeos.» Sin embargo, una lectura cuidadosa de las propias palabras de Sigüenza deja ver que él no estaba seguro de haber hallado tal hilo. Lo que es más, no parece haber logrado evaluar cabalmente el resultado de su encuentro con Ramírez y sus cuentos. Y andaba en lo cierto pues,

Grabado con Carlos de Sigüenza y Góngora.

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al final, debe haber obtenido más de lo deseado. Muy raro en él, Sigüenza no encontró palabras para describir la obra que presentaría a los censores. Eso es ya evidente en la primera oración del cuerpo principal del texto, oración esta que nos sojuzga con su mágica cadencia y nos seduce con su proposición un tanto deshonesta: « Quiero que se entre-tenga el curioso que esto leyere por algunas horas con las noticias de lo que a mí me causó tribulaciones de muerte por muchos años.» La oración está cuidadosamente ar-mada para obligarnos a enfocar nuestra atención en su objeto indirecto. Al terminar de leerla estamos ansiosos por conocer todos los detalles de las supuestas «tribulaciones de muerte» que Ramírez sufrió por tantos años. La diversión es una de las estratagemas más antiguas en las arte de la guerra y del engaño. Curiosamente, en esta oración la diversión se logra fácilmente, incitando al lector a participar en uno de los divertimientos pri-mordiales y más secretamente apasionantes para el humano que es el ser testigo de los sufrimientos de otras personas. Como el matador que ágilmente conduce a la bestia en un pase cerrado de capote para colocarla en la posición deseada, Sigüenza tienta al lector con un rápido y gracioso golpe de pluma. Así, al lanzarnos a descubrir los detalles de los suplicios del pobre Alonso Ramírez pasamos por alto el hecho de que Sigüenza, hablando por Ramírez, ha puesto en nuestras manos algo que ha optado por no describir. ¿Qué encierra el pro-nombre demostrativo «esto» en la frase «Quiero que se entretenga el curioso que esto leyere»? ¿Es pájaro en mano o algo más abstracto? Sea esto lo que sea –duda que solamente la lectura seguida podrá acaso despejar–, ese pronombre es el eje de una oración que es a su vez un pronunciamiento vago de la estrategia de disimulación que le da vida al texto, texto que de esta forma se yergue sobre su propia incapacidad o renuencia de nombrarse a sí mismo. Desde ese momento el lector poco receloso ha caído en una trampa y, a la vez, ha comen-zado a ser cómplice en un proceso que ha Revolución y Cultura 28

de conducir inevitablemen te a su propia reducción. Verdaderamente, esta primera oración es un simulacro de la lógica interna y de la mecánica del texto en su totalidad. La segunda oración es aún más reveladora en su intención de esconder una voz dentro de la otra y hay tanto fingimiento en ella que puede verse como la cara misma de la impostura. Se nos hace pensar que estamos todavía escuchando a Ramírez cuando este declara inequívocamente que no ha de ser su intención «deducir máximas y aforismos que... cultiven la razón» del lector. Sin embargo, estas no son las palabras de un hombre que no sabía hablar claro. De acuerdo con Ayerra, quien presumiblemente conoció a Ramírez a través de Sigüenza o que, como mínimo, supo de éste por Sigüenza, Ramírez era el rodeo hecho persona. A juzgar por esa caracterización le hubiese sido imposible haber hecho tal salvedad. Para mí, como seguro fue para Ayerra, la oración es de Sigüenza. Atravesada en un párrafo que es la anticipación misma del naufragio, la armó como una suerte de bote salvavidas para evitar hundirse con la nave en caso de que los censores pudiesen sospechar un juego desleal en el texto. Pero eso aún deja sin explicar lo que Sigüenza esperaba sacar escon-diéndose tras la figura de Ramírez. ¿Intentaba acaso engañar a los censores pasando inadvertido y culpando a Ramírez por todo desliz, o estaba utilizando a Ramírez como escudo para enfrentarse con sus propios demonios y para esconder sus verdaderas intenciones? ¿Y cuáles fueron a fin de cuentas las intenciones de Ramírez? ¿Las conoció Sigüenza? ¿Llegaría a sospechar de ellas? ¿Habría podido llegar a valorar hasta qué punto le cambió su encuentro con el trota-mundos? Si en la primera oración «esto» no queda claro, en la segunda no hay manera de dar con el «quien los finge.» Ante tales posibles dudas, la segunda parte de la segunda oración viene a hacer profesión de fe al «solicitar lástimas que, aunque posteriores a mis trabajos, harán por lo menos tolerable su memoria trayéndolas a compañía de las que me tenía a mí

mismo cuando me aquejaban.» Es la manera en que Sigüenza trata de disipar cualquier duda en cuanto a sus intenciones y también de evitar que se le nombre como cómplice de Ramírez. La oración deja entrever la incomo-didad con que Sigüenza se debe haber acercado a los cuentos de Ramírez y demuestra su determinación de poner bajo control lo que claramente era una historia volátil que amenazaba con desestabilizar no sólo su recuento de la misma sino el mismo pensamiento y las creencias de cualquiera que entrara en contacto con ella. Si por un lado la oración es una aceptación implícita por parte de Sigüenza de sus dudas sobre Ramírez, por otro es también la manera en que éste declara su intención de ordenar racionalmente una historia que de otra forma sólo podría ser apreciada en función de un mayor o menor grado de credulidad. No obstante, si esa era su intención, se las amañó para disfrazarla de oración votiva que consagra la obra en nombre de la tercera virtud teologal: la caridad. Fuere como fuere, ya bien tapada bajo el hábito religioso o bien, cual Venus de Botticelli, protegida por el manto de la razón, lo cierto es que la intención ha quedado sepultada bajo la excusa de un «solicitar lástimas» del lector. Claro, eso es suponiendo que la intención de Ramírez desde un comienzo no hubiera sido esconder la verdad, una fechoría de la cual, a sabiendas o no, fue cómplice Sigüenza. De todas formas, esa solicitud de lástimas que aquí se hace redefine la noción cristiana del amor al prójimo en el que se basa la prédica de la caridad. A un nivel más mundano, esta profesión de fe responde a una estrategia bien pensada de acercarse al virrey en busca de beneficio material. Ramírez le puede haber dado a Sigüenza una ventana al mundo. Presumiblemente también traía algo contagioso y le pasó una fiebre que le provocó visiones y le llevó a imaginar ciertas maneras de proceder que no se estilaban en Mé-xico, al menos en torno a Sigüenza y los suyos. No hay duda de que Sigüenza estuvo receptivo a todo. Pero Ramírez también le ofreció la oportunidad de pedir

mercedes directamente al virrey. Como será abiertamente dicho al final de los Infortunios, Sigüenza se vana-gloriaba de ser parte del séquito del virrey pero más le hubiera gustado gozar de sus favores de forma mucho más concreta, es decir, en dinero contante y sonante. Aún así, detrás de todo esto hay mucho más que un simple intento de tratar de ser preferido en la corte. Para ser una obra que jura ante las doctrinas de la iglesia, ya en las primeras dos oraciones se le da al lector bastante albedrío para pensar y ponderar por su cuenta. Nada más en esas dos oraciones, que en realidad son tres pues, como he sugerido, la segunda contiene dos cláusulas prácticamente independientes, un lector cuidadoso puede advertir cierta disposición especial a cambiar constantemente de posición. De hecho, allí se describen los tres movimientos complementarios y principales que le dan vida a este trabajo: la diversión, el fingimiento, y el enmascaramiento. Entre rodeos, y con toda la gracia de su gongorismo, Sigüenza afirma estar totalmente desinteresado en deducir las máximas y aforismos que las autoridades ciertamente censurarían. Pero está enseñándoles a sus lectores cómo desplazarse con ademanes que no cuadraban con los protocolos establecidos. Curiosamente, esa proclividad especial al cambio de posición, ya bien fuere como estrategia de sobrevivencia o como forma de echar adelante en la vida, tuvo su ejemplo más desta-cado en aquellos tiempos en la práctica de cambiar de bandera, práctica en la cual se basaba el arte y oficio de la piratería.

Notas 1 Gaspar de Silva y Mendoza (1653-1697), Conde de Galve, fue uno de los hombres más jóvenes en ostentar el título de virrey. Asumió el puesto en mayo de 1688 a la edad de treinta y cinco años. En septiembre de 1695 le pidió al rey ser relevado por razones de salud. Falleció en España a su regreso, en el puerto de Santa María de Cádiz, el 12 de marzo de 1697. 2 Andrés de Pez y Malzárraga (1657-1723), español, fue nombrado por el Conde de Galve Almirante de la Real Armada de Barlovento. Era cosmógrafo al igual que Sigüenza. También tuvieron ambos relación cercana con Juan Enríquez Barroto, un español discípulo de Sigüenza que en 1688 fue piloto y segundo al mando de la expedición de Pez en la costa del Golfo de México enviada en busca del supuesto asentamiento de La Salle. (Enríquez había lidereado una expedición previa de la zona dos años atrás). Sigüenza hizo la relación de la expedición utilizando para ello los mapas y los datos recopilados por Enríquez. Pez llevó consigo a España ese informe, presentándolo como suyo y utilizándolo para promover su persona en la corte de Madrid. En unos meses, gracias en gran medida al trabajo de Sigüenza y a los conocimientos proporcionados por Enríquez, Pez se las arregló para ser nombrado Caballero de Santiago. A un año de haber escrito la carta a Pez, Sigüenza embarcó con él rumbo a Pensacola, la cual Enríquez había descrito y nombrado como Panzacola en 1686. Ese sería el único viaje de Sigüenza fuera de México como tal. 3 Ver Carlos de Sigüenza y Góngora, «Alboroto y motín de los indios de México,» en Irving A. Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora, un sabio mexicano del siglo XVII, trad. Juan José Utrilla (México: Fondo de Cultura Económica, 1984), 224-270. 4 Utilizo el término de criollo para nombrar la categoría socio-racial de gentes descendientes de europeos nacidos en el Nuevo Mundo que ocupaban las altas esferas de la sociedad colonial directamente debajo de las personas prominentes y autoridades de procedencia peninsular. 5 Sigüenza y Góngora, «Alboroto» 252. 6 Sigüenza y Góngora «Alboroto» 257: «pero los negros, los mulatos y todo lo que es plebe gritando: ¡Muera el virrey y cuantos lo defendieren!’, y los indios: ‘¡Mueran los españoles y gachupines (son estos los venidos de España) que nos comen nuestro maíz!’, y exhortándose unos a otros a tener valor, supuesto que ya no había otro Cortés que los sujetase, se arrojaban a la plaza a acompañar a los otros y a tirar piedras.» 7 Infortunios 1902, 14. 8 El último y más significativo de los trabajos al respecto es el estudio de Estelle Irizarry.

Este se centra en un análisis por ordenador en que se compara los Infortunios con otras crónicas pseudoperiodísticas contemporáneas de Sigüenza, con la intención de cuantificar el número de palabras y expresiones que pueden atribuírsele a él o a Ramírez. Ver Estelle Irizarry, «Análisis por computadora: datos signi-ficativos,» en Carlos de Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez. Ed. Estelle Irizarry (Río Piedras: Editorial Cultural, 1990), 51-65. 9 Ver Julie Greer Johnson, «Picaresque Elements in Carlos Sigüenza y Góngora’s Los Infortunios de Alonso Ramírez,» Hispania 64.1 (1981): 60-67; J. S. Cummins, «Infortunios de Alonso Ramírez: ‘A Just History of Fact’?» Bulletin of Hispanic Studies 61.3 (1984): 295-303; Álvaro Félix Bolaños, «Sobre las ‘relaciones’ e identidades en crisis: El ‘otro’ lado del ex-cautivo Alonso Ramírez,» Revista de crítica literaria

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Comidas para Julio Pazos Barrera

Comentaré dos documentos que informan sobre ingredientes y otros materiales que se dispusieron para preparar las comidas que Quito y Cuenca ofrecieron al Li-bertador Simón Bolívar. Para empezar describiré los documentos. El primero se encuentra en poder de la historiadora Tamara Estupiñán Viten. Se trata de dos amarillentas hojas de papel que contienen una lista escrita con tinta. La historiadora Estupiñán recibió estos papeles como legado de su familia paterna. Uno de sus antepasados llegó a Quito en el séqui-to del Libertador y se quedó en esta ciu-dad. El documento, cuyo título es Lista de los necesarios para la comida del Libertador Simón Bolívar, no lleva fecha. De modo que para ubicarlo en el tiempo, sólo queda el camino de la deducción. El Liberta-dor estuvo en Quito en seis ocasiones. La re-cepción, de la que da cuenta parcial el docu-mento, pudo haber ocurrido en la primera o segunda permanencia. Esto es: entre el 16 de junio y el 28 de junio de 1822, o entre el 7 de noviembre y el 8 de diciembre del mismo año. Las otras permanencias fueron muy fugaces y durante la quinta, entre el 17 de marzo y el 22 de mayo de 1829, el Libertador se encontraba muy enfermo y los acon-tecimientos políticos eran en extremo graves. No eran días para banquetes. La comida debió ocurrir en uno de los doce días de la primera permanencia. Las causas son casi obvias: era la primera vez que el Li-bertador se encontraba en Quito. Los criollos que se salvaron de la purga antirrealista, que se efectuó entre 1810 y 1822, debieron encontrar en Bolívar su redentor. Su presencia significó el fin de la lucha por la supervivencia, puesto que algunas familias criollas que apoyaron Revolución y Cultura

Simón Bolí-

a la Junta Soberana de Quito fueron casi ex-terminadas; verbigracia, la familia Montúfar. Cosa igual ocurrió con el clero, aunque en este caso –como se ve-rá más adelante– el interés de homenajear a Bolívar significó un posible ascenso a un obispado. La misma noche del 16 de junio se ofreció un baile de gala en casa de la familia Larrea. Según la práctica que se adoptó en esos días, las familias concurrían al baile con el afán de presentar sus hijas al cuerpo militar vencedor. La esperanza de los padres era la posibilidad de un matrimonio con alguno de los gallardos ingleses, franceses o americanos que integraban el Estado Mayor de Bolívar. En este baile, el héroe se relacionó con Manuela Sáenz de Thorne. Pero la suculenta comida debió ocurrir un día después o algo más tarde, siempre antes del 28 de junio. No pudo ser durante el baile porque el volumen de los ingredientes indica que se preparó comida para más de mil quinientas personas. El convite pudo realizarse en un convento o en una casa de campo. Mas, hasta el momento, no se conocen estos datos. La lista contiene algo más de sesenta y cinco items. Dos de ellos se refieren a una mula de leña y a veinticinco de carbón. Los demás aluden a los géneros alimenticios. Los cárnicos incluyen dos terneras medio gordas, cuatro puercos gordos, ocho carneros muy gordos, una vaca gorda, cuatro cabritos gordos, ocho perniles curados, cincuenta conejos. La volatería es de dos clases, a saber: la doméstica, que incluye cuatro pavos gordos, ochenta pollos, cuarenta gallinas, ocho capones, ochenta pichones; y la de cacería, que consta de cuatro patos, ochenta tórtolas, cincuenta perdices, doce pavos de monte y veinticuatro palomas torcazas. El pescado estuvo presente mediante dos arrobas de peje escogido y dos bagres. Finalmente, los cárnicos incluyeron dieciséis lenguas, dos pesos de sesos, dieciocho lomos de res y cuatro pesos de criadillas. El conjunto de alimentos vegetales presenta los siguientes productos con sus cantidades y en algunos casos los valores: cuatro pesos de coliflor, dos pesos de lechugas buenas, cuatrocientas alcachofas, y una mula de col de Chillogallo, una mula de col de Pomasqui, dos mulas de cebolla de Machachi, una mula de cebolla

de pepa de Machachi, una mula de ajo, tres pesos de tomate, dos pesos de perejil, dos mulas de alverja, dos arrobas de pallares o tortas, una arroba de garbanzos, dos arrobas de arroz entero, una arroba de almendras, una arroba de pasas, una arroba de pimienta negra, dos arrobas de clavo, una arroba de comino, dos onzas de azafrán, una libra de canela, dos pesos de ají colorado, cuatrocientas aceitunas, un tercio de manzanas aunque sea verdes, un tercio de duraznos aunque sea verdes; un peso de yuca, otro de camotes, otro de zanahorias, otro de plátanos, un tercio de pepinos pintones y dos libras de orégano de Castilla. Hay que agregar a este grupo una mula de harina. El aceite y las grasas que se utilizaron fueron: una botija de aceite, catorce bollos de mantequilla y cuatro pesos de manteca. El vinagre y el vino de cocina fueron: ocho frascos de vinagre de Castilla, doce frascos de vino Carlos y dos frascos de vino Generoso. La lista concluye con estos ingredientes: cuatro cajones de huevos de dos en carga, un tercio de sal, seis panes de azúcar y dos pesos de leche. Conviene decir algo sobre las medidas. Se habla de mulas: comúnmente, es el conjunto de las cargas que acarrea la mula, una a cada lado. Estas cargas, según el Diccionario de la Academia, se denominan «tercios». Convertir a libras estas cantidades es infructuoso. Igual ocurre con los bollos y los panes. Sencillamente, no se puede calcular la cantidad que se compraba con un peso. Un balance somero de la carne que se preparó arroja algo así como dos mil cien libras. Si cada comensal se benefició con una libra –aunque algunos pudieron no saciarse con dos libras–, se tiene que el festín alcanzó para mil quinientas personas, más o menos. El segundo documento se conserva en el Museo Particular «Manuel A. Landívar», de Cuenca. El original se presenta con una transcripción a máquina ejecutada por el Dr. Manuel Agustín Landívar. Contiene varias listas y otras informaciones útiles para reconstruir, sobre todo, usos y costumbres. Bolívar llegó a Cuenca el 8 de septiembre de 1822. Se hospedó en la casa denominada «Chaguarchimbana», y su guardia de honor, en la casa de Jacoba Polo, en el centro de Cuenca. La comida se realizó en alguna fecha anterior al 30 de septiembre, puesto que con esta fecha aparece una constancia de gastos y la entrega de veinte pesos y siete reales que el canónigo Pedro Ochoa adeudaba a la Superiora de las carmelitas y que restaban de los cuatrocientos pesos de los fondos del Tesorero de Diezmos. Por el contenido de la constancia se deduce que la recepción se realizó en algún día anterior al 30 de septiembre. Brevemente me referiré a las cinco partes del documento. El título de la primera es «Sobre el libramiento de quinientos pesos para el refresco del Excelentísimo Libertador», Se trata de una acta de Cabildo Extraordinario que efectuaron el deán y los canónigos de la Catedral de Cuenca. Se reunieron el deán Fausto de Sodupe; el canónigo de Merced, José Mexía; el racionero José de Granda, el racionero Bernardino Albear y el medio racionero Dr. Juan Aguilar y Cubillas. Se hizo constar a

Doctor en Literatura, notabilísimo poeta ecuatoriano, autor de una extensa obra lírica y estudioso de la cultura culinaria.

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los ausentes: Maestrescuela José María Landa, canónigo Pedro Ochoa, canónigo Andrés Villamagán y racionero José Miguel Carrión. Contiene alguna aclaración sobre los fondos y el aporte del deán. La sesión ocurrió el 20 de julio de 1822. La segunda parte trae este encabezamiento: «Planilla de gastos hechos en las dos mesas que se le pusieron al Excelentísimo Señor Libertador, Presidente de La Re-pública, de la comida y refresco por el Excelentísimo Cabildo Eclesiástico, rendida por la Reverenda Madre Priora de las Carmelitas Descalzas de esta ciudad, María Josefa de Jesús y los Arcángeles». Esta planilla se fechó el 25 de abril de 1823. A continuación se añade una lista de compras ordenada por el Canónigo Pedro Ochoa, del 5 de agosto de 1822. Es decir, de compras que se realizaron antes del acontecimiento. Luego viene la constancia de otros rubros y la devolución de unos pesos a la Madre Superiora, por parte del Canónigo Ochoa, del 30 de septiembre de 1822. Y por último se resume todo en una demostración de gastos, a los que se añaden las pérdidas que resultaron de las dos mesas. El costo de la pérdida fue de algo más de doscientos pesos, que la Tesorería de Diezmos había asumido. Se resolvió que el resarcimiento se liquidaría mediante descuento de las rentas de todos los integrantes del venerable Cabildo. Esta última parte corresponde al 10 de junio de 1823. Se puede decir que en este día la Madre María Josefa de Jesús y los Arcángeles, a la noche, pudo conciliar serenamente el sueño, durante las pocas horas que las monjas carmelitas descalzas duermen. Procederé como en el caso anterior, en lo que a los items se refiere. Para estas mesas son sesenta items, aparte de la leña y el carbón. Las carnes son de puercos gordos, lechones, terneras, borregos, cabritos, perniles, lenguas secas. De aves domésticas: gallinas, pollos, pavos, patos. Y de pescado: dos arrobas de róbalo. Los vegetales son: arroz, aceitunas, maíz blanco, trigo, anís, ajonjolí, garbanzos, ñutas, pimienta, comino, cebollas, ajos, azafrán, pepita de melón, cacao, canela, chuño, canela de Ceilán. La lista se completa con sal, azúcar, vinagre, vino, aguardiente resacado, huevos, leche, mantequilla, quesos y ron. Además de dulces de higos y peras. Se hace constar el flete para la nieve. En otra lista aparecen almendras, canela de Ceilán, maní, pasas, clavo, aceite, café, té. Además de los licores: tres docenas de resolis, una botija de aguardiente, cuatro cajones de coñaque, diez cajones de vino Burdeos, una caja de vino Champany, un frasquerón de ginebra y seis botellas de vino moscatel. A diferencia del documento de Quito, en este se incluyen los siguientes materiales: papel para adornos de las mesas, velas de sebo para iluminar la casa del refresco, ceras del norte para faroles, piezas de seda para ramo de adorno de la mesa del refresco, lana para manteles, madera y clavos para armar mesas, el flete de canoa en Yaguachi y de mulas para llegar a Cuenca; comida, pan y bebidas para la servidumbre (peones) y el jabón para Revolución y Cultura 32

lavar manteles y ropa de mesa. Ocurrió que en los actos, comida y refresco, se perdieron muchos objetos. Igual, la lista trae el pormenor de cucharas de plata, ponchera, platos de cristal, botellas de cristal sisadas de oro, vasos dorados, servilletas, fuentes de loza chicas y grandes, platos blancos grandes y pequeños, tacitas y tazas de café, cazuelas, ollas, mantel pequeño, tenedores de plata y un paño de manos. En otras palabras, la pérdida fue cuantiosa. Hecha esta descripción pasaré a indicar, por deducción y a partir de ciertos datos, especialmente consignados en el documento de Cuenca, las viandas que se sirvieron. En Quito se ofreció: puchero con carnes y frutas, peras y duraznos, a la manera de las Islas Canarias, asados de carne macerada con aguardiente y muy condimentada, aves domésticas asadas y con salsa, aves de cacería asadas, conejos asados o con salsa, perniles, lenguas secas, tortillas de sesos o canastas de hojaldre rellenas con sesos, pescado escabechado, lomos de res rellenos, criadillas emborrajadas, ensaladas de lechuga y tomate, ensaladas de pepinillo y coliflor, cascos de alcachofa. Para los postres pudieron ser: tortas de harina con almendras y dulce de leche. En el caso de Cuenca hay dos momentos: la comida y el refresco. En la comida pudo haber: puchero con car-nes y frutas, peras y duraznos, a la manera de las Islas Canarias, pavos rellenos, patos asados, róbalo escabe-chado, ternera con salsa, borrego asado, lechones hor-neados, arroz cocido, mote pelado, pan de trigo con ajonjolí, quesos con ají. Los postres presentaron helados y dulces de fruta. Para el refresco, en cambio, se prepararon chocolate, café y té. Todo acompañado con galletas de chuño o almidón con anís y almendras, tortas con pasas y dulces de maní. La información de Cuenca es casi completa, porque además trae la carta de licores. En principio, el mismo tipo de licores se brindó en Quito. Advierto que, salvo la explícita mención del puchero en el documento de Cuenca, las viandas y postres son deducciones. El escabeche de pescado es otra fuerte posibilidad. Así también el mote pelado de Cuenca –¿si no, para qué otra cosa se necesitó tanto maíz blanco? A la vista de las dos cartas surgen algunas conclusiones, que presentamos a continuación. El tipo de comida es marcadamente español, pero hay también una presencia americana. Figuran el ají, el cacao, el maíz blanco, el tomate, la yuca y el camote. Es curioso que no aparezca la papa. Por ser además comida oficial, el colorante es el azafrán y no el humilde achiote. El pavo, originario de América, tiene ya un importante espacio. En todo caso, parece que el puchero era el potaje obligado. Puede suponerse que esta composición, netamente española, ya incluía productos americanos como la yuca y el camote. Un aspecto también curioso es la adición de frutas: duraznos y peras, tal como se lo prepara en las Islas Canarias. Es notable la ausencia de papas. Aunque se la nombra ya en la crónica de Cieza de León y se la menciona con entusiasmo en el libro de W. Stevenson, el secretario del Conde Ruiz de Castilla, veinte años antes de estos

acontecimientos. He de suponer que no se la tomó en cuenta por considerarla un alimento muy popular y por tanto, común. Otras fuentes señalan que el locro era la sopa más apreciada por la población, como se dice en el libro de viaje del primer diplomático español acreditado en Ecuador después de la independencia, ante el gobierno de Robles, Joaquín de Avendaño. En consecuencia, la falta de la papa pudo ser un síntoma de modernidad, si doy crédito a Montalvo. Cuando el escritor la defiende dice que los europeos la consideraban perjudicial. Más que modernidad atribuyo su ausencia al uso popular, y en que tratándose de tan importante suceso, se debía buscar algo más sofisticado. Del documento de Cuenca se desprende la in-formación sobre usos y modales. Por la lista de los pedidos se advierte que la vajilla era de plata, cristal y losa. Se habla de cucharas y tenedores de plata, mas no de cuchillos. Los tenedores pudieron ser de tres puntas, tal como se los ve en algún cuadro del siglo XVIII. La loza era blanca e importada. Platos y fuentes que se perdieron fueron motivo de reclamo y hubo que reconocer su costo y respectivo pago a los propietarios. Desaparecieron o se rompieron platos, botellas y vasos de cristal. El gran aprecio que se tenía a estos objetos se revela en la descripción de los detalles de su servicio, color y sisados de oro. Se entiende este aprecio cuando se considera que estos objetos eran mani-festaciones de lujo y riqueza. En la Presidencia de Quito no se trabajó el cristal y por tanto había que traerlo de distantes lugares. Tomada en cuenta la importancia de los acon-tecimientos no se podía dejar de lado ningún detalle. Con mucho cuidado se decoraron las mesas. Para la del refresco cuencano se confeccionó un gran centro, con piezas de seda y otros materiales que se adquirieron al efecto. Se iluminaron los interiores con velas de cebo, cirios y faroles. Dada la mención al paño de manos que también desapareció en el convite de Cuenca y que un destino parecido les tocó a las once servilletas, se deduce que se utilizaban las manos para desmenuzar las carnes. Una persona de servicio llevaba este paño y lo acercaba a cada uno de los comensales. En la comida de Quito las aves del monte tienen un importante papel. Estas debieron capturarse en la selvática zona del noroccidente, no muy distante de la ciudad. Contrasta la presencia de helados en la recepción de Cuenca. El hielo más cercano se encontraba en el Chimborazo. Pero los dos detalles demuestran que las recepciones se esmeraron por presentar lo mejor que cada ciudad podía ofrecer. De Quito se desconoce quién o quiénes financiaron la comida. Tampoco se sabe quién la preparó. En cambio las de Cuenca fueron financiadas por el Cabildo Diocesano y encomendadas a la superiora de las Carmelitas Descalzas. Cabe hacer notar que por esos días la sede obispal de Cuenca se encontraba vacante. También no hay que olvidar que Bolívar conservó el mismo sistema que la Corona Española logró como privilegio, el asunto del nombramiento de obispos, es decir, Bolívar tenía la capacidad de presentar candidatos ante la Santa

Sede. ¿Hubo en los entretelones de estas recepciones un escondido interés? No tengo respuesta; pero las comidas siempre fueron encuentros propicios para resolver problemas, diseñar planes y en ocasiones, para terminar con todo. En síntesis, coquinaria de origen español, ingredientes nativos como el maíz y el ají, especias y licores importados de Europa –algunos de distantes lugares como la canela de Ceilán– configuran estas mesas criollas. Se ha dicho ya que la Independencia política no significó una ruptura drástica de la tradición cultural. Tal vez cambió la relación comercial de productos. Mientras en los días de W. Stevenson, es decir, veinte años antes, sólo se permitía el comercio interno y cuando más con España, en los días de la Gran Colombia hay una apertura al comercio con otros países. Desde otro ángulo, se puede advertir el modo de ser del criollo. La ausencia de la papa, el desdén por el achiote, muestran los conflictos de clase. Era otra la comida del ciudadano común y pobre, del campesino indio. *Texto presentado en Congreso celebrado en Popayán sobre temas de Cultura y Gastronomía en el 2005.

Julio Pazos, cuando vino a La Habana como jurado del Premio de Literatura Casa de las Américas de 1990. Foto: Ernesto Fernández.

33 Revolución y Cultura

LA CIUDAD SE BIENALIZA. DINÁMICAS URBANAS

EN LOS

Israel Castellanos León l focalizar la ciudad, la Novena Bienal de La Habana revisitó un tema que desde hace algunos años ha estado en boga en las artes vi-suales del mundo. Bien por la creciente explosión demográfica en las urbes, o por ser el arte un hecho esencialmente urbano que se produce, circula y con-sume básicamente en las poblaciones urbanizadas. Por su alcance coral, este fenómeno resultó especialmente notable en el 2003. En dicho año, la VIII Bienal de Estambul promovió «instalaciones o intervenciones directas en la arquitectura»1 en diversos puntos del tegumen urbano de la capital turca. La LI Bienal de Venecia dedicó un espacio a la Shanty City, es decir: a «la ciudad tugurio, la ciudad favela, la ciudad villa miseria o la ciudad chabola».2 Esta exhibición –donde participaron también arquitectos– fue organizada por el curador argentino Carlos Basualdo, quien afirmó en el catálogo que su intención era reivindicar no sólo la «ciudad informal» sino también el «espacio sim-bólico de resistencia», según es visto por sus habitan-tes, entre los cuales se encuentran «los intelectuales y artistas».3 Para la II Bienal de Valencia (España), su director Luigi Settembrini «adoptó de entrada una actitud ambiva-lente que, en un sentido, considera a la ciudad ideal no como el calificativo de una ciudad concreta, deter-minada, sino como otro de los nombres de la utopía [...] Y en el otro, pone en duda que ese idealismo de las formas perfectas, ya sean políticas, arquitectónicas o urbanas, tuviese algún sentido en esta época dominada por megalópolis irremediablemente heterogéneas y conflictivas. De allí que afirmara […] que su tema no era la Ciudad Ideal sino ‘el arte de ser ciudad’. Y que añadiera a renglón seguido que ese arte es sobre todo el de la comunicación de las diferencias y entre las megalópolis».4 A estas referencias podrían agregarse las Iconografías Urbanas abordadas por la XXV Bienal de São Paulo (2002), antecedente mencionado por uno de los curadores de la IX Bienal de La Habana, José Manuel Noceda, quien aludió también a otras notorias cura-durías relativas al tema: Todo incluido. Imágenes urbanas de Centromérica (Madrid, 2004) y Ciudad múltiple (Panamá, 2003), entre otras. No obstante, Noceda señaló oportunamente que la Revolución y Cultura 34

actual cita habanera era la cristalización de acercamientos pun-tuales incluidos de manera «premonitoria» en ante-riores convocatorias del evento, como el Taller de Julio Le Parc en 1986 y el Taller de Cometas Chinos en 1991: intervenciones en espacios abiertos que, desde la condición lúdicra, involucraron al público asistente. Con el lema Uno más cerca del otro, la VII Bienal de La Habana (2000) pretendió, de manera ya más deliberada, que la ciudad fuera un espacio para el intercambio y no un mero set o soporte donde se integraran manifestaciones distintas de la creación visual: murales, gráfica, esculturas… Se buscaba que las áreas urbanas y los espacios arquitectónicos devinieran en algo más que objetos de representación mimética, parcial, fabular, descontextualizada, identi-ficable o irreconocible. Y esa interacción más abierta entre el público y la obra artística, en tanto expresión del vínculo arte-vida, halló expresión en las acciones de un grupo de artistas en el barrio San Isidro, en La Habana Vieja. Fue un tipo de experiencia continuada por otros creadores en la siguiente Bienal, durante la cual se incidió en comunidades un tanto marginadas o periféricas: el reparto Alamar, y la ciudadela o solar La California. Pero en la más reciente versión bienalera, la estimativa se proyectó de manera más integral. A partir del lema Dinámicas de la cultura urbana, los curadores se propusieron resaltar algunas aristas de la ciudad que interactúan con los habitantes y de algún modo condicionan sus sentidos, hasta lograr una percepción más totalizadora y transdisciplinaria que incluye los modos de ver, oír, tocar, oler y degustar. El diseño gráfico –que en la edición del 2000, y a tra-vés del afiche de cine, quedó representado como medio de promoción/comunicación cultural devenido en objeto de culto– fue mostrado ahora, a través de la fotografía, como denuncia o referencia sociológicas. Así, el grupo argentino Cartele expuso registros de letreros acompañados o no por imágenes, espontáneos u oficiales, encontrados y escogidos con un gran sentido irónico. En la misma sintonía estaban varios trípticos del cubano Eduardo Rubén, con imágenes contrastantes, y hasta contraproducentes, a partir de situaciones críticas causadas por el deterioro o la desidia. El brasileño José Guedes articuló secuencias a partir de la abundancia

y variedad tipográfica, en un país latino, de lo que en lengua inglesa denota pro-piedad y negocio: la ‘s. Y el colombiano Álvaro Ricardo Herrera dispuso muestrarios con apropiaciones de ofertas laborales. Todas estas obras pudieron ser apreciadas hasta el 27 de abril en la sede principal del evento: La Cabaña, institución que concentró a unos noventa y tres de los aproximadamente doscientos treinta artistas invitados, procedentes de cincuenta y dos países de todos los continentes. Pero la gráfica también salió a la calle. Como si radiografiara el interior de un «camello» –en este caso, un M-2–, el brasilero Guaraci Gabriel cubrió con pegatinas el exterior de ese popular medio de transporte de la capital cubana, con lo cual relativizó visualmente la demarcación entre lo íntimo y lo público. Este fue un exponente de los llamados proyectos itinerantes de la Novena Bienal, que tomaron los espacios abiertos como escenarios

de acción y resultaron tal vez más numerosos que en otras ediciones. Así, la colombiana Margarita Pineda recorrió la ciudad con sus trueques de ropas nuevas por otras usadas y preñadas de historias, que desplegó luego en La Cabaña junto a la cartografía urbana y la documentación en vídeo de ese trabajo de campo. Como al descuido, el dueto FA +, integrado por la sueca Ingrid Falk y el argentino Gustavo Aguerre, fue dejando huellas de color áureo en los sitios más insospechados: aceras, tragantes, separadores viales, esquinas… Fue una intervención que en un inicio sufrió una réplica mediante la restitución conservacionista con pintura negra. Y sí tuvo una contraparte o comple-mentariedad artística en la obra de los argentinos Ingrid Sinzinger y Federico González, quienes expusieron en un recinto interior –La Cabaña– doradas impre-siones a relieve tomadas –sobre todo– en calles de Buenos Aires, como testimonio de las

Alejandro González, 1:41 a.m, 21 de mayo de 2005, Vedado Spencer Tunick, Chile 2, c-print, 220 x 180 cm, 2002.

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inscripciones impresas por el Estado y las marcas legadas por la «mugre biográfica» de la ciudad. Una operación de signo contrario fue ideada por el cubano Carlos F. Montes de Oca, quien en su performance callejero de higienización de La Habana, fue dejando impreso en cestos de basura un texto controversial: «el arte purifica». Mientras, su coterráneo Franklin Álvarez confinaba bajo un techo de La Cabaña una instalación más adecuada para ser vista en exterior, y consistente en una plataforma con trampolines a diferentes alturas, bajo los cuales esperaban conte-nedores atiborrados de malolientes desperdicios en lugar de los consabidos tanques de clavado repletos de agua (vital y purificadora). Clavado –como se tituló la obra– bien hubiera podido nombrarse Buceo, acorde con la popular denominación para ese acto de hurgar en el basurero. Pero el sentido sarcástico de la pieza iba un poco más allá: el clavado implica la inexora-bilidad de un destino, independientemente de algunas opciones –nivel de altura y complejidad de las piruetas– que pueda tener el clavadista: en este caso, el hombre actual, (in)definido o presupuesto por elipsis, y abocado ineluctablemente a la basura genérica, global, de la sociedad contemporánea. Esta obra –que fue igualmente otra manera de recoger los olores fuertes, descompuestos, de una ciudad– se inscribió en esa pugna entre dos fenómenos materiales y espirituales: la purgación y la inmundicia, antípodas que se anulan y presuponen en cualquier lugar. Pero como –a pesar de la filosofía de Leibniz y Pangloss–, «un mundo mejor es posible» y cierta dosis de utopía sigue anclada en el ideario –también ar-tístico– de esta época, hay creadores que abogan por un estado intermedio y preventivo: el de la inconta-minación. A este se puede acceder gracias al buen uso de la energía eólica, que no provoca polución am-biental. Así lo sugirió la vídeoinstalación del cubano Edgar Hechavarría, exhibida en La Cabaña, y cuyos molinos de viento pudieran evocar, en algunas tomas y de manera paradójica, motores de aviones. Parecía una nueva ilusión quijotesca, descansada en la virtualidad misma de la imagen digital en movimiento, proyectada sobre el muro de fondo y separada del espectador por una barrera de «torniquetes», barreras urbanas que sólo permiten el paso hacia delante y sin retroceso. Establecían, de hecho, una segregación entre el espacio del campo y el de la ciudad, que el público podía superar con su propia energía. Violar las empalizadas que una vez fueron permisivas y luego devinieron traba(zón) o permanecer en el lado «cita-dino», era una decisión propia e irrevocable, pues una vez traspasada la divisoria el público disponía de una salida y por otra parte. Colindando con ella, una división transparente –como los muros muchas veces invisibles que existen y dividen a ciudades en el mundo– exigía el cambio de lugar para apreciar mejor, de un lado y otro, pinturas del también cubano Ibrahim Miranda, que en la serie Catarsis sigue explotando la relación entre los tejidos urbanos y los animales. Se trata de una cadena de nexos, de un ecosistema biológico e igualmente cul-tural en su sentido más amplio: el englobado en el término civilización, que incluye también la libertad de las Revolución y Cultura 36

especies en las urbes. De este modo fue asimilable en la vídeoinstalación del brasileño Eder Santos, emplazada igualmente en La Cabaña, y en la cual la proyección de imágenes de pájaros libres en la ciudad contra jaulas metálicas vacías re-creaba sobre la pantalla de fondo una realidad virtual, fabricada. Allí, el libre albedrío y el aprisionamiento, la vida natural y el objeto muerto, se yuxtaponían para conformar espejismos. Libertad y encierro, vacuidad y ansia de posesión, devinieron así en aprehensiones relativas. Sobre un aspecto tan crucial como las barreras en la ciudad también discursó la obra del dueto español Anavia –Ángela Martínez y Daniel Quiles–, que sobre el piso del Pabellón Cuba dispuso una suerte de pavimento de colores llamativos, contrastantes y con texturas sintéticas y reales, a manera de muestra y reclamo para que en las ciudades actuales se tenga más en cuenta que minusválidos y débiles visuales necesitan señalizaciones especiales para orientarse y desplazarse mejor en las áreas públicas. En este sentido se enrumbó también la exposición colateral Ciudad para ciegos, del cubano Arturo Montoto, montada en el Museo de Arte Colonial. Por mediación de relieves y textos en braille, perceptibles sobre la superficie de dibujos colocados en paredes de un túnel oscuro e irregular, los (in)videntes podían palpar, detectar, objetos abandonados en la ciudad: obstáculos urbanos. Gracias a esta experiencia –que si bien no resulta la primera en nuestro país, es de las pocas que han sido o se conozcan–5 los ciegos también podían «leer» la obra artística a través del tacto: otro de los sentidos que propiciaba así la Bienal. La potenciación de lo táctil quedó asimismo evidenciada en la muestra de otro representante de la Antilla Mayor (Rigoberto Mena), invitado oficial que insertó sus obras en el espacio dejado por un edificio demolido en la calle Empedrado. Allí expuso fotogra-fías que recreaban los efectos texturales de paredes desconchadas, como las mismas que les servían de fondo y habían sido motivo de inspiración de an-teriores pinturas suyas. Por otro lado, con la exte-riorización de relojes contadores de electricidad, introdujo en su creación una objetualidad que a su vez era simulada en imágenes fotográficas. Recreaba, en fin, un environment donde referentes y resultado artísticos se mimetizaban. El sabor dispuso de espacio para la exhibición en el Convento de San Francisco de Asís, en La Habana Vieja. Tras una labor de familiarización e indagación en el seno de la población habanera, el catalán Antoni Miralda contextualizó –entre otras muestras tomadas en otras naciones– una referida a la cultura popular culinaria de Cuba. Y lo hizo a través de expresiones y recetas escritas en forma de graffitis, utensilios de cocina, platos servidos y alimentos crudos de la canasta básica. Mientras que en otra propuesta de naturaleza antropológica –Planeta blanco–, los franceses Anne y Patrick Poirier acudieron a un producto emblemático de la economía y el paladar del cubano: el azúcar (refinado), tan involucrado en la dieta e idiosincrasia del criollo. Por su parte, la noruega Sissel Tolaas realizó una obra a partir de emanaciones características de La Habana y que, a su juicio, la identificaban entre otras ciudades del

mundo. Así, tiras con los aromas a café, tabaco, mar; y un panel impregnado con el olor a sudor, pudieron ser olfateadas en un cubículo interior del mismo Convento. Y aunque no lo tenía contemplado, la muestra colectiva La dinámica de un viaje incorporó los miasmas de una fosa desbordada, que de forma rotunda incidieron en el espacio intervenido por una tropa de artistas cubanos –bajo la coordinación del arquitecto Augusto Rivero Mas– para contrarrestar un tanto la apatía que provoca el «no lugar»: ese ámbito público –aeropuerto, estación de transporte terrestre, medio de transporte colectivo, etc.– donde se verifican estadías y contactos provisionales, como la sala de espera en la Terminal de Trenes y Ómnibus La Coubre. A otra base de transporte de la capital –la del Calvario– pertenece el «camello» reanimado por el cubano Guillermo Ramírez Malberti, quien en su proyecto itinerante se propuso graficar, a través de la pintura, situaciones que pueden tener lugar en un metrobus como ese M-6 sobre cuyo exterior pintó en jornadas forzadas y nocturnas. Recontextualizó con sentido paródico la iconografía del antiguo arte de Egipto, país donde es común el camello, animal, que además de mercancías suele cargar a seres humanos. Aun cuando Malberti, desde algún tiempo atrás, venía haciendo en soporte bidimensional (papel y lienzo) propuestas de este género, su intervención tuvo un antecedente concretado en Cuba por Eduardo Expósito en el año 2002. Mas, para su Galería rodante, este otro creador del patio convocó a varios artistas a pintar carrocerías de automóviles, medios de transporte de propiedad personal. Y si bien los carros no eran necesaria ni exclusivamente de uso individual, la pintura de estos requería la anuencia del dueño, quien conocía de antemano el proyecto. Sin embargo, el propietario y usuario habitual de los metrobuses –el pueblo– tuvo una sorpresa agradable –para la mayoría– cuando vio rodar por el día, con sus bramidos característicos, a los camellos intervenidos por Guaraci y Malberti.6 Los ruidos/sonidos de la ciudad, ese bullicio de la cotidianeidad también incorporado a la práctica artística, estuvo representado en Proyecto personal, una de las muestras colaterales y colectivas que tuvieron lugar en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA). La superposición de imágenes de peatones en movimiento, acompañadas por la algarabía ambiental, fueron registradas en un audiovisual por James (Jimmy) Bonachea y proyectadas en el interior de un elevador de aquella institución. Fue un aquelarre visual y auditivo en flagrante contrapunteo con la vecina proyección de Metrópolis, conocido filme silente7 de Fritz Lang versionado por Luis Gómez, y que ratificaba la vigencia de problemáticas concer-nientes a las megalópolis abordadas en 1926 por el cineasta alemán. Por su parte, el habanero Ernesto Leal discurrió en un silencioso vídeoarte sobre un concepto de por sí tan controvertido como el de patria, a partir del movimiento constante de la tierra, la indefinición misma del lugar. Esta, la proyección de vídeos, devino en otra manera de intervenir, con sonido o no, en la arquitectura cita-dina. También en otra muestra colateral en los interiores del

De arriba hacia abajo: Carlos Saura, Sin título, fotografía pintada. José Guedes, S, 2006, fotografía, dimensiones variables. Foto: Ricardo Rodríguez Grupo Cartele, 2006, materiales diversos. Foto: Ricardo Rodríguez Franklin Álvarez, Clavado, 2006, materiales diversos. Foto: Alberto Pável Dueñas.

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MNBA, artistas cubanos «tomaron por asalto» espacios no utilizados habitualmente para exhibir obras. Pero la urbe habanera también se reanimó con la proyección de vídeos sobre muros exteriores, como los exhibidos por el brasileño Eduardo Srur y el colectivo alemán Black Hole Factory sobre una pared del hotel Habana Libre. Y aunque un ciclo fílmico adjunto, relacionado con el tema de la ciudad, tuvo como sede al cine La Rampa, el programa central de la Bienal implementó la muestra Ciudad-Vídeo, con audiovisuales de unos quince artistas extranjeros que se proyectaron en el interior del Pabellón Cuba. Desafortunadamente distribuidas, en esta institución se exhibieron otras creaciones de invitados oficiales al evento. Una excepción fue Des vêtements attachés (Vestimentas atadas), del canadiense Mario Duchesneau, autor de –en un inicio, imponentes, nutridas– cortinas de ropas usadas y colgantes que confundían sus identidades primigenias a la entrada misma del recinto expositivo. Resultaba una proyección inversa a la de una de las figuras más encumbradas que participó en esta Bienal: el fotógrafo norteamericano Spencer Tunick, quien expuso en el Centro Wifredo Lam registros de sus multitudinarias convocatorias de personas totalmente desnudas, individuos de ambos sexos y diversas «razas» compacta-dos en enormes espacios públicos, y cuyas personali-dades también se confundían por la adopción de una postura uniformadora. En ambos casos, podría pensarse en fracturas entre lo personal y lo colectivo, entre el yo y el otro. La función simbólica del atuendo, esa otra forma de la visualidad urbana que incluye también el gesto, quedó asimismo subrayada con la exhibición, en el Pabellón Cuba, de otro proyecto colectivo de la Bienal: el Taller de Vestuario Alternativo, donde diseñadores de ropa, fotógrafos y artistas de la plástica permitieron mostrar ropas que, por su carácter altamente experimental, no serían presentables en otros ámbitos sociales que no fueran los del arte. Como los ropajes en papel grabado, o nylon impreso, que portaban mujeres-maniquíes en el Taller de Serigrafía Artística «René Portocarrero», donde tuvo espacio la parodia de un atelier de alta costura. En el seno de esa exposición colateral –titulada Lo real… es maravilloso– se mezclaron también fotografías de la ciudad cosidas, y documentaciones de modelajes performáticos. Enfocada en las dinámicas de la cultura urbana, la Bienal incluyó otras formas del llamado arte público no ajeno a ediciones anteriores. Por ello dio cabida, esta vez, a una muestra colateral de esculturas cubanas contemporáneas organizada por el Consejo para el Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental (CODEMA), en el mismo parque donde en 1986 habían sido acogidas las obras de Le Parc. La nueva propuesta –Esculturas en mi ciudad– reunió a un grupo de piezas con el fin de continuar la promoción de esa modalidad al aire libre y, a través de nuevos exponentes, recuali-ficar estéticamente el entorno construido. Asimismo, en esta Bienal se continuó con experiencias de intervenciones/reanimaciones en comunidades ur-banas. En esta ocasión fueron seleccionados dos encla-ves periféricos. Uno fue Alamar, donde se habían Revolución y Cultura 38

emplazado en la edición pasada algunas obras a la intemperie, para el disfrute estético o la participación lúdicra de los habitantes. Asimismo, y con la cooperación de sus moradores, habían sido reambientados/ reacondicionados algunos interiores de apartamentos. Mas ahora tuvo lugar una acción plástica del grupo Omni Zona Franca, portadora de un fuerte sincretismo religioso; y el colectivo CubaBrasil colmó de pinturas murales y grafittis los muros exteriores de la Casa de Cultura, sobre los que dejó muestras del trabajo que venía realizando en otras partes de la ciudad. En el poblado de Jaimanitas –ubicado en el polo opuesto: el oeste de la capital–, el cubano José R. Fúster ya ha-bía comenzado a extender por el vecindario la expe-riencia que antes había verificado en su propia casa, a la cual convirtió en una galería permanente que imbrica cerámica de su autoría con los espacios y funciones de su vivienda. Pero esta vez Fúster convocó a otros artis-tas –varios de ellos, de renombre– para contribuir en ese antiguo empeño de quien soñó materializar su urbe de casas cocidas en barro expuestas como instalación en Galería Habana hace varios años y reeditar una ini-ciativa similar a la del escultor rumano Constantin Brancusi en el poblado de Targu Jiu. Los creadores invitados por Fúster trabajaron en un mural colectivo. Fue un proyecto abierto, susceptible de expandirse en un futuro por otras calles de esa población costera e incorporar a otros artistas. Se trató de un mural figu-rativo que resultó de orientación contraria al mural pictórico, abstracto y sobre lienzo convocado por Flavio Garciandía en su muestra colateral. Auge o decadencia del arte cubano, realizado y exhibido en el MNBA, estaba destinado a permanecer fuera de la vista pública –enrollado dentro de un huacal– por tiempo indefinido. La IX Bienal incluyó asimismo el paisaje urbano, esa vía tal vez más genérica y antigua de vincular la ciudad con otras manifestaciones de la plástica, en este caso: fotografía, pintura, vídeo y/o instalación. Esta modalidad paisajística, notoria en varias exposiciones colaterales, resultó casi prevaleciente en la central. Reveló una gran variedad en correspondencia con la poética de cada autor, sus diversos grados de búsquedas y lo-gros expresivos. En este sentido, La ciudad y la fotografía, La Habana 1900-2005 –colectiva oficial exhibida en la Biblioteca Nacional José Martí– resultó un paneo abarcador y revelador sobre la capital cubana, no sólo por las diferentes ópticas autorales de creadores cubanos y foráneos, las diversas técnicas y los distintos momentos históricos, sino también por la variedad de protagonistas captados por los lentes: la urbe en sí misma, los personajes pintorescos o genéricos que la han habitado o visitado, las ambientaciones interiores que hablan por sus moradores, las gestas que la masa y la ciudad han vivido… En ese panorama de un siglo, el diseño gráfico ocupó un lugar especial, como pasquín electoral o anuncio comercial que colmaba la visualidad de las calles. Y el Malecón constituyó otro foco de subrayado interés. Este símbolo de la capital cubana fue incluso una de las presencias más sugerentes en Manual de instrucciones, exposición colateral de refrigeradores exhibida

en el CENCREM (otrora Convento de Santa Clara). Allí se mostró una cincuentena de refrigeradores antiguos, y fuera de servicio, que fueron intervenidos por varios creadores cubanos –consagrados o emer-gentes– con desiguales resultados creativos: unos lograron explotar felizmente al objeto como forma volumétrica cargada de múltiples sentidos; y otros lo asumieron, con más o menos fortuna, cual mero soporte para sus discursos pictóricos habituales. Por demás, estos objetos ahora considerados artísticos propicia-ron, el día inaugural, la sorpresa participativa del hallazgo en su interior de frutas y otros comestibles, con lo cual potenciaron también el sentido del gusto. En La ciudad y la fotografía… tomaron parte dos fotógrafos que a su vez exhibieron independientemente en La Cabaña: Pedro Abascal, con imágenes que

captan el reflejo del entorno citadino sobre las vidrieras, proponiendo una mirada doble, superpuesta y simultánea sobre la «realidad», dispuesta como si se la recorriera entre las calles de una ciudad casi labe-ríntica; y Alejandro González, con sus sociológicas instantáneas de seres humanos en ambientes nocturnos y underground. Registradas con hora y lugar precisos, estas fotos documentales comulgan, en la intención de atrapar el momento justo, con las pinturas de base fotográfica y filiación impresionista de otro cubano que expone en la misma sede: Enrique Camejo, quien desde hace algún tiempo viene tratando de aprehender la visión fugaz, la vertiginosidad de la vida actual en sitios de La Habana muchas veces identificables. Pegadas ahora entre sí como en un continuum visual, y con alternancia de colores que resultaban como los flashes que hieren

Edgar Hechavarría. Energía, 2006, videoinstalación. Foto: Cortesía del artista. Poiriers. Planeta Blanco, 2006, materiales diversos. Foto: Alberto Pável Dueñas.

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la retina cuando se transita sobre ruedas por la ciudad, esas obras pictóricas de Camejo subrayaban la idea de velocidad, por un lado, y por otro recordaban a los fotogramas de una película fotográfica. La pintura, de presencia acaso más numerosa que en ediciones recientes, no tuvo un mayor peso cualitativo que la fotografía ni el vídeo. Estas manifestaciones reinaron al abordar el paisaje urbano, mas no arrojaron un saldo general favorable. Constituyeron una graficación masiva de ajuste/sintonía con el tema de esta Bienal, pero de manera también grupal lo hicieron un tanto pedestremente. Con honrosas excepciones –observables sobre todo en la representación de África–, el conjunto expuesto en La Cabaña no sobre-pasó el mero registro de situaciones locales intrascen-dentes y/o enfocadas de modo chato; o la formulación de analogías entre ciudades del mundo y la sede de la Bienal a partir de indicadores socorridos como el estado de sus construcciones… De manera que a pesar de haber autores de varios países, no se percibía va-riedad de soluciones o miradas. Diversidad sí hubo, en cambio, en el forum teórico –Idea 2006–, que estuvo bastante ajustado al lema del evento. Con ponentes de diversas procedencias que debatieron durante dos jornadas, el coloquio fue organizado en cinco bloques temáticos: Ciudad: arti-culación urbana y espacio de representación; Nuevos signos de visualidad urbana y el arte; Nuevos pro-ductores y nuevos públicos; Dinámicas de lo global y procesos de supervivencia urbana; y Problemas de la comunicación tecnológica e interactividad urbana del arte. Acercamientos desde el punto de vista teórico, o el constituido por la praxis artística, aportaron una variedad que se vio enriquecida por las intervenciones –cuestionadoras o puntualizadoras– hechas por el auditorio. La del canadiense Hervé Fischer y su con-cepción del sitio web cual metáfora de la red urbana; la del curador canadiense y artista del performance Richard Martel, con su enfoque del arte contextual; y la del francés Nicolás Bourriaud en torno a lo moderno y lo enraizado, fueron quizás las ponencias más notables; pero todas fueron reunidas en un folleto que además de memoria quedará como un material de consulta para especialistas. También se editó un tabloide con indicaciones muy precisas sobre los lugares de exposición y los proyectos de la muestra central, sin dejar fuera la relación y ubicación de las colaterales. Sucinto, impreso en papel modesto y en blanco y negro, esta suerte de «catálogo popular» brindó las coordenadas fundamentales sin obviar textos cardinales aparecidos en el catálogo de lujo que, como la promoción gráfica general del evento, gozó también de un buen diseño. Sin embargo, confeccionado a priori –al igual que en ediciones anteriores– el catálogo principal no fue memoria fidedigna de esta Bienal: de sus obras, autores y emplazamientos definitivos. Siguió siendo la memoria del proyecto bienalero. Incluyó algún artista que finalmente no participó, o ilustró con el boceto de la obra, o con la pieza fotografiada en otro espacio de exhibición y país. Como paliativo a esta situación, se decidió elabo-rar una multimedia contentiva de la documentación fotográfica Revolución y Cultura 40

de lo sucedido. De modo que, a más de complemento –que demanda recursos para hacerse y ser distribuido después entre los interesados, muchos de ellos ya de vuelta en sus países respectivos– esa multimedia devendría una «fe de errata». Se aduce que no es una práctica instaurada en otras bienales del mundo imprimir el catálogo más tarde, a partir del material reunido una vez inaugurado el evento; pero, ¿no resultaría preferible, en este caso, ir a contraco-rriente? Con su presentación se podría incluso clausu-rar la Bienal, si mediara un tiempo prudencialmente mayor de exhibición: digamos, entre cuarenta y cinco días y dos meses. Se sabe que cada día que trascurre eleva los costos de la Bienal, por cuestiones de alquiler de espacio y de equipos, electricidad, personal, etc. Y que la Bienal, de carácter no comercial, no puede re-cuperar lo invertido en ella y menos aportar otras ganancias que las espirituales. Pero sigue siendo una pena que después de tantos esfuerzos y recursos movilizados para hacer un evento de esta magnitud, se realice una exposición tan relativamente efímera. Por supuesto que en el acto de cierre no estarían presentes todos los artistas que lo hicieron en el vernissage, pero a todos se les podría hacer llegar el catálogo, como se hará con la multimedia. Aunque el envío de este soporte pesa y –desde luego– cuesta menos, el catálogo impreso será en definitiva y por tradición, el que figurará para la mayoría como la referencia por antonomasia –y quizás la única– que conserven sobre lo que fue la Bienal. Sin descartar eventuales tibiezas o espejismos curatoriales al seleccionar obras o autores, ni desconocer la muchas veces inevitable diferencia entre el proyecto presentado por el artista y su materialización, ni soslayar a los imponderables de última hora, el insuficiente presupuesto económico parece ser el factor que más conspira contra una mejor concreción de los presupuestos teóricos del evento. Fue en gran medida gracias al catálogo de una megaexposición realizada recientemente en París –África Remix– que se pudo hacer una mejor selección de artistas de ese continente, del que apenas se pudo visitar dos países. Si los curadores hubieran podido viajar a Asia, en lugar de buscar información por Internet, en esta bienal se habría dispuesto de una presencia acaso más significativa del arte de esa vasta región del mundo. Si algunos artistas de otros lugares hubieran contado con más apoyo financiero para la transportación propia o de sus obras, habrían venido ellos mismos, o expuesto creaciones más completas, o no se habrían aferrado a las más fácilmente transportables: como las fotografías o telas, que pueden venir enrolladas dentro de un tubo. Es cierto que en casi toda muestra colectiva –y más en una megaexposición como esta– no todos los exponentes alcanzan pareja calidad; pero que no sea por falta de transportación, en un evento que desde hace algunas ediciones además de obras cura a artistas. Las bienales en todo el mundo demandan de ingentes medios económicos, y la nuestra –como afirmó un curador– es desde y del Tercer Mundo, pero no sobre la pobreza. Incluso, en ella participaron artistas que viven y trabajan en el llamado Primer Mundo. Y aunque hubo flagrante pobreza de imaginación en varias creaciones

expuestas, en no pocas de ellas se había invertido recursos algo costosos: vídeo/instalaciones, impresiones digitales a gran formato, etc. A diferencia de otras ediciones, las muestras de arte povera –hechas a partir de materiales de desechos– eran escasas. Entre estas se podrían mencionar la obra ya referida del cubano Franklin Álvarez; y la de su compatriota Roberto Diago –también en La Cabaña–, con su ya recurrente tugurización del hábitat expresada en minúsculas casas de madera construidas con materiales deleznables y cuyo environmment estaba complementado, sin embargo, con una proyección en vídeo. También expresión de uso de materias precarias fue la del brasileño Giulianno Montijo, con su larga instalación de un conducto de agua resuelta precisamente con pomos de agua vacíos, desechados, y apuntalados por horquillas de madera. Otras ingeniosas soluciones escultóricas a partir de

estos recipientes o «pepinos» fueron apreciables en la Casa Benito Juárez, donde se exhibió otra muestra ofi-cial de la Bienal: Agua-Wasser. La carencia y contaminación de este líquido vital es un problema acuciante a escala mundial y especialmente en Ciudad de Méxi-co, megalópolis habitada por más de veinte millones de personas y cuyo origen ha estado asociado al agua. Por ello, un colectivo de catorce creadores de diversas naciones distribuyó sus obras en diferentes puntos de la urbe, creando una nueva cartografía, cuya documentación general fue la que pudo exhibirse en la Bienal. Es innegable que una buena obra puede lograrse con pocos recursos cuando hay creatividad en el artista, pero no es menos cierto que existen piezas cuya óptima realización demanda de más recursos; y que la masividad suele conspirar contra la excelencia. Por ello, en aras de una mayor calidad de los exponentes se debiera concentrar más y mejor los medios al alcance. Habría que reducir aún más la cantidad de artistas extranjeros invitados, la cual sigue siendo alta, incluso si se compara con otras bienales del mundo que disponen de un budget mayor. Desde luego, la Bienal de La Habana crece más con la inclusión en su programa general de exposiciones cola-terales (oficiales) –esta vez aparecen unas sesenta en total, bien colectivas o personales–,8 lo que no creo que suceda en otras homólogas. Esta iniciativa que no afecta (directamente) al presupuesto monetario de la Bienal habanera, torna más amplio el muestrario del arte hecho no sólo en Cuba, pues varias de esas muestras –como Enjoy– incluyeron a creadores foráneos. Las exposiciones adjuntas también han contribuido a convertir a La Habana en «una gigantesca galería plural». Y aunque, de modo general, se trabajó concienzuda-mente en su programación –con la selección de proyec-tos y su distribución por galerías–; y a pesar de que algunas propuestas no se avenían con el tema de la Bienal –el objetivo era presentar un panorama de lo más reciente de la plástica cubana contemporánea–, lo cierto es que varias de las elegidas no parecían verte-bradas por algún eje conceptual. Eran como un bazar de obras y artistas disímiles, de nombres que a veces se repetían en otras exposiciones, y cuyo mayor interés común parecía el de mostrarse lo más posible para no perder la atención de galeristas o críticos extranjeros de visita. Y, como expresó un artista de la muestra cen-tral, en un futuro debe evitarse –para que desde el inicio no se desvíe la atención del cuerpo fundamental del evento, de su prístina razón de ser–, que las colaterales se inauguren antes de las muestras principales, confor-madas después de un largo proceso de investigación, análisis y decantación realizado por los curadores, a partir de propuestas suyas o de artistas, y a tono con el tema colegiado. Cada quien establecerá después y en la práctica sus preferencias, si lo estima pertinente. Todo ello resintió la integralidad cualitativa de la Bienal, para la que también vale aquello de: «se valoran los esfuerzos, pero se premian los resultados». Una edición bien concebida en general, con un tema amplio pero más preciso que otras veces, y bloques temáticos bastante bien definidos: proyectos itinerantes, proyec-tos

Refrigerador intervenido por Mario González, 2006, materiales diversos. Foto: Alberto Pável Dueñas. Reinerio Tamayo. Taxitiburón, 2006, materiales diversos. Foto: Ricardo Rodríguez

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colectivos, forum teórico, muestra de video, taller y –si se quiere–, hasta exhibiciones colaterales, sólo reconoció sin embargo como exposiciones personales a las muestras de artistas más ranqueados internacio-nalmente, pero tan individuales como otras tantas exhi-bidas en la propia muestra central. Si se quería dis-tinguir a las primeras, se las hubiera agrupado mejor bajo el rubro de «exposiciones personales especiales», o algo similar. Con su intervención (colateral) titulada Red de Bienal, el pinareño Juan Carlos Rodríguez fue enlazando varias sedes expositivas por mediación de un caminito de arena o polvo blanco. Registraba su propio recorrido, documentaba su cotidianeidad, invitaba quizás a seguir la ruta de su experiencia, que terminaría en la Terminal de Ómnibus Interprovinciales, por la cual retornaría después al lugar donde nació, vive y trabaja. Y aunque pudo crear confusiones al relacionar obras de diferentes autores y poéticas, e intervenirlas sin mala fe, por otro lado unió a exponentes de la muestra central con otros de las exposiciones colaterales, potenciando comunio-nes no previstas en el programa global del evento. De hecho, varias de estas últimas se avinieron con tanta congruencia y calidad al tema general que al final desdibujaron distingos taxonómicos, clasificatorios. No pocos especialistas en el mundo han cuestionado la pertinencia de que sigan existiendo las bienales o, al menos, de que mantengan sus estructuras características. Sin embargo, el número de estos eventos ha ido in crescendo en el planeta, y figuras de nombradía internacional siguen tomando parte en ellos. Algunas de estas personalidades encumbradas participaron con su obra en esta novena edición de la Bienal de La Habana. La iraní-estadounidense Shirin Neshat, con su vídeo Zarin –proyectado en la Fototeca de Cuba– abordó una problemática de género: la obsesiva y re-pentina necesidad de purificación de una meretriz en una cultura androcéntrica como la islámica o musul-mana. El español Carlos Saura –esta vez, no como ci-neasta– expuso en el Centro W. Lam un conjunto de fotografías intervenidas con pintura de modo expresio-nista. La anglofrancesa Lucy Orta y la sudafricana Sue Williamson también exhibieron su arte, ambas en La Cabaña. Y el arquitecto francés Jean Nouvel –quien además estuvo presente en la inauguración de su mues-tra en el Centro Hispanoamericano de Cultura, y reci-bió el Doctorado Honoris Causa en el Instituto Supe-rior de Arte– trajo un panorama fotográfico de la obra que ha hecho por todo el mundo, con la cual tapizó prácticamente las paredes del local expositivo. Este horror vacui acentuaba la idea de la cantidad e impo-nencia de su creación –materializada o en proyecto– y no interfería el reconocimiento particularizado. La exhibición de obras de arquitectos no es nueva en la historia de la Bienal de La Habana. En su cuarta edición (1991), la beligerancia de la arquitectura en el campo de la visualidad quedó bien representada en una muestra especial dedicada a nombres emblemá-ticos de la arquitectura contemporánea de América La-tina. En tanto que la séptima cita (2003) acogió un en-cuentro de arquitectura y urbanismo, así como varias exposiciones de obras arquitectónicas o urbanísticas acometidas en Revolución y Cultura 42

Europa y Latinoamérica: entre estas últimas, de Premios Nacionales de Arquitectura de Cuba. Otra personalidad artística que fue tomada en cuenta –si bien de manera colateral– fue el chileno Roberto Matta, de cuya obra se exhibió una retrospec-tiva en Casa de las Américas, en gran parte con piezas donadas por el artista a esa institución, que dedicará este año a Matta. La ocasión fue también propicia para exhibir allí un mural suyo recientemente restaurado. Las bienales siguen imantando a personalidades del mundo artístico, tal vez porque no se ha logrado poner en práctica una sustitución mejor. Pero sí queda claro que si se acomete una de estas macroexposiciones, es para hacerlo «con todos los hierros» necesarios.

Notas 1 Pérez León, Dermis. «VIII Bie-nal de Estambul. Justicia poética para un mundo globalizado». En: ArtNexus. Bogotá, no. 51, vol. 2, año 2003, p. 113. 2 Jiménez, Carlos. «La Bienal de Venecia. Los sueños y los conflictos o las cartografías imaginarias del disentimiento y la marginalidad». En: ArtNexus. Bogotá, no. 50, vol. 2, año 2003, p. 65. 3 Citado por Carlos Jiménez, op. cit., p. 66. 4 Jiménez, Carlos, op. cit., p. 81. 5 Por ejemplo, en el año 1989, en la ciudad de Cienfuegos, los artis-tas Juan E. González López (Juansi) y Eliseo Valdés llevaron a cabo una iniciativa similar. 6 D e s d e l u e g o, p a r a e s t a s interven-ciones se coordinó previamente con las autoridades correspondientes. 7 Y casi invidente durante el día, a causa de la excesiva iluminación de lobby donde se proyectaba. 8 Aunque, al final, sobrepasaron un poco más esa cifra. Hay que incluir también a las «colaterales no oficiales».

Del espacio

a la piel

Amado del Pino

«En estos últimos años ha tomado cuerpo una tendencia, que me parece acertada, en la que la escenografía se considera una auténtica dramaturgia del espacio, concebida como un medio activo y no como un soporte pasivo de la acción».1 Anoto esta idea del ar-quitecto y escenógrafo Juan Ruesga antes de iniciar un sucinto recorrido sobre la importancia de la esce-nografía y el vestuario en nuestra vida teatral a partir del sonoro año 2000. También busco en los cua-dernos de apuntes de Giorgio Strehler –uno de los grandes directores de todo el siglo XX– y me encuentro la hermosa carta que enviara a Luciano Damián, la persona con la que mejor se entendió en cuanto a vestir los espacios y los actores. Comentaba el virtuoso teatrista italiano que la función del vestuario es funda-mental para la construcción del personaje. Muchas veces se quejan los diseñadores de la escasa presencia de los elementos visuales en la crítica teatral cubana. Quien firma estas líneas también ha caído en las trampas de la prisa o el desco-nocimiento. Los análisis –tanto aquí como en otras latitudes– suelen concentrarse en el plano dramatúrgico, las ideas en juego, el aporte singular de la puesta en escena y el desempeño de los intérpretes. Las reseñas al uso re-suelven el aspecto visual con adjetivos como funcional, adecuada, correcta, sin profundizar en las proporciones, las metáforas plás-ticas o las correspondencias entre la obra dramatúrgica y su puesta en espacio. Derubín Jácome y Diana Fernández, dos figuras de rele-vancia en la escenografía y el vestuario, sobre todo de la década del ochenta, trabajaron su tesis de graduación en el Instituto Superior de Arte en un proyecto de metodología para la apreciación de estas

especialidades. Es ese un texto que debería reeditarse, a la vez que buscar más información para la gente de la escena y sus analistas. La crisis económica de la década de los noventa restó protagonismo a los elementos escenográficos. Se impusieron los elencos reducidos, los diseños de luces sencillos, la escasez de elementos sobre el escenario y el vestuario neutro o «la ropa de la calle», sin búsquedas conceptuales. Sin embargo, en el último lustro volvemos a disfrutar con mayor frecuencia de espec-táculos que se proponen –y algunos lo logran– un adecuado discurso de los objetos. Si pensamos en la historia de nuestra escena, vale recordar que en una empresa –discutida pero de fuerte presencia– como el Teatro Alhambra, la belleza y funcionalidad de sus escenografías formaban parte del atractivo de aquellas largas y repletas temporadas. En la «época de las salitas» (años cuarenta y sobre todo cincuenta) hubo preocupación por el espacio, aunque abundó el llamado «teatro de living», mucha acción en la sala de una casa y la palabra reinando. Si uno lee el libro de memorias Por amor al arte, de Francisco Morín, –figura clave de este período–, se percata de su desvelo por los diseños bien resueltos y ambientados. De nuestros directores más des-tacados de todo el siglo XX sobresalen, por darle gran valor a lo plástico, Berta Martínez y Roberto Blanco. Berta suele asumir sus propias escenografías y cargarlas –como en su clásica puesta en escena de Bodas de sangre– de un hondo sentido conceptual. La

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directora y actriz definía en una entrevista publicada en esta misma revista: «El vestuario es la piel de los personajes». Roberto trabajó con varios escenógrafos, pero logró siempre que las soluciones tuvieran mucho que ver con el superobjetivo de los montajes. Muchos recor-damos Mariana, con aquel ejemplar retablo que creara Gabriel Hierre-zuelo. Vicente Revuelta se ha concentrado fundamentalmente en la labor del actor y más que vestir espacios ha preferido desnudarlos. Con todo, recuerdo la primorosa selección del ambiente que logró en la obra de Alexander Guelman, En el parque. Flora Lauten, una maestra que se encuentra en el apogeo de su labor creadora, ha trabajado mucho con Carlos Repilado, un teatrista integral que suele asumir a la vez escenografía, vestuario y luces. La imagen de Charenton –el más reciente estreno de Teatro Buendía– alcanza un nivel de amplitud de planos y sentidos, una coherencia del color y las formas que resultan raras en nuestro panorama teatral. Esta vez el equipo de Flora contó con la colaboración de Rolando Estévez, otro diseñador importante de estos años. Buendía ha ido consiguiendo una visualidad pecu-liar y poderosa que logra, en espectáculos como Bacantes, su plenitud. Repilado ha colaborado también con nuestro gran drama-turgo y director Abelardo Diseño de escenografía Estorino. Aunque en Luminaria de Israel Rodríguez para Vientos de Cuaresma. observé cierta sobreabundancia en los objetos, se mantenía el acierto Revolución y Cultura 44

en cuanto a combinar espacios y encontrar soluciones flexibles. El regreso de Parece blanca –tal vez el mejor montaje del Estorino director– confirma la sabiduría de Repilado para expresar con mue-bles, ropa o hasta el escenario desnudo. Eduardo Arrocha –todo un consagrado en este campo– dio una ejemplar prueba de lozanía y madurez con el vestuario de Escándalo en la trapa, la muy mencionada puesta de Tony Díaz, basada en el texto de José Ramón Brene. El sentido guiñolesco, la vocación táctil a partir del uso inmejorable del cartón, nos recordarán que vestir a los personajes suele revelar tanto sentido como las palabras o las acciones. Arrocha recontextualiza la vieja dicotomía entre la máscara y el rostro; subraya las voluntarias ambigüedades, la polisemia de la propuesta argumental y de la pauta de dirección. En un plano más tradicional, pero también con gracia para crear una atmósfera sobresalió el diseño de Pedro Castro para Mundo de muertos, dirigida por Fátima Patterson para el santiaguero Estudio Teatral Macubá. Pedro logra una estructura circular y una utilización de los letreros populares asumidos con creatividad e ingenio. Entre dos de los grupos más notables del período se ha movido Alaín Ortiz. Este creador es ar-quitecto de formación y durante varios años se desempeño como actor. De esa

aconsejable mezcla ha surgido un artista con portentosa intuición y singular gracia. En Roberto Zucco –dirigida por Carlos Celdrán con Argos Teatro– la escenografía sugiere una textura del metal y una sensación de vértigo y encierro que sobrecoge. Para la formidable Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, construyó el ambiente del set cinematográfico, la presencia –a la vez sobria y evocadora– del aserrín sobre el es-cenario desnudo, el protagonismo de los objetos sabiamente ubicados. Tanto en su faena con Argos Teatro como en los «encargos» de El Público, la labor de Ortiz suele complementarse o contrapuntearse con la de Vladimir Cuenca, un nombre imprescindible en el ámbito del vestuario. La disposición de las ropas –y hasta de su ausencia parcial– en La Celestina o la más reciente apropiación de Carlos Díaz de La ramera respetuosa, resultan eficaces y singulares. Por cierto, en La puta respetuosa Carlos trabajó con Ramón Casas, artista plástico devenido escenógrafo, que ha obtenido resultados notables en espectáculos como La divina moneda y Penumbra en el noveno cuarto, ambos dirigidos por el actor Osvaldo Doimeadiós. La más reciente entrega de Argos Teatro –Stockman, a partir de Un enemigo del pueblo, de Ibsen– ha dado espacio a una opción muy frecuente en la escena de hoy, pero rara en nuestro contexto. Celdrán –con la colaboración de Ortiz y

de Manolo Garriga, su diseñador de luces– logró integrar armoniosamente imágenes filmadas en video. Aquí lo audiovisual no funciona como complemento sino como tejido, piel, estructura insepa-rable del discurso del montaje. Uno de los mejores espectáculos de los últimos años, La virgencita de bronce, de Teatro de Las Estaciones, nos trajo la, desgraciadamente rara, modalidad de los títeres para adultos y resulta otro ejemplo feliz en cuanto al poder de lo esce-nográfico. El director, Rubén Darío Salazar, y el laureado diseñador Zenén Calero, renuncian al retablo tradicional y dotan a su montaje de una envidiable flexibilidad. Si somos capaces de disfrutar la clásica historia de Cecilia Valdés –recontada con brillantez y desen-fado por Norge Espinosa– es gracias a la mágica habilidad de los titiriteros, pero también a un sentido preciso del movimiento, a un recio concepto de lo espacial. Jesús Ruiz –un nombre importante en nuestra escenografía de las últimas cuatro décadas– ha regre-sado a la sala El Sótano con Réquien por Yarini, la apropiación de Fulleda a partir de la impres-cindible obra de Carlos Felipe. Ruiz nos recuerda su maestría para colocar elementos y objetos, con la misma precisión que el dramaturgo se gasta en seleccionar un verbo. En

esta reciente reposición se han agregado máscaras a los personajes que los vinculan más directamente a los orishas del panteón afro-cubano. Nieves Laferté firmó uno de los espacios mejor «habitados» de las últimas temporadas. La zorra y las uvas, puesta de Pedro Angel Vera, con Teatro del Círculo, sirvió para que Nieves ratificara su sentido grandioso de la utilería y manejara con peculiar eficacia tanto los colores como las zonas del es-cenario. Otro diseñador también vinculado a la compañía Rita Montaner, Israel Rodríguez, ha ido enseñando talento y la búsqueda de un sello propio. Colaboró con Fulleda en El concierto, de Ulises Rodríguez Febles, y con Tony Díaz en Vientos de cuaresma, a partir de la novela de Leonardo Padura. En sentido general, los teatristas suelen quejarse de la lentitud con que los talleres llevan a término sus diseños y ocurre que un sombrero, una camisa o un mueble llegan a la sala junto con el público que acude al estreno. Esa práctica no sólo pone en peligro la belleza o la expresividad de la escenografía o el vestuario. Hay que seguir so-ñando con que nuestros grupos puedan ensayar en un entorno igual –o al menos muy parecido– al que tendrán en la temporada de funciones. Las soluciones de última hora provocan la desagradable sensación de que el actor o la actriz parezcan disfrazados sobre el es-cenario. En estos elementos –como en el también importante ma-quillaje–

se resuelven variables estéticas y conceptuales. Muchos recordarán como Stanislavski en sus memorias nos narra el descu-brimiento del alma de un personaje que interpretaba y cómo accedió al hallazgo a través de un accidente a la hora de maquillarse. Esa ceja dibujada, una más alta que la otra, le dieron la pista sobre la desordenada personalidad y el carácter que convenía a su rol. La industria ar tística –aunque insuficiente– ha tenido avances en este lustro y sospecho que los teatristas le dejan demasiado a sus posibles bondades. Cuando hay estabilidad en la labor de un colectivo y, al menos, cierto sentido del repertorio, es más fácil solucionar, reciclar, «inventar» con gusto y puntería. Pero si un título pasó fugazmente por la cartelera y después se almacenó sin orden ni concierto, la escenografía y el ves-tuario, esos elementos, no servirán para otro título, y, muchas veces, ni siquiera para la improbable reposición. Más allá de recursos, entrega y ciclos suele hacernos daño la desmedida vanidad de algunos directores o el mal momento de creadores que casi siempre resultan coherentes. Acepto y hasta aplaudo que la figura del director –a partir de las primeras décadas del pasado siglo XX– se haya convertido en una persona central de la vida teatral. Pero la importancia de este artista no debe llevarlo a prescindir del asesor, porque se supone que «se las sabe todas»,

Eduardo Arrocha, diseñador de vestuario de Escándalo en la trapa. Planta de escenografía y luces de Escándalo en la trapa.

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del escenógrafo porque «lo tiene todo en la cabeza». Siguiendo esa lógica, prescinde a menudo del autor porque su capacidad de expresión lo impulsa a versiones tan libres que hubiese sido preferible que escribiese y firmara un texto original. Se sabe que la existencia del cine y el imperio de la televisión han vuelto al teatro más noblemente convencional. No se puede competir con una cámara registrando una habitación y mucho menos con el febril mundo de los efectos especiales o las soluciones cibernéticas. Al teatro le queda –¡y no es poco!– la magia del encuentro cercano y corporal, el sentido del riesgo, la perenne contribución de un público cómplice. Así cada vez es más natural que una silla sea también caballo, escudo y hasta mujer amada. Esa ratificación de la con-vencionalidad no elimina la nece-sidad de ser certeros en el objeto a utilizar. Tampoco creo en el escenario desnudo, la cámara negra, el vestuario básico, a no ser cuando funcionan de forma orgánica y conceptual. Tiene sentido prescindir de lo tan-gible cuando lo que se ponga –aunque aparezca dinero y pueda ser muy hermoso– siga sobrando. En el conocimiento exhaustivo del texto, de la época, en la vinculación entre el director y sus diseñadores se juega la carta fundamental de esta partida. La carencia o la desnudez deben estar tan justificados por el argumento o por el juego teatral como una sucesión de planos y estructuras. Por cierto, no habrá que apresurarse a tildar de convencional o anticuado al que ponga «cosas» sobre la escena y vista de época al elenco. Si detrás de la complejidad y el gasto hay un concepto claro, un creador auténtico, habrá que defenderlo, aunque cada vez sea más difícil conseguir un poco de buena madera o unas manos diestras que hagan milagros y expresen desde un metro de tela.

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Nota 1 Juan Ruesga: «La escenografía: rigor y poética», revista ADE/ Teatro, julio-septiembre de 2001, p.35.

NIEMEYER

Y

Jaime Sarusky fines de diciembre de 1961 la dirección del diario Revolución decidió que el fotógrafo Roberto Salas y el autor de estas líneas nos di-rigiéramos a Brasil (Río de Janeiro era el primer destino de ese avión) y luego a Punta del Este, como enviados especiales para cubrir en el hotel San Rafael, de ese balneario uruguayo, la reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA ), convocada por presiones del gobierno norteamericano de John F. Kennedy, con el avieso propósito de aislar aún más a Cuba del resto de América Latina y del mundo. El tema principal: ex-pulsar a la isla rebelde de dicha organización. Fue, como muchas de las cosas en aquellos tiempos, un viaje intempestivo, impuesto por la urgencia, pues se trataba de aprovechar el vuelo de uno de los aparatos de Cubana de Aviación, donde viajaban de regreso a sus países delegados del continente que habían participado, en La Habana, en un congreso de solidaridad con nuestro país. De correcorre, sin muchos miramientos, se hicieron las gestiones y tuvimos los pasaportes nuevos aquel mismo día y las visas dos horas antes de despegar la nave aérea.

¿Y la estancia? ¿Y cómo moverse en Brasil y en Uruguay? ¿Y con qué dinero pagar los pasajes del vuelo RíoMontevideo y de allí el ómnibus hasta Punta del Este? La única respuesta era una sonrisita socarrona o irónica, eso lo van resolviendo sobre la marcha, esto es a suerte y verdad, nos decían los perdonavidas que creían que nos estaban desalentando. Fue, sin dudas, un viaje signado por la incertidumbre, la mala o la buena estrella, tan accidentado… mas finalmente resultó tan rico y positivo el trabajo, que uno termina por dotarse de infinita paciencia para confiar y confiarse a la vida, sabia maestra que además de enseñar, siempre nos ayuda a encontrar una salida cuando al parecer ni siquiera imaginamos o vislumbramos que al doblar de la esquina o más allá, están los caminos, o por lo menos los trillos cómplices que ayudarán a escapar de aquella maraña. Y el mejor ejemplo fue descubrir a ese hombre extraordinario, tanto por su talento como por su proverbial naturalidad, que es Oscar Niemeyer, inventor o fundador de Brasilia, como se prefiera, quien en ese enero de 1962 tuvo la gentileza de concedernos su precioso tiempo para entablar este diálogo, luego de saber que éramos los periodistas cubanos que representábamos a una publicación de la isla. Y que ahora reeditamos muchos años después de escuchar las frases de un periodista brasileño, quien nos felicitó entonces por nuestra buena suerte de haber podido entrevistar a Dios. –¿A Dios, por favor...?– saltamos, pero no nos dejó terminar. Sí, insistió, porque sólo una mano divina podía hacer brotar de en medio de la desolación y la nada, una maravilla como Brasilia. Muchos le llaman familiarmente, Oscar. Otros, que guardan respeto universal hacia uno de los primeros creadores del siglo veinte, le llaman Niemeyer a secas.

Casa de Niemeyer en Las Canoas, en las proximidades de Río de Janeiro. Fotos: Roberto Salas

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Niemeyer con Sarusky durante la entrevista en la casa de Las Canoas.

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Junto al suizo-francés Le Corbusier, al brasileño Oscar Niemeyer se le considera vanguardia de la arquitectura de los tiempos modernos. –No está ahora en Brasilia –decían. – Tampoco en Sao Paulo, ni en Belo Horizonte. Efectivamente: Niemeyer está en todas partes y no está en ninguna. Lo acosan, lo persiguen periodistas, arquitectos, políticos, turistas de todo el mundo que en peregrinación van hasta la meca de la arquitectura contemporánea, quiero decir Brasilia, y de la cual es su creador y realizador. Sin embargo, ese hombre sencillísimo que es Oscar Niemeyer, se hace notar hasta por sus largos silencios. Pero además de su extraordinaria imaginación y talento, de la poesía en sus creaciones, Niemeyer, el hombre, es un ciudadano de nuestro tiempo. No sólo por su pertenencia a numerosas instituciones sino porque, además, uno de sus orgullos, es su franca simpatía por la Revolución Cubana, por las realizaciones de nuestro pueblo. «La revolución cubana representa un ejemplo para todos los países de la América Latina: ejemplo de valentía, determinación, dignidad, independencia. Un ejemplo que asume significación especial como legítima reacción del pueblo cubano contra la opresión imperialista que le impidió el progreso, la emancipación económica, política y social. Esta presión se manifiesta igualmente en todos los países de Latinoamérica, con idénticas características y las mismas intenciones. Por todo esto, el ejemplo cubano no constituye solamente una advertencia sino también una nueva perspectiva para los países de América Latina. Perspectiva de lucha y de independencia.» La entrevista con Niemeyer se desarrolló en dos tiempos. El primer encuentro tuvo lugar en su atelier o estudio en el duodécimo piso de un moderno edificio de la Avenida Atlántica en Río de Janeiro. A través de sus amplios ventanales tiene ante sí, en plena brega, una de las más espléndidas vistas de la mundialmente famosa playa de Copacabana. Luego, al mediodía del siguiente día, lo visitamos nuevamente aunque en su casa de Las Canoas, en las proximidades de la Barra de Tijuca, a veinte minutos de viaje por una carretera que serpenteaba cerros verdísimos que rodean a Río de Janeiro. Viajamos en compañía de dos magníficos arquitectos cubanos: Tonino Quintana, autor de varias obras significativas, como el Palacio de Convenciones, entre otras, y Gutiérrez, ambos adscriptos al que fuera entonces Ministerio de Obras Públicas. La presencia de ambos en ese país era reclamada para iniciar el proyecto de construcción de la embajada de Cuba en Brasilia. Allí fue la gran sorpresa. Su casa completó la primera visión de la personalidad de ese poeta de las formas que es Niemeyer. La morada le arrebata a la naturaleza vigorosa de Brasil un buen pedazo y el hombre, la razón, han hecho sentir su presencia. Es evidente el entusiasmo de Niemeyer al saludar a los cubanos. Nos invita a ingerir una bebida rosada, típicamente brasileña. Como la casa, cada rincón de la misma es un poco un pedazo de la personalidad, de los gustos, de la sensibilidad y de la historia de Niemeyer.

Pero también es como si contuviera la síntesis del arte del siglo veinte. Sobre una mesita, una cerámica de Picasso. En la pared, a la derecha, un móvil de Calder. En la otra pared, al frente, un Le Corbusier dedicado a su íntimo amigo y colega brasileño. Una enorme piedra natural avanza sobre la sala sobriamente amueblada. La otra parte de la roca, dividida por una pared, sobresale a la terraza pequeña que comunica con la piscina igualmente diseñada a escala humana. La charla prosigue sin protocolo. Se habla del proyecto de la UNESCO de alfabetizar a las masas de la América Latina en un período de diez años y del hecho de que la Revolución Cubana hubo de lograrlo en sólo uno: «No creo que los países latinoamericanos podrían realizar esa hazaña sin el clima de entusiasmo, optimismo y solidaridad que estableció la Revolución Cubana.» La obra suprema de Niemeyer es Brasilia. Indistintamente ha sido atacada y defendida con pasión. Nadie mejor que quien la concibiera y ejecutara los proyectos de su realización para expresar lo que piensa de la misma: «La obra de Brasilia representa y expresa, como todas las obras de arquitectura, el momento exacto en que fue realizada.» El panorama desde la terraza principal de la casa de Niemeyer es majestuoso. Es la lujuria vegetal, el verde penetrante cubriendo todo el paisaje tupido de bosques que se pierden de vista, anticipo de la selva. Se habla de la posibilidad de que algunos de los conceptos y principios que hubo de aplicar Niemeyer en Brasilia pudieran también extenderse a la realidad de Cuba en aquel momento. Pero es el propio creador quien marca los límites al expresar que «en Cuba, las condiciones económicas y sociales y el propio sistema son diferentes». Luego, a una pregunta, manifiesta no conocer las viviendas populares construidas en los primeros años de la victoria revolucionaria, pero expresó que en su opinión «se basan en programas colectivos y humanos que es lo fundamental». Brasil es también tema en el diálogo. El pasado, la situación actual, (o sea, entonces) las proyecciones de esa gran nación son esbozadas, y se produce un interesante intercambio de opiniones hasta que nos incorporamos los cubanos luego de esa fructífera tarde brasileña. Era hora de dejar al poeta Niemeyer para que pudiera abordar sus innumerables commpromisos y obligaciones. Mientras el automóvil serpentea a través de los verdes deslumbrantes que nos alejan de la morada de Las Canoas, atrás queda como una imagen indeleble no solo la del brillante artista sino la del amigo de los cubanos desde hace casi medio siglo, quien ya en la despedida insistió que la victoria de la Revolución Cubana pertenecía no tan sólo a Cuba sino a todos los pueblos del continente.

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Pueblo y Cultura y Revolución y Cultura: Dos números envueltos en el misterio Leonardo Acosta Destacado musicólogo, crítico y escritor. Ha publicado numerosos artículos en publicaciones especializadas.

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os investigadores que requieren de cualquier tipo de análisis histórico suelen en-contrarse con dos obstáculos particularmente irritantes: la carencia o escasez de fuentes confiables y la casi inevitable existencia (o no existencia) de vacíos históricos que se convierten en verdaderos «agu-jeros negros», por pequeños que parezcan. El artículo de Lissete López Teijeiro «Una mirada contemporánea al diseño en Revolución y Cultura», publicado por esta revista en su número de abril-junio de 2005, con toda seguridad tropezó con estas dificultades. Nos complacen los muchos aciertos de su autora, teniendo en cuenta el resultado de sus pesquisas y la agudeza de sus conclusiones, e imaginando con horror los obstáculos que debió enfrentar. Por ejemplo, no habrá podido consultar dos números, uno de Pueblo y Cultura y otro de Revolución y Cultura, por la sencilla razón de que, aunque ya terminados, no llegaron a salir a la luz o apenas circularon. Luego veremos por qué. Como parte de una tesis académica, el título del artículo carece de un innecesario «gancho» más o menos publicitario: es necesariamente descriptivo. Sin embargo, ya desde el mismo primer párrafo aborda una de las cuestiones más espinosas en nuestro ámbito histórico-cultural: la de aquellos años agrupados bajo rúbricas como «quinquenio gris», «decenio gris», etcétera, que siem-pre nos dejan preocupados re-flexionando sobre el posible color de las décadas más recientes y sobre todo de la que hoy vivimos. López Teijeiro se interna en la arquetípica

década «gris» de los setenta, dominada por el «dirigismo» conservador, la sospecha metódica y la autocensura, y muestra cómo una revista (la Revolución y Cultura de entonces) pudo abrir cauces de creatividad e iniciativa un poco a contracorriente, y a partir del diseño –cosa inusual–, que influyó a su vez sobre otros elementos en la conformación de la revista. La etapa analizada por la investigadora, la de 1973-1977 me resulta extrañamente familiar, por coincidir casi exactamente con mis años como redactor de Revolución y Cultura: 1974-1978. La autora ofrece amplios antecedentes e incluso se ha remontado a los orígenes de esta revista, cuando apareció como Pueblo y Cultura, hasta 1965, año en que todo cam-bió en el ámbito de la cultura y tam-bién de la prensa. Como primer diseñador de la revista Pueblo y Cultura aparece Manolo Vidal, quien «contó con la fotografía de Luc Chessex». Correcto. Pero exis-te un número anterior que pudiéra-mos considerar «de prueba» o acaso «prototipo» o mejor el Nú-mero Cero, que nunca circuló y ha desaparecido sin dejar rastro algu-no, al menos que yo sepa. He inda-gado desde entonces por todas par-tes, comenzando por nuestras principales bibliotecas, cuando todavía el servicio a investigadores y público en general era de increí-ble eficiencia. Pero hagamos la historia. Al parecer la idea original partió de Haydée Santamaría y Armando Hart, quienes la transmitieron a quien sería el primer director de la revista, ni más ni menos que Alejo Carpentier, entonces subdirector

del Consejo Nacional de Cultura. El diseñador de ese número hoy perdido fue Esteban Ayala, inefable «Chino» que luego de estudiar diseño en Leipzig volvió hecho un Magister. La fotografía estuvo a cargo de Mario García Joya (Mayito), salvo algún material de archivo. Y Alejo me telefoneó para que yo hiciera los textos. Por supuesto, él escogió los temas, reportajes, artículos, entrevistas y claro, los entrevistados, que por cierto son casi lo único que recuerdo hoy. Ni qué decir de nuestra felicidad: éramos sólo tres, con un «bastonero» de autoridad y sentido común indiscutibles. Un trabajo paradisíaco, sin cacicazgos, rivalidades, intri-gas, bretes, piñas, celos profesionales, amores mal correspondidos y otras salaciones que suelen afear a cualquiera empresa cultural, publi-citaria, litográfica o editorial, no importa cuan altos sean sus principios ni cuan dignos sus empeños. Recuerdo que el cuartel general de Alejo era una minúscula oficina, casi un pasillo, en el Palacio de Be-llas Artes, donde entrábamos y salía-mos ad libitum, con la meta de te-ner listo el número cero en un mes. Hubo, sin embargo, un inconve-niente, y fue que a los gringos se les ocurrió invadirnos por Bahía de Cochinos y todo el país se movili-zó, con resultados que ya conoce-mos. Esa circunstancia demoró la realización de la revista. A tantos años de estos sucesos, mis trabajos para esa Pueblo y Cultura están lejos de constituir el meollo de mis recuerdos, pues como dijo Quevedo y repetimos todos, «Apenas se de-fiende la memoria

de las oscuras manos del olvido». Y ese «apenas» que recuerdo se limita a un artículo, un reportaje y tres entrevistas con el propósito de reunir información para otros tantos trabajos (la función más útil del género entrevista, según García Márquez). El puro reportaje, hecho a última hora ya después de la victoria de Girón, fue sobre la novedosa y hoy histórica Exposición China y la acogida que recibió del público cubano. El artículo que me encomendó Alejo trataba de otra publicación: La Política Cómica, con las carica-turas de Torriente y aquella primera versión del personaje Liborio, enfrentado a la ocupación yanqui y la entronizada corrupción admi-nistrativa. Los otros ar tículos refle -jaban las realizaciones y planes en marcha de tres instancias dedicadas a otras tantas manifestaciones artís-ticas:

música, danza y cine-matografía. De ello sólo recuerdo mis entrevistas con José Ardévol (Dirección de Música), Ramiro Guerra (Danza Moderna) y Alfredo Guevara (ICAIC), y mi presencia en varios ensayos de la Orquesta Sinfónica Nacional y Danza Mo-derna. De las entrevistas, la primera fue algo aburrida y formal, la segun-da resultó sumamente instructiva, y la tercera una suerte de pre-estreno de una película de acción. Movilizado varias semanas en la zona de Atarés, al primer día de permiso y viajando de botella en un patrullero, arribé a la histórica oficina de Alejo, de la cual contaba luego Lezama que a veces lo encontraba agobiado y accionando su aparatito para el asma. «Era una especie de sótano espantable –contaba Lezama– y con solidaridad de asmático yo me decía: he aquí al francés moribundo.» Pues bien, nos quedaba pendiente, aparte de la Exposición China aún por inaugurarse, el trabajo sobre el cine cubano. Alejo marcó un teléfono, habló con Alfredo Guevara y acordaron mi inmediata visita de trabajo. Luego me resultó cómico, pero en el trayecto me preocupaba lo atrabiliario de mi atuendo, con un chaquetón ajado y polvoriento que casi cubría medio uniforme, una «sombra de las 5» multiplicada por el residuo de las jornadas dur-miendo en el piso, y luego el alarde de la artillería: una Browning 9 mm de reglamento y una metralleta che-ca que tenía que llevar en la mano. Bien incómodo, hasta que me hicie-ron pasar a la oficina de Alfredo, y él no fue el único sorprendido, pues en su escritorio descansaba relu-ciente una

metralleta checa. Nada, una mezcla de Cara cortada con O.K. Corral, puro surrealismo, pero las circunstancias lo explicaban. Salí de la entrevista con tanta infor-mación y material fotográfico pro-porcionado por Alfredo, que me dio hasta vergüenza firmar con mi nombre. La revista, nos informó Alejo, había recibido la aprobación más entusiasta de Haydée y Hart, al punto que se acordó editarla mensual-mente y no bimensual, como fuera la idea originaria, y dedicarle más recursos, un equipo de redactores, etcétera. Ahí fue donde Mayito, Ayala y yo nos desalmidonamos, pues para decirlo en términos car-penterianos, «se nos terminaban las vacaciones de Sísifo». Los tres re-nunciamos diplomáticamente y desaparecimos de la historia de Pueblo y Cultura. La última vez que vi el Número Cero, ya completa la revista, fue en la maqueta sobre la mesa del Chino Ayala, tan influyen-te luego en nuestro diseño gráfico. Y a propósito, es curioso que la impronta de artistas chinos esté tan presente en nuestras artes plásticas, como lo está el negro en la música y el gallego en la comida. (Conste que es sólo una idea al margen, sin ánimo polémico alguno y sin nin-guna sustentación racional, ok?). Segunda parte: Revolución y Cultura en el Palacio del II Cabo Para terminar el caso anterior, diré que más nunca supimos de ese nú-mero «incunable» de la revista Pue-blo y Cultura, ni si existían (o exis-ten) al menos algunas copias, que con el tiempo tendrían un valor inestimable. Sólo cuando la revista

Página de la revista Revolución y Cultura corregida por Alejo Carpentier. Foto: Grandal.

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cambió de nombre, o más bien cuando Lisandro Otero y Frémez editaron RC, fue que hice dos o tres colaboraciones, y en 1974 llegué a Revolución y Cultura justo cuando se preparaba un número de homena-je a Alejo Carpentier por su aniversario setenta. Tal como señala Lissete López Teijeiro (LLT), Eduardo López Morales ejercía la dirección general de publicaciones del CNC y Noel Navarro era director de la revista. Como jefe de redacción es-taba Adriana Belmonte, y a su renuncia ocupó el cargo Rosa Ileana Boudet. El equipo de diseño, en efecto, lo constituían Aldito Me -néndez con Maggie Hollands y Estela Laborde. Falta entre los redactores, sin embargo, Enrique Vignier, quien se ocupaba sobre historia y poco después asumió el cargo de subdirector. Tampoco pre-tendemos que el artículo de LLT sea exhaustivo, pues es parte de un tra-bajo mayor y, además, se centra en el diseño y las ilustraciones.

Alejo Carpentier en RyC con Aldo Menéndez y Eduardo López Morales

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Valga recordar, como bien señala su auto-ra, que prácticamente todos los pin-tores cubanos, de cualquier genera-ción, estuvieron en algún momento representados. Calladamente, pero con efectividad, nos apoyaron también en aquella época Ramiro de la Cuesta (de Divulgación), René Larrinaga (administrador) y otros, incluyendo a colaboradores de Eusebio Leal con quienes Aldo y José Veigas intercambiaban ideas e informaciones. Es correcto que entre los re-dactores creamos ciertas áreas «especializadas», pero sin encasillamientos; por ejemplo, yo me concentré en la música (aunque no imaginaba que de estos trabajos saldría un libro, Música y descolonización, y luego otros); también abordé notas sobre literatura, artes plásticas, arqueología y entrevistas en general, así como otros redactores escribieron sobre música. Sobre literatura, entre otros, contamos con Desiderio Navarro y María del Carmen Victori, no así con Antón Arrufat –como se dice en el artículo–, quien se incorporó varios años más tarde, después del período analizado por la autora. Los fotógrafos de «plantilla» eran Pirole, Grandal y poco después se les sumó Gory, a instancias de Aldito Menéndez, que como bien afirma Lissete, fue quien dio en buena parte esa personalidad propia a la revista en la época estudiada. También es cierto que lo apoyaron Eddy López y Noel (¿por qué tan injustamente olvidados hoy?). Ellos entendieron –como todos no-sotros– que había entonces varias revistas dedicadas casi por entero a la literatura y ninguna a las artes

plásticas, como tampoco a la música (ahora sí las hay), y quizás por ese motivo adquirieron cierta relevan-cia, así como el teatro y la danza. Puedo suscribir las opiniones de la autora cuando se refiere a las «cons-tantes innovaciones gráficas» y al señalar «dos de las tendencias bá-sicas que condicionaron peculia-res ‘formas de hacer’: la estética de lo inacabado y la relación diseño-público».1 El resto de su análisis me parece igualmente correcto y enri-quecedor. Por lo demás, no todo fue coser y cantar, ni tortas y pan pintado, aunque el balance tampoco fue como un parte de guerra: sólo un número de la revista fue «planchado» en dicha etapa. El problema consistía en buscar la manera de establecer un equilibrio entre la línea imperante (con sus orientaciones, lineamientos, perfiles…) y optar a veces entre la autocensura y la habilidad para eludir una censura siempre absurda e improductiva. Los recursos para lograrlo debían ser ante todo marxistas, y en eso el campeón era Bertold Brecht, por cierto uno de los autores que más publicamos, aparte de otros muchos trabajos marxistas y sobre el marxismo; tam-bién se rindió homenaje a los grandes revolucionarios de todas las épocas y países, así como a los próceres de América Latina y a los pensadores, movimientos estéticos, creadores, etcétera. Todos colabo-ramos en este empeño; se destacaron Vignier, Juan Martínez Montalvo, Desiderio…) El propio Aldito hizo trabajos como «Entrevista al pintor soviético A. Sokolov», «3 jóvenes pintores soviéticos», «En la monta-ña, enterraremos el corazón

del ene-migo», «Instantáneas de la Unión Soviética» y otros. Por mi parte, acaso el trabajo en que más empeño puse fue en la «Cronología de un pueblo heroico», unos tres mil años de la fabulosa historia y cultura vietnamita. Rosa Ileana hizo verdaderos «descubrimientos» en el terreno teatral, pues fue ella quien reveló entre públicos diversos el trabajo del Grupo Escambray, el Conjunto dramático de Oriente y Teatro de Relaciones, la Teatrova de Santiago, y aún le quedaba tiempo para reportajes sobre el Circo Nacional y el Museo de Artes Decorativas, o entrevistar a Barbarito Diez y Antonio Arcaño. Pues no fui el único que escribió sobre música; por ejemplo, fue Adriana Belmonte la primera que reflejó en Revolución y Cultura el quehacer musical de Juan Formell y de Irakere, o escribiera sobre el filin y el hoy famoso Callejón de Hamel; y Evangelina Chió hizo numerosos trabajos sobre música y danza. De modo que no estábamos tan «compartimentados», como bien apunta la autora citando a Rosa Ileana, quien tampoco exageró al hablar del ambiente amistoso entre todo el personal de la revista y la creatividad que caracterizaba a las reuniones de trabajo (que además eran divertidas). Sólo faltó decir que eran la excepción dentro del «ciclo laboral»: sólo las necesarias, y nunca para dar órdenes irrevocables ni mucho menos enjuiciar a presuntos pecadores. Noel era un creador y odiaba el reunionismo; su método era recorrer la redacción con una agenda, preguntarle a cada uno si tenía una idea concreta para el

próximo número y, de ser así, tomar nota. Lógico, a veces había encargos precisos: entonces, buscaba un voluntario. Y la reunión era sólo pa-ra armar la revista con títulos, cro-mos, sumarios, etcétera. «Sancho, con la Iglesia hemos topado» Nada tuve que ver con la revista ¿censurada?, ¿verbotten?, cuya fecha deberá buscarse por omisión; o sea, dentro del lapso aproximado, buscar el número que falta, que venía preparándose con antelación, pues estaba dedicado íntegramente al esperado Congreso del Partido, celebrado en 1975. Por idea de Aldo (original como siempre) se acordó hacer un número exclusivamente gráfico, o mejor fotográfico, tomando como base las consignas del evento y su despliegue por la ciu-dad y el campo. Los fotógrafos cap-taron las más insólitas imágenes en cada barrio y poblados cercanos. Algunas imágenes mostraban una realidad de solares y edificios co-rroídos por el tiempo y la humedad, con insólitas tendederas, niños feli-ces y divertidos, a veces con escasas ropas, paredes embadurnadas con las consignas, o estas pintadas en enormes telas situadas en cualquier parte. En fin, lo real maravilloso. Y es que La Habana apenas había sido retocada desde 1959 y sólo se habían pintado para el evento algu-nas avenidas principales. Al parecer las imágenes escandalizaron a algunas personas mayores; a mí me gustaron en general, quizás por ser del patio y conocer sus ambientes, pero también me parecieron honestas y con un balance positivo,

Mario García Joya (Mayito). Foto tomada para un trabajo dedicado en RyC a la fotografía en el cine cubano.

acaso con alguna pequeña excepción. Pues a pesar de ciertas escaseces y de incomodidades endémicas, se veía una población alegre y dispuesta a celebrar y graficar las consignas, acompañadas por música y festejos. El Carnaval, sea o no bajti-niano, acompaña siempre a los Grandes Eventos, más aún en el Mar de las Antillas. Poco después, tuvo lugar precisamente un ágape rabe-laisiano en el Palacio de Bellas Artes donde estaban todos los involucra-dos, y Aldito y sus tres mosqueteros vieron su oportunidad. Me acerqué al grupo, que discutía sobre el número que nunca circularía con los mismísimos responsables de la decisión, y trago en ristre se desarrolló una polémica que ni en las ventas o castillos frecuentados por Don Quijote y Sancho. Pero bien, así como Baco promueve discordias, Agape tiende a la concordia, y si bien no se llegó a un acuerdo absoluto ni hubo protocolos firmados, al menos se disiparon

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amenazantes nubarrones que asomaban por el horizonte. El resultado de la escaramuza –que no contienda– quedó en un número perdido de la revista, acaso refugiado en los estantes de algunas bibliotecas o disperso en cenizas que fueron a dar entre las mandíbulas de un níveo cachalote. * De nuevo las décadas «coloreadas» (¿o «incoloras»?) Con olfato periodístico, la investigadora López Teijeiro se refiere a un momento de cambios que alte-raron el rumbo (y el formato y con-tenido) de Revolución y Cultura, así como nuestro ritmo y métodos de trabajo. Fue a partir del número 61 (1977), cuando luego de crearse el Ministerio de Cultura se adoptó –en mi opinión– una decisión errónea al mover a Noel Navarro a un cargo más importante, pero que nos dejaba sin techo y desamparados ante cualquier tormenta, máxime cuando también nos dejaban sin Eddy López. Se cometía el mismo desliz de costumbre: desmantelar un organismo que funciona muy bien y aplicar una especie de «tierra arrasada» incluso en las pocas cosas que funcionaron, tarea ésta más loable (sin llegar a heroica) dado que hubo que desempañarse «con-tra viento y marea». Porque Revolu-ción y Cultura funcionó tan bien que se convirtió en esa época en la revista más popular y buscada des-pués de la insumergible y emblemática Bohemia, por supuesto. La investigadora se refiere a esos cambios y comenta con toda propiedad sobre la nueva dirección: Todo indica que no coincidió

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con los modos y maneras en que hasta ese momento Revolución y Cultura se proyectaba. En el No. 70 de 1978 el rubro «jefe de diseño» es sustituido por el de «asesor artístico», a cargo del pintor Carlos Suárez. Realmente Carlos Suárez no ejerció ninguna influencia en el diseño, más bien fue Maggie Hollands quien se encargó de dicha labor hasta 1981. Por su parte, Aldo Menéndez se mantuvo como colaborador, redactando artículos y diseñando algunas portadas o números completos.2 Así sucedieron las cosas. Revolu-ción y Cultura dejó de ser la revista que era, y aunque tampoco cayó en un vacío, necesitó años y más cam-bios para recuperarse y/o superarse; y aquí comenzamos a poner en entredicho la idea de los ochenta como «década dorada», aunque tuvo sus matices y aciertos. Sustituir el nombre de un cargo o lo que sea, como cambiar «jefe de diseño» por «director artístico» es incidir en la sonsera tan arraigada de cambiarle el nombre a las cosas creyendo que van a mejorar, como si el viejo apelativo tuviera «mal de ojo», y generalmente nada cambia salvo quizás para empeorar, por pura inercia. En este caso, gradualmente todos nos fuimos alejando, aunque seguimos como colaboradores: yo acepté la propuesta del ICRT para trabajar como asesor de programas musicales; Pirole se fue a Cuba Internacional, etcétera. Mayra Martínez complementó su trabajo fotográ-fico para sustituirme en lo musical y lo hizo muy bien, luego de tomar un curso con la musicóloga Carmen

Valdés. Y así sucesivamente…, como diría Kart Vonnegut, el Michael Moore de la novelística yanqui. Se impone a ojos vista el cuestionamiento de las décadas de colores. Cito al respecto los razonamientos de la investigadora LLT, que van más allá del puro diseño: Cabe preguntarse entonces, si en realidad fueron tan grises, en to-do, los setenta. ¿Por qué no en-tenderlos como un lapso en el que también se hallaron algunas soluciones muy creativas? En ocasiones, criterios generados por la opinión y no por el conocimiento ciegan nuestra capacidad de razonar y nos resignamos a que otros instauren verdades inamovibles. Es por ello que nos pareció casi mágico que en un período tan globalmente satanizado, un grupo de personas se dedicara a diseñar una revista con tanto desenfado y alegría. La «década oscura» está llena de interesantes matices, y nos satisface saber que el diseño de Revolución y Cultura es uno de ellos.3 Está claro, por supuesto, que «cada cual habla de la fiesta según le fue en ella», como diría Reynaldo Gon-zález. Muchos prestigiosos profeso-res de arte y creadores la pasaron mal, y por eso no figuran en esa etapa de Revolución y Cultura ni como colaboradores ni menos «en plantilla» (no olvidar el caso de los «parametrados» de la escena teatral, por sólo citar un ejemplo). No obstante, aquella y otras arbitrariedades fueron combatidas y vencidas con re-sultados positivos indiscutibles. Pero lo positivo no se logró mecánicamente por los cambios de los

Y hay otro más (es decir, otro José León Díaz ochenta. Citaré un solo caso: mi ex-periencia de once años en la TV Cubana, donde trabajé en varios programas «conflictivos», como «Te doy una canción» (con Ángel Hernández Calderín), cuyo mismo éxito chocaba con los postulados del Ministerio de Cultura, con su énfasis en la importancia del Movimiento de Aficionados; y qué decir de «Colorama», que ayudé a convertir en un programa para difundir todo lo que se le había negado a los jóvenes de los sesenta y setenta: rock, pop, disco, matizado con algo de jazz y salsa; fue una bronca constante con los detractores a ultranza de toda esa música. ¿Heren-cia anacrónica de los setenta grises? ¿O simples hábitos de autorreali-zación del «Recienvenido» de tur-no? (con el perdón de Macedonio Fernández). Si los ochenta tuvieron sus innegables aristas positivas, nunca llega-ron a ser lo que prometían, el «puen-te vivo» o eslabón que condujera a la normalización fecunda de nues-tra vida cultural y artística. Fue ape-nas la «cuerda floja» del equili-brista que oscila entre la ovación y el salto al vacío, seguida por la nue-va carpa de circo que nos cayera en los noventa, con la «dolarización» y sus secuelas, y luego el ciclo si-

niestro de la globalización y el terrorismo neoliberal ligado a los fundamentalismos milenaristas. Nada, que estas «Décadas» no son precisamente las de Tito Livio. Estas breves reflexiones, sin afán polé-mico alguno, se las debo a la lucidez de una investigadora en un artículo excelente para esta renovada Revolución y Cultura, que está abriendo nuevos caminos a trabajos serios de investigación histórico-cultural y llenando ciertos vacíos que en etapas anteriores habíamos en parte soslayado, quizás por el apuro y el afán de «estar al día». Esfuerzo digno de mención al ayudarnos a afianzar nuestra memoria, con un diseño impecable –dicho sea de paso– y en perfecta concor-dancia con el contenido e intencio-nes de la revista. Agradezco una vez más a Lissete por ese trabajo que me ha avivado en algo la memoria y provocado estas reflexiones.

Notas 1 Lissete López Teijeiro, cit. 2 ibidem 3 ibidem *Nota del Editor: El número de Revolución y Cultura a que se hace referencia en el texto es el No.39, correspondiente a noviembre de 1975. Fue editado e impreso, pero al parecer, según criterio del autor, se redujo al mínimo su circulación y sólo se conservaron algunos ejemplares, entre ellos uno que se encuentra en nuestra hemeroteca del cual da cuenta, además, el índice publicado de la revista correspondiente a esos años.

í, otro número perdido de Revolución y Cultura: la cuarta entrega correspon-diente a 1996. Pocos saben, en verdad, qué ocurrió. A los coleccionistas acérrimos, a los colaboradores que nos confiaron entonces sus tra-bajos, a los simples lectores que han preguntado, les hemos dicho: «ah, se perdió en España.» Pero no es tan sencillo, y aunque su historia no resulta tan divertida como las des-critas por Leonardo Acosta en el artículo precedente, creo que vale la pena desfacer de una vez, públicamente, el entuerto. Solo una observación: me encomiendo a la memoria, a veces colectiva, de lo acaecido diez años atrás; se precisa, pues, la benevolencia del lector en cuanto a fidelidades y exactitudes. i No llegaba al año de haber comenzado en esta revista como jefe de redacción, habían sido meses intensísimos tratando de remontar un atraso que cruzaba por encima de los cuatro meses. Y ya estábamos a punto de ponernos al día cuando apareció un individuo, español por su acento, dizque impresor, y nos hace una de esas proposiciones que difícilmente pueden ser rechazadas. Precios más que módicos, incomparable rapidez en las entregas y calidad óptima en la impresión, a juzgar por las muestras que trajo consigo (varias de ellas, otras publicaciones cubanas). Con el currículo y las cartas de recomendación, más que un anzuelo era un palangre lo que nos tendía. No tardaron en morder nuestras bocas hambrientas

Aldo Menéndez, Jefe de diseño de RyC en esa época.

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Izquierda: Portada del número 4 de 1996 con la obra ... En familia (de la serie El bobo de la yuca), 65x 50 cms, acrílico sobre papel, 1996, dibujo del artista Aisar Jalil. Derecha: Página 33 (cromo interior) del número 4 de 1996 con artículo de Jesús David Curbelo sobre Aisar Jalil.

(trato de no ser literal), luego de años de duro bregar con las im-prentas cubanas; ellas, al igual que nosotros, escasas de insumos y de sumas… y de muchas otras cosas. Rolando de Oraá, nuestro diseñador de tantos años, nos hizo saber su desconfianza ante la oferta. No faltó quien de nosotros no quisiera estru-jarle el cuello ante su tamaña des-consideración, su incalificable falta de visión. Decidimos, por complacer a nuestro viejo amigo Oraá, que seríamos prudentes, que no le íbamos a pagar nada a aquel empresario (sí, esa fue la palabra) hasta que no tuviéramos el producto final en la mano. El hombre, recostado a un árbol de la orilla, recogió su sedal y el día tal se llevó el número 4/96 de Revolución y Cultura. ii Tuvimos que correr para cumplir con la fecha convenida. A la carrera convocamos un conversatorio sobre

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las letras en la música salsa, entonces en pleno boom (me refiero a la salsa). Asistieron, entre los músicos, el ya fallecido maestro Elio Revé, Manolito Simonet y Rojitas; y entre los críticos estaban Guillermo Rodríguez Rivera, Alberto Falla y Joaquín Borges-Triana. El debate recogido, que por supuesto fue más allá de los textos y profundizó en temas como la difusión, la promoción y la proyección internacional de la música y los músicos cubanos, se «calzaba» con un comentario de Emir García Meralla. Visto a la luz de los años, hay paradoja, ternura y premonición en mucho de lo que se dijo aquella tarde. Conseguimos, además, un texto de Abilio Estévez sobre la fotógrafa Lessy Montes de Oca, especializada en captar momentos de las funciones teatrales. Amado del Pino entrevistó al actor Osvaldo Doimeadiós, conversación que merecería rescatarse; manteniéndose en la cuerda del humor, Caridad Blanco de la Cruz valoraba la obra del caricaturista Ares. Por su parte, Freddy Artiles señalaba los derroteros del teatro para niños en Cuba; mientras que Alejandro Robles se las ingeniaba para armar un ensayo sobre la seducción a partir de la leyenda clásica de Orfeo. Otro ensayo, este de la catalana María Teresa Ferriz Roure, abordaba el exilio español en México y su incidencia en el mundo editorial de ese país. Y de un director cinematográfico, Juanma Bajo Ulloa, también de la «madre patria», nos hablaba el crí-tico Raúl Fidel Capote. Lo anterior se acompañaba con va-rios textos de ficción: cuentos

de Pedro de Jesús López y de la fran-cesa Annie Saumont, así como los dos primeros capítulos de la novela, que a partir de ese número publi-camos por entregas, Bajando por la calle del Obispo, de Reinaldo Montero. Se añadían unos poemas de José Félix León y las secciones fijas, entre ellas «Tiempo» donde Rufo Caballero nos regaló un mano-jo de crónicas y reseñas que se complementaba a la perfección. Por último, but not least, Jesús David Curbelo desmenuzaba las obsesiones del pintor Aisar Jalil; era el trabajo de portada, tenía destinado el encarte central en colores. En fin, un conjunto que, primorosamente graficado, nos parecía (y nos sigue pareciendo), incluso a la luz de los alumbrones y apagones de aquellos años, esmerado, redondo, bastante contundente, y no sigo porque se me agota el último palmo de

modes-tia. En plena edad de piedra digital (¿se acuerdan del Pagemaker 4.0, o del Corel 3 punto no sé cuánto, y de las computadoras 386 con apenas 120 megas de memoria? Bueno, mejor no se acuerden), en esa época en que todavía llevaban la razón los nostálgicos de las máquinas de escribir y de la goma y la tijera, diseñamos y realizamos todo aquello en un par de semanas. Con unas cuan-tas gotas de sudor y algunas fraccio-nes de dioptrías de nuestros cansa-dos ojos dentro del sobre, se llevó aquel empresario nuestro trabajo, con las correspondientes autori-zaciones de los niveles superiores. iii Y entonces, bueno, jamás vi a alguien que se le cayeran las alas (conste que metafóricas) más dolo-

rosamente que a Aisar. Fue quien más sufrió con lo sucedido. Acon-teció pues, que al empresario de marras se le trabó el paraguas (o la caña y el sedal, da igual) en las ofi-cinas de la última imprenta españo-la que se proponía timar. Su empresa consistía en dejar pendientes las cuentas con los impresores, a los que solo entregaba un pequeño an-ticipo, y embolsillarse el dinero de cuanto editor cubano cayera en el jamo, atraído por precios irreales, pura añagaza que nada tenía que ver con los verdaderos costes. Atrapado el bribón, como hubiera anotado un cronista cien años atrás, comenzaron las reclamaciones entre los interesados. Los impresores de la península, que no nos responsabilizaban con lo su-cedido, y sin saber qué hacer con aquellos metros cúbicos de revista en sus almacenes, nos pedían que al menos pagáramos el flete de la edición hasta Cuba. Era una cifra considerable pero no tanto como las que se precisan hoy día. Nuestros niveles superiores adujeron que no poseían tal cantidad, que sobrepasaba lo acordado anteriormente con el estafador (¿ese es el sustantivo, no?), que sería necesario renegociar

o esperar la distribución del pre-supuesto del próximo año. Elizabeth Díaz, directora entonces de Revolución y Cultura, insistió, procuró, pero… Pasó el tiempo y pasó una incalculable cantidad de águilas sobre el mar. Pasó también que seguimos trabajando y en otras imprentas hicimos el número 5/96, y los siguientes hasta el día de hoy. De aquel que nunca regresó de España solo re-cibimos un par de ejemplares de muestra (no diré quienes los tienen) y los ferros y pruebas de impresión. Estos son los que tengo ante mis ojos y me permiten el recuento. Del resto de la tirada, es de suponer que convertida en pulpa y reciclada (polvo eres y polvo serás) haya servido como materia prima para embalajes y cajas de cartón. Se me ocurre, ahora al final, echar mano a unos versos de Huidobro y pensar que el 4/96 quedó «entre una estrella y dos golondrinas». Es decir, entre el esfuerzo de todos los que participaron en su realización, de un lado; y del otro, la estafa y el desconcierto.

Página 20 del número 4 de 1996 con artículo de Caridad Blanco de la Cruz sobre el caricaturista Arístides Hernández Herrero (Ares).

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Asturias en La Huella En una de sus ediciones más amplias, La Huella de España, dedicada a Astu-rias, derrochó, además de buen arte, historia y vínculos de nuestros pueblos. Palpable lo dicho anteriormente en todas las funciones, desde la gala inaugural hasta el cierre. El carácter multidisciplinario del evento estuvo dado por un programa en el cual confluyeron presentaciones de libros, revistas, talleres de pintura impartidos por veinte descendientes de padres astu-rianos, conferencias sobre literatura, ex-posición de trajes regionales en la Casa de la Obrapía, y de danza en el Museo Nacional. Las artes escénicas marcaron su presencia con el Teatro Margen, en El viaje a ninguna parte, dramaturgia de Arturo Castro sobre la novela homónima de Fernando Fernán Gómez, una pieza que retoma los momentos postreros de Car-los Galván, un cómico de la lengua que supo defender su profesión hasta la muerte, en encarnizada batalla contra el cine, el video, el DVD y hasta los gimnasios, en una personificación de intensa interiorización de José Antonio Lobato. Música tradicional de Asturias y Cuba se abrazaron en la gala fusión CubaAsturias, dirigida por Eduardo Blanco, en que intérpretes del suelo cubano y el Principado cantaron temas emblemáticos. Resultó una puesta musical en que alcanzaron gran lucimiento la soprano Johanna Simón, la cantante Tina Gutié-rrez y Chus Pedro, quien –además de cantar junto a Johanna y Tina– brindó con su grupo temas de su más reciente fono-grama De ñublu y orpín. En la segunda parte de dicha gala, la compañía fla-menca Ecos interpretó coreografías de Milagros Medina, en las cuales lo con-temporáneo se imbrica a la raíz flamenca con gran fuerza expresiva, especialmen-te en el estreno de Entre aguas, y en la versión aflamencada de Vete de mí, a partir de una grabación de El Cigala. Impactante fue el final de La Huella... este año. La clausura –también dirigida por Blanco–, se inició con fragmentos Revolución y Cultura 58

de Aquel brujo amor, con el Ballet Español de Cuba, en coreografía de Eduardo Veitía, que llevó a escena la suite y las danzas del terror y del fuego. Ballet moderno con aires hispánicos conciliaron en Tablada códigos contras-tantes, con el soporte musical de Antonio Vivaldi, en este caso a cargo del Ballet Nacional de Cuba. Tina Gutiérrez, por su parte, brindó un minirecital de altos vuelos con piezas cubanas y un popurrí de canciones astu-rianas, romanzas de zarzuelas de dicha región y temas de Víctor Manuel, todo lo cual adquirió en su voz timbres renova-dores. Lo anterior quedó muy bien com-plementado con el reencuentro de haba-neras con Omara Portuondo, que permitió a la diva hacer gala de su potencia vocal y la fuerza del sentimiento en interpreta-ciones irrepetibles de Veinte años, Mi Habana, Tú y La paloma. Por último, la Charanga de Rubalcaba interpretó temas que disfrutó plenamente el público, como La Chúcha, Bruca maniguá y La esperanza. El buen hacer de los músicos y el virtuosismo de Guillermo Rubalcaba al piano y al violín, indistintamente, sin dejar de dirigir, así como la inusitada presencia de integrantes del Ballet Español de Cuba y del Nacional, quienes pusieron en escena intensas dinámicas improvisadas por Veitía, constituyeron un verdadero regalo para los asistentes. (A.O.)

«Habana Blues», dos Goya El filme Habana Blues, del realizador español Benito Zambrano, se alzó con sendos premios Goya a la mejor banda sonora y mejor montaje en la XX Edición de esos lauros del cine español. Fuentes allegadas a X Alfonso, uno de los participantes en la música del filme, consideraron el premio como un triunfo colectivo, informó la agencia noticiosa Prensa Latina. Junto al mencionado músico, tomaron parte en dicha banda sonora, los instrumentistas y compositores Juan Antonio Leyva, José Luis Garrido, Dayan Abad, Descemer Bueno, Kiki Ferrer y Kelvis Ochoa. La película, una coproducción de España, Cuba y Francia, en el pasado Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana mereció el Coral al mejor filme realizado por un director no latinoamericano, así como el concedido por la UNEAC. (FUENTE: AIN)

Pineda Barnet: Premio Nacional de Cine Parece que cabe en una de las frases del acta del jurado, que Enrique Pineda Barnet mereció aquí el Premio Nacional de Cine 2006 por su notable labor de toda una vida vinculada a este arte, como creador y pedagogo; pero detrás de esas palabras está el trabajo sostenido de este director, guionista, crítico, actor y narrador, dueño de una amplia filmogra-fía en la que sobresalen los docu-mentales David (1968) y Che (1969), y los largometrajes Tiempo de amar (1989) y La bella del Alhambra (1990). Con esta última conquistó en su mo-mento el Premio Goya, de la Academia española, en el apartado de mejor filme extranjero de habla hispana. Otras distinciones acumuladas por este artista son el Premio Mano de Bronce del Festival Latino de Nueva York (1991) y el Pitirre del Cinemafest, de San Juan, Puerto Rico (1991). A la cuarta edición de este Premio, fueron nominadas otras doce destacadas personalidades del cine cubano, entre ellas los actores Sergio Corrieri y Daysi Granados –un dúo memorable en Memorias del subdesarrollo, del fallecido Gutiérrez Alea–, y los cineastas Juan Padrón y Fernando Pérez. (FUENTE: PL)

Alta expresión del canto coral Con una estructura que lo acerca al Festival de Coros de Santiago de Cuba, CorHabana 2006 sustituyó el tradicional encuentro con agrupaciones de Estados Unidos, por una visión nacional e internacional más amplia, que permitió al público escuchar obras totalmente inéditas. La sala Roldán del Auditorium acogió la gala de apertura, un espectáculo que marcó el evento y resultó insuperable. Tanto el repertorio seleccionado como la fuerza expresiva de los cantores y directores, el cuidado y respeto a los estilos, la confluencia de épocas y lenguajes, merecieron una atención absoluta del público y un sitial destacado en la historia de la música coral en Cuba. Destacaron aquella tarde los coros Infantil, Entrevoces y Nacional, dirigidos por la maestra Digna Guerra, en repertorio de muy variadas épocas y latitudes, que adquirió monumentalidad en La batalla de Jericó, interpretada por la tercera de las agrupaciones antes mencionadas. El Orfeón Santiago, por su parte, realizó verdaderos alardes técnicos y estilísticos, que incluyeron virtuosas polifonías y un trabajo de excepción en El castigador,

en el cual sobresalió el timbre excepcional de sopranino de Miguelito, quien realizó un bellísimo dúo en Para vivir, de Pablo Milanés, con Griselle. Finalmente, Electo Silva invitó al Coro Nacional y a su directora a subir a escena para conducirlos con su habitual maestría en Juramento, de Miguel Matamoros. De las otras jornadas, vale resaltar las presentaciones en la Basílica Menor de San Francisco de Asís, que acogió pro-gramas de altos contrastes, el cual dio inicio con el Ensamble Vocal Luna, condu-cido por la profesora Sonia McCormack, cuyos intérpretes denotaron una perfecta armonía, unido a la belleza de sus timbres en obras tan distantes en tiempo, espacio y estilo como Salve Regina, de Miklos Kocsar; Aleluyas criollas, de Leo Brouwer; Hamba Lulu, canción sudafricana de M. Brewer, al tiempo que las cadencias típicas del son emergían de Iré a Santiago, de Roberto Valera. Un montaje de las voces muy contemporáneo evidencia Pro-Música, de la Universidad de Vilnius, Lituania, en un diapasón que abarca desde temas cotidianos como ¡Ojalá llueva!, imbuido de la frescura de lo bucólico, hasta temas de la envergadura del Ave María, de U.Sisask. Otra nota destacada la ofreció, en este caso entre los coros del patio, Vocal Leo sobresalió tanto por sus inter-pretaciones vocales como por el con-cepto de teatralidad que sirve de soporte a sus actuaciones, en las cuales se advierten detalles coreográficos, como en El bodeguero. Muy esperado por el público, el Coro Femenino Léttsveit Reyjavikur, rectorado por la maestra Johanna V. Pórhallsdóttir, de Islandia, mostró un impoluto empaste vocal y muy novedoso, por tratarse de canciones autóctonas que abrieron nuevos horizontes auditivos a los espectadores, gracias a la originalidad de sus engarces y la precisión en finales impactantes. (A.O.)

Del Periodismo Cultural Lisandro Otero y Julia Mirabal fueron merecedores del Premio de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro, a la obra de toda una vida. En ceremonia efectuada en el Museo Na-cional de Bellas Artes, Abel Prieto, mi-nistro cubano de Cultura, destacó el periodismo de análisis y de síntesis excepcional que Otero practica, así como la labor de promoción del arte y la cultura realizada por Julia Mirabal durante años. El escritor y periodista Lisandro Otero, al agradecer el

lauro, señaló la importancia que ha tenido y tiene el periodismo, especialmente el de temática cultural, en su obra como escritor. No por gusto, su trayectoria en este oficio abarca casi sesenta años. (FUENTE: AIN)

Ramona de Saá y Santiago Alfonso: Premios Nacionales de Danza La comunicad danzaria cubana e internacional se regocija con la entrega del Premio Nacional de Danza a Ramona de Sáa, directora de la Escuela Nacional de Ballet y reconocida personalidad de la danza cubana e internacional; y al coreógrafo, maestro y director Santiago Alfonso, reconocido ex bailarín del Conjunto Nacional de Danza Moderna y verdadero artífice de la imagen artística del show del cabaret Tropicana en todo el mundo. El Premio Nacional de Danza les fue en-tregado a estos exponentes del arte danzario cubano y ejemplos de maestros, artistas y ciudadanos, el pasado 29 de abril, Día Internacional de la Danza, en una hermosa función de gala. (FUENTE: CUBARTE)

X Alfonso, Revelación en España El músico y compositor cubano X Alfonso fue distinguido con el Premio Latino Revelación que otorga la Academia de la Música de España. Se trata de un ga-lardón que se entrega con carácter especial, y lo han recibido en anteriores ocasiones el colombiano Juanes (2002), el peruano Gian Marco (2003), la brasileña Adriana Calcanhotto (2004) y la mexicana Julieta Venegas (2005). Según el comunicado de la Academia, Alfonso ha contribuido de forma decisiva a modernizar la música cubana. Su música es una mezcla de diferentes géneros modernos como el house, el rock, el tecno y el hip hop con ritmos tradicionales cubanos. Además de cantante y compositor, es realizador audiovisual, y ya en 2002 estuvo nominado en tres categorías de los Grammy Latinos por su disco X More. (FUENTE: ELUNIVERSAL.COM)

Recibe Silvio distinción de la Academia Española de la Música

canciones de Rodríguez «son un símbolo de compromiso social y político, y un ejemplo de escritura poética». El Premio Latino a toda una vida fue recibido con anterioridad por la cantante y actriz española Rocío Durcal, recientemente fallecida, César Portillo, Armando Manzanero y Chavela Vargas. Silvio trabaja actualmente en una antología de canciones de Noel Nicola, compañero de generación y con quien fundó, junto a Pablo Milanés, la Nueva Trova cubana. Además, el trovador presentó en su último disco, una recopilación de canciones suyas compuestas en los años sesenta. (FUENTE: AFP)

Cine Pobre: Premio al talento Durante la clausura del IV Festival Internacional de Cine Pobre, suponemos que Humberto Solás, su presidente, al librar la convocatoria para la próxima edición, sabe en las honduras que se mete. Y lo decimos por la magnitud de la recién concluida cita: más de ochocientos parti-cipantes, doscientos cuarenta de ellos provenientes de treinta y cinco países de todos los continentes. Cuatro veces la cantidad de la primera reunión en Gibara. Esta vez los premios en las diez categorías en que se concursa, recayeron en Di buen día a papá, (popularidad, recibi-do por la actriz Isabel Santos), del boli-viano Fernando Vargas; Soñar en Nablus (Gran Premio Roberto Rosellini en do-cumentales, obras experimentales y videoarte), de Sergi Sandúa y Carlos Delfa, de España; A cada lado (maquetas, proyectos en proceso y guiones de largometrajes de ficción), del argentino Hugo Grosso; La ciudad del sol (ficción largometraje y prensa), del eslovaco Martin Sulik; y al mediometraje Ganso salvaje (prensa) del iraní Mahmoud Reza Sani. Esta IV edición, que rindió homenaje a la polifacética actriz Aurora Basnuevo y tuvo importantes espacios teóricos, fue acompañada por conciertos de Haydée Milanés, David Torrens, William Vivanco, Kumar y la orquesta Original de Manzanillo; puestas en escena del grupo Pálpito, y exposiciones plásticas con destaque para la de Jorge Hidalgo, Cerca del mar... veremos, entre otras acciones. (FUENTE: GRANMA DIGITAL)

El cantautor Silvio Rodríguez fue distinguido con el Premio Latino a toda una vida, por la Academia Española de la Música. Esta institución destacó que las 59 Revolución y Cultura

arzo nos sorprendió con sus primeros calores. Nos sorprendió también en las reparaciones que emprendimos en nuestra galería Espacio Abierto. Pero en medio de todo ello, tuvimos el regalo de una lectura de la narradora Laidi Fernández de Juan, autora de tres libros de cuentos premiados: Dolly y otros cuentos africanos, Oh, vida y La hija de Darío. Tres relatos leyó esa tarde de marzo, todos de su próximo libro His-torias de María E, y con esta lectura entraba en receso, hasta nuevo aviso, el ciclo de conferencias «Narradoras de His-toria(s)», un diálogo entre historia y fic-ción. Como ya conocen muchos de nuestros lectores, las protagonistas son conocidas y admiradas académicas y escritoras cubanas. Las primeras nos hablan de sus novedosas investigacio-nes sobre mujeres, vida cotidiana, his-toria social e historia de la familia en los siglos XVIII y XIX. Las segundas nos leen y comentan sus más recientes cuen-tos o pasajes de novelas. Revolución y Cultura 60

Ya el primer día de abril estábamos de estreno: galería lista e inauguración de la exposición Play Ball, la cual formaba parte de las muestras colaterales de la 9na Bienal de La Habana. Ese mismo día, además, se presentó el primer nú-mero de Revolución y Cultura correspon-diente a 2006. En cuanto a la muestra, que reunía las obras de cinco artistas –Alain Pino, Douglas Pérez, Franklin Álvarez, Reinerio Tamayo y Rubén Alpízar–, de acuerdo con las palabras de la crítica Caridad Blanco de la Cruz: […] se manifiesta un poco de esa pluralidad mantenida dentro de la artes visuales cubanas durante las dos últimas décadas. A ellos, como grupo transitorio para asumir el proyecto que ahora presentan […] los une por una parte el hecho de beber de esa fuente nutricia que es la cul-tura popular y sobre todo la oralidad de la misma en su sentido más am-plio. Por otra parte, muchos son los juegos en los que cada artista se ha adentrado al establecer las líneas generales de

su discurso, desde la apropiación, la cita, la manipu-lación y los subterfugios que ellos han utilizado para expresar conte-nidos diversos […]. El juego que se está jugando aquí tiene que ver con la reflexión que busca el hu-mor. Más adelante, el 18 de mayo, inauguramos otra importante exposición. En este caso de uno de los principales artistas y diseñadores de principios del siglo XX en nuestra Isla. Déme me-dia tropical, de Jaime Valls, reunió más de una veintena de originales de la serie de anuncios que el artista rea-lizó para la conocida marca cervecera. Estas piezas se conservan gracias al celo de su sobrina, Avelina Alcalde, quien tuvo la gentileza de facilitár-noslas. Las palabras inaugurales estu-vieron a cargo del crítico y presidente de la Cátedra de Gráfica Conrado W. Massaguer, Jorge R. Bermúdez, quien expresó: Si bien la función comercial que rige estas ilustraciones le dicta [al artista] plasmar las imágenes inmediatas de la vida más externa, ellas siempre escapan de la vulgaridad. ¿La causa? Su sabia selección de las imágenes y las situaciones en las que las inserta y expresa con verismo y artisticidad, aun cuando lo representado sea una suerte de representación gráfica del dato real. Él no expresa la rea-lidad tal como es, sino tal como quiere que sea. Y, entrer otras cosas, la quiere bella, elegante…

Un libro muy, pero que muy valiente.

Oscar Loyola Vega entro de la historia nacional hay no pocos temas de elevada recurrencia a los que se vuelve, una y otra vez, generación tras generación, como si en ellos se encon-trase el fin último de nuestro destino o, al menos, la condensación efectiva de lo que somos, o de lo que pudimos o po-dremos ser. De entre ellos, los relaciona-dos con el proceso de lucha anticolonial en la segunda mitad del XIX atraen al estudioso habitualmente con la madeja de sus heroicidades, sus mitos (verídicos o no), sus figuras (Céspedes, Agramante, Martí, Gómez, Maceo), su innegable ac-tualidad durante más de cien años (¿qué liberación social se pretendía promover, en realidad?) y sus acendradas tergiver-saciones acumuladas por cuatro cohor-tes, en función de una reafirmación na-cional tan necesaria históricamente como reiterada en la cotidianidad. El universo mambí, la expulsión de España de la Perla de las Antillas, la subsecuente creación del Estado cubano, el olor a pólvora, el sudor de los caballos estremecidos por el fragor del combate, el hedor de los cadáveres bajo un espantoso sol tropical, la hierba verde marchitada por torrentes de roja sangre han operado, y operarán mucho tiempo aún, como un maravilloso acicate al trabajo histórico, a lo que ha contribuido poderosamente la innegable existencia de una literatura, una música, una prensa, una plástica mambisas, que han creado y saturado un campo intelectual –pidiéndole prestada la frasecita a Bourdieu– de altísimos quilates en sus valores intrínsecos. Ante tal avalancha creativo-informativa, se diría que nada original o nuevo puede

hacerse. Y he aquí que un perenne estu-dioso, Francisco Pérez Guzmán, sorprende a los interesados con un libro, Radiografía del Ejército Libertador, 1895-1898, publicado por Ciencias Sociales en los marcos del Centenario de la muerte de Máximo Gómez, que constituye el más rotundo mentís a aquellos que consideran que sobre los enfrentamientos anticolonialistas de la antepasada centuria «ya todo está investigado». Haciendo válido el postulado innegable de que la inquietud intelectual, unida a la laboriosidad académica, son dos instrumentos imprescindibles a la hora de diseñar, iniciar y culminar un ejercicio del saber en los estudios sociales, Pérez Guzmán demuestra con su obra las enormes la-gunas del conocimiento histórico en etapa tan crucial del devenir antillano, y la indudable

necesidad de reflexionar sobre datos, hechos y procesos que de manera habitual han sido utilizados acrí-ticamente por una historiografía acomo-daticia, tradicionalista y poco seria, para la cual la repetición de esquemas a todas luces insostenibles ha constituido la ma-nera idónea de defender «su» construc-ción del ser nacional. Por supuesto que una investigación que pretendiese caracterizar al ejército mambí en la segunda gran contienda independentista exigía un exhaustivo trabajo con fuentes primarias no explotadas –en su exacto sentido histórico francés de utilizadas– en la misma dirección con anterioridad. Sin embargo, un estudioso que enfrentase el tema sin previa preparación poco hubiese podido obtener con dichas fuentes. Pérez Guzmán, con un aval de cuatro décadas de acercamiento al universo del independentismo insular, y por ende, con un serio conocimiento de sus complejas realidades, estaba ca-lificado para llevar a cabo tal estudio, después de sus trabajos sobre guerra regional, composición del mambisado o Guerra Chiquita, por mencionar sólo algunos ejemplos. Su rica experiencia en la labor de localización y análisis de fuentes le permitió navegar con buen tino por el tedioso fárrago de información, muchas veces inexacta, otras incompleta, existente en relación con los integrantes del mambisado, ya fuesen oficiales, clases o soldados. La monografía refleja un impresionante trabajo con la información descrita y la validez de la base de datos confeccionados, que constituye, desde los inicios, uno de los grandes éxitos del estudio emprendido. La correcta estructuración de dicha base facilitó la agrupa61 Revolución y Cultura

ción temática y su posterior análisis, en función de una caracterización de los combatientes antillanos no realizada con anterioridad. De manera paralela, los comentarios sobre los problemas que se aprecian en fuentes de esta naturaleza demuestran el interés del autor por via-bilizar a sus colegas investigaciones pos-teriores. Los resultados de la indagación (cuya verdadera duración en tiempo «concreto» no puede ser cifrada) presentaron al ejecutor una insoslayable alternativa: obligar a sus datos a insertarse en las versiones al uso o, por el contrario, emprender el camino de una muy profunda desmitificación histórica, con los riesgos y suspicacias que esto implica en los marcos de un gremio que por su solidez estructural es poco dado per se a novedades demasiado golpeantes, escabrosas o algo incómodas. Afortunadamente para la historia nacional, Pérez Guzmán no tuvo dudas, ni experimentó jamás titubeos. Todos aquellos que conocíamos del avance de la investigación, sabíamos que esta, en su plasmación final, echaría por tierra creencias muy extendidas de antaño y haría pensar, sin ánimos innova-dores festinados, en problemas suscep-tibles de novedoso enfoque, aún cuando no fuesen del agrado de algunos, abroquelados en la comodidad de una interpretación del accionar del mambisado que no comprometiese sus subjetividades personales. Así desfilan ante el asombrado lector la verdadera pertenencia clasista de nuestros libertadores; la ubicación regional de estos; las irregularidades nada «mambisas» que permitían acceder a altos grados militares; la relación caudillo-clientela en los campa-mentos cubanos; la supuesta discrimi-nación racial en las filas del ejército, y su cuestionamiento en función de una más comprensible discriminación por extracción de clase; la afectación sufrida por los rigores del clima no sólo dentro del ejército español; los efectos nada edificantes que trajo la política de seduc-ción autonomista en 1898 para ciertos sectores combatientes; el fortísimo con-trol ejercido por la primera generación revolucionaria, al decir de Máximo Gómez,

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los «hombres del 68», en la asun-ción de cargos y la toma de decisiones; el grado efectivo de conocimiento, y sobre todo, de asimilación y compren-sión, del ideario martiano en la manigua, tan magnificado por la posteridad histo-riográfica; y las pugnas por el poder dentro del aparato de dirección revolucionaria de sus más connotados representantes, hombres al fin, que mientras combatían un caduco sistema colonial luchaban por rediseñar los futuros de la patria comúnmente venerada, tanto para el provecho colectivo como para el propio. Sin soslayar otros aspectos importantes, como pueden ser los elementos que influyen en un proceso de concientización nacional anticolonial de altos vuelos, el grado real de influencia de la cultura antillana en la vertebración de la lucha independentista, el autor presenta sus datos e interroga al lector sobre los problemas ya señalados en incesante diálogo, que permite a este la constante reconstrucción del discurso narrativo. Hacer pensar y no decepcionar pasivamente, es el principal objetivo que se desprende de la monografía. Sin falsos alardes eruditos, sin pretensiones innovadoras exacerbantes, con un cuer-po referativo mesurado y crítico, y un absoluto respeto por aquellos compa-triotas de antaño que dieron lo mejor de sí para establecer el Estado Nacional, Francisco Pérez Guzmán, simple y afortu-nadamente «Panchito», demuestra con esta obra por qué integra el selecto grupo de los galardonados con los premios nacionales de Historia y de Ciencias So-ciales, regalando a los estudiosos un libro desde ya imprescindible en la muy abundante historiografía sobre las gue-rras de independencia, a la par que da el notable ejemplo de probidad intelec-tual de que la absoluta asunción en el ayer y el hoy de aquella hermosa frase consustancial con el alma nacional que expresa «¡Al combate corred, bayameses! jamás ha estado, ni puede estar históri-camente reñida con la comprensión y el análisis de los errores cometidos a lo largo de la sublime, patriótica y escabro-sa carrera a la que se convoca.

Por: Adelaida de Juan

Flavio convoca l 28 de febrero pasado, Flavio Garciandía dio a conocer una carta invitación para la novena Bienal de La Habana; me parece conve-niente citar al menos su sección inicial, por ser aclaratoria del más reciente pro-yecto de un artista que durante décadas ha movido el panorama de las artes visuales de nuestro país. Escribió Flavio a más de centenar y medio de artistas cubanos, de diversos lugares de residen-cia, generación y reconocimiento crítico: «Te invito a colaborar en mi exposición Auge o decadencia del arte cubano en el Museo Nacional de Bellas Artes. Con-siste en pintar a partir de ‘mi carta de colores’ una banda de color plano en un cuadro de 1.50 x 20 m. en un proceso que durará dos semanas, [...] el cual se-rá grabado y fotografiado a los efectos de producir un DVD que constituya una memoria del evento.»1 Después de estas condicionantes factuales, Flavio aclara que no pretende juzgar si el momento es de «auge» o de «decadencia» (térmi-nos de por sí ambiguos aplicados a la producción artística), porque, «incluso, ambas situaciones pueden coexistir. Sólo trato de ejercer el posible poder de con-vocatoria que tenga sobre los artistas actuantes, a fin de inducir o provocar al-guna reflexión crítica sobre este tema». Los días de la realización del panel, regis-trada en la grabación que se muestra en la sala de exposición, revelan la actua-ción constante de Flavio quien se ofreció a pintar la banda correspondiente a aquellos artistas invitados que no pudieron asistir físicamente a la pintura y habían comunicado su escogida cromática (la carta reproducida en la invitación ofrecía treinta y una tonali dades). No cabe dudas que se trató de una especie de «performance» creativo de Flavio, que deja la memoria de la banda de colores, a más del futuro registro computadorizado. No cabe duda de que el poder de convocatoria fue exitoso, habiendo

Flavio Garciandía en el Museo Nacional de Bellas Artes durante la IX Bienal de La Habana, 2006. Foto: Angel S. González

cons-tituido un nuevo hito en el devenir de las iniciativas de artistas de diversas ten-dencias en Cuba. Las acciones plásticas colectivas que han sido realizadas en nuestra ciudad durante las últimas cuatro décadas han tenido características y proyecciones bien diferenciadas, lo cual acentúa la novedad de esta iniciativa en la novena bienal de artes plásticas. Una de las acciones que más llamó la atención al exhibirse en Cuba el Salón de Mayo parisino de 1967 fue la obra de gran formato que convocó a cien cubanos, franceses y ciu-dadanos de otros países presentes en La Habana para pintar en el gran rectán-gulo colocado en una céntrica acera de La Rampa. Dividida en segmentos que se enroscaban en una espiral cuyo centro fue pintado por Lam, uno de los más no-torios promotores del evento todo, el mu-ral transportable juntó no solo a artistas plásticos de distintos estilos y modos de trabajar, sino también a escritores, cuyos textos llenaban el segmento a ellos asignado. El elemento unitivo estaba dado por la sugerencia de infinitud de la espiral, y la variedad de estilos, méto-dos, pinturas, poemas, frases incitantes, las cuales se integraron

en un panel hoy restaurado y recuperado por el Museo Nacional. Ha recibido el nombre de La gran espiral, figura que alude a la apertu-ra ilimitada de sus posibilidades virtua-les y reales.2 El siguiente esfuerzo de magnitud fue el resultado del Encuentro de Plástica Latinoamericana celebrado en Casa de las Américas en 1972, el cual, encabezado por el pintor Mariano, reunió en la delegación cubana a pintores, grabadores, escultores, críticos, caricaturistas y diseñadores. Como resultado de uno de los acuerdos tomados en ese Encuentro, los cubanos diseñaron durante un año un guión de la exposición y su desarrollo en los espacios de las tres plantas de la Casa. Tal esfuerzo culminó en la muestra titulada Imágenes de Cuba 1953/1973. Pasado y presente, tránsito hacia un presente definitivo, inaugurado el 5 de julio de 1973. En ese momento, escri-bí que «sus imágenes disímiles consideradas aisladamente integran un todo unitario».3 Tal esfuerzo de estilos individuales lado a lado en un afán conceptual unitario no fue repetido en el siguiente Encuentro de la Casa. En ese nuevo es-fuerzo, los artistas colaboraron en la

realización de un panel colocado en una de las fachadas de entrada de la Casa y, a la vista de los transeúntes, trabajaron todos juntos, en ocasiones colaborando con un brochazo auxiliar aquí o allá. El mural permaneció a la vista pública durante corto tiempo: quedan las fotografías tomadas en el momento y la memoria de los que de alguna manera colaboraron en el evento. Con posterioridad, en décadas recientes, se ha hecho relativamente frecuente contar con el auxilio de artistas y estudiantes para la realización de murales efímeros colocados en los escenarios de una convocatoria política, educacional o conmemorativa. Esta práctica no es privativa de la capital, como en los casos anteriores citados, sino que ha adquirido, con variante nivel cualitativo, una expansión nacional. En cierto sentido, recoge la iniciativa de la década de los sesenta, durante los cuales, pintores populares realizaban carteles para los CDR o las manifestaciones populares (que tanto nutrieron y fueron potenciados en alto grado por algunos artistas, notablemente Raúl Martínez, quien inauguró una manera conceptual que al cabo fue 63 Revolución y Cultura

asimilada y asumida como propia). Ahora, en los inicios de un nuevo milenio, Flavio, muy a su manera, ha dado una nueva vuelta a la tuerca y, mediante su posición relevante, ha realizado una novedosa convocatoria que ha tenido un buen eco receptivo. El entusiasmo de la ejecución misma del panel, su claridad visual y su asepsia iluminan la sala en la cual se encuentra durante las semanas de la Bienal. El local en el cual se realizó y ahora cuelga el panel de bandas coloreadas está flanqueado por dos proyectores que funcionan continuamente. En uno se registra la ejecución misma de la pintura convocante. En el otro, una retrospectiva antológica de Flavio se desarrolla ante nuestros ojos. Fotografías del artista (solo en su estudio en Monterrey, con sus gemelas cuando eran pequeñas, con colegas en otros eventos internacionales, etc.) se intercalan con imágenes de diversas etapas de su incesante labor creadora, frases y letreros, nombres de artistas y escritores, títulos de obras y otras claves de su incesante bregar con los continuos cambios del quehacer contemporáneo en el terreno de las llamadas artes plásticas. Incluye también algunos letreros y frases destinados a chocar o provocar una reflexión dentro del campo de la indagación

estética. «Derecho a banalizar» o «Derecho a cantar cantos de cisne» han sido en determinados momentos banderines de enganche para desacralizar determinados cánones o quizás, dentro del am-biente paródico deseado, establecer la posibilidad de nuevos parámetros. Al recorrer la obra de Flavio, en las obras por él escogidas para esta antología, viajamos, a lo largo de casi tres décadas, gracias a ejemplos que provienen de las series de «Los cisnes»; «Los Refra-nes»; «los Cuadros del Museo»; la memo-rable Tropicalia; «Gorki y Lam en Disneylandia», ejemplo paródico que une a dos grandes bien evaluados por el artista; la incitante «Una visita al Mu-seo de Arte Tropical»; las series de «Frijoles» negros, blancos, colorados (recuerdo aún la excelente pieza en ne-gro destacada en el concurso de estan-dartes convocado por Marta Palau en el CECUT de Tijuana hace cerca de diez años), series de obras más recientes, en las cuales las líneas dibujan trazos sobre fondos de diverso cromatismo. Flavio añade, además, algunos nombres que evidentemente representan un asidero conceptual de su mundo estético: aquellos van de escritores como Lezama Lima y Severo Sarduy a –creo que con mayor peso conceptual y referativo– pintores como

Martínez Pedro, Rothko, Gorki, Basquiat. Son evidentemente claves que acentúan aún más el mundo en que gus-ta moverse el artista, cuya constante e inquietante obra ha sido incesante a lo largo de los años, desde que se dio a conocer a mediados de los años setenta, con un hiperrealismo que pronto aban-donó por búsquedas de otra índole. Siempre up-todate, Flavio Garciandía ha devenido uno de los artistas más significativos de la actual producción plástica en un amplio horizonte exposi-tivo. Esta convocatoriaperformance-testimonio proyectado ha constituido una buena prueba de su vigencia y actuali-dad en el panorama de las artes visua-les de nuestros días. NOTAS 1 Catálogo «Auge o decadencia del arte cubano. Flavio Garciandía», Novena Bienal de La Habana, Museo Nacional de Bellas Artes, marzo 2006, s.p. 2 Cf. Alain Jouffroy, «La gran espiral colectiva de Cuba», Revolución y Cultura, No.4, oct.-nov.-dic. 2003, pp. 10-14. 3 Cf. Adelaida de Juan, «El XX aniversario de la Casa», Casa de las Américas, No. 80, sept.-oct. 1973, pp. 160-162.

Los más allá de Mena y Montes de

Andrés D. Abreu

Rigoberto Mena, Convivencia. Obra realizada en la calle Empedrado entre Villegas y Aguacate, en la Habana Vieja. Foto: Ricardo Rodríguez

tendiendo a las Dinámicas de la cultura urbana como tesis de la Novena Bienal de La Habana, el posicionamiento artístico y creador cerca de las prácticas contextuales resultó favorecido en su curaduría. Repasando la selección de artistas para el evento, resalta, ante una observación de la lista de participantes nacionales, una evidente dualidad en el sentido de abordar lo sociocultural urbano. De un lado pudiera agruparse una buena cantidad de creadores con Revolución y Cultura 64

una obra reciente, constante y evidentemente vinculada a los asuntos temáticos propuestos por la Bienal: digamos que artistas como Roberto Diago, Guillermo Ramírez Malberti y Rigoberto Mena se han mantenido en los últimos años cociendo su arte sobre el calor de los conflictos de la ciudad. De otra parte, y en menor cantidad, están aquellos como Raúl Cordero, Duvier del Dago o Carlos Fernández Montes de Oca, quienes eventual o puntualmente han abordado a fondo campos

relacionados con la tesis planteada pero que han sido convocados, sobre todo, por el sentido de pertenencia a proyectos específicos presentados al evento. Observando esta misma selección de artistas nacionales desde el resultado final expuesto, llama entonces la atención como unos más que otros, lo mismo siguiendo pautas de lo ya hecho o a partir de experimentos concretos, lograron singularizarse dentro de la muestra elevando su cercanía e incidencia en el contexto. Y desde esta perspectiva merece resaltar los proyectos Convivencia, de Rigoberto Mena, y Aurora, de Carlos Fernández Montes de Oca. Sobrepasando al pintor abstracto La poesía está en la forma de las ciudades. Vamos entonces a construir perturbaciones. La belleza nueva será de situación, es decir, provisional y vivida.1 La carrera artística de Rigoberto Mena sentó sus raíces en la abstracción durante los años 90, cuando la apropiación figurativa y el conceptualismo se batían de tú a tú en Cuba. Pero, ya cerrando la última década del siglo pasado y sobre todo abriendo el nuevo milenio, cierta movida y polémica acerca de un nuevo abstraccionismo nacional ayudaron a un sistemático reconocimiento de sus aportes pictóricos. Cómo no habría de ser así, si mientras otros intentaban el (re)andar por esos caminos olvidados, ya él venía andando, e incluso, con lo andado a cuestas había tomado una velocidad evolutiva digna de atender. Fue esa misma aceleración creativa, un respetable oído crítico y una inteligente manera de absorber conocimientos los que le permitieron incorporar constantemente nuevos elementos a su obra, trasladándola de una posición básicamente gráfica a un sistema mucho más nutrido, alimentado de un arqueológico mirar a la agredida realidad arquitectónica, la revelación en ella de huellas emitidas por el sentir urbano vivo, y la incorporación de un punzante aliento conceptual-popular. Tomar de todos estos caldos citadinos le valió buenos resultados a su configuración visual, pero devolverlos ya como hacedor de su propia ciudad pintada, generando una visualidad casi mural, identificable y diferenciada fue un paso que se precipitó inmediatamente y tras él la entrada de lo fotográfico como nuevo medio incorporado al sugerente y provocador collage. Gráfica, pintura y fotografía son las herramientas con que se debate el hacer actual de Mena, quien con su participación en la Bienal de la Habana logra otro escalón de consagraciones no solo por estar entre los elegidos, sino por ratificar el ascenso de su espiral desde lo construido para el evento. Su accionar sobre un espacio urbano abierto y olvidado tras el derrumbe de un edificio citadino le permitió comprobarse en la aptitud para inventar sobre la capacidad para representar. Mena se arriesgó y pactó una confrontación in situ entre él y la ciudad hasta ahora utilizada. El artista, más allá de lo abstracto o el interés conceptualista, se vio

obligado a demostrarse frente a la propia naturaleza de su trabajo y sus incidencias socioculturales. «O me superas como realidad o te devuelvo a la nada», pudo tal vez susurrarle bajito una pared mientras algún vecino lo miraba. Creo que él lo sabía de antemano o lo escuchó bien porque, en su generalidad, la intervención realizada en la calle Empedrado, entre Villegas y Aguacate, vence el reto y la Convivencia funciona. El lugar es hoy el mismo y otro a su vez, pero indiscutiblemente ha ganado en sobrecogimiento a partir de lecturas sugeridas y simbolismos incorporados desde elementos desbordados de sí mismos, destacados y reconfigurados ahora desde un lenguaje plástico éticamente más comprometido. Hay llamados de reflexión en lo instalado a partir de un contraste que se propicia desde los elementos, ya no solo de lo constructivo-decadente sino también pertenecientes a lo doméstico desechado o lo urbanamente obsoleto. Continúa siendo este un contexto creíble a pesar de la evidente infiltración del imaginario (el artista incluso aceptó algún que otro aporte del vecindario) porque su resignificación ha partido de la legitimidad y el diálogo, una loca-lidad en ruinas revalorizada que a su vez controversia con una generalidad circundante lastimada por la misma y dura verdad del deterioro. Cier to que todo lo hecho allí, tal vez, no sea válido jamás como conjunto fuera de esta trama situacionista –algunas piezas pudieran salvarse sobre otro muro y muy pocas lo harían sobre la blanca pintura de una galería de no arrogarse como un

Carlos Alberto Fernández Montes de Oca en el Proyecto Aurora, el arte purifica Foto: Cortesía del artista

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cuestionamiento al mismo «Arte». Pero esos son los riesgos que, asumidos y vencidos, definen en la contemporaneidad al buen artista cuando sobrepasa al mero pintor de taller. Después del ídolo. Nous faisons ce que nous pensons qu´íl y a lieu de faire. Et pour ce qui est de l´art, c´est à lui de nous poursuivre s´il le juge nécessaire.2

Carlos Alberto Fernández Montes de Oca en el Proyecto Aurora, el arte purifica Foto: Cortesía del artista

Revolución y Cultura 66

Si no el más, uno de los más mutantes artistas cubanos contemporáneos es Carlos Fernández Montes de Oca. Diríamos que ya es sistémico en él moverse de un medio o formato a otro haciendo de lo impredecible un ardid que mantiene latentes las expectativas sobre su obra. Es este un modus operandi no impuesto sino asumido por el desarrollo de su personalidad creativa sobre la base de partir de una idea que ha de convertirse en artefacto visual según sus propias demandas de re-presentación, lo cual implica que a veces Montes de Oca arribe a la decisión del cómo o modo apropiado independientemente de si este resulta o no de moda o a tono con las corrientes determinantes dentro del mercado o la institución Arte. No obstante esa mutabilidad, la praxis de este artista ha transitado con mayor profusión por el dibujo de un grafismo muy expresivo e inteligente-mente sugerente y la instalación como manera más habitual de resolver el sentido conceptualista de sus procesos. Hay también utilizaciones de la foto-grafía y manejos del dise-ño en su recorrido, y de la pintura, sobre todo en sus inicios y también en lo más recientemente hecho antes de la Bienal. Tras su última exposición en la galería Villa Ma-nuela su visualidad había quedado mar-cada por la fuerza del ídolo, un elemento estéticamente cercano a patrones icono-gráficos pero densamente cargado de asociaciones simbólicas, e g r e g i a figura andante y reiterada en grandes lienzos que bien pudo retomar ahora para dictar un provocador recorrido por la urba-nidad que nos corresponde. Pero no, Carlos Fernández Montes de Oca volvió a torcer el timón, tiró a un costado al aparentemente robusto ídolo y se apareció en los entornos de la Bienal con

un performace esencialmente sociológico, que también pudiera considerarse minimalista en su radical respuesta contextual al evento, la sociedad que lo genera y el universo que nos envuelve. Visualmente, Aurora fue una acción de limpieza urbana tal cual, que tomó como nombre el de una de las empresas que ordinariamente rige este trabajo y utilizó a empleados que diariamente lo ejecutan en las mismas áreas donde se llevaría a cabo la propuesta artística. Como rasgo distintivo los barrenderos de calles, como popularmente se les conoce, estaban uniformados con pull-overs y gorras de color amarillo con inscripciones en azul del mensaje El arte purifica. Y es aquí, desde este texto, donde se provoca una redefinición de oficio, posibles relecturas por asociaciones con el receptor, dando lugar a las consecuentes cavilaciones y cuestionamientos de esta pieza para con su propia génesis y la realidad circundante. Para el artista, el performance Aurora, desde la higienización del contexto planteaba un llamado a la purificación de aspectos psicológicos y éticos de algunas manifestaciones vulgares y de peor gusto que asumimos ante la sociedad. Ascéticamente Montes de Oca respondía a una pulsante necesidad ciudadana desde un arte que tienta sus límites convencionales. Aparentemente, los objetos y sujetos utilizados como actantes, para su otra concepción de una limpieza de espíritu, no debían sobrepasar el inadvertido imaginario cotidiano, de no haberse reunidos en medio de una Bienal y por un artista que además les inscribe una frase tan clara como ineludible. Luego de transcurridas las dos ediciones de la acción (en áreas de la Fortaleza de La Cabaña y del Casco His-tórico de la Habana Vieja) el registro fotográfico que guarda el autor revela nuevos elementos que por un lado reafirman la intencionalidad de la misma y que por otro generan nuevas aproximaciones a su argu-mento. Entre lo más significativo ocurrido y dentro de los predios del propio arte está el hecho de que los barrenderos al operar sobre la Plaza Vieja interactuaron con los restos de la acción plástica Vive y deja vivir, del artista Alexis Leyva (Kcho), propiciando un cotejo entre los paralelismos contextuales de ambas expre-siones. Una confrontación que va más allá de la propia concepción de Montes de Oca y que bien sugiere e implica la creación de otro texto.

Notas 1 Potlach (número 5, julio de 1954). Boletín de información del grupo francés de la Inter-nacional letrista. 2 Jan Swidzinki sobre el rol del artista. L´art et son contexte: au fait, qu´est-ce que l´art?

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