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Delicatessen Me gustó tanto ese letrero desde la primera: vez que lo vi. Recuerdo que era una niña con las trenzas por la cintura todavía y cruzaba por el lugar cuando marchaba a la escuela, bordeando los bancos del parque ágilmente, feliz con el sol sobre los árboles y sobre la iglesia antigua, gris y pequeña, mientras sentía el viento pasar a mi lado, impúdico, metiéndose entre mis piernas y buscando mis pechos bajo la blusa blanca. ¡Qué sensación desconocida me producía el frescor del viento al meterse entre mis piernas! Me entraban ganas de correr, de saltar alegremente hasta agotarme, o una somnolencia dulce, y sin resistirme me quedaba en un banco, recibiendo el sol de lleno, permitiendo que el viento me estrujara. Por eso llegaba tarde en muchas ocasiones y tenía que esperar la próxima clase. Me sentaba bajo los olmos grandes y sombreados del patio y veía las parejas caminar, sentarse con libros y cuadernos abiertos y dedicarse al besuqueo. Nada mejor en esa hora que contemplar a los muchachos. Miraba sus entrepiernas sin poder evitarlo y experimentaba la misma embriagadora sensación del viento cuando me atrapaba en el parque. La falda «brown» estaba recién planchada y yo caminaba contenta con las medias nuevas, blancas y con bordes azules, apretándome las piernas. Cuando llegué al parque noté el movimiento de unos hombres, algunos trepados en escaleras y otros empujando una caja voluminosa. En un momento levantaron el letrero y lo fijaron en la fachada de una casa con grandes vidrieras nuevas. Me di cuenta, de pronto, de que en el lugar se encontraban cerca de veinte personas, todas sonrientes. Un hombre rubio y gordinflón se movía de un lado hacia otro desapareciendo por una puerta y volviendo a aparecer con platos y otros objetos en las manos. Entregaba

todo a una mujer desteñida de tetas caídas, y ésta sonreía pasándose dos o tres dedos por los cabellos al tiempo que se adelantaba a los presentes y repartía la carga de sus manos. Las letras rojas brillaban sobre un gris, parpadeantes, bonitas, deslizándose hacia un lado. DELICATESSEN. Salió a la acera el hombre gordinflón y rubio, y llamó ruidosamente a todos. La avalancha se produjo de inmediato: los primeros en llegar, empujando y riendo, fueron los muchachos del parque. Yo me acerqué cuidadosamente a las vidrieras. Detrás de ellas atraían varias clases de quesos y carnes delicadas así como dulces desconocidos por nosotros. Entré. DELICATESSEN. Ahora las letras rojas están un poco desteñidas y el viejo, más gordo y cansado, se mueve como si tuviera que arrastrar todo el paquete. Soy una cliente desde el principio. Mejor dicho, fui una cliente; ya no voy al lugar. Las cosas han cambiado: hay más tiendas con nombres en inglés, he visto otros lugares como este (Delicatessen significa «delicadezas», en alemán, según me explicara la «missi» de francés, allá en la «High»), y yo... he crecido bastante, he cambiado mucho, mucho, hasta el punto de casi no reconocerme. Según algunas viejas de mantillas negras y rostros malignos, de las que ya no quedan casi, afortunadamente, soy lo que debía ser. «Esa muchacha va a parar muy mal». Y se marchaban a la iglesia del parque a desayunarse a Cristo. No sé si tienen razón pero no lo acepto. Sería una desgracia si aceptara el triunfo de esta gente tan muerta. La verdad, me costó mucho trabajo terminar la «High». No por el estudio, no, sino por las «missis», que me odiaban; los muchachos venían a mí y yo reía, movía mis caderas, volvía la cabeza mientras recorría sus cuerpos con la mirada, por encima del hombro. ¡Era buena la vida en la «High»! El mejor tiempo. ¿Por qué tenía que cambiar todo? ¿Por qué tenía que llegar a ser esto que soy? Papá se fue a Corea cuando la guerra y no volvimos a saber de él. El recuerdo que tengo de papá es el baño en la mañana, y yo acechando para

ver su cuerpo desnudo bajo los cañitos de la ducha, los tirones de mamá que me arrancaba los cabellos y me hacía llorar. Desde el accidente de la Semana Santa del 55 no he vuelto a ser la misma ni lo seré jamás. Mi hermano enterró a mamá mientras yo me retorcía en la cama de un hospital. Cuando salí todo había cambiado, la ciudad, los días y la gente, la gente había cambiado de una manera terrible. Para esa época empezaba a desarrollarme en una forma espléndida. Mi carne llamaba la atención dentro de los pantalones ceñidos, me dejaba caer el cabello de un lado de la cara. Comprendí que estaba en desventaja, no podía darme el lujo de elegir, como las otras. Naturalmente, en mi barrio los hombres disimulaban, me saludaban en la calle con cierta indiferencia. Pero sé que al desnudarme con la ventana abierta muchos me observaban escondidos en las casas vecinas. Poco a poco se rompieron algunas vallas y ellos empezaron a venir subrepticiamente, en las noches, y ardían conmigo aunque a la mañana siguiente no me conocieran. No los culpo. Las mucha-chas me odiaban, sentían asco de mí, y ellos cuidaban las apariencias porque tarde o temprano se casarían con ellas. Yo no era más que su entretenimiento. Hasta mi hermano fue incapaz de soportar. Disimulaba pero yo comprendía el tremendo esfuerzo realizado para aceptar esa fea realidad que era su hermana. Finalmente se marchó. «Me voy a Nueva York». «Allí la vida es más

“easy”,

nena».

«No

te

preocupes,

Violeta,

te

mandaré

una

mensualidad». Me sentí más cómoda viviendo sola. Paseaba con mis «shorts» y mis sandalias, moviéndome a gusto, riendo y escandalizando. Cuando terminé la «High» busqué trabajo y fue en vano. Así que estoy en mi elemento: me levanto a la hora que me da la gana, salgo a las calles y paseo el parque, entro a las tiendas desenfadadamente, voy al cine a menudo y ciertos «week-ends» marcho hacia las playas. Las noches son mi recompensa, es mi turno, entonces. Los que vienen enloquecen con mi

cuerpo. No quieren verme la cara para no sentirse presas de mí, avergonzados de estar con algo como yo. Por eso apagan la luz desde que llegan y cierran la ventana, tratando de oscurecer la habitación lo más que se pueda. Después de esas noches me levantaba, y luego de bañarme, de empolvarme, de meterme en mi ropa escasa pero cómoda, iba al DELICATESSEN. Se apiñaban los jóvenes allí, a lo largo de las barras y en las mesas; yo entraba como si lo hiciera al «saloon» de una película del Oeste. Pero DELICATESSEN dejó de ser lo que yo tanto amaba, esa parte tan importante de mi mundo. La mujer de las tetas caídas era la roñosa, y vi como un día se la llevaron en una caja negra cortejada por las lágrimas grasientas de Mister Felstein, las cosas cambiaron. Mister Felstein aspiraba en grande, redecoró el lugar, aumentó los precios, lo hizo «chic», convirtiéndolo en una verdadera «delicadeza». Ya no cabía yo allí. Así que me quedaba en el parque. Una tarde bajó un muchacho de una guagua y preguntó por una dirección que correspondía a cierta calle de nuestro barrio. Con el pelo reluciente encima de sus ojos limpios, sus labios finos entreabiertos en una sonrisa, su cuerpo adolescente vestido bien «chévere», se acercó y escuché su voz suave, lenta. Se mudó a una porquería de habitación. Causaba lástima contemplar algo tan bello encerrado en esa pocilga estrecha y maloliente. Estudiaba en la Universidad el primer año y en los ratos libres trabajaba en una tienda. Yo me le acerqué desde el principio, fui la primera en llegar hasta el solitario en un medio nuevo y desconocido, demasiado grande y monstruoso para la vida que había llevado. Me encantó su naturalidad al tratarme. Parecía no darse cuenta, o no se daba cuenta, de lo que yo era. Ha sido el mejor de todos, el único que ha servido realmente. Nos metíamos en los cines con nuestras bolsas de «popcorn» y reíamos, me agarraba las manos, hurgaba entre mis piernas. Algunas noches de finales de semana

nos agitábamos hasta el cansancio en el Coney Island, divirtiéndonos delante de todos, delante de las muchachas asombradas de este chico tan bien parecido que las abofeteaba en pleno rostro al presentarse conmigo en público. Yo hacía cuanto podía por él: lavaba su ropa para economizarle ese gasto, la planchaba, mantenía su habitación decente, llevando cuanto podía para adornársela un poco. Cuando necesitaba algunos libros los compraba yo y le guardaba esa sorpresa, así como también camisas que él aceptaba a regañadientes. Lo esperaba a la salida de sus clases y nos metíamos en cualquier barra a almorzar, y en las tardes, aguardaba por él, que aparecía, ceñudo y hermoso, bajo la noche iluminada por el neón. No hacía más porque me prohibió recibir hombres, me quería para él solamente. Aunque sin otra entrada más que la mensualidad de mi hermano, yo me sentía feliz, dichosa de esa oportunidad que aparecía en forma de hombre, viva y tan cerca. Frank ni siquiera apagaba la luz. Dejaba que el bombillo me mostrara completamente desnuda, sin posibilidad de encubrirme, y me recorría amorosamente, hundía su cabeza en mi cuello. Mis dedos buscaban la lámpara y la oscuridad nos unía aún más. Me besaba. ¡Me besaba! Nunca esperé contar con esa extraordinaria concesión que me hacía la vida. Quizá Frank... con el tiempo... ¡Qué sorprendente encontrarme a mí misma pensando ciertas cosas! Para «Christmas» le regalé un reloj con mi nombre en la pulsa y nos amamos como nunca a pesar de que en ciertos momentos quedaba pensativo y triste, mirando siempre hacia arriba, hacia este cielo tan caliente y azul, tranquilo por el fresco de la estación. Caminábamos largo tiempo contemplando los escaparates de los comercios donde la fantasía levantaba montañas de nieve y trineos y la música surgía, infantil, y detrás o hacia los lados, envueltos en papeles brillantes, de colores, los regalos llamaban a los transeúntes. Yo me divertía en grande pero Frank no estaba muy alegre, lo

notaba cansado. Llevaba una vida agotadora. Imposible para él continuar por mucho tiempo con las dos cosas: el estudio y el trabajo. Su mirada se perdía a veces a través de la ventana de mi alcoba por donde el viento entraba, secándonos el sudor, aplacándonos, aquellas tardes de domingos en las cuales la ciudad huía hacia las playas y los restaurantes, y podíamos sentirnos tranquilos, dueños de nuestros actos, y yo adivinaba la imagen de su familia en sus ojos negros y grandes. Esa gente apenas si le enviaba dinero para pagar la matrícula y últimamente ni eso, dejaban a Frank a merced de él mismo. El pobre Frank, ¡con tantos deseos de ser profesional! Esas tardes, mientras reposaba la cabeza sobre su pecho mirando su rostro fuerte, acariciando despacio los vellos a mi lado mientras sentía el contacto rizado de sus piernas entre las que hundía las mías, tomaba su muñeca y la levantaba; allí estaba el reloj, anunciando la noche; en la pulsera refulgente guiñaban las letras: Violeta. Frank fue perdiéndose poco a poco. Comprendí que yo no sería el destino de Frank. Por lo visto no seré el destino de nadie No quiero juzgarlo, no quiero ni pensar que... ¡Bah!, le debo mucho a Frank. El me dio lo que ninguno, me trató como a una mujer. Hasta me obligó a aceptar la devolución del reloj y yo sentí que algo se caía dentro de mí; vendí el reloj prometiéndome no regalar otra vez nada a nadie. A veces lo veo de lejos. Prefiero que sea así, prefiero mantenerlo intacto en mi memoria, ahora que he vuelto a los que cochinamente llegan por vergüenza, casi con repugnancia, a desahogarse entre mis piernas. No altero mis costumbres y todas las tardes paseo frente a la iglesia en medio de las miradas y las frases sucias de los vagos del parque. Me gusta sobre todo mirar hacia el letrero y silabearlo para mí sola: DE-LI-CA-TESSEN Las letras ya no son rojas. Azules, un azul profundo y nuevo sin el

polvo de las anteriores. ¡Qué raro! Conocí a Frank cuando ya de-jaba de ir al DELICATESSEN, cuando ya no era un lugar para personas como yo. El parque no cambia. Siguen las gentes subiendo y bajando hacia el centro, los árboles dando sombra sin cobrar un «chavo», los limpiabotas, los borrachos, las muchachas que van a la escuela con faldas «brown» y blusas blancas, los que se sientan hacia el norte aguardando las guaguas que llevan a otros pueblos cercanos, y el viento, el viento suave y vivo. Y sigo yo. Sigo yo, con mis «shorts», mis movimientos, mi pelo sobre la cara y esta sensación rara que jamás tuve, esta sensación de actuar sin darme cuenta. En días pasados alguien me dijo que Frank andaba con una muchacha muy rica. Está muy bien él, parece que no tiene problemas de dinero y luce trajes bien «nice». El martes lo vi por casualidad, está saludable, tranquilo. ¡Cómo me gusta mentirme a mi misma! Lo sé todo. Es la hija del dueño de la tienda con quien anda, con la que aparece en el «chevelle». Piensa que sería un buen matrimonio. ¡Claro! Se casaría con el padre y la tienda. Me da pena por él. Yo estoy acostumbrada a recibir lo peor. Pero él no se estima con lo que hace, vende su hombría. ¡Cochino! Por eso es que me evita, me da la espalda, cambia de acera, cuando me ve aparecer en cualquier parte. ¡Cómo si yo no supiera de sus venidas al DELICATESSEN con la muchachita esa! Margot me lo dijo y quiero comprobarlo con mis ojos. Es verdad, ahí está el «chevelle» plomizo. ¡Y yo paseando como una tonta entre aquellos vagos, por la iglesia! Ahí está. Con movimientos muy educados y sonrisas una detrás de otra, engatusa a los padres con su palabreo mientras aprieta una mano de la virgencita des-colorida que lo acompaña, y ella pone ojos de buey. He golpeado con odio las llantas del «chevelle» y llego hasta las vidrieras del DELICATESSEN. Frank se ha puesto lívido, disimula volviendo la cara.

Finge que no me ha visto pero sabe que estoy aquí. Recojo mi pelo y lo ato detrás de la nuca. Que vean bien lo que soy. Cuando empujo la puerta de cristal mi imagen se refleja momentáneamente en la superficie inmaculada: los muslos bronceados, la cadera, los pechos pujantes a través de la blusita sin mangas, mi rostro: la zanja violácea que empieza en un ojo y me hunde un lado de la cara hasta llegar a un extremo de los labios, dejando fuera varios dientes. ¡Qué fresco en este aire acondicionado! Voy a sentarme sobre las piernas de Frank.

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