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EEUU: elecciones, Sanders. Dossier
Harold Meyerson Chris Floyd 20/03/2016
EE UU: La clase aparecerá
Harold Meyerson ¿Por qué esta carrera a la presidencia es diferente de todos los anteriores ciclos de campañas presidenciales? Hay muchas razones, pero en la raíz de todas ellas se encuentra el voto de acuerdo con la clase social. En grado limitado, el voto de los norteamericanos siempre se ha visto influido por su renta, riqueza y nivel educativo, la métrica más común para definir la clase de un votante. También se ha visto influido, no obstante, por otros aspectos de las identidades de los norteamericanos: raza y religión, principalmente. En décadas recientes, sin embargo, votar en las primarias presidenciales de los dos partidos ha tendido a seguir patrones más específicos. El electorado de las primarias republicanos (que se ha convertido casi enteramente en blanco) se ha dividido generalmente entre votantes más pudientes que favorecen políticas económicas tradicionalmente conservadoras (bajos tipos de interés, sobre todo) y menos preocupados por asuntos religiosos y culturales, y los evangélicos, por lo común menos pudientes, que favorecen políticas culturales antimodernas a la vez que relegan las preocupaciones económicas a un estatus secundario, si es que no las desechan por completo. La carrera a la presidencia de los demócratas con frecuencia ha presentado en décadas recientes candidatos del “establishment” (Walter Mondale, Al Gore, Hillary Clinton en 2008), respaldados por las instituciones más poderosas en la órbita de los demócratas y con fuerte apoyo de votantes de clase trabajadora. Estos candidatos se han enfrentado a “insurgentes” (Eugene McCarthy, Gary Hart, Bill Bradley, Barack Obama) cuyo apoyo entre los votantes demócratas más pudientes a menudo tenía poco que ver con la economía tradicional de necesidades primarias de los demócratas. Pero este año, no. La ruptura con el pasado es más claramente evidente en el Partido Republicano, en el que la identidad de clase ha eclipsado bruscamente la identidad religiosa y cultural como determinante primario de cómo votan los republicanos. El éxito de Donald Trump hasta la fecha tiene su raíz en su capacidad de ganarse casi la mitad de los votos de los republicanos de clase trabajadora, mientras los otros candidatos se dividían el voto de los republicanos de clase media alta. En Carolina del Sur, un estado en el que cerca del 70% de los votantes primariamente republicanos declararon en los sondeos a pie de urna que eran evangelistas, Trump se llevó la parte del león por encima de Ted Cruz, que se había asegurado el apoyo de la gran mayoría de los pastores y organizaciones evangelistas. Pese al apoyo a Cruz del estamento evangelista, Trump se hizo con un enorme margen de los evangelistas de clase trabajadora. De manera semejante, Marco Rubio, que aparecía
como favorito de los republicanos tradicionales de clase media alta, superó a Cruz entre los evangélicos con formación universitaria. En un estado en el que los cristianos derechistas hace mucho que sofocaron la política republicana, de pronto importaba menos. A buen seguro, la pretensión de Cruz de conseguir el apoyo de los evangelistas podría haberse visto debilitada por el hecho de que es la figura política menos constreñida éticamente en muchos años. Pero el hecho de que ninguno de los líderes o instituciones volublemente cristianos que le apoyan haya expresado recelos acerca de su neo-mccarthyismo sugiere que sus enormes deficiencias morales no fueron un freno para conseguir el apoyo de los evangelistas. En Iowa y New Hampshire, Trump ya se ha convertido en el favorito de los republicanos no religiosos de clase obrera. En Carolina del Sur, le ha sumado el apoyo de sus homólogos evangelistas, un patrón que, si se mantiene en las primarias del Supermartes en todo el Sur [como ha sido el caso, N. del T.], podría ser suficiente para despachar a Cruz definitivamente dejádolo fuera de la carrera. El atractivo de Trump para la clase obrera republicana viene en dos partes. Primero lleva lo que es ya el racismo y la xenofobia marca del partido al extremo con lo que son sus diatribas contra los immigrantes, los mexicanos y los musulmanes. En segundo lugar, contraviene la economía republicana convencional con políticas que gozan de un extendido aractivo entre la clase trabajadora: oponerse a los acuerdos comerciales y a los recortes a la Seguridad Social y al Medicare. El programa de Trump no tiene antecedents en la política norteamericana reciente, pero debería resultar familiar a cualquiera que haya seguido la política europea reciente. Apesta al misma nacionalismo intolerante que caracteriza a la derecha nativista de Le Pen en France, del UKIP en el Reino Unido y otros partidos derechistas por todo el Continente. Estos partidos tienden a tener sus mayors éxitos en zonas que habían sido antaño bastiones de clase obrera de partidos socialdemócratas (o, en Francia, del Partido Comunista). De manera semejante, a medida que las primarias norteramericanas se desplazan hacia el Medio Oeste postindustrial, Trump se sitúa para rendir en la mejor posición entre los trabajadores blancos que en tiempos pasados habrían disfrutado de empleos seguros y bien remunerados en sectores sindicados, y con los que se podía contar en general para que votaran demócrata. La movilidad hacia abajo y la desindicación de la clase trabajadora blanca se han combinado en varias de las últimas décadas para producir un sector del electorado cada vez más tendente a la derecha. Pero ningún líder politico antes de Trump ha confeccionado con tanto éxito un programa que se dirija a ese sector y atize su furia tanto hacia la clase política que permitió la deslocalización de sus empleos como hacia las minorías y los extranjeros a los que consideran una amenaza económica y cultural. El relato que hace Trump de la deslocalización está convenientemente distorsionado: el TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte - NAFTA) y el PNTR [Permanent Normal Trade Relations, que regula el comercio de los EE.UU. con otros países] existen, afirma, porque México y
China “ganaron” mientras que los EE.UU. “perdieron”. En ese relato omite que el TLCAN y el PNTR se llevaron a la práctica por la insistencia del sector financiero y de grandes negocios norteamericanos. Pero al culpar a otros países — que tuvieron poca o ninguna influencia en las deliberaciones de Congreso sobre estos acuerdos —Trump puede mezclar y acrecentar, y de hecho mezcla y acrecienta, la furia de sus partidarios por la pérdida de los empleos de clase media junto a la indignación hacia los “otros” que son extranjeros. Preludio necesario para la deriva de buena parte de la clase obrera blanca hacia el trumpismo ha sido la desindicalización. Desde la aparición de los sondeos a pie de urna a finales de los 60, los hombres blancos de carne obrera han votado demócrata en las elecciones presidenciales en una proporción 20 puntos más elevada que sus colegas no sindicados. Conforme ha ido descendiendo la porción de hombres blancos de clase trabajadora sindicados en el sector privado, de aproximadamente la mitad a mediados del siglo XX hasta su actual nivel bastante por debajo del 10 %, esta cohorte se ha ido desplzando de modo regular a la derecha. Lo que las primarias republicanas de este año han dejado claro hasta ahora es que una parte apreciable de su electorado estaba justo esperando a que apareciese alguien como Trump. Lo mismo puede afirmarse en buena medida de esos votantes democrátas que se han cobijado bajo la bandera de Bernie Sanders. En un grado sin precedents en la política norteamericana, el apoyo de Sanders se concentra entre los jóvenes: ha llegado a más del 80% de los votantes menores de 30 años en todas las votaciones hasta ahora, y con claras mayorías entre los votantes menores de 45 años. No es coincidencia que sean los jóvenes los que han llevado la peor parte de la Gran Recesión, de una recuperación que ha generado pocos empleos de renta media, del lado peor del aumento de la desigualdad económica, y de la financiación insuficiente de instituciones anteriormente bien subvencionadas como universidades y facultades públicas. Ya en 2011, había más norteamericanos menores de 30 años que declaraban en los sondeos de Pew que tenían una opinión más favorable del socialismo (49 %) que del capitalismo (47 %). En ese sentido, había también una apreciable porción del electorado demócrata que estaba esperando a que apareciera alguien como Sanders. El apoyo a Sanders entre los demócratas de ingresos reducidos y el respaldo a Hillary Clinton entre los demócratas de rentas más altas (la única cohorte de renta que se llevó en Nueva Hampshire fueron los demócratas de hogares con rentas por encima de los 200.000 dólares) le da la vuelta a la arraigada pauta del partido en las primarias de enfrentar a un insurgente “de los que beben vino” contra un candidato del Establishment” “de los que beben cerveza”. En las inminentes primarias de Carolina del Sur de este sábado [27 de febrero], la clara ventaja de Clinton entre los votantes afroamericanos bien puede revertir esta pauta [como así ha sido, N. del T.], pero la capacidad de Sanders hasta la fecha para ganarse los votos de clase trabajadora blanca supone una ruptura decisiva con la reciente historia de los demócratas. En 2008, fue Clinton, más que Barack Obama, quien reclamó ese voto.
En el corazón de las coaliciones de Trump y Sanders hay bases electorales que creen, con razón, que lo están pasando mucho peor que quienes les precedieron. Los hombres blancos de clase trabajadora prosperaron, desde luego, a mediados del siglo XX. Los jóvenes del “baby boom” pudieron pasar por la Universidad sin incurrir en deudas monstruosas y entraron en un mercado de trabajo bastante más amable que el que recibe a muchos licenciados universitarios hoy en día. Cada uno de los grupos vota ahora como clase, pero de maneras muy diferentes: los trumpianos ventilan su ira principalmente con las minorías e inmigrantes que no son responsables de su declive económico, y quienes respaldan a Bernie dirigen su fuego hacia la élite económica y a quienes se lo facilitan a ésta, que son ciertamente responsables del achicamiento de las oportunidades de la clase media. Ambas son cohortes económicas diferenciadas. Y las dos votan a su clase. Harold Meyerson es columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de los Democratic Socialists of America y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).
Trad. Lucas Antón The American Prospect, 25 de febrero de 2016
Sin noticias de Bern: la miopía imperial del candidato Sanders Chris Floyd ¿Es consciente Bernie Sanders de lo que Hilary Clinton y Barack Obama han hecho en Honduras? ¿Le importa? La semana pasada presenciamos otro brutal asesinato de una activista hondureña defensora de la democracia, uno de los cientos de atrocidades perpetrados desde que Clinton y Obama bendijeron el brutal golpe de estado oligárquico de 2009. Sin embargo, Sanders no dijo nada entonces —y sigue sin decir nada— sobre este demoledor legado de sus oponentes. Estamos, por tanto, ante una omisión sorprendente viniendo de alguien que se presenta como alternativa a las fracasadas políticas elitistas de los anteriores gobiernos. La única mención de Sanders que he conseguido encontrar sobre el caso de Honduras ha sido una tenue crítica justificada del trato draconiano que el equipo de Obama ha dado a los refugiados hondureños. Sin embargo, él nunca vinculó este hecho con el origen de la oleada de hondureños que ha emigrado de su país, la mayoría de ellos niños enviados por sus desesperados padres a un peligroso viaje con la esperanza de salvarlos de la situación infernal causada por el golpe de
estado. La represión política y el bandidaje rampante —incluyendo el abandono de amplias capas de la sociedad a las atrocidades de la pobreza y las bandas criminales— han conducido al país a la miseria. El asesinato de la activista indígena Berta Cáceres, ocurrido la semana pasada, no es más que el último fruto amargo de la traición de Obama y Clinton a la democracia que divulgan. A Clinton —cuyo corazón es tan duro como el más diamantino de los elementos: el neoconservadorato— obviamente le da igual. (Al menos se ha abstenido de contemplar el último crimen y clamar: «¡Vinimos, dimos un golpe de estado y ella murió!») Uno asume que Sanders, quien a lo largo de estos años se ha opuesto a las diversas depredaciones de los Estados Unidos en Latinoamérica, pueda no ser tan impulsivo. Sin embargo, en el momento en el que escribo este artículo, ha transcurrido una semana desde el asesinato de Cáceres y todavía no ha hecho comentario alguno. Por el contrario, su colega en el Senado de Vermont, Patrick Leahy, sí ha condenado el homicidio —y el despilfarrador proyecto de expropiación para la construcción de una presa al que Cáceres se oponía—. Quizás ahora que Leathy ha ofrecido algo de cobertura desde el establishment, Sanders podría manifestarse y pronunciar un par de palabras sobre el caso Cáceres. No obstante, su reticencia a atacar a Clinton en lo fundamental de la política exterior de Estados Unidos —y la esencia de sus objetivos— es en realidad el sello distintivo de su campaña. Por citar un ejemplo, la única palabra que ha pronunciado acerca de la campaña de muertes, devastación y hambruna respaldada por los EE. UU. y perpetrada por las autoridades saudís contra Yemen ha sido un etéreo lamento sobre que estos están desperdiciando demasiada munición en Yemen cuando deberían «mancharse más las manos» en la lucha contra el Estado Islámico en Iraq y Siria. Efectivamente, parece que la postura «social demócrata» correcta es proclamar que el mundo necesita una intervención más violenta frente a los mayores divulgadores del extremismo islámico en el mundo. Necesitamos más matanzas —y una mayor expansión militar— dirigidas contra uno de los regímenes más represivos sobre la faz del planeta. En esto está la «izquierda progresista» actual. De nuevo, la suya es una postura harto inusual para alguien que está haciendo un llamado a la «revolución» en los asuntos estadounidenses. Y es que, pese a que Sanders querría que los saudís se implicaran más en el trabajo sucio de matar personas en Oriente Próximo, en ningún caso ha sugerido que los Estados Unidos vayan a dejar de proporcionar armas, logística e inteligencia a las «guerras sui géneris» que el candidato demócrata concibe, tal y como está ocurriendo ahora en Yemen. La misma resistencia a cualquier cambio fundamental en el imperio militarista estadounidense discurre por todas las actitudes de Sanders en lo tocante a la política exterior. Lo cual significa que sus planes de «revolución» (en realidad una reforma moderada) en los asuntos internos están condenados al fracaso, pues la Maquinaria bélica seguirá dictando las prioridades políticas y presupuestarias del país. Dennis Riches lo señaló muy acertadamente en esta cita del MintPress News: «Pese a que Sanders reivindica un gobierno más democrático y espera erradicar la influencia de las finanzas en la política, Riches ha señalado que el demócrata evita hablar en exceso de un
tema tan complejo, pues hacerlo implicaría admitir en qué medida la economía estadounidense depende de las maniobras militares a gran escala y de las guerras extranjeras sin fin. Para hacer las cosas bien debería exigir una abdicación completa de la función que los EE. UU. se han adjudicado a sí mismos como amos del orden mundial, y esto también entrañaría una reconfiguración de la imagen de su economía doméstica». No habrá «revolución» —ni siquiera se producirá una reforma genuina, más allá de unos desabridos ajustes marginales— sin que se dé dicha abdicación y reconfiguración. Pero estas no se encuentran en el programa ofertado por aquellos que ahora pugnan por ser los directores provisionales del imperio corrupto y violento de los Estados Unidos, ni siquiera en el de Sanders. Trad.: Vicente Abella http://www.counterpunch.org/2016/03/11/no-bern-notice-the-imperial-myopi...
Harold Meyerson columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).
Chris Floyd es un redactor de Counterpunch
Traducción
Lucas Antón
Vicente Abella
URL de origen (Obtenido en 15/01/2017 - 04:23): http://www.sinpermiso.info/textos/eeuu-elecciones-sanders-dossier