El 20 de mayo del 76. Juan Raúl Ferreira

El 20 de mayo del 76 Juan Raúl Ferreira 19.05.2016 Cuando viajaba en tren de la estación Pardo, Provincia de Buenos Aires, rumbo a la Capital Federal,

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El 20 de mayo del 76 Juan Raúl Ferreira 19.05.2016 Cuando viajaba en tren de la estación Pardo, Provincia de Buenos Aires, rumbo a la Capital Federal, era consciente de todo lo que dejaba atrás. No tenía idea, sin embargo, de que ese viaje sería el inicio de una nueva etapa en mi vida. Ni mucho menos de los hechos trágicos que la desencadenarían. Era la tarde del 18 de mayo de 1976. Pocas horas antes, horas nada más, le había planteado a mis padres mi deseo de volverme a Montevideo. De hecho yo sólo había ido a Buenos Aires para acompañar a papá en su periplo por el norte del continente y ya hacía de ello más de seis meses. Desde el regreso de Estados Unidos la idea de volver a Uruguay se me había cruzado un par de veces por la cabeza y siempre ocurría algo que demoraba la decisión. Finalmente mi decisión había sido tomada: volvía. No sé si la consulté o se la comuniqué a mis padres. Como siempre ocurría en este tipo de situaciones, papá no vaciló en decirme que tomara lo primero que encontrara a mano, preparara el bolso y me fuera, ante la protesta indignada de mamá que nos preguntaba si nos habíamos vuelto locos. En estas cosas andaba pensando cuando el tren llegó a la estación Constitución. Desde allí tomé un taxi directo a lo del Toba. Quería comunicarles mi decisión a él y a Zelmar y ver qué opinaban del asunto. En lo del Toba me dijeron que no había llegado aún, que seguramente lo encontraría en el Almacén Treinta y Tres Orientales, de su propiedad. Allí llegué en taxi y lo encontré de casualidad porque estaban cerrando y yéndose. Lo acompañaban sus colaboradores Schwengel y Barreiro, entrañables amigos con los que ¡gracias a Dios! he podido seguir militando políticamente hasta el día de hoy. Nos fuimos juntos. Ya no volvería pisar su almacén. "Hacés bien", me dijo con ese optimismo incurable que tenía, "antes de fin de mes estamos todos en Montevideo". Le propuse que cenáramos con Michelini, pero él no podía, no recuerdo por qué. Me dijo que coordinara con Zelmar para almorzar al día siguiente. "Nunca después", le dije "a primera hora me regreso a Montevideo". Caminé hasta el Hotel Liberty, donde se alojaba Zelmar. Un montón de cuadras. La casa donde vivía el Toba ya no existe. Ni la casa, ni la manzana, todo ha desapareció para dar

lugar a la construcción de la autopista que une a la 9 de Julio con el Bajo. Pero quedaba a pocos metros del hotel que construyó la Hyatt sobre la mansión de los Alzaga. El Liberty queda en Corrientes entre Maipú y Esmeralda. Así que eran un montón de cuadras, las caminé para calmar la ansiedad y los nervios. Cuando llegué, Michelini estaba sentado en una de las mesas de lobby del hotel, con su hijo Luis Pedro, que acababa de llegar de Montevideo. Estuvimos un rato tomando algo. Zelmar me adelantó que no estaba para nada de acuerdo con mi regreso. Que podíamos seguir hablando al otro día, pero las cosas estaban muy feas. En realidad él creía que había que seguir viaje a otro país, pero no regresar. Creía que no había llegado el momento de acercarse, sino, de alejarse aún más. "Yo no tengo pasaporte y además tengo un trabajo en La Opinión (diario que dirigía Jacobo Timerman) y preciso mi sueldo para enviar a Montevideo algún dinerillo, si no, no estaba acá, ya me había ido. Vos, en vez de volverte tenés que convencer a tu viejo para irse los dos a Europa". Ya era tarde. Era mejor pensar al día siguiente. Pero confieso que nada había cambiado hasta entonces mi decisión de volver. Crucé a casa. Literalmente, crucé. Papá tenía un pequeño piso en la Galería Corrientes Angosta, justo enfrente al Liberty. La galería cruzaba de Corrientes a Lavalle y por ella se entraba a la torre en cuyo piso 13 apartamento J, Wilson y Susana habían adquirido un ambiente pequeño con kitchinet, que usaban para pasar la noche de tanto en tanto, cuando iban a Buenos Aires y se les hacía tarde para hacer carretera. No tuve siquiera tiempo de dormirme. Cuando con todas las preocupaciones del día, que no eran pocas, me aprestaba a hacerlo sonó la puerta. No recuerdo con precisión la hora, pero serían más de las dos de la mañana. Era el hijo mayor del Toba para decirme que a su padre lo habían llevado preso. La palabra "secuestro" no nos entraba en la cabeza a esa altura de las cosas. Lo primero que se me ocurrió fue avisarle enseguida a Zelmar. En el momento de salir, atiné a manotear el pasaporte y una lista de teléfonos y de contactos internacionales que, después de nuestro viaje, habíamos preparado con papá para un caso de emergencia. Aquel evidentemente lo era. Ignorábamos por entonces que a esa misma hora, a unas diez cuadras de allí, allanaban el anterior domicilio de Wilson. Solamente por descuido, por un bendito descuido, habíamos omitido hacer el trámite de cambio de domicilio que todos los extranjeros debían hacer por aquellos años. Un indefenso y atónito inquilino trataba de explicar su inocencia, no sabía de qué le hablaban. Esa noche fue un asombro tras otro. Al llegar al Liberty, donde creíamos que íbamos en busca de consejo, encontramos el lobby hecho un aquelarre: sillas tiradas por el piso que el personal del hotel empezaban a poner en orden con rostro acongojado. La recepcionista lloraba sin consuelo: fue la primera en decirnos que se habían llevado a Zelmar. Sus hijos habían sido amenazados a punta de revólver. Casi se llevan a "Chicho", el mayor.

Una vez que pudimos conversar con los hijos, desde el mismo Hotel Liberty hicimos los primeros llamados. En Estados Unidos, la doctora Lousie Popkin, profesora de Boston University, muy allegada a la familia Michelini, nos proporcionó el contacto del doctor Edy Kaufman, de Amnesty International, con sede en Londres. Ubicamos a Edy de inmediato. Fue él quien dirigió el enorme operativo internacional que se montó en esos días para tratar de rescatar a Zelmar y al Toba con vida y luego para sacarnos a papá y a mí de Argentina. Edy Kaufman, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, era un ciudadano israelí nacido en Argentina. Hacía años que vivía en Israel. Como parte de su investigación académica había escrito el libro Uruguay, del orden civil al gobierno militar. Se había tomado un año sabático, en el que había decidido hacer una pasantía en Amnesty para trabajar por los derechos humanos. Como tenía conocimiento previo de los temas uruguayos y el español como lengua materna, lo asignaron a Uruguay. La amistad con Edy ha seguido hasta nuestros días. Lo he visitado en Israel, me ha visitado en Montevideo y nunca pasa más de un par de semanas antes que algún amigo judío me traiga sus saludos y recuerdos. Empezaba a amanecer cuando crucé la avenida Corrientes, en la que se empezaban los ruidos y movimientos del nuevo día. Cuando llegué a la puerta del apartamento, a pesar de lo extraño de la hora, me estaba esperando el encargado, como le llaman en Buenos Aires a los porteros, para advertirme que no subiera: "Váyase, que desde hace una hora hay gente armada y de civil en su piso". Fue así que, sin siquiera pensarlo seguí camino rumbo a lo de la familia Gutiérrez Ruiz, donde me enteré de una serie de hechos que posteriormente Wilson narró detalladamente en su famosa carta al general Videla. Demás está decir que recomiendo su lectura a todo aquel que no lo haya hecho, ya que es quizás el documento y testimonio histórico mas impresionante sobre la represión de aquellos tiempos. En la comisaría no habían tomado la denuncia porque la señora de Gutiérrez Ruíz no tenía documentos porque se los habían robado durante el secuestro, y así se sucedían las trabas absurdas, los destratos y las tonterías. Inmediatamente nos pusimos a pensar cómo avisarle a Wilson. En la Panchita no había teléfono. Un amigo que quedó en avisarle, no lo había hecho, de modo que recién nos enterábamos de que Wilson no sabía lo que estaba pasando. Schwengel y Barreiro se ofrecieron para ir de inmediato. Tomaron un remise en el que llevaron a Wilson a la Capital. En lo primero tuvimos mucha más suerte que en lo segundo. El teléfono de la casa del Toba lo habían arrancado sus secuestradores. Un aparato prestado por una vecina fue el puente con el mundo. Decenas de llamadas, hechas y recibidas hacia y desde todos los rincones del planeta movilizaron la conciencia democrática del mundo. Empezamos a deambular en busca de una embajada para alojar a papá. No podíamos ni acercarnos a las delegaciones diplomáticas, que estaban todas rodeadas por las fuerzas militares y policiales. Cuando papá llegó a Buenos Aires no pudimos sugerirle ningún lugar seguro a donde ir. Se pasó hasta la madrugada de "boliche en boliche" de "bar en

bar", cambiando cada veinte minutos. Alguien iba y venía trayéndole noticias y llevándonos las suyas. Pasó la noche y con el día se fueron nuestras esperanzas de solucionar el tema. Había pasado ya la medianoche cuando caminábamos por Barrio Norte en el momento en que de un taxi bajó un señor que al pisar mal la vereda se dio un tremendo golpe. Con Mario corrimos para ayudarlo. Una vez incorporado, nos dio las gracias y lo reconocí. Era un diplomático argentino que al servicio de las Naciones Unidas, se había desempeñado como representante del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Uruguay durante los años que Wilson fue ministro. Seguro que él no me reconocería. Pero era amigo de la familia del Toba. ¿cómo no se nos ocurrió antes? Hugo ya estaba dormido cuando golpeamos su puerta. Nos interrumpió el relato: "Huelgan los detalles. Vayan a decirle que venga de inmediato a mi casa, que quiero que sea mi huésped". Mario salió a la búsqueda del contacto que le daría a Wilson la noticia y la dirección donde le esperábamos. Mientras aguardábamos su llegada, Navajas nos contó cómo recibió a Juan Bosch en condición de exiliado, en su casa de República Dominicana. Un soldado, según nos contó, se lo entregó diciendo: "Embajador, le entregó el mayor símbolo de mi patria". Él había insistido en que el soldado se quedara también con ellos, pero no aceptó: salió a la calle y murió de un tiro apenas había cruzado el portón. Terminaba el relato de Navajas cuando llegó Wilson. Disimulaba su preocupación con una leve sonrisa y dijo: "No entiendo mucho de estas cosas. Sé que lo haces con gusto. Sé que yo haría lo mismo si las circunstancias fueran al revés, pero también sé que te lo tengo que agradecer". Se dieron un abrazo. Tomamos algo caliente. Lo primero que hice fue juntarme con mamá, con quien pasamos la noche -apenas un par de horas- en un hotel céntrico. Al día siguiente había que arrancar muy temprano. Así lo hicimos. Nos vimos con Raúl Alfonsín, que nos abrió las puertas de su casa como si fuera la nuestra. Hablamos con el nuncio apostólico monseñor Pio Laghi, actualmente cardenal en Roma. Mal. Nino s dejó entrar- Nos recibió Perete -años mas tarde embajador de Alfonsín en Montevideo- en su tradicional suite del Hotel Savoy, donde vivía y tenía sus oficinas. Por teléfono hablamos con Carlos Andrés Pérez, a la sazón presidente de Venezuela, con cancilleres, activistas, periodistas extranjeros... Con el "Cacho" López Balestra, que también estaba en Argentina con su familia y nos ayudó muchísimo desde la primera hora de aquellos amargos días, nos pusimos en campaña. Había que averiguar todo. En qué viajaba Balbín, desde dónde, a qué hora, etcétera. Cuando supimos que era a la mañana siguiente muy temprano y desde Ezeiza, nos pusimos a trabajar en una carta para hacerlo su portador. No podíamos desaprovechar esa oportunidad. Los principales líderes europeos se darían cita en Caracas. Nos encontramos con Ricardo Balbín en el aeropuerto en un día histórico de su vida. A los ochenta y pico de años viajaba por primera vez al exterior. ¡Qué mundo distinto a este globalizado en el que nos ha tocado vivir! Aquel hombre que tantas veces estuvo a punto de convertirse en el presidente de los argentinos, salía por primera vez del suelo

que lo vio nacer. Nos recibió con la misma calidez con las que nos había ido a visitar al Hotel Carsson a los pocos días de haber llegado Wilson después del golpe del 73. Esperamos con Cacho que el avión remontara, no sé si por miedo a que la carta volviera. Luego del despegue nos volvimos en el mismo taxi que nos había llevado y nos esperaba. Cuando llegamos a la puerta de lo del Toba quisimos pagar. Seguramente el taxista venía oyendo nuestros comentarios y las cosas de las que hablábamos. No nos quiso cobrar. "Es lo menos que puedo hacer. Es mi grano de arena para ayudarlos en un momento tan difícil". Fue una de las tantas, tantísimas, expresiones anónimas de solidaridad que recibimos aquellos días. Todo el día se nos fue en llamados, contactos, chequeo de información y cosas por el estilo. Nos empezaba a ganar el desánimo. Nunca sabíamos dónde nos agarraría la noche. Finalmente mamá y yo fuimos a cabecear algún sueño a la casa de amigos argentinos. En esos momentos, aunque no lo supiéramos, los estaban matando. La tarde siguiente, Alfonsín no me extendió la mano como de costumbre. Me apretó con un fuerte abrazo. "Raúl, ¿qué pasa?". Como única respuesta tuve un apretón más fuerte, un abrazo interminable. Quise llorar y no pude. "Bueno, Juan, avisale a Wilson. Ustedes díganselo a la familia del Toba yo voy para el Liberty a avisarle a la familia Michelini". Yo literalmente corrí hacia donde estaba Wilson. "Los mataron", le dije. Apenas se repuso salió hacia lo del Toba que quedaba a muy pocas cuadras. Dejó atrás la protección diplomática, la seguridad, todo. Ni lo pensó. Apenas llegamos a lo del Toba él se lo comunicó a su familia. Lo cierto es que tras hacer la tarea lo más difícil posible, los cuerpos fueron finalmente entregados y comenzaron los velatorios. Sin tener él más mínimo sentido del peligro, con Wilson íbamos en taxi de un velatorio al otro. En una oportunidad subimos a un taxi en la puerta de lo del Toba y antes de decirle el destino, el chofer nos miró y dijo "¿al otro velatorio?". Así pasó una de las noches más horrendas que pueda pasar ser humano alguno. Cada llegada de algún amigo de Montevideo reabría las heridas. No me acuerdo lo que sentía. Por suerte, porque si me acordara, no lo podría narrar. Lo más acertado es decir que no sentía. Como si me hubieran anestesiado los sentimientos. Así estaba. Papá no. Al revés. Nunca le había visto exteriorizar tanto todo lo que tenía dentro. Pasado el mediodía, se los llevaron al puerto, para hacer todos los trámites que permitieran embarcarlos en el vapor de la Carrera. Pero otra historia recién empezaba. Subimos al departamento del Toba y desde la ventana observamos que una vez que se fue la familia, civiles armados y autos Falcon blancos rodearon nuevamente la casa. Philipe Labreveux, un periodista francés, corresponsal de Le Monde, sacó a papá desde la cochera, oculto en su automóvil. Müller era un embajador de carrera que había captado la importancia que su gobierno le había dado a esta emergencia. Según nos contó después, en la tradición de la cancillería austríaca no se estila dar instrucciones a los embajadores a los que se considera absolutamente plenipotenciarios. Simplemente se les sugiere obrar de tal modo. Imagino qué puede ocurrir con el embajador que no acepte la sugerencia.

Así se había enterado él de este drama que todavía le resultaba muy ajeno: "Se le invita a recibir en su residencia al Sr. Wilson Ferreira Aldunate y a su hijo Juan Raúl, cuyas vidas están en peligro". Cuando salí en su auto a buscar a Wilson, apenas me despedí. Creí que volvería enseguida. Pensé que volvería Montevideo y podría ir a los entierros. Cuando el auto arrancó lentamente, Horacio Terra Gallinal, amigo recientemente desaparecido, compañero de de todas las horas, pero sobre todo de las más difíciles, golpeó el parabrisas trasero. Me di vuelta para saludarlo. Con dos dedos en sus labios, me tiró un beso a la distancia. Le retribuí y le hice señas de que enseguida volvía. Él meneó la cabeza, diciéndome que no. Recién empecé a darme cuenta de que yo también me iba. Al llegar a la esquina del departamento que hacía de residencia del PNUD, vimos que la calle estaba cerrada por efectivos militares uniformados. El embajador se identificó. Un oficial le explicó que no podía pasar y él con gran serenidad le pidió al oficial que diera la orden para que sus hombres se corrieran porque él iba a pasar de todos modos. El rostro de ese hombre tendría un aire creíble, porque le hicieron caso de inmediato. Subimos juntos al séptimo piso, donde el propio Navajas nos abrió la puerta. Papá esperaba sentado en el sobrio living. Se presentaron, hablaron unas pocas cosas y nos aprestamos a salir. En ese momento Navajas le pidió a papá su intermediación para llevar consigo al general Torres, lo que este no acepta. No es un detalle menor, por eso le dedicaremos el próximo capítulo. Lo cierto es que tras una emotiva despedida con Navajas, nos fuimos con el embajador Müller a su residencia. A la salida del departamento los militares nos miraron salir sin atinar a hacer nada. Müller nos tenía tomados a cada uno de un brazo. Todo lo que hizo el embajador para que nos sintiéramos a gusto no fue suficiente. Fueron los días más desgraciados de mi vida. Papá estaba desconsolado. Se despertaba abruptamente durante las noches. De día veíamos mucha televisión, la que papá apagaba bruscamente cada vez que aparecía una escena de violencia. No podíamos hablar por teléfono y aunque tampoco podíamos asomarnos a la ventana, lo hacíamos a horas específicas que le mandábamos decir a mamá, para verla pasar por la vereda de enfrente. Cada día el embajador traía un paquete de mamá. Un día, dentro de la encomienda venía la banderita de los Treinta y Tres de la provisión del Toba. Desde la noche del secuestro había en el almacén custodia militar durante las 24 horas. Schwengel y Barreiro la desafiaron y engañaron, y arriesgando sus vidas reconquistaron la banderita. "¡Cosa de blancos!", decía Wilson con orgullo. La banderita desde entonces y hasta el día de su muerte presidió el living de su casa. Ahora está en la Muestra del exilio de La Fundación Michelini a la que se la he prestado a esos efectos. Si no, preside mi oficina. En la embajada de Austria papá escribió la carta a Videla. Esto nunca antes se había dicho, para no comprometer al gobierno que nos había amparado. Incluso Wilson dice en ella una pequeña mentira piadosa "dentro de pocas horas buscaré" el amparo de un gobierno amigo. En realidad el amparo ya había sido otorgado. La redacción de la carta

nos obligó a recomponer paso a paso cómo había sido todo. Por un lado nos mantuvo ocupados y además Wilson hizo una especie de catarsis que le hizo mucho bien. Pero también nos acongojó mucho. Le pedí que no mencionara mi nombre, así yo podía volver cuánto antes a Uruguay. ¡Qué dificultad tenía de aceptar lo inevitable! En cuanto al regreso, yo ya había quemado las naves como Cortés. El embajador Müller aprovechó el Te Deum en la Catedral del 25 de mayo, para hacer los primeros contactos para negociar una rápida salida nuestra. Proponía evitar el trámite de asilo formal a cambio de un salvoconducto. Las autoridades argentinas aceptaron y, obviamente, nosotros también. El primer vuelo a Europa era al otro día por Air France, destino París, en él nos fuimos. Dos helicópteros sobrevolaban bajo escoltando la caravana compuesta por el auto del embajador, dos motos, dos patrulleros, un camión celular y una ambulancia. Despliegue absurdo e irritante. En el aeropuerto nos llevaron directo al salón VIP, donde sólo habían autorizado que estuvieran mamá y mi tío Juan Francisco. También estaba, porque nadie pudo pararlo, ni la dictadura argentina, el Cacho López Balestra. Allí papá tomó un papel y la misma lapicera Parker con su nombre grabado que le acompañó toda la vida y le escribió una nota a Raúl Alfonsín: "Querido Raúl: Si fueras uruguayo serías blanco. Solamente un oriental puede saber todo lo que te quiero decir con ello. Nos vamos a volver a encontrar porque andamos buscando las mismas cosas. Un abrazo, Wilson". En la pista nos esperaban dos sorpresas más, ambas muy gratificantes. Y dos más en el avión. Apenas enfilamos hacia el avión, vemos de lejos a los pasajeros del Lloyd Aéreo Boliviano que abordaban un vuelo con destino a La Paz. Alguien grita desde la fila: "Wilson, Juan, hermanos". Parecía el final de un teleteatro cursi, pero era verdad. Hugo Navajas estaba vivo, tras el asalto a su casa, se había refugiado en la embajada de su país y volvía a casa. Llegamos a abrazarlo. Muy pronto volveríamos a estar con él en Estados Unidos. Finalmente cuando ya nos aprestábamos a abordar la nave, un trabajador de mameluco, de los que le conectan cosas al avión (nunca supe si eran mangueras o caños o cables), se acerca y nos abraza. Dice las palabras más estremecedoras que he oído. "Perdónennos, los argentinos no tenemos la culpa de lo que les han hecho. Estamos con ustedes". Por única vez en mi vida vi a Wilson sin capacidad de respuesta. Le acarició el cuello y le dijo "Chau, mi viejo", no le pudo decir más nada, puso la mano sobre mi hombro y subimos al avión. Ahí hay una historia que nunca quise contar por temor a que se tomara como una frivolidad. Una pena. Al subir a la aeronave, la azafata nos invitó a pasar a primera. Me

ha dado cierto pudor narrarlo porque pensaba que alguien podía creer que en un momento como ese no era importante un Upgrade. Ahora, más viejo, me doy cuento de que todo el mundo lo hubiera entendido. Ese viaje nosotros lo hubiéramos hecho en las bodegas igual. Pero sentir que la empresa quiso tener una atención, después de todo lo que pasamos, vimos y sentimos en el fondo del alma era como sentirse gente nuevamente, susceptibles de amabilidad, afecto... Es raro de explicar. Cuando el avión tomó vuelo, el comandante dijo todo lo de de rutina, altitud, turbulencias, horas de vuelo y terminó diciendo: "Al señor Wilson Ferreira Aldunate y su hijo, Air France les da la bienvenida a la libertad". Nos tomamos de la mano, él miró la ventanilla, yo el pasillo y guardamos un prolongado silencio. El mismo silencio que la multitud guarda cada 20 de mayo hace 21 años.

Dr. Juan Raúl Ferreira Fuente: http://www.uypress.net/uc_68955_1.html

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