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EL ABORTO A DEBATE (REFLEXIONES SECULARES) Aránzazu Hernández Piñero 1. LA NECESIDAD DE UN DEBATE RAZONADO Y RAZONABLE1 La necesidad de llevar a cabo una reflexión secular sobre el aborto, que supusiese un análisis de los argumentos pro y antiabortistas, ha sido avivada por la controversia suscitada el pasado año por el debate y posterior votación en el Congreso de los Diputados de tres proposiciones de ley sobre la ampliación de la normativa legal para permitir el aborto por un cuarto supuesto: la existencia de un conflicto legal, personal o social. La campaña puesta en marcha por la Iglesia Católica, iniciada con la difusión del documento «Licencia aún más amplia para matar a los hijos» y que incluyó la presión a miembros del Congreso y manifestaciones a la puerta de éste, impidió, bajo condena divina eterna, que la discusión girase en torno a argumentos razonados y razonables. El propósito del presente trabajo es justo ése: analizar los argumentos esgrimidos en favor y en contra del derecho al aborto en un intento de elucidar la cuestión o cuestiones clave que articulan el debate y que posibilitan la argumentación razonada y razonable donde los dogmas de fe no tienen cabida.
2. DEBATE SOBRE EL ABORTO: ARGUMENTOS EN LIZA Para presentar un esbozo del tipo de argumentación que caracteriza a la postura conservadora y a la liberal, a detractores y defensores del aborto, emplearé dos textos publicados en la prensa: el documento de la Conferencia Episcopal, «Licencia aún más amplia para matar a los hijos», publicado en El País el 14 de septiembre de 1998; y el artículo de Vargas Llosa «El ‘nasciturus’», publicado en el mismo periódico el 11 de octubre del mismo año. 2.1. POSTURA CONSERVADORA: ARGUMENTOS EN CONTRA DEL ABORTO El argumento de la postura conservadora puede ser resumido como sigue: el aborto constituye un acto moralmente abominable dado que significa dar muerte a un ser
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El título de este epígrafe se inspira en las declaraciones de la presidenta de la Federación de Mujeres Progresistas, Enriqueta Chicano, tras conocer el rechazo a la ampliación del aborto, votada en el Congreso de los Diputados el 22 de septiembre de 1998. Sus palabras fueron, en clara referencia a la actitud de la Iglesia Católica, las siguientes: «ha podido más el mensaje apocalíptico que un debate razonable» (El País, miércoles 23 de septiembre de 1998).
Laguna, Revista de Filosofía, nº 7 (2000), pp. 291-306
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humano inocente e indefenso, el feto, esto es, atenta contra el derecho fundamental a la vida de los seres humanos más inocentes e indefensos. Este planteamiento queda recogido en el mismo título del documento de la Conferencia Episcopal, «Licencia aún más amplia para matar a los hijos»2: no deja lugar a dudas ni sobre la consideración moral que merece el aborto ni sobre el estatus que se concede al feto, al que se llama en todo momento «hijo». De este modo, la postura conservadora, en su versión extrema representada por la Iglesia Católica, da por resuelto lo que es motivo de discusión. La argumentación conservadora incurre así en el error lógico denominado petición de principio. Dos son los supuestos sobre los que construyen su discurso: 1) En virtud del principio fundamental que reconoce la dignidad de la vida de todo ser humano y que implica una exigencia de respeto al derecho de todo ser humano a la vida, el aborto supone la transgresión de tres leyes morales básicas: la ley divina, la natural y los derechos humanos. El aborto, en la medida en que quebranta el mandamiento divino «no matarás», atenta contra la ley divina. Y, en la medida en que no respeta el derecho de todo ser humano a la vida, contraviene tanto la ley natural como los derechos humanos. Vemos, pues, cómo la postura conservadora representada por la Iglesia Católica combina dos tipos de objeciones contra el aborto: la objeción de carácter derivado y la de carácter autónomo (en terminología de Dworkin). El primer tipo de objeción halla su fundamento en la presuposición de que el feto es una persona con derechos e intereses propios; y, el segundo, en la creencia en la santidad de toda vida humana3. La combinación responde a la pretensión de conferir a su opinión validez universal, al deseo de que sus creencias sean vinculantes tanto para los creyentes como para los no creyentes. Es, en este sentido, en el que ha de interpretarse el hecho de que, pese a que la objeción de carácter autónomo posee una base histórica más sólida, la posición oficial de la Iglesia Católica en la actualidad incline su argumentación hacia una objeción de carácter derivado. No cabe duda de que la adopción de tal objeción, como acertadamente señala Dworkin, «confirió a la Iglesia una considerable ventaja política en su campaña contra el aborto»4. Ventaja política cifrada en la adopción de un argumento de origen secular: dado el descrédito de las justificaciones explícitamente teológicas en un marco en el que se opera la separación entre Iglesia y Estado, el argumento de carácter autónomo según el cual el aborto insulta y frustra el poder creativo de Dios no puede ser tomado por válido para la criminalización del aborto. La
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La cursiva es mía. R. Dworkin, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Barcelona. Ariel. 1994, pp. 19-20. 4 Op. cit., p. 63. 3
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Iglesia Católica se provee entonces de una justificación no teológica, esto es, de un argumento secular de carácter derivado5. 2) La mujer-gestante no está legitimada ni capacitada para decidir acerca de su aborto. La ceguera que impide reconocer al estamento eclesial el derecho de la mujer a decidir libremente sobre su cuerpo y su vida viene dado, a mi juicio, por una beligerante militancia en la creencia de que las mujeres no son sujetos provistos de capacidad deliberativa. Sólo así es comprensible su inquietud, cuando no su alarma, ante la posibilidad de que sean las mujeres los sujetos últimos de decisión en lo que a la interrupción de su embarazo refiere. De hecho, la razón que les hace considerar el cuarto supuesto una proposición «todavía más injusta que la actual legislación despenalizadora» es que en este caso bastará con la decisión de la mujer-gestante: «Las leyes vigentes al menos establecen la obligación teórica de acreditar que se dan ciertos supuestos graves para que el delito del aborto no sea penalizado. En cambio, lo que ahora se pretende —advierten indignados y escandalizados— es que los hijos queden a disposición de la voluntad soberana de la madre, la cual, tras un trámite de «información», podrá decidir la muerte de su hijo no sólo ante la pasividad y complicidad del Estado, sino incluso con su colaboración». Es significativo, en este sentido, que se haya dado lectura a este comunicado en el contexto de la clausura de un Congreso Mariano y Mariológico. No es gratuito que el modelo de la Virgen María, prescrito como modelo de mujer decente, se halle construido en torno al continuo: mujer=maternidad=abnegación. Así las cosas, el aborto supone arremeter contra este ideal de maternidad, levantado sobre los tópicos de entrega y sacrificio absoluto, que atraviesa nuestra cultura, aún vigente, pese a las luchas feministas por la liberación de las mujeres. No en vano una autora, ya clásica para la teoría feminista, como Simone de Beauvoir, en un agudo análisis, señaló la maternidad como el factor que explicaba tanto el origen como la perpetuación de la situación de opresión vivida por las mujeres6. 2.2. POSTURA LIBERAL: ARGUMENTOS EN FAVOR DEL ABORTO El argumento de la postura liberal puede ser resumido como sigue: el feto no es un ser humano con derechos e intereses propios por lo que el aborto es moralmente permisible. Wertheimer entiende la postura liberal extrema como aquélla que «niega
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Op. cit., pp. 63-4. Cf. S. de Beauvoir, «La madre» en El segundo sexo. Volumen II. La experiencia vivida, Madrid. Cátedra. 1998, pp. 275-324. Ahora bien, las críticas a este modelo comienzan a elaborarse desde el propio seno de la comunidad cristiana, aunque desde corrientes disidentes: es el caso de la teóloga alemana Ute Ranke-Heinemann. Cf. U. Ranke-Heinemann, «La virgen madre» en No y amén. Invitación a la duda, Madrid. Trotta. 1998, pp. 43-61.
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que el aborto necesite nunca una justificación», puesto que el feto es considerado como «pars viscerum matris, como un apéndice»7. A través de la exposición del artículo «El ‘nasciturus’» de Mario Vargas Llosa trataré de matizar y dar cuenta de las características generales de la posición liberal. Seis son, a mi juicio, los puntos a destacar: 1) El aborto constituye «un recurso extremo e ingrato, al que hay que resignarse como un mal menor». 2) Un debate honesto sobre el aborto exige desenmascarar los argumentos tramposos. La falacia mayor de los argumentos antiabortistas radica en su confusión entre despenalización e incitación; confusión debida a la toma de un supuesto falso como punto de partida, a saber: argumentan como si el aborto no existiera y comenzase a existir a partir de la aprobación de la ley. Ésta es la razón por la que la despenalización del aborto es concebida como una invitación a éste. 3) La despenalización significa: a) seguridad en lo que refiere a las garantías médicas, b) descriminalización, c) reducción de la discriminación por razones económicas, bien es sabido que, «donde está prohibido el aborto, la prohibición sólo tiene algún efecto en las mujeres pobres». 4) La cuestión de si el embrión de pocas semanas ha de ser considerado un ser humano o no constituye una cuestión objetivamente abierta. En la medida en que es un asunto que la ciencia no ha podido determinar, los juicios de los científicos y los legos se hallan igualados en este punto: «los científicos —advierte Vargas Llosa— sólo pueden pronunciarse en un sentido o en otro no en nombre de su ciencia, sino de sus creencias y principios, igual que los legos». En consecuencia, valerse de su condición de científicos para emitir juicios éticos, como si su autoridad científica les concediese autoridad ética, es un recurso ilegítimo y poco honrado. 5) La clave del problema está en los derechos de la mujer, esto es, en la aceptación o no de que entre estos derechos figura el de decidir si se quiere o no tener un hijo. La lucha de los movimientos feministas, desarrollados especialmente en las democracias formales occidentales, ha ido abriendo camino a la convicción de que la evaluación del asunto corresponde a la mujer, incluida la estimación de las condiciones en las que la futura criatura se hallará, puesto que existen condiciones de vida «en las que traer una nueva boca al hogar significa condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una muerte en vida». Así pues, la defensa del aborto queda articulada también a partir de la premisa del derecho a una vida digna, que prima sobre el derecho a la vida per se.
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R. Wertheimer, «Comprender la discusión sobre el aborto» en VV.AA.: Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Madrid. Cátedra. 1992, p. 34.
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La tesis de la libre elección, basada en la libre evaluación por parte de las mujeres implicadas, es común al feminismo en su conjunto. Ésta, sin embargo, es justificada y/o complementada por las diversas corrientes feministas recurriendo a distintos argumentos como el derecho a la privacidad y al control del propio cuerpo en el caso del feminismo liberal, el reclamo de justicia social que repare las desigualdades entre mujeres pertenecientes a diferentes clases sociales, por parte del feminismo marxista y socialista; o, el análisis de la importancia del vínculo existente entre madre e hija/o en el caso del feminismo cultural8. 6) La separación entre el Estado laico, democrático, y la Iglesia Católica, institución no democrática, ha de preservarse bajo pena de muerte de la democracia a manos de la Iglesia. La argumentación de Vargas Llosa responde, salvando algún matiz, al perfil que traza Dworkin de una «posición liberal paradigmática». Éste consta de cuatro puntos9: 1) El aborto supone una grave decisión moral en la medida en que significa la extinción de una vida humana que ya ha comenzado. El aborto queda justificado únicamente en la medida en que previene un daño serio de cierta clase. Si bien Vargas Llosa no se pronuncia abiertamente sobre el asunto de si el embrión ha de ser considerado o no un ser humano, sí que entiende el aborto como un mal menor. 2) Salvar la vida de la madre, el embarazo como resultado de violación o incesto y la malformación del feto son casos en los que está justificado el aborto. 3) La preocupación de la mujer por sus propios intereses se considera una justificación adecuada para el aborto, si las consecuencias del nacimiento del niño para la vida de la mujer van a ser permanentes y graves. 4) Mantienen la opinión de que, al menos hasta la etapa final del embarazo, la cuestión de si un aborto es justificable es algo que, en último término, debe decidir la mujer embarazada y el Gobierno no ha de intervenir para evitar abortos. En virtud de lo expuesto, podemos afirmar que dos son las consideraciones clave que definen la postura liberal, al tiempo que la diferencian sustancialmente de la conservadora: el reconocimiento de que la decisión de interrumpir o proseguir con el embarazo corresponde a la mujer, esto es, forma parte de sus derechos; y la demanda de unas condiciones de vida digna para el/la futuro/a niño/a. Ambas se hallan en íntima
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Para una reconstrucción tanto del debate feminista con posiciones no feministas como el rico debate intrafeminista (entre las diversas corrientes del feminismo) respecto al aborto: cf. R. Tong, Feminist Approaches to Bioethics. Theroretical Reflections and Practical Applications. Westview Press. 1997, pp. 125-154. 9 R. Dworkin: 1994, pp. 47-9.
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relación, como mostró Vargas Llosa, dado que es a la mujer en cuestión a quien corresponde evaluar tales condiciones, pues ella sopesa con pleno conocimiento de causas. 2.3. EL DEBATE SOBRE EL ABORTO: ¿UN DEBATE EN TORNO A DERECHOS? Ahora bien, formular la problemática del aborto en términos de derechos e intereses del feto, afirmados por la postura conservadora y negados por la postura liberal, presenta no pocas dificultades. Pues, como pone de relieve Dworkin, «es muy difícil conceder sentido a la idea que postula que el feto tiene intereses propios, en particular un interés en no ser destruido, desde el momento de la concepción»10. Las objeciones planteadas por Dworkin a esta idea son dos11: 1) No todo lo que puede ser destruido tiene un interés en no serlo. Es el caso de una estatua. 2) Para que algo tenga interés no basta con que esté vivo y en proceso de desarrollarse en algo más maduro. Es el caso de una zanahoria; a) tampoco basta con que se transforme en algo distinto y más maravilloso. Es el caso de la oruga que se convierte en mariposa; b) tampoco con que pueda transformarse en un ser humano. Es el caso de un niño obtenido por partogénesis. c) tampoco con que esté en camino de convertirse en un ser humano completo. Es el caso de Frankestein. El análisis de las dificultades que entraña mantener la idea de que el feto tiene intereses propios desde el momento de la concepción, lo conduce a concluir que «no tiene sentido suponer que algo tiene intereses propios a no ser que tenga o haya tenido alguna forma de conciencia: alguna vida psíquica además de física»12. Michael Tooley, otro autor, eleva la exigencia de «alguna forma de conciencia» a la de autoconciencia: para que algo tenga derechos, y, en concreto, derecho a la vida, «es condición necesaria que posea la idea de sí mismo como sujeto continuo de experiencias y otros estados mentales, y crea que es tal entidad»13. No cabe duda, por tanto, de que el aborto no supone la eliminación de una vida consciente, ahora bien: ¿es contrario a los intereses del feto? A este respecto Dworkin ensaya dos hipótesis. En la primera, propone la capacidad de sentir dolor como criterio: el dolor es contrario a los intereses de las criaturas capaces de sentirlo. El feto, no obstante, no es consciente del dolor hasta que su cerebro no está lo suficientemente desarrollado,
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Op. cit., p. 25. Op. cit., pp. 25-6. 12 Op. cit., p. 26. 13 M. Tooley, «Aborto e infanticidio» en VV.AA.: Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Madrid. Cátedra. 1992, p. 81. 11
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cosa que no ocurre hasta pasada la primera mitad de la gestación. De hecho, el embriólogo Clifford Grobstein sitúa alrededor de las veintiséis semanas la frontera provisional: «la maduración cortical que empieza alrededor de las treinta semanas constituye un límite razonable mientras no tengamos información más precisa. Por lo tanto, puesto que debemos tener extrema precaución en respetar y proteger esa posible sensibilidad, una frontera provisional —alrededor de las veintiséis semanas— constituye un margen de seguridad razonable. Este período coincide con la definición actual de viabilidad»14. Dado que existen actos que, aunque no causan dolor físico, son contrarios a los intereses de las criaturas, Dworkin introduce un requisito más exigente: propone tomar como criterio capacidades más complejas (disfrutar o no disfrutar, sentir afectos y emociones, desear y esperar, experimentar decepción y frustración). Son estas capacidades más complejas, y no la capacidad de sentir dolor, las que, a juicio de Dworkin, sirven de fundamento al interés de la criatura en seguir viviendo. Y parece muy improbable que éstas se desarrollen en el feto antes del momento de la madurez cortical, alrededor de las treinta semanas de edad gestacional15. La crítica a la idea de que el feto posee intereses contiene implícitamente, o al menos sienta las bases para, la crítica al recurrente argumento de la potencialidad del feto, ampliamente empleado por los partidarios de la postura conservadora. En este sentido, Dworkin sostiene que «la cuestión de si el aborto es contrario a los intereses del feto depende de que el propio feto tenga intereses en el momento en que se practica el aborto, y no de que vayan a desarrollarse intereses si no se practica ningún aborto»16. En la medida en que el feto, al menos hasta las treinta semanas de edad gestacional, no posee intereses, el aborto, al menos hasta entonces, no perjudica a nadie porque no existe nadie cuyos intereses puedan ser perjudicados por tal acción. Tooley mantiene una opinión semejante, salvo por la exigencia de la autoconciencia, al respecto: «una entidad no puede desear su propia continuidad de existencia como sujeto de experiencias y otros estados mentales si no piensa que ahora es tal sujeto»17.
3. DISCREPANCIAS SOBRE EL ASUNTO CENTRAL EN TORNO AL QUE GIRA EL DEBATE DEL ABORTO Dworkin sostiene que el modo convencional de entender la naturaleza de la discusión sobre el aborto, esto es, en términos de derechos, es errónea. El error reside en
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C. Grobstein, «Science and the Unborn» en R. Dworkin: 1994, p. 27. R. Dworkin: 1994, pp. 27-8. 16 Op. cit., p. 30. 17 M. Tooley en VV.AA.: 1992, p. 81. 15
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una difundida confusión intelectual. Su identificación exige establecer una distinción entre las diversas objeciones esgrimidas en contra del aborto; distinción que ha pasado inadvertida en la discusión pública. Partiendo de la premisa de que la vida humana comienza desde la concepción, Dworkin distingue dos tipos de objeciones: la objeción de carácter derivado, fundada en la presuposición de que el feto es una persona con derechos e intereses propios; y, la objeción de carácter autónomo, que condena el aborto en virtud del carácter sagrado o valor intrínseco de la vida humana18. En la confusión entre ambos argumentos reside, según Dworkin, la razón que explica el enconamiento de las posturas acerca del aborto. Hacer explícita la distinción supone, por el contrario, la posibilidad de hallar un lugar común a posiciones encontradas. La idea mayoritariamente compartida de que la vida humana individual es sagrada constituye, en opinión de Dworkin, el lugar común. El desacuerdo, ahora notablemente menos polarizado, versa, pues, sobre el mejor modo de respetar esta idea fundamental19. Así las cosas, Dworkin considera que, pese a la forma que la política ha dado al debate, a saber, una controversia sobre los derechos e intereses del feto, un análisis profundo de las posiciones mantenidas al respecto (liberales y conservadoras, feministas y católicas) desvela que el debate sobre el aborto es en realidad «un debate sobre cómo y por qué la vida humana tiene un valor intrínseco, y sobre qué consecuencias se derivan de ello para las decisiones políticas y personales en materia de aborto»20. Prueba de que la creencia en la santidad de toda vida humana constituye un lugar común a posturas contrarias es, por ejemplo, el hecho de que la opinión liberal no es comprensible únicamente en términos de negación de la suposición de que el feto posee intereses y derechos propios: presupone también que algún otro valor importante está en juego21. De lo contrario, no podría explicar coherentemente por qué el aborto es alguna vez inmoral. Sólo concediendo a la vida humana un significado moral intrínseco, el aborto puede seguir suscitando controversia moral, toda vez que se ha aceptado que no hay nadie cuyos intereses perjudique22. En suma, Dworkin sostiene que la cuestión crucial acerca del aborto no es la de si el feto es una persona, sino cómo se respeta mejor el valor intrínseco o la sacralidad de la vida humana23. Dworkin pretende desproveer de su connotación religiosa al término sagrado, sobre el que, referido a la vida humana, se construye el lugar común de la polémica
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R. Dworkin: 1994, pp. 19-20. Op. cit., p. 22. Op. cit., p. 37. Op. cit., p. 47. Op. cit., p. 50. Op. cit., p. 55.
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sobre el aborto, tratando de pergeñar una interpretación secular de éste. Consciente de la dificultad de su tarea, incluye el uso del término inviolable, como sinónimo de aquél, con la intención de eludir las connotaciones religiosas no eliminadas que el término sagrado posee para muchas personas24. En su intento de proporcionar una interpretación secular de sagrado, con mejores intenciones que argumentos, toma a la naturaleza y la cultura como fundamentos. «La idea de que cada ser humano individual es inviolable arraiga, al igual que nuestra preocupación por la supervivencia de nuestra especie en su conjunto, en dos fundamentos de lo sagrado que se combinan e intersectan: la creación natural y la creación humana» —afirma Dworkin25. Ambas, concluye, constituyen «dos formas moralmente significativas de inversión creativa» en una vida humana normal y satisfactoria26. En este punto, la controversia radica en determinar cuál de ellas es prioritaria. Ésta es, en opinión de Dworkin, la controversia que permite comprender en su auténtica dimensión el debate acerca del aborto: el desacuerdo versa, pues, sobre una diferencia de énfasis, más que sobre una concepción distinta de la naturaleza del asunto. El problema de la justificación de la frustración de una vida biológica en virtud de la inversión humana, o viceversa, es, en consecuencia, el problema que articula el debate: «¿está a veces justificada la frustración de una vida biológica —lo que significa desperdiciar vida humana— para evitar así que se frustre una contribución humana que se ha realizado en esa vida o en otras vidas —lo que sería otra clase de desperdicio—? Si ello es así, ¿cuándo y por qué?»27 Ésta es la cuestión. Dworkin, sin embargo, sólo considerará relevantes para el análisis las respuestas afirmativas: desecha, por minoritaria, la respuesta negativa a la primera pregunta, entendiendo que «el debate que importa es entre personas que creen que el aborto es permisible sólo cuando es necesario salvar la vida de la madre y las personas que creen que el aborto puede ser permisible moralmente también en otras circunstancias»28. El discurso de Dworkin está motivado por un ánimo pacificador29, esto es, su intención es contribuir a sosegar la virulencia de los enfrentamientos entre defensores y detractores del aborto mediante la constatación de la existencia de una convicción común: las discrepancias hallan arraigo «en una unidad fundamental de convicción
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Op. cit., p. 37. Op. cit., p. 112. 26 Op. cit., p. 122. 27 Op. cit., p. 126. 28 Op. cit., p. 127. 29 Cosa comprensible dada la situación de radical enfrentamiento entre las posiciones en liza. Para un análisis de la tendencia, especialmente en el ámbito de los medios de comunicación, a presentar los debates en torno a dos posturas polarizadas: cf. D. Tannen, La cultura de la polémica. Del enfrentamiento al diálogo. Barcelona, Paidós, 1999. 25
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humanista»30, la santidad o valor intrínseco de la vida humana. Si bien, el propósito de Dworkin es encomiable, sus argumentos presentan algunas dificultades. Señalaré tres. En primer lugar, remitir, con la idea de clarificar la naturaleza del debate sobre el aborto, a términos tan reconocidamente misteriosos como valor intrínseco o lo sagrado constituye, en el mejor de los casos, un despropósito: el misterio no resulta en modo alguno esclarecedor. Ambos conceptos, cuya carga teísta Dworkin no consigue exorcizar, pese a su intento de ofrecer una interpretación secular de los mismos, son reivindicados en virtud de su familiaridad con respecto a nuestros juicios. En otras palabras, al entender de Dworkin, constituyen el fundamento último de nuestras opiniones, especialmente en lo que al valor de la vida humana refiere. Prueba de esto, según él, es el hecho de que la opinión liberal no se agota en la negación de que el feto posee intereses y derechos propios. Ahora bien, la familiaridad o el hábito de pensar en términos explícita o implícitamente religiosos no legitima la rehabilitación de términos que evocan tales esquemas de pensamiento, tanto menos cuando lo que se pretende es una reflexión secular. En segundo lugar, es difícil entender cómo un valor absoluto como el de la santidad de toda vida humana puede admitir gradación. La idea compartida del carácter sagrado de la vida humana aparece como condición de posibilidad de la consideración de que es en la discusión entre aquellos que consideran moralmente permisible el aborto únicamente en caso de que la vida de la mujer-gestante peligre y los que amplían las condiciones donde reside la relevancia del debate. Así las cosas, a juicio de Dworkin, la excepción que supone la justificación del aborto para salvar la vida de la mujer-gestante sería moralmente inaceptable si se militase en la convicción de que el feto es una persona con derechos e intereses, dado que no es permisible que una tercera persona, el médico, mate a una inocente, ni tan siquiera para salvar la vida de otra31. Tampoco lo sería, sin embargo, si militase realmente en la convicción de que la vida humana posee un valor intrínseco y/o sagrado, puesto que el aborto, cualquiera que fuera su causa, supondría un injusto desprecio hacia el valor intrínseco de la vida. Quien pretenda coherencia con el carácter absoluto exigido por la creencia en la santidad de la vida humana, sentirá la misma repulsión moral hacia el aborto que quien crea que éste viola los intereses y derechos más básicos de la persona. Desde este punto de vista, la exclusión a la que Dworkin condena, en virtud de su irrelevancia como miembros del debate dada su condición de minoría, a aquellos que encuentran el aborto moralmente reprobable bajo cualquier condición constituye una arbitrariedad inaceptable que mina la validez del discurso, máxime cuando queda excluida una estructura de poder de la talla de la Iglesia Católica, que actúa , a escala
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Op. cit., p. 97. Op. cit., p. 127.
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mundial, conformando la conciencia moral de millones de personas y que precisamente hace de esta opinión su doctrina oficial. En tercer lugar, resulta problemático hablar de la inversión natural como una forma moralmente significativa per se32. Los dos primeros apuntes críticos señalados, sobre todo, el primero, quedan comprendidos en y aclarados por la crítica al supuesto sobre el que Dworkin construye su argumentación: el supuesto de que la pertenencia a una especie concreta constituye en sí misma una propiedad con importancia moral. Su defensa del carácter sagrado y valor intrínseco de toda vida humana tiene por único fundamento la pertenencia del ser viviente a la especie humana. Este planteamiento, que hace referencia a la vida humana en términos de santidad, malogra, como hemos visto, la pretensión de Dworkin de llevar a cabo una reflexión de corte secular. Esto induce a pensar que quien quiera elaborar una reflexión realmente secular ha de abandonar el principio tradicional de santidad de la vida humana y atreverse a pensar en otras claves. El motivo del abandono es claro: un principio de origen religioso, especialmente vinculado a la tradición judeocristiana, no es válido para sentar las bases de una argumentación secular. En este sentido reflexionan autores como H. Tristram Engelhardt, Peter Singer o Michael Tooley. Así pues, apelar a un principio, tan oscuro como dudoso, como es el principio de la santidad de toda vida humana, enturbia más que clarifica el debate en torno al aborto. El esclarecimiento demanda tanto una definición de la vida humana exenta de elementos místico-religiosos como situar la controversia girando en torno a una concepción y valoración diferente de la vida humana.
4. RESITUAR LA POLÉMICA SOBRE EL ABORTO. EL DESAFÍO PARA UNA MORAL SECULAR: ¿QUIÉN ES PERSONA? El rechazo de una ética de la santidad de la vida sitúa la clave para la resolución del debate sobre el aborto en el reconocimiento de que es posible y necesario cuestionar la primera premisa del razonamiento antiabortista, que dice: está mal poner fin a una vida inocente, en lugar de la segunda (desde la concepción en adelante, el embrión o feto es inocente, humano y está vivo), como ha sido habitual.
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En una primera versión de este artículo, cifré el carácter problemático de considerar la inversión natural como una forma moralmente significativa en la inminente caída en la falacia naturalista. Sin dejar de estimar problemática la afirmación de Dworkin, pondré en cuarentena la pertinencia de continuar hablando de «falacia naturalista» en un marco teórico donde una radical separación entre el ser y el deber ser no parece seguir siendo defendible. Para una defensa de la no pertinencia de la «falacia naturalista»: cf. V. Hernández Pedrero: «Ética y ontología: el factor Spinoza» en Laguna. Revista de Filosofía, La Laguna. Servicio de Publicaciones U.L.L. 1999, pp. 35-52.
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Con el propósito de rechazar la conclusión antiabortista, los proabortistas han impugnado la segunda premisa, sugiriendo un momento distinto al de la concepción para datar el surgimiento de un nuevo ser. En este punto, los defensores del aborto se enfrentan al problema de la definición de los límites: dado que el desarrollo humano es un proceso gradual, no es fácil ver por qué un momento concreto debería ser el momento en que comienza una vida humana33. Sin embargo, pese a su convencimiento de lo contrario, tampoco se hallan exentos del problema de la definición de los límites aquellos que defienden el momento de la concepción como el comienzo de la vida humana: no existe un momento de la concepción, sino que ésta es un proceso que no se completa hasta que no se ha producido la singamia, esto es, la fusión del material genético contenido en el pronúcleo del óvulo y del espermatozoide, que forma la constitución genética del nuevo individuo34. Ahora bien, enfrascarse en una discusión bizantina para intentar definir el momento exacto en que empieza a existir un nuevo ser humano tiene, como señala Peter Singer, algo de absurdo. «Lo absurdo radica en el intento de establecer una línea divisoria precisa en algo que es un proceso gradual. El reconocer esto es un primer paso hacia la comprensión —y superación— del dilema aparentemente irresoluble del debate sobre el aborto» —sentencia35. Así las cosas, la salida del callejón en que se ha convertido este debate pasa por «desviar nuestra atención hacia la primera premisa del argumento en su contra y preguntarnos: ¿por qué está mal poner fin a una vida humana?»36. Clarificar el debate sobre el aborto exige, por tanto, dar cuenta del interrogante ¿qué tiene de especial el hecho de que una vida sea humana? La distinción apuntada por autores como Tristram Engelhardt, Singer o Tooley ha de entenderse como respuesta a esta pregunta. Si bien, en sentido amplio, tal distinción supone tanto una impugnación a la primera premisa antiabortista como a la segunda, puesto que a través de ella se intenta aclarar bajo qué condiciones un ser viviente se convierte en persona, esto es, en sujeto moral. El rechazo de la ética de la santidad de la vida implica, pues, que el aborto no supone ya «una elección entre absolutos —vida o no vida—, sino una cuestión de grado: qué tipo de vida bajo qué tipo de condiciones»37. No es gratuito, por tanto, que tal distinción sólo sea considerada por aquellos que niegan credibilidad al supuesto de que la pertenencia a una especie concreta constituye en sí misma una propiedad con importancia moral. La ética de la calidad de vida se presenta como alternativa secular a la ética de la santidad de la vida.
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P. Singer, Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional, Barcelona. Paidós. 1997, p. 107. 34 Op. cit., p. 102. 35 Op. cit., p. 106. 36 Op. cit., p. 111. 37 Mohr: Abortion in America en P. Singer: 1997, p. 98.
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En consecuencia, el interés por dar cuenta de las propiedades que debe poseer un ser para obtener el estatus de persona denota el interés por situar el problema de la moralidad del aborto, puesto que es compartida la afirmación de que el término persona no es una mera etiqueta descriptiva, sino que conlleva una cierta postura moral38. La «consideración moral se concentra en las personas y no en los seres humanos. El hecho de que una entidad pertenezca a una especie concreta no tiene importancia en términos morales seculares generales»39. La urgencia por diluir la confusión que genera la indistinción es exigida tanto por el flaco favor que, al decir de Tooley, ésta presta a posturas proabortistas como por las consecuencias prácticas que supone, según Engelhardt, el distinto rango moral atribuido a unos y otros40. Tooley sostiene que el uso indistinto de las expresiones persona y ser humano presta apoyo encubierto a las posturas antiabortistas por dos razones: la primera, porque induce al proabortista a afirmar que los fetos, al menos hasta cierto punto no son seres humanos. Y, la segunda, por que hace que el debate en torno al aborto, centrado en la discusión de si el feto es humano o no, aparezca como un desacuerdo sobre ciertos hechos, mientras que el desacuerdo es de orden moral, es decir, lo que se somete a discusión son los principios morales que han de aceptarse. La disputa refiere, pues, a una cuestión moral: determinar las propiedades que debe poseer algo para ser una persona41. Así las cosas, Tooley, con el propósito de evitar tal confusión, que malogra el planteamiento del debate sobre el aborto, apuesta por sustituir el término ser humano por la expresión «miembro de la especie homo sapiens» dado que ésta hace referencia, sin ambigüedad, a «cierto tipo de organismo biológico caracterizado en términos psicológicos»42. Al tiempo que define persona como aquel organismo que «posee la idea del ‘yo’ como sujeto continuo de experiencias y otros estados mentales, y cree que es en sí mismo una entidad continua»43. De manera que los fetos, en tanto que entidades carentes de consciencia propia como sujetos continuos de estados mentales, no pueden ser considerados personas. Tanto Engelhardt como Singer contemplan distinciones en el mismo sentido. Engelhardt, por ejemplo, distingue entre personas en sentido estricto, caracterizadas por la racionalidad, la autoconsciencia y la capacidad para el juicio moral; y, vida biológica humana, categoría que recoge a los individuos humanos que no cumplen los
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P. Singer: 1997, p. 181. H. Tristam Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Barcelona. Paidós. 1995, p. 154. 40 Op. cit., pp. 156-7 y pp. 160-4. 41 M. Tooley en VV.AA.: 1992, p. 74-6. 42 Op. cit., p. 76. 43 Op. cit., p. 78. 39
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requisitos expuestos. El que el cumplimiento de estos requisitos se erija en el factor que determina la inclusión o exclusión de la categoría de persona nos enfrenta al hecho de que no todos los seres humanos son personas, ni todas las personas son humanas. Ahora bien, únicamente las personas son sujetos de consideración moral. Consecuentemente, los fetos, las criaturas, los retrasados mentales profundos y los que se encuentran en coma profundo pertenecen a la especie humana, pero no son personas, «no ocupan una posición en la comunidad moral secular en sí mismos, ni por sí mismos»44. El distinto rango moral atribuido a cada una de las categorías tiene su correlato práctico: mientras que entre personas existe un deber de respeto mutuo en virtud de que su moralidad es la moralidad de la autonomía, hacia los seres que no son personas existe un deber de beneficencia, que depende de la capacidad de éstos para experimentar dolor y del valor que alguna persona les conceda. En este sentido, Engelhardt afirma: «el valor de los cigotos, embriones y fetos está determinado en la moralidad secular general principalmente por el valor que representan para las personas actuales»45. La distinción entre persona en sentido estricto y vida biológica humana opera, por tanto, como criterio de enjuiciamiento de la significación moral de las distintas categorías de vida humana. Singer sigue una línea de argumentación similar: sostiene que «una persona no es por definición un ser humano»46, ha de reunir los requisitos de racionalidad y autoconsciencia para serlo. Afirmar la primacía de la vida humana constituye, a su juicio, una suerte de especismo, esto es, un privilegio arbitrario a favor de los seres humanos47. Singer entiende que la ética tradicional de la santidad de la vida, en la medida en que es una ética heredada de una época en la que el mundo intelectual estaba dominado por una actitud religiosa, ha de ser superada. Esta exigencia procede, entre otras, de la práctica médica moderna, que se ha vuelto incompatible con la creencia de que toda vida humana posee el mismo valor. Así pues, dadas las insuficiencias e incoherencias de la ética convencional, Singer apuesta por una revolución copernicana en el universo ético, que desplace de su centro al ser humano y que, frente a la ética tradicional, tenga por principios rectores cinco nuevos mandamientos48: 1º) reconocer que el valor de la vida humana varía, 2º)
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H. Tristam Engelhardt: 1995, p. 155. Op. cit., p. 161. 46 P. Singer: 1997, p. 180. 47 La tesis del especismo es expuesta por Peter Singer en Animal Liberation. A New Ethics for Our Treatment of Animals, Avon, New YorK, 1977. Y brevemente resumida en R. Andorno, Bioética y dignidad de la persona, Madrid. Tecnos. 1998, p. 69. 48 Estos nuevos mandamientos resultan de la reescritura, en términos de oposición, de los antiguos, regidores de la ética tradicional: 1º) considerar que toda vida humana tiene el mismo 45
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responsabilízate de las consecuencias de tus decisiones, 3º) respeta el deseo de vivir o morir de una persona, 4º) traer niños al mundo sólo si son deseados, y 5º) no discriminar por razón de especie49. De modo que, en virtud del primer, cuarto y quinto nuevo mandamiento, no existen razones para oponerse al aborto antes de que el feto sea consciente, y, por tanto, haya desarrollado la capacidad de sentir dolor, cosa que no ocurre hasta las treinta y dos semanas; y, sólo existen razones muy poco sólidas para oponerse a él en cualquier fase del embarazo. Tomar la capacidad de sentir dolor como razón suficiente para otorgar a un ser derecho a la vida supone conceder este derecho a todos los animales vertebrados, incluso a aquellos con cerebros relativamente pequeños, como las ranas y los peces. Así las cosas, Singer resuelve: «puesto que las razones de una mujer para abortar son invariablemente mucho más serias que las razones de la mayoría de las personas que viven en países desarrollados para comer pescado en vez de tofú, y puesto que no hay razón para pensar que un pez sufre menos cuando está muriendo en una red de lo que sufre un feto durante un aborto, el argumento en favor de no comer pescado es mucho más sólido que el argumento en contra del aborto que puede provenir de la posible conciencia del feto después de diez semanas»50.
5. ALGUNAS CONSIDERACIONES A MODO DE CONCLUSIÓN Me gustaría señalar brevemente las consecuencias que supone el abandono del principio de la santidad de toda vida humana para la consideración moral del aborto, y mostrar cuán impropio resulta excluir la hipocresía moral del ámbito de análisis. Una vez que se ha rechazado la ética de la santidad de la vida en favor de una ética de la calidad de vida, el aborto suscitaría, a mi juicio, tanta controversia moral como una operación de apendicitis. Dentro de este marco, el aborto distaría tanto de ser considerado un mal mayor (postura conservadora) como un mal menor (postura liberal). En este sentido, la tesis de Dworkin, según la cual la postura liberal presupone la idea de que toda vida humana poseía un valor intrínseco, no carece de fundamento: sólo si se concede a la vida humana un significado moral intrínseco, el aborto puede seguir suscitando una cuestión moral, toda vez que se ha aceptado que no existe nadie cuyos intereses perjudique. Ahora bien, la interpretación que Dworkin hace de la naturaleza del debate sobre el aborto, a través de la cual trata de salvar las incoherencias y contradicciones de las
valor, 2º) nunca poner fin intencionadamente a una vida humana inocente, 3º) nunca te quites la vida e intenta evitar siempre que otros se quiten la suya, 4º) creced y multiplicaos, y 5º)considera cualquier vida humana siempre más valiosa que cualquier vida no humana. 49 P. Singer: 1997, pp. 188-199. 50 Op. cit., pp. 205-6.
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opiniones de la gente que desvelan muchas encuestas, es en exceso benevolente: excluye la hipocresía moral del modo de pensar y proceder de la gente. De hecho, las ventajas que enumera, a modo de legitimación, de su idea de que la mayoría de las personas se oponen al aborto sobre la base de una objeción de carácter autónomo hablan a favor de esto. Sostiene, por una parte, que la oposición al aborto en virtud de la objeción de carácter autónomo hace que ésta sea más consecuente consigo misma. Y, por otra, considera que su sugerencia evita atribuir a la gente, la idea difícilmente comprensible, de que un organismo que no ha tenido nunca vida psíquica puede tener intereses51. Sin embargo, ignorar la hipocresía moral como elemento de análisis en el estudio del debate sobre el aborto frustra las pretensiones explicativas, puesto que existen actitudes morales de las que sólo se puede dar cuenta apelando a ella. Éste es el caso de la Iglesia Católica y éste es uno de los motivos por los que, a mi juicio, Dworkin la excluye como miembro relevante del debate. Condenar a cientos de miles de personas a una muerte segura o una vida de penurias por causa del contagio de enfermedades de transmisión sexual como el S.I.D.A. al prohibir a sus fieles el uso de preservativos es una de las formas que tiene la Iglesia Católica de defender el derecho a la vida de todo ser humano, de celebrar el valor intrínseco de toda vida humana.
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R. Dworkin: 1994, p. 30.
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