El caso Wallace. Una historia real de justicia personal, indignación y amor de madre, tras el secuestro de un hijo

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Martín Moreno

Prólogo de

Isabel Miranda de Wallace

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El caso Wallace. Copyright © Martín Moreno De esta edición: D. R. © Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V., 2010. Av. Universidad 767, Col. del Valle. México, 03100, d.f. Teléfono (52 55) 54 20 75 30

Todos los documentos y fotografías de este libro, salvo la fotografía del autor, pertenecen al archivo personal de Isabel Miranda de Wallace

Primera edición: junio de 2010 ISBN: 978-607-11-0506-6 Diseño de cubierta: Fernando Ruiz

Impreso en México Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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A la memoria de Hugo Alberto Wallace Miranda.  Para Martín, Paulina y Mariana.  Para Yohali.

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Aquella gente de abajo, entrelazada por sus extremidades lisiadas, por sus zancos y muñones, estaba apiñada de tal manera que formaba un solo cuerpo moviéndose y arrastrándose, del cual, como tentáculos, salían decenas de brazos, y allí donde no había brazos, aquel cuerpo abría sus bocas y las dirigía hacia arriba esperando a que se les arrojase algo.         

Ryszard Kapuscinski       Quizá hayamos llegado al corazón de nuestra historia. ¿Hasta qué punto es posible comprender el amor y el dolor de otra persona? ¿Cuánto podemos comprender de los que sufren penas, ausencias y opresiones más profundas que las nuestras?  

orhan pamuk   

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ÍNDICE

Prólogo de Isabel Miranda de Wallace...................... 13 Isabel........................................................................ 15 Hugo Alberto........................................................... 19 Jacobo: el primer contacto........................................ 27 Desaparecido............................................................ 39 Perugino................................................................... 51 “No me falles”.......................................................... 59 “El Yanqui”.............................................................. 83 Juana Hilda.............................................................. 93 La captura.............................................................. 103 La confesión........................................................... 121 “Los Panqués”.........................................................145 La conejita dealer.....................................................155 Los federales........................................................... 173 Las autoridades capitalinas..................................... 183 El presidente........................................................... 197 El careo.................................................................. 207 Atentado................................................................ 225 Sentencia................................................................ 235 Ley General en Materia de Secuestro...................... 245 Guía antisecuestro...................................................251 Epílogo................................................................... 253

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PRÓLOGO

El hecho de contarle a Martín Moreno parte de nuestra historia, me hizo recorrer nuevamente el camino más doloroso de mi existencia, la pérdida más importante en mi vida: la de mi muy amado hijo, Hugo Alberto. Recordar cómo se mezclaban mis sollozos con el sonido del agua de la regadera, para que mi familia no se diera cuenta del pánico que tenía al pensar en la posibilidad de que algo le pasara a Hugo, vuelve a llenarme de tristeza. Conocí el lado más oscuro del ser humano, pero también su lado noble: el de la solidaridad, mostrada también por los medios de comunicación y de personas como Martín Moreno. Recordé cómo transité por un sistema de justicia inoperante, devorador de voluntades, que provoca que las víctimas terminemos por abandonarlo todo. Quienes deseábamos saber que le ocurrió a mi hijo nos enfrentamos a una pared, aun cuando existen algunos funcionarios que quieren cambiar esta situación, pero que no pueden porque el propio sistema no se los permite. Recordé que, por desesperación e impotencia, llegué a pensar en la autodestrucción, y cómo pude emerger y transformar este sufrimiento y rabia en algo positivo, no sólo en autoayuda, sino también en logros para las demás personas y así trascender, de ser posible, para que esta dura realidad se transforme.

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PRÓLOGO

Entendí que la solución está en todos pero, principalmente, en cada uno de nosotros. No podemos delegar nuestra responsabilidad. Debemos involucrarnos,  protestar, denunciar. Que no nos roben la capacidad de indignación, de asombro y de compasión. Y lo digo en el sentido más digno, no en el lastimoso. Y sobre todo, agradezco a la vida porque tengo una gran familia sin la cual no hubiera sido posible lograr y descubrir tantas cosas. Gracias Nina, Roberto, mi gratitud a todos y cada uno, pero sobre todo, gracias hijo, porque por amor a ti he sido capaz de hacer cosas que nunca creí poder realizar. Me viene a la mente una frase que un día me escribiste en inglés, Hugo, y que dice más o menos así: “No importa que en lo físico no estemos juntos, sabes que en lo espiritual lo estaremos eternamente.” Y ahora, más que nunca, necesito creer que así es y que siempre será así. Isabel

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EL CASO WALLACE

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ISABEL

Crecer en una familia de diez hermanos no fue fácil para Isabel, y menos desempeñar el papel de líder del clan Miranda en una sociedad donde el rol masculino es llevar el bastón de mando. Su padre, Fausto, “era un macho”, recuerda ella. Tampoco era la hermana mayor. Tercera en el orden de sangre, y guía, desde muy temprano, de Alfredo, el de más edad, y de toda la escalera consanguínea: Heriberto, Asunción (Nina), Fausto, Roberto, Martha, Guadalupe, Víctor y Magdalena: los Miranda. La raíz familiar era tan contrastante como la oscuridad de la noche y la claridad del día. Su padre, Fausto Miranda Romero, un taxista alto y delgado de carácter fuerte, firme, proveedor de las múltiples necesidades familiares que lo llevaban a trabajar doble turno y dormir poco; que hincaba a sus hijos para rezar y los premiaba con fruta en lugar de dulces. Y la madre, Mónica Torres Jaimes, enfermiza, inocente, tierna, indefensa, valiente pero, al mismo tiempo, con miedo a la vida. “Era, hasta cierto punto, como otra niña”, dice Isabel. Pero en algo coincidían Fausto y Mónica: en el amor sin límites que le profesaban a sus hijos. “Por eso teníamos un hogar perfecto: por la mano firme pero amorosa de mi papá, y al mismo tiempo, una madre que prodigaba mucha ternura.”

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ISABEL

Tal vez por el carácter suave de su madre, los hermanos Miranda vieron a Isabel como una especie de “mamá y papá”. Desde muy chica, se convirtió en la madre de sus hermanos. ¿Qué hacemos con esto? Pregúntenle a Isabel. ¿Cómo lo resolvemos? Vean a Isabel. Desempeñar ese rol, le robó prácticamente su niñez y adolescencia. Isabel atendía a su madre enferma, hacía de comer, estudiaba en escuelas públicas. Ni tiempo de tener novio. Una constante en ese periodo, fue doña Mónica embarazada o alimentando a un bebé. Don Fausto nació y creció, a diferencia de sus hijos, con todas las comodidades. Vástago de Fausto Miranda Benítez, quien fuera presidente municipal de Tejupilco, Estado de México, en los años treinta. A la muerte de su madre, prácticamente fue abandonado por su padre y criado por sirvientes. Sus años mozos estuvieron marcados por la soledad paternal. Cuando se casó con Mónica encontró, por fin, el primer eslabón de la cadena familiar de la que careció cuando niño. Aun con las evidentes carencias económicas, Fausto Miranda gozaba a su familia; por su parte, Isabel trabajaba duro en casa, en lugar de aprender a nadar, a andar en bicicleta, o salir con sus amigas al cine o a pasear. Jamás tuvo tiempo para eso. Cursó primaria y secundaria en la Escuela “Atenedoro Monroy”. En la Universidad Motolinía estudió Comercio. Gracias a la mecanografía y a una pequeña trampa en sus documentos oficiales, tuvo su primer trabajo a los 14 años en la Aseguradora “La Territorial”. En sólo tres meses ya era secretaria del director general.

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De ahí en adelante todo fue trabajo: desde vender Tupperware casa por casa, hasta criptas en panteones. Y luego a la escuela. Nunca reprobó una materia. Así le llegaron los 16 y con ellos el amor inesperado. Se enamoró de Enrique Wallace, un contador público trece años mayor que ella, a quien conoció en un hospital por circunstancias del destino. “La primera vez que lo vi me cayó muy mal. Se me hizo petulante. Me comenzó a buscar, y luego, me enamoré.” Contrajeron matrimonio cuando ella aún era menor de edad. El evento desató la furia de don Fausto, quien dejó de hablarle a su hija y no asistió a la ceremonia civil. Su rechazo al matrimonio de quien guiara y cuidara de la familia fue absoluto…hasta que llegó su primer nieto: Hugo Alberto Wallace Miranda, quien nació el 12 de octubre de 1969. Isabel tenía 18 años. “Deseaba un varón. El día del parto no quise anestesia, creí que perdería el control de la vida. Lo tuve en mis cinco sentidos, fueron muchísimas horas pero valió la pena. Verlo por primera vez ha sido la sorpresa más grande. Sostenerlo en mis brazos…tenía la ilusión de verlo, y todo lo que sentí es indescriptible. No lo puedo traducir en palabras”, rememora Isabel al recordar el nacimiento de Hugo Alberto. Para don Fausto, pasado el trago amargo del casamiento inesperado de su hija, el nacimiento de Hugo fue como haber tenido a su onceavo hijo. Desde los primeros meses, el abuelo se convirtió en el principal protector del nieto, quien fue el consentido. Atrás quedaron resentimientos y enojos. Los siguientes años fueron de convivencia con sus hijos y nietos hasta que, un infortu-

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nado día de 1970, cambió su vida, como ocurre a los toreros, en una mala tarde. Aún taxista, fue asaltado y brutalmente golpeado. Tuvo triple fractura de cráneo. Lo operaron. Perdió el olfato. No reconocía ni a su propia esposa. Pudo recuperarse pero ya no fue el mismo. Aquél carácter fuerte y firme palideció. Don Fausto se apagó, por así decirlo. Los años siguientes fueron de aulas y trabajo para Isabel. Estudió pedagogía en la unam, y se tituló en 1974. Maestra de profesión, tuvo a Claudia, quien nació el 18 de abril de 1975. Dos hijos y un marido amoroso. Otra vez el hogar perfecto, hasta que la desgracia volvió a llegar a la familia Miranda, en 1983. Su hermano Fausto fue atropellado en Chalco. Un conductor alcoholizado lo mató a los 29 años, cuando estaba a punto de recibirse como licenciado en Relaciones Internacionales en la unam. Trabajaba en un negocio de Enrique e Isabel, y era, más que hermano, como un hijo para ella. El fallecimiento partió a la familia. Isabel estaba inconsolable. La muerte de Fausto desgajó la sólida fruta familiar. Fue un golpe artero del destino. Contrataron a uno de los abogados con mayor prestigio: Enrique Ostos, pero el conductor salió tiempo después. Obtuvo su libertad a pesar de la gravedad del delito: homicidio. Se antoja difícil que una mujer con el temperamento, fuerza y decisión de Isabel, no tuviera el alcance necesario para castigar legalmente, con la dureza que ameritaba el caso, al asesino de su hermano. Tal vez fue porque no sabía de lo que era capaz cuando de defender a los suyos se trataba. Años después, muchos años más tarde, ese destino se encargaría de poner frente al espejo a Isabel Miranda de Wallace.

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HUGO ALBERTO

Isabel escuchaba respirar a su hijo a un ritmo acompasado, armónico. Era como el correr suave del caudal del río, melodioso y dulce. Algo había prometido: “Te daré todo lo que soy.” Sentirlo entre sus brazos le cambió la vida y la forma de amar. Ese era un amor tan diferente, tan sublime, tan incondicional, que la hacía sentirse capaz de renunciar a sí misma, a cambio de que él estuviera bien. Fue hasta entonces que empezó a planear su vida, a imaginar el futuro. Una y otra vez se acercaba a la cuna para verlo. A los tres meses, Hugo comenzó a tener problemas de salud: palidecía y desmayaba. El pequeño se quedaba al cuidado de su abuela materna porque Isabel trabajaba. Una tarde, en su oficina de la aseguradora “La Territorial”, recibió una llamada angustiante de su hermana Nina: “Hugo se está muriendo.” Salió corriendo del trabajo, evadió autos que le pasaban a centímetros, hasta que le pidió a un taxista que volara rumbo al Centro Médico. La angustia la enloquecía, sentía que se le iba la vida. Por fin llegó, esperó dos horas, mientras la angustia le deshacía las entrañas. Se frotaba las manos una y otra vez y rezaba para que su hijo estuviera bien. Al fin aparecieron su hermana y su madre. El bebé estaba inerte, como sin vida, desfallecido. Isabel presintió lo peor.

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