El cimborrio y otras soluciones a las cubiertas en la arquitectura altomedieval

Actas del Cuarto Congreso Nacional de Historia de la Construcción, Cádiz, 27-29 enero 2005, ed. S. Huerta, Madrid: I. Juan de Herrera, SEdHC, Arquitec

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Actas del Cuarto Congreso Nacional de Historia de la Construcción, Cádiz, 27-29 enero 2005, ed. S. Huerta, Madrid: I. Juan de Herrera, SEdHC, Arquitectos de Cádiz, COAAT Cádiz, 2005.

El cimborrio y otras soluciones a las cubiertas en la arquitectura altomedieval Miguel Sobrino González

El cimborrio ha llamado la atención de los teóricos por dos motivos diferentes. Los historiadores del arte suelen destacar su capacidad para dotar de mayor luminosidad y de una particular espacialidad a la zona del templo donde por lo común es erigido, el crucero; por su parte, quienes atienden a cuestiones técnicas y constructivas han mostrado especial interés hacia los problemas derivados de su construcción, aquellos que han provocado, en no pocas ocasiones, que el cimborrio terminara por desplomarse. Ahora se trata de hablar de construcción, por lo que cabría esperar que fuese esta última faceta de los cimborrios, su difícil inserción en las fábricas góticas y la frecuencia de su ruina, la tratada en este breve trabajo. Podría en él referirme a determinadas correcciones proyectuales a las que obligaron en siglos pasados los desplomes de ciertos cimborrios, ya para reforzar los pilares que habían de sustentarlos en su reconstrucción, como en la catedral de Burgos, ya para desestimar la primera y ambiciosa idea tras su caída, como en la de Sevilla.1 Así mismo, sería posible describir, dentro del campo de la restauración, las opciones a las que ha dado lugar la ruina de determinados cimborrios, con operaciones que van desde la reconstrucción exacta de lo desplomado (de nuevo Sevilla, esta vez tras el derrumbe de 1888) hasta su sustitución por un elemento muy diferente (iglesia de San Miguel, en Peñaranda de Bracamonte).2 Un trabajo enfocado de ese modo podría titularse «El cimborrio como problema constructivo». Sin embargo, lo que aquí se pretende argumentar es justo lo

contrario: porque, antes de alcanzar el grado de desarrollo que podía llegar a convertirlo en un problema,3 el cimborrio apareció en la arquitectura altomedieval como un medio para solventar cuestiones técnicas que, por entonces, se afrontaban por vez primera. Como todos los inventos, el cimborrio acabó por desbordar el marco de su utilidad original; pero, en sus orígenes, debió de surgir para menesteres más inmediatamente prácticos, coherentes con una serie de recursos dirigidos, todos ellos, a solventar los problemas de las cubiertas. Porque, aunque parezca sorprendente, debido a la arraigada asociación entre el cimborrio y las cualidades espaciales y lumínicas a las que hacía alusión al principio, el quid de la invención del cimborrio no debe, a mi juicio, buscarse en el interior del edificio —luz, espacio—, sino en el exterior, en las cubiertas.

EL PRINCIPIO DE SIMPLICIDAD Si algo caracteriza a toda la arquitectura occidental anterior al gótico es la simplificación de las cubiertas. La arquitectura clásica logró grados superlativos de sofisticación, pero las cubiertas solían entonces concebirse del modo más sencillo posible. No sabemos bien cómo se solventaban los encuentros peliagudos en las construcciones romanas; cuando las plantas eran complejas (por ejemplo, en los grandes conjuntos termales) quizá se trasdosaba el cascarón de hormigón de la bóveda, el cual podía llegar a cu-

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brirse con planchas metálicas solapadas, como sabemos que era en el Panteón.4 Puede que esté también en los metales la clave para comprender el modo en que los romanos afrontaban las limahoyas, que son las zonas más sensibles de las cubiertas: como en la actualidad, el medio más fiable entonces sería colocar bajo las tejas que desembocaban en la limahoya una lámina de metal, enteriza o con varias piezas solapadas, que ayudase a la expulsión del agua hasta la cornisa. La alta Edad Media fue una época marcada por la ausencia de una verdadera industria metalúrgica, lo cual provocó sin duda ciertas regresiones técnicas, entre las cuales habría de contarse la de la ausencia del uso de planchas de metal que ayudasen a la estanqueidad de las limahoyas.5 De todas formas, incluso en época romana, los edificios que poseían tejados se concebían siempre que fuese factible con cubiertas de suma simplicidad (por lo general, a dos aguas), visible tanto en los modelos más sencillos como en otros cuya complejidad se reservaba en exclusiva para el interior, como en el templo de Venus y Roma.6 La sencillez de las cubiertas siguió imperando en la antigua arquitectura cristiana. Sin que deba considerarse una norma fija, en general puede comprobarse que las cubiertas consistentes en bóvedas trasdosadas se mantuvieron a través de su uso en una parte de la arquitectura bizantina, heredera del Imperio oriental;7 en el occidente europeo, en cambio, se prodigaron las cubiertas de faldones rectos, ya asentadas en una cama sobrepuesta a la estructura de las bóvedas, ya sobre una armadura lígnea, aunque de modo excepcional pudiera acudirse a la bóveda trasdosada.8 En todo caso, se buscaba resolver la cubierta, siempre que fuese posible, con una forma sencilla: las cabeceras —que a veces son la única parte abovedada de los edificios—, aunque posean un interior de planta curva suelen mostrarse al exterior, en el período prerrománico, con una planta cuadrangular; esto sirve para reforzar la estructura (el regruesamiento del muro en las esquinas equivale al trabajo que harían allí unos contrafuertes), pero también redunda en la simplificación de las cubiertas, que entonces pueden resolverse simplemente con una o dos aguas (fig. 1). Con más razón aún que en el período romano, teniendo en cuenta la citada limitación de la época respecto a los metales, en la alta Edad Media se pone especial empeño en evitar los encuentros problemáti-

Figura 1 Esquema de una cabecera mozárabe, con planta interior curva y exterior cuadrangular, cubierta a dos aguas

cos entre tramos de cubierta. Para soslayarlos, se prefiriere siempre la disposición de dichos tramos a diferentes alturas, sobre todo cuando lo que deriva del encuentro entre faldones es una limahoya; esto señala la tendencia de la arquitectura altomedieval hacia los espacios compartimentados —digamos, los tramos a modo de «módulos» que van desde el arranque en planta hasta la cubierta—9 siempre que la complejidad de la planta exija una clara organización, que entonces no podía ser más que escalonada, de las cubiertas (en realidad, el escalonamiento como medio de evitar encuentros problemáticos en las cubiertas a escuadra ya se daba en la Antigüedad, como nos enseña con claridad el Erecteion). La arquitectura mozárabe, por ejemplo, muestra esa pintoresca solución escalonada de las cubiertas cuando el edificio posee cuerpos enfrentados (fig. 2). En cambio, cuando lo que se construye son naves simples de tipo basilical, fáciles de cubrir con estructura de madera, las cubiertas son así mismo sencillas (fig. 3) Seguramente, a favor de la explicación del gótico como sistema de transmisión de empujes y cargas, no

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tras conducirla hasta puntos determinados —las gárgolas—, pudieron por entonces complicarse sin tasa las plantas de los edificios, así como concebir grandes conjuntos compactos, en los que resulta inevitable la consecución de cubiertas complejas.

EL TEMOR A LAS LIMAHOYAS

Figura 2 Esquema de templo prerrománico con naves perpendiculares

Antes de que el gótico aportase nuevas soluciones, una limahoya era un lugar por el que con facilidad podría dar comienzo la degradación de un edificio. La limahoya debe recoger el agua procedente de dos faldones situados a escuadra, de modo que descargan sobre ella todo el agua que reciben; si el canal de la limahoya no se encuentra obstruido (puede haber motivos tan sencillos como un nido de pájaro o una laja o teja removidas) el agua será desalojada hacia un lugar tan poco propicio como es un encuentro en rincón, donde con toda probabilidad se acumulará la humedad (fig. 4). En el período gótico, las gárgolas cumplirán la misión de alejar el agua de lluvia de los paramentos, pero, con anterioridad, las cornisas prerrománicas y románicas, por mucho vuelo que tuviesen, podrían no dar abasto cuando se tratase de prote-

se ha destacado lo suficiente (al menos, en estudios generalistas) el avance que supuso ese período para resolver el difícil problema de la evacuación de las aguas. Gracias a la canalización y expulsión del agua

Figura 3 Esquema de templo prerrománico de tipo basilical

Figura 4 Esquema de una limahoya, con los efectos que puede producir en el rincón adonde desemboca

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ger a un rincón del agua procedente de una limahoya (más aún si, por ejemplo, azotaba el viento, efecto atmosférico que suele acompañar a la lluvia, o bien en rincones en los que, por su orientación, nunca diese el sol). En edificios con planta basilical, las cubiertas pueden resolverse de forma sumamente sencilla, con una o dos aguas que, con faldones escalonados o no, desalojan el agua de lluvia hacia los lados (fig. 3). Cuando la simbología cristológica impone la planta en cruz, el tipo basilical sencillo de una o más naves paralelas queda desplazado por la disposición a escuadra de las naves longitudinales y las de crucero. En ese caso, si las naves principales (la mayor y el transepto) tienen la misma altura, se producirá el indeseado encuentro con limahoyas en sus líneas de intersección (fig. 5A). Para eludir esto se presentan varias posibilidades: puede hacerse la nave del transepto más baja (fig. 5B) o más alta que la principal (fig. 5C);10 o bien, pueden construirse las dos naves a la misma altura y sobreelevar el tramo común a ambas, de modo que los encuentros entre faldones sean resueltos por limatesas, mucho más fáciles de ejecutar y mantener que las limahoyas (fig. 5D). En ese pequeño cuerpo elevado en la intersección de las naves podríamos hallar el germen del cimborrio. La idea de que el cimborrio nació como forma de evitar las limahoyas en los encuentros de cubiertas de igual altura parece confirmarse cuando se comprueba, observando la arquitectura anterior al gótico y, sobre todo, la prerrománica, que existe todo un corpus de soluciones aplicadas al mismo fin (fig. 6), soluciones entre las cuales el primer cimborrio sería

Figura 6 Distintos casos de disposición de cubiertas a diferentes alturas en edificios altomedievales: A.– En San Vital de Rávena. B y C.– En pórticos de iglesias paleocristianas

una más, aunque terminase por ser la que diera los frutos más espectaculares.

OTROS CASOS RELACIONADOS Hace unos años, un estudio sobre la reforma tardogótica de la iglesia románica de San Pedro de Arlanza hizo que me plantease ciertas cuestiones acerca de la

Figura 5 Esquema de soluciones de cubiertas para dos naves dispuestas en cruz: A.- Naves de igual altura, que en su encuentro producen limahoyas. B.– Transepto más bajo que la nave mayor. C.– Transepto más alto que la nave mayor. D.– Nave mayor y transepto de igual altura, con interposición de un cuerpo intermedio más elevado

El cimborrio y otras soluciones a las cubiertas

misma existencia de los cimborrios, así como sobre la continuidad de su construcción en la arquitectura hispánica a lo largo de toda la Edad Media y aun después, en contraste con otros territorios, donde los cimborrios prácticamente dejaron de edificarse al imponerse el modo gótico de construcción.11 En aquel artículo trataba sobre todo el hecho constatable —y, sin embargo, quizá desapercibido— de que los cimborrios ocupan un lugar protagonista en la historia de la arquitectura hispánica, mientras que en otros territorios, con los que compartimos tradición arquitectónica, es difícil encontrarlos en el período que va desde el fin del románico hasta la eclosión de las cúpulas con tambor del Renacimiento. Aunque dicho trabajo estaba enfocado a indagar en las razones de esa afición hispánica al cimborrio en época gótica, en él se enunciaban también ciertas cuestiones que atañen a la arquitectura que podríamos llamar «pregótica», y que pueden no carecer de interés si las tenemos en cuenta al estudiar las construcciones de la Edad Media. Tales cuestiones podrían resumirse en los siguientes puntos: III. En la arquitectura anterior al gótico escasean las limahoyas, y no las hay en la del heterogéneo período que denominamos prerrománico. Cuando vemos publicadas imágenes de edificios de la Antigüedad tardía o altomedievales con limahoyas en las cubiertas, se deben siempre a reconstrucciones hipotéticas que no han tenido esto en cuenta.12 III. Los medios para soslayar las limahoyas son siempre los mismos: disposición de las cubiertas a diferentes alturas (figs. 2, 5B, 5C y 6) o interposición entre dos cubiertas de igual altura, perpendiculares entre sí, de un cuerpo más elevado (figs. 5D y 14). Existe otro método aún más radical: el aislamiento de los cuerpos edificados cuyas cubiertas puedan entrar en conflicto. Además de la planta en cruz, los edificios cristianos precisan adoptar un elemento importante dentro de su programa funcional: la torre-campanario. Las dificultades que vengo refiriendo respecto a las cubiertas deben de ser la razón por la cual las torres altomedievales aparecen casi siempre separadas del edificio (fig. 7).13 En Italia, donde nunca llegaron a adoptarse real-

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Figura 7 Iglesia prerrománica de Santa María de Bendones. Aunque muy restaurada, la disposición del templo y de la torre exenta es la original

mente muchos de los avances técnicos del gótico, la costumbre pervivió en sus numerosos campaniles exentos; pero, en los otros centros arquitectónicos del occidente cristiano, las torres entraron a formar cuerpo con los templos a los que servían cuando, con la invención del modelo del cuerpo occidental torreado (tripartito o con una sola torre), se halló una forma de incorporarlas sin crear problemas en las cubiertas. El carácter exento de las torres altomedievales representa el caso más simple de ese otro modo de afrontar los encuentros complicados entre cubiertas: como se aprecia en el plano de San Gall, parecía mucho más factible a los maestros de la primera Edad Media, a la hora de concebir un gran plan arquitectónico, sembrar el lugar de edificaciones separadas entre sí, cada una con su propia cubierta, que concebir un conjunto compacto de difícil resolución de cara a la evacuación de las aguas. Las galerías de unión de Centula, que se han puesto de ejemplo como origen de las futuras galerías claustrales, indican la necesidad de disponer de unos pasos por los que recorrer, a cubierto, la distancia entre edificios que por necesidad debían entonces de quedar aislados.14 III. Hay un elemento en el que resulta muy difícil evitar los encuentros en limahoya: las galerías claustrales. Los claustros, además de otras funciones, suelen cumplir la misión de un

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«impluvium», con el volcado del agua de lluvia hacia el interior del patio, donde irá a parar a un aljibe. Pero, precisamente por ser allí casi inevitables las limahoyas, los claustros pregóticos son siempre de escasa altura: así se podría acceder con facilidad a las cubiertas para su limpieza y mantenimiento. No creo que sea casualidad que, cuando el gótico ofrece nuevos y más eficaces medios para la evacuación de las aguas, los claustros aumenten su altura y multipliquen el número de sus plantas. Otro dilema es el que plantean las estancias que rodean al claustro; de nuevo en el plano de San Gall queda muy claro que éstas, de mayor altura que las galerías claustrales, dejan libres las esquinas del conjunto con el propósito, sin duda, de no crear limahoyas a gran altura: en San Gall, las galerías claustrales son todavía pasos cubiertos para comunicar construcciones que permanecen aisladas.15 Donde sí pueden aparecer limahoyas de difícil resolución es en los escasos templos románicos o anteriores provistos de tres naves tanto en sentido longitudinal como en el transepto: el encuentro de las naves mayores irá resuelto por el cimborrio, pero será más complicado hacer lo mismo en los de las naves menores (fig. 8), lo que no quita que existan algunos casos en los que se intenta afrontar este problema (fig. 9). De todas formas, cabe recordar que, aunque no tanto como en los claustros, las cubiertas de las naves menores siempre tendrán más fácil acceso para su conservación que las de las mayores. IV. La sofisticación de los métodos de evacuación fueron los causantes de la práctica desaparición de la cornisa en el período gótico. Cuando no existían gárgolas, el alejamiento del agua de los paramentos podía confiarse sólo a una cornisa o un alero; resultaba entonces impensable coronar los muros con cresterías o antepechos, que por sí solos se convertirían en un dique para el agua.16 En el gótico, el antepecho oculta tras de sí el canal que corre sobre el muro, canal que conduce el agua hasta las gárgolas, encargadas de expulsarla hasta donde «no haga daño».17 Por eso el gótico mantiene muchos elementos heredados del románi-

Figura 8 Crucero primitivo de la catedral de Santiago de Compostela, según Conant

Figura 9 Crucero de Qal’at Si’man

co, pero rechaza la volada cornisa sobre canecillos que en los siglos XI y XII —como en siglos anteriores— resultaba imprescindible.

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Que la arquitectura que denominamos renacentista recupere la cornisa no se debe, muchas veces, a una recreación formal de un supuesto clasicismo, sino a la necesidad de recuperar un elemento imprescindible cuando no se tienen otros métodos para evitar que el agua resbale por los paramentos.18 Esto último suscribiría la idea de que el Renacimiento supuso, en arquitectura, cierta regresión respecto al gótico, al menos en términos tecnológicos.19 V. En los edificios góticos en los que no se aplican los avances técnicos, propios de ese período, para la evacuación pluvial, siguen imperando los principios referidos respecto a la simplificación de las cubiertas y la ausencia o escasez de limahoyas. Para comprobarlo, basta con observar templos tardogóticos, ya de finales del siglo XV o principios del XVI, en los que no se utilizaron gárgolas ni canales de conducción de aguas (fig. 10). Asimismo, en pequeños templos parroquiales o edificios civiles góticos donde no era posible ejecutar todo el aparato necesario de canalizaciones y gárgolas, la cornisa sobre canecillos volvía a recuperarse (aunque ya no con la relevancia y la ornamentación que la caracterizaban en el románico) como recurso técnico.

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nes adoptadas en la antigua arquitectura cristiana cuando se busca compaginar la inevitable complejidad de las plantas con el buen funcionamiento de los edificios. Su lugar, en la intersección de las naves principales, hizo que fuese cobrando mayor relieve que otros de los sistemas referidos, llegando a participar efectivamente en el aspecto monumental de los templos. Pero, antes de esa identificación total del cimborrio con su magno colofón, otras soluciones más discretas nos enseñarán mucho sobre el pasado pragmático de ese elemento. Son de gran interés las soluciones de compromiso, por ejemplo aquellas en las que se aprovecha un mayor alzado dado a la bóveda del crucero para, sin escalonamientos, evitar de todos modos los canales de las limahoyas (fig. 11). Incluso, en tiempos en los que el cimborrio era ya un elemento muy evolucionado, podemos ver en ciertas obras —poseedoras, por lo demás, de gran empaque— escuetos volúmenes que sirven a la función que vengo describiendo, mas con una parquedad que hace recordar los modelos más primitivos (fig. 12). En suma, independientemente de la ambición de lo edificado, lo que se hace en los edificios que carecen de la tecnología gótica para la evacuación de las aguas, cuando no se puede o no se quiere erigir un cimborrio es, en todo caso, evitar las limahoyas. Hay otro tipo de cimborrio que interesa aquí especialmente, pues sirve como apoyo al argumento de que este elemento surgió a causa de las cubiertas, y

EL CIMBORRIO Entre todos los casos descritos, el cimborrio viene a situarse, en su origen altomedieval, entre las solucio-

Figura 10 Iglesia jerónima de El Parral, en Segovia

Figura 11 Crucero elevado sin cimborrio, al modo de San Martín de Castañeda

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Figura 12 Crucero con pequeño cimborrio, al modo de Las Huelgas de Burgos

no de la búsqueda de espacialidad o luminosidad de los interiores: se trata de los cimborrios (o seudocimborrios) que no se proyectan hacia el interior; que se erigen, a veces de forma muy espectacular, a modo de torre sobre el crucero, sin que su presencia pueda advertirse desde el interior de las naves (por ejemplo, el de Santa María de Santa Cruz de la Serós o los de los monasterios de Santes Creus y Poblet), o bien superponiéndose a una cúpula que hacia el interior tiene mucho menor alzado del que podría parecer al verla desde fuera (San Vicente de Cardona).20 Por otra parte, no habría que perder de vista el factor práctico cuando se estudia la construcción de cimborrios tardíos sobre fábricas pregóticas, ya se trate de la sustitución de un cimborrio anterior perdido, como en la catedral de Santiago, o de su erección ex novo sobre fábricas pregóticas que habían quedado inconclusas, caso de la iglesia monástica de Sacramenia.21 En suma, no deberíamos olvidar que el cimborrio fue, al principio, otra solución más dentro de un abanico de posibilidades variopintas, encaminadas a simplificar los dilemas que se plantean a la hora de resolver las cubiertas. En el gótico hispánico más tardío el cimborrio seguiría erigiéndose, pero ya con el propósito confesado de ensalzar, física y simbólicamente, el lugar donde se encuentran los brazos de la cruz, y esa poderosa imagen es, como es lógico, la

Figura 13 La catedral de Burgos, asomando sobre las casas de la plaza Mayor

que predomina cuando se procede al estudio de este elemento arquitectónico (fig. 13). Pero conjuntos como la cabecera triple del templo visigodo de Santa Lucía de Alcuéscar (fig. 14) nos recuerdan que, cuando el cimborrio era casi un recién nacido y su presencia externa era aún tímida, su misión consistía en ir colocado allá donde dos naves de igual altura lo reclamasen para evitar en su encuentro las temidas limahoyas.

NOTAS 1.

El primer cimborrio de la catedral de Burgos, de Juan y Simón de Colonia, se desplomó en 1539. El actual, obra de Juan de Vallejo y, quizá, Felipe Bigarny, se erigió de 1541 a 1573 (datos tomados de Chueca 1953). El cimborrio de Sevilla se comenzaba a cerrar en 1507; se derrumbó cuatro años más tarde. Se rehizo en 1519 siguiendo trazas de Juan Gil de Hontañón (Torres Balbás 1952).

El cimborrio y otras soluciones a las cubiertas

Figura 14 Esquema de la cabecera del templo visigodo de Santa Lucía de Alcuéscar

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El segundo cimborrio sevillano (ver nota anterior) fue el que, a su vez, se hundió a finales del siglo XIX. Véanse Falcón Márquez, T. 1980. La catedral de Sevilla (estudio arquitectónico). Sevilla, pp. 27 a 29 y Calama, José María y Amparo Graciani. 2000. «Sistemas de cimbrado y apeos en la restauración monumental española durante el siglo XIX». Actas del Tercer Congreso de Historia de la Construcción. Madrid, p. 160. La iglesia parroquial de San Miguel, en Peñaranda de Bracamonte, sufrió un incendio en 1971; tras ello, fue reconstruida por el arquitecto Fernando Pulín. Los cimborrios se han llevado la mala fama, pero en realidad la época en la que tantas veces se produjo su desplome coincide con la ruina (debida asimismo al intento desmedido de batir magnitudes y, también, al costoso pero provechoso método de prueba y error) de espacios que no son precisamente cimborrios, entre los que destaca el más conocido de la catedral de Beauvais. Adam (1996, 232) juzga la cubierta metálica del Panteón como algo excepcional. Quizá lo fuese al tratarse de tejas de bronce, pero creo posible que otros edificios romanos abovedados o cupulados tuviesen cubiertas de metales menos costosos y más maleables. El citado autor pasa muy rápido por el asunto de las cubiertas, donde hace referencia a las limatesas pero no a las más problemáticas limahoyas. Mucho más interesante y esclarecedora es la aportación de Choisy, quien sí se refiere a los recubrimientos que podía recibir el trasdós

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de una bóveda romana: según los casos, planchas metálicas, tejas o el mismo hormigón, protegido por una capa de mortero o por teselas (Choisy 1999, 84 y 88–90). 5. Otra importante consecuencia de la ausencia de metalurgia en la alta Edad Media fue, por ejemplo, la falta de herramientas para la labra de la piedra, lo que condujo a la inexistencia en ese tiempo de escultura pétrea monumental, al empleo generalizado de sillarejo y mampostería o a la frecuente inclusión en obras de nueva planta de materiales —columnas, sillares— reaprovechados (véase Sobrino González, Miguel. 2002. La piedra como motivo de la arquitectura. Cuadernos de arquitectura. Madrid: Instituto Juan de Herrera). 6. García y Bellido, Antonio. 1990 [1971]. El arte romano. Madrid: C.S.I.C., pp. 392 a 394. 7. Quizá pueda verse en el recubrimiento metálico que trasdosa las bóvedas de Santa Sofía un trasunto de uno de los posibles tratamientos que recibirían las bóvedas y cúpulas trasdosadas del mundo romano. 8. Los templos bizantinos de Salónica se cubren con tejados, mientras Santa Sofía lo hace con planchas metálicas. Bóvedas trasdosadas occidentales había hasta las últimas restauraciones en los absidiolos laterales de San Juan de Poitiers, en San Esteban de Viguera o, ya en el siglo XII, en el ábside de San Quirce de Hontoria. Es curioso comprobar que lo que se dice aquí de la arquitectura cristiana podría aplicarse así mismo a la islámica: en las construcciones del Islam occidental es muy raro encontrar cúpulas trasdosadas, si no son las de los baños, donde el vapor de agua echaría a perder la madera. Cúpulas islamizantes trasdosadas son, en España, la de la capilla de San Jerónimo en la toledana Concepción Francisca, las de las naves de Santa María de Lebrija o la de la qubba del castillo de Jerez de los Caballeros, entre otras. 9. La arquitectura prerrománica viene asociada desde los estudios clásicos al «espacio compartimentado»; pero no debe confundirse, como pasa a veces, la compartimentación procedente de la misma estructura arquitectónica —«A cada división en planta corresponde un techo distinto, una estructura autónoma», dice Chueca (1981, 84) sobre la iglesia de Santiago de Peñalba— con la división espacial que impone, por ejemplo, un iconostasio: en la arquitectura medieval, tanto religiosa como civil, los grandes espacios que hoy solemos ver diáfanos se encontraban, como corresponde a edificios en uso, divididos por canceles, tabiques, cortinas o pantallas de arcos. Esto sucede en edificios sin especial compartimentación estructural, como San Miguel de la Escalada. 10. El transepto más alto que la nave mayor es frecuente en el prerrománico (San Julián de los Prados, San Juan de Poitiers, abadía de Montecassino) y más raro en el ro-

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mánico o en el gótico (catedrales de Trani y de Silves). El transepto más bajo que la nave mayor también abunda en el prerrománico (San Lorenzo de Bradford-onAvon, Santa Cristina de Lena, Santa María de Lebeña) y sigue dándose en edificios románicos que no tienen cimborrio (San Isidoro de León, iglesias monásticas de Santa María de Palazuelos, Pontigny, Sénanque y St. Guilhem-le-Désert). Fue una investigación en colaboración con Ángela Franco Mata, conservadora de Antigüedades Medievales del Museo Arqueológico Nacional, a través de la cual descubrimos la procedencia —el monasterio burgalés de San Pedro de Arlanza— de unas dovelas angreladas depositadas en el almacén del museo (posteriormente, José Miguel Merino de Cáceres aportaría una reconstrucción metrológica del cimborrio). A raíz de la publicación de nuestras conclusiones, tuve la oportunidad de esbozar algunas ideas que desarrollo algo más en el presente artículo (Sobrino 2001). Algunos ejemplos de limahoyas incorrectas, siempre dibujadas como parte de hipótesis reconstructivas, son las que aparecen en los laterales de San Juan de Baños (Caballero 2000, 131), en la antigua San Pedro de Roma, en la abadía de Corvey (Conant 1991, 40, y 66 y Barral 2002, 146) o en el palacio de Hingelheim (Conant 1991, 61 y Corboz 1970, 5). Especialmente incomprensible es la ausencia del cimborrio en San Gall en las por lo demás magníficas reconstrucciones debidas a los estudios de Horn y Born (Price 1982, 23, 25, 26, 29 y 95 a 100): en ellas se reconocen como de mayor grosor los pilares del crucero de San Gall —sobre todo porque la separación entre ellos, a diferencia del resto de los tramos de la nave mayor, dibuja claramente un cuadrado—, y así lo reflejan sus recreaciones dibujadas, pero dejando en el interior del crucero un absurdo remate truncado, en vez del lógico cimborrio (Price 1982, 21). Cuando las iglesias prerrománicas tienen campanarios adosados, como en San Miguel de la Escalada, en San Pedro de Vienne o en Mistail, éstos suelen deberse a adiciones posteriores (Corboz 1970, 54, 74-75 y 146 a 154). No comparto la opinión de quienes ven en el plano de San Gall una reminiscencia del antiguo urbanismo en cuadrícula, al modo hipodámico. A mi juicio, lo que se advierte en San Gall es la incapacidad de la época para organizar un conjunto complejo de forma compacta. Que el plano sea regular es lo lógico teniendo en cuenta que se trata de una representación ideal: la orografía y otras contingencias se ocuparían, de haberlo puesto en práctica, de romper esa regularidad, que suele ser lo más cómodo sobre el papel, pero lo menos factible sobre el terreno. En los primitivos monasterios irlandeses se supone que los caminos que comunicaban las diferentes edificacio-

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nes podían ir cubiertos con pórticos de materiales ligeros; en el plano de San Gall también parecen pasillos cubiertos los que unen la iglesia con los campanarios exentos. Sería interesante dibujar el progresivo «apelmazamiento» de los conjuntos monásticos, en un trayecto que iría desde el plano ordenado pero disperso de San Gall, pasando por la planta «en peine» de los cenobios cistercienses, hasta llegar al complejísimo y compacto conjunto de, por ejemplo, San Lorenzo de El Escorial. Hay que apuntar que la gárgola no aparece en la arquitectura cristiana hasta el período gótico, pero que su utilización era frecuente desde hacía siglos en la islámica. El uso de gárgolas va asociado al de los antepechos, como coronación dentada en forma de abeto (mezquita de Córdoba) o en los remates almenados de las torres defensivas. Esto último plantea una cuestión relevante, cuyo conocimiento evitaría muchos errores cometidos en intervenciones modernas sobre antigua arquitectura fortificada: cuando las torres defensivas tienen gárgolas, pueden prescindir de la cubierta, siempre que posean bóveda de fábrica sobre la que asentar la azotea (torres de la Alhambra, torre de Juan II en el alcázar de Segovia); también pueden permanecer sin cubiertas cuando el antepecho almenado no cierra todo su perímetro (murallas de Ávila); pero si el almenado flanquea toda la torre y ésta carece de gárgolas de evacuación (no digamos ya si su estructura interior es de madera), entonces sin duda habría de ir cubierta con su correspondiente tejado, aunque esto contradiga ciertos tópicos sobre el aspecto que deben tener las torres de una muralla o un castillo. Simón García dibuja la gárgola «para que el agua no aga (sic) daño» (García, Simón. 1941 [1681]. Compendio de architectura y simetría de los templos. Publicación de José Camón. Universidad de Salamanca, p. 68). Todo esto puede hacer recordar uno de los más conocidos brindis al sol del Movimiento Moderno: la muerte de la cornisa. Conviene leer al respecto «Esos feos correones», sobre los problemas de humedad del Centro Gallego de Arte Contemporáneo (Tusquets, Óscar. 1998. Todo es comparable. Barcelona: Anagrama, pp. 126 a 134), así como observar la suerte que corren en los días de lluvia las fachadas carentes de cornisa (en Madrid, por ejemplo, la rotonda de la ampliación del Senado que da a la calle Bailén). En España, la arquitectura renacentista tardó mucho en renunciar a los avances tecnológicos del gótico, entre los que se encuentra el uso de gárgolas. Incluso en las construcciones civiles, que no suelen poseer el aparato estructural abovedado propio del gótico, no es raro encontrar series de gárgolas (ayuntamiento de Uncastillo, palacio de los Guzmanes en León).

El cimborrio y otras soluciones a las cubiertas

20. Los cimborrios también podían servir como base de una torre de campanas, como en San Pons de Corberá de Llobregat o en San Pedro de Camprodón. No se ha encontrado aún una explicación satisfactoria para el uso original de las cámaras altas alojadas en el interior de algunos cimborrios. La que existía sobre el de San Martín de Frómista (eliminada en la restauración) podría aportar algunas pistas, aunque fuese de fecha posterior, sobre la funcionalidad de esos espacios; también sería interesante ponerlas en paralelo (cosa que, que yo sepa, no se ha hecho) con las enigmáticas cámaras altas del prerrománico asturiano. Todo ello también debería inducir a reflexiones acerca de una expresión recurrente, aplicada sobre todo a la arquitectura románica: la supuesta «sinceridad de volúmenes». La sinceridad es una cualidad consciente, y en esa arquitectura lo que realmente hay entre espacios y volúmenes es correspondencia, debida a la configuración maciza del espacio entre bóvedas y cubiertas. Que esa característica acabe convirtiéndose en cualidad no debe llevarnos a engaño acerca de una supuesta intención de sinceridad por parte de los constructores anteriores al gótico: estas cámaras ocultas y cimborrios sin apariencia interna ayudan a desmentir una idea concebida, sin duda, a posteriori. 21. Sobre el monasterio de Sacramenia, véase Merino de Cáceres, José Miguel. 2003. El monasterio de Santa María de Sacramenia. Segovia: Fundación Vallelongo.

LISTA DE REFERENCIAS Adam, Jean-Pierre. 1996. La construcción romana. Materiales y técnicas. León: Editorial de los Oficios. Arias, Fernando. 1999. Prerrománico asturiano. El arte de la monarquía asturiana. Asturias: Trea. Barral i Altet, Xavier. 2002. La alta Edad Media. De la Antigüedad tardía al año mil. Barcelona: Taschen. Caballero Zoreda, Luis. 2000. Posibilidades de la Arqueología de la Arquitectura. A propósito del estudio de la primera arquitectura abovedada altomedieval de la Península Ibérica. En Actas del Tercer Congreso de Historia de la Construcción. Madrid: Instituto Juan de Herrera.

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Choisy, Auguste. [1873] 1999. El arte de construir en Roma. Madrid: Instituto Juan de Herrera. Chueca Goitia, Fernando. 1953. Arquitectura del siglo XVI. (Ars Hispaniae). Madrid: Plus-Ultra. Chueca Goitia, Fernando. [1947] 1981. Invariantes castizos de la arquitectura española. Barcelona: Dossat. Chueca Goitia, Fernando. [1964] 2001. Historia de la arquitectura española. Edad Antigua. Edad Media. Ávila: Fundación Cultural Santa Teresa. Cirici, Alexandre.1968. Arquitectura gótica catalana. Barcelona: Lumen. Conant, Kenneth John. 1991. Arquitectura carolingia y románica 800/1200. Madrid: Cátedra. Corboz, André. 1970. Haut Moyen Age. Fribourg: Office du Livre. Erlande-Brandemburg, Alain. 1983. El arte gótico. Madrid: Akal. Horn, Walter y Ernest Born. 1979. The plan of St Gall. Berkeley: University of California press. Krautheimer, Richard. 1993 . Arquitectura paleocristiana y bizantina. Madrid: Cátedra. Navascués Palacio, Pedro. 1987. La restauración monumental como proceso histórico: el caso español, 1800–1950. En Curso de mecánica y tecnología de los edificios antiguos, ed. Por A. J. Más-Guindal. Madrid: Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Olaguer-Feliú, Fernando de. 1989. El arte medieval hasta el año mil. Madrid: Taurus Oursel, Raymond. 1964. Univers roman. Fribourg: Architecture Universelle, Office du Livre. Price, Lorna. 1982. The plan of St Gall in brief. Berkeley: University of California press. Sobrino González, Miguel. 2001. A propósito de la obra gótica de San Pedro de Arlanza. Glorias y desgracias de los cimborrios. Boletín del Museo Arqueológico Nacional, 19. Madrid: Ministerio de Cultura. Torres Balbás, Leopoldo. 1952. Arquitectura gótica. Ars Hispaniae. Madrid: Plus Ultra. Torres Balbás, Leopoldo. 1996. Los cimborrios de Zamora, Salamanca y Toro. Sobre monumentos y otros escritos. Madrid: Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Utrero Agudo, María de los Ángeles. 2000. Las bóvedas altomedievales en la Península Ibérica. En Actas del Tercer Congreso de Historia de la Construcción, vol 2. Madrid: Instituto Juan de Herrera.

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