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DERECHO ADMINISTRATIVO
EL CONTROL JUDICIAL DEL USO POR LA ADMINISTRACIÓN DE SUS FACULTADES DISCRECIONALES Faustino Cordón Moreno Catedrático de Derecho Procesal Universidad de Navarra
Dentro de este tema recurrente en el Derecho Administrativo, en este trabajo se intenta perfilar qué zonas quedan aún fuera del control jurídico, partiendo del marco legal de la vigente Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, y en la idea optimista de que en general la discrecionalidad de la Administración es en nuestro ordenamiento escasa. Pero, como en todo sistema jurídico, imperfecto por humano, aún hay resquicio para esa discreción, y por ello se tratan además tanto las técnicas de control existentes como los instrumentos procesales a su servicio que la Ley procesal común proporciona. El fin de todo ello, que es la condena del injusto provocado por la Administración, mueve a la reflexión sobre la revocación del acto y la potestad de la condenada de aplicar de entre varias posibles la solución que a su entender considere óptima.
SUMARIO I.
INTRODUCCIÓN.
II.
LAS TÉCNICAS DE CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD.
III. LOS INSTRUMENTOS PROCESALES.
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I.
INTRODUCCIÓN
Las potestades discrecionales de la Administración y su control por los tribunales constituyen uno de los temas clásicos del Derecho Administrativo. Como dice la STS 12 diciembre 2000 (RJ 2001/522), se trata de «una figura cuyos perfiles teóricos no son claros, como lo demuestran los enormes esfuerzos doctrinales que se le vienen dedicando, y la preocupación de los últimos estudios por diversificarla en una amplia tipología y no reconducirla a un único modelo». En las páginas que siguen no pretendo detenerme en el estudio de sus aspectos dogmáticos, que están abiertos a la discusión en la doctrina administrativa, sino abordar brevemente el control judicial de su uso y de los instrumentos procesales puestos a su disposición, que sin duda constituyen la cuestión que más preocupa en el momento actual. El correcto planteamiento del control judicial de las potestades discrecionales de la Administración exige, en mi opinión, enmarcarlo dentro de las siguientes coordenadas: A) Constituye un principio básico de nuestro Ordenamiento el sometimiento pleno de la Administración a la ley y al Derecho (cfr. arts. 103 y 106 CE) y, en consecuencia, al control de los tribunales, que en España se encomienda a una rama especializada de la jurisdicción (los juzgados y tribunales contencioso-administrativos) a través de un proceso también especializado (el proceso contencioso-administrativo). La evolución del contencioso-administrativo en nuestro país, desde sus orígenes en el siglo XIX hasta la legalidad vigente, constituida por la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante LJCA), es la lucha por eliminar las zonas de la actuación administrativa exentas de control jurídico, la lucha contra las inmunidades del poder en palabras de GARCÍA DE ENTERRÍA, y en el momento actual se puede afirmar que el objetivo en gran medida se ha conseguido.
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El legislador de la LJCA 1998 ha sido consciente de que este principio (de «verdadera cláusula regia del Estado de Derecho» lo califica en su Exposición de Motivos) que, por un lado, hace inviable cualquier ámbito de la actuación de los poderes públicos inmune al control judicial y, por otro, exige, correlativamente, articular un sistema de pretensiones que garantice la posibilidad de obtener justicia frente a cualquier comportamiento ilícito de los mismos, cualquiera que sea su forma de manifestación. Consecuencias de ello han sido: a) La LJCA ha generalizado el campo de la actividad sometida a control, que no sólo se extiende a los actos administrativos “stricto sensu” (que era el ámbito delimitado en la LJCA 1956 e incluso en la LOPJ), sino que abarca también la inactividad material y las vías de hecho y excluye toda referencia a los actos políticos como actos exentos de control; el pretendido carácter político de un acto de Gobierno no es un presupuesto de admisibilidad, sino que forma parte de la cuestión de fondo, a decidir en la sentencia definitiva. b) Correlativamente, la Ley ha ampliado las pretensiones ejercitables, admitiendo las que se plantean frente a estas actuaciones anteriormente exentas de control. En la LJCA de 1956 el ámbito de la actividad fiscalizable (actos expresos o presuntos, a través de la técnica del silencio administrativo, y disposiciones generales) condicionaba el contenido de las pretensiones y, en consecuencia, el contenido de los poderes del juez administrativo, en sus fases de declaración y de ejecución, de forma que cualquier ampliación de aquéllas y de éstos suponía salir fuera de los límites del sistema. Ahora la LJCA de 1998, en lo que constituye, en palabras también de su Exposición de Motivos, una de sus innovaciones más importantes, recoge las pretensiones frente a la inactividad material y frente a las vías de hecho (art. 31) y su consiguiente reflejo en el contenido de los poderes del juez en la sentencia [cfr art. 71.1, a) y c)]. En especial, el reconocimiento de las pretensiones frente a la inactividad material de la Administración cierra, en palabras de la Exposición de Motivos, un importante agujero negro de nuestro Estado de Derecho y se otorga un arma efectiva al ciudadano para combatir la pasividad y las dilaciones de la Administración ante obligaciones de hacer y ante la falta de efectivi-
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dad de derechos consagrados por la ley, pero confiados en su eficacia a una determinada conducta activa de la Administración. El resultado, desde la perspectiva del proceso, ha sido la transformación de uno de los pilares básicos de la jurisdicción administrativa, su naturaleza revisora, que tradicionalmente había servido de fundamento a muchas de las limitaciones impuestas a la plenitud de enjuiciamiento en este ámbito de la función jurisdiccional y ahora queda reducido a sus estrictos límites: se abandona el principio tradicional que considera el contencioso-administrativo como recurso frente a un acto, para pasar a ser un proceso en el que se enjuicia, con plenitud de conocimiento, cualquier litigio frente a la Administración. B) La segunda de las coordenadas es que la actuación administrativa discrecional estrictamente considerada no es susceptible de control judicial porque el ordenamiento jurídico atribuye a la Administración en esos casos un poder de decisión propio y exclusivo que responde a criterios extrajurídicos: la Administración puede actuar o no y, si decide hacerlo, elegir libremente cualquiera de las opciones posibles, pues todas ellas son igualmente legítimas. En las actuaciones discrecionales, por definición, la ley no regula las condiciones de ejercicio de la potestad, remitiendo las mismas a la apreciación de la propia Administración conforme a criterios de oportunidad y, por tanto, en palabras de la STS de 20 de septiembre de 1994 (RJ 7131), se distinguen de los actos reglados «en que implican una facultad de opción entre dos o más soluciones igualmente válidas, según la ley». Como dice la STS 20 octubre 1997 (RJ 7501), «existen situaciones en que son posibles varias soluciones de índole sustancialmente igual en cuanto a la justicia y procedencia de las mismas y claro es, que en uno de estos supuestos la decisión administrativa no puede ser sustituida por la judicial». El control que realizan los tribunales es de legalidad, no de oportunidad, porque la función de juzgar que constitucionalmente tienen asignada consiste única y exclusivamente en la aplicación (previa la interpretación en su caso) del Derecho al caso concreto. Los jueces no resuelven los conflictos aplicando otro tipo de criterios (de oportunidad) y, por eso, permitir su control supondría sustituir la discrecionalidad administrativa por la
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judicial y, en definitiva, convertir al órgano judicial administrativo, en estos casos, en un juez de equidad; y, como ha dicho la STS de 11 de julio de 1990 (RJ 6029), «imperativos institucionales, en el reparto de funciones correspondiente a la división de poderes del Estado» prohíben «que los tribunales de lo Contencioso sustituyan a la Administración en la solución de los problemas propios de ésta». C) No obstante, desde la anterior Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, al mencionar las materias exentas de control jurisdiccional, el legislador no incluye los actos discrecionales. Como decía la Exposición de Motivos de la citada Ley, «la razón estriba en que... la discrecionalidad no puede referirse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su origen en la inexistencia de normas aplicables al supuesto de hecho, ni es un prius respecto a la cuestión de fondo de la legitimidad o ilegitimidad del acto». El legislador (tanto en la LJCA vigente como en la anterior) ha constatado claramente que no existen actos discrecionales puros de los que se pueda hacer una relación que quedaría inmune, a priori, al control judicial. El espacio discrecional, cuya existencia y legitimidad no se discute por considerarse necesario para que la Administración pueda cumplir los fines de interés público que tiene asignados, se ubica, de manera indisolublemente unida con los elementos reglados, en un marco más amplio sometido a la Ley y al Derecho; o dicho con otras palabras, cuando el art. 106 CE somete a la Administración a la Ley y al Derecho, no distingue dentro de ella dos tipos de actuaciones, según ejerza potestades regladas o discrecionales. La actuación de la Administración debe realizarse siempre dentro del marco fijado por la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, por lo que debe imperar el criterio de que la actuación administrativa es siempre a priori justiciable. En consecuencia, el pretendido carácter discrecional de un acto de la Administración no es un presupuesto de admisibilidad del recurso contencioso-administrativo (no se puede rechazar el recurso por ir dirigido contra un acto previamente configurado como discrecional), sino que forma parte de la cuestión de fondo, a decidir en la sentencia definitiva: el recurso será admisible (suponiendo que no concurra ninguna de las causas de inadmisibilidad previstas en la Ley, entre las que no se encuentra ésta) y, al examinar la cuestión de fondo, se decidirá si la
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actuación es discrecional o no. Por tanto, el principio de plenitud del control judicial no excluye que existan actos discrecionales, los cuales no son controlables respecto al fondo en lo que tienen de núcleo de decisión extrajurídica; pero en cuanto dichos actos tengan elementos reglados establecidos por el ordenamiento (y siempre los tienen, como veremos, porque, como antes decía, no existen actos discrecionales puros), estos elementos sí son susceptibles de control jurisdiccional. Y, como ha dicho la STS 28 febrero 1989 (RJ 1158), «es obligado para el Juzgador comprobar si existen en el acto esos elementos reglados y comprobar también si en cuanto al fondo se da ese contenido discrecional no controlable, por existir la potestad que le sirve de cobertura». Este era el sentido de la declaración de la Exposición de Motivos de la anterior LJCA de 1956 cuando decía que la discrecionalidad es una cuestión de fondo y no un presupuesto de admisibilidad del recurso. Su existencia en el caso determina el rechazo de la pretensión como infundada, pero «no en tanto el acto es discrecional, sino en cuanto, por delegar el Ordenamiento jurídico en la Administración la configuración, según el interés público, del elemento del acto de que se trata y haber actuado el órgano conforme a Derecho, el acto impugnado es legítimo». D) Por eso más que de «control judicial de la discrecionalidad» hay que hablar de control de los elementos reglados de la actuación discrecional de la Administración que se realiza al enjuiciar la cuestión de fondo planteada con el recurso contencioso-administrativo. Las denominadas técnicas de control de la discrecionalidad alumbradas por la doctrina y recogidas por la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo, a las que más adelante me refiero brevemente, persiguen delimitar estrictamente lo que podríamos denominar «núcleo duro de la discrecionalidad» o discrecionalidad en sentido estricto que, por definición, quedaría exento de control jurisdiccional, determinando la apreciación de su existencia la desestimación del recurso en cuanto al fondo por ser la actuación de la Administración conforme a Derecho. La cuestión del control de la discrecionalidad (o mejor, de la delimitación del ámbito de lo reglado en las actuaciones discrecionales) ha suscitado una ardua polémica en la doctrina administrativa, que ha venido propiciada por la existencia de criterios jurisprudenciales dispares sobre la
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materia. Pero la discusión no puede obviar la realidad de nuestro ordenamiento jurídico y, en concreto, el art. 106 CE, que consagra ese sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho. Los tribunales vienen constitucionalmente obligados a controlar jurídicamente a la Administración y, por lo tanto, mientras exista un criterio jurídico de fiscalización de la potestad discrecional, podrá realizarse dicho control judicial. El problema, repito, es determinar cuál es la extensión de lo reglado y, en consecuencia, la intensidad del control judicial que sólo a este ámbito se extiende. Y al respecto debe tenerse presente: a) Que el ámbito de lo jurídico (la ley y el Derecho a que se refiere el art. 106 CE) incluye los principios generales del derecho, por lo que el enjuiciamiento de la actividad discrecional deberá realizarse a la luz de los mismos. Al informar todo el ordenamiento jurídico y, por tanto, también la norma que atribuye la potestad discrecional, imponen que la actuación del órgano administrativo se ajuste a las exigencias de dichos principios, porque las potestades discrecionales deben ejercerse «legítimamente y con la debida adecuación a sus fines. o desde otro punto de vista, con arreglo a los principios generales del derecho» (STS 2 enero 1992. RJ 237, con cita de las SSTS de 6 febrero 1990, RJ 943, y 27 marzo 1991, RJ 2027). b) El carácter expansivo del ámbito de lo jurídico, en especial de los principios generales del derecho, hace que sea difícil fijar a priori los límites del control judicial, por lo que resulta oportuno apelar al autocontrol de los tribunales. Lo fundamental es retener que esas técnicas de control siempre tendrán el límite de lo jurídico y, por lo tanto, no pueden pretender sustituir la decisión administrativa por la judicial en aquellos ámbitos en los que el ordenamiento ha atribuido a la Administración un poder discrecional estricto. Como ha dicho el TS, esas técnicas no significan la eliminación del concepto mismo de discrecionalidad, sino su delimitación, «dado que siempre queda un último núcleo de oportunidad allí donde son posibles varias soluciones igualmente justas en el que no cabe sustituir la decisión administrativa por la judicial» (STS 24 julio 1987, RJ 7671).
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II.
LAS TÉCNICAS DE CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD
Como dice la STS 28 febrero 1989 (RJ 1158), «la discrecionalidad no existe al margen de la ley, sino justamente en virtud de la ley (que le proporciona cobertura) y en la medida en que la ley lo haya dispuesto y la revisión jurisdiccional de los actos discrecionales está impuesta por el principio según el cual la potestad de la Administración no es omnímoda, sino que está condicionada en todo caso por la norma general imperativa del cumplimiento de sus fines, al servicio del bien común y del respeto al Ordenamiento Jurídico, ya que nunca es permitido, y menos en el terreno del Derecho, confundir la discrecionalidad con lo arbitrario, y para ello, esta jurisdicción, al enjuiciar actos dictados en el ejercicio de la facultad administrativa calificada por la discrecionalidad, no cabe detenerse en la periferia de dichos actos, entendiendo por tal las cuestiones relativas a la competencia y al procedimiento, sino que hay que atenerse en la entraña de los expresados actos, penetrando en la forma de ejercitarse la discrecionalidad, a través del control de los hechos sobre los que se mueve así como también sobre su uso proporcional y racional». Estas técnicas de control de la discrecionalidad, alumbradas por la doctrina a partir del principio de plenitud del control judicial de la Administración y asumidas (aunque no sin contradicciones) por la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo que las ha aplicado reiteradamente, ven abierto el camino para su desarrollo por el carácter expansivo del Estado de Derecho (del que el principio de plenitud de control judicial constituye uno de sus elementos esenciales), en especial, y como decía antes, a través de la fiscalización de la actuación administrativa a la luz de los principios generales del Derecho. A los efectos de este trabajo bastará con dar noticia de las más importantes. A) La primera técnica de control a la que me referiré persigue delimitar el concepto mismo de discrecionalidad excluyendo de él todos aquellos supuestos que, por suponer la aplicación por parte de la Administración de conceptos jurídicos indeterminados, no formen parte de ella, sino de su actuación reglada. En estos casos, ha dicho la STS 12 diciembre 2000 (RJ 2001/522), «hay un solo interés público, y la libertad de que goza la Administración aparece referida al margen de apreciación que necesa-
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riamente conlleva la individualización de la única actuación legalmente autorizada para atender aquel interés, y que sólo genéricamente ha sido definida. Y para ese margen de apreciación suele aceptarse la amplia extensión que existe hasta el límite que representa la irracionalidad o la ostensible equivocación. Ello es lo que explica que en la mayoría de sus manifestaciones no esté establecida la exigencia formal de la motivación. El control ha de ser realizado, pero no desde la averiguación de cuál pudo haber sido el interés público legitimador de la actuación administrativa, sino desde el diferente parámetro de la racionalidad de esta última». Acudiendo, por ejemplo, al supuesto contemplado en la STS 11 junio 1991 (RJ 4874), ningún obstáculo debe existir para que, en un caso de adjudicación de obras en un concurso, los tribunales controlen el concepto proposición económica «más ventajosa», que es un concepto jurídico indeterminado y, en cuanto tal, admite una única solución justa, a diferencia de lo que ocurre con la figura de la discrecionalidad, caracterizada por la viabilidad de varias soluciones diferentes, entre las cuales puede elegir libremente la Administración. Lo cual, en palabras de la misma sentencia, no impide que «en los conceptos jurídicos indeterminados, entre una zona de certeza positiva y otra de certeza negativa, puede haber una parcela de incertidumbre o penumbra dentro de la que se reconoce a la Administración un cierto margen de apreciación». Pero no es esto lo que ocurre en el caso, ya que, teniendo todos los concursantes un «alto grado de capacitación, experiencia y medios suficientes de personal y maquinaria para acometer la obra, la proposición de mejor contenido económico se situaba con exclusión de las demás en la zona de certeza positiva del concepto jurídico indeterminado —proposición “más ventajosa”— y no en la zona de penumbra que hubiera podido provocar una dificultad bastante para justificar el margen de apreciación de la Administración». B) Delimitado el carácter discrecional de la actuación administrativa, son objeto de control, en primer lugar, los propios elementos reglados, que son no sólo la competencia del órgano y el procedimiento a través del cual se ejerce la potestad discrecional, sino también «su propia existencia, su extensión concreta, las formas para su ejercicio, el fondo y el fin para los que se concede» (STS de 13 abril 1992, RJ 2639). En especial, tiene tal naturaleza (de elemento reglado) el fin de la potestad discrecio-
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nal y por ello contempla la Ley como uno de los motivos de anulación del acto la desviación de poder (art. 70.2 LJCA), cuyas notas caracterizadoras (a partir del concepto legal) han sido precisadas por la doctrina y por una abundante jurisprudencia (cfr. la STS 3 julio 2001, RJ 6576, con cita de abundantes sentencias). Las potestades administrativas están dirigidas siempre a la consecución de un fin de interés público, que constituye así una importante limitación de la libertad de elección entre las diversas alternativas y de la forma en que ha de operar la Administración en el ejercicio de su actividad. Cualquier actuación que suponga apartarse del fin específico, bien por que persiga un interés privado, ajeno por completo a los intereses generales, bien un interés público, pero diferente del concretado en la norma habilitante (cfr. STS 3 julio 2001, RJ 6576), determinará la existencia de un vicio de desviación de poder, por no responder «en su motivación interna al sentido teleológico de la actividad administrativa orientada a la promoción del interés público (…), significando una desviación finalista del propósito inspirador de la norma» (STS 18 mayo 1991, RJ 4120). La cuestión, obviamente, radicará en determinar cuándo el interés público perseguido por la Administración con la modificación supone una desviación o menoscabo del interés público concreto perseguido. Pero este es un problema a dilucidar por los tribunales en cada caso concreto en función de la prueba practicada: «todas las potestades administrativas se otorgan para alcanzar un interés público, concepto indeterminado cuya aplicación puede ser revisada en vía jurisdiccional, si bien el problema mayor que comporta es la prueba de la divergencia de los fines, que nunca podrá ser plena, habiéndose admitido suficiente para llegar a declararla la convicción que se forma el Tribunal, y todo ello a la vista de los hechos que en cada caso concreto resulten probados, ya que lógicamente el acto viciado no expresará nunca que el fin que le anima es distinto al legítimo» (STS 15 marzo 1993, RJ 2069). Más adelante, al estudiar los instrumentos procesales, me refiero con más detenimiento a esta disminución de las exigencias de prueba en los casos de desviación de poder. C) La decisión que se adopte en el ejercicio de una potestad discrecional deberá, como regla, ser motivada [cfr. art. 54.1.f) LRJ-PAC], como garantía de que no es arbitraria. Significa ello que la Administración ha de dar
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una explicación razonable (siquiera sea sucinta) de las causas que la motivan, porque también en su actuación discrecional la Administración está sometida al principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE), y un criterio esencial de distinción entre arbitrariedad y discrecionalidad es la existencia o no de fundamentación: «lo discrecional no es lo mismo que lo caprichoso, y el margen de libertad que la discrecionalidad otorga a la Administración lo sigue teniendo aunque se le imponga la obligación de expresar los motivos de su actuación, deber lógico para que pueda distinguirse entre lo discrecional lícito y lo arbitrario injusto; en la discrecionalidad los motivos lícitos no son controlables, pero han de ser conocidos, justamente para que pueda examinarse si la decisión es fruto de la discrecionalidad razonable o del capricho o humor de los funcionarios; en último extremo, con discrecionalidad o sin ella, la Administración no puede perseguir con su actuación otra cosa que el mejor servicio a los intereses generales —artículo 103.1 de la Constitución Española— y, por lo tanto, debe dejar constancia de las razones que avalan esa finalidad y descartan cualquier otra ilícita» (STS 5 mayo 1994, RJ 3781). Por tanto, la Administración no puede limitarse a invocar genéricamente una potestad discrecional, sino que debe exponer, en cada caso, cuáles son las concretas circunstancias de hecho y de Derecho que, a su juicio, justifican la elección realizada; exigencia que se ve acentuada cuando la resolución se separa de los informes previos a la misma y de los criterios aplicados con anterioridad en casos idénticos o análogos (cfr. STS 8 noviembre 1986, RJ 7083): «la discrecionalidad no es tan absoluta que permita resolver en contrario, sin la más mínima fundamentación razonada, un expediente cuando otros, de analogía muy acusada, han sido resueltos en sentido favorable, porque ello sería tanto como infringir gravemente el principio de igualdad, constitucionalmente proclamado, y que debe regir obligadamente en decisiones de esta naturaleza para impedir una discriminación injusta» (STS 17 diciembre 1985, RJ 661). La motivación constituye así un límite a la discrecionalidad de la Administración sometido a control judicial. Los tribunales pueden fiscalizar por supuesto la inexistencia de motivos que respalden la decisión administrativa (la ausencia total de motivación), pero también si tales motivos se apoyan o no en datos objetivos, porque la decisión discrecional «debe
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venir respaldada y justificada por los datos objetivos sobre los cuales opera» (STS 29 noviembre 1985, RJ 5574), y la suficiencia de los mismos en caso de existir, porque, en palabras de la STS 5 noviembre 1985 (RJ 5540), es discrecional y no arbitrario lo que se halle cubierto «por motivos suficientes, discutibles o no, pero considerables en todo caso». Sin embargo, existen supuestos que, por sus connotaciones específicas, a juicio de la jurisprudencia ofrecen peculiaridades en orden a la motivación. Tal ocurre, por ejemplo, en los casos de nombramientos de libre designación, que «sólo pueden apoyarse en la existencia o inexistencia de motivos de confianza que el órgano de gobierno competente para formular la propuesta puede apreciar libremente sin estar sometida al requisito formal de la motivación o, dicho de otro modo, sin necesitar que su voluntad se exprese previa exposición de los motivos en virtud de los cuales prefiere a una determinada persona»; la competencia comprende también tal apreciación de la confianza y ésta no puede ser jurisdiccionalmente revisada, ni fiscalizada, que es, justamente, el fundamento o la finalidad esencial del requisito de la motivación (cfr. STS 30 noviembre 1999, RJ 2000/3202; en el mismo sentido la STS 13 junio 1997, RJ 5143). D) Debe tenerse en cuenta también que la potestad de la Administración parte de unos hechos, cuya determinación no entra dentro de la discrecionalidad que se le reconoce (que opera respecto de la consecuencia jurídica y no sobre el supuesto de hecho: cfr. STS 12 diciembre 2000, RJ 2001/522) y, por lo tanto, son controlables por los tribunales. Estos hechos, que constituyen los presupuestos objetivos legalmente exigibles para que pueda realizarse por la Administración la consecuencia jurídica contemplada en la norma (cfr. STS 8 marzo 1993, RJ 1626), son tal como la realidad los exterioriza y no le es dado a la Administración prescindir de ellos, inventarlos o desfigurarlos, aunque tenga facultades discrecionales para su valoración (cfr. STS de 15 diciembre 1986, RJ 1987/1139). Los hechos que consten en el expediente administrativo como base de la decisión discrecional constituyen, por tanto, el presupuesto fáctico de la norma y su control puede llevarse a cabo por los tribunales contenciosoadministrativos sin dificultad después de superada —por la LJCA de 1956— la concepción del proceso contencioso-administrativo como un recurso frente al acto y su configuración como una segunda instancia.
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E) Los tribunales pueden controlar la coherencia lógica interna de la resolución administrativa verificando que la decisión adoptada es congruente con los datos en que se basa, es decir, que de los hechos determinantes puede derivarse la conclusión a la que ha llegado la Administración. Como dice la STS 19 mayo 1987 (RJ 5815) (también la STS de 8 junio 1992, RJ 5148), verificada la realidad de los hechos, la revisión jurisdiccional de la actuación administrativa se extenderá «a valorar si la decisión discrecional guarda coherencia lógica con aquéllos, de suerte que cuando se aprecie una incongruencia o discordancia de la solución elegida con la realidad que integre su presupuesto o una desviación injustificada de los criterios generales del plan, tal decisión resultará viciada por infringir el ordenamiento jurídico, y más concretamente, el principio de interdicción de la arbitrariedad, que aspira a evitar que se traspasen los límites racionales de la discrecionalidad y se convierta ésta en fuente de decisiones que no resulten justificadas». Y ello incluso en los supuestos calificados como de «discrecionalidad técnica», que no pueden entenderse inmunes al control jurisdiccional. Como dice la STS 4 abril 1988 (RJ 2607), «los modernos criterios doctrinales y jurisprudenciales que profundizando en el control judicial de la discrecionalidad administrativa (…) enseñan que la solución técnica en que se concrete la discrecionalidad debe venir respaldada y justificada con los datos objetivos sobre los cuales se opera, de tal manera que cuando conste de manera cierta y convincente la incongruencia o discordancia de la solución elegida con la realidad a la que se aplica, la jurisdicción contenciosa debe sustituir esa solución por la que resulte más adecuada a dicha realidad o hechos determinantes, con el fin de evitar que se traspasen los límites racionales de la discrecionalidad y se convierta ésta en causa de decisiones desprovistas de justificación fáctica». F) Me referiré, por último, a los límites sustanciales que vienen impuestos por la vigencia de los principios generales del Derecho, que, en palabras de la STS 8 junio 1992 (RJ 5148), son «la atmósfera en que se desarrolla la vida jurídica, el oxígeno que respiran las normas» y, como decía antes, constituyen la vía abierta para el desarrollo de las técnicas de control en el futuro. En especial aquellos principios que tienen una mayor incidencia en el ejercicio de las potestades discrecionales (el «uso proporcional y racional» de las mismas a que se refiere la STS 28 febrero 1989, RJ 1158,
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antes citada) y, sobre todo, el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, invocado constantemente como límite de la discrecionalidad y que, entre otras cosas, «aspira a que la actuación de la Administración sirva con racionalidad los intereses generales (art. 103,1 CE) y más específicamente, a que esa actuación venga inspirada por las exigencias de los “principios de buena administración”» (STS 11 junio 1991, RJ 4874). Con referencia al supuesto de hecho concreto que contempla (adjudicación de una obra a un contratista que no había presentado la oferta económica más ventajosa), los términos de esta sentencia son claros: «la justificación del concreto contenido de un acto discrecional no puede basarse en el dato de su discrecionalidad aceptada por los participantes en un concurso. La actuación de una potestad discrecional se legitima explicitando las razones que determinan la decisión con criterios de racionalidad y, en lo que ahora importa, de buena administración. Ciertamente en la decisión de un concurso la elección de la proposición más ventajosa no se ha de hacer sólo con criterios económicos sino atendiendo también a otros datos que puedan asegurar el buen fin del contrato. Pero cuando estos otros datos se producen en términos de igualdad, los principios de buena administración imponen una decisión basada en criterios económicos: en igualdad de «alto grado de capacitación, experiencia y medios suficientes» para realizar una obra, la racionalidad de los principios de buena administración exige la elección de la mejor oferta económica, al menos cuando no se invoca razón alguna para apartarse de esa solución. No entenderlo así implica una vulneración de las exigencias del principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos».
III.
LOS INSTRUMENTOS PROCESALES
En último lugar hay que preguntarse por la operatividad de los instrumentos procesales al servicio de estas técnicas que, sin duda, constituyen en el momento actual la dificultad mayor para el control de la potestad discrecional de la Administración, tal y como ha resaltado la doctrina administrativa. Hay que partir de que, como ha dicho la jurisprudencia, «una acusación de que el órgano jurisdiccional se ha introducido en el ámbito de la discreciona-
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lidad no es combatible por la vía de denunciar un exceso en el ejercicio de la jurisdicción, sino por el de la infracción de la norma o la jurisprudencia que consagre aquella discrecionalidad, pues es atributo de la propia jurisdicción fijar los límites de lo discrecional, cuando se someten a su consideración pretensiones de nulidad de las actuaciones administrativas» (STS 26 mayo 1997, RJ 4532). Y dentro de esa concreta función, dos son las cuestiones que analizaré: la modulación de las reglas en materia probatoria y el contenido de la sentencia estimatoria y su ejecución. A) En el sistema anterior a la LJCA de 1956, al concebirse el contenciosoadministrativo como recurso frente al acto y configurarse al modo de una segunda instancia jurisdiccional, la actividad probatoria quedaba reducida al control de las pruebas practicadas en vía administrativa y, en su caso, a la admisión de los medios de prueba que habían sido indebidamente denegados en ella; es decir, la prueba en este proceso tenía un ámbito semejante al del recurso de apelación civil. Por el contrario, a partir de la LJCA de 1956, el proceso se concibe como una verdadera primera instancia jurisdiccional, por lo que la aportación de nuevas pruebas y documentos no traídos en la vía administrativa previa, que modifiquen el sentido y naturaleza del acto impugnado, no violenta la naturaleza revisora que caracteriza el orden jurisdiccional (STS de 17 septiembre 1988, RJ 7058). Al respecto, la LJCA ha considerado suficiente incluir en su regulación específica las peculiaridades que podían derivar de los principios inspiradores (en especial de la derogación del principio de aportación de parte con el correspondiente reconocimiento al tribunal de poderes para actuar de oficio), remitiéndose en lo demás, en bloque, a la LEC (cfr. art. 60.4 LJCA). a) Es aplicable, por tanto, al proceso administrativo la norma procesal general que establece la necesidad de prueba cuando existen hechos dudosos y controvertidos; cuestión distinta es que con frecuencia tales hechos no existan y que, si existen, hayan quedado probados en la vía administrativa previa, que se incorpora al proceso a través del envío del expediente correspondiente (cfr. STS de 19 febrero 1993, RJ 1080). Aunque esta situación no será frecuente en los procesos en que se impugnan actuaciones administrativas en ejercicio de potestades discrecionales, en los que lo normal será que
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presente una especial dificultad la acreditación de los hechos constitutivos de los elementos reglados del control judicial de las mismas. En estos procesos resulta aplicable la norma general vista sin que la actividad probatoria sufra limitación alguna (salvo las generales derivadas de la impertinencia o inutilidad de los medios de prueba propuestos: cfr. art. 283 LEC) por el hecho de estar en juego el control de actuaciones discrecionales: «Conviene recordar que la parte recurrente impugnó el antes indicado acuerdo de modificación de las Normas Subsidiarias de Planeamiento (…) por entender carente de toda lógica la solución adoptada en cuanto al trazado de una calle, y que el Tribunal de instancia rechaza esta pretensión entendiendo que bastaba el examen de los planos del expediente para comprobar que la modificación aprobada en modo alguno podía ser considerada como irracional. Ocurre, sin embargo, que entre los puntos de hecho que la parte recurrente indicó como objeto de la prueba cuya práctica solicitaba se encontraba uno referente a la elaboración de los planos y su concordancia con la realidad, y otro relativo a la existencia de alternativas al trazado propuesto. El primero de dichos puntos de hecho justifica sin duda alguna el recibimiento del proceso a prueba, e incluso el segundo, pues aunque es cierto que la existencia de alternativas al trazado de una calle no significa que el control judicial de la potestad planificadora, al tratarse de una potestad discrecional, pueda alcanzar a definir la mejor de ellas, la puesta de manifiesto de esas alternativas puede servir para revelar que la adoptada es irracional, carece de toda lógica o choca con el modelo territorial adoptado. Al haber sido privada la parte recurrente de acreditar estos extremos procede estimar el presente motivo de casación y reponer las actuaciones al momento en que el Tribunal de instancia denegó el recibimiento del proceso a prueba» (STS 5 mayo 2003). b) La remisión a la LEC determina la aplicación al proceso administrativo de la doctrina general de la carga de la prueba elaborada en el proceso civil y hoy recogida legalmente en el art. 217 de la Ley procesal común. Se ha dicho que las conclusiones de esta doctrina no son trasladables mecánicamente al proceso contencioso-administrativo, porque en este proceso esa regla general ha de modularse en atención a la
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especial posición procesal de la Administración pública y al principio de presunción de legalidad que acompaña a su actuación. Pero hoy está admitido que esa presunción de legalidad del acto administrativo desplaza al recurrente la carga de accionar, pero no la de probar, que se rige por las reglas generales (cfr. SSTS 22 de septiembre de 1986, RJ 5971, y 29 de septiembre de 1989, RJ 1989\6713): El principio de validez presunta de los actos de la Administración en general, proclamado en el art. 57.1 de la Ley 30/1992 (LRJ-PAC), «despliega una eficacia meramente extraprocesal al permitir la ejecutoriedad de dichos actos, siquiera su validez no se haya acreditado», pero en ningún caso «supone una presunción irrebatible (…) ni tampoco permite un desplazamiento de la carga de la prueba que (en su caso y) conforme a las reglas por las que se rige, corresponde a la Administración, cuyas resoluciones han de sustentarse en el pleno acreditamiento del presupuesto fáctico que invoquen» (STS 3 febrero 1999, RJ 380, con cita de abundantes sentencias). En consecuencia, cuando «al tiempo de dictar sentencia o resolución semejante, el tribunal considere dudosos (por no haber sido probados) unos hechos relevantes para la decisión, desestimará las pretensiones del actor (…) o las del demandado (…) según corresponda a unos u otros la carga de probar los hechos que permanezcan inciertos y fundamenten las pretensiones» (art. 217.1 LEC). Y conforme a esta norma, deberá tenerse presente: 1) Aunque incumbe a cada parte la carga de probar los hechos que integran el supuesto de la norma cuya consecuencia jurídica invoca a su favor (cfr. art. 217.2 y 3 LEC), el tribunal acudirá al principio de la carga de la prueba no para determinar, en la fase probatoria, qué parte ha de probar un hecho, sino para decidir en la sentencia cuál de ellas debe sufrir las consecuencias negativas o desfavorables de la falta de prueba de ese hecho (carga material de la prueba). De aquí que resulte aplicable al proceso administrativo la doctrina elaborada por la jurisprudencia civil, según la cual habiéndose probado un hecho, nada importa a quién incumbía formalmente la carga de probarlo (por ejemplo, SSTS de 2 junio 1995, RJ 4594, 9 enero 1991, RJ 293, 24 julio de 1989,
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RJ 5776, 22 de febrero de 1988, RJ 1271, 29 de mayo de 1987, RJ 3848, etc.). 2) El problema de la falta de prueba de hechos relevantes se resolverá aplicando las normas procesales generales sobre la carga de la prueba, sin necesidad de acudir a la presunción de legalidad de la actuación administrativa, la cual, por lo demás, conducirá a un mismo resultado cuando el hecho incierto correspondía probarlo al recurrente por constituir fundamento de su pretensión. Pero esta presunción ni puede justificar que la Administración se limite a invocar genéricamente una potestad discrecional como fundamento de su decisión ni puede servir de cobertura para relevarle de su carga de probar los hechos constitutivos de su pretensión o defensa, cuando la misma le incumba conforme a las normas generales: «no es que la Administración, parapetada tras ese principio, pueda desatender toda actividad probatoria y dejar de plasmar en el expediente los presupuestos de hecho que necesariamente han de justificar sus decisiones» (STS 17 marzo 2000, RJ 3681. También la STS de 8 noviembre 1986, RJ 7083). Sin duda, en los casos en que existe esa motivación, como ha dicho la STS 6 diciembre 1982 (RJ 7908), para que no devenga ineficaz aquella potestad de la Administración ni defraudada la función que le compete de proteger a la sociedad, se hace preciso el otorgamiento de una primera presunción de veracidad al resultado de las actuaciones policiales, al contenido de los informes o datos que suministren, pero la misma no sólo es enervable por prueba en contrario, sino que ha de descansar en unas realidades de hecho, en un sustrato material (que es el único que alcanza el beneficio probatorio) del que se pueda extraer la sólida convicción administrativa y, en su momento, la jurisdiccional, a través de las reglas de la sana crítica, juicio que será rechazable si descansa en meras afirmaciones o si presupone hechos no constatados. Por eso, cuando el recurrente ha aportado prueba o, al menos (como veremos que ocurre en los casos de desviación de poder), presunciones o indicios serios que respalden sus alegaciones, recaerán sobre la Administración las consecuencias negativas de su inactividad probatoria.
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c) Tanto la doctrina como la jurisprudencia viene entendiendo desde hace tiempo que, sobre todo en los casos en que resulta especialmente difícil al administrado probar los hechos en que se apoyan sus alegaciones, la doctrina general de la carga de la prueba debe entenderse modulada por la aplicación de los principios de disponibilidad y facilidad probatoria y de la buena fe procesal (cfr. STS 14 diciembre 2001, RJ 1992/796). Se trasladaba así al proceso contencioso-administrativo la jurisprudencia civil que había declarado que la doctrina legal sobre la carga de la prueba ha de interpretarse según criterios flexibles y no tasados, que se deben adaptar a cada caso, según la naturaleza de los hechos afirmados o negados y la disponibilidad o facilidad para probar que tenga cada parte (por ejemplo, SSTS 8 de marzo de 1991, RJ 2200, 16 julio 1991, RJ 5392, 9 febrero 1994, RJ 838). Ahora la consagración legal de este principio de disponibilidad y facilidad probatoria (y del de buena fe procesal) en la LEC (arts. 217.6 y 247) da cobertura legal a esta doctrina, de la que podemos encontrar las siguientes manifestaciones en los procesos frente a actuaciones discrecionales de la Administración: 1) En los procesos en que se invoca la desviación de poder, si bien «resulta imprescindible que quien alega que un órgano administrativo se apartó del cauce jurídico, ético o moral que está obligado a seguir, deba demostrar la intencionalidad torcida o desviada del mismo, no siendo suficiente oponer a la presunción (de legalidad) dicha, meras conjeturas o sospechas», resulta claro que «si no queremos caer en la indefensión del administrado que la alega y en la quiebra de su derecho fundamental a la efectiva tutela jurídica que consagra el artículo 24.1 de la Constitución, no puede exigírsele una prueba plena, que dada la intrínseca naturaleza de la desviación de poder le sería imposible realizar» (STS de 31 de marzo de 1987, RJ 1987/2117). En estos procesos «esa carga se cumple y la presunción de validez de los actos administrativos se destruye a estos efectos, mediante presunciones, sin que se exija una prueba directa y plena. Siendo utilizables los indicios razonablemente fundados, y pudiendo modularse las reglas de la carga de la prueba aplicando el criterio de la facilidad de aportación, en virtud del principio de buena fe pro-
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cesal» (STS 13 junio 1997, RJ 5143. También STS 3 julio 2001, RJ 6576). De esta forma la revisión jurisdiccional de la acción administrativa «ha trascendido, a virtud de la Constitución y en concordancia con la tutela judicial efectiva que garantiza su artículo 24, de los estrechos cauces de aplicación que a los Tribunales Contencioso-Administrativos imponía la doctrina tradicional sobre desviación de poder, con exigencia al administrado de alegación expresa y plena prueba (“probatio diabolica” en términos de tutela efectiva) de la inadecuación teleológica entre finalidad del acto y finalidad de la norma que aplica; y, en su consecuencia, (ha sido) sustituida por la Constitución la lógica de la teleología por la axiología de la lógica, como corresponde a un Estado de Derecho basado en la justicia (artículo 1.1 de la Ley Fundamental)», por lo que «no sólo es factible, sino también obligatorio, al Tribunal, introducir en su razonamiento revisor, e interpretar conjunta y sistemáticamente, cuantos hechos resultantes del proceso conciernan no sólo ya al contenido del acto impugnado como quiere la parte apelante, sino a la coherencia o discordancia de su finalidad con los fines de cuantos otros hechos le sirvieron de precedente en sistemática e inescindible unidad de actuación administrativa» (STS 12 julio 1985, RJ 4213). 2) Con carácter general, cuando la prueba le resulta más fácil a una de las partes que a otra, dicha circunstancia debe repercutir sobre la regla del juicio, trasladando la carga de la prueba a la parte que tenía más facilidad al efecto (cfr. SSTS de 20 de marzo de 1989, RJ 1989, 2242, y 29 de enero de 1990, RJ 1990, 357). En palabras de la sentencia de 5 febrero 1990 (RJ 942), los hechos relevantes de que se trataba (en el caso, las características de los servicios del terreno a los efectos de su calificación como urbano) «son de prueba más fácil para la Administración que para el administrado», por lo que «probada la existencia de dichos servicios, con apariencia de seriedad, la Administración no ha acreditado su insuficiencia». En la misma línea también ha establecido la jurisprudencia que cuando los medios de los que intenta valerse la parte que tiene la
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carga de la prueba se encuentran en poder de la Administración y ésta no los facilita, hay que entender que la presunción de legalidad del acto impugnado se combatió con eficacia (cfr. STS 4 marzo 2000, RJ 2894). Como dice la STS 11 junio 1998 (RJ 4504), recogiendo la doctrina de la STS de 12 marzo 1997 (RJ 1997\1788), «aun cuando en el proceso contencioso-administrativo corresponde al actor destruir la presunción de legalidad inherente a los actos administrativos, ello no supone imponerle la carga de producir fuera del expediente administrativo aquellos elementos probatorios que deben constar en el mismo y que la Administración está obligada a remitir al proceso, por lo que la pasividad (o la inoperancia, más o menos evitable) de esta última, en tal sentido, no sólo invierte la carga de la prueba, sino que redunda o puede redundar en perjuicio de la Administración autora del acto; en tanto en cuanto otra cosa sería tanto como primar la actitud o postura procesal de la Administración y obstaculizar el derecho de los administrados a la plena tutela jurisdiccional, sin grado de indefensión alguno». Se recoge así la doctrina contenida en la STC 7/1994, de 17 de enero (también en la STC 227/1991, de 28 noviembre), para la que cuando las fuentes de prueba se encuentran en poder de una de las partes del litigio, la obligación constitucional de colaborar con los tribunales en el curso del proceso (art. 118 CE) conlleva que dicha parte es quien debe aportar los datos requeridos, a fin de que el órgano judicial pueda descubrir la verdad. d) El segundo de los elementos correctores de las dificultades probatorias en este ámbito del control de las potestades discrecionales de la Administración es la utilización de las facultades que se reconocen al órgano jurisdiccional en materia probatoria. Decía anteriormente que en la regulación positiva de la prueba en la LJCA destacan, sobre todo, los amplios poderes directivos que, siguiendo el modelo de la Ley de 1956, se otorgan al Tribunal; en especial, poderes en orden a acordar la práctica de los diferentes medios de prueba. El Tribunal, en efecto, salvando el principio de audiencia (art. 61.3 y 4), podrá disponer la práctica de cuantos medios de prueba estime pertinentes para la más acertada decisión del asunto tanto durante la fase pro-
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batoria (art. 61.1) como una vez concluida ésta y hasta que el pleito sea declarado concluso para sentencia (art. 61.2). En especial, la facultad que se reconoce al tribunal de acordar de oficio la práctica de los medios de prueba una vez concluida la correspondiente fase probatoria, literalmente interpretada, puede tener una indudable influencia sobre la carga de la prueba, ya que con el ejercicio de la misma el órgano judicial podría suplir la prueba insuficiente de un hecho relevante por una de las partes. Sin embargo, la jurisprudencia, siguiendo la doctrina de la Sala Primera sobre las anteriores diligencias para mejor proveer (de la LEC/1881), ha mitigado el alcance de esta facultad pronunciándose en el sentido de que, a través de los poderes otorgados en dicho precepto el Tribunal, no puede suplir la omisión, negligencia o abandono de las partes (cfr. SSTS 12 noviembre 1986, RJ 6143, 11 octubre 1973, RJ 3581, 24 marzo 1972, RJ 2198, etc.), por una elemental exigencia de imparcialidad que debe presidir sus actuaciones (cfr. STS de 22 julio 1987, RJ 5787). Como dice la STS de 23 de febrero de 1978 (RJ 1978/442), «el Juez sólo debe proporcionarse por sí los medios de prueba precisos para completar los deficientes, pero no para sustituir la actuación o misión reservada por la ley a las partes». En mi opinión, sin embargo, la diferente naturaleza del interés en juego en el proceso administrativo puede servir de fundamento para defender que no rigen en el proceso administrativo las limitaciones fijadas a esta facultad por la jurisprudencia civil, siquiera la misma deba ser utilizada «con toda cautela y parquedad, limitándolas a aquellos supuestos que sirvan al mejor esclarecimiento de los hechos» (STS 11 de junio de 1993, RJ 1993/4449). De esta forma, el tribunal dispondría de un instrumento para resolver con un mayor grado de convencimiento, en especial los supuestos en que se invoque la desviación de poder, en los que las dificultades probatorias pueden alcanzar cotas elevadas y no resultar suficiente la mitigación de la exigencia probatoria a que antes hacía referencia, y aquellos casos dudosos (por ejemplo, a la hora de concretar si nos encontramos ante un supuesto de discrecionalidad o un concepto jurídico indeterminado) en los que la aplicación estricta de las normas sobre distribución de la carga de la prueba podría llevar, al imponer las con-
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secuencias desfavorables a la Administración, a una ilícita intromisión por los tribunales en el ámbito de la actuación discrecional de ésta. B) La segunda de las cuestiones a analizar es la relativa a los poderes del Juez administrativo en los procesos en que se ejercitan pretensiones frente a actuaciones discrecionales de la Administración. Al respecto debe tenerse presente: a) Que «los órganos del orden jurisdiccional contencioso-administrativo juzgarán dentro del límite de las pretensiones formuladas por las partes (…)» (art. 33.1 LJCA). Por eso, si se ejercitó solo una pretensión de anulación, la sentencia estimatoria «declarará no ser conforme a Derecho y, en su caso, anulará total o parcialmente» el acto (discrecional) recurrido [art. 71.1.a)]. Pero la parte recurrente podrá pretender, además de la anulación, el reconocimiento de una situación jurídica individualizada y la adopción de las medidas adecuadas para el pleno restablecimiento de la misma (art. 31.2), debiendo la sentencia, en el caso de ser estimatoria, reconocer dicha situación jurídica y acordar lo necesario para su plena efectividad [art. 71.1.b)]. Decimos además porque, aunque la precisión es obvia, «sólo en el caso de lograr la declaración de nulidad podría instarse el reconocimiento de los derechos que al demandante correspondan como derivación de lo declarado, siempre que guarden relación directa y quepan dentro del ámbito objetivo delimitado por la pretensión ejercitada y su oposición» (STS de 16 julio 1984, RJ 1984/4235). b) Con referencia a este último supuesto la LJCA sale al paso de la cuestión de si anulada (en virtud del control que realiza de los elementos reglados) la actuación administrativa discrecional recurrida, puede el Tribunal (dentro de las medidas que puede adoptar para el restablecimiento de la situación jurídica individualizada) sustituir a la Administración en sus pronunciamientos y opta por la respuesta negativa: «Los órganos jurisdiccionales no podrán (…) determinar el contenido discrecional de los actos anulados». Es decir, la sustitución por los tribunales del acto anulado de la Administración es posible en los casos de actuación positiva reglada, en los de inactividad formal cuando la decisión que debió adoptarse es también reglada y en aquéllos en que la Administración ejercita su poder eligiendo una de
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entre las diversas opciones posibles, pero omitiendo la reglada. En todos estos supuestos, al estar predeterminado legalmente el acto administrativo, el principio de economía procesal legitima la sustitución judicial en fase de declaración (en la sentencia), ya que si ésta (la sentencia) se limitara a anular el acto impugnado y a remitir la decisión a la Administración, el acto que dictase podría ser anulada de nuevo si no se ajusta a la predeterminación legal. Ciertamente esta sustitución judicial en fase de proceso de declaración no viene legalmente impuesta, por lo que el tribunal podrá optar por condenar a la Administración a la realización de la actividad formal o material necesaria para el restablecimiento de la situación jurídica individualizada del recurrente, con poder de sustitución en fase de ejecución en los supuestos en que no lleve a cabo la misma, según veremos a continuación. c) En cambio, la respuesta no puede ser semejante si las opciones posibles entran dentro de la discrecionalidad administrativa. La jurisprudencia ha dicho que esa respuesta estará en función de que, declarada la nulidad de la opción elegida, queden una sola o más soluciones posibles declaradas idóneas por la Administración. Así, en materia de calificaciones urbanísticas ha distinguido con claridad los supuestos en que, anulada una determinada calificación, los tribunales podían establecer otra nueva: «Si son posibles varias soluciones, todas ellas lícitas y razonables, únicamente la Administración, actuando su potestad discrecional de planeamiento, podrá decidir al respecto. Por el contrario, los tribunales habrán de señalar la nueva calificación si las líneas de planeamiento conducen a una solución que se impone ya por razones de coherencia. Así lo reclama el principio de efectividad de la tutela judicial, que quedaría claramente burlado si los tribunales, contando con datos suficientes, no resolvieran todo lo necesario en relación con las cuestiones planteadas en el proceso» (STS de 15 marzo 1993, RJ 2530). El fundamento de esta doctrina es el mismo que el de la anterior: si solo queda una solución, la misma estará predeterminada y razones de economía aconsejan que el tribunal pueda declararla, porque el resultado al que llega sería el mismo que debería alcanzar la Administración; si, por el contrario, son varias las soluciones posibles y la elección de una depende de
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criterios de oportunidad, la sustitución judicial supondría suplantar a la Administración en sus funciones. En ocasiones, sin embargo, los tribunales, invocando el mismo principio de la tutela judicial efectiva, han ido más allá y han admitido la sustitución judicial en fase de sentencia en supuestos en que, anulado el acto, eran varias las soluciones que quedaban a la Administración, entendiendo que existía base suficiente en los autos para decidir la solución concreta. Es el caso de la STS 11 junio 1991 (RJ 4874), en la que el TS, después de anular una adjudicación de obras y otorgarla a la empresa (de las varias concursantes) que había realizado la oferta económica más ventajosa. Esta sentencia, que veíamos en un apartado anterior al analizar la distinción entre discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados, dio lugar a una amplia polémica doctrinal, pero si analiza con detenimiento el razonamiento por ella utilizado, se observa que en realidad no existe una extralimitación del tribunal en la función que le es propia, sino del control de la decisión administrativa a la luz de los principios generales del Derecho: aunque la Administración goza de discrecionalidad para determinar cuándo una proposición económica es más ventajosa para el interés general, si las varias presentadas son coincidentes en todos sus aspectos excepto en el económico, el principio general de eficiencia, que debe guiar la actuación administrativa, le imponía optar por la más ventajosa económicamente. La cuestión, por tanto, afecta al concepto mismo de discrecionalidad y a la fijación de sus límites reglados, en este caso por los principios generales de racionalidad y eficiencia administrativa. d) En los casos anteriores, en que se anula una concreta actuación administrativa (la adjudicación de unas obras, la denegación de realización de las mismas) y se determina por el tribunal el contenido del acto anulado (la adjudicación a otra empresa, la condena de la Administración a realizar las obras) la eficacia de la sentencia no es suficiente para satisfacer al recurrente y, en caso de incumplimiento por parte de la Administración, será preciso acudir a la ejecución forzosa. En estos casos, debe tenerse presente: 1) La LJCA de 1998, al regular el deber de cumplimiento voluntario de la sentencia por el órgano administrativo correspondiente,
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parte de una concepción diferente a la de la Ley de 1956, ya que este cumplimiento no es ejecución en sentido estricto; la ejecución no se atribuye ya al órgano administrativo, sino a los Tribunales, por lo que lo regulado es simplemente el deber que aquél tiene de cumplir la sentencia, recogido con carácter general en el art. 118 de la CE y concretado en el art. 103.2 LJCA. Hecha esta precisión, la regulación del cumplimiento voluntario es parcialmente semejante a la de la Ley de 1956. El órgano administrativo correspondiente (el que dictó el acto o la disposición o realizó la actividad objeto del recurso), una vez recibida la sentencia firme que debe serle comunicada en el plazo de diez días, previo acuse de recibo de la misma en idéntico plazo, a contar desde la recepción, la llevará a puro y debido efecto y practicará lo que exija el cumplimiento de las declaraciones contenidas en el fallo, indicando, en su caso, el órgano responsable del cumplimiento de aquél (art. 104.1). 2) En los casos que estamos analizando de condena de la Administración a realizar una determinada actividad, la sentencia podrá fijar un plazo para que se cumpla el fallo [art. 71.1.c)] y, en caso de incumplimiento dentro del mismo, o transcurridos dos meses a partir de la comunicación de la sentencia en otro caso, «cualquiera de las partes y personas afectadas podrá instar su ejecución forzosa» (art. 104.3). 3) Conforme al art. 108.1.a) LJCA, el Tribunal podrá ejecutar la sentencia (supliendo la inactividad de la Administración) a través de sus propios medios siempre que ello sea posible (por ejemplo, en los casos de inactividad formal cuando se trate de dictar un acto, expedir una certificación, etc.) o requiriendo la colaboración de las autoridades y agentes de la Administración condenada o de otras Administraciones Públicas, con observancia de los procedimientos establecidos al efecto [art. 108.1.a)]. 4) Si lo anterior no fuera posible (por ejemplo, porque se condena a la Administración a realizar una actuación material o a la emisión de un acto cuya plena efectividad exige de actuaciones materiales), el tribunal podrá: a) utilizar las medidas ejecutivas dirigidas a forzar el cumplimiento por la propia Administración obligada (los
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medios de compulsión previstos en el art. 112 LJCA); b) adoptar las medidas necesarias para que el fallo adquiera la eficacia que, en su caso, sería inherente al acto omitido, entre las que se incluye la ejecución subsidiaria con cargo a la Administración condenada [art. 108.1.b)]. En este último caso, serán aplicables, con carácter general, las reglas del proceso civil que, como es sabido, son diferentes según el tipo de prestación objeto de la condena: dar, hacer o no hacer algo, distinguiendo en las de hacer según que el mismo sea fungible o infungible y previendo para las primeras la posibilidad de sustitución de la conducta del deudor. La dificultad, por supuesto, surge a la hora de determinar cuándo es fungible y, por tanto, sustituible, la obligación de la Administración condenada, porque no son aplicables los criterios del derecho privado, sino los que se derivan de la posición constitucional de la Administración en relación con los demás poderes del Estado. Cualquiera de los medios que puedan ponerse a disposición del Juez para hacer ejecutar lo juzgado habrá de respetar dicha posición, que viene delimitada por un ámbito propio para la discrecionalidad administrativa. Ninguna dificultad existe para sustituir a la Administración cuando ésta es condenada a dictar un acto que viene predeterminada legalmente: la facultad sustitutiva en fase de declaración se traslada a la de ejecución y, como decía antes, el tribunal podrá sustituir la voluntad de la Administración y dictar el acto «a través de sus propios medios» [art. 108.1.a)]. Tampoco surgirán problemas cuando se condena a la Administración a realizar una actividad material que también está predeterminada en la Ley (cfr. STS 9 mayo 1986, RJ 4396, que se refiere a un supuesto de condena a la realización de determinadas obras impuestas por la legislación protectora de minusválidos). Por el contrario, cuando el resultado pretendido con la condena no está predeterminado legalmente, sino que admite diversas modalidades para su efectividad, que responden a criterios de oportunidad y son todas ellas legítimas, no cabe duda de que la Administración condenada goza de un margen de discrecionalidad para la elección de la más adecuada, pero tampoco de que está vinculada por la condena (arts. 118 CE y 103.2 LJCA). Es decir, el cum-
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plimiento es reglado (la discrecionalidad que faculta a la Administración para realizar o no la actividad desapareció con la sentencia), aunque admita modalidades diferentes de llevarlo a cabo que pueden entrar en el ámbito de la discrecionalidad administrativa. Sin duda, en estos casos la Administración puede optar por una u otra modalidad en fase de cumplimiento voluntario, sin que el tribunal pueda imponerle en la sentencia una determinada. La cuestión es si esta posibilidad de elección (que constituye la esencia de la discrecionalidad) desaparece (con la consecuencia de que entre en juego el poder de sustitución judicial) cuando, en caso de incumplimiento voluntario dentro de plazo, se insta la ejecución forzosa. En mi opinión, el único límite a la posibilidad de sustitución judicial es, como en el proceso civil, el carácter personalísimo de la conducta que se impone al condenado (en este caso a la Administración), sin que se pueda afirmar con rotundidad que tal carácter se dé siempre cuando la Administración puede optar entre diversas modalidades de cumplimiento para la obtención del resultado contemplado en la sentencia. No me parece, por ejemplo, que si la Administración es condenada a pavimentar una calle y el tipo de pavimentación no está legalmente previsto, pueda considerarse discrecional y, por tanto, no susceptible de sustitución judicial en caso de incumplimiento voluntario, la elección por uno u otro. En cambio, en los casos en que la opción revista los caracteres de la discrecionalidad, la sustitución no será posible y la única opción será acudir al expediente de la indemnización de daños y perjuicios. El tema, que afecta a la delimitación misma del concepto de discrecionalidad, está abierto a debate en la doctrina administrativa y su estudio lo dejo para un trabajo posterior.
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