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DERECHO CONSTITUCIONAL III Pardo, M.; Rubio, E.; Gómez, F. y Alfonso, R.
EL DEBER DE VELAR POR LA VIDA DEL HIJO VERSUS LA LIBERTAD RELIGIOSA: ESTUDIO DE UN CASO CONCRETO Los conflictos entre derechos fundamentales ofrecen en la actualidad terreno abonado para los casos sin respuesta fácil. El Tribunal Constitucional español ha podido comprobarlo en más de una ocasión y el caso que nos disponemos a comentar es un buen ejemplo de ello. Pero ante todo es un ejemplo de cómo, en ocasiones, los casos difíciles se complican más de lo estrictamente necesario y nos terminan pareciendo más difíciles de lo que en realidad son. El planteamiento fáctico y jurídico que de un caso se hace ante los tribunales es decisivo para su correcta resolución. De dicho planteamiento dependerá el margen y el cauce de actuación de unos jueces sometidos, según la naturaleza del asunto, a los principios de congruencia y de correlación y obligados a responder a las partes en los términos en que aparecen acotados el objeto y la causa del proceso. Una vez planteado el petitum y la causa petendi por las partes, el órgano jurisdiccional debe detectar dónde reside la “precisa dificultad” de un concreto supuesto. Éste es el primer paso a dar para encontrar no ya una solución adecuada o aceptable, sino la mejor solución posible. El segundo paso a dar para lograr esa mejor solución posible que tendencialmente siempre buscan los juristas tiene mucho que ver con el establecimiento de las propiedades relevantes que permitirán la solución normativa del supuesto, así como con la formulación de reglas todavía no expresamente enunciadas pero contenidas ya en el Ordenamiento gracias a la dimensión justificativa de los principios jurídicos, los cuales juegan de esta manera un papel central en el razonamiento jurídico. Comencemos ya con nuestro caso. 1. Los hechos Para poder aproximarnos al caso que nos ocupa y sobre el que se han pronunciado la Audiencia Provincial de Huesca (APH), el Tribunal Supremo (TS) y el Tribunal Constitucional (TC) resulta imprescindible, antes que nada, conocer los hechos. Un menor de edad, de trece años, sufre una caída fortuita de bicicleta. Lo que en un primer momento parece un accidente irrelevante se complica algunos días después, cuando el menor comienza a sangrar por la nariz. La hemorragia nasal se repite más intensamente, causando ya cierta palidez en el niño, de modo que la madre decide llevarle a un centro sanitario donde, a su vez, aconsejan el traslado del menor a un hospital. Tras las pruebas que los médicos de dicho hospital estiman pertinentes, éstos detectan una situación de alto riesgo hemorrágico en el paciente y prescriben, para neutralizarla, una transfusión de seis centímetros cúbicos de plaquetas. Dicha transfusión es, según criterio de los facultativos que le atienden, imprescindible para lograr a corto plazo la recuperación del menor y poder, así, continuar con las pruebas que permitan el diagnóstico de la enfermedad padecida y la consiguiente prescripción del tratamiento procedente. 1
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Es entonces cuando los padres de Marcos – así se llamaba el menor – ponen de manifiesto que sus creencias religiosas, creencias que su hijo también profesa convencidamente, les impiden aceptar ese concreto tratamiento médico. Padres e hijo son testigos de Jehová. Solicitan un tratamiento alternativo, pero son informados por los médicos de que ellos no conocen ningún otro tratamiento para estos cuadros clínicos. Acto seguido solicitan el alta voluntaria para poder acudir a otro centro hospitalario en busca de un hipotético tratamiento alternativo conciliable con sus creencias. El hospital no accede a esta última petición, por estimar que la vida del menor peligra si no es transfundido, y solicita, sin que apenas hayan transcurrido siete horas desde su ingreso, autorización judicial para proceder a la práctica de la transfusión. Obtenida la autorización judicial, los padres del menor la acatan sin la menor discusión, pese a ser contraria a sus creencias. Esta actitud de los padres merece ser subrayada, pues se mantiene inalterada de principio a fin, hasta la muerte del menor. Su negativa a la práctica de la transfusión es siempre pacífica y civilizada, meramente pasiva: aunque no la consienten expresamente en ningún momento, nada hacen para impedir la ejecución de la misma. Podría parecer que los obstáculos a la transfusión han sido sorteados, pero no es así. Cuando los médicos se disponen a practicarla, Marcos, motu proprio y sin intervención de sus padres, la rechaza con auténtico terror. Su reacción es agitada y violenta en extremo, hasta el punto de que los médicos estiman tal estado de excitación altamente contraproducente y capaz de provocar una hemorragia cerebral. El personal sanitario intenta en reiteradas ocasiones, sin éxito, convencer al menor para que consienta la transfusión. Al igual que la de los padres, también esta actitud de rechazo vehemente merece ser subrayada. Tampoco consiguen los médicos que los padres disuadan al menor para que cese en su negativa y acepte la transfusión. Educadamente se niegan a colaborar, pues la colaboración solicitada exige de ellos la emisión de una declaración de voluntad contraria a sus creencias religiosas. La posibilidad de realizar la transfusión en contra de la voluntad del menor es desechada: sin anestesia o sedación no resulta viable y con dichos procedimientos no resulta en ese preciso momento ni ética ni médicamente correcto, por los riesgos que podría comportar. Previa consulta telefónica con el juzgado de guardia, el hospital finalmente concede el alta voluntaria para que el menor pueda ser llevado por sus progenitores a otro centro en busca del pretendido tratamiento alternativo. Los padres realizan entonces las gestiones orientadas a concertar una cita con un nuevo especialista. En un hospital diferente y de reconocido prestigio, a Marcos le es diagnosticado un síndrome de pancetopenia grave debido a una aplaxia medular o a infiltración leucémica. El diagnóstico es coincidente con el anteriormente emitido: es necesario y urgente practicar la transfusión para neutralizar el riesgo de hemorragia y anemia y proceder, a continuación, a realizar las pruebas diagnósticas pertinentes para determinar la causa de la pancetopenia e iniciar su tratamiento. Los acontecimientos se repiten. Marcos y sus padres manifiestan nuevamente, esta vez incluso por escrito, que sus convicciones religiosas les impulsan a rechazar cualquier transfusión. La diferencia estriba en que en esta ocasión el personal del 2
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hospital acata su decisión y no solicita una segunda autorización judicial para proceder a la transfusión en contra de su voluntad, ni pretende practicarla haciendo uso de la autorización judicial concedida anteriormente, ni intenta efectuarla al margen de autorización judicial alguna (sino por propia decisión tomada al amparo del cumplimiento de un deber profesional). Antes de regresar al domicilio familiar, los padres de Marcos hacen un tercer intento por salvar la vida de su hijo de forma compatible con sus creencias. En un hospital diferente buscan nuevamente un tratamiento alternativo, nuevamente los médicos les reiteran la inexistencia del mismo y nuevamente rechazan por motivos religiosos la práctica de una transfusión. Tampoco en este hospital su personal intenta proceder en contra de la voluntad claramente manifestada por los interesados. La familia emprende ahora el regreso a casa. El estado de salud de Marcos ha ido deteriorándose paulatinamente durante este breve lapso de tiempo como consecuencia de una anemia aguda posthemorrágica, aunque todavía permanece consciente. Un médico lo visita en su domicilio. A la vista del informe presentado por ese médico, el Ayuntamiento de su localidad informa al Juzgado de Instrucción del partido sobre la situación en que se encuentra el menor. Un auto judicial ordena la entrada en el domicilio del menor para que éste reciba la asistencia médica que precisa. Cuando la comisión judicial se persona en el lugar, Marcos presenta un gran deterioro psicofísico. Los padres manifiestan que sus creencias les impiden aceptar la práctica de la transfusión sanguínea que su hijo requiere desde hace días, al tiempo que es el propio padre quien introduce a su hijo en la ambulancia. El menor es conducido al hospital, ingresa en coma profundo y se realiza la transfusión ordenada judicialmente. Por orden médica el menor es trasladado con posterioridad a un hospital con mayores y mejores medios, pues presenta signos clínicos de descerebración por hemorragia cerebral. Allí fallece a las veintiuna horas y treinta minutos del día quince de septiembre de mil novecientos noventa y cuatro, doce días después de haber sufrido la caída en bicicleta y siete días después de haber sido prescrita por primera vez la transfusión sanguínea. Si Marcos hubiese recibido a tiempo las transfusiones que precisaba, habría tenido a corto y medio plazo una alta probabilidad de supervivencia. A largo plazo, su supervivencia habría dependido de la concreta enfermedad por él padecida, enfermedad que no llegó a ser diagnosticada dado el desenvolvimiento de los acontecimientos. Si la enfermedad sufrida hubiese sido leucemia aguda linfoblástica, con el pertinente tratamiento apoyado por sucesivas transfusiones el paciente habría tenido una esperanza de curación definitiva de entre el sesenta y el ochenta por ciento. Si la enfermedad padecida, por el contrario, hubiese sido leucemia aguda, a largo plazo el pronóstico habría sido más sombrío. Dado que el diagnóstico de la enfermedad efectivamente padecida por Marcos no llegó a realizarse, es sólo a título de mayor probabilidad, según criterio médico, que se hubiese tratado de un caso de leucemia aguda linfoblástica y no de leucemia aguda. El relato de los hechos ha sido deliberadamente prolijo porque nos encontramos ante un caso tremendamente complicado y matizado en el que cada dato importa. Obviamente, nuestro conocimiento de los hechos no es 3
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directo, sino mediato. El supuesto de hecho nos lo proporciona ya fijado la sentencia de instancia, cuyo relato de hechos probados repiten miméticamente las sentencias de casación del TS y de amparo del TC. No obstante, no existe ninguna razón para cuestionar esa verdad procesal. Se aprecia en el caso una peculiaridad digna de mención y poco frecuente en los casos penales: en el proceso no parecen haberse suscitado problemas de prueba. Ministerio Fiscal y defensa están de acuerdo en la versión de lo ocurrido. Por la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo se sabe que no se alegó como motivo de casación la existencia de error en la apreciación de la prueba (art. 849, 2º Ley de Enjuiciamiento Criminal, en adelante LECrm), ni tampoco se alegó la denegación improcedente de alguna diligencia probatoria o la interferencia en la práctica de los interrogatorios (art. 850, 1º, 3º y 4º LECrm). La sentencia de la APH expresaba clara y terminantemente los hechos que se consideraban probados, sin incurrir en contradicción y sin consignar como tales conceptos jurídicos que implicasen la predeterminación del fallo (lo que excluía también la alegación en casación del art. 851, 1º LECrm). El amparo no fue solicitado por vulneración de la tutela judicial efectiva, sino porque la sentencia recaída en casación supuestamente vulneraba la libertad religiosa de los condenados y por vulneración de la libertad religiosa fue concedido. La dificultad en este caso reside, pues, más en los aspectos y las implicaciones jurídicas del mismo que en cuestiones puramente fácticas, al menos en apariencia y tal como parecen haberlo entendido acusación, defensa y órganos jurisdiccionales. Con todo, es necesario hacer una serie de puntualizaciones sobre las que se habrá de volver, pues sobre ellas se articula parte del argumento esgrimido en este trabajo: - primera: aunque acusados y testigos coinciden en la narración y existe conformidad de ambas partes sobre los hechos probados, la interpretación, la calificación o la relevancia que Ministerio Fiscal, letrados y jueces reconocen a los mismos a la luz del Derecho sí difiere. Un repaso de las tres sentencias recaídas en este asunto nos permite incluso apreciar como cada órgano judicial focaliza su atención en distintos elementos fácticos para hacer de ellos la correspondiente lectura jurídica. La fijación de los hechos no había resultado problemática, pero su subsunción en el ordenamiento jurídico sí lo fue, tal vez porque la concepción subsuntiva no resulta en absoluto adecuada para enfrentarse a problemas de esta naturaleza. Desde el primer momento el caso revestía apariencia de sencillez probatoria para la determinación de los hechos y extrema dificultad jurídica. - segunda: aunque el planteamiento hecho en un principio por la acusación y los argumentos en contra de la defensa, así como los razonamientos seguidos en las sentencias se centraron en discutir y rebatir cuestiones propiamente jurídicas (posición de garante, relevancia jurídica del consentimiento del menor, validez de la objeción de conciencia realizada por los padres...), al contemplar el asunto con cierto detenimiento no sería atrevido sugerir que, desde el principio, una cuestión fáctica, la causalidad, se estaba cerrando en falso. Prestar atención a la relación de causalidad entre la omisión de los padres y la muerte del menor o, más exactamente, profundizar en la posible existencia de alguna circunstancia que hubiese podido interrumpir dicha relación de causalidad habría resultado oportuno en extremo. 4
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- tercera: aunque se acepten los hechos probados dando por sentado que verdad procesal y verdad material se corresponden plenamente en este caso, no se puede dejar de reparar en algunos cabos sueltos que la sentencia no aclara y que podrían tener relevancia jurídica, incluso ser decisivos. Un lector curioso o atento podría pensar que no se explica ni justifica mínimamente por qué los médicos no anestesiaron ni sedaron al menor para realizar con éxito la transfusión sanguínea cuando todavía podía salvarse su vida en vez de esperar a que fuese ya tarde. Se aducen razones médicas y de ética profesional, pero de forma, más que genérica, vaga. Tampoco se aclaran las razones dadas para que, tras una conversación entre hospital y juzgado, se concediese a Marcos el alta voluntaria. Se ignora por qué los distintos equipos médicos que posteriormente prescribieron la necesidad de una transfusión para salvar a corto y medio plazo la vida del menor enfermo ni siquiera solicitaron orden judicial para proceder. La sentencia nada dice al respecto. Sólo se pueden imaginar las razones explicativas de lo sucedido, pero los ejercicios de imaginación son sólo eso y tienen poco valor para un jurista que pretenda pronunciarse sobre la vulneración de derechos fundamentales en un supuesto en que media una condena penal. Ciertamente, estos datos resultarían de especial relevancia si se hubiesen iniciado actuaciones penales contra los profesionales que asistieron al menor, cosa que bajo ningún concepto pretende este trabajo sugerir que hubiese debido hacerse. Pero tampoco debe prescindirse de dichos datos para ventilar la responsabilidad penal de los padres, llegado el caso. 2. Relevancia jurídica de los hechos narrados Jurídicamente hablando, no siempre que se produce una muerte es obligado que exista un responsable. Una vez que se tiene conocimiento de lo sucedido, la primera pregunta que debemos responder es si la muerte de Marcos fue tan sólo una fatalidad, una desgracia, una tragedia familiar, o si, por el contrario, esa muerte es relevante para el Derecho y, por tanto, si existe algún responsable penalmente hablando. Incluso sería interesante desde un punto de vista jurídico preguntar si cabe la posibilidad de responsable civil aun en ausencia de responsable penal. La respuesta no es sencilla. No lo es desde un punto de vista ético y tampoco lo es desde un punto de vista jurídico. Desde un punto de vista ético o moral no se encuentra una respuesta unívoca para ninguna de estas preguntas: ¿Hasta dónde deben llegar los padres para salvar la vida de un hijo? ¿Deben incluso ir en contra de sus convicciones religiosas para lograr tal fin? ¿Vida y libertad religiosa son bienes igualmente valiosos que deben ponderarse en cada colisión concreta o alguno de ellos debe prevalecer sistemáticamente sobre el otro en caso de conflicto? ¿Son los padres enteramente libres a la hora de educar a sus hijos en sus convicciones o existen límites? ¿Deben los médicos salvar la vida de sus pacientes por encima de todo, incluso en contra de sus convicciones, o, por el contrario, deben respetar la libertad religiosa de quienes acuden a ellos? La respuesta a estas preguntas no es sencilla desde planteamientos exclusivamente valorativos. No resultaría difícil encontrar opiniones totalmente encontradas, dependiendo del contexto cultural. Muy probablemente esa sea la 5
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causa de que el propio Derecho no haya previsto una solución pacífica, relativamente clara y minuciosamente regulada para reducir al máximo los casos dudosos y difíciles, como es el que nos ocupa, que resultan doblemente complicados por la urgencia (en ocasiones vital) con que deben ser resueltos. Saber si la muerte de Marcos fue una fatalidad, un acto de ejercicio legítimo de la libertad religiosa o si fue un ilícito penal cuyos responsables merecían un castigo tampoco resultaba fácil a la luz del ordenamiento jurídico. El entonces vigente artículo 10 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad y la jurisprudencia construida por el Tribunal Supremo para completar un Código Penal de 1973 que nada decía sobre la comisión por omisión no permitían responder sin titubeos. ¿Había algún responsable penal? ¿Quiénes eran los responsables de lo ocurrido: los padres (por no haber autorizado la transfusión o por no haber intentado convencer al menor de que aceptase la práctica de la misma una vez autorizada judicialmente) o los médicos (por no haber sedado al menor para poder realizar sin riesgos la transfusión sanguínea o por no haber solicitado siquiera, en los sucesivos hospitales que la familia visitó en busca de tratamiento alternativo, autorización judicial para imponerla en contra de la voluntad de los interesados) o padres y médicos (por concurrencia de culpas)? ¿Por qué se incoaron actuaciones penales contra los progenitores del menor y no contra los profesionales médicos? Resulta difícil contestar y justificar la decisión tomada por los órganos judiciales en las distintas sentencias. Resulta incluso difícil contextualizar lo sucedido. El Ministerio Fiscal debió de tener un estrecho conocimiento del caso debido a las informaciones remitidas por el Ayuntamiento al Juzgado de Instrucción del partido cuando el menor, agonizante, regresó al domicilio familiar y allí fue visitado por el médico. Existe una pluralidad de motivos posibles que explicarían igualmente por qué decidió iniciar actuaciones: exceso de celo profesional; convicciones religiosas muy profundas y encontradas con las creencias de los padres y del menor; planteamientos restrictivos de la libertad religiosa de los progenitores en lo referente a la educación de hijos menores o incapaces... Esos mismos motivos podrían haber pesado en el ánimo de los juzgadores. También es posible que este tipo de razones no haya existido en absoluto y únicamente la adhesión a distintas posiciones doctrinales sobre la comisión por omisión explique, respectivamente, la sentencia absolutoria y la condenatoria. Como quiera que fuese, no era la primera vez que asuntos en los que Testigos de Jehová se veían implicados llegaban a los tribunales planteando cuestiones de interés notable para los juristas. Los penalistas encontraban en estos supuestos una oportunidad para argumentar y contraargumentar sobre el dolo eventual, las causas de justificación o el principio de exigibilidad. Los constitucionalistas debían, ante la colisión, ponderar el derecho a la vida y la libertad religiosa, aunque en esta labor la inevitable carga cultural resultaba pesada y la balanza se vencía siempre del lado de la vida. Tampoco era la primera vez que el TC debía pronunciarse sobre un conflicto entre dos derechos fundamentales, en concreto, vida y libertad ideológica o religiosa. Pero si sería, por el desenvolvimiento de los procesos judiciales y la forma concreta en que fue planteado el amparo, la primera vez que el Supremo Intérprete de la Constitución daría un tibio, vacilante, indeciso, 6
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confuso, acaso inconsciente o incluso involuntario paso en una dirección reclamada desde hacía tiempo por un sector de la doctrina. Lo haría, eso sí, como tantas otras veces, insistiendo en que no había cambiado su Jurisprudencia. Si no lo había hecho, había dado al menos un paso que permitiría hacerlo. 3. La argumentación jurídica de las sentencias de la jurisdicción ordinaria Los hechos fueron inicialmente calificados por la acusación como constitutivos de un delito de parricidio en comisión por omisión. La sentencia de la Audiencia Provincial de Huesca es absolutoria. La sentencia recaída en casación es, por el contrario, condenatoria. De la lectura de sus respectivos fundamentos de Derecho parece desprenderse que, en ambos casos, desde un principio, la argumentación judicial giró en torno a una cuestión propiamente jurídica: la posición de garante ocupada por los padres en atención al deber jurídico de velar por la vida del hijo que pesa sobre ellos. Antes de continuar con el comentario de las sentencias, es conveniente hacer un inciso. Se puede compartir más o menos el razonamiento en ellas seguido, pero no deberían ser acusadas de formalismo riguroso o extremo, sobre todo si se tienen en cuenta dos factores: - primero, que la comisión por omisión era, cuando los hechos sucedieron y se inició el proceso penal (1994), una construcción jurisprudencial del Tribunal Supremo elaborada sobre la base proporcionada por la regulación contenida en otros Códigos Penales extranjeros y las aportaciones de la doctrina. El Código Penal de 1995, aplicado tanto por la AP como por el TS por exigencias del principio de aplicación retroactiva de la ley penal más favorable, recoge en su artículo 11 las líneas maestras de dicha construcción preexistente. - segundo, que la persecución de una cierta justicia material parece haber estado presente incluso en la sentencia condenatoria. La Sala Segunda del TS no parece insensible al dramatismo del caso, ni ajena a sus marcadas particularidades jurídicas: condena (por rigor teórico sobre la comisión por omisión, por rechazo a ciertas convicciones religiosas minoritarias o por señalar límites a la libertad de los padres para educar a sus hijos en sus creencias, no podemos penetrar en la intención de los jueces) pero aprecia como muy cualificada la atenuante de obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante (reduciendo en dos grados la pena señalada por la ley), no aprecia como agravante la circunstancia mixta de parentesco (pese a operar habitualmente con tal carácter en los delitos contra las personas) y manifiesta abiertamente su predisposición a informar favorablemente un indulto parcial, caso de que así lo solicitasen los acusados. Terminado el inciso, se retoma el comentario. Tanto la sentencia de la AP como la del TS entran directamente, en sus fundamentos de Derecho, a resolver la cuestión relativa a la posición de garantes ocupada por ambos padres, partiendo como es natural, de la teoría del deber jurídico. Si esto se hizo así, seguramente mucho habrá tenido que ver en ello el enfoque dado a la 7
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causa tanto por la acusación como por la defensa. Los juristas – abogados, fiscales o jueces, tanto da – suelen prestar más atención a las cuestiones propiamente jurídicas en olvido o detrimento de las fácticas. La omisión impropia o comisión por omisión consiste, básicamente, en que mediante un no hacer lo que se está obligado a realizar se produce un resultado del que el omitente responde como si lo hubiese causado con una acción. La primera cuestión que debe ser aclarada es si existe relación de causalidad entre la omisión y el resultado y la segunda, delimitar los posibles sujetos activos de esta peculiar modalidad de comisión. Los tribunales de la jurisdicción ordinaria no debieron de encontrar ningún problema digno de atención en la relación de causalidad y pasaron directamente a resolver si los padres del menor debían ser considerados sujetos activos del resultado por ocupar la “posición de garantes”, esto es, a resolver si estaban obligados a actuar de forma diferente a como lo hicieron dado que el ordenamiento jurídico les imponía un deber de garantía enderezado a impedir que un determinado resultado (la muerte de su hijo) se produjese. La posición de garante es el criterio de equivalencia utilizado para equiparar la acción y la omisión impropia. No debe extrañar que los fallos sean contradictorios. No es una cuestión pacífica para los penalistas determinar en atención a qué criterios el Derecho atribuye a una persona la condición de garante. El Código Penal de 1995 parece haber acogido la posición más tradicional, la teoría formal del deber jurídico, que atiende a las fuentes formales del deber, pero no faltan quienes, para corregir el defecto de esa teoría – que no atiende al contenido y extensión de dicho deber – aceptan la teoría de las funciones. Para este segundo gran sector doctrinal, la posición de garante ha de determinarse por criterios materiales, tales como la protección de un determinado bien jurídico o el control de una determinada fuente de peligro. Afirmado que la perspectiva material muestra un camino de resolución de la problemática del garante sobre la base del sentido social de los diversos deberes, no debe olvidarse: - primero, que perder de vista las fuentes formales puede acarrear un gravísimo peligro, abrir en exceso la extensión o el elenco de los deberes. - segundo, que el hecho de reparar en la importancia que el contenido o la extensión de un deber tienen no implica que la determinación de dicho contenido o dicha extensión sea tarea sencilla. La argumentación plasmada por los jueces, pese a mencionar expresamente el artículo 11 del CP de 1995 y la teoría de los deberes, se mueve en el terreno de la teoría de las funciones. Es indiscutible que los padres, en principio, son garantes, pues pesa sobre ellos el deber legal de velar por sus hijos, deber que obliga a procurar asistencia sanitaria a estos últimos cuando la precisen. A partir de ahí, la argumentación gira en torno a preguntas respondidas de forma diferente en la instancia y en casación. Para responder, la mera existencia de un deber legal es insuficiente. La sutileza del caso exige profundizar en el contenido de ese deber y sobre todo en su extensión o límites. Con acierto, la sentencia de instancia se plantea si los padres, como garantes, tienen el deber de procurar asistencia sanitaria a sus hijos o si están jurídicamente obligados a algo más, esto es, a proporcionar un concreto tratamiento médico. Inmediatamente se pregunta, por si la respuesta fuese que 8
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deben proporcionar el concreto tratamiento que los médicos indican como capaz de salvar la vida de su hijo, si están obligados a demandar o aceptar tratamiento que firme y seriamente consideren en conciencia “pecaminoso y prohibido por la ley de Dios”. La sentencia de la AP realiza un esfuerzo loable. Llama la atención su brevedad y concisión, especialmente habida cuenta la complejidad del caso. No abusa de la retórica hueca. No cae en un error común: la falacia de la negación del antecedente o el mal uso del argumento a contrario cuando la condición es sólo suficiente (“El que no sea punible la realización de la transfusión no quiere decir que, por el contrario, sea punible su no realización”). Materialmente, sabe traer a colación argumentos doctrinales y jurisprudenciales extranjeros para reforzar su defensa de la autodeterminación del paciente, apuesta ésta arriesgada y adelantada a su tiempo, pues el abandono de una Medicina más paternalista en favor de la autonomía del paciente no tendría cabida expresa en el ordenamiento jurídico hasta la regulación del consentimiento informado en los términos realizados por la Ley 41/2002, de 14 de noviembre. Obviamente, dado que el caso afectaba a un menor, la sentencia sabe reconocer las limitaciones de la autodeterminación y el respeto a las convicciones religiosas. Intenta entonces respaldar la validez o la relevancia jurídica del consentimiento del menor, en atención a su edad (13 años) y la “contundencia” con que manifestó sus convicciones y creencias para rechazar la práctica de la transfusión. Con perspectiva de penalista, se apoya básicamente en otros dos elementos para absolver a los padres (no necesariamente en sucesión lógica, sino más bien simultáneos o casi simultáneos): - primero, para condenar en comisión por omisión es necesario que la no evitación de un resultado equivalga a su causación según el sentido del texto de la ley (artículo 11 CP). No bastaría, por tanto, la mera infracción de un deber, sino que además sería necesaria una intención, más o menos definida, de causar la muerte o, por lo menos, asumirla. Esto no sucede en absoluto en el caso que nos ocupa, pues los padres realizaron hasta tres intentos por salvar la vida de su hijo con un tratamiento compatible con sus creencias, en todo momento le proporcionaron asistencia médica, aunque finalmente resultase ineficaz, e incluso sufragaron privadamente parte de los costosos gastos ocasionados. Hasta el final intentaron salvar la vida de su hijo y en ningún momento persiguieron o asumieron “omisivamente” la causación de su muerte. No le parece a la AP que según el texto de la ley su omisión deba ser considerada “homicida”. Este argumento no aparece expresamente formulado en estos términos, pero impregna toda la sentencia. - segundo, la AP estima que “los padres, después de reclamar la asistencia médica por los cauces convencionales, dando a la sociedad la oportunidad efectiva de sustituirles, si lo cree conveniente, en el ejercicio de la autoridad familiar, pierden ya la condición de garantes”. Perdida dicha condición o posición jurídica, su comportamiento es ya penalmente irrelevante. No existe ya la posición de garante, luego no responden en comisión por omisión. Las subsiguientes consideraciones sobre el conflicto entre la libertad religiosa de los padres y el derecho a la vida del menor son innecesarias y, dicho sea de paso, incompletas.
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La sentencia de la AP fue recurrida ante el TS, el cual casó y anuló dicha sentencia y dictó un nuevo fallo condenatorio. Las consideraciones que habían llevado a la AP a absolver no eran compartidas por la cúspide de la organización jurisdiccional. La STS vuelve sobre los mismos aspectos ya tratados en la instancia, pero sus argumentaciones llegan a una conclusión distinta. Antes de entrar en el estudio de los elementos que caracterizan el tipo objetivo y subjetivo del delito de homicidio, en la modalidad de comisión por omisión, la sentencia realiza unas consideraciones previas. Afirma que la religión, cualquiera que ésta sea, no es origen ni de privilegio ni de menosprecio. La libertad religiosa no se garantiza de forma incondicionada y absoluta. En caso de conflicto o colisión, puede verse limitada por otros derechos o bienes constitucionalmente protegidos. El mantenimiento del orden público, entendido éste en su sentido institucional más profundo, es un límite a la libertad religiosa señalado por la propia CE. De este modo pone freno a la pretensión de una objeción de conciencia desmedida o ilimitada. Cuando vida y convicciones religiosas colisionan, es necesaria una ponderación, ponderación que varía sustancialmente cuando se trata de la vida de un menor. “El derecho a la vida y a la salud del menor no puede ceder ante la afirmación de la libertad de conciencia u objeción de los padres. Si éstos dejan morir a su hijo menor porque sus convicciones religiosas prohíben el tratamiento hospitalario o la transfusión de sangre se genera una responsabilidad penalmente exigible”. Con estas consideraciones en torno a la colisión entre derechos fundamentales y la objeción de conciencia el TS pone el dedo en la yaga, porque ese es verdaderamente el tema de fondo que está complicando la resolución del caso tal como se ha venido planteando. Lo hace, de todos modos, “casi” incurriendo en una petición de principio, aunque bien disimulada. Nos explicamos: toda la argumentación posterior contenida en la sentencia desemboca en la condena de los padres porque, conceptos y categorías penales a un lado, no pueden objetar su conciencia para negarse a proporcionar a su hijo un determinado tratamiento. La vida del menor prevalece sobre sus convicciones religiosas. A esta premisa, de la que parte y a la que está orientada la argumentación de la sentencia, se llega, en apariencia, justificadamente, pero lo cierto es que se da por sentado que en todo caso debe prevalecer la vida de un menor sobre las convicciones religiosas de los padres. No pretendemos aquí y ahora ni rechazar ni adherirnos a tal premisa. Tan sólo apuntar que una afirmación de tal índole requiere un razonamiento infinitamente más elaborado y sobre todo más rico en posibles matices, un razonamiento que tenga en cuenta distintos casos paradigmáticos y sus respectivas propiedades relevantes. Afirmada la prevalencia de la vida del menor, el TS procede a examinar si los elementos del hecho que enjuicia se subsumen (sic) en el tipo penal, como si la subsunción fuese posible en un caso de estas características. Si condena es porque, siempre desde una perspectiva marcadamente penal, los padres continúan ostentando la posición de garantes: “...queda constatado que los padres no hicieron entrega de las funciones y deberes que lleva aparejado el ejercicio de la patria potestad y que las continuaron ejerciendo en los momentos y tiempos que fueron cruciales para la vida del niño como lo evidencia su negativa a la transfusión, que llegaron a hacer constar por escrito (...) y nuevamente rechazaron ante los requerimientos de los médicos (...) 10
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hechos que confirman la vigencia de su posición de garantes en momentos que podrían salvar la vida de su hijo”. En absoluto se reconoce relevancia jurídica alguna al consentimiento y convicciones religiosas del menor para liberar a los padres de su posición de garantes. El otro factor que había pesado en el sentido de la decisión de la AP, la continuada actividad de los padres de salvar la vida del menor, es también desechado. Se reconoce que los padres no querían la muerte de su hijo, pero “forzosamente se tuvieron que representar un máximo peligro para su vida, con una muerte casi segura, que no les impidió mantener su oposición a la transfusión en momentos en que de haberla prestado se hubiera salvado la vida de su hijo (...) debe afirmarse la presencia del dolo eventual que no queda excluido por el deseo vehemente de que no se hubiese producido el resultado de muerte”. La actitud de los padres no tenía para el TS valor exculpatorio, pero fue reconducida, como anteriormente se ha apuntado, a la atenuante muy calificada de arrebato u obcecación. Aunque de modo contrapuesto, ambas sentencias habían resuelto el asunto incidiendo en los mismos conceptos y categorías penales. En sus respectivas argumentaciones se puede comprobar que recorren el mismo sendero, reparando en los mismos factores, pero en sentido contrario. Ambas sentencias habían acertado en detectar un problema de fondo, el conflicto entre dos derechos fundamentales, la vida de un menor y las creencias religiosas de sus padres, presentado de una forma especialmente espinosa: deber jurídico de velar por la vida del hijo versus objeción de conciencia de los padres al tratamiento médico sugerido. No obstante, ninguna de ellas había entrado en el fondo del asunto con la profundidad requerida para pronunciarse al respecto. No se había realizado una auténtica ponderación antes de proceder a la pretendida subsunción en el tipo penal. El asunto llegaría al TC en amparo, por vulneración de la libertad religiosa consagrada en el artículo 16 CE. Era claramente un caso difícil que se había complicado más de lo necesario porque en la jurisdicción ordinaria parecía no haberse reparado, cuando menos, en la posibilidad de dar al caso un enfoque distinto. 4. Alternativa a esa argumentación jurídica: la interrupción del nexo causal o la no consideración de la omisión de los padres como una conditio sine qua non El planteamiento inicial de un caso es decisivo porque puede hacer perder de vista aspectos cruciales, “viciando” con ello la perspectiva de quienes se aproximan a dicho caso partiendo del enfoque que otros proporcionan. Seamos cartesianos y dudemos de todo. No asumamos sin más lo que las sentencias de la AP y el TS parecen pasar por alto, bien por irrelevante, bien por pacífico, jurídicamente hablando en ambos casos. Remontémonos a la relación de causalidad entre acción y resultado o, más exactamente, entre omisión y producción del resultado que debía evitarse. Es cierto que los penalistas han mantenido una intensa discusión en torno a si existe o no relación de causalidad en este tipo de delitos, los de comisión por omisión u omisión impropia. El debate, hipertrofiado, ha venido a oscurecer más que a aclarar el estado de la cuestión y es, en cierto sentido, como afirman algunos autores, una discusión estéril e infructuosa. Enmarcados en el pensamiento naturalista, que entiende la causa en sentido mecanicista 11
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como nexo físico entre dos fenómenos, un sector de la doctrina llega a afirmar que la omisión es acausal. En los delitos de comisión por omisión no existiría propiamente nexo causal, pero si identificamos la existencia de la relación de causalidad con la posibilidad de aplicar la fórmula de la conditio sine qua non, el problema muestra paralelismos en la acción y en la omisión impropia. La teoría de la equivalencia de las condiciones o de la conditio sine qua non considera que es causa de un efecto toda condición que no puede suprimirse mentalmente sin que con ello se suprima, también mentalmente, el efecto. No exenta de críticas, ha sido completada por algunos autores con la teoría de la causación adecuada, con la teoría de la relevancia y, últimamente, con el concepto de la imputación objetiva. Para los profanos en Derecho Penal, resulta muy difícil, por no decir imposible, mantener el nivel de la argumentación a la altura de los tecnicismos y conceptos elaborados por la doctrina penalista. Tampoco es exactamente lo pretendido. Tan sólo se quiere llamar la atención sobre la relación entre la omisión de los padres y la muerte del menor, porque la relación de causalidad entre ambas – ya sea entendida en sentido físico, ya como juicio hipotético de probabilidad – es necesario que exista para, a partir de ahí, seguir preguntando si se dan todos elementos necesarios para la exigencia de responsabilidad penal. Debates doctrinales a un lado, la sentencia del TS no duda en emplear textualmente la expresión “nexo causal” y afirma que “con esa omisión se generaba una situación equivalente a la causación del resultado típico. Todo ello permite afirmar la presencia de la imputación objetiva del resultado de muerte en cuanto los padres que se hallaban en posición de garantes, con su oposición al tratamiento transfusional, incrementaron la situación de peligro para la vida de su hijo que se concretó en su fallecimiento, que hubiesen podido evitar mediante la acción que les era exigible y omitieron (la cursiva es nuestra)”. Esta afirmación no es compartida. Efectivamente, los padres no autorizaron la transfusión ni intentaron en ningún momento convencer al menor para que aceptase su práctica (tampoco impidieron “activamente” la transfusión en modo alguno). Para saber si su conducta omisiva causó la muerte de Marcos y si, por tanto, son responsables penalmente de la misma, es necesario preguntarse si esa omisión es la única causa de la no realización de la transfusión y la consiguiente muerte del menor y también se debe preguntar si se habría evitado la muerte con un comportamiento distinto, es decir, qué habría pasado si hubiesen autorizado ese concreto tratamiento médico que se les solicitaba o si hubiesen intentado convencer a su hijo para que lo aceptase. Obviamente, la respuesta no reposa en una certeza, sino en un juicio de probabilidad. Es un ejercicio de imaginación al que debe responderse de modo razonable y realista. No se están calculando posibilidades remotas, sino que se está intentando reconstruir una realidad hipotética pero factible. Desde nuestro particular punto de vista, la respuesta ha de ser negativa en ambos casos. A) Lo ocurrido realmente a) Los padres no autorizaron la transfusión sanguínea
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El hecho de que los padres no autorizasen la transfusión no puede ser considerado causa de la no realización de la misma porque el ordenamiento jurídico prevé la posibilidad de que su voluntad sea suplida por una autorización judicial, autorización judicial que se solicitó y concedió inicialmente en tiempo y forma para salvar la vida de Marcos. La negativa de los padres deviene de este modo irrelevante jurídicamente, al menos en principio. La autorización de los padres no era condición necesaria para la práctica de la transfusión. Por ello, su negativa a autorizarla no necesariamente fue lo que impidió la práctica de la misma. Cierto es que sólo el primer equipo médico que reconoció a Marcos solicitó autorización judicial, pero los otros profesionales podrían haberla solicitado igualmente (o haber utilizado la autorización ya concedida) y, si no lo hicieron, no fue porque los padres lo impidiesen. No puede afirmarse válidamente que si la transfusión no se practicó fue porque los padres no la autorizaron. La autorización judicial rompe el “nexo causal” así trazado. b) Los padres no intentaron convencer a su hijo para que permitiese o aceptase la práctica de la transfusión De hecho, la transfusión no llegó a practicarse porque la reacción o comportamiento del menor lo hizo altamente desaconsejable desde un punto de vista médico. El estado de excitación extrema que le provocó saber que se le iba a transfundir sangre amenazaba con causar un mal mayor, una hemorragia cerebral. La reacción agitada de Marcos parece ser la verdadera causa de que la transfusión no se realizase, no por imposibilidad jurídica, sino material. Los médicos intentaron convencerle y, ante la inutilidad del esfuerzo, pidieron ayuda a los padres, que nuevamente se negaron a colaborar. No queda suficientemente aclarado en la sentencia por qué los médicos no sedaron al menor para practicar la transfusión y éste es un dato de relevancia extrema. No aparece suficientemente probado en juicio, mediante informes médico-periciales, si eran razones clínicas o razones puramente deontológicas las que desaconsejaban la sedación del paciente. Si la sedación era clínicamente viable sin riesgos o con riesgos asumibles, la acción suasoria requerida a los padres no era condición necesaria para la transfusión. Si la sedación no era clínicamente viable o lo era con riesgos excesivos, no por ello la acción suasoria de los padres se convierte en condición necesaria para la transfusión. La condición necesaria habría sido la aceptación del menor (que podría haberse logrado por distintos cauces, ninguno de ellos único necesario). Si la sedación era deontológicamente aceptable, una vez más concluimos que la acción suasoria requerida a los padres no era condición necesaria para la transfusión. Si, por el contrario, la sedación no era deontológicamente aceptable, no entendemos por qué habría de concederse más relevancia jurídica a la ética profesional de los médicos que a las convicciones religiosas de los padres a la hora de exigir responsabilidades penales. B) Lo que podría haber ocurrido a) Que los padres hubiesen autorizado la transfusión 13
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El verdadero problema no residía en la negativa a autorizar la transfusión, de modo que no se comprende muy bien qué importancia habría tenido un comportamiento en este sentido. En cualquier caso, dado el terror y el rechazo rotundo del hijo, existen serios motivos para pensar que, con un alto grado de probabilidad, pese a haber mediado autorización de los padres, el menor hubiera reaccionado exactamente igual, impidiendo materialmente con su reacción la práctica de la transfusión. El quid no era la autorización de la transfusión, sino la educación y las convicciones inculcadas durante años a su hijo en ejercicio legítimo de su libertad religiosa. El hijo no rechaza la transfusión simplemente porque la rechazan los padres, la rechaza porque comparte con ellos las convicciones que les impulsan a rechazarlas, aunque por su corta edad, evidentemente, puede pensarse que no había sometido a juicio crítico lo que se le enseñaba sobre cuestiones tan trascendentes como la asunción de la propia muerte y no existía, por tanto, una convicción íntimamente asumida, sino más bien mediada por la educación recibida. b) Que los padres hubiesen intentado convencer a su hijo para que aceptase la práctica de la transfusión No podemos saber con certeza lo que habría sucedido si los padres hubiesen intentado convencer a su hijo. Es especular sobre un futurible que ya no se realizará. Es posible que el menor hubiese cambiado de actitud y se hubiese tranquilizado, permitiendo la transfusión, pero es igualmente posible que se hubiese mantenido firme en su rechazo. Posibilidades a un lado, si atendemos a la reacción concreta de Marcos (“auténtico terror” que no desapareció pese a los esfuerzos del personal sanitario), parece más probable que hubiese persistido en su negativa a recibir la transfusión de modo tranquilo y sosegado. No por madurez, ni por “consciencia en la decisión por él asumida” (pues es dudoso que a los trece años se comprenda plenamente el alcance y la irreversibilidad de la propia muerte y su reacción alterada denota más bien, antes que madurez, irracionalidad), sino porque, valoraciones psicológicas a un lado, nada induce a pensar que Marcos habría estado dispuesto a atender las razones de sus padres. En ningún momento manifestó una disposición a acatar lo que sus padres decidiesen, ni mencionó que el rechazo a la transfusión era debido a que así lo querían sus progenitores. Desde su infancia, sus padres le habían inculcado la idea de que las transfusiones de sangre son contrarias a la Ley de Dios y fue la adhesión a esa idea y el temor reverencial a desoír la Palabra Sagrada lo que motivó su reacción excesiva. La labor de trece años de educación y adoctrinamiento es difícil de deshacer en pocos días cuando se tienen sólo trece años. Así las cosas, es más que dudoso que los padres debieran responder en comisión por omisión de la muerte de su hijo. La probabilidad de que, haciendo lo que estaban supuestamente obligados a hacer y omitieron, hubiesen logrado salvar la vida del menor es bastante remota, si nos atenemos a las circunstancias del caso concreto. Existe una duda más que razonable. El nexo causal entre omisión y resultado era muy débil, no parece que hubiese suficientes elementos probatorios mutatis mutandis, o, si lo estimamos más correcto desde un punto de vista técnico, no parece que el juicio hipotético de 14
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probabilidad fuese lo suficientemente sólido. Si estuviésemos juzgando un delito de acción, hablaríamos de insuficiencia probatoria.
EL PLANTEAMIENTO ANTE EL TC Y LA ARGUMENTACIÓN DE LA SENTENCIA DE AMPARO: UN ARGUMENTO INACABADO El asunto llegó en amparo ante el TC. Era de esperar. No se trataba de un asunto intrascendente que pretendía convertir el recurso de amparo en una nueva instancia. La relevancia constitucional del caso era tal que el Pleno decidió avocar para sí el conocimiento del recurso, de acuerdo con lo previsto en el artículo 10 k) Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (en adelante, LOTC). Con ello, quizás intentaba adelantarse a los acontecimientos, pues, atendidas las particularidades del supuesto, todo hacía presumir que la Sala correspondiente sometería la cuestión a decisión del Pleno en aplicación del artículo 13 LOTC. No era del todo impensable que se produjera un cambio de la doctrina constitucional precedente. Era un hard case de relevancia constitucional, un constitutional case. El planteamiento inicial de la demanda de amparo era confuso y errado. Se alegaba vulneración de los derechos fundamentales del menor (libertad religiosa e integridad física), así como de la libertad religiosa de los padres. Pronto el TC desechó la vulneración de derecho fundamental alguno del menor. La sentencia de casación recurrida condenaba sólo a los padres y sólo sus derechos podían ser vulnerados por ella. Según los recurrentes, el conflicto entre las convicciones religiosas de los padres y la vida de un menor de edad era sólo presunto, “en absoluto parece exigible de unos padres creyentes que renieguen de su fe y obliguen a su hijo de trece años, contra su manifiesta y responsable voluntad, o agoten todas las posibilidades de disuasión” para la práctica de la transfusión. Los recurrentes en amparo sostenían la inconstitucionalidad de la exigencia judicial del deber de disuadir a su hijo de su personal y legítima decisión de rechazar, en el ejercicio de su derecho a la libertad religiosa y de conciencia, un tratamiento transfusional del que sus propios cuidadores médicos y judiciales habían desistido. El Ministerio Fiscal contraargumentó a la tesis de los recurrentes sosteniendo la incapacidad legal del menor para adoptar una decisión irrevocable acerca de su vida o muerte. Ante un eventual conflicto entre los derechos a la vida y a la libertad religiosa, únicamente cabe dar respuesta en cada caso concreto, previa ponderación, pues no puede ser la misma la respuesta en caso de personas mayores de edad y con plena capacidad de obrar que en caso de un menor sobre el que ejercen los padres la patria potestad. La libertad religiosa de los padres encuentra un límite en la vida del menor. El TC afrontó la resolución de este caso difícil y oscurecido tras los sucesivos procesos y alegaciones. Hay que adelantar aquí y ahora que la solución del Alto Tribunal resulta totalmente aceptable. En este caso concretísimo se había producido una vulneración de la libertad religiosa de los padres. Lo no compartido es la forma y los matices de fondo que la sentencia se esfuerza infructuosamente por definir con cierta precisión. Su argumento 15
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queda inacabado, sin indicar las propiedades relevantes del universo del discurso que distinguen unos casos paradigmáticos de otros y que permiten justificar soluciones distintas para casos aparentemente semejantes sin incurrir en arbitrariedad ni en contradicciones. Cabe pensar que el TC ha renunciado a la imposible subsunción de este tipo de casos en las reglas generales del ordenamiento. Sería labor baldía. No es adecuado confiar en una resolución exclusivamente particularista que corre el riesgo de parecer arbitraria incluso cuando sea fundada y que no permite la construcción de un “sistema flexible”. Una vía intermedia que concilie la ponderación y el particularismo con una subsunción no mecánica y una cierta generalidad parece la opción deseable. El TC no siempre consigue mantenerse en esa tercera vía intermedia cuyos pasos son delimitación del problema normativo (universo del discurso); identificación de las pautas aplicables prima facie; definición de los posibles casos paradigmáticos; establecimiento de las propiedades relevantes en el universo del discurso; formulación de reglas que permitan resolver de modo unívoco todos los casos del universo del discurso. Lo intenta, pero no completa su argumentación donde es necesario y se detiene en consideraciones superfluas. Así, no desentraña lo suficiente los límites de la libertad religiosa o las claves de la objeción de conciencia y, sin embargo, se detiene en unas consideraciones excesivas sobre la libertad religiosa del menor para concluir algo sabido hace tiempo, esto es, que el menor tiene plena capacidad jurídica pero no de obrar, de modo que tratándose de derechos personalísimos que no permiten representación habrá que estar a la determinación de su madurez, con mucha cautela. El problema había sido bien definido por el TC, un conflicto entre creencias religiosas y deberes jurídicos (objeción de conciencia) que enmascaraba una colisión entre vida y libertad religiosa, situándose de ese modo en un terreno altamente polémico como es el de la disponibilidad de la vida, sobre el que ya se había pronunciado el TC en jurisprudencia anterior. Y sin embargo, algo no terminaba de encajar. Es necesario examinar dos aspectos de la sentencia por separado: su contenido propiamente dicho y el posible cambio de jurisprudencia que el TC niega se haya producido. 1. El razonamiento del TC: demasiada atención a lo irrelevante, poco detenimiento en lo decisivo Comparada con otras sentencias del TC, no se trata de una resolución especialmente extensa. Desafortunadamente, incide en exceso en aspectos superfluos en detrimento de los relevantes, los cuales aborda superficialmente o ignora por completo. Acierta cuando afronta el tema como un supuesto de objeción de conciencia y también cuando convierte la minoría de edad del sujeto cuya vida peligra en circunstancia relevante del caso. A partir de ahí, si la solución pude considerarse aceptable, es sólo por intuición del TC para llegar a ella. El argumento jurídico no se completa, se limita a dar saltos en la dirección adecuada para concluir. Muchas circunstancias relevantes quedan omitidas y sobre todo no se insiste con contundencia en la verdadera causa de que exista vulneración de derechos fundamentales. Este tipo de declaraciones pueden resultar peligrosas. 16
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La respuesta afirmativa del ordenamiento constitucional a la pretendida exención del cumplimiento de deberes jurídicos al amparo del ejercicio legítimo de la libertad ideológica o religiosa sólo puede resultar de las previsiones legales o de la ponderación extremadamente cuidadosa realizada en el caso concreto. La posibilidad de objetar lícitamente la conciencia es el reconocimiento explícito o implícito, según los casos, del alcance de un derecho. La imposición final del deber jurídico representa el reconocimiento, justamente, de lo contrario, de sus límites. La ponderación obliga a los juristas, en estos casos, a sopesar la incidencia que el ejercicio del derecho objetado pueda tener en otros derechos y bienes constitucionalmente protegidos, así como sobre los siempre difíciles de determinar elementos del orden público entendido en sentido institucional. La sentencia comentada nos recuerda, además, a) que las limitaciones impuestas a un derecho nunca pueden obstruir su ejercicio más allá de lo razonable; b) que las medidas limitadoras deben ser adecuadas y necesarias para conseguir el fin perseguido; c) que debe existir proporcionalidad “entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquél a quien se le impone” (suponemos que el TC quiere significar que debe existir proporcionalidad medio/fin entre el sacrificio de derechos impuesto y el resultado beneficioso o más valioso pretendido); y, por último, d) afirma que “en todo caso, ha de respetar su contenido esencial” (una discrepancia nuevamente, porque la expresión “en todo caso” es demasiado tajante para pronunciarla al hablar de ponderación de derechos y porque es sobradamente conocido por el lector que incluso los contenidos esenciales pueden constitucionalmente ser sacrificados en ciertas ocasiones). Como pauta general a tener en cuenta, recuerda también que las obligaciones de actuar son siempre más invasoras de la libertad que las prohibiciones. Para la STC 154/2002, es la presencia de un menor lo que singulariza el caso. Así es, pero creemos que el razonamiento del tribunal para desarrollar este aspecto fundamentalísimo no se endereza al quid del asunto. Abundando en la naturaleza personalísima de ciertos derechos fundamentales y la imposibilidad del ejercicio por representación en los mismos, la sentencia se pierde en disquisiciones sobre la capacidad de obrar del menor, una capacidad modulada por su concreta madurez a valorar en cada caso concreto. Parece, sin embargo, que razonar en ese sentido es, en cierto modo, razonar completamente despegado de la realidad. Difícilmente un ordenamiento que, como el nuestro, nunca reconoce a un menor de 16 años capacidad para disponer inter vivos de un inmueble por sí mismo, pues iuris et de iure presume su inmadurez, estará dispuesto a reconocer madurez suficiente a un menor de esa misma edad para resolver cuestiones que afecten a su propia vida. No lo hará porque la experiencia muestra que ese tipo de decisiones corresponden a otro estadio vital distinto de la minoría de edad. No es tanto una cuestión de capacidad de obrar como otras circunstancias lo que debió captar la atención del TC: agresividad del tratamiento sugerido; grado de contraste con sus creencias; posibilidades de supervivencia a medio y largo plazo; viabilidad fáctica de la imposición del tratamiento... Tanto se insiste en la firmeza de las convicciones del menor, libremente sostenidas como resultado de la educación recibida, que nadie se toma el tiempo necesario para preguntarse si el derecho de los padres a educar libremente a sus hijos en sus convicciones propias tiene 17
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también límites. Habría resultado interesante conocer la postura del TC sobre los límites in educando de la libertad religiosa de los padres en los casos en que una doctrina pueda tener difícil encaje constitucional (bajo ningún concepto se pretende sugerir que ese sea el caso) y las pautas guía para saber cuando una doctrina no encaja en el orden garantizado por la CE. Igualmente, la STC se esfuerza por concluir justificadamente cuando se pronuncia sobre la conducta exigible a los padres en calidad de garantes. Llega incluso a mencionar que la exigencia de una acción permisiva, primero, y suasoria, después, reposaba sobre una mera hipótesis acerca de las posibilidades de éxito de la misma, hipótesis remota dadas las circunstancias del caso. Aquí es, a nuestro entender, donde el argumento se detiene antes de tiempo. No subraya debidamente que la acción no es exigible por su dudosa eficacia dada la actitud (fáctica) de rechazo tajante del menor, se limita simplemente a concluir que esa actuación exigida por la jurisdicción ordinaria y cuya omisión condujo a la condena penal de los padres es en realidad una exigencia que afecta negativamente al propio núcleo o centro de sus convicciones religiosas y, por tanto, su omisión está amparada por el derecho fundamental a la libertad religiosa consagrada en el artículo 16 CE. El fallo anula las sentencias de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. ¿Y si no hubiese tiempo material para solicitar autorización judicial dada la urgencia de la intervención, como podría suceder en caso de accidente? ¿Y si el menor tuviese sólo cuatro años? ¿Y si un menor de edad rechaza la transfusión pero se manifiesta dispuesto a aceptar lo que sus padres propongan? ¿Una actitud igualmente omisiva estaría cubierta por la libertad religiosa? El TC no completa su argumento porque no se preocupa en ver qué hace realmente diferente a este caso por comparación con todos los otros casos del universo del discurso. La solución dada es, a nuestro entender, correcta, pero con lo que la sentencia dice en sus fundamentos no se puede tener la certeza de que otros casos no totalmente idénticos pudiesen ser resueltos de forma satisfactoria. La verdadera razón jurídica para resolver queda oscurecida entre consideraciones no del todo necesarias y relevantes. 2. Cambio de jurisprudencia: si la vida no prevalece en este caso, puede igualmente no prevalecer en otros en que colisione con la libertad ideológica o religiosa Ningún derecho fundamental es absoluto, pero fijar sus límites siempre es difícil. No existe una jerarquía previa e inamovible entre derechos fundamentales, habrá que ponderar y sacrificar según los supuestos, pero la vida ya había resultado primada en sacrificio de la libertad ideológica en los casos GRAPO. De hecho, la tradición jurídica, impregnada de moral cristiana, propugnaba la supremacía de la vida y su total indisponibilidad. La jurisprudencia del TC sobre la “indisponibilidad” de la vida había recibido no pocas críticas, desde las materiales en sentido estricto, que abogaban por la autodeterminación del sujeto, hasta las puramente técnicas, que siempre consideraron algo forzada la justificación de la intervención médica en contra de la voluntad de los presos apelando a la existencia de una relación de especial sujeción y a la finalidad ilícita por ellos perseguida. En realidad, exceso de justificación aparte, el TC se limitó en aquel momento a 18
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reproducir en sus sentencias lo que era un tópico respaldado por la tradición, un sector de la doctrina y preceptos del ordenamiento jurídico. Andando el tiempo, la postura tradicional resultaba simple e insatisfactoria. Es necesario, en primer lugar, para abordar el tema de la disponibilidad o indisponibilidad de la vida con objetividad, distinguir contextos (suicidio, eutanasia...) y tener en cuenta no sólo la situación fáctica (de sufrimiento extremo, por ejemplo) en que pueda encontrarse un ser humano, sino también la capacidad de obrar del mismo. Esta sentencia en absoluto entra en el tema directamente, pero al resolver el conflicto entre vida del menor y libertad religiosa de los padres a favor de la segunda, está reconociendo que en ciertos casos (éste es uno, pero puede haber otros) puede ser lícito comportarse conforme a las propias convicciones y permanecer inactivo ante la muerte. La sentencia está en la línea de la ley 41/2002, de 14 de noviembre, que consagra la autonomía del paciente como principio general del ordenamiento jurídico. Si la sentencia influyó en el contenido de la ley o si, por el contrario, resolvió en el sentido del texto que estaba siendo debatido en las Cortes, respaldando su articulado, es difícil de saber. Sabemos que existe consonancia entre ambas y que en la actualidad un sujeto capaz de obrar, en un digamos “contexto hospitalario”, puede decidir libremente sobre su vida y su integridad. Supone el final del paternalismo médico, porque la sociedad ha cambiado y pedía un cambio. La aceptación o rechazo de un tratamiento, al inicio o en cualquier momento de su administración, es ahora posible sobre la sola decisión del paciente. Es un primer paso, muy parcial, hacia la disponibilidad de la vida. Todavía no se puede disponer “activamente”, pero se puede permanecer inactivo y renunciar a intervenciones anteriormente aceptadas, aun cuando entrañen un desenlace mortal. En conexión con el voto particular de la STC 166/1996, cuya entonces minoritaria doctrina es hoy día articulado de una ley, podemos afirmar que es harto improbable que un juez conceda autorización judicial para intervenir a un paciente en contra de su voluntad, aunque siempre caben excepciones y “nuevos casos difíciles”. Sólo llama la atención que el TC se esfuerce tanto en recordar su jurisprudencia anterior en este peculiar caso, porque no parece que la misma se haya mantenido en sus estrictos términos.
PLANTEAMIENTO ALTERNATIVO ANTE EL TC: VULNERACIÓN DE LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA Partiendo de la distinta perspectiva sugerida en el apartado IV, que ponía el acento en una cuestión de hecho (inexistencia o insuficiencia de nexo causal) y no de Derecho, un planteamiento posible del caso ante el TC habría sido, precisamente, invocar una vulneración de la presunción de inocencia consagrada en el artículo 24 CE. No se quiere con ello significar que no existiera vulneración de la libertad religiosa: la había efectivamente, pero como efecto reflejo de la vulneración de la presunción de inocencia. Este enfoque alternativo hubiera dado al TC la posibilidad de pronunciarse sobre la extensión o no de esa garantía a los delitos de omisión impropia y, en su caso, de abundar en los criterios a seguir en los delitos de comisión por omisión para 19
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determinar la existencia de nexo causal o vínculo entre la omisión y el resultado producido que debía ser evitado. El TC se habría visto en la necesidad de realizar una extrapolación de su doctrina sobre la insuficiencia probatoria a los juicios hipotéticos de probabilidad que fundamentan el “nexo causal” en los delitos de esa naturaleza. La parte recurrente no optó por ese enfoque. De hecho, manifestó en su demanda de amparo - al sugerir el Pleno del TC, haciendo uso de las facultades concedidas por el artículo 84 LOTC, la toma en consideración de una posible vulneración del principio de legalidad consagrado en el artículo 25 CE – que el “motivo” que conducía a sus representados a solicitar el amparo era la vulneración de la libertad religiosa. La demanda tenía mucho de reivindicación. Ese planteamiento alternativo hubiese sido - tal vez, sólo tal vez - más sencillo desde un punto de vista técnico y valorativo, pero habría enfrentado al TC con una de las cuestiones que abiertamente han desembocado en la “Guerra de Cortes”: fijar las lindes entre la potestad jurisdiccional y las competencias del TC. Las extralimitaciones e intromisiones del TC en la potestad de tribunales y jueces ordinarios son motivo constante de fricción. Pronunciarse sobre los límites de la fijación de hechos probados podría haber propiciado una nueva ocasión para el desencuentro.
ALGUNAS CUESTIONES PENDIENTES EN TORNO A LA LIBERTAD RELIGIOSA (O IDEOLÓGICA), LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y LOS DEBERES JURÍDICOS La libertad religiosa, históricamente la primera libertad reivindicada en Occidente, dista de ser una cuestión pacífica o superada. Todavía hoy suscita enfrentamientos y dudas doctrinales. La Jurisprudencia, incluso en países de larga tradición jurídico-constitucional, no logra evitar las contradicciones internas, los cambios de criterio y la división de opiniones. No termina de recibir por parte de los autores y los poderes públicos un tratamiento en pie de igualdad frente a la libertad ideológica, pese a estar, en realidad, en relación genero-especie. La libertad religiosa sería una subespecie de la libertad ideológica cualificada por su objeto, las concepciones en torno a la idea de trascendencia, pero, en ocasiones, parece continuar arrastrando cierta posición privilegiada. También está por definir el lugar y el contenido que corresponde a la libertad religiosa en las sociedades laicas, especialmente ahora que se tornan multiculturales y las “minorías” religiosas ya no son anécdota. Inevitablemente vinculada a esta cuestión aparece otra igualmente espinosa: la objeción de conciencia. Cuando los deberes jurídicos ceden ante la libertad ideológica o religiosa, la seguridad jurídica puede resentirse. Para quienes rechazan un modelo topográfico concretado por el legislador y abogan por un sistema abierto de ponderación jurisprudencial, es necesario insistir en el establecimiento de un mínimo orden público inquebrantable. En absoluto rechazamos apriorísticamente un particularismo moderado, pero debemos subrayar la conveniencia de definir las líneas maestras que sustentarían la construcción. 20