El general Don José de San Martín

Necrología El general Don José de San Martín Publicada en el diario L’Impartial de Boulogne-sur-mer [Extractos] El sábado 17 de agosto de 1850, a l

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Necrología

El general Don José de San Martín Publicada en el diario L’Impartial de Boulogne-sur-mer

[Extractos]

El sábado 17 de agosto de 1850, a las 3 de la tarde, falleció en nuestra ciudad, Grande Rue, nº105, donde residía desde hace 16 meses, y a la edad de 72 años, 5 meses y 23 días, uno de los héroes de la independencia americana, el general Don José de San Martín. José de San Martín, cuyo nombre pertenece desde ahora a la historia, nació el 25 de febrero de 1778, en Yapeyú, pequeña ciudad asentada en la confluencia del río Ybicuy con el Uruguay, capital de la magnífica provincia de las Misiones, dependiente hoy de la Confederación Argentina, y que confina con el Paraguay. Su padre, el coronel Don Juan de San Martín, era gobernador de la provincia; su madre, Doña Francisca de Matorras, nacida en España, era sobrina del gobernador de Tucumán, Matorras, tan conocido por sus expediciones contra los indios. Hijo de un soldado, el joven José de San Martín fue naturalmente destinado a la carrera militar. En esta perspectiva, desde la edad de 8 años fue enviado por su familia al colegio de nobles de Madrid, donde hizo el curso completo de sus estudios, y se distinguió por su aptitud para las ciencias matemáticas. Salió de esta escuela como oficial y tomó inmediatamente sitio en las filas del ejército español. Su buena presencia, su perfecta distinción, sus conocimientos extendidos y su bravura a toda prueba, lo hicieron pronto destacarse ante sus jefes; y los principales generales que España poseía en los primeros años de ese siglo lo vincularon unos tras otros a su persona en calidad de ayudante de campo. Cuando estalló, en 1808, la guerra de independencia española, tan fatal a la Francia, él servía en ese puesto al desdichado Solano, marqués del Socorro, capitán general de Andalucía y comandante en jefe del ejército del sur de España. Conocemos (…) la historia del levantamiento de Cádiz, cuyo populacho, desde el mes de mayo de 1808, quería obligar al general Solano primero a pronunciarse contra Francia, luego a atacar en las propias aguas de Cádiz a la flota del almirante Rosily, que estaba allí anclada desde hacía tres años. Furiosa por las hesitaciones reflexivas de Solano, y excitada por las imprecaciones de un monje en quien el espíritu de patriotismo rayaba con la demencia, la multitud se dirigió primero al hotel del gobernador; no encontrándolo allí, lo persiguió hasta la casa de un irlandés amigo donde se había refugiado, se apoderó de él, lo arrastró mutilado y cubierto de heridas a lo largo de las defensas donde fue derribado de un golpe mortal. “Es así, dice Thiers, como el pueblo

español preparaba su resistencia a los franceses, degollando a sus mejores y más ilustres generales”. Testigo de este crimen, y luego de haber hecho vanos esfuerzos por salvar a su infortunado general, José de San Martín no escapó él mismo sino con gran dificultad al puño de los asesinos. El recuerdo de esta sangrienta jornada no se borró jamás de su memoria. Le inspiró ese horror profundo por todos los motines populares que, aliándose en él al culto ardiente de la libertad, devino en el fondo de su carácter político, le dictó todas sus palabras y determinó todas sus acciones. Si en el curso de su larga e ilustre carrera, no hizo nunca la menor concesión de principios; si sabía y decía con más firmeza que nadie que el gobierno de este mundo pertenece a la inteligencia; si, según él, la libertad política no era posible, y la dignidad humana no podía ser salvaguardada sino a condición del mantenimiento inflexible del orden, es a las vivas impresiones hechas a su alma joven aún por este levantamiento de Cádiz y por los crímenes atroces que lo mancillaron, que hay que atribuirlas sobre todo. (…) Estos crímenes no pudieron sin embargo hacerle olvidar lo que debía a la causa de su país; no dejó por lo tanto el servicio; y lo vemos, por el contario, bajo los generales de la Romana, de Castaños, y bajo el general emigrado de Coupigny, tomar, de 1808 a 1811, una parte de lo más activa en la guerra contra los franceses, y distinguirse en numerosas acciones de brillo. En julio de 1808, en la jornada de Bailén, seguida de una capitulación tan funesta para nuestro ejército, y conquistó el grado de teniente coronel; en la batalla de Albufera, el 15 de mayo de 1811, es nombrado coronel en el campo de batalla. (…) San Martín aportaba a la Confederación Argentina un socorro inesperado y bien útil. Llegaba con la doble ciencia de la guerra de partisanos que había visto hacer de manera tan terrible en España, y de la organización de cuerpos regulares que había sorprendido en sus luchas con las tropas francesas, las más bravas y mejor disciplinadas de su tiempo. Entendió que el triunfo de su patria era al precio del uso persistente e inteligente de esos dos medios: el de los cuerpos regulares y el de las guerrillas. Sin uno no se podía vencer, sin el otro no se podía conservar los frutos de la victoria (…). En vez de lanzarse desde su llegada a las aventuras brillantes y caballerescas de la guerra de partisanos, en la cual no habría encontrado más que un fútil renombre para sí mismo sin deberle la salvación de su país, San Martín dedicó sus primeros años a la organización de las tropas argentinas. Pero, ¿cómo con gauchos, es decir con esas especies de centauros semisalvajes, habituados a la vida errante de las pampas americanas, indisciplinados, belicosos, en quienes la pasión, el interés, la venganza encienden ardores feroces, crear regimientos fieles a sus banderas y obedientes a la voz de sus jefes? ¡Pocos hombres eran capaces de semejante tarea! Hacía falta a la vez la bondad del corazón que toca y suaviza las más rudas naturalezas, la energía que doma todas las resistencias, el coraje personal, temerario, fascinante, que permite exigir de los demás lo imposible, porque éstos saben que quien se los pide está listo para ejecutarlo él mismo.

Fue gracias a estas cualidades, que poseía en grado eminente, que San Martín logró cumplir con la difícil tarea que se había impuesto. (…) La América del Sud no podía ser libre mientras una sola de sus provincias estuviese dominada por España; ya que bastaba que ésta poseyese allí un establecimiento y pudiese convertirlo en punto de apoyo, para que le viniese la idea de reconquistar las provincias perdidas. Ahora bien, la América quería pertenecerse a sí misma, y para ello expulsar de su territorio hasta el último soldado español. Este gran pensamiento se apoderó al mismo instante de dos hombres igualmente capaces de ejecutarlo: San Martín, libertador de las provincias argentinas, al sur de la América Meridional; Bolívar, cuyas armas felices acababan en la misma época de liberar, en parte, la Colombia, al norte del mismo continente. Hacía falta, para que la América fuese libre, que estos dos hombres, partiendo al mismo tiempo de los dos extremos opuestos de este vasto territorio, conquistasen unas tras otras todas las provincias intermedias en las cuales España resistía aún; Chile, el Alto Perú, el Perú inferior y sus dependencias. Es lo que cumplimentaron con fortuna diversa, y con pensamientos secretos bien diferentes; pero ambos con una igual resolución, una persistencia poco común, una suerte verdaderamente inédita. (…) Sin dejarse amedrentar por esos obstáculos invencibles (los Andes), San Martín reunió al pie de los Andes el ejército que había creado en el Plata, y renovando entonces los milagros de audacia que ilustraron a Aníbal franqueando los Alpes para atacar a los romanos, y a Bonaparte penetrando en Italia por el San Bernardo, lanzó sus tropas fieles y aguerridas a través de ese dédalo de montañas graníticas, de glaciares deslumbrantes y de torrentes impetuosos; haciéndoles arrastrar un material considerable: y tras 25 días de esta marcha de gigante, desembocó de golpe, para gran sorpresa de los españoles que se creían seguros detrás de esas inexpugnables defensas, en los valles de Chile donde los desafió el 12 de febrero de 1817 en la batalla de Chacabuco, y el 5 de abril de 1818 en la de Maipú. (…) Entrado en Lima el 9 de julio de 1821, San Martín proclamó allí el 28 la independencia, recibió el título de Protector de la nueva república, y durante un año se entregó por entero a los cuidados de su gobierno. Las medidas que tomó están todas imbuidas de un gran carácter de liberalismo. Así, el 12 de agosto de 1821, decretó la libertad de los hijos de esclavos nacidos después de la declaración de independencia y en adelante. El 27 abolió la mita, servicio personal al cual los españoles habían sometido a los desdichados peruanos tras la conquista de su país, y del que ni tres siglos de posesión, ni los progresos de la civilización habían podido suavizar la dureza. (…) Pero proclamada la República, ocupada la capital, los dos Perú no eran sin embargo libres. Los españoles que, sorprendidos primero, habían abandonado Lima,

habían regresado del sur con fuerzas considerables en mucho superiores a las de San Martín. (…) En tanto los españoles fuesen dueños de algunas provincias, San Martín tenía todo para temer. ¿Cómo echarlos con fuerzas insuficientes? ¿Cómo sobre todo, salir de la capital dejando en ella una inmensa población esclava o pobre a la que las ideas nuevas habían vuelto muy difícil de gobernar y que, de un momento al otro, podía lanzarse a la revuelta y el desorden? ¡Era hacerle correr demasiados riesgos a la causa de la libertad! El país, por otra parte, no ofrecía recurso militar alguno; Chile había entregado todos los suyos; Buenos Aires había hecho otro tanto, y nueve años de guerra sin tregua habían reducido en mucho sus fuerzas. En esa circunstancia extrema, San Martín volvió la mirada hacia Bolívar que llegaba, por su parte, del Norte, con un ejército victorioso, y que ya dueño de Guayaquil, parte del antiguo virreinato del Perú, lo había anexado temerariamente a sus conquistas. ¿Qué quería este hombre? ¿Cuáles serán sus designios secretos? ¿Qué fin entrevisto y ardientemente perseguido le inspiraba esta audacia de tratar como conquistador a una provincia americana, sin respeto por las tradiciones históricas? ¿Era codicia personal, o se detendría? ¿Apuntaba al imperio? ¿Quería hacer de la América del Sud un vasto reino y atribuirse la corona? Nadie lo sabía; nadie lo sabe auténticamente aún; ya que la tumba se cerró antes de hora sobre los designios de Bolívar, y guarda los secretos de esta alma ambiciosa. San Martín, inquieto por sus perspectivas, se decidió a estudiar por sí mismo a este hombre célebre al que nunca había visto. Dejó por lo tanto Lima tras haber entregado el poder a un presidente interino y se dirigió personalmente a Guayaquil donde se encontraba Bolívar. La entrevista de estos dos hombres tuvo lugar el 22 de julio de 1822: fue solemne. Por parte de San Martín el lenguaje estuvo impregnado de mucho patriotismo y abnegación. Aunque cinco años mayor que su rival de gloria, le ofreció su ejército, le prometió combatir bajo sus órdenes, lo conjuró a ir juntos al Perú, y a terminar allí la guerra con brillo, para asegurar a las desdichadas poblaciones de esas regiones el descanso que tanto necesitaban. Con vanos pretextos, Bolívar se negó. Su pensamiento no es, parece, difícil de penetrar: quería anexar el Perú a Colombia, como había anexado el territorio de Guayaquil. Para eso, debía concluir solo la conquista. Aceptar la ayuda de San Martín, era fortalecer a un adversario de sus ambiciones. Bolívar sacrificó por lo tanto sin hesitar su deber a sus intereses. San Martín, desesperado por no haber podido llevar a este hombre, destacado en tantos títulos por otra parte, a sentimientos más elevados, regresó a Lima el 22 de agosto, y calmó una revuelta desatada por algunas medidas impopulares del ministro (Bernardo de) Monteagudo, convocó al congreso, y tras haber hecho elegir un presidente, dimitió del poder el 22 de septiembre para volver a la vida privada, que no debía abandonar más; confiando al general Arenales el comando de las fuerzas argentinas.

De Lima misma, y con fecha del 29 de agosto, había anunciado a Bolívar sus designios en una carta mantenida secreta hasta estos últimos años, y que es como un testamento político (…): “He convocado, le decía, para el 20 de septiembre, el primer congreso del Perú; al día siguiente de su instalación, me embarcaré para Chile, con la certeza de que mi presencia es el único obstáculo que le impide venir al Perú con el ejército que usted comanda… No dudo de que después de mi partida el gobierno que se establecerá reclamará vuestra activa cooperación, y pienso que usted no se negará a una tan justa demanda”. (…) Convencido de que su presencia en América no podía más que aumentar los elementos de discordia interior que veía fermentar a su alrededor, y no queriendo ponerse al servicio de ningún partido, tuvo el coraje de condenarse a un ostracismo eterno, y dejó para siempre la América a fines de 1823. Se dirigió primero a Inglaterra donde vivió cierto tiempo en la sociedad del conde de Fife su amigo, con el cual recorrió toda Escocia; luego visitó Italia y varias otras regiones de Europa, y se retiró finalmente a Bruselas donde se ocupó exclusivamente de la educación de su hija única. Un instante, sin embargo, quiso renunciar a este exilio voluntario que, por un sentimiento exaltado de patriotismo, se había impuesto. En 1828, las provincias unidas del Plata, tranquilas desde hacía algunos años, parecían definitivamente constituidas. El amor por el país natal lo volvió a embargar con vivacidad, y se embarcó en Falmouth el 21 de noviembre para volver a su patria. ¡Pero las corrientes de los ríos no son más cambiantes que lo que lo eran los destinos de esas repúblicas de gobiernos efímeros! Cuando llegó a aguas de Buenos Aires, encontró la guerra civil reencendida y más ardiente que nunca. No queriendo participar en ella, no pudiendo dominarla, no teniendo el triste coraje de ser su espectador, resistió las solicitudes de sus amigos y de sus partidarios, se negó a desembarcar, y, retomando al instante el camino de Europa, volvió a su modesta residencia de Bruselas. Cuando la revolución de julio hubo sustituido el gobierno de los Borbones de la rama adulta que él no amaba por una monarquía más simpática a las libertades de los pueblos, se decidió a volver a vivir a París donde lo llamaba en vano desde hacía tiempo su amigo íntimo y antiguo compañero de armas, el célebre banquero Aguado, marqués de Las Marismas, de quien fue más tarde albacea testamentario y que le confió la tutela de sus hijos. Para acercarse aún más a él, compró en Evry-sur-Seine una casa de campo, llamada el Grand-Bourg, cercana al Petit-Bourg que el señor Aguado había vuelto tan magnífico y pasó en ese retiro todo ese período de prosperidad y calma que nuestra Francia atravesó de 1830 a 1848. Pero entonces la revolución de febrero, las escenas deplorables que la acompañaron, el saqueo de las Tullerías, del Palais Royal y de Neuilly, el incendio del castillo del señor de Rotschild, los ataques contra los ferrocarriles, todas esas tristes

explosiones de pasiones odiosas, (…) todo ese espectáculo afligió de nuevo su alma. Hizo revivir en él los amargos recuerdos de escenas de desorden a las cuales tantas veces había expuesto su vida aventurera, y dejó para no volver más una residencia que había embellecido y en la cual había recibido los homenajes solícitos de todos los americanos distinguidos que habían visitado Europa. Soñando con retirarse a Inglaterra, vino a Boulogne: nuestra ciudad le gustó, se instaló en ella; pero vivió allí en un retiro absoluto, en el seno de una familia orgullosa de él y por la cual era adorado. [Allí murió], a consecuencia de largos sufrimientos ocasionados por una hipertrofia del corazón, sin que la firmeza de su carácter y la altura de su razón hayan flaqueado un solo instante. El señor de San Martín era un bello anciano, de una alta estatura que ni la edad, ni las fatigas, ni los dolores físicos habían podido curvar. Sus rasgos eran expresivos y simpáticos; su mirada penetrante y viva; sus modales llenos de afabilidad; su instrucción, una de las más extendidas; sabía y hablaba con igual facilidad el francés, el inglés y el italiano, y había leído todo lo que se puede leer. Su conversación fácilmente jovial era una de las más atractivas que se podía escuchar. Su benevolencia no tenía límites. Tenía por el obrero una verdadera simpatía; pero lo quería laborioso y sobrio; y jamás hombre alguno hizo menos concesiones que él a esa popularidad despreciable que se vuelve aduladora de los vicios de los pueblos. ¡A todos decía la verdad! Su experiencia de las cosas y de los hombres daba a sus juicios una gran autoridad. Le había enseñado la tolerancia. Partidario exaltado de la independencia de las naciones, sobre las formas propiamente dichas de gobierno no tenía ninguna idea sistemática. Recomendaba sin cesar, al contrario, el respeto de las tradiciones y de las costumbres, y no concebía nada menos culpable que esas impaciencias de reformadores que, so pretexto de corregir los abusos, trastornan en un día el Estado político y religioso de su país: “Todo progreso, decía, es hijo del tiempo”. Respecto a la Francia, a la que amaba mucho, no dudaba. La monarquía representativa delegada por la nación era a sus ojos el único gobierno que le convenía. No la quería derivada del derecho divino, porque así entendida conduce lógicamente al absolutismo. No se consoló jamás de la caída de la de julio. En sus últimos tiempos, en ocasión de los asuntos del Plata [se refiere el bloqueo anglo-francés del Río de la Plata en tiempos de Rosas], nuestro Gobierno se apoyó en su opinión para aconsejar la prudencia y la moderación en nuestras relaciones con Buenos Aires; y una carta suya, leída en la tribuna por nuestro Ministro de Asuntos Extranjeros, contribuyó mucho a calmar en la Asamblea nacional los ardores bélicos que el éxito no habría coronado sino al precio de sacrificios que no debemos hacer por una causa tan débil como la que se debatía en las aguas del Plata. (…)

Menos conocido en Europa que Bolívar, porque buscó menos que él los elogios de sus contemporáneos, San Martín es a los ojos de los americanos su igual como hombre de guerra, su superior como genio político, y sobre todo como ciudadano. En la historia de la Independencia Americana, que no está escrita aún, al menos para Francia, él representa el talento organizativo, la rectitud de miras, el desinterés, la inteligencia completa de las condiciones bajo las cuales las nuevas repúblicas podían y debían vivir. Con cada año que pasa, con cada perturbación que padece, la América se acerca más aún a esas ideas que eran el fondo de su política: La libertad es el más preciado de los bienes, pero no hay que prodigarla a los pueblos nuevos. La libertad debe estar en relación con la civilización. ¿No la iguala? Es la esclavitud. ¿La supera? Es la anarquía. Máximas fecundas que nuestra pobre Francia debe hoy seriamente meditar; ya que es porque las ha desconocido que la era de sus revoluciones sigue siempre abierta.

Adolph Gérard

Boulogne-sur-mer, el 21 de agosto de 1850

(Traducción de Claudia Peiró para Infobae)

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