El honor no es más que la buena opinión: aproximación al honor a partir de la categoría de lo público en el Chile de 1792 a 1822

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El honor no es más que la buena opinión: aproximación al honor a partir de la categoría de lo público en el Chile de 1792 a 1822 Verónica Undurraga Schüler∗ Pontificia Universidad Católica de Chile

Resumen. En el ocaso de la Colonia y el comienzo del período de la Independencia en Chile, el honor era un modelo cultural invocado por diversos actores pertenecientes a los círculos de las elites y de la plebe. Estos últimos adoptaron y reelaboraron dicho concepto a través de nociones como la reputación y la fama pública, configuradas a partir de la opinión de la comunidad. Tales ideas remitían al ámbito de lo público, concebido en ese contexto como el del vínculo con el otro. De esta forma, el estudio del honor vivido y sufrido por individuos de los grupos medios y populares, nos permite acercarnos a la concepción de lo público dentro de la sociedad tradicional chilena. Palabras claves: honor-injuria-reputación-opinión-publicidad Abstract. At the end of the Colonial period and the beginning of the Independence period of Chile, honor was the cultural model invoked by the different actors that belonged both to the social elite and to common people. This last group adopted and re-elaborated said concept through different notions such as the reputation and public name, taking the form of the opinion of the community. Said notions related to the public scope, conceived as the relationship with the other members of the community. This way, the study of honor experienced and suffered by individuals that belonged to the middle and low social groups, allows us to approach the concept of "public matters" within the traditional Chilean society. Key words: Honor-injury-reputation-opinion-publicity. Licenciada en Historia por la Universidad Católica de Chile. Este estudio se inserta dentro de la tesis desarrollada actualmente en el Programa de Doctorado de la Pontificia Universidad Católica de Chile y fue realizado en el marco del seminario dirigido por Sol Serrano. Agradecemos los oportunos consejos del profesor Sergio Villalobos R. La frase mencionada en el título se encuentra en Real Audiencia, vol. 704, pieza 7, 1822. Email: [email protected]

I.

Introducción La sociedad chilena forjada en la Conquista hizo suyos muchos de los ideales

venidos de España. El honor, en cuanto modelo cultural vinculado en un primer momento al valor guerrero, fue uno de ellos1. Pero ¿qué ocurrió cuando al momento heroico de la lucha con los indígenas le sucedió la tarea de la consolidación del dominio español sobre las tierras conquistadas, cuando la vida económica, social y política debió intentar seguir su curso pese al ambiente hostil al sur del Bío-bío? Es más, ¿qué sucedió cuando nuevos grupos sociales pasaron a conformar la sociedad colonial, trayendo nuevos valores e identidades? El presente trabajo se inserta en el ocaso de la Colonia y el comienzo del período de la Independencia. Intenta pesquisar qué ha quedado de aquel honor venido a América entre los bártulos de los primeros conquistadores. Con este objetivo se han analizado cuatro casos por injurias presentados al tribunal de la Real Audiencia entre 1792 y 1822. Se trata de querellas interpuestas por individuos que han sufrido el escarnio en virtud de las ofensas que han recibido. Tales víctimas de la vergüenza, pese a no pertenecer a los círculos de las elites, se sentían igualmente sujetos de honor. Sólo quienes tienen honor, pueden abogar por él cuando ha sido violentado, y en el período que nos ocupa, dicha noción podía ser invocada por un indio miserable o una viuda empobrecida2. El honor no era ya atributo exclusivo de nobles o hidalgos, sino que también era vivido por individuos de los grupos medios y populares de la sociedad. Algunos de ellos ponían en riesgo sus precarios recursos económicos, involucrándose en largos procesos judiciales que los dejaban al borde de la

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Julio Retamal Ávila, “El concepto de honor en Chile colonial”, Estudios Coloniales, N° 2, Santiago, 2002, pp. 41-56. 2 El indio Nicolás Millaloan, quien se querella por injurias contra don Juan Bautista de Ortúzar, diputado de la doctrina de Peumo, es calificarlo de miserable por su representante ante la justicia, el coadjutor de los naturales. Los indígenas americanos eran asimilados a los miserables y rústicos de Castilla, lo que implicaba que eran incapaces relativos, en virtud de lo cual necesitaban autorización para actuar en la vida del Derecho. Real Audiencia, vol. 828, pieza 1, años 1792-1795. Antonio Dougnac, Manual de historia del Derecho Indiano, México, UNAM, 1994, p. 315. En otro de los casos estudiados, ante la precaria situación económica del individuo afrentado, el Protector de pobres debe asumir su representación ante la justicia. Se trata de la viuda Catalina Ruiz de Gamboa en su querella contra don Pedro José Ponce. Real Audiencia, vol. 605, pieza 1, 1808-1810. Sobre las distintas facetas del honor en los grupos medios y populares de Hispanoamérica véase Lyman L. Johnson y Sonya Lipsett-Rivera, The faces of honor in Colonial Latin America. Sex, shame and violence, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1998.

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miseria, con tal de recuperar su bien más preciado, a saber, su reputación3. Esta realidad pone ante nuestros ojos la ambigüedad del concepto de honor, en tanto cualidad derivada de la excelencia o del nacimiento. En el momento histórico al que estamos haciendo referencia, la injuria era un delito configurado fundamentalmente por el Código de las Siete Partidas. Dividida en injuria verbal, real y literal o escrita, se entiende por ella defhonra que es fecha, o dicha a otro a tuerto, o a defpreciamiento del…4. La gravedad de la injuria estaba determinada por diversos factores como la naturaleza del hecho, el lugar en que se hizo la afrenta, la trascendencia de la imputación injuriosa, así como en razón de la dignidad, carácter o calidad del injuriado. Las penas por la comisión de este delito variaban de acuerdo a las categorías enunciadas, pero generalmente eran pecuniarias pudiendo llegar al arresto en ciertos casos. Las causas de injurias presentadas ante la Real Audiencia, pese al carácter excepcional que ellas entrañaban al expresar sólo parte de las relaciones sociales dentro de una comunidad, manifiestan las convicciones, prejuicios y aprehensiones de aquellos que nos precedieron. “Considerados en su conjunto, los insultos “pespuntean” sutilmente la imagen de todos aquellos valores que más apreciamos y más destacamos en el mundo que nos rodea. En ellos van nuestros juicios y nuestros prejuicios”5. En todas las interacciones humanas existen actos definidos como agravio, ultraje u ofensa, que desencadenan respuestas drásticas y a veces hasta mortales. “La ofensa suele 3

El indio Nicolás Millaloan se vio obligado a mendigar por las calles de Santiago, cuando debió presentarse ante el tribunal de la Real Audiencia con el fin de llevar adelante el proceso por injurias. Por su parte, José María Luco, quien también había interpuesto una demanda por injurias ante la Real Audiencia, señala que está arruinado por los constantes viajes que ha debido realizar durante año y medio a la ciudad de Santiago para prestar declaraciones ante dicho tribunal. Real Audiencia, vol. 586, pieza 1, 1810-1820. 4 Ley 1ª, tít. 9°, Part. 7ª, en Las Siete Partidas , glosadas por el Licenciado Gregorio López (1555), Madrid, 1974. A partir de la Edad Media, donde se fragua y desarrolla el estricto sentido del delito de injuria, pueden distinguirse diversas fases históricas de éste según prevalezcan en él la injuria fáctica (física) o la verbal. El hecho que en las sociedades más remotas, como la España del siglo VI, se imponga la configuración de la injuria como lesión, se explica porque el hombre de aquel tiempo “constituía en su esfera social y jurídica un máximo de exterioridad corporal y un mínimo de interioridad síquica”. Rafael Serra, Honor, honra e injuria en el Derecho medieval español, Murcia, 1969, pp. 23-27. Por nuestra parte, apreciamos que los casos analizados en el presente trabajo logran configurar la injuria sólo como insulto, sin embargo, ésta muchas veces va acompañada de agresiones físicas ultrajantes. Véase también Felipe Meneses, El delito de injuria en las Siete Partidas: su configuración y trascendencia, memoria inédita, Facultad de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2000. Para un análisis sobre los casos de injuria como formas de expresión de los sentimientos véase Teresa Pereira, “Amor e ira. La expresión de los sentimientos en Chile: 1700-1890”, en Lo público y lo privado en la historia americana, Fundación Mario Góngora, Santiago, 2000, pp. 155-173.

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conllevar un desafío, y quien no reacciona queda doblemente lesionado en su honor y en su credibilidad social: se demostraría su cobardía al no aceptar el reto”6. Sin embargo, los casos aquí estudiados se mueven dentro de un universo en que las respuestas a las injurias se encaminan en gran parte a través de cauces institucionales. Esto puede explicarse en virtud de la posición social de las partes implicadas en los casos estudiados, puesto que las reacciones violentas ante estos hechos se daban por lo general entre iguales. En el caso de recibir una afrenta por parte de un superior en la jerarquía social, a los pobres sólo les restaba apelar a la justicia para componer el honor dañado7. Para abordar las querellas por injurias hemos intentado aplicar la categoría de lo público, guardando las reservas necesarias para analizar eventos y procesos que aún se inscriben dentro de una mentalidad tradicional. Tal como en su oportunidad lo hizo F.-X. Guerra, debemos considerar la polisemia e historicidad del término público8. Ello debe llevarnos a plantear la viabilidad de la adscripción de voces de reciente aparición a realidades anteriores a ellos. Por ello, como punto de partida para la conceptualización de este trabajo, debemos tener presente la heterogeneidad entre la esfera pública moderna y la del Antiguo Régimen9. Al tratarse de nociones que por primera vez fueron concebidas para ámbitos históricos y geográficos diferentes, como lo hizo J. Habermas para la Francia del siglo XVIII, debemos hacer uso de ellas con las debidas precauciones. Para lograr tales objetivos tomaremos como punto de referencia una de las nociones de lo público que presenta Ph. Ariès. Se trata de un enfoque de carácter más sociológico que político, que intenta dar cuenta “del paso de una sociabilidad anónima, en la que se confunden la noción de lo público y la de privado, a una sociabilidad fragmentada en la que aparecen sectores bien diferenciados: un residuo de sociabilidad anónima, un sector profesional y un sector, también privado, reducido a la vida doméstica”10.

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Juan de Dios Luque, Antonio Pamies y Francisco José Manjón, El arte del insulto. Estudio lexicográfico , Barcelona, Península, 1997, p. 13. 6 Ibid., p. 15. 7 Lyman L. Johnson y Sonya Lipsett-Rivera, The faces of honor, pp. 11 y 12. 8 François-Xavier Guerra, y Annick Lempérière et al., Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX, México, F.C.E., 1998, pp. 7 y 8. 9 François-Xavier Guerra, “Aportaciones, ambigüedades y problemas de un nuevo objeto histórico”, en Lo público y lo privado en la historia americana, p. 18. 10 La otra perspectiva de análisis es la que tiene en cuenta la contraposición y las relaciones entre la esfera del Estado y el ámbito doméstico. Philippe Ariès, Para una historia de la vida privada, en Philippe Ariès, y Georges Duby, Historia de la vida privada, t. 5., Buenos Aires, Taurus, 1990, p. 19.

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El elemento que caracteriza más al primer tipo de sociabilidad es su conformación por grupos en los que las personas podían reconocerse. Es dentro de este ámbito en el que nos moveremos: en un mundo de comunidades pequeñas en el que todos tenían una connotación, una reputación determinada. La cultura del honor, íntimamente relacionada con los conceptos de jerarquía y de status, se articulaba a partir de la opinión de la comunidad. Cada uno se insertaba en un status determinado en base a la opinión pública de la comunidad: el individuo “no era lo que era, sino lo que aparentaba, o más bien lo que conseguía aparentar”11. De este modo, el honor daba posición social y proporcionaba “un nexo entre los ideales de una sociedad y su reproducción en el individuo mediante su aspiración a personificarlos”12. Es la opinión pública, entendida aquí como la manifestación del juicio de la comunidad, la que encasillaba a sus integrantes dentro de una compleja jerarquía intersocial del honor. Los lazos entre las personas se fortalecían o se quebraban en virtud de la conducta que cada uno mostraba en público. Así, el deshonor no sólo implicaba la mácula del desprestigio sino que también el aislamiento. En consecuencia, dicha red no se presentaba como una estructura inmóvil, sino más bien como un débil equilibrio, pues sólo bastaba que se levantara la más leve duda contra la honorabilidad de una persona, para que su situación social e incluso económica se viese afectada. El poder de la palabra, del rumor, era inmenso. Estamos, sin duda, ante una cuestión sujeta al debate historiográfico. Si, por lo general, la mayoría de los investigadores consideran que la división público/privado es moderna, algunos estudios la adscriben al mundo colonial americano. Ann Twinam, por ejemplo, concibe la dicotomía público-privado como “un elemento integral de la mentalidad colonial”13. Se trata de una escisión realizada fundamentalmente desde el punto de vista sociológico: “las élites coloniales dividían sus mundos públicos y privados según 11

Ibid., p. 9. Julian Pitt-Rivers, Antropología del honor o política de los sexos. Ensayos de antropología mediterránea , trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Crítica, 1979, p. 18. 13 Ann Twinam, en su trabajo sobre la ilegitimidad en América colonial, comparte este planteamiento con otros investigadores de la realidad colonial americana, como Richard Cicerchia y María Emma Mannarelli. Ann Twinam, Public lives, private secrets. Gender, honor, sexuality in colonial America, Stanford, Stanford University Press, 1999, p. 27; Richard Cicerchia, “Vida familiar y prácticas conyugales, clases populares en una ciudad colonial. Buenos Aires: 1800-1810”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, tercera serie, 2, 1990, pp. 91-109; María Emma Mannarelli, Pecados públicos: la ilegitimidad en Lima, siglo XVII, Flora Tristán, Lima, 1994. 12

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grados de intimidad personal”14. Dentro de este universo, el honor se insertaría dentro del ámbito público, en el que la persona ya no encontraría la protección y la confianza que la familia, la parentela y las amistades le brindaban en el dominio privado. A lo largo de la presente investigación procuraremos acercarnos a estos cuestionamientos a través de dos caminos. El primero indagará en la gravedad del delito de injuria según el grado de publicidad que éste haya tenido, en tanto que el segundo centrará su atención en la configuración del concepto de honor como fama pública.

II.

El lugar y el momento: medida de la injuria El ámbito en que el honor se transaba era el de la comunidad. Como espacio

caracterizado por la fuerza de los vínculos entre sus miembros, la comunidad era escenario propicio para la intervención de los vecinos en aspectos de la vida cotidiana de las familias15. El cumplimiento del código del honor era relevante para todos, en la medida que éste prescribía las conductas adecuadas para la armonía y control social. Como lugar de sociabilidad en que el rumor corría de boca en boca, en estos reductos comunitarios por lo general pequeños, cada individuo era enjuiciado, pero también se transformaba en juez de los demás16. Sus actitudes estaban constantemente sometidas al escrutinio público, al mismo tiempo que su palabra tenía injerencia en la determinación de la reputación de sus vecinos. De esta forma, las injurias se producían generalmente entre personas del mismo vecindario que estaban unidas por algún tipo de vínculo. Las ofensas eran el segundo acto de un drama no resuelto entre las partes. No estamos en presencia, por lo tanto, del enfrentamiento entre dos individuos como categorías abstractas, sino que de dos miembros de una comunidad en la que cada uno cargaba el peso de una reputación forjada por años de vida en común. Es más, cada una de las partes no representaba sólo su propia imagen

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Ann Twinam, Public lives, p. 28. René Salinas Meza, “Población, habitación e intimidad en el Chile tradicional”, en Rafael Sagredo y Cristián Gazmuri (dir.), Historia de la vida privada en Chile. Tomo 1: El Chile tradicional: De la Conquista a 1840, Santiago, Taurus, 2005, p. 34. 16 Sobre el papel del rumor en la sociabilidad aldeana chilena del siglo XVIII, véase René Salinas Meza, “Fama pública, rumor y sociabilidad”, en Lo público y lo privado en la historia americana, pp. 133-154. 15

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pública, sino que también la de sus familiares más cercanos, de su ascendencia y descendencia17. En este contexto, en el que cada miembro de la comunidad luchaba diariamente para mantener su reputación en alto, las injurias cobraban mayor gravedad dependiendo del lugar y del momento en que fueran inferidas. Las constantes reiteraciones del carácter público del lugar en que fueron sometidos al escarnio, en los testimonios de los ofendidos, nos hablan de ello. Especialmente gravitante era el que los dicterios hayan sido proferidos ante testigos. Estos últimos se transformaban en potenciales generadores del rumor que después ensombrecería, seguramente, la reputación del agraviado. Las injurias inferidas a José María Luco eran sumamente graves desde el momento en que se habían realizado en plena calle, un día sábado en la mañana, en la ciudad de Los Andes. El testimonio de su mujer, pese a ser bastante incompleto al no dar a conocer todos los episodios del incidente, se detiene especialmente en el carácter público de las ofensas. Junto con enfatizar que ellas ocurrieron en la calle pública, señala que sucedieron en aquella publicidad (porque fue en una esquina de la plaza).18 Con ello, destaca la materialidad del concepto publicidad, asociándolo a un lugar físico. Allí Luco fue llamado pícaro, que tenía la connotación de quien trepa fácilmente con malicia. También fue golpeado, apresado y conducido al cuartel de policía a través de una turba de chusma. En vista de tales incidentes José María Luco, vecino de la villa de Los Andes, presenta una querella por injurias contra Pedro Fermín Torres. En su declaración, Luco relata los pormenores de una conversación jocosa e informal acerca de la carrera militar sostenida con don Ramón Cerda, comandante del Cuerpo de Infantería de aquella localidad. Estando dentro de la tienda de don José Santos García era fácil que todos los allí presentes escucharan las palabras de Luco relativas a su supuesta deserción del cuerpo de infantería N° 12 y su posterior incorporación al regimiento de caballería N° 6. Entre ellos se 17

La importancia de los vínculos personales dentro de la familia, parentela y amistades, en la sociedad de colonial chilena, ha sido un elemento destacado por nuestras propias fuentes. Veremos cómo las diversas partes involucradas en los juicios se vinculan a la fama pública que tenían sus hermanos o esposos. Se trata de los casos del indio Nicolás Millaloan, de María del Tránsito Rodríguez y de Catalina Ruiz de Gamboa, que analizaremos a continuación. Real Audiencia, vol. 828, pieza 1, años 1792-1795; Real Audiencia, vol. 704, pieza 7, 1822; Real Audiencia, vol. 605, pieza 1, 1808-1810. 18 Real Audiencia, vol. 586, pieza 1, 1810-1820. Está claro que el concepto publicidad aquí utilizado difiere de aquel configurado por Habermas. Éste concibe la publicidad burguesa como “la esfera en que las personas privadas se reúnen en calidad de público”. Por el contrario, en los casos aquí reseñados no podemos hablar ni

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encontraba el comandante Pedro Fermín Torres, jefe del antiguo batallón de Luco, quien indignado por las declaraciones de este último y sosteniendo que aún seguía incorporado a su cuerpo militar, lo insultó, golpeó y mandó arrestar. Al resistirse al arresto, Luco indica que sin más escucharme [Torres] acometió a bofetadas conmigo en la calle pública, y a la vista de porción de concurrentes que presenciaron este hecho, y al mismo tiempo dio voces a los oficiales Dn. Juan Oliva, y Dn. Lucas Honorato, ordenándoles por estas palabras: agarren a este hombre; ejecutándolo así; y sin desasirme otro comandante de un brazo de donde me tenía agarrado me tira a la fuerza diciendo, Picarones están hechos a irse donde les da la gana; y repitiendo desde allí voces a la guardia para que viniesen cuatro hombres y un cabo, armados, a los cuales me entregó bajo la orden de que me pusiesen en el Cuerpo de Guardia: a lo cual díjele a la fuerza lo haría V. pero lo hace con Luco, que sabe defenderse, con lo que impetuosamente volvió a acometer conmigo, y hubiera ciertamente proseguido hasta lograr su intento, si el Sr. Sargento Mayor Dn. Vicente Marcoleta, no se pone de por medio. Pero no cesó por último de repetir por sobre los soldados “es un pícaro”. Vemos que las injurias fueron inferidas en tres lugares: en la tienda, en la calle y en la plaza. Todos ellos podrían ser catalogados como públicos, dentro del contexto del presente trabajo, puesto que allí se encontraban reunidas varias personas que pudieron presenciar los insultos y ser testigos de la ofensa del injuriado. Sin embargo, los testimonios destacan la publicidad de las ofensas realizadas en la plaza y en la calle. ¿Nos encontraremos ante una graduación de ámbitos en base a su mayor o menor publicidad? Al mismo tiempo, José María Luco no sólo había sufrido el escarnio público de las ofensas realizadas por el comandante Torres, sino que también el desprestigio por su incapacidad de representar a su mujer ante la justicia. Ante su arbitrario encarcelamiento, doña María Magdalena del Castillo, su esposa, debió acudir por si misma a la Real Audiencia para solicitar la liberación de su marido luego del pago de una fianza19. Con ello, Luco no cumplía su papel de cabeza y protector de su familia transgrediendo uno de los pilares fundamentales del honor masculino, tal como lo relata en el expediente: de personas privadas ni de un público único, estable y fundado en la razón. Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona, G. Gili, 1981, p. 65. 19 Uno de los derechos de la mujer casada era el de ser representada por su marido, en vista de “su incapacidad para hacerse cargo de cuestiones de papeles, comercio y negocios en general”. Tal prescripción venía ya desde Las Partidas, en donde se consideraba que por su fragilidad las mujeres debían ser asimiladas a los menores y labriegos. Antonio Dougnac, Esquema del derecho de familia indiano, Santiago, Instituto de Historia del Derecho Juan de Solórzano Pereyra, 2003, p. 262.

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después de haber padecido públicos insultos por otro señor se me ha puesto en libertad sin que resulte que yo fuere subalterno de aquél jefe, y aún cuando lo fuera sería mayor insulto el hecho de que a mi nombre se ha quejado mi esposa Dª Magdalena del Castillo. Si soy un militar estoy insultado, e injuriado. Si soy un paisano es lo mismo. La publicidad se encuentra en el centro de la configuración del delito de injuria. La gravedad de este último, así como las penas a él impuestas, estaban en directa relación con la presencia de testigos en el lugar de la afrenta. J. Pitt-Rivers, aludiendo a la estructura general del honor, señala que éste “sólo se ve comprometido irrevocablemente por las actitudes expresadas en presencia de testigos, los representantes de la opinión pública. […] Así, pues, la opinión pública constituye un tribunal ante el cual se llevan las reclamaciones de honor, , tal como se lo ha llamado, y contra sus fallos no hay remedio. Por eso se dice que el ridículo público mata”20. José María Luco da cuenta de esta situación señalando lastimosamente: Todo el vecindario de Aconcagua es testigo de mi ruina, de los insultos que me ha hecho Torres. Por otra parte, la versión del comandante Torres es la de haber sufrido el escarnio de la insubordinación de uno de sus oficiales, la que él debió poner atajo apresándolo. En su defensa, Torres hace referencia al concepto de jerarquía. Existían diferencias entre él y Luco que este último debió haber respetado. Torres alude a la serie de normas consuetudinarias, implícitas para toda comunidad, y que hablaban del diverso status de sus miembros. El honor, íntimamente relacionado con estas categorías, también había sido vulnerado en la persona del comandante Torres. Tanto así, que éste habría sido el motivo de su violenta reacción ante las palabras de Luco, puesto que frente al atrevimiento de su subordinado, Torres señala que: le reconvine dejase de expresarse de aquel modo, delante de su jefe, que yo hera, pero mi reconbención política pareció un nuebo motibo de altanería en aquel joben, para atropellar respetos debidos a mi empleo, a mis canas, y a mi mérito, y al oir espresarse al joben de que no quería serbir en ningún cuerpo salí de tino le tomé por la mano. Pese a esto, Luco habría proseguido su conducta insolente insultándolo públicamente, pues en la distancia de una cuadra fue vertiendo Luco contra mi honor y conducta los mayores dicterios. 20

Julian Pitt-Rivers, Antropología del honor, p. 25.

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Tales diferencias en prestigio, edad y posición explican tanto la actitud del comandante Torres como la de José María Luco. Si el primero hizo uso de su autoridad y de su fuerza para reparar la ofensa recibida, la única manera que tenía Luco para componer su honor dañado era a través de mecanismos institucionales presentando una querella ante la justicia. La fuerza siempre ha sido atributo de los más poderosos y de aquellos encumbrados socialmente. No obstante, Luco también dio muestras de arrojo y temeridad: el código del honor le obligaba a defender su reputación, sobre todo cuando las vejaciones eran inferidas ante otros. En este caso, la justicia compuso la reputación del más débil, obligando a Torres a darle a Luco la suma de 25 pesos, reconviniéndolo a comportarse con más prudencia y moderación sin abusos de la autoridad de su empleo. Tal como apreciamos en el juicio de José María Luco, los gritos, los golpes, los insultos quebraron el ambiente tranquilo de aquella mañana en la villa de Los Andes. Las injurias parecen romper el orden habitual, la monotonía, la manera cotidiana en que se llevaba la vida. Son ruidos violentos y ensordecedores que jalonan la tranquilidad de la existencia: el grito, la calumnia, el golpe. Ellos llaman la atención de los curiosos, quienes acuden al lugar de los hechos. Quieren ver, oír, ser testigos de lo que ocurre: el espectáculo no sólo les brinda entretención momentánea, sino que también jugosa información para los comentarios posteriores. Los rumores generados en torno al acto de la injuria, trastornaban la jerarquía del honor. La relatividad de la reclamación de excelencia se encuentra en que ésta es siempre “la pretensión de superar a los demás”21. El sonido de unos desentonados gritos, por boca de don Pedro José Ponce, estremece el testimonio de Catalina Ruiz de Gamboa. Por medio de ellos, doña Catalina fue insultada en su propia casa en Rancagua. Viuda del comisario don Andrés de Molina, vinculado a las familias más ilustres de la zona, doña Catalina había caído en desgracia fruto de sus apremios económicos a tal punto que su representante judicial era el procurador de pobres. Su agresor, Pedro José Ponce, es señalado como natural de la villa de San Fernando, casado, noble y comerciante. Como en el caso anterior, las injurias tienen tras de sí una larga historia entre las partes implicadas, que pacientemente debemos desentrañar de los expedientes judiciales. El vínculo entre las partes deriva de los tratos comerciales entre doña Catalina y Pedro José Ponce, que terminaron con el endeudamiento de la viuda con 21

Ibid., p. 20.

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respecto a Ponce. Sin embargo, la relación se complicó al prosperar un romance entre Ponce y una joven que estaba bajo la protección de doña Catalina. Al saber que don Pedro José era casado, Catalina expulsa a la joven enamorada de su casa, pese a sólo haber pagado parte de lo adeudado al comerciante. Dicha actitud, según el testimonio de Catalina, habría llevado a Ponce a insultarla y maltratarla. En su declaración señala que Ponce, después de haberme infamado con todo género de vituperios, llamándome en desentonados gritos, grandísima puta, vil, y en malos procedimientos envistió así a mí y habiéndome perseguido por el resto de la casa para inmolarme, como víctima de su ira, hasta que logré al salir de la puerta de la calle en que había considerable número de gente que yo no pudiese escaparme, me agarró de los brazos, arrastrándome de los cabellos a larga distancia y dándome crueles y despiadados golpes dejó todo mi cuerpo acardanelado y la ropa hecha pedazos especialmente las partes principales de mi rostro en que me dio repetidas bofetadas22. Nos encontramos aquí ante agravios verbales y físicos. En tanto que los primeros pretenden denigrar la moralidad femenina, los segundos son particularmente insultantes23. Ya desde el mundo medieval, el echar a una persona por tierra y arrastrarla por el suelo son ofensas gravísimas. Los golpes en el rostro, sin duda, se configuran como una de las peores injurias que pueden proferirse contra el honor de las personas, tal como se manifiesta en el derecho medieval castellano24. El cuadro brutal que presentó doña Catalina a la justicia debía incidir en la dureza de la sentencia que la Real Audiencia aplicaría a su agresor. En las zonas más visibles de su cuerpo llevaba las marcas de su ultraje, las que fueron retratadas con el mayor detalle por los testigos que se juntaron fuera de la casa de la víctima al sonido de los gritos del agresor25.

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Real Audiencia, vol. 605, pieza 1, 1808-1810. Se ha estudiado, al menos dentro del mundo hispánico, que los insultos más comunes son aquellos que denigran la moralidad de la mujer. Siempre que se desea ofender al sexo femenino, se tenderá asociarlo al así llamado oficio más viejo del mundo. Juan de Dios Luque, Antonio Pamies, y Francisco José Manjón, El arte del insulto, p. 27. Por su parte, la investigación del antropólogo Julian Pitt-Rivers sobre el concepto de honor dentro del pueblo andaluz, concluye que éste descansa en la potencia sexual masculina y en la pureza sexual femenina. Julian Pitt-Rivers, Antropología del honor, p. 48. Esta opinión es ratificada por Geoffrey Spurling para el mundo colonial americano. Geoffrey Spurling, “Honor, sexuality and the colonial Church”, en Lyman L. Johnson, y Sonya Lipsett-Rivera The faces of honor, p. 45. 24 Rafael Serra, Honor, honra e injuria, pp. 114 y 115. 25 Los cuatro testigos que presenta la defensa de doña Catalina pueden describir los golpes que ésta recibió. Mariano Loyola, por ejemplo, señala que le vio toda la ropa interior y exterior echa pedasos, el ojo derecho morado, así como dos moretones en el pecho y arriba del hombro derecho. 23

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Como es de esperar, el testimonio de Pedro José Ponce difiere del de doña Catalina. Su versión señala que habría acudido a la casa de la viuda en busca de los pesos que ella le debía. Pese a solicitarlos con toda política y urbanidad, la mujer no sólo se niega a pagarlos sino que también lo acusa de ladrón. Ponce retrata a una mujer histérica e iracunda que comienza a dar despavoridos gritos que atraen a todo el vecindario: Dª Catalina llena de furia llamó a una criada diciendo a gritos que diese parte al Alcalde que aquel hombre la venía asaltar; salió la criada, y tras ella la Gamboa dando voces que la favoreciesen por que robaban en su casa: con esto el exponente salió también afuera, y poniendo llanamente la mano en el braso a Dª Catalina le dixo Señora mire usted por su honor y el mio: evítese una campanada: a esto Dª Catalina dando chillidos y afectando llanto se arrojó al suelo en el saguán de la puerta de calle, rasjándose la ropa y mesándose los cabellos con sus propias manos. Ponce manifiesta su preocupación por la publicidad en que se desarrollaron tales acciones, a tal punto que en su declaración reitera haberle tomado el brazo a doña Catalina diciéndole no escandalizar al público, procurando evitar alborotar al vecindario. Podemos apreciar que los testimonios de Ponce y de doña Catalina coinciden en un aspecto, a saber el de la publicidad de las ofensas. Tal publicidad se produciría en la medida que los curiosos reunidos fuera de la casa de la agraviada hayan visto y oído las ofensas. Así, se establece una diferencia entre las acciones desarrolladas dentro o fuera de la casa. El zaguán, espacio intermedio y expuesto a los ojos de los vecinos, se transforma en escenario de un violento espectáculo observado por miradas curiosas y ávidas de novedades. Doña Catalina, indignada luego de leer la declaración de su agresor, enfatiza la gravedad de la humillación recibida a la vista de mucha gente, que con el alboroto, se juntó en el saguán de mi casa26. El énfasis puesto por doña Catalina en la gravedad de las ofensas recibidas le dio finalmente el favor de la justicia. Luego de dos años de proceso judicial, la Real Audiencia determinó la culpabilidad de don Pedro José Ponce condenándolo a pagar a la viuda una multa de 25 pesos. La querella por injurias presentada ante la Real Audiencia por María del Tránsito Rodríguez contra Manuela Cabrera también acentúa la gravedad de las ofensas inferidas públicamente. Como viuda, la primera mujer, debió representarse a sí misma ante el tribunal solicitando reparación por las ofensas inferidas por Manuela Cabrera, una mujer

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del mismo vecindario. El incidente había comenzado a raíz de una disputa entre los hijos de ambas. Al considerar que su niño había sido insultado por el de doña María del Tránsito, Manuela fue a su casa a pedirle explicaciones. En esa ocasión, los ánimos exaltados dieron paso a una serie de recriminaciones e injurias verbales. Ellas, como era costumbre, fueron proferidas a través de tantos gritos que la casa de doña María del Tránsito se llenó de gente: de los que pasaban por la calle como de los vecinos y peones de mi servicio, señala la viuda en su declaración 27. Se trataba de un día festivo, el Domingo de Pascua, a la hora de la oración, por lo que las calles de Santiago estaban muy concurridas. Algunos testigos del incidente se encontraban paseando por las calles, otros iban o volvían de la iglesia de Santo Domingo, en tanto que algunos se dirigían a la casa de doña María del Tránsito a comprar las empanadas que vendía una de sus criadas. Cada uno de ellos, en la declaración presentada ante la Real Audiencia, indica que los gritos de Manuela Cabrera los llamó a presenciar la escena. En estas circunstancias, la casa de doña María del Tránsito adquirió connotación pública al convertirse en escenario de un espectáculo presenciado por un nutrido auditorio. Los testigos destacan que los insultos se realizaron en presencia de mucha gente que se juntó a los gritos. Uno de ellos expresa la curiosidad que lo condujo a la escena, señalando que llevado de la novedad de la gente que entraba al patio de su casa [de doña María del Tránsito], vio y oyó que Manuela Cabrera la insultaba a gritos por la ventana. Como lugar de encuentro entre el hogar y la calle, la ventana cumplía el papel de límite y de vínculo entre lo privado y lo público28. El carácter público de los insultos, realizados ante una muchedumbre, es enfatizado permanentemente en las dos declaraciones que presenta la querellante. Es justamente esta publicidad la que determina el carácter del desagravio solicitado por doña María del Tránsito al tribunal: que se sirva disponer que la susodicha [Manuela Cabrera] a presencia del Inspector, o Alcalde del barrio, se desdiga de cuantos denuestos o injurias vertió contra mi persona, pasando para allá a mi casa, y ante los vecinos que presenciaron el lance contenido en las costas de la causa, y bajo el serio apercibimiento de que en caso de reincidir será soberanamente castigada y conducida a la Cárcel pública. 26

Subrayado en el original Real Audiencia, vol. 704, pieza 7, 1822. 28 René Salinas, “Población, habitación e intimidad en el Chile tradicional”, p. 37. 27

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Aquellos espectadores apreciaron cómo Manuela Cabrera le gritaba a doña María del Tránsito que era una guacha, mulata, puta, ladrona, hija de un canchero. Así, nuevamente nos encontramos ante insultos que atentan contra la moralidad femenina, junto a otros de connotación racial, particularmente despectivos hacia las mezclas derivadas de la raza negra29. Al mismo tiempo, las ofensas se dirigen a manifestar la supuesta ilegitimidad de doña María del Tránsito, así como a señalar que su padre sería un hombre vividor y ocioso. Estos insultos nos hablan de la convicción de la transmisión hereditaria del honor y de la vergüenza, pues no sólo la conducta personal valía en la estimación de las personas, sino que también la reputación de sus antepasados. Podemos observar cómo los insultos dan cuenta de todas aquellas categorías despreciadas en la época. Apreciamos las lacras sociales que son fuente de desprestigio y que, por lo tanto, son incompatibles con el honor de las personas.

III.

Fama pública: medida del honor Las fuentes analizadas no dan cuenta del honor como un concepto abstracto, sino

como una categoría tangible30. Se trataba de una noción con la cual los individuos lidiaban día a día y de la que dependía su bienestar material y psicológico. Si queremos llegar a comprender el honor no bastará con acercarnos a los grandes tratados sobre el tema, sino que debemos convertirnos en espectadores de la cotidianidad de sus actores. En este

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Magnus Mörner da cuenta de la gran dificultad de distinguir entre el prejuicio racial y el prejuicio social, ya que “resultaba inevitable que la estratificación social y el status social se relacionaran estrechamente con la división en grupos étnicos.” Magnus Mörner, La mezcla de razas en la historia de América latina, Buenos Aires, Paidós, 1969, p. 61. Por su parte, Gonzalo Vial, en su trabajo sobre los prejuicios sociales dentro de los juicios de disenso de fines del siglo XVIII, ha sindicado como la principal causa de disenso para contraer matrimonio “la supuesta ascendencia africana del novio o novia objetados”. En consecuencia, “llamar a una persona mulato, o descendiente de mulato, es una injuria, susceptible de acción criminal”. Gonzalo Vial, “Los prejuicios sociales en Chile, al terminar el siglo XVIII. (Notas para su estudio)”, en Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Nº 73, 1965, pp. 14-29. 30 Ann Twinam llega a la misma conclusión a lo largo de su estudio. Ann Twinam, Public lives, p. 32. Por su parte, Maravall aborda la consideración del honor incluso como un carácter hereditario por parte de las élites españolas del siglo XVII. José Antonio Maravall, Poder, honor y élites en el siglo XVII, Madrid, Siglo XXI, 1984, pp. 73-75.

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contexto, “la injuria, acto de muerte, es más que una idea o un concepto; es un sentimiento, una convicción con la que viven y forcejean los hombres y mujeres de la calle”31. El proceso seguido por el indio Nicolás Millaloan contra Juan Bautista de Ortúzar, diputado de la doctrina de Peumo, nos habla de ese honor vivido y sufrido por un sujeto del bajo pueblo. En opinión de Millaloan, su condición racial y económica no lo marginaba de su participación en la cultura del honor. A lo largo de la querella desarrollada entre los años 1792 y 1795, el indio Nicolás hizo valer ante la justicia los perjuicios ocasionados por las injurias recibidas por un miembro de la élite32. Todo comenzó a raíz de una acusación de abigeato en contra de Nicolás Millaloan, luego que éste encontrara una vaca muerta en su pequeño rancho. Aunque fue declarado inocente del delito, el caso fue reabierto tres meses más tarde por el nuevo diputado de la zona, concuñado del dueño del animal. Obligado a pagar una multa y luego de estar más de veinte días en el cepo, Nicolás fue liberado, pero su vida había cambiado drásticamente: el hecho de haber estado encarcelado sufriendo una pena infamante y de haber sido obligado a pagar al dueño el valor de la vaca hallada muerta en su rancho, le había valido el escarnio público. Pese a habérsele declarado inocente en primera instancia, por el diputado anterior a Juan de Ortúzar, la comunidad ya había pronunciado su veredicto. Los habitantes de la doctrina de Peumo estimaron que una duda podía mancillar la reputación de una persona, más aún si se trataba de un indio. En estas difíciles circunstancias, Nicolás Millaloan decidió recuperar lo único que siempre había tenido, a saber, su reputación. Resuelve entablar una demanda por injurias y compensación de perjuicios contra Juan Bautista de Ortúzar, diputado de la doctrina de Peumo. En su acusación, el coadjutor de los naturales da cuenta que los perjuicios que a este miserable [el indio Nicolás] y a su pobre familia les han resultado son imponderables, pues no sólo perdieron mucha parte de sus sembrados por no haber habido quien los cuidase, sino lo que es más o tan difamador para todo su paisanaje, que no hay quien lo mire bien por presumir que una vez que aquel juez le obligó a su padre a que pagase aquella res, sería cierto el latrocinio que se le imputaba.

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Arlette Farge, Familias. El honor y el secreto , en Philippe Ariès, y Georges Duby, Historia de la vida privada, t. 6, Madrid, Taurus, 1992, p. 191. 32 Real Audiencia, vol. 828, pieza 1, años 1792-1795.

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Los perjuicios a los que se alude son de carácter económico y social. El honor tenía valor monetario, ya que muchas veces la vergüenza entrañaba la pérdida del empleo o la vivienda33. Así mismo, el deshonor podía compararse con la muerte, puesto que equivalía a un deceso en relación al cuerpo social del que el individuo formaba parte. La vergüenza, si era conocida por la comunidad, generalmente concluía con la marginación de su víctima. Es más, la buena reputación o la mala fama no sólo afectaban a su poseedor, sino que también a toda su familia, a todo su paisanaje, tal como argumenta el defensor de Nicolás Millaloan. Aquellos que no contaban con blasones ni distinguida prosapia que les permitieran asegurarse un lugar privilegiado dentro del cuerpo social, debían aceptar los designios de su comunidad en relación al nicho que debían ocupar dentro de la jerarquía del grupo al que pertenecían. Sin embargo, la opinión de la comunidad no sólo incide en la determinación del status, sino que también se convierte en criterio de referencia dentro del proceso judicial. Es más, la causa pasa a ser una disputa entre reputaciones, en cuanto cada una de las partes defiende su imagen e intenta desprestigiar la del rival. Si el coadjutor de los naturales se esfuerza por destacar la honradez de Nicolás de Millaloan, el diputado Ortúzar lo presenta como un ladrón que contraviene los principios cristianos y se burla de las disposiciones eclesiásticas34. Así es como el coadjutor de los naturales, a nombre de Nicolás Millaloan, hace referencia a la positiva fama pública que gozaba su defendido antes de ser encarcelado por el diputado Ortúzar. El acta señala que testigos muy circunstanciados […] ante presencia de aquel Juez declararon la suma honradez y hombría de bien con que aquel indio se había portado en los muchos años que lo conocían sin haber dado fama en ninguno de los lugares que había residido la menor nota de su persona, sino manteniéndose siempre ante esfuerzos meramente de su trabajo, ni hallándose jamás preso por causa alguna.

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Lyman L. Johnson y Sonya Lipsett-Rivera, The faces of honor, p. 11. El representante de don Juan Bautista de Ortúzar solicita a Antonio Zavala, cura y vicario de Peumo, que certifique la excomunión dictada contra el indio Nicolás, como también el que una de sus hijas haya vivido amancebada con un hombre casado, a sabiendas de su padre. Es más, dando por sentada la desvergüenza de Nicolás Millaloan, el sacerdote expresa los prejuicios que existían en torno al comportamiento deshonesto de los indígenas, dado que estos por naturaleza los más son ladrones como, por las muchas castas que se arriman a sus sombras. De lo que resulta están muchos disgustados, no sólo los indios y castas, si tanvien muchos españoles, que se afectan de onrados… 34

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Es más, estas calificaciones fueron compartidas por los habitantes del lugar donde residía anteriormente, a lo que se sumó la buena referencia de ser medio-hermano del cacique del pueblo de Rapel. Vemos que, en este contexto, el honor equivale a la reputación, al buen nombre35. Se trata de la fama pública que nos muestra el papel relevante que jugaba la comunidad en la determinación de la estima de las personas. Estamos en un ambiente donde el estar frente a frente de los individuos, las familias y las comunidades nos habla de la indistinción entre vida pública y vida privada36. Es un mundo en el que aún no se da aquel límite del pudor y la vergüenza del que nos hablaba N. Elías: de “ese muro que hoy parece levantarse para contener y para separar los cuerpos de las gentes”37. Ante la comunidad se abría un amplio espacio para la observación, escenario propicio para la circulación de los rumores. La palabra se instala en el centro de un universo en el que sus integrantes se sentían vigilados y enjuiciados por los demás. Juicios volubles y mutables, tal como lo experimentó el indio Nicolás, pues de un momento a otro, la comunidad había cambiado el veredicto hacia su persona. Finalmente, la justicia le dio la razón condenando al diputado Ortúzar a pagarle 50 pesos por los perjuicios ocasionados a él y a su familia. El honor se configura a partir del ámbito de lo público, de lo conocido por todos, tal como queda manifiesto en una carta de Diego Campos, marido de Manuela Cabrera, acusada por María del Tránsito Rodríguez en un caso de injurias. En dicha misiva se señala que el honor no es más que la buena opinión38. Así, a juicio de Campos, doña María del Tránsito no necesitaría interponer dicha querella: su buena reputación es públicamente conocida. En este sentido, argumenta Campos, las injurias proferidas por su esposa no son capaces de ensombrecer la gran estima con que cuenta la mujer afrentada. Sin embargo, 35

En algunos casos encontramos tales palabras íntimamente asociadas. Así, por ejemplo, María del Tránsito Rodríguez señala: mi Honor y buena reputación ha sido gravemente ofendido. En Real Audiencia, vol. 704, pieza 7, 1822. Por su parte, Tamar Herzog destaca la importancia de la fama y la “voz común” en el desarrollo de los procesos judiciales de la ciudad de Quito durante el período colonial. Tamar Herzog, La administración como un fenómeno social: la justicia penal de la ciudad de Quito (1650-1750), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, pp. 27-28, 253-278. 36 Arlette Farge, Familias. El honor y el secreto, p. 192. 37 Norbert Elías, El proceso de civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, F. C. E., 1987, p. 115. 38 Real Audiencia, vol. 704, pieza 7, 1822. Debemos señalar que esta concepción de opinión pública difiere de su conceptualización por parte de diversos investigadores, como por ejemplo, Keith Baker. Éste la presenta como una invención política más que como una función sociológica. Keith Michael Baker, “Public opinion as political invention,” en Keith Michael Baker (ed), Inventing the French Revolution essays on french political culture in the eighteenth century, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, pp. 132 y 133.

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Diego Campos calla, para su conveniencia, un elemento esencial, a saber, la volubilidad de la fama pública de las personas. Tal como señalábamos, un requisito indispensable para la conformación de la reputación de las personas era la accesibilidad al conocimiento de sus vidas por parte de los miembros de la comunidad a la que pertenecían. De ahí a la conformación de la categoría de personas conocidas, como aquellas que gozan de notoriedad por su honorabilidad, hay un solo paso. Se forma así un modelo constituido por un polo positivo y otro negativo: al lado del honor están las nociones de persona conocida con estado de vida claro y transparente, en tanto que al lado del deshonor se encuentran las ideas de persona desconocida y oscura. Estas son las categorías que María del Tránsito Rodríguez saca a relucir para dar cuenta de la extrema gravedad de su caso: para ella resultaba mucho más infamante recibir injurias de parte de una mujer obscura y desconocida, en suma, de una mujer inferior a mi representación que de una con equivalente fama. En contraposición a la autora de los insultos verbales, doña María del Tránsito se presentaba a sí misma como una viuda honesta, y recatada […] con buena reputación, y bastante notoria en aquel vecindario y todo el Pueblo. Como hemos apreciado, parte importante del proceso judicial consistía en la certificación de la calidad de la persona ofendida y de aquella que había proferido las injurias. Para alcanzar este cometido, se acudía a la opinión que los miembros de la comunidad tenían de cada una de las partes. El caso del indio Nicolás no es el único en el que se determina la estima pública del demandante, puesto que en otro proceso, Catalina Ruiz de Gamboa llega a presentar una declaración del sacerdote del pueblo certificando su honorabilidad. Ella se presenta como mujer noble, viuda honesta […] y de la más acrisolada conducta como lo dice el cura y vicario por aquella Villa en el certificado que con el juramento y solemnidad necesaria manifiesto39. La calidad de su difunto esposo es un factor que también debe ser tenido en cuenta por el tribunal en la determinación del veredicto40. Por último, la calidad del ofensor por ser un sujeto sin representación es también circunstancia que debe agregarse a la gravedad de la injuria. 39

Real Audiencia, vol. 605, pieza 1, 1808-1810. Podemos entender esta situación si tomamos en consideración algunas disposiciones contenidas en Las Partidas, las que hacían partícipe a la mujer de los honores del marido. “Por ello, la mujer pechera que casa con noble pasa a ser noble y conserva esa calidad durante su viudez. Al revés, la noble que casa con plebeyo sigue la condición del marido, aunque por la Nueva Recopilación, recupera su antigua condición una vez 40

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Dada la importancia de la reputación en la resolución de los juicios por injurias, los acusados también apelan a la fama pública para respaldar sus intereses. Aquí es cuando se intenta dar cuenta de la supuesta mala reputación de la parte injuriada. Ello tendería a desestimar el testimonio de la persona ofendida, así como a dar razón a las ofensas vertidas contra dicha parte. Así, en el caso de Catalina Ruiz de Gamboa, el acusado por injurias, Pedro José Ponce, destaca en su defensa la mala reputación de Catalina. Según Ponce, habría sido ella la que, gobernada por su espíritu sedicioso inquieto y turbulento a que por naturaleza es propensa según la notoriedad de su mala fama, lo habría infamado. De esta forma, vemos cómo se conforman sutiles jerarquías intersociales en razón del honor y la fama pública. En virtud de la reputación, de la opinión que existía sobre las personas de una comunidad, cada uno podía calibrar su propia situación, insertándose en un orden basado en el comentario acerca de los semejantes41. Vimos cómo doña María del Tránsito Rodríguez no dudaba en establecerse en un nivel más alto que el de su agresora. El poder de la opinión, de la consideración pública, estaba de su lado. Estamos ante una sociabilidad de la comunicación oral en la que reina la palabra: una difamación o un mero rumor ponía en tela de juicio el honor de una persona. El indio Nicolás vivió en carne propia la volubilidad de la opinión en la consideración de su reputación. Como sujeto humilde, sólo contaba con su honorabilidad, con su estima por parte de la comunidad en la que desarrollaba su existencia. Pero una vez que la sospecha se cernió sobre su nombre, se modificó la cadena de sociabilidades que lo vinculaba con la comunidad. Deshonor y marginación tenían el mismo rostro.

IV.

Consideraciones finales Dentro del universo que acabamos de vislumbrar, en el Chile de fines del siglo

XVIII y comienzos del XIX, el individuo se presenta inmerso en densas redes de vínculos personales y relaciones comunitarias. Es más, el honor de cada persona se definía a partir de la comunidad. En consecuencia, debimos acercarnos a las redes de sociabilidad viuda”. Antonio Dougnac, Esquema del derecho, p. 256. En el caso de Catalina Ruiz de Gamboa, podemos apreciar que su difunto esposo era de mejor condición social que ella. 41 Arlette Farge, Familias. El honor y el secreto, pp. 195 y 196.

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establecidas entre individuos que cargaban con una determinada reputación dentro de los múltiples ámbitos de una sociedad jerárquica. La ponderación diaria de la reputación de cada individuo se hacía en relación a los demás miembros de la comunidad, por lo general de su vecindario. La identidad de cada uno se definía en función a ser más o menos que aquellos con los cuales se compartía cotidianamente. Pese a aquella indistinción entre público y privado, las mismas fuentes nos hablan de la existencia de espacios con connotación pública. Vimos que dicha catalogación derivaba del grado de publicidad que estos presentaban, como consecuencia de la mayor aglomeración de personas que se congregaba en ellos. Si, en este contexto, el mundo de lo público puede definirse como aquel del vínculo con el otro, creemos que aún es demasiado pronto para hablar de su existencia en oposición a un ámbito privado: los conceptos de intimidad, de individuación o de privacidad aún no alcanzan a delinearse. Apreciamos, al mismo tiempo, el carácter palpable y material de aquellos espacios que pueden considerarse espacios públicos tradicionales, como la plaza o la calle, versus la connotación abstracta de los espacios públicos modernos. Al mismo tiempo, observamos que si en el ocaso del período colonial chileno el honor se conformaba según la reputación, es decir, de acuerdo a la opinión pública de la comunidad, se trata de una categoría que difiere abiertamente de la idea de opinión pública sostenida por Habermas o Chartier. Para ellos, ésta se presentaba, entre otras características, como aquel ámbito caracterizado por la igualdad entre sus participantes42. Por el contrario, el honor tiene que ver con las jerarquías, con los grados que establece entre los integrantes de una comunidad determinada. La desigualdad propia del honor formado a partir de la fama pública no es la única diferencia entre la opinión tradicional que aquí nos encontramos con aquella que es propia de la modernidad política. En tanto que la primera es múltiple, versátil, prejuiciosa y apasionada, la segunda es única, estable, transparente y fundada en la razón. En consecuencia, los casos aquí analizados nos dan cuenta de un tipo de opinión pública que

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“Se impone tendencialmente, frente al ceremonial de los rangos, el tacto de la igualdad de calidad humana de los nacidos iguales. La paridad, sobre cuya base, y sólo sobre cuya base, puede la autoridad del argumento afirmarse, y hasta acabar prevaleciendo, frente a la autoridad de la jerarquía social, significa –de acuerdo con la autocomprensión de la época- paridad de los ”. Jürgen Habermas, Historia y crítica, p. 74.

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puede ser configurada como una opinión popular, que encuentra en el rumor un mecanismo para la configuración del honor de las personas. A lo largo de estas páginas también hemos podido apreciar cómo algunos individuos de los estratos inferiores de la sociedad chilena de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, invocan para sí los presupuestos de una cultura del honor reservada en un principio para nobles e hidalgos. Esta situación, aparentemente paradojal, nos lleva a preguntarnos cómo y por qué el honor pasó a ser tan importante para grupos considerados carentes de los fundamentos de la cultura hispánica del honor, tales como el nacimiento, la raza, la riqueza y el no practicar oficios viles o mecánicos. ¿Se trataría sólo de un afán de emulación de los elementos favorecidos y poderosos de la sociedad, de una transformación del honor-estamental en honor-virtud por parte de aquellos carentes de privilegios heredados, pero conscientes de su propia dignidad? Puede tratarse de un acto de mimesis, inserto dentro de la tendencia de la cultura barroca a la homogenización cultural, pero también de una forma de coparticipar y de manipular en favor propio las bondades de ciertos principios o valores culturales. Sin embargo, no podemos dejar de lado el factor de la vulnerabilidad económica y social de estos grupos. Ella “ponía sus vidas en peligrosa proximidad a la suciedad, el trabajo forzado, la prostitución y la ilegitimidad43”. Ante aquel riesgo, una buena reputación se presentaba como un medio de defensa, como una forma de distinguirse de aquellos que habían caído en dichas lacras sociales. Ya lo hemos señalado, aquellos que no contaban con blasones ni fortuna sólo tenían su reputación, su buen nombre, para contar con la consideración de su comunidad, puesto que finalmente el honor no era más que la buena opinión.

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Lyman L. Johnson y Sonya Lipsett-Rivera, The faces of honor, p. 10.

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