EL POSTCONCILIO HEINRICH FRIES. Kirche - fün f Jahre nach dem Konzil. Hochland, 68 (1971) 1-14

HEINRICH FRIES EL POSTCONCILIO Kirche - fün f Jahre nach dem Konzil. Hochland, 68 (1971) 1-14 La Iglesia ha sido el tema principal del Concilio: fue

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HEINRICH FRIES

EL POSTCONCILIO Kirche - fün f Jahre nach dem Konzil. Hochland, 68 (1971) 1-14 La Iglesia ha sido el tema principal del Concilio: fue un Concilio de la Iglesia sobre la Iglesia. Allí se presentaba de modo nuevo: abierta, orientada hacia el mundo, llena de disponibilidad y solidaridad, decidida a renovarse a partir de su espíritu original, responsable ante el presente, que concibió como invitación, llamada y signo de Dios. Juan XXIII mostraba una cara nueva al pontificado: no bajo el signo de resplandor y poder, sino bajo el signo de una fraternidad sin límites, de participación en el destino de la humanidad, de compromiso con lo que buscan los hombres: paz-justiciareconciliación. En el Concilio la Iglesia se mostraba en diálogo, llena de vida y de juventud y con un deseo intenso de ecumenismo. La palabra de la Iglesia al mundo se concentra en el título del documento sobre la Iglesia: "alegría y esperanza". Y la relación del mundo mismo y de los hombres que no pertenecen a la Iglesia católica fue de un interés por el Concilio como nunca hasta ahora: con manifiesta simpatía y aceptación. Parecía un momento grande y nuevo para la Iglesia católica y, a través de ella, para toda la cristiandad. Llena de confianza, de esperanza y de ánimo, la Iglesia parecía que iba a entrar en los años futuros, en la Iglesia postconciliar, reconocida y aceptada por el mundo.

Los hechos Al tocar este tema se advierte dolorosamente la discrepancia entre lo esperado y el resultado. He aquí nuestro tema: la Iglesia del Concilio, cinco años después. Mi impresión es que encontramos una Iglesia distinta a lo que podríamos esperar. Ha surgido una discusión y una crítica que no se quedan en lo teórico, sino que están orientadas hacia cambios de estructuras e instituciones en los que parecen radicar la esperanza y la salvación del presente y del futuro. En el marco de una orientación bíblica y en nombre del hombre moderno se separan los contenidos de la fe de su forma tradicional de expresión, presentándolos con una interpretación nueva. Bajo el signo de la renovación de la Iglesia, lo "nuevo" es la medida de todas las cosas. Lo antiguo, sin embargo, se califica de trasnochado, de obstáculo, de algo que tiene que caer. Bajo el signo de la historicidad de la Iglesia se cuestionan tradiciones como la del celibato y se buscan nuevas formas de sistema democrático. Bajo el signo del ecumenismo caen fronteras teóricas y teológicas. La práctica está recomendada como camino y medio para la unidad y va delante de la teoría. Bajo el signo del "aggiornamento" se ve la misión más importante de la Iglesia en el servicio al mundo, en el compromiso social y político que culmina en una posible revolución. A la ortodoxia oponen hoy la ortopraxis como único testimonio cristiano y como única legitimación.

HEINRICH FRIES En nombre del "aggiornamento" se exige la democratización de la Iglesia, que va unida a una crítica de la institución jerárquica, del "establishment". El papado y la curia son los destinatarios principales de la crítica dentro de la Iglesia. Todo lo que viene de Roma es sospechoso y se critica. En oposición a estas tendencias existen en la Iglesia unas contra-corrientes: la una voce en favor de la conservación de lo acreditado. Toda renovación es considerada por estos grupos como una pérdida, toda crítica como una revolución, toda orientación hacia el presente y hacia el futuro como una traición a la fuente del cristianismo. Estos dos grupos diferentes deben existir porque son expresión de una pluralidad legítima y de una participación viva en la fe de los creyentes. Pero lo preocupante es que estos grupos no se soportan mutuamente, no son capaces de dialogar en beneficio de la causa común. Es característico que tanto los "conservadores" como los "progresistas" invocan el espíritu del Concilio y todos piensan que actúan de acuerdo con sus intenciones. Así, se forma una imagen de la Iglesia llena de inseguridad, por estas corrientes opuestas y por discutirlo todo. Se constata una inquietud general -por ejemplo, en el papel del sacerdote- que repercute en una reducción asombrosa de las vocaciones sacerdotales y religiosas, en la secularización de sacerdotes ordenados, en el hecho de que relativamente muchos jóvenes se interesan por el estudio de teología, pero solamente un número muy pequeño se decide a comprometerse con la Iglesia de modo existencial y total. También desde fuera se pone en cuestión a la Iglesia. No sólo existe una tendencia anticlerical como antes, sino también antieclesial. Un síntoma de este movimiento es la moda de abandonar la Iglesia, que nunca ha sido tan intensa desde la época nazi. Cada vez son más numerosos los alumnos que no asisten a las clases de religión, la disminución constante de la asistencia a los oficios litúrgicos, la actitud ante la Iglesia que muchas veces ha llegado a ser de menosprecio o desprecio. Esto se advierte en la denuncia pública de sus defectos, deficiencias y faltas. Además se pone en cuestión el mensaje y la misión de la Iglesia. El mundo científico y técnico con su sociedad de consumo lo declara como superfluo, pasado y nocivo. Ataca también los fundamentos de la Iglesia: la biblia por fin no tiene razón y por tanto es un libro pasado; su singularidad y elevación desaparecen al estudiar su ambiente y su época, al estudiar las religiones, dentro de las cuales la cristiana no debe mantener su pretensión de ser absoluta y exclusiva. También atacan al Fundador de la Iglesia, cuyos títulos como Hijo de Dios, Dios-Hombre, encarnación de Dios, han de ser desmitologizados. La Iglesia y Jesucristo se legitiman por su mensaje y su origen divino. Pero Dios, hasta ahora reconocido, está puesto en cuestión hoy día: ¿No es una proyección, una fórmula vacía? Los más grandes descubrimientos y progresos han sido hechos sin Dios. Y en los trágicos acontecimientos de nuestro tiempo Dios parece silencioso o impotente. En la conciencia de los hombres Dios ha muerto. En este contexto no extraña nada que la Iglesia se vea afectada; la Iglesia que se concebía en el Concilio como instrumento y signo eficaz de la unidad entre Dios y los hombres.

HEINRICH FRIES En este clima el problema de la unidad de los cristianos parece anticuado. Se habla de la época postecuménica, porque más importante que las diferencias y la unidad entre los cristianos son las diferencias y la unidad del mundo y de la humanidad. Estos hechos son válidos sobre todo para la Iglesia en Alemania después del Concilio.

SIGNIFICADO DE LO ACONTECIDO Hay muchas causas para explicar este fenómeno: culturales, ideológicas, sociológicas y económicas. Quiero nombrar solamente lo que cae en el terreno de la Iglesia: aquí se manifiesta que una explicación como apostasía, contradicción, maldad de los hombres una explicación unida con juicios y calificaciones morales- no es suficiente.

Después del Concilio le toman la palabra a la Iglesia La Iglesia ha declarado expresamente que ella no es lo más importante dentro de la fe, que no es la meta sino el medio. Entonces, después del Concilio, la Iglesia misma ya no debe ser el tema más importante, sino que debe haber cuestiones y tareas más importantes que ella. Debe ocupar el sitio que le corresponde: estar al servicio de los demás. La Iglesia se ha propuesto la renovación. Si tomamos esto en serio no puede quedarse todo igual que hasta ahora, deben darse cambios, iniciativas, experimentos, aun con el peligro de ir demasiado lejos. En el Concilio la Iglesia se ha mostrado partidaria del "aggiornamento", no en el sentido de una adaptación sin crítica, sino en el sentido de una actualización para adaptarse al hombre de hoy. Esto implica el riesgo de aceptar el momento presente. Incluye la tarea de transmitir, traducir e interpretar el mensaje de la fe que se funda en un origen determinado. Con esto se da una auténtica polaridad entre el entonces y el ahora. Pero con esto se da también el riesgo y el peligro de convertir el momento presente en medida de todas las cosas y con ello cambiar la función y alienar los contenidos y las fórmulas de la fe; y también el peligro de inmolar más víctimas de las permitidas al nuevo ídolo: la época (Cronos). En el Concilio la Iglesia se ha declarado como Iglesia pobre y servicial. La palabra diaconía ha hecho de palabra clave para definir su acción y sus ministerios. No debe extrañar, por consiguiente, que ahora le cojan la palabra, que su comportamiento se mida según las medidas que ella misma ha establecido y con las que se ha comprometido. Que, por ejemplo, se pregunte por sus finanzas, por su relación con los poderosos de la tierra y con ciertas estructuras sociales de injusticia. En el Concilio se indicó como criterio de renovación la vuelta a los orígenes que se encuentran en la sagrada escritura. Sin duda, en el curso de la historia, este testimonio ha producido sus efectos, pero no se puede decir que toda la historia de la Iglesia y todo lo que existe en el presente, es efecto de la Escritura. Por eso la Escritura debe ser una fuerza crítica que someta lo pasado y lo presente a un serio examen. El Concilio ha hecho la exacta e importante distinción entre contenido esencial y formulación histórica. También ha hablado de una jerarquía de las verdades de la fe. Hay que preguntarse si debemos mantener las mismas fórmulas de siempre, por

HEINRICH FRIES ejemplo, ciertas categorías filosóficas, ciertos modelos para la estructura y el ministerio de la Iglesia. Esta misma actitud hay que tenerla ante la imagen del sacerdote, en la cuestión del celibato y de muchas prescripciones canónicas. La jerarquía de las verdades tiene como consecuencia que los contenidos de la fe no llegan a ser contados como tales, sino que se los valora, y se los determina a partir del núcleo de la fe. Es lógico que en una reflexión como ésta algunos aspectos secundarios de la fe vayan desapareciendo. Esta reducción puede darse para que resalte más el núcleo. Por lo mismo, en vez de ir distinguiendo y ampliando el contenido de la fe, se intenta presentar los diversos elementos en su relación con el núcleo. Así el proceso de amplificación de las verdades de la fe será sustituido por la búsqueda de coherencia, transparencia y concentración. El Concilio ha reconocido expresamente el diálogo como principio y estructura fundamental de la Iglesia. Para que no quede en meras palabras, este diálogo debe incluir el reconocimiento de que la verdad, y sobre todo la verdad de la fe, no puede ser poseída ni manejada, sino debe ser buscada. El diálogo es el camino y medio para ello. Esto es especialmente válido para un mundo cada vez más diferenciado. Si a pesar de esto se toman decisiones sin dialogar, las críticas que se levanten contra ellas no serán necesariamente acusaciones de sabelotodos. Pueden recordarnos principios olvidados. Decir estas cosas no va contra la lealtad, es simplemente tomarle la palabra a la Iglesia. Si el Concilio por propia voluntad tuvo una dimensión ecuménica, si honró las otras confesiones como instrumentos de salvación y las reconoció como Iglesia, hay que intentar poner en práctica esta voluntad. En consecuencia, no podemos contentarnos con los reglamentos anteriores -por ejemplo, sobre la cuestión del matrimonio mixto y la intercomunicación- como si fuesen la última palabra, sino que debemos mantener vivo el fuego de la impaciencia mirando hacia modelos y reglamentos mejores. Esto no significa admitir todas las experiencias caprichosas que se hacen sin suficiente examen y sin la necesaria consideración a los demás. Pero tampoco se trata de tachar de "rebaja" y de simple "protestantización" a todo lo que está ocurriendo. 1

"El Concilio deja sueltos a sus hijos"

Los teólogos han tenido una importancia decisiva en el Concilio. Aunque su trabajo en él fue más bien de consejeros, dio alas al impulso de la renovación, animó a salir de lo aparentemente inmutable. Este trabajo tuvo el valor de abrirse a la biblia y al mundo de hoy; se le ocurrió algo más que protestar contra el espíritu de la época, que condenarlo y ver en el presente la suma de lo anti-divino. Esta libertad crítica de los teólogos en colaboración confiada con los obispos, que tenían que tomar la decisión, ha sido un beneficio para la Iglesia y, a la vez, un testamento. Después del Concilio esta actitud no se ha dado siempre, sino que muchas veces se ha convertido en tensión y desconfianza. Se puede discutir sobre sus causas. Pero los "hijos dejados sueltos" por el Concilio, en nuestro caso los teólogos, han continuado su trabajo; después del Concilio no querían ser solamente panegiristas y abogados de lo que existe, sino querían, fundándose en la fe de la Iglesia, poner en práctica la libertad de crítica. El resultado no es tranq uilidad, sino movimiento, escándalo. Por supuesto,

HEINRICH FRIES esta tarea hay que cumplirla no solamente con un compromiso muy grande, sino sobre todo con responsabilidad, consideración y caridad. El que quiere tomar en serio esta tarea de la teología, tiene que contar con una guerra en dos frentes: contra un inmovilismo que mira exclusivamente hacia atrás y contra una actitud iconoclasta ciega y carente del sentido de la historia. Tal teólogo recibirá reproches de los dos frentes y precisamente esto le puede dar confianza de que está en el buen camino. Sólo en una cooperación confiada con el magisterio es posible responder a la situación de hoy. El Concilio ha hecho referencia a la vocación, misión, responsabilidad y mayoría de edad de los laicos en el mundo de hoy. Se dijo con claridad que la Iglesia se hace presente a través de los seglares. La noción de pueblo de Dios ha llegado a ser un fundamento de la Iglesia. "El Concilio deja sueltos a sus hijos" quiere decir también: los laicos se apoyan ahora en lo que han dic ho de ellos con palabras tan grandes y tan conmovedoras. Quieren ser escuchados y participar justamente en lo que les concierne, en el problema de la profesión, del matrimonio, de la familia, en las múltiples cuestiones de la actitud del cristiano en el mundo de hoy. Se niegan a ser simples receptores y servidores que obedecen órdenes. El laico, llamado a aceptar una responsabilidad, pide, a causa de la mayoría de edad que le han reconocido, argumentos que broten de la fe. Hoy no basta el "Roma locuta, causa finita" o el "pero yo os digo", reivindicado por las autoridades. Con esto no se rechaza la autoridad; pero se le piden cuentas de su pretensión, de ser vida y fuente de instrucciones y de orientación. Lo carismático pasa a ser portador y mediador de vida de la Iglesia. Expresamente se recuerda hoy día que al lado de Pedro y los apóstoles también los profetas pertenecen al fundamento de la Iglesia. Reconocer lo carismático y lo profético significa que los impulsos y las renovaciones no salen solamente desde arriba, desde la institución, sino también desde abajo: por el libre obrar del Espíritu que da sus dones a quien quiere, que no se deja limitar, que crea algo nuevo e imprevisto sin aferrarse al reglamento anterior. Esto produce vida y sorpresas, abre posibilidades nuevas y exige libertades que no están concedidas por la institución, sino que se experimentan como don del Espíritu. Los grandes santos y renovadores han sido hombres movidos por el Espíritu y dotados con sus dones. También la institución es un don del mismo Espíritu. En la figura de Juan XXIII lo institucional y lo carismático se han sintetizado de forma única. Pero el Espíritu no está unido exclusivamente a la institución; el Espíritu sopla donde quiere. Queda claro que el carismático respeta la institución. De las autoridades debemos esperar que no extingan al Espíritu, que reconozcan su actividad y no se le opongan en su camino.

Ahora se hace visible la situación de la Iglesia en el mundo Se advierte que la Iglesia, por propia voluntad, quiere existir para el mundo; se sabe su abogado y se solidariza con los hombres. Pero hay que dejar claras las fronteras entre la Iglesia y el mundo, cosa que no ocurría en tiempos del Imperium christianum, porque el mundo no se identifica con la Iglesia: es su interlocutor. Y así queda claro que este interlocutor puede cerrarse y negarse al diálogo; y esto no sólo por las omisiones y los errores de la Iglesia, sino también porque se rechaza su mensaje, que siempre representa un escándalo. La cruz sigue siendo hoy un escándalo, provoca agresividad. Y esto nos demuestra que existe un límite para el diálogo; no podemos renunciar a todo, especialmente a la verdad de la cruz y de la resurrección, para llegar a un acuerdo.

HEINRICH FRIES La situación de la Iglesia después del Concilio muestra también que su no- identificación con el mundo revela su destino: vivir en diáspora, en dispersión, ser en medio del mundo un pequeño rebaño. Justamente a este pequeño rebaño dirige Jesús las palabras: "no temas" y "vosotros sois la sal de la tierra - vosotros sois la luz del mundo". La situación de la Iglesia después del Concilio manifiesta que su fuerza no radica en el ambiente, ni en la costumbre, ni en la tradición, sino que caminamos hacia una Iglesia como comunidad; en la que los fieles se insertan por decisión libre. De este modo se convertirá en un rebaño cada vez más pequeño. Pero sólo él será capaz de superar la situación de diáspora y de no dejarse arrastrar por el ambiente y la costumbre, allí donde lo cristiano no es lo característico, como ocurre en las grandes ciudades. En la situación de la Iglesia después del Concilio se manifiesta drásticamente que ella está en camino y que no se identifica con el reino de Dios, y que no puede anticipar su estado de gloria y de plenitud. Con esto no alienamos a la Iglesia, al contrario: manifestamos su imagen verdadera y su auténtica vocación. Al fusionar las fronteras entre mundo, estado e Iglesia cabía la posibilidad de que la Iglesia se sirviese del brazo del estado para conseguir sus fines; y el estado tampoco renunciaba a asegurarse la ayuda, el apoyo, "la bendición de la Iglesia" para sus propios intereses. La separación mutua no significa una pérdida. Con ella la Iglesia gana independencia y libertad y le es más fácil presentar y realizar la propia esencia, aunque esto hay que pagarlo a costa de la comodidad, con más compromiso y más espontaneidad. Esta separación no significa enemistad, sino que puede y debe ir unida con el respeto y el reconocimiento mutuos de lo propio de cada uno en su servicio a la humanidad. La reflexión realista sobre la situación de la Iglesia en el mundo de hoy, le recuerda siempre de nuevo que debe ser consciente de su misión y de aquellas fuerzas que tiene que comunicar vitalmente a los hombres y con las que realiza su servicio al mundo: feesperanza-amor.

CONSECUENCIAS Debemos aceptar esta situación presente como la hora de la Iglesia que nos es dada, cuyo signo hay que reconocer e interpretar, no según las medidas de la política, sino según los criterios de la fe. Basándonos en esta fe, no debemos huir hacia los antiguos buenos tiempos ni hacia una utopía de futuro; las dos direcciones son una negación de lo que hay que hacer justamente hoy. La situación de la Iglesia después del Concilio no da motivos para triunfalismos ni para desánimos, sino que nos hace ver con ojos de fe que todo tiempo es tiempo de Dios. Si hemos descrito bien la situación de la Iglesia y sus causas, resulta que la fase actual está bajo el signo de un tránsito, de un proceso de insertarse en el mundo que cambia, con todo lo que esto implica de experimento, y por consiguiente de riesgo. La hora actual de la Iglesia está marcada de modo especial por la historicidad. Historicidad entendida -sin negar lo pasado- como impulso hacia lo nuevo; algo nuevo que podemos y debemos hacer por fidelidad a la Iglesia. Es seguro que la fase de la

HEINRICH FRIES Iglesia, abierta en el Concilio, es irreversible. Lo que se manifiesta hoy en medio de tantas preguntas e inquietudes es un indicio de vida, esperanza y futuro. Está más de acuerdo con una comunidad de creyentes que la saturación de los que poseen, de los que no se inquietan por nada, para quienes la tranquilidad y el orden son el bien supremo. La tranquilidad que hoy se echa de menos podría llegar a ser la tranquilidad de un cementerio. Si hemos caracterizado la situación de la Iglesia después del Concilio especialmente por su historicidad, hay que tener en cuenta que, históricamente, ha habido tiempos mucho peores en la Iglesia: la época de los anti-papas, de los papas del renacimiento, la época en que no se moría por la verdad, sino en que se mataba en nombre de la verdad: la época de la Inquisición, la época de las ocasiones misioneras desaprovechadas en China; épocas de las que dijo Erasmo de Rotterdam: los artículos de fe están aumentando, pero el amor está disminuyendo. La historia debería darnos ánimo y confianza para el presente. No deberíamos olvidar todo lo bueno que está surgiendo en la Iglesia de nuestros días: la conciencia de que no basta decir "Señor, Señor", de que la ortodoxia debe realizarse en la ortopraxis, de que el mensaje cristiano de paz y reconciliación debe concretizarse y no admite una tranquilidad que se podría interpretar como acuerdo con la injusticia en el mundo. Deberíamos alegrarnos del naciente compromiso social, de la fraternidad, de la humanización, y no despreciarlo como mero humanismo. Deberíamos alegrarnos del despliegue de la comunidad eclesial a través de los laicos, de los sínodos episcopales, de las iglesias locales. Deberíamos alegrarnos de la mayor libertad, del mayor pluralismo teológico que es posible dentro de la unidad de la fe. Deberíamos alegrarnos de la nueva liturgia, de una obra como el catecismo holandés. Todos tendremos en cuenta la amenaza de las tendencias ideológicas de nuestro tiempo: secularismo, positivismo, ateísmo, que tocan los fundamentos de la Iglesia: Dios-Cristola redención. Ante esta situación la Iglesia no puede mirarse en el espejo; tiene que proclamar su mensaje de Dios y de Jesucristo y defender la auténtica imagen del hombre: la dignidad humana, la inviolabilidad de la persona frente a las tendencias ideológicas. No es fácil transmitir este mensaje a causa de la resistencia del hombre de hoy. Pero esto no debe desanimar. La Iglesia debe y puede realizar justamente hoy su función de ser abogado del hombre, de sus derechos y de su futuro, de la verdad del hombre sin falsificaciones que lo sobrevaloren o infraestimen. La Iglesia tiene que decir al hombre una palabra, cuando él se queda sin palabras (vacío, soledad, desesperación, culpa), cuando todas las palabras que estaban de moda (producción, éxito, estructura, revolución) se convierten en engaño y en fórmulas absolutamente vacías. No hace mucho, Max Horkheimer, uno de los padres de la sociología actual, aconsejó a los teólogos que no se metiesen a sociólogos creyendo que en eso consiste la verdadera contribución de la Iglesia. Horkheimer ha pedido a los teólogos que se acuerden de su misión original que él mismo describe como "articulación de la nostalgia insaciable del hombre". Precisamente en una época en la que algunos teólogos confunden la teología con la sociología, los sociólogos subrayan lo inconfundible y propio de la teología y de su misión específica.

HEINRICH FRIES Ojalá estas ideas den ánimo, susciten esperanza, comuniquen confianza. Hablar mucho de la crisis y lamentarse de ella fomenta la conciencia de crisis que paraliza y resigna. No necesitamos una conciencia de crisis, sino una conciencia de crítica basada en la fe como fuerza de juicio y capacidad de discernimiento. Esta crítica la aprendemos formándonos, informándonos y orientándonos para llegar a ser lo que debemos: el pueblo adulto de Dios destinado a la libertad. Esta es la vocación de la Iglesia postconciliar. Todos, cada uno en su sitio y en el ámbito de sus posibilidades, deben ser conscientes de ello.

Notas: 1 Fórmula de J. B. Metz, basándose en el titulo del libro de W. Leonhardt: .Die Revolution entlässt ihre Kinders. Tradujo y condens ó: MARGOT BREMER

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