El secreto de sus ojos 1 (O las distintas formas de vivir la vida y de morir en vida)

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Author:  Luz Peralta Acosta

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COMENTARIO DE CINE. EL SECRETO DE SUS OJOS FILM COMMENT. EL SECRETO DE SUS OJOS

CINE Y PSICOPATOLOGÍA

“El secreto de sus ojos”1 (O las distintas formas de vivir la vida y de morir en vida) (Rev GPU 2012; 8; 2: 215-221)

Carmen Luz Silva2

A propósito del “Análisis Fragmentario de un Caso de Histeria” (1901[1905]), más conocido públicamente como el caso Dora, Sigmund Freud plantea: “Quien tiene ojos para ver y oídos para oír (…) se convence de que los mortales no pueden guardar ningún secreto. Si la boca está en silencio, murmuran con las puntas de los dedos; la traición se abre camino por todos los poros de la piel” (Gay, P., 1989, p. 193). En la película de Juan José Campanella que hoy nos convoca, lo no dicho habita en los ojos. He ahí la traición. El protagonista, Benjamín Espósito, de hecho así lo dice: los ojos hablan, y no sólo la boca y su palabreo tantas veces vacío. Espósito, como Freud, se pasea durante los 129 minutos de película ejerciendo una función eminentemente psicoanalítica. Por función analítica –o psicoanalítica– voy a definir un trabajo comprensivo, ya de investigación, ya de exploración, que guiado por el amor a la verdad busca develar aquellos nudos secretos que nos llevan a repetir una y otra vez las mismas historias. Las mismas dolorosas historias.

L

a pregunta central parece plantearse más de una vez. La plantea Morales, pero la retoma Espósito: “¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada?”. Vaya pregunta. Las consultas de los terapeutas están llenas de pacientes que preguntan lo mismo, que escenifican lo mismo. La clínica del vacío parece haber

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reemplazado, y hacer añorar, el predominio del síntoma y el significado oculto. Dice Andre Green, psicoanalista francés: “… ante la destrucción que amenaza a todas y cada una de las cosas, ¿qué salida se le puede encontrar al deseo de vivir y amar?” (Green, A., 2005., p. 301). Responder estas preguntas puede tomar una

Basada en la novela “La pregunta de sus ojos” de Eduardo Sacheri. Psicóloga, [email protected]

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vida entera, y ciertamente, más de una película. Pero no nos adelantemos, esto es el final. Volvamos al inicio. Volvamos a la muerte.

EL CRIMEN El inicio de la película, la textura de esas imágenes, son de un material onírico. Pronto nos enteramos que esta ensoñación le corresponde a un hombre mayor que trata de escribir un libro, que trata de poner su trabajo onírico al servicio de la elaboración. Vemos un escrito a mano, un primer intento que es borroneado (“él también corrió veloz hacia el final del tren… hasta quedar pequeña a sus ojos, pero cada vez más grande en su corazón”). El hombre intenta un segundo inicio, y esta vez con un tono de reporte entre policiaco y jurídico, nos cuenta que hubo un crimen, que el 21 de junio de 1974 Liliana Colotto fue brutalmente asesinada, justo el día en que tenía una sonrisa recién amanecida. Nuevamente el hombre rompe el papel. Parece que lo sucedido se resiste a ser escrito. Parece que lo sucedido se resiste a ser pensado. Parece que la mente del hombre no puede representar lo presenciado, y entonces irrumpe la violación como una imagen intrusa e intrusiva, y entonces parece que lo único posible es arrancar la hoja. Durmiendo, es decir, en pleno trabajo del sueño –porque sepan que soñar es un trabajo, un trabajo que nos permite dormir– viene la prueba de lo no pensado: el hombre escribe “TEMO”. ¿Qué teme Benjamín? ¿Quién es Espósito? Benjamín Espósito es un hombre que tiene la mesa de noche llena de remedios, que al café le echa mucha leche –según Irene por vejez–, y cuyos piropos son ignorados por las mujeres jóvenes. Con tiempo de sobra, ha pasado 25 años ocupado de dos cosas. Intentando no pensar en el crimen de Liliana Colotto, e intentando olvidar a Irene Menéndez Hastings, el amor de su vida. Es ella quien llama la atención de Espósito sobre el silencio que, como todo manto que cubre lo traumático, ha cubierto por más de dos décadas esta causa criminal. Es ella misma quien le regala un instrumento fundamental para la nueva tarea del dinosaurio que es Espósito: la Olivetti con la A mala (“Llevatelá, por ahí entre dinosaurios se entienden”). Introduzcamos aquí algunas dudas sobre Irene y Espósito. ¿Qué es lo importante que no se ha dicho y que Irene quiere escuchar en la intimidad que otorga la puerta cerrada? ¿De qué es lo que no han hablado estos dos que, con el transcurso de la película nos damos cuenta, parecen poder hablar de todo con humorística soltura? Desde un inicio en la película, y como en la vida también, el amor y la muerte son dos historias que deben ser balanceadas permanentemente.

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Está bien, Espósito tiene cómo escribir, con qué escribir, pero eso no significa que pueda iniciar su novela, iniciar su trabajo de elaboración. Irene lo invita a la asociación libre: “Y partí por lo que más recuerdes…”. Pero Benjamín censura: “Comienzos se me ocurren un montón, pero no sé si tengan que ver exactamente con la historia”. Benjamín censura que lo que más recuerda es el día en que la conoció a ella, a Irene. Pero también censura la visión del cadáver ensangrentado de Liliana Colotto y el impacto que esa visión indeseada produjo en él. Ese impacto lo sabemos porque seguimos su mirada hacia las fotos de cuando la muchacha estaba viva, por las voces oídas desde lejos, y por lo que debe ser uno de los signos más auténticos de la muerte: un guante de plástico que le cierra los ojos a una hermosa chica muerta. Una vez más, la historia de amor se cruza con el odio y la destructividad en su estado más puro, y entonces ya no nos parece tan descabellado que Espósito no pueda escribir. El contraste entre el rostro vivo de Liliana y su cara inerte parece no dejar pensar a Benjamín. Pero lo sigue intentando, y en el camino que sigue para hilar sus recuerdos, nos permite acceder y acompañarlo en el encuentro de las múltiples formas humanas para lidiar con la vida.

LA FORMAS DE SEGUIR VIVIENDO. LA PSICOSIS: MORALES O LA VERDADERA LOCURA ES LA NADA Con el crimen, Benjamín conoce a Ricardo Morales, esposo de la muerta. Desde el minuto que lo ve por primera vez, cuando acompaña a Báez a notificarlo de la terrible noticia, hay una conexión entre ambos. ¿Entre ambos? En realidad no, me parece que entre Espósito y Morales la relación no es recíproca. Algo nos dice desde un inicio –y hasta el final– que el diálogo no es posible en paridad, en igualdad de condiciones, en la misma cancha. Con la noticia, Morales queda corporalmente petrificado, casi estuporoso, su imagen parece la de una figura de cera. Con el correr de la película nos damos cuenta de quién es Morales. De su afición a las rutinas (todos los días recorre una distancia considerable para ver TV con su mujer, nada menos que “Los tres chiflados”), de su permanente autocontrol, de su sistema práctico, inteligente y ordenado para clasificar y numerar fotos. Cuando le cuentan de la muerte de su esposa, Morales no se mueve, y en la escena sólo se escucha a lo lejos una tetera hirviendo. ¿Es él internamente? Morales sólo rompe en llanto una vez a lo largo de toda la historia. ¿Cómo elabora el duelo? ¿Lo elabora? Hay algo en Morales que a Espósito lo conecta consigo mismo, a pesar de las evidentes diferencias. De he-

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cho, escribir la novela parece ser la forma que encuentra Benjamín para elaborar, y no huir, de la nada. Es la propia Irene quien le pregunta: “No volvimos a hablar de esta causa ¿Por qué ahora?”. A lo que él responde: “Porque hace más de 20 años que me vengo distrayendo… me distraje. Y ahora que me jubilé no tengo nada… que me distraiga… me vi, cenando solo, y no me gusté”. La vida –es decir, el ruido, los amores, los desamores, las “joditas”, el trabajo– parece ser un mero rodeo para la muerte –la nada, el silencio, la soledad absoluta–, y Espósito lo palpa con la jubilación por segunda vez. Por primera, cuando conoce a Morales y es testigo de su silente sufrimiento: “Cuando ve a otro y eso lo lleva a ver su propia vida… usted no sabe lo que es el amor de ese tipo. Conmueve. Es como si la muerte de la mujer lo hubiese dejado ahí detenido, para siempre, eterno, ¿me entiende? Con ojos de amor puro, sin el desgaste de lo cotidiano, de lo obligatorio”. Benjamín y su lectura de los ojos que hablan. Sin embargo, en este caso parece idealizar un estado que, más que amor –que significa ligazón, movimiento, dinamismo– es muerte psíquica –o sea, detención, nada–. “Me la paso mirando las fotos. Ya sé que es una negación, pero me ayuda a seguir viviendo mientras encontramos al tipo”. Morales tiene que vivir en función de algo más, no puede ser dejado solo consigo mismo. Benjamín, hombre visceral, vivo y en el fondo apasionado, no parece comprender cuando Morales se conforma con la justicia que entraña la cadena perpetua. Y eso es porque Espósito no puede acceder al infierno que vive Morales, quien le dice así: “¿Sabe lo que yo daría por una inyección así?”. Morales nos confronta con el verdadero infierno, que no es ese de nuestro imaginario, rojo, lleno de fuego y movimiento. El verdadero infierno es helado, frío, quieto, el verdadero infierno es la nada silenciosa expandiéndose: “No, que viva muchos años. Así se va a dar cuenta que todos esos años van a estar llenos de nada”. Esa es la locura que invade a Morales después de la muerte de su mujer, único objeto que parecía anclarlo a la vida, obligarlo a la vida. Morales representa la imposibilidad del trabajo del duelo, el noduelo, el borramiento de las representaciones producto de una fuerza que tiende a la nadización, a la nada, al blanco. Morales está inmóvil, fijado, y sin embargo la fijeza no detiene el trabajo de destrucción que ha empezado a operar en su mente con la muerte de Liliana. Dice Morales sobre las nuevas rutinas con que llena su vida vaciada: “Este mes me toca acá Martes y Jueves. Lunes y Viernes voy a Once, y los Miércoles a Constitución. Todos los meses lo cambio. Algún día tendrá que pasar. (…) Lo peor de todo es que me la voy olvidando de a poco. Tengo que hacer esfuerzos para acordarme

de ella, día y noche. Vuelvo a recuerdos estúpidos. Y después empiezo a dudar. Y ya no sé si es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo lo que me va quedando, ¿se da cuenta?”. Morales no puede desinvertir a Liliana y recordarla con nostalgia y cariño por su té de limón. Morales se angustia hasta la confusión, a Morales la imagen de su amada se le desaparece de la mente, Morales se vuelve loco, se enloquece con la pérdida. Cuando la impunidad y la injusticia abaten a Espósito después de la liberación del asesino, Morales vuelve a demostrar la impasibilidad de quien está congelado, es decir, muerto en vida: “¿Qué gano metiéndole cuatro tiros? Voy en cana hasta que me muera, Gómez antes de llegar al piso está libre de todo y yo me la paso cincuenta años en una celda envidiándole la suerte. No, no, para mí la cárcel toda la vida hubiera estado bien”. Morales nos plantea que envidia la suerte de los muertos, de los que no sienten en absoluto, aquellos en los que la nada triunfó, único alivio al que parece poder aspirar desde la muerte de Liliana.

LO ANTISOCIAL: LA TRILOGÍA DEL MAL La película plantea desde muy temprano que el orden que imparte la ley, y la justicia que de ella emanan, no son hechos dados. Hay una forma de vivir al margen, invirtiendo el mal y el bien, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira. Y ese estado mental lo encarnan, a mi juicio, al menos tres personajes. El primero es Fortuna de la Calle, un tipo muy elegante, que quiere presumir como hombre de mundo –y que se equivoca en la pronunciación del apellido inglés de Irene–, pero que puede ser ignorado, que firma su propia declaración de interdicción, que se preocupa más de lo que dicen que de su trabajo, en definitiva, un juez de papel. Cansado de las quijotadas de Espósito, Fortuna de la Calle reconoce la condición que el propio Benjamín le ha dado unas escenas atrás –recordemos la taxonomía que a propósito de él hace Espósito sobre los tipos de boludos que existen-: “Lo que yo digo vale una reverenda mierda (…) y tal parece que yo no soy un juez, soy un reverendo boludo. Porque yo digo hagan A, y acá hacen Z, como esta máquina de mierda que me metieron…”. Nuevamente la ausencia de A, la letra que no sirve. Fortuna de la Calle opera como un padre impotente, presente pero incapaz de ordenar, jerarquizar, proteger, cuidar y hacer justicia. Y entonces, ante la ausencia de una ley, comienzan a operar las leyes particulares. Como la de Romano, equivalente oscuro de Espósito, alter ego corrupto que inicia la película calificando de “riguroso turno” su dispareja voluntad –la que dicho sea de paso termina con Psiquiatría universitaria

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Benjamín a cargo del caso–; quien inculpa inocentes sin investigar (“Acá tenés, el caso resuelto. (…) Mejor que pelear, es ayudar”) y que a través del camino corto –sin frustración, sin dolores, sin equivocaciones– busca triunfar, obtener lo que quiere, ejercer su poder y hacer su voluntad. Nacionalista (“Éste por lo menos es argentino…), nunca olvida la afrenta narcisística que le inflige Espósito con su denuncia. Y no la olvida en años. Por eso cuando está en posición de poder, lo ejerce aleatoriamente, lo demuestra, lo exhibe. Romano siente que es superior, que está por sobre el bien y el mal, que las pobres leyes humanas no pueden alcanzarlo, y desde ese predicamento habla cuando Irene y Espósito lo encaran después de la liberación de Gómez. Dice Romano: “Tienen que salir un poquito más ustedes, porque la justicia es una isla en el mundo, y este que está acá es el mundo. Y mientras ustedes se dedican a cazar pajaritos, nosotros estamos acá peleando en el medio de la selva. Gómez empezó con nosotros en la cárcel. Llevar y traer información, cosas pequeñas. Lo hizo muy bien, se hizo querer. (…)”. Cuando Irene lo confronta con la realidad –que Gómez es un violador y asesino, confeso y sentenciado–, viene la re-negación, el acomodo de esa realidad inconveniente: “Será, será, pero también es una persona inteligente y de coraje, capaz de entrar en una casa y hacer lo que hay que hacer. Además, la vida personal de él, honestamente no, con todos los subversivos que hay dando vueltas, nos tiene sin cuidado. Si vamos a ir con los buenos solamente… (ríe)”. Esa frase es central: “si vamos a ir con los buenos solamente”. Buenos y malos son intercambiables, la renegación permite saber y no saber, la realidad se amolda a mis deseos, mi ley es la única que impera. Y sigue hablando Romano en esa escena: “Doctora, no se meta. No puede hacer nada. Lo que sí puede hacer es volver a su oficina, quedarse sentadita, mirar y aprender, porque la Argentina que se viene no se enseña en Harvard”. Envidioso, devalúa para volver a situarse en un lugar superior, su lugar. Sin embargo, la rabia más intensa es con Espósito: “(…) vos sos Espósito, o sea, nada. Ella es intocable, vos no. Dejála que vuelva a su mundo, no seas jodido”. Romano sabe dónde golpear, conoce los puntos débiles de su enemigo y los explota. Termina diciendo: “Hay una cosa que tienen en común; que ninguno de los dos puede hacer nada”. La impotencia: por el crimen, por la condena no cumplida, por el triunfo de la destructividad, por el amor no dicho. Pero aún falta un personaje para comprender a cabalidad los vértices de esta trilogía: nos falta hablar del asesino. Gómez. Isidoro Gómez habla muy poco a lo largo de toda la película, apenas unas líneas cuando es detenido y se realiza su audiencia indagatoria, y otras muy

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perturbadoras casi al final. Sin embargo, Isidoro Gómez tiene una mirada que, como dice Espósito, habla. Espósito descubre que él es el asesino por esa mirada intensa, voraz, penetrante y penetrativa con la cual mira a Liliana Colotto en todas y cada una de las fotos de juventud. Gómez, quien al ser interrogado muestra una expresión tímida, inocente, desvalida, que trasunta también a su forma de hablar, apenas audible, suave, imperceptible: “Dígame qué pasa, por favor, se lo ruego”. Pero es nuevamente su forma de mirar, esta vez el escote y los pechos de Irene, la que lo delata. Irene ve en esa mirada lo mismo que vio Espósito en las fotos. El asesino es él, Gómez, no hay duda, pero tampoco hay pruebas, y entonces Irene hace una jugada maestra: lo hiere narcisísticamente. Ahí vemos mutar la cara de Isidoro. De ser una especie de ángel desvalido y frágil, nos comienza a aparecer un mentón contraído y la ira apenas contenida. “La amazonas y el pigmeo. (…) Una belleza como ésta no está al alcance de cualquiera. Hay que ser muy hombre para enganchar a una mujer así. (…) No me va a decir que semejante mujer se va a acordar de este pibe. A menos que sea prostituta. Porque con algunos solamente cobrando, ¿eh?”. Gómez junta y junta ira, pero no puede explotar porque lo que escucha parece ser una defensa. Una defensa chueca, invertida, falaz. Gómez se resiste, Irene sube la apuesta y lo hiere directamente en lo sexual: “Obviamente no se refieren a este microbio, que debe tener un maní quemado”. Y entonces Gómez explota y actúa, confiesa y se exhibe sólo para restituirse narcisísticamente, sin pensar en las consecuencias de eso, sin culpa, sin vergüenza. Impulsivo, no puede mantener el dominio perfecto de sí mismo, las vísceras lo traicionan, se delata. Después de la detención del asesino la película cambia de rumbo, la macro-historia irrumpe en, y rompe con las micro-historias. Vemos a Gómez liberado por el poder político –sonriente, satisfecho, triunfante– al servicio de un organismo de seguridad e inteligencia. Nuevamente sin hablar, y sólo con la mirada, intimida a Espósito e Irene en el ascensor. Jugando con su arma, mirándolos como los mira al bajar, Gómez les advierte que los puede matar a su antojo, que sus vidas dependen de él, que él triunfó con Romano y, como él, ahora está por sobre la ley, por sobre ellos, por sobre todos. Falsa ilusión de Gómez, lo veremos casi a final de la película.

LA AUTODESTRUCCIÓN: EL BRILLANTE PABLO O EL SANCHO ALCOHÓLICO Sí, Benjamín es una especie de Quijote que se pasa tres horas pensando en qué decirle a Irene cuando la ve entrar, un hombre que a la pregunta por cómo está,

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responde “cansado de ser feliz.” Pero todo Quijote necesita un Sancho, y en este caso esa figura la encarna Pablo Sandoval, alcohólico crónico que anuda expedientes en el mismo Tribunal para el que trabaja Benjamín, que contesta cualquier disparate cuando llaman por teléfono –lo que finalmente se traduce en que no recibe ninguna llamada– y cuyos piropos sí son recibidos. Dice Pablo: “Vos me ves vestido de sapo acá, pero yo soy un príncipe encantado. Yo no estoy enamorado, Benjamín, para mí es más fácil”. Benjamín es el guardián de Pablo, su cuidador, quien le paga sus tragos, lo va a buscar después de cada salida por calle Talcahuano –porque las salidas a beber siempre son por calle Talcahuano– y lo aloja en su casa si la mujer no lo recibe. Un perfecto ejemplo de una relación de co-dependencia, dirán ustedes. Y sí, tienen razón. Pero como Benjamín, Pablo también está dañado, y algo de ese daño en común, algo de esa tristeza alegre, algo de ese fracaso permanente los hermana, los junta, los une. Es Pablo quien da una brillante definición del ser humano, y si me apuran, de paso define domésticamente los conceptos psicoanalíticos de pulsión y de com-pulsión a la repetición. Ciertamente también da con la clave que decodifica las cartas que Gómez envía a su madre, y así se puede saber dónde buscar al asesino: “El tipo puede hacer cualquier cosa para ser distinto. Pero hay una cosa que no puede cambiar, ni él, ni vos, ni yo, nadie. Miráme a mí: soy un tipo joven, tengo un buen laburo, una mina que me quiere y, como decís vos, me sigo cagando la vida viniendo a tugurios como éste. (..) ¿Y sabés porqué estoy, Benjamín? Porque me apasiona. Me gusta venir acá, ponerme en pedo, cagarme a trompadas si alguien me hincha las pelotas, me gusta. Y vos lo mismo, Benjamín. No hay manera que te puedas sacar de la cabeza a Irene (…) Vos seguís esperando el milagro, Benjamín. Y ¿por qué?”. Bueno, porque Racing y el fútbol son una pasión, y la pasión mueve, vitaliza, no se puede cambiar aunque termine destruyendo: “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”. La injusta liberación de Gómez afecta profundamente a Pablo, lo hiere, lo lastima. Contribuir a la captura de un asesino tan escurridizo como ése parece ser un logro único en su vida, éxito transitorio que pudo convertirlo en el príncipe que prometía ser; Gómez libre e impune es un fracaso tan nuevo como repetido. Así, otra vez ebrio, Espósito lo saca del bar después de una riña con Platón y lo refugia, como no, en su casa. Lo único que dice al salir del bar es: “Van a saber lo que es la Justicia, hijos de puta”. Una vez en la casa de Benjamín,

nos enteramos que lo de no recibir llamadas es una reiteración, una constante, que lleva un año sin teléfono en su casa: “Si alguna vez me llamaras, sabrías que no anda”. Solitario aunque rodeado de gente, trata de calmarse a sí mismo a través de tranquilizar a Espósito: “Estamos bien, estamos bien. Ya lo vamos a encontrar a este hijo de puta, ya lo vamos a encontrar”. A la ausencia de Espósito viene la inmolación de Sandoval, de la cual lo único que sabemos es que es una de las explicaciones que Benjamín le da al cadáver de su amigo ensangrentado en su cama. Sandoval se hizo pasar por él para protegerlo al menos una vez, para retribuirle, para cuidarlo, para reparar. Pero dejarse matar es también el último acto de este Sancho triste y autodestructivo.

LA NEUROSIS: EL CONFLICTO DE IRENE CON LAS PUERTAS CERRADAS Siempre con un detalle rojo en su vestimenta, ésa parece ser la única manifestación de pasión abiertamente expresada que se permite Irene Menéndez Hastings, joven abogada, doctorada en Cornell y que llega a trabajar en el Tribunal de Espósito, para desde ahí comenzar su carrera en el Poder Judicial. Siempre dudando si cerrar o no la puerta de su despacho (“¿Me querés hablar de algo importante?”), cada vez que la puerta queda abierta es porque no hay intimidad, porque nada afectivo va a ocurrir ahí, nada que la libere de esa rectitud que parece acarrear por obligación. Es Irene quien sobresee por primera vez la causa Colotto diciendo: “este asunto se acabó”. Y no es extraño que sea ella quien cierra por decreto algo abierto, porque Irene vive así: tratando de cerrar lo que no se puede por obligación, por deber, por miedo. Es decir, lo que le pasa con la puerta es un síntoma, un síntoma cargado de significados. Mirando con la distancia que permiten los años transcurridos, Irene observa las fotos de su compromiso y se describe: “Yo me miro y no me reconozco. Parezco otra persona (…) Recta, conservadora, estructurada, joven”. Y después le explica a Espósito las razones que tiene para negarse a leer su novela: “Puede ser que esté buena la novela, pero no es para mí (…) Yo no puedo (…) Mi vida entera fue mirar para adelante, para atrás no es mi jurisdicción. Me declaro incompetente”. Irene habla de la vida emocional con términos legales, se resiste a entrar en el pasado, y se rebela contra ese amor con Espósito que no se concreta nunca, que no se declara nunca, pero que al igual que la causa por el crimen de Liliana, no se muere nunca. Irene secunda a Benjamín en todas sus empresas, por descabelladas que parezcan. Lo apoya, miente Psiquiatría universitaria

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por él, transgrede por él. Quiere vivir otra vida, pero está atrapada, y pone en Espósito su posibilidad de liberación. Dice Irene: “No soy intocable, tampoco soy de otro mundo. (…) ¿Algo para objetar? Déle, objete. ¿Dónde nos vemos? Para manifestarme sus objeciones a mi vida, a mi novio, a mi casamiento, y demás constancias que obran en la causa”. Irene protege a Benjamín, lo ayuda a irse a Jujuy cuando su vida está en peligro. Deseosa de oír una declaración de amor por parte de Espósito, esa declaración liberadora parece nunca llegar, al menos no a tiempo, lo cual la obliga a refugiarse en un aparente desprecio a los sentimentalismos, única manera que tiene para hablar de sentimientos. 25 años después le dice a Espósito sobre su novela, la que finalmente accede a leer: “Es una novela, en una novela no hace falta escribir la verdad, ni siquiera algo creíble. (…) El tipo llorando como si fuera un desgarro, y ella corriendo por el andén como sintiendo que se iba el amor de su vida, y tocándose las manos a través del vidrio como si fueran una sola persona, y ella llorando, como si supiera que le esperaba un destino de mediocridad y desamor, casi cayéndose en las vías, como queriendo gritar un amor que nunca se había atrevido a confesar”. Ante la confrontación de Benjamín por la verosimilitud del relato, dice Irene: “Y si fue así ¿por qué no me llevaste con vos? Pánfilo”. De pronto, ficción y realidad se confunden, y la Doctora Menéndez Hastings ya no está más hablando de una novela, sino de sí misma y de esa escena en la estación de trenes que da inicio, en las ensoñaciones de Benjamín, a la película. Volvamos a esa escena. Espósito no se quiere ir, no la quiere dejar: “Acá tengo… tengo todo acá”. Ese todo, esa vacilación, ese silencio, es lo no dicho: no la quiere dejar a ella. Irene se lo plantea: “¿Qué vamos a hacer acá? Vos y yo… no podemos hacer nada”. Y efectivamente Benjamín es un pánfilo, y el beso es trunco, y no se dice el amor –ya sabemos, la A está mala–, y con eso Irene se vuelve una exitosa Fiscal, infelizmente casada y 25 años esclavizada a un amor jamás dicho.

EL FINAL Irene no entiende la persistencia de Espósito por esa causa que no muere nunca. Y Benjamín, identificado con Morales, trata de explicarle que de la nada no se puede huir indefinidamente: “No quiero dejar pasar todo de nuevo, como puede ser. ¿Cómo puede ser que no haga nada? Hace 25 años que me contesto lo mismo: ‘dejála, fue otra vida. Ya pasó, ya está, no preguntés, no pensés.’ No, no fue otra vida, fue ésta. Es ésta. Ahora quiero entender todo. ¿Cómo se hace para vivir

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una vida vacía? ¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada?”. Se nos vuelve claro que la novela es un intento de entender, de significar lo impensado, pero también lo impensable. Y nuevamente Irene, como primero hizo con la vieja Olivetti, ayuda a este Virgilio porteño a sumergirse en el infierno y relanzar la investigación. 25 años después: ¿dónde está Gómez? ¿Qué pasó con Morales? El color de las imágenes cambia nuevamente. Benjamín busca y encuentra a Morales. A un Morales semicalvo, muy viejo –más que Espósito por de pronto–, en una casa de campo que permanece día y noche con las ventanas cerradas, con las persianas de madera cerradas, con los postigos cerrados, con Morales en-cerrado. Por eso no debiera extrañarnos que, pese al ambiente rural, Morales no tome mate: “¿Qué ambiente? Si estoy todos los días en el Banco yo”. Morales sigue detenido, quieto, pese a lo que nos dice: “Quería empezar de nuevo. (…) Siempre hay una sucursal que no la quiere nadie, así que aquí estoy. Con un ascenso y todo, ¿sabe?”. Con ascenso y todo, Morales no se ha movido un ápice de su posición mortífera. Mudado a kilómetros de Buenos Aires, la foto de su mujer muerta, de su joven mujer muerta, sigue siendo muestra de un tiempo que no ha pasado, de un duelo que no se ha hecho, de una vida que no ha devenido. Entre Benjamín y Morales, muy a pesar del primero, no hay diálogo posible. Benjamín pregunta a Morales si se casó. Responde el otro: “No, me parece que yo, a esta altura, bajé la persiana. Probé, pero ¿sabe qué pasa? Es muy complicado”. Y Espósito no entiende cuál es la complicación, y Morales tampoco sabe explicarla, y la bajada de persianas es literal, material, concreta. La imposibilidad del contacto íntimo que busca Espósito fracasa una y otra vez. Morales no está disponible para el vínculo, menos para la identificación. Espósito está vivo, Morales no: B: “Lo que pasa es que lo recordé siempre, Morales”. M: “Hace mal, debería olvidarse”. (…) B: “¿Cómo hizo para aprender a vivir sin ella?”. M: “Pasaron 25 años, Espósito”. B: “¿Cómo hizo para empezar todo de nuevo?”. M: “Pasaron 25 años. Olvídese”. El grito de Morales es la forma impotente de decirle a Espósito que en realidad no ha podido vivir sin Liliana, que no ha empezado nada de nuevo, que todo quedó detenido hace 25 años. Pero Espósito, nuestro Virgilio pasional e insistente, le reclama una comprensión, le pide explicaciones:

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B: “Es mi vida también. Su amor por esa mujer no lo volví a ver. En nadie. Nunca”. M: “Váyase de mi casa. Es MI vida, no la suya”. B: “Perdón, son cosas de viejo, a lo mejor es eso. Es que le di tantas vueltas…”. M: “Vaya a su casa a darle vueltas”. Espósito idealiza un amor que en realidad es muerte. Lo que operó en el psiquismo de Morales está más cercano a la destrucción que a la creación. Y es frente a ese escenario que Benjamín comienza a dejar de temer. Primero, cuando frente a Morales reconoce su propia imposibilidad de elaborar un duelo, la pérdida de Pablo, su leal escudero: “Me da tanta vergüenza. Ni siquiera tengo el coraje de pasar por el cementerio a dejarle una flor”. Benjamín reconoce ante Morales que el final heroico que ha pensado para Pablo es parte de su imaginación, un recuerdo creado, no recordado: B: “O por ahí no fue así (…) No sé, le doy vueltas y vueltas y ya no sé qué pensar”. M: “Elija bien. Lo único que nos queda son recuerdos. Al menos que sean lindos”. Pálido consuelo otorga Ricardo, nuevamente un artefacto, una fórmula mecánica para llenar vacíos. Nuevamente con esa textura onírica en las imágenes, Morales relata el supuesto asesinato de Gómez. “No lo busque más”, dice Morales tratando de cercenar la exploración incesante de Espósito. Pero Benjamín se resiste y pregunta si valió la pena, si hubo alguna gratificación, algún placer, algo vivo, por retorcido que sea: M: “No piense más, no piense más. ¿Qué importa? Están todos muertos. (…) Va a tener 1.000 pasados y ningún futuro. No piense más, hágame caso. Se va a quedar sólo con recuerdos”. 1.000 pasados y ningún futuro, sólo recuerdos que nada contienen, que en nada llenan el vacío. Eso pasa con Morales después del crimen de su mujer, y a eso

invita a Espósito. Lo invita a morirse, a no seguir viviendo. Pero Espósito sigue pensando. Transcurren escenas silentes, pero llena de voces en la mente de Benjamín. Como la de Pablo, personaje que vuelve esta vez como objeto interno protector: lo que no cambia es la pasión. La pasión de Espósito es buscar, preguntar, explorar, y es seguir vivo lo que lo lleva a encontrarse con la materialización de la locura: en una celda casera, de barrotes oxidados y ambiente claustrofóbicamente viciado, se encuentra con un Gómez viejo, enflaquecido, deteriorado, ahora sí genuinamente asustadizo. Rumbo a enloquecer, Gómez le suplica una sola cosa a Espósito: “Por favor, pídale que aunque sea me hable”. Morales retrueca que esto es un justo castigo, y le dice a Espósito: “Usted dijo perpetua”. Les reitero: el verdadero infierno es helado, privado de la calidez del contacto humano, silente, siempre igual, inmóvil, muerto en vida.

LA A REPARADA Tocar el infierno y volver para contarlo es una proeza heroica, un viaje, un trabajo que permite a Espósito reconocerse vivo y distinto a Morales, a Gómez, a los muertos en vida. El primer plano a una flor roja nos advierte del final. Espósito le lleva flores a Pablo y lo despide, único camino para identificarse creativamente con él y zurcir –como Pablo los expedientes– su novela ya definitivamente terminada. Zurcir es ligar hojas unas con otras, y ése es el trabajo que le corresponde a la pulsión de vida, al trabajo creativo, al predominio libidinal. Por eso la elaboración está terminada, la A reparada, y así TEMO se convierte en TE AMO. I: “Seguís vivo”. B: “Tengo que hablar con vos”. I: “Va a ser complicado”. B: “No me importa”. I: “Cerrá la puerta”. Nuevamente sin palabras, son los ojos los que hablan. Y esta vez, la puerta finalmente puede ser cerrada.

Psiquiatría universitaria

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