EL TERCER ULISES [O EN CIERTO GRIS SENTIDO]

EL TERCER ULISES [O EN CIERTO GRIS SENTIDO] 522 Para Penélope que en la vida real se llama Alicia 523 No ignoro que lo blanco y que lo negro en
Author:  Josefa Cano Duarte

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Story Transcript

EL TERCER ULISES [O EN CIERTO GRIS SENTIDO]

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Para Penélope que en la vida real se llama Alicia

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No ignoro que lo blanco y que lo negro en cierto gris sentido no difieren. E.G.R.

CANTO I SOLAS CON MIS OJOS

Cincelado por el mar de la placenta nace en mi cuerpo el islote donde habita, Robinson de mi cerebro, la soledad conquistada por la carne con sus límites. En este claustro de arena, junto a las palmas, jirafas que mordisquean el cielo, la playa muerta de brisa, los cangrejos que casi vuelven uno su miedo y su orificio, las caracolas que venden en su puesto el mar a retacerías, mi pulmón dio sus primeros pasos de aire. Rodeado por el flujo y el reflujo de la asfixia, en esta isla de oxígeno, mi llanto, mi vómito de notas disidentes, me instaló en la existencia, y me puse a mover, torpe, las manos hasta dar, en el juego, con la doble sorpresa de mis puños. Aunque de terciopelo, fue el vientre de mi madre mi primera colección de paredes. Mi islote está lamido por las olas, por las lágrimas de todos los peces. 524

La soledad, la isla, mi cuerpo, todo empezó a subir por la escalera del tiempo, de los cumpleaños, de pasteles rellenos de lo efímero, de relojes que se hallaban masticando y masticando sus gerundios. Y ahora me hallo solo, solo y mi alma se siente acorralada en la vivienda en que sólo un rincón de telarañas neurálgicas resulta ser el cuerpo. Me hallo solo, y qué cosa peor que darse cuenta que tan sólo las manos nos hacen compañía. Que todos mis sentidos están sintonizados, con mi antena de tísico, para oír, en el tráfago de cosas, una voz, un rechinido de palabras, la música infinita que incluye cada nota, alguien que sepa oír, que tenga las orejas adiestradas por millares de letras amorosas. Las manos en la mesa, como cartas, jugando un solitario de ademanes. La mirada en los cuatro rincones del reojo. Los hombros fatigados de cargar la mochila de su angustia. La pluma arrodillada ante su tinta. Y las patas de araña del poema que atraviesan, veloces, por la página tras el pequeño insecto de una imagen. Corriendo a un lado y otro de mi cólera, desgañito vocales emotivas, doy forma acicular a alguna letra y alcanzo un do de entraña. Araño las paredes de mi grito. Mas las cosas prosiguen impasibles, recitando en voz baja la distancia que guardan con mi espíritu, y sin abrir un poro, un solo poro de sorpresa en su epidermis. 525

Estoy frente a la cama, los libros, los anteojos, los cajones. Es inútil hablarles, encadenar mi lengua a su sordera. Estúpido pasarles por la nuca mi mano que sufre hambre de otra mano, corno el fruto escindido que vive la acidez de su fragmento. A solas con mis ojos. Conversando con mi frente, mis labios, mis rodillas. Hablando por los codos con mis codos. Recitando a mis uñas mis poemas más fáciles, aquellos que escribo con la mano en la cintura de mi musa. Lanzando, como el canto de luz de una sirena, mi faro a los navíos que no supieron darle su alimento de puntos cardinales a la brújula. A solas con mis párpados. Hablándole de usted a mis audacias. Alzándole la voz a mi saliva conformista. Dictándole epigramas a mi tacto. Buscando la manera de arrugar la hemicrania y arrojarla al cesto de papeles. Prohibiéndole al cerebro de la mano inventarle fantasma a las caricias y dar de cuando en vez algún portazo con una puerta falsa. Ardo en mi soledad. Invito al viento a acostarse conmigo. Le acaricio a la atmósfera la espalda. Le desprendo al ambiente los botones de sus prendas más íntimas. Hurgo en la almohada senos. Corro tras de los labios que se forman con los pliegues de lino de mi cama. Y entrecruzo, al dormirme, 526

mis piernas con las piernas del cansancio. Termina el año. Diez, nueve. Se sienten sus estertores. Ocho, siete. Todos los intersticios del espíritu se colman de confetti. Seis, cinco. Se escucha afónico, y a toda saliva, el radio. Cuatro, tres. El estruendo da un salto y se coloca en el peñasco de su mayor volumen. Dos, uno. Todos lloran y se estrechan, cantan, gimen y sus dedos entrechocan para esculpir una tribu, un corro fraternal, una colmena en que, amantes, las manos, poseyéndose, van pasándose miel unas a otras. Pero yo me encuentro solo. Prisionero de las cuatro paredes del oleaje y su eterna marea de barrotes. Tiene el ave a sus alas como el preso a la llave maestra del indulto. Pero yo estoy aquí torpe, sin alas, con un ardor de muros en el pecho, el corazón cuarteado, soñando en la pomada de tu cutis y en que un día también la cerradura será presa de un síncope y perezca con estertor de llaves. Hay que desordenar toda mi casa, hay que cambiar de sitio los rincones. Permitir que cohabite finalmente el techo con el piso. Darle al suelo la mano para que pueda al fin salir por la ventana. Mi objetivo es hacer de cada escombro un extraño y bellísimo juguete. Que tomen el poder las cerraduras, las rendijas, el pórtico, la calle. 527

Sintiendo el picotazo de la frase que pugna por salir, volverle el nombre cotidiano de labios a la jaula, me lanzo hacia la costa buscando caracoles, imitación de orejas. Sufro un hoyo de hormigas en los dedos. En cada yema cargo pesadillas. Siento en toda la carne erecto el tacto.

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CANTO II EL VIENTO ME PERTENECE UN POCO Jurídicamente hablando, yo no soy dueño de ninguna de las luciérnagas. Y aun mi derecho sobre las mariposas resulta discutible. No tiene sentido que alguien me pida (regalado o prestado) un crepúsculo porque carece de ellos mi patrimonio familiar. Se puede creer, sin embargo, que, en sociedad con mis oídos, soy al menos propietario de alguna melodía (las variaciones, digamos, sobre un tema del viento); pero si una cosa debe afirmarse de mí es que soy pobre de música, menesteroso de Bach, harapiento de Mozart. En mis arcas no existe un solo aroma. Nunca he guardado en mi caja fuerte el sabor a vainilla. Nunca he poseído una alacena olorosa a compota de durazno ni mi ropa ha estado nunca planchada y doblada por las manos de un jabón que conduzca majadas de perfume. Mas llegas tú. Y el viento me pertenece un poco. Hasta puedo enviar por correo de regalo alguna brisa. Me llevo por algunas horas el mar a mi departamento de la misma forma en que lo hice en la página 65 del antiguo relato de una de mis pesadillas. De un tallo de dos o tres rosales pende una tarjeta con mis señas. Y he dado instrucciones a las espinas (los demonios custodios del perfume) para poner en su sitio a quien olvide la propiedad ajena. 529

Mas llegas tú, y la soledad sale corriendo hacia las fronteras que tengo con la nada. El abrazo nocturno nos confunde. Sólo el gallo, que enciende una cerilla con su música, despierta nuevamente nuestros límites. Mas nos tomamos entonces de la mano con la intención de que no deje de haber nunca litigios fronterizos entre nuestros pronombres. Me ayudas a armar el rompecabezas de un ángel. Hallamos agua, sol, edad derruida, damos con la pasión que desentume piernas, mueve brazos, y devora también, oso hormiguero, la infinidad de puntos agitados en las extremidades que se duermen en su inmovilidad de soltería. Mas después de gozar el placer sedentario de los besos y las caricias lentas (las tortugas afectivas que cruzan por tu vientre) decidimos partir, darle cuerda al zapato, correr mundo. Construir un astillero y empezar a forjar fetos de naves que crecen hasta hacerse audacia de madera, un sueño con su popa y con su proa. La aventura que sabe recortarle las espinas a la rosa de los vientos.

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CANTO III PENÉLOPE

Digámoslo: Penélope no se queda en la casa. No permanece aquí para cuidar la hortaliza. Para lavar la cara sucia de los pepinos, peinar a los elotes, plancharle a las lechugas los puños y los cuellos. No se queda, en la casa, al frente de la escoba que al moverse reparte un infarto en cada uno de los granos de polvo. No teje la calceta de su matar el tiempo. No le zurce a la ropa sus corrientes de frío. No se halla en la cocina todo el día incrustada mirando cómo hierve poco a poco su tedio, probando a qué le sabe su propia servidumbre cuando el dedo le pasa su información al gusto, ordeñándole rayos de sol a las naranjas, tomando de la mano diferentes sabores que van, endomingados, a ornamentar la mesa. No aletea, pelando cebollas y recuerdos, el pañuelo custodio. No lava los pañales. No cuelga en un alambre la exposición completa de todo su fastidio, frustración, amargura encarnada en manteles, calcetines, calzones "y camisas que lloran lentas lágrimas sucias". No teje una promesa que desteje en la noche corno el flujo y reflujo de un océano de estambre en que está a la deriva su destino acosado por la piel pretendiente. No se entierra en la casa. También sale de viaje. También forja su propia odisea Penélope. No se queda en la casa. Se va haciendo camino. Pisa distintas piedras. Halla flores e insectos que aún no tienen nombre, que escapan a las fauces de todo diccionario. Acumula países, aventuras, crepúsculos. Con su experiencia al hombro va adelante Penélope. Es cierto que en el viaje, me vive en su conciencia como yo me la adentro también en el espíritu:

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en verdad mi equipaje tiene excedido el peso por cargar sus caricias, sus ojos, su memoria. Pero nos separamos. Con un mapa distinto cada quien en los dedos. En barcos diferentes que ni una sola gota del mismo mar comparten. Digámoslo: Penélope no se queda en la casa.

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CANTO IV EL VIAJE

Zarpó mi embarcación en la noche, guiada por el velamen submarino de mis remos, a la hora en que la luna deja caer un rayo para pescar la trinidad satánica de una fugaz aleta, la parvada de peces voladores que aletean en la niñez del cielo su búsqueda de nidos, y las agujas de las gaviotas que dan una y otra puntada al manto del mar resquebrajado. Salí de mi recámara. Encontré una salida de emergencia a la vuelta del espíritu. En la esquina más próxima le hice la señal (con un gesto de semáforo en mi mano derecha) a una de las ráfagas del viento. Mis remos son las cañas en las que van picando los kilómetros. Nuestro amor sedentario, nuestro amputarle piernas a los besos, se queda allá a distancia para amasar la primera de mis huellas. Nada me hace retroceder. A la espalda le niego la palabra. Amordazo a mi nuca. Castigo a la reversa, 533

a su gula de estelas. Aliento un explosivo en el pasado. Adelante, mi nave, mi amor de quilla ardiente, mi trozo de terruño en el océano, mi navío sabueso que olfatea el naufragio del piélago, la muerte de la sal en el islote que contiene talleres de agua dulce, donde la sed humana chapotea como pez en su sueño. Yo no temo perderme. Enloquecer mi pie en un laberinto. Encontrarme de pronto en medio de unos puntos cardinales suspensivos, con mi instinto de orientación mareado a bordo y vomitando todo itinerario. El Metro me desplaza. Me lleva hacia el destino, aún remoto. de una piel femenina, de una piel amasada por células de contornos lujuriosos. Se encuentra en alto riel, Y entre dos estaciones, mi odisea. Amanece. La noche y sus ejércitos oscuros pierden en varios puntos la batalla. Un resplandor occiduo habla de un fogonazo que se extingue, de un cañón que enmudece, que se muerde la pólvora. La derrota nocturna levanta con sus manos la bandera blanca del nuevo día. Un carro de mudanza se estaciona para cargar con todas las estrellas. El oleaje se mueve en un compás 534

de seis por ocho. Dos brisas adolescentes entran al baño tras de dejar en la percha de una nube sus respectivas batas. Juguetean, corren, ríen, se arrojan agua al rostro. Hay delfines que estallan desde el mar hasta uno de mis mejores cielos de ánimo. El mar hace castillos de arena con espuma. Un trueno de repente (el hórrido tronar de un de repente), un timbalazo cósmico, desorbita mis tímpanos, mientras allá en el cielo la orgía de las nubes desembarca un cúmulo de cántaros. Los ángeles del ruido empiezan su aleteo. Una tempestad infantil pasa corriendo (con el aro del sol) persiguiendo a su risa. La luz, antes reinante, es arrastrada (con todo y su corona de fotones) por una muchedumbre de penumbras hacia la guillotina. Los truenos se retiran entonces al silencio, l a voz en polvorosa. El timbal enmudece poco a poco oído por último registra añicos de sonido. Mi alcoba no pudo seguirme. Se quedó atorada allá en el cuarto piso de mi casa de apartamentos. Pobre cuarto mío que no sabe bajar por la escalera. La barca se mueve de un lado para otro, de izquierda a derecha de la palabra zozobra, del vocablo que se instala en la punta de mi temor y mi lengua. 535

Existe el peligro de que, de pronto, entre la tripulación de mi nave se encuentre el agua, que haya una invasión de astillas en el Metro, que sufra mi automóvil un infarto en las ruedas, y vaya yo a ocupar el infinito camarote de sal del naufragio o muera a mil por hora dejando en algún muro untados mi cerebro y mis poemas. Me siento estremecer. Advierto que el pavor subió secretamente, de polizonte, a bordo. Le trueno las falanges a mi miedo. Pero pasan las horas. Minutos de pulsera están cantando. Y el mar torna a la calma. Se para poco a poco la estampida de la búfala espuma. Sólo el tiempo se agita. Un tic tac que se escucha en sus mandíbulas mastica lo presente y arroja hacia la espalda bagazos de pretérito. Me hallo tan sediento que cambiaría el océano por una cantimplora. Mi labio canta, implora pidiendo un agua amable, un agua en que no exista ya el cardumen de todas las pirañas de la sal. Me encuentro hambriento, con un estómago que imagina espectros de manzanas al horno, charcos de mermelada, las verdes pinceladas del ejote, las fresas con galaxia, 536

la rubia barquichuela del mollete con su tripulación de mantequilla. Me hallo ojeroso, enjuto, con mis huesos tratando de salir a la intemperie. Llevo el mar en todo el cuerpo, adentro de las uñas, en la línea divisoria entre una idea y otra, en los ojos, los oídos, en la bolsa de la blusa. Mis poemas nacen tiritando. El pretérito es ya sólo una imagen, es ya un rompecabezas que está siempre incompleto, agujereado, sufriendo mordisqueos del olvido en rumbos decisivos de su espacio. Pero algo pasa de repente. Subo hacia la cubierta del asombro. La parte superior de la mirada, la célula vigía, se me pone a gritar que hay tierra enfrente. Al principio es sólo un grano de arena con el que juega la niña de los ojos. Mas me crece y me crece hasta ser del tamaño del término del viaje, del oasis que aguarda con sus dátiles, con los dulces de la palma, los labios del viajero, y con un vaso —donde se inquieta un júbilo en las rocas— la sed enloquecida, que estaba ya entregada al desvarío de buscar con las manos en las olas algún estado de ánimo del mar más afectuoso. Lavo mi ropa, zurzo mis hilachos, le sacudo los vientos a mi blusa, busco en mis pantalones con pellizcos la ya extraviada quilla para llegar a costa 537

con harapos de gala. Desembarco mis ojos por el sol estropeados (como todo flechador del cielo). Llego a tierra. La huelo. La examino. No me doy a besarla. La piso desconfiado porque los ciegos sólo tienen amor a primer orgasmo.

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CANTO V CIRCE 1 Mundo desconocido donde todo se vive amenazante es éste al que he venido desde mi isla distante, Don Quijote del mar, marino andante. Me interno cautamente como aquel que penetra en un estado de ánimo diferente. Voy de inquietud calzado porque alguien en los aires me ha nombrado. Cargo audacias al hombro. Una temeridad luzco enfundada. Espía del asombro, registro una andanada de imágenes a golpe de mirada. Me escondo en el usted para hablarle a los árboles, las cosas. Llego muerto de sed, con sienes ardorosas, y despiojo el rocío de las rosas. Vislumbro allá en los cerros: la víbora en su cólera enroscada, chacales, lobos, perros, zoología pesada que corre hacia su propia tarascada. Me circundan gruñidos, zarpas, culebras, ojos de animales, colmillos decididos a traducir sus males, si no hubieran rugido los timbales.

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Un golpear de timbales, como un telón de fondo incandescente de las voces corales que gestan el ambiente de ese ángel que es humano fieramente. Los ojos a distancia juegan a las vencidas. Ni uno baja sus aves de arrogancia. Ella pugna, trabaja por soportar el garfio que la encaja. Mas mis ojos son duros, con su musculatura de experiencia. Cierto que tuve apuros, lágrimas de impaciencia, pero triunfó por fin mi persistencia. La insobornable prosa, la que se encuentra con la entraña abierta para atrapar la cosa, la que acaba en reyerta contra la semántica sin puerta, la palabra que cuida con sus manos su propia referencia, la palabra en que anida la honradez, la insistencia de dar a libro y luz la intransigencia, esa palabra pido para la transcripción de la belleza, y un verso decidido a blandir la destreza y a no dar pie a que vuelvas, ligereza. Más que el brazo, el cabello o las piernas que se hallan en estado de perfección, el cuello me deja ensimismado: ahí la leche da golpe de estado. La boca reducida, 540

formada para hacer diminutivos, se encuentra descosida enseñando, cautivos, sus albísimos dientes suspensivos. La mano en la cintura como midiendo a cuartas el tamaño que alcanza la hermosura y un instante de daño, mendrugo del dolor de todo un año.

2 Dedos incendiados. Manos en la sala de espera. Tejido que sufre mareo en todos sus poros. Cuenca en que se instala en la niña virgen del ojo el deseo. La mujer vacila. Mas al fin se aleja con todo y camino. Me deja, en su fuga, esta ausencia niña, que corre a ser vieja, a buscar la muerte desde alguna arruga. Alguien dice: Circe. Circe se le nombra. Bautizan mi estado de alma en ese instante. Y aquí este viajero perdido se asombra palpándose un hueco con forma de amante. La sigo. Le grito. Me doy a su busca. Hojeo sus huellas, paciente, en el suelo. Siéntame extraviado, que la luz me ofusca, que alguien me ha subido más metros el cielo. Husmeo su rastro minuciosamente. Doy con su castillo. La miro en la puerta. Golpeo en la aldaba que luce en la frente y entro en una idea que se encuentra abierta. Tendido en su carne, siento que domina su mano mi mente, mi entraña, mis huesos. Amo hasta los codos. Mi boca termina por despellejarse tras de tantos besos.

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3 Acaban los barrotes por identificarse con mis huesos. Mi frente es la pared que tengo en frente, la que está a mis espaldas es mi espalda. Mis ideas supremas se generan en la materia gris que agrupa el techo. De tal manera soy mi calabozo y acabo por sentir que las paredes son mis cuatro costados, que me parece oír en el sonido lejano de las llaves la lectura de mi sentencia a muerte. Mi horario de todos los días: de siete a diez espiar por la cerradura, de diez a catorce olfatear una llave, de catorce a dieciocho arañar las paredes, de dieciocho a veinticuatro besarle la boca a mi candado. Aquí estoy, luchando por salir a la intemperie cuando el amor y los rencores se hallan colgados, confundidos, en la percha. Con la ropa interior de mis angustias raída hasta la carne. Con los labios hundidos hasta tocar la espalda de su lengua. Circe me llena de mariposas la alcoba. Le pone alas a alguna indecisión hasta hacer un colibrí, un punto tembloroso en el espacio. Me tararea la dulcísima melodía que sonó en los pianos del mundo entero el día que nació Mozart. Nos asimos de las manas. Pero no sé por qué siento que entrecruzan mis dedos las patas de una araña. Busco entonces un rincón, 542

un rincón amoroso que me acoja como vientre materno. No somos. Terminamos por no ser dos amantes. Somos el beso en la boca que se dan dos espinas. Somos coito de erizos. Los celos le patean los testículos a mi ángel de la guarda. Le sacan las uñas a todos mis ademanes. Fue tanto el odio, el amor, la amargura que en ocasiones llegué hasta eyacular esperma venenoso. Circe le prendió fuego a mis poemas: roció mis metáforas con gasolina y blandió esa astilla que carga en su mínima cabeza la idea de un siniestro. Me amenazó entonces con el suicidio, con lanzarse desde el cuarto piso de su chantaje, con abrirle las venas a su farsa, con arrojarse al tren de lo imprevisto, con tomar una pastilla de noche inexorable. Me fascinaba y seducía. Felinamente ondeaba su libido de angora entre mis pies. Jugaba horas enteras con la bola de estambre de mi entraña. 4 Ya la ropa interior se halla excitada. Hasta la almohada misma cae en cuenta de que en su vientre impera el cosquilleo de sumarse a la orgía. Estamos muertos de hambre, fallecidos de tacto. Con los órganos en brama. El deseo poniendo más centímetros 543

en las yemas de los dedos. El frío que nos invade, no se anula con los harapos de las caricias. Los besos se agusanan. El ombligo se me hace un nido de negrísimas hormigas, residuos de un cordón umbilical deshilachado. Ante mis fauces de hiena, espumosas de risa, la carne de mi estómago va tomándose carroña, mientras los zopilotes que llenan la recámara aletean su espera. Coloniza mi epidermis regiones ignoradas de su cuerpo. Hablamos el esperanto de una misma saliva. ¿Me trata bien o mal? Circe me trata con la punta del alma. El pene, lampiño, con cierto parentesco con la seda, se recubre plenamente de vello, como un negro azotador a la mitad del cuerpo. Gruñe y lo creo ya capaz de lanzar dentelladas. Las sábanas se envilecen y corrompen. Mi lecho va volviéndose la madriguera donde cohabitan cachorros de mugre. Las caricias deambulan con pasos de tarántula, áspides reptando sus bisuntos milímetros. Los dedos se me unen, se fusionan. Y dan rienda suelta a la pezuña de mis manos. Un animal maligno, con un chancro por boca, asedia mis entrañas.

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Camino babizbajo, tembloroso, tras de haber arrojado por lágrima un insecto. Voy siendo ganado por moluscos, panteras y gorilas. En mi piel y mi espíritu se incrusta la plaga irracional de los ancestros. Sus disfraces de seda rasga el simio. Hasta es posible a veces, allá tras las almenas de la lógica, que aúlle mi cerebro ante la luna.

5 Me prendo con las uñas de esta parte de conciencia que resta. La contemplo. Le busco una fisura. Me introduzco de golpe en su recinto; pero aquí me doy cuenta de que es una cavidad que está encogiéndose como el ojo que tiende a ser su lágrima, y corro hacia mis brazos, los extiendo (como crucificado por la angustia) para cortarle el paso al apetito de paredes que sufren las paredes. Van ganando mi cuerpo las hormigas, los moluscos, la tenia (que pretende dominar, solitaria, mi intestino) en fin, los tlaconetes, animales que han sido construidos con saliva. En la materia gris (en la que sabe, al pensar en sí propia, descubrirle a lo blanco y a lo negro qué tienen en común) hincan los dientes. No hay un solo lugar en mi organismo (ni en porciones del yo desinfectadas) en que la zoología no destaque algún feroz microbio, algún germen patógeno que carga, 545

como pequeña hormiga musculosa, la rama gigantesca de la muerte. Al final mi conciencia, mi voluntad, el hombre, ocupan solamente una neurona. Y ahí me cabe toda la jaqueca. Como un mínimo cuarto en que se enciman muebles, retratos, ropa, telarañas ahí están mis recueros, el rechinar de dientes de mi lógica, Penéclope que sabe exorcizar migrañas y dejar el ramaje del sistema nervioso repujado de las pequeñas flores de la calma, de flores que han llegado a su fatiga, al somnífero blando de un cordero que no permite ya ninguna cuenta. Ahí se halla también mi voluntad dormida, con sus músculos laxos, que despierta, que toma decisiones, que busca en las entrañas de su libre albedrío, una carrera para hacerse a la costa, dos manos que en sus remos le ganen al océano a las vencidas, un cuadrado velamen (una página donde se halla el poema de la prisa que quiere ser leído por el viento), el nuevo itinerario de este Ulises y un flechador que vuelve a concertar su cita con el cielo.

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CANTO VI ME LLAMO ULISES

Sobre la nave me reconstruyo. En esta noche caliginosa doy con mis labios. Siento mi lengua. A mis palabras les paso lista. Toco mis hombros. Sé de mi vientre. De igual manera que quien se sube los pantalones, me voy poniendo las piernas. Calzo los pies. Derramo (con las pupilas que hallo en el aire) el medio ambiente, la mar y el cielo, por mis entrañas recién nacidas. Prendo mis dedos. Tomo mis manos. Llego a mi frente, como la frente llega a los vidrios de la ventana. Me llamo Ulises. He derrotado la zoología: hasta un microbio postrero corre, cargando el miedo ya entre las piernas. Siento en mi cuerpo que las caricias de Circe se hallan cuerpo despellejándose, ante los rayos del sol lascivo. Me llamo Ulises. No hay una larva que me suspenda mi nombre un poco: me llamo Ulises por todas partes. Estoy de viaje.

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CANTO VII EL HIJ O DE NE PTU NO ¿Una torre que escudriña, con un ojo, las entrañas aritméticas del tiempo, y lagrimea minutos que le corren por sus mejillas? ¿Un faro que lanza costas y costas a los barcos que zozobran en las aguas de una brújula deteriorada y los pesca con su carnada amarilla? Nada de ello. Un monte era de miembros eminente. Cíclope a quien el pino bastón le obedecía tan ligero. Este, que de Neptuno proviniera, Polifemo se llama, y es el dueño, el único accionista de todos los terrores de esta sierra. Yo me encontraba en la playa, fatigado. Los músculos tendidos a secarse. En un carcaj marchito, mis esfuerzos. Las manos astilladas, guardando una memoria de madera de su salir triunfantes sobre el agua. Yo me encontraba en la costa, con el sueño cortándole las alas a los párpados, sembrando en mis pupilas la ceguera que desbautiza todo y que confunde la llaga con un óleo o la gota de pus con una perla. Devolviendo el estómago: arrojando palabras incoherentes. Vacilaciones. Dudas. Sintiendo que la náusea,

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convertida ya en órgano del cuerpo, angustia por salir a la intemperie. Y entonces fue el temblor trepidatorio. La mano en la garganta. Las huellas digitales en mi oxígeno. La vista que se nubla. La mazmorra. El sentirme arrojado al basurero de las cosas oscuras. Elevé la mirada. Se diría que sus ojos, dos jóvenes amantes, se habían confundido en un abrazo en medio de su frente. El ojo claraboya fulgía como un globo que estuviera por la atención inflado. Era un ojo, es verdad; pero montaban en él su eterna guardia dos reojos espiando el más pequeño movimiento de la majada de hombres (confundida con la de sus ovejas) y a la cual los zarpazos trasquilaban el vellón encarnado de la sangre. Pienso en cómo escurrirme. En meterme al bolsillo la salida. Aliento a mis sandalias a ponerse solamente dos pies en polvorosa. Pienso en todo momento en llamarme David y hacer que mi arma maneje ya su esférica estrategia. Lo pienso todo el día. En todos los segundos pongo un poco de mi materia gris. En una y otra neurona se me clava, se me clava la misma idea fija. Ayudo a mis hermanos a agruparse. La célula primera la organizo con mis puños y yo. La lucha clandestina 549

(diseñar la alborada en algún sótano) me lleva a desgarrar un trapo rojo para que cada quien cargue en la mano su jirón respectivo de esperanza. Los lunes doy lecciones de iracundia. Los jueves a las nueve de la noche leemos a los clásicos: los temblores de tierra, los tornados, los tifones, en fin, los cataclismos. Nuestra lucha es armada. Nuestra lucha necesita de rifles, de revólveres, de un libro de poemas editado en las prensas de alguna barricada. Alzarnos un partido, una vanguardia de dientes apretados. Somos conspiradores. Limpiamos nuestras armas (armamos, desarmamos nuestros puños, frotamos con un trapo el mecanismo complejo de la muerte). Hacemos que la pólvora, la camarada pólvora, milite con nosotros. La nombramos por unanimidad para el más alto cargo en la comisión ejecutiva. En el piso encontré, larga, filosa, aguardando a mis manos, la ceguera. Con gran dificultad alcéla en vilo, como quien abre el ala de la jaula a un ave de rapiña, y la enterré en el ojo, en la monstruosa niña solitaria, mientras bestial aullido buscaba en nuestros tímpanos el poro de Aquiles, la ranura por donde se introduce la sorpresa, como si alguien rompiese de repente la bolsa de papel que estaba encinta de un infinito y hórrido alarido. Polifemo, invidente, 550

tropezando con su ira y con la mesa, corrió despavorido hacia su tacto. Se dio a tocarlo todo. A palparle los nombres a las cosas, a adivinarle al viento las facciones, a buscar con las uñas qué párpados se vuelven anhelantes hacia la puerta franca. Multiplicó por diez el ojo muerto. y colocó en la entrada de la cueva la guardia digital de su ¿quién vive? Pude escapar al fin del calabozo por las alcantarillas de mi astucia. Crucé los galerones de la lógica y arribé al pasadizo de una llave. Dejé, pues, la mazmorra convertido en las ubres de una oveja y derramando al paso lo que, para el gigante, no podía ser sino mala leche. Y aquí estoy otra vez junto a mi nave. A la orilla de un auto en que crepitan (con el motor ya puesto) los kilómetros. Al lado de mis velas y mis remos. A la vera de un ímpetu que vuelve con los pies hormigueantes. De nuevo aventurando mis pasos en el suelo de la brújula. Pisándole el talón a mi futuro.

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CANTO VIII YO SIGO MI CAMINO

Pongo el motor a calentarse, a meditar camino. Le doy un terrón de azúcar a cada uno de sus caballos de fuerza. Meto primera en mi apetito de espacio. Someto bajo mis pies, a pisotones, la velocidad. El automóvil sale hecho una estampida, generando la feroz cabalgata de paisajes en sentido opuesto. Yo voy al volante. Llevo un haz de caminos en la palma de mi mano. Ríos, montañas, pueblos están adentro del auto. En su atmósfera se hallan las tierras más distantes. Puedo doblar aquí, y escuchar las voces de mi mano derecha. O puedo, aconsejado por mi corazón, girar hacia la izquierda. Tengo la geografía en el bolsillo. No hay un solo semáforo capaz de detener mi odisea. Yo soy el maquinista. El que va a la cabeza de la sierpe, el que está alimentando la caldera con pedazos de noche, el que jala el silbato para darse un duchazo de sonidos. Como un torpe pastor que condujera sus corderos a la boca del lobo, soy quien acarrea la humareda hacia el hambriento túnel. Soy el que, sobre tantos y tantos durmientes, va desplegando el sueño de llegar hasta el término del viaje. Yo soy el maquinista, Ulises de overol que está empeñado en un viaje redondo por sí mismo. La línea más corta entre dos puntos es perderle el temor a la altura y comprarse un boleto de ida y vuelta para viajar en ángel. Soy un piloto con diez mil horas de rascarle los pies a las estrellas. Mis señales de tránsito son las metáforas gongorinas de los signos del zodiaco. Soy el piloto de una nave que lleva a la prisa como su viajero permanente. Doctorado en nubes, sé del cielo y sus atajos de aire como la quiromanciana conoce la palma de todos sus secretos. Consciente de que mi muerte sería un salirme de mi ruta para entrar a un crepúsculo, me someto puntualmente al itinerario, a la travesía en hexámetros que me fija la homérica epopeya.

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Yo sigo mi camino, sin oír el canto de sirena de las anclas. Amarro los oídos a grandes mástiles de silencio. Soy el timonel, el radar que percibe el hormigueo de mis plantas. Enlazo los caminos y corro a no sé cuantos nudos por hora. Podría pasarme los meses en el océano Pacífico o embarcarme en alguna de mis lágrimas. Podría... Mas voy, con mi jauría de medios, tras mis fines. Ítaca es el lugar de donde vengo y es también el lugar al que camino. La odisea, digámoslo, es solamente un círculo (un futuro mordiéndole la cola a su pasado) que parte y que termina, no en el beso y seguido de Nausica o de Circe, sino en ese punto de eternidad en el espacio en que mis labios y los labios de Penélope hacen que sus palabras se desnuden (para hacer el amor) y queden metamorfoseadas en los besos que han prescindido ya de la prenda interior de toda letra.

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CANTO IX EN MIS HUESOS SONRISAS DE MI MADRE

Automovilista maquinista aviador o timonel yo voy de viaje. Partí de mis pulmones al estómago de la parte de atmósfera que cargo en la mochila de la espalda a la flora y la fauna intestinales ahí donde se afina en un claro de bosque mi apetito. Antes de llegar hice una escalada en el hígado y tomé fotografías del paisaje amarillo de mi páncreas. Pasé mis vacaciones en los testículos y frecuenté los muchos museos que en ellos han nacido sobre el arte erótico que el hombre en su historia ha generado. Leí varios poemas escritos con una pluma fuente cargada de esperma. Me embarqué en uno de los afluentes de la yugular en un agua atestada por pirañas anémicas y blancas. Supe avanzar con mi seguro remo incluso a la mitad de una hemorragia. Organicé un safari de microbios para ornamentar después mi sala con sus pieles. Y fui a visitar en medio de mi cuerpo las prehistóricas ruinas de un apéndice. Después de varios días de navegación en las arterias y de bajar a la búsqueda de la fuente de la juventud de mis glándulas arribé a mi corazón al caballo de Troya que introduce el tiempo en nuestro organismo. Llegué pues a una isla donde me salieron a recibir los nativos de las palpitaciones el puñado de antropófagos que se alimentan con mi carne.

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No hubo entonces una célula un poro una lágrima una gota de saliva (en que flotara aún una palabra) que yo no visitase. En todas partes hallé rastros conocidos. En una de mis rodillas unos genes de mi abuela materna. En mis huesos sonrisas de mi madre. En mi pecho confidencias de mi tío. En la mano que actúa, consejos de mi abuelo. Ascendí por mi columna vertebral como un simio que subiera por un árbol buscando el fruto humano. Ascendí poco a poco hasta el cerebro. ¡Al fin materia gris! ¡Al fin espíritu!

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CAN TO X DE MIS OSC URI DAD ES

1 Bajar. Hay que bajar por un desfiladero hacia este pantano de vivencias. Ir con tiento porque el suelo de mi espíritu se encuentra cada vez más resbaloso, como el limo en que se citan la ley de gravedad y el paso en falso. Avanzo con temor de tropezar, que se enreden mis pies con una sombra, que me precipite en el hondón del alma. Si tuviera un cayado, un bastón con madera de tronco y lazarillo, un pedazo de tierra firme entre los dedos, un ángel custodio con buen instinto de orientación. Los sentimientos aparecen y desaparecen en el piso o el techo de mi conciencia o en cualquier rincón en que tenga lugar la erección de mi libido. Bajo a mi oscuridad, en que Edipo envejecido, fatigado, sueña acostarse con la madre tierra. Bajo a los pliegues más ocultos del encéfalo porque sé que la ropa más sucia se lava en los sótanos de la casa. Al bajar a la mina de mis oscuridades, temo perder la veta de la entrada, el precioso metal de la intemperie. Temo un derrumbe de mí sobre mí mismo. Que un hilo de asfixia se empiece a descoser del techo. Las manos, apretadas, hasta formar, 556

con las líneas de la vida, el nudo que, temiendo desatarse, se nos sube a la garganta. Diálogo de epidermis, manos juntas que intercambian sus sílabas de tacto en que la soledad es derrotada. Prendido de la mano de Penélope, penetro a estados de ánimo que carecen de puertas y ventanas. El lejano estertor de las rendijas y el haz de luces pobres y harapientas que acarrea la antorcha, sueñan con colocar un explosivo en este gran depósito de brumas; pero todo es inútil: acaban por triunfar hora tras hora las doce exactamente de la noche. De pronto, me tropiezo con un viejo rencor que, sin mejilla izquierda, deambulad por mi gruta rechinando los dientes al morder la obsesión de su memoria. Es mi odio preferido, el que me llevo a la almohada a pensarlo lentamente, a ofrecerle su carne de tortuga, a armarlo y desarmarlo con los dedos inquietos del insomnio: mi odio de cabecera. Brota de aquí y de allá también el sentimiento de que, cuando el fósforo de lo efímero nos quema los dedos, el presente hace esculturas de pasado con mármol de futuro. El presente es entonces un castillo de relojes de arena. A veces todo ocurre en las paredes de las grutas: hasta podemos hablar de las cuevas de Altamira de nuestra alma 557

y de bisontes de ánimo que por ella atraviesan. A veces las rocas cargan sonrisas. A veces, en sus cristales, halla un rictus el pedestal para salvar del tiempo una protesta o regalarle siglos a una injuria. No es raro que en los poros de una roca se encuentre acurrucada una vivencia. No es imposible encontrar en el granito el diario de una piel, de una epidermis melómana de cantos de sirena o el portazo que le agarra a las palabras los dedos en la puerta. A veces todo ocurre allá en el techo de la gruta. Ahí vislumbramos materializado el odio: se entrevé un escorpión formado con materiales de alma y que monta guardia sobre su ponzoña. Y también a Caín, al pie de su odio, dando la pincelada final a su violencia, el tiro de desgracia que ejecuta la espera de la muerte en el minúsculo paredón de la sien. Ahí se puede ver a quien acecha, a quien corta cartucho a la amenaza, a quien se lanza entero hacia la mira para poner la bala donde pone su iracundia. También al asesino, al que deja caer desde los cielos la hora de Damocles de su prójimo y levanta en su fardo una cosecha de pulsos congelados. Pobre nostalgia mía, pequeño bulto de epístolas envueltas por el lazo mía, un pretérito perfecto. Tristeza que tiene de repente voceadores en todas las calles de mi espíritu; álbum familiar donde en lugar de retratos 558

guardo heridas de diversas épocas. En veces, pequeña almohada de púas, gozo de reclinar mi sien en tu charco de tibieza. En veces respiro en tu mínima atmósfera, doy golpe a un recuerdo, retengo en mi tórax, lo medito, lo sufro, la acaricio, lo paseo de la mano por mi entraña, y mi cuerpo acaba por despellejarse, por abandonar su pudor de epidermis en la carne viva. Más en lo hondo, en profundas galerías del cerebro, en que la palabra raíz empieza a dejarnos de ser ajena, hallamos este temor a la muerte, este tronarse los dedos y advertir que son ya las falanges descarnadas lo que se halla tronando. El peligro de muerte no está sólo en el auto de gasolina desbocada, en aquel cuyas ruedas patinan en el charco de aceite de un destino inexorable. No está sólo en el Metro y en su odisea mecánica e instantánea; en el Metro que mide su velocidad con estaciones par parpadeo y puede arrojarnos hasta la terminal si sus ruedas tropiezan con nuestras horas contadas. El peligro de muestre está en el techo, ahí donde una grieta nos vigila frotándose las manos. En la lámpara, la escalera, en algún alimento que entre sus ingredientes incluye ya unos gránulos de tierra de la futura fosa, en el ardor del pecho, 559

en la tos que hace añicos las entrañas, el mundo, en la espina de Rilke que introdujo en su cuerpo todo un jardín de rosas purulentas, en la larga mortaja que Isadora cargaba ya en el cuello al correr en el coche, en el ponerle trampas a la carne de la mujer ajena, cuyo esposo tiene el dedo curvado, buscando en las entrañas de sus celos dónde se halla el gatillo. Por esa no es extraño que algunas de mis células nerviosas, al dormir se acurruquen en un vientre materno imaginario.

2 No lejos se divisan, erguidos en la estaca del cinismo o agazapados, buscando en ellos mismos escondite, sentimientos, recuerdos, palabras amorosas. Y desde luego culpas: la sangre que decide perpetuarse, no dar a torcer las venas. También indecisiones: tenía tantas ganas de acariciarte. Pensé decírtelo, confiártelo. Tuve en la punta de la lengua lo que tenía en la punta de los dedos. Intempestivamente, diciendo esta boca es mía, se me convierte en pezón el lóbulo de tu oreja. Destrezas: mis caricias llegaron al extremo de saber excitar hasta tus sábanas. Satisfacciones: la epidermis de mi cuello 560

subió hasta tus labios, a besarlos. Sugerencias, erotismo: me pides que te hable de otros lechos, de toda esa batalla que precede a dormir, a pierna suelta, entre otras piernas, y yo consiento en hacerlo pues que sé de todas tus zonas erógenas, de los lugares de tu cuerpo en que el pequeño dios, de ojos vendados, supo clavar su ráfaga de flechas: tus muslos, tu cintura, tus senos y tus tímpanos. Me contemplo de pronto en el pasado, tengo epidermis de fotografía. Me veo débil, con un puñado de leucocitos blanquísimos en la palma de mi mano. Sólo se me embarnecían entonces los músculos de la astenia. Había, por ejemplo, que romper con una mujer, arrojar a puntapiés un lecho, torcerle el brazo a la almohada, dominar el género lírico del epitafio, había que aguantarse, había que morderse un sueño, untarse en las heridas una mezcla de yodo y estoicismo, y ahí estaba el corazón con la cerviz doblegada y los latidos hincados de rodillas. y la lengua extendida hasta ser, tras los dientes, la escultura húmeda de la súplica. Y ahí estaban mis ejércitos blandiendo la bandera de mis ojos en blanco. Y ahí estaba mi voluntad agusanada, hilachos de albedrío, mi mano separada de la decisión 561

por un milímetro infinito. Ahí estaba, en fin, mi debilidad y mis puños en el cesto acabando de pudrirse. Con los pies enlodados por la propia oscuridad anímica, seguimos hacia dentro de mí, como quien busca la voz, alucinado, de los sótanos. Todo lo que apreciamos en el suelo, los techos, la pared del inconsciente, te lo voy definiendo; tus oídos y mis labios caminan de la mano. Bajamos a lo oscuro, al recinto de puertas interdictas, con doncellez de llaves; a los párpados zurcidos a la cara con el hilo negro de la ceguera, a mancharnos, en fin, con las entrañas oscuras de la gruta. Bajamos a ese lago de penumbras donde suena insistente el aleteo del cuervo redundante, y en que flota, inestable, mi conciencia como una embarcación anclada en una gota de neurosis. Bajamos poco a poco hacia la planta baja de mi noche, al último escalón del azabache, ahí donde los límites que guardan el cuerpo y la conciencia se diluyen como ambiguos linderos que en el lecho resultan de arropar otra piel con nuestro tacto. Me invaden los velorios, la parvada de pésames que oscurece la atmósfera del cuarto, los cirios que se encuentran hechos un mar de cera y las fosas nasales en que inicia 562

la araña su tejido. Nada hay que hacer. A nadie mostrarle nuestro puño o nuestra lágrima, nuestra explosiva forma de empuñar el coraje o la humedad que al borde de los ojos nos habla de un incendio en la memoria y del esfuerzo inútil de apagarlo. Aquí se encuentra Enrique a los diez años, pateándole a las sillas la espinilla, es decir aguantándose. Aquí a los quince y a los veinte destripando poemas en las hojas, es decir aguantándose. Aquí se halla a los treinta, los cuarenta buscando el lado bueno de una llaga, es decir aguantándose. Aquí se halla también a los cincuenta confiado en la firmeza moral de sus testículos. Aguantándose.

3 Damos con una sala donde la luz es todo, proveniente del caracol solar de una bombilla, de pilas fabricadas con voltios de luciérnagas eternas, de grandes ventanales que no tienen siquiera una cortina, un pudor manejado con cordones, de rendijas rastreras e insolentes o del sol que está presto a restañar su látigo de rayos y a gritar la blancura de toda la galaxia en mi aposento. Comprendí. Se trataba de mi laboratorio. 563

Del taller, en mi espíritu, en que a fuerza de química y desvelo, termino por dar carne a la imaginación, a la jaqueca, al espectro que habito en el castillo del cerebro. Mi invento más reciente es un extraño engendro conformado con pedazos de libro, con neuralgias ajenas, con silencios suspensivos, con tinteros encinta, con pesadillas, lógica y audacias. Escribo con un odio concentrado, con un frasco de bilis. No puedo arrepentirme. No permito al borrador que tome la palabra. Mi pluma está de viaje, realizando su odisea de tinta. Ya comienzan los niños y dementes a tirar su andanada de guijarros en pos de mi criatura. Ya los murmuradores hacen su inicial asamblea de escopetas. Ya se ha dado a oler a los perros sabuesos un poco de su angustia. Pero él, oh camaradas, empieza a dar sus primeros pasos, sus pininos de existencia. Una galería azul sale a nuestro paso. Azul, como uno de los estados de ánimo del mar hacia la tarde, como la ocurrencia insustituible para dar siempre la última pincelada. El inventario completo de mis posesiones se reduce a lo siguiente: una pluma que supura poemas, un dolor de cabeza que, proyectado a mis cuartillas, genera estas poesías con migraña, una colección de llagas que utilizo para separar las hojas y un florero plagado de palabras marchitas. 564

Aquí, sobre este cuaderno, lucho a brazo partido con la métrica. Aquí las sílabas admiten su papel de pequeños adobes para formar las chozas, los techos y los muros en que pueda enclaustrar un sentimiento o los alaridos con que marché al campo de batalla contra la náusea invasora. Aquí sobre la página extiendo mi caña de pescador (teniendo como gusano la paciencia) para hacerme de alguna consonancia. En el haz de la estrofa, cada verso es una larga calle en cuya esquina tristea un organillo. Para dar con las mejores metáforas introduzco un puñado de verbos en mi frasco de tinta, y así me dedico, a las altas horas de la clandestinidad, al sabotaje de las leyes naturales, hasta hacer de cada poema, en su juguetería fantástica, la fe de erratas del mundo circundante. He armado en la metáfora una jaula para apresar lo idéntico, ofrecerle el alpiste del sí mismo, y el agua bautismal del nombre propio, y hacer que cuando crezca, cuando crezca sobre todo en las alas, se vaya a picotear cosas distintas. Los tres compartimientos de mi espíritu: mi recámara blanca, luminosa, como la enfermería de esa angustia que siento al advertir que tras el cráneo, en lugar de tener materia blanca, materia puesta en claro, tengo materia gris, atardecida, que sabe de las ráfagas de duda sobre el chisporrotear de la evidencia. 565

Mi recámara azul, como si hubiera alquilado por no sé cuántos días el firmamento entero, me sirve para echar a vuelo todo (piedras, árboles, besos y hasta a veces la ingrávida sonrisa de mi gato) a partir del ejemplo de mi pluma y su sinopsis de ala. Mi recámara roja, finalmente, donde está la insurgencia desmontando el sistema astronómico que luce como su sol al asco; destruyendo las cajitas de música y estiércol de las ideologías, brindándole a la pólvora el número, la calle y la zona postal de la ignominia. Mi recámara roja donde empecé con Pepe a colocarle entrañas a mi puño. Donde empecé con Pepe, y donde estoy aún montando guardia ante mi terquedad y mi deseo de encontrarle la mecha a las palabras destrucción, estallido y hecatombe. Señores de la náusea y la ignominia, del cetro, la mazmorra y la vesania, sabed que en mi recámara de fuego, aquí, con mis hermanos, se encuentran conspirando las ideas para hacerse cabeza: la cabeza del huracán que avanza incontenible para brindarle el triunfo, con las ruinas, al gran rompecabezas de la nada.

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CANTO XI EL REGRESO

Cuando el primer punto de una línea se sabe cortejado por el último nace la posibilidad de un círculo. Cuando una víbora da en morderse la cola se envenenan los límites. La circunferencia abre los labios para que podamos deletrear el infinito y pasar lista a los segundos, es la única pupila que tenemos para ver el más allá de la miopía. Cuando Ítaca es el principio y el final de una odisea, Ulises llega con el mareo de su viaje redondo y al frente de un largo tren de carga: furgones y furgones de experiencia. El umbral de mi aposento reparte por igual llegadas y salidas: talones que corren a su punta y puntas que devoran sus talones. Estoy en mi recámara. Con mis libros y discos. Con mi techo. Con todos mis cajones rebosantes de epístolas, pañuelos y crepúsculos. Llego a mi cama, a mi ropa de noche, a la calefacción central de mis pantuflas. Doy con mi identidad. Me quedo viendo la huella dactilar de cada yema durante largo rato. Pueden mis dedos paladear la bolsa de mi traje y hallar una tarjeta con mi nombre y apellido. Vuelvo a mi isla, mi cuerpo, mi recámara. Soy Alonso Quijano que abandona los campos de Montiel de su odisea. 567

En ocasiones salta hacia la atmósfera una parte del fondo del océano buscando respirar, trocarse en isla; y aquí me encuentro yo, como el pirata que, después del peligro de naufragio, se da en besar el oro de la arena, la riqueza del cobre (pleno de tierra firme) de un islote. Y aquí me encuentro yo, que amarré mis oídos casquivanos en el palo mayor de la templanza, cuando estalló una voz, entre los mares, que hablaba de placeres sin respiro, de vinos tan añejos como el comienzo mismo de este mundo, de viandas increíbles como para chuparse las huellas digitales, de un lecho, en fin, que fuese el escenario de la mejor sonata de epidermis que arrojaran mis dedos en la carne, preparando, en crescendo, el acorde perfecto del orgasmo. Y aquí me encuentro yo, que me escapé de Circe por la puerta trasera de la audacia. Que si bien al principio le destruí la punta a mis palabras hasta hacerlas gruñidos, voces despellejadas de sus letras, después di con mi boca, con el sabor humano de la frase; organicé redadas de gerundios, asalté a complementos distraídos, hostigué a los pronombres y le enseñé a mi mano a pescar una sílaba de esas que a veces cruzan por el aire su mosca de saliva. Y aquí me encuentro yo habiendo combatido a Polifemo, habiendo ahogado su ojo entre mis brazos, habiendo hallado en fin 568

la estaca de rapiña que le abrió las compuertas a los cuervos que tienen el dolor por alimento. Cargo, pues, un pasado de combate. Vivo una convicción (idea fija en armas) que convierte a mi puño en catapulta, que me lleva a buscar aquellas piedras que miden el tamaño de una muerte. Penélope regresa al mismo tiempo que yo a nuestro palacio de caricias, como si nuestras brújulas, relojes y voluntades fuesen concertadas por el punto amoroso de la cita. He recorrido mundo. He realizado un viaje por mi cuerpo. Un viaje de ida y vuelta por todas mis provincias. Conozco ya el paisaje del estómago a las seis de la tarde, sé de pláticas íntimas (saboreando mi lengua) con mí mismo, y también cómo se abre en mi inconsciente las venas un recuerdo. Vuelvo a lo cotidiano, a lo monótono, a ver cómo se quema en una llama siempre el mismo segundo. Soy presa de las amas y sobrinas de la normalidad, tengo el cerebro lúcido, sedentario. Si en cierto gris sentido sabemos que lo blanco y que lo negro (que a dentelladas luchan) no difieren, los zapatos dan pie para encontrarle su síntesis al viaje y al reposo. Hoy por hoy mis zapatos no son sino la forma que asume mi fatiga. No siento que en el ojo se me meta 569

el nostálgico polvo levantado al cruzar nuevamente los caminos de la imaginación. No me entusiasma partir, a todo pie, tras los talones de otro afán de aventura. Mas sé que en mi librero, en cualquier anaquel de mi inconsciente, hay multitud de libros sobre viajes (una gran colección de tentaciones), libros que al traducirme el canto de sirena de mi báculo (vehículo esencial de la Odisea) hará que un cuarto Ulises sustituya al tercero, y así hasta el infinito. Porque yo, mis amigos, seré siempre Don Quijote del mar, marino andante.

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