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El testimonio suscita vocaciones
Testimonios
« ¡Abrid vuestro corazón a Dios, dejaos sorprender por Cristo! Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, feliz, bella y grande » Benedicto XVI
«Allí donde ‘bote’ tu corazón e intuyas que vas a ser feliz… ése es el lugar preparado por el Señor para ti. La alegría profunda del corazón es la brújula que nos marca el camino que debemos seguir en la vida. No podemos dejar de seguirla, aunque nos conduzca por un camino a veces sembrado de espinas. Entrégate con todas tus fuerzas, sin regateos» Beata Teresa de Calcuta
Tarde te amé ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando y, como un
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El testimonio suscita vocaciones engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, serían algo inexistente. Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera. Relampagueaste, resplandeciste, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tus perfumes, respiré hondo, y suspiro por ti. Te he paladeado, y me muero de hambre y de sed. Me has tocado, y ardo en deseos de tu paz. (San Agustín, Confesiones, Libro X, 27, 38)
Ofrecimiento Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer; Vos me lo distes; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta. (San Ignacio de Loyola)
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El testimonio suscita vocaciones SACERDOTES DIOCESANOS
Carlos Martín Villamediana, de Villanuño de Valdivia [Palencia], 10 años de cura. Tomado de la Rev. Surge, vol. 66, núms. 648-650, Vitoria 2008. «En qué claves vives tu sacerdocio y en qué medios te apoyas. La primera clave es la alegría, esto es, experimentar constantemente el encuentro con Cristo resucitado. Una alegría que se agarra al corazón porque me siento amado por Dios, enviado a una tarea en la que Dios es el protagonista. Es la alegría de querer corresponder a lo que Dios me ha regalado. La alegría de saber que estás en las mejores manos. La alegría del encuentro y la amistad que va haciéndose más madura y más fuerte con el paso de los años. La alegría también de la confianza y el abandono: yo sé que pase lo que pase, Dios está siempre a mi lado. La segunda clave es la de la gratuidad es vivir desde la experiencia de de sentirse enviado y sentir que todo se nos ha regalado… Siento que Dios camina delante de mí y que me ha dado todo con su amor… Dios es el primero en amar, en curar, en perdonar, en acoger, en mirar con cariño, en entregarse, en servir. Yo estoy llamado a lo mismo sabiendo que Dios me ha amado primero, me ha curado primero, me ha perdonado primero, ha servido y se ha entregado primero por mí… La tercera clave es la ternura de Dios. Tengo que confesaros que en esta clave es donde yo debo crecer más. Es intentar vivir esa ternura que en Dios se hace compasión y misericordia. Esa mirada de Dios preferente y cercana hacia los pobres, los marginados, los pequeños, los enfermos, los abandonados, los que no cuentan en nuestro mundo. Es vivir y creer para siempre en la encarnación de Dios. Es entrar en el mismo corazón del Evangelio. Los medios. Los de siempre: la oración, el cuidado de las distintas celebraciones y sacramentos, especialmente la eucaristía, la lectura, los encuentros con los compañeros sacerdotes bien desde espacios de trabajo o de amistad. La participación en los trabajos del arciprestrazgo y de la Diócesis. El cuidado de los espacios gratuitos. El cuidado de la formación y de los ejercicios de oración anuales»
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El testimonio suscita vocaciones José Luis Martín Descalzo. Carta de un sacerdote a Dios. Tomado de razones para el amor. Ed. Sígueme Gracias Con esta palabra podría concluir esta carta, Dios mío, amor mío. Porque eso es todo lo que tengo que decirte: gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu misericordia sobre mí. No ha existido una hora en que no haya experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma. Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran». ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque −aparte de que yo no soy más importante que nadie− toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero de ti nada he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño. Mi última enfermedad es uno de ellos. Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Pero ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades? Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu
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El testimonio suscita vocaciones presencia cotidiana en el correr de las horas. Hay entre los hombres −lo sé− quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste. Absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanos que tuve. Todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí -¡qué fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte −y amar, por tanto, a todos y a todo− me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infaliblemente, a la hora de comer. Algo que vendría con toda seguridad. Y que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego. No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría. A todo ello, ahora −siento un poco de vergüenza al decirlo− ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en Dios». Y a mí eso me parece un poco excesivo y melodramático. Porque o no es para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento. O tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado. A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre: la de morirme con las manos vacías,
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El testimonio suscita vocaciones porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mí no me has abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú −no sé por qué− jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez −en mis sueños heroicos− he pensado que me habría gustado tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mí mismo que la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes. Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás. El pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú mantenías a mi lado En la miseria, he seguido siendo tuyo. Y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo. Presumir ante ti de persecuciones y dificultades. Pero tú sabes que, aún en lo humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades. Me diste el asombro de mi vocación. Ser cura es imposible, tú lo sabes. Pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente −siempre más de lo que yo personalmente sabría− y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro −¿sabes?− leyendo la parábola del hijo pródigo. Aún −gracias a ti− no puedo decir sin conmoverme esa parte del Credo que habla de tu pasión y de tu muerte. Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado
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El testimonio suscita vocaciones recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María? He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido feliz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro: el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte. Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarte, colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor! Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte Padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera. Quererte ya es un don. No podrás darme más. He querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre. Y retirarme. José Luis Martín Descalzo falleció pocos días después.
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El testimonio suscita vocaciones RELIGIOS@S
José Sesma León. Mercedario. Encargado del Departamento de Pastoral penitenciaria de la Conferencia Episcopal Española Nacido y educado en el seno de una familia cristiana, como consecuencia de una profunda experiencia espiritual en un momento determinado de mi vida, acepté en plena adolescencia la llamada sorpresiva de Dios a vivir consagrado en la Orden de la Merced, procurando hacer de mi vida un sí total a Dios dedicado a: Testimoniar como cristiano el amor fraterno y la presencia providente de Dios en nuestras vidas; Ayudar como presbítero a ver a Jesús a cuantas personas se me acercan y piden “ver al Señor”; Atender al mismo Señor en la cárcel, visitando y atendiendo a las personas presas como capellán de prisiones y como encargado del Departamento de Pastoral Penitenciaria en la Comisión Episcopal Española.
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El 6 de octubre de 2009 la Universidad de Nápoles concedió el Doctorado honoris causa en Medicina y Cirugía a la hermana Julia Aguiar, Franciscana Misionera de la Madre del Divino Pastor. La hermana Julia Aguiar, natural de Orense, religiosa de la Congregación desde el 12 de octubre de 1965, es misionera en Benin desde hace treinta y tres años. Es una de las tres primeras hermanas de la Congregación que llegaron al Benin el 12 de octubre de 1976. Desde entonces, primero en el hospital de Dogbó y más tarde, 1983, en Zagnanado, como directora del Centro Sanitario y Nutricional “GBEMONTIN” atiende, junto con las demás hermanas y personal sanitario, a toda clase de
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El testimonio suscita vocaciones enfermos que acuden con muchas carencias y necesidades. Pero sobre todo operando a los afectados por la Úlcera de Buruli, una enfermedad de la piel provocada por un vacilo de la familia de la lepra, para la que no hay apenas tratamiento farmacológico y que afecta especialmente a niños y adolescentes. Ella, con sus estudios de enfermería, se ha convertido en cirujana experta, como ella misma dice: “sobre la marcha, me vi obligada a ello, para aliviar el sufrimiento de los más pobres y enfermos” Tan experta que médicos de varios países acuden a ella para “aprender” y estudiar sobre esta enfermedad. Ahora, una universidad europea, la de Nápoles, reconoce su trabajo y su “sabiduría” no adquirida en los libros y las aulas de la universidad, sino en la vida y el contacto fraterno y sanador con tantos enfermos
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Hno. Bernat Juliol, 29 años, monje benedictino, profeso solemne. Licenciado en Derecho. Monasterio de Montserrat Hemos sido amados para amar Hace ya algún tiempo leí una expresión de San Agustín en uno de sus sermones con la que me sentí fuertemente identificado y en la que reconocí la esencia de mi vocación monástica. Decía: “hemos sido amados para amar”. Encontramos aquí el amor de Dios, que es la aspiración más profunda del corazón humano y lo único que puede dar sentido a nuestra vida y plenitud a nuestra persona. Creo que este es el mensaje más fundamental de Cristo que se nos muestra en los Evangelios y el monje tiene mucho que decir a ese respecto. Sentir-se amado por Dios de manera incondicional y como puro don gratuito y, a su vez, ser testimonio existencial de ese amor de Dios amando al prójimo: ésta es la vocación radical del moje de compromiso con Dios y con toda la humanidad. Catorce siglos atrás San Benito de Nursia comprendió todo esto perfectamente y lo reflejó de forma magistral en su Regla. Este camino trazado por San Benito nos acerca
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El testimonio suscita vocaciones a un Dios misericordioso que ama al monje a pesar de sus caídas y de sus pecados pero que también nos ayuda a avanzar hacia la entrega de uno mismo a través de la humildad, de la oración, de la obediencia y de la vida comunitaria. No es, sin duda, una tarea siempre fácil, pero ¿cuál lo es? En cambio, hay la satisfacción de tener una vida plena y con sentido. Siguiendo el camino que Dios nos ha marcado para que podamos llegar a ser nosotros mismos en su plenitud, llegamos a conocer la felicidad y la paz del corazón. ¿No son estos unos grandiosos regalos de Dios?
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Ana María Camprubí, de Barcelona. Informática y músico. Monja cisterciense en el monasterio de Santa Maria de Vallbona de les Monges. Tomado de la entrevista de Víctor-M. Amela, aparecida en La Vanguardia jueves, 28 de junio de 2007. «Todos, en nuestro rincón más hondo, aspiramos a la bondad, la belleza, la armonía: a Dios» —No entiendo por qué ha venido usted —Para que me cuente cosas —Pero yo soy tan normal... —Mis entrevistados lo son —Pero tienen cosas brillantes que contar. —Usted me contará por qué está aquí. —A los 26 años sentí que éste era mi sitio. —¿Tan tarde? ¿Por qué no antes?
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El testimonio suscita vocaciones —¿Está usted casado? —Sí. —¿Y por qué no se enamoró antes de su mujer? ¿Y por qué de ella? — ... —Yo no sé. No sé por qué ni por qué aquí. —Lo segundo es obvio: este monasterio es un lugar bellísimo. ¿Cómo lo conoció? —Yo era por entonces analista programadora de ordenadores. ¡En la prehistoria de los ordenadores! Me encantaba mi trabajo, diseñaba programas..., ¡era algo muy creativo! —¿Cuánto ocupaba un ordenador equivalente a su portátil de ahora? —¡Uf! ¡Habitaciones enteras! Trabajábamos con fichas perforadas, que yo diseñaba. ¡Me lo pasaba tan bien con eso y la música! —¿Qué música? —Desde los seis años mi pasión fue la música. Estudié piano, órgano, canto... —¿En un colegio de monjas? —Sobre todo, fuera. Yo, de niña, iba a un colegio de monjas, pero a los once años me harté: pedí a mis padres que me sacaran de allí. Yo era muy inquieta y curiosa, y ellas eran demasiado rígidas para mí. Que si las mangas por aquí, que si esto no... Normas absurdas que me encorsetaban. —Veo que no soñaba con ser monja... —¡Nunca! A veces lo preguntaban y... ¿Yo? ¡Nunca! Supliqué a mis padres que me sacasen, que quería ir a un instituto. Y así fue. —¿Tuvo novios?
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El testimonio suscita vocaciones —Sí. Y además jugaba al tenis (y muy bien, me decían), y estaba abonada al Liceu y al Palau, canté muchos años en el Cor Madrigal por toda Europa, Viena, Salzburgo... —¿Pensó en formar una familia? —Sí. Yo quería una estabilidad. Pero sales con chicos y no ves... No ves a nadie maduro para permanecer juntos toda la vida. —No le convencía nadie... —A la primera de cambio, a la primera dificultad, las parejas lo dejaban correr... para probar con otra pareja... ¡con la que se repetirá la historia, claro! Eso denota inmadurez: lo maduro es solventar el problema, y no lanzar el tablero por los aires. —Y usted buscaba estabilidad... —Beber de una fuente que sacie la sed y no ir cambiando de fuente, y siempre sedienta. —¿Encontró aquí esa fuente? —Sí. Yo iba a veces a Montserrat, a pasar tres días en una celda, a serenarme antes de la vuelta al trabajo en septiembre. Una monja de Vallbona convalecía allí y, ya recuperada, me pidieron si querría yo devolverla a su monasterio en mi coche... —Y la trajo aquí. —Sí. Y entré en este claustro... y... no sé... —¿Qué? —No sé. Me impresionó. En las semanas que siguieron no podía quitarme este lugar de la cabeza. Y un día me dije: "Alto, plantéate qué te pasa". Si quería ser coherente y honrada conmigo misma, ¡tenía que ser valiente! —Y se hizo monja cisterciense de Vallbona.
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El testimonio suscita vocaciones —Me escuché..., y sí. Además, junto a los de pobreza, castidad y obediencia, esta regla tenía y tiene un cuarto voto: estabilidad. —¡Felicidades, hermana! —Si entras de monja en el monasterio de Santa Maria de Vallbona, es para permanecer aquí toda tu vida. —¿Y no se ha arrepentido alguna vez? —¡Dejé afuera muchas cosas que me gustan, muchas...! Pero si eliges, eliges. Si te casas con una mujer, dejas de casarte con el resto de las mujeres del planeta, ¿no es así? —¿Qué tiene de especial este lugar? —Todo. El aire, el color del cielo, tan limpio, la luz... ¡Qué luz! Los crepúsculos aquí son los más hermosos que he visto. Este claustro es diferente con cada rayo de luz que le llega... Yo me embobo. ¿Ha visto estos rosetones de piedra? Pues cuando la luz de la luna llena los traspasa por la noche... —¿Qué más hacen aquí? —Trabajar el huerto. Orar. Cantar... ¡Aquí preservamos la serenidad del mundo! Durante un tiempo diseñé desde aquí páginas web por encargo, pero ya lo he dejado: la gente las quería para ¡ya! Y no: si se colase aquí el estrés, este lugar dejaría de tener sentido. Y, ahora, tendrá usted que perdonarme... —¿Por qué, madre? —Es la hora del canto de vísperas. Me esperan: ¡yo toco el órgano! Debo irme. —Ya acabo, ya acabo: ¿desde cuándo existe el monasterio de Vallbona? —Hace 850 años. Y siempre habitado. Y siempre por monjas. ¡Ah, y nadie lo fundó! —¿Cómo que nadie?
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El testimonio suscita vocaciones —Lo normal era que un rey o un abad fundase un monasterio... Pero unas ermitañas que vivían en este valle decidieron formar comunidad, lo solicitaron... ¡y lo lograron! —De abajo arriba, ¿eh? —¡Y mujeres! Este monasterio nos pertenece. Somos ahora trece monjas, y ahora empezamos nuestros próximos 850 años... ¡Ay, que ya tocan la campana! ¡Me voy! Cánticos La priora sale corriendo como un gamo. ¡Qué agilidad! Sus años de tenis juvenil, supongo... La llaman ´la Cibermonja´, por su pericia con los ordenadores. Sigiloso, me cuelo en la iglesia del monasterio por el transepto. No hay nadie, sólo las trece monjas sentadas en el coro. El sol entrega sus últimos rayos y el rosetón los derrama sobre ellas. Tocado por la priora, del órgano ascienden las notas mezcladas con el incienso y los cantos. Cantan ellas, como cada día desde hace 850 años, sobre lápidas de abadesas, infantas y reinas (aquí yace Violante de Hungría, esposa de Jaume I). Qué bien cantan... Podría quedarme aquí escuchándolas toda la vida.
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Blanca Martínez. Monasterio Santa Clara. Lerma. 23-I-1994. Tomado de «Ven y verás. Dios sigue llamando…» Hermanas clarisas de Lerma 2006
¡Levántate!... fueron unos segundos. Una hora después me dije: ¡ Blanca, estás loca! ¿Qué haces en un coche, con un cura al que apenas conoces, camino de un Monasterio? Así empezó la apasionante historia de Amor de Dios conmigo.
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El testimonio suscita vocaciones Tenía todo lo que una chica puede desear: estudiaba Relaciones Laborales, tenía amigos, tres años con novio, me encantaba la moda, el deporte, salir…, pero sentía un vacío inmenso que nadie ni nada llenaba. Una noche llegué a mi casa muy de madrugada, no podía dormir, pensaba: ‘¡No basta! La vida tiene que ser algo más’. Me dolían las miradas vacías, los rostros sin esperanza, aunque yo estaba igual ¿Qué podía hacer? Vivía dos vidas paralelas: por un lado la marcha del fin de semana; por otro, daba catequesis, tocaba la guitarra en misa, pero Dios no entraba en mis planes. Decidí ‘ser coherente’ y dejé todo lo relacionado con la fe. Una tarde estaba con la música a todo volumen, tirada en la cama fumando un cigarrillo, pasaba de todo, tocaba fondo: era la imagen perfecta de la indiferencia. En ese momento sentí un impulso: ¡Levántate! Salí de casa sin rumbo y… Cristo salió a mi encuentro a través de un sacerdote. Le había conocido meses atrás y me había impresionado su mirada: ‘Si Dios existe tiene que mirar así’, pensé. Aquella tarde estaba apagada, sin ilusión; como siempre, llevaba gafas de sol, que escondían mi mirada vacía. El sacerdote me preguntó: ¿Qué te pasa? ¿Qué te falta? Todo y nada, respondí. A los pocos minutos le estaba abriendo mi vida. Hablamos de todo. También me preguntó qué opinaba de la Iglesia, de sus miembros. Todos salieron mal parados, sobre todo las monjas de clausura a quienes me imaginaba viejas, feas, tristes… y un larguísimo etcétera. Resultó que el sacerdote tenía una hermana monja de clausura. Me invitó a conocerla para superar prejuicios, y cuál fue mi sorpresa cuando vi una mujer joven, guapa y feliz, que desbordaba lo que yo había buscado en tantos sitios: felicidad, vida, libertad… ¡Estaba ante mis ojos! ¿Libertad tras unas rejas? ¡Sí! Yo, que hacía lo que me venía en gana, era la que estaba prisionera de mi pequeño mundo, mis caprichos, pero ellas eran libres. Cristo las hacía libres. Una certeza inamovible invadió mi corazón: Dios existe, lo he visto en el rostro, en la mirada, en la alegría de mujeres que irradian el tesoro incomparable: ¡Jesucristo!
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El testimonio suscita vocaciones Comencé un camino que no podía hacer sola. Busqué ayuda en la Iglesia, en las consagradas, en aquel sacerdote y así pasaron dos años entre alegría y rebeldías. Hice el camino de Santiago en el Xacobeo’93 y descubrí que mi peregrinación no terminaba en Compostela, sino que cada día debía ponerme en camino, un camino en el que Cristo me guiara. Meses después hice la experiencia en el Monasterio; estaba feliz. A los cuatro meses entré. Nadie entendió nada, excepto mi madre. Mis hermanos no daban nada por mí, mis amigos hacían apuestas para ver cuánto tiempo duraba… ¡Me daba igual! Cristo me había enamorado, no quería vivir para nada más. Después de doce años en el Monasterio nunca imaginé poder ser tan feliz, experimentarme tan plenamente mujer. Doy gracias a la Madre Iglesia, a cada una de mis hermanas y a los creyentes de verdad que han hecho posible este hoy tan radiante para mí.
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El testimonio suscita vocaciones SEGLARES
Narciso Yepes (1927-1997) personifica un importante capítulo de la historia universal de la guitarra. Tomada de la entrevista que Pilar Urbano le hizo y que fue publicada en el número 149 de la revista Época en enero de 1988.
A Dios le encanta mi música «... El instante más emotivo y más feliz para mí es ese momento de silencio que se produce antes de empezar a tocar. Entonces sé que el público y yo vamos a compartir una música, con todas sus emociones estéticas. Pero no sólo busco el aplauso, sino que cuando me lo dan, siempre me sorprende... se me olvida que, al final del concierto viene la ovación. Y le confesaré algo más, casi siempre, para quien realmente toco es para Dios... He dicho «casi siempre» porque hay veces en que, por mi culpa, en pleno concierto puedo distraerme, el público no lo advierte. Pero Dios y yo sí. Y... ¿A Dios le gusta la música? Le encanta! Más que mi música, lo que le gusta es que y le dedique mi atención, mi sensibilidad, mi esfuerzo, mi arte... mi trabajo. Y, además, ciertamente tocar un instrumento lo mejor que uno sabe, y consciente de la presencia de Dios, es una forma maravillosa de rezar, de orar. Lo tengo bien experimentado. ¿Y siempre ha tenido usted esa fe religiosa que ahora tiene? No. Mi vida de cristiano tuvo un largo paréntesis de vacío, que duró un cuarto de siglo. Me bautizaron al nacer, y ya no recibí ni una sola noción que ilustrase y alimentase mi fe... ¡Con decirle que comulgué por primera vez a los 25 años! Desde 1927 hasta 1951, yo no practicaba, ni creía, ni me preocupaba lo más
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El testimonio suscita vocaciones mínimo que hubiera o no una vida espiritual y una trascendencia y un más allá. Dios no contaba en mi existencia. Pero... luego pude saber que yo siempre había «contado» para él. Fue una conversión súbita, repentina, inesperada... y muy sencilla. Yo estaba en París, asomado en un puente del Sena, viendo fluir el agua. Era por la mañana. Exactamente, el 14 de mayo. De pronto, le escuché dentro de mí... Quizás me había llamado ya en otras ocasiones, pero yo le había oído. Aquél día yo tenía «la puerta abierta»... Y Dios pudo entrar. No sólo se hizo oír, sino que entró de lleno y para siempre en mi vida. ¿Una conversión a lo Paul Claudel, a lo André Frossard... a lo San Pablo? ¡Ah... yo supongo que Dio no se repite! Cada hombre es un proyecto divino y único; y para cada hombre Dios tiene un camino propio, unos momentos y unos puntos de encuentro, unas gracias y unas exigencias. Y toda llamada es única en la historia... Dice usted que «le escuchó», que «se hizo oír»..., ¿he de entender, Narciso, que usted, allí junto al Sena «oyó »palabras? Sí, claro. Fue una pregunta, en apariencia muy simple, «¿qué estás haciendo?». En ese instante, todo cambió para mí. Sentí la necesidad de plantearme por qué vivía... Mi respuesta fue inmediata. Entré en la Iglesia más próxima, Saint Julian le Pauvre. Y hablé con un sacerdote durante tres horas... Es curioso, porque mi desconocimiento era tal que ni me di cuenta de que era una iglesia ortodoxa. A partir de ese día busqué instrucción religiosa, católica. No olvidé que yo estaba bautizado. Tenía la fe dormida y... revivió. Y ya desde aquel momento nunca he dejado de saber que soy criatura de Dios, hijo de Dios... Un hombre con una cita de eternidad que se va tejiendo y recorriendo ya aquí en compañía de Dios. Así como hasta entonces Dios no
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El testimonio suscita vocaciones contaba para nada en mi vida, desde aquel instante no hay nada en mi vida, ni lo más trivial, ni lo más serio, en lo que yo no cuente con Dios.
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Montse Roset, malabarista saltimbanqui en el espectáculo inaugural de una nueva edición de «Volver a Creer». Tomado de Samuel Gutiérrez en Cataluña Cristiana.
«Saber que Dios me ama me da alegría interior» —¿Qué hace una malabarista saltimbanqui en la sesión inaugural de la experiencia «Volver a Creer»? —Pues mostrar que cualquier persona, venga de donde venga, o sea como sea, puede emprender la aventura de acercarse a Dios y mantener con Él una relación de amistad. Con este pequeño espectáculo inicial, que compartiré con una bailarina de danza oriental y un sacerdote cantautor, queremos mostrar que la fe no excluye la modernidad y que se puede vivir en un clima desenfadado y tranquilo, sin estridencias ni fundamentalismos, en medio del mundo de hoy. La idea es transmitir que todo el mundo, desde la gran diversidad que ofrece la sociedad actual, puede emprender el camino de la fe. Desde la experiencia «Volver a Creer» queremos atraer a la gente, especialmente a la que se ha alejado de la fe o a la que nunca ha tenido, e invitarla a conocer de cerca a Jesús y descubrir los tesoros, a menudo escondidos, de la fe cristiana. —¿Cómo llegaste a este grupo?
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El testimonio suscita vocaciones —Hace cuatro años, después de haberme alejado de Dios y de la Iglesia, una persona me habló de la experiencia: «Volver a Creer». En aquellos momentos yo andaba inquieta, en búsqueda… Fui a Taizé y aquello me impresionó. Comenzaba a desear con fuerza tener fe y rezaba a menudo diciendo: «¡Señor, si existes, yo quiero conocerte!» La experiencia «Volver a Creer», me ofreció un método y una comunidad para mi búsqueda. A través de esta experiencia di los primeros pasos en la oración, en la relación personal con Dios y comencé a aprender a vivir su presencia en mi vida de cada día. El cristianismo se convirtió, no en una serie de obligaciones, sino en una relación personal. Ahora conozco a Jesús un poco más, le amo y le intento seguir. Saber que Dios me ama me da alegría interior, sentimientos de agradecimiento y confianza. La experiencia «Volver a Creer» me ha ofrecido además la posibilidad de compartir esta aventura interior con otras personas. Se ha creado una pequeña comunidad que nos ayuda a crecer en la fe y a enriquecernos mutuamente. Me he dado cuenta de que la fe en solitario no lleva a ninguna parte y que son necesarios los hermanos para caminar juntos. *** Tatiana Góricheva nació en Leningrado en 1947. Estudió filosofía y radiotecnia. Se educó en el ateísmo soviético. Profesora de filosofía. Cuenta su tormentoso proceso interior y su conversión al cristianismo, acontecida a los 26 años, en su obra: Hablar de Dios resulta peligroso. Tomado de «Mis experiencias en Rusia y en Occidente», Herder, Barcelona 1986. Mi segundo nacimiento Yo quería, naturalmente, convertirme en un dios… Yo quería ser la más inteligente y la más fuerte. Deseaba fundirme con el absoluto y sumergirme en la felicidad eterna. Ahora tenía que luchar contra ciertos sentimientos negativos, como el odio y la irritabilidad, porque sabía muy bien que “consumen energía” y me arrojaban a un plano más bajo de la existencia. Mas el vacío, que desde largo tiempo atrás venía siendo mi sino y me rodeaba de continuo, no
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El testimonio suscita vocaciones estaba aún superado. Al contrario, se hacía cada vez mayor, se convertía en algo místico y amenazador que me angustiaba hasta la locura. Me invadió entonces una melancolía sin límites. Me atormentaban angustias incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de seguir viviendo. ¡Cuántos de mis amigos de entonces han caído víctimas de ese vacío horroroso y se han suicidado! Otros se han convertido en alcohólicos; algunos están en instituciones para enajenados… Todo parecía indicar que no teníamos esperanza alguna en la vida. Pero el viento, que es el Espíritu Santo, sopla donde quiere. Cansada y desilusionada realizaba mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Hasta ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y no conocía realmente oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria cristiana, en concreto, la oración del Padrenuestro. ¡La oración que el Señor había pronunciado personalmente! Empecé a repetirla mentalmente como un mantra, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces; entonces de repente me sentí trastornada por completo. Comprendí –no en mi inteligencia ridícula, sino con todo mi ser– que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado! En aquel instante comprendí y capté el “misterio” del cristianismo, la vida nueva y verdadera. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto. No sólo dejé mis valoraciones e ideales anteriores, sino también las viejas costumbres. Finalmente, también mi corazón se abrió. Empecé a querer a las personas. Pude comprender sus padecimientos, así como su elevada categoría y su semejanza divina. Inmediatamente después de mi conversión todas las gentes se me presentaron sin más como admirables habitantes del cielo y estaba impaciente por hacer el bien y servir a Dios y a los hombres. (Tatiana Góricheva)
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El testimonio suscita vocaciones TAMBIÉN YO SOY TESTIGO DE JESUCRISTO escribe tu propio testimonio vocacional
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