EL TIEMPO DETENIDO. Se inicia la cuenta atrás. Ocho horas y cincuenta minutos para volver a tenerte

EL TIEMPO DETENIDO Por Lola Matutano de Aldana Se inicia la cuenta atrás. Ocho horas y cincuenta minutos para volver a tenerte entre mis manos. Te ab

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EL TIEMPO DETENIDO Por Lola Matutano de Aldana

Se inicia la cuenta atrás. Ocho horas y cincuenta minutos para volver a tenerte entre mis manos. Te abandono, aún caliente, y una parte de mi cerebro se queda encargada de ir descontando las horas y los minutos hasta nuestro reencuentro.

Aún me siento confusa y aturdida por las últimas sensaciones que me has proporcionado, y pido mentalmente a los hados que, por favor, nadie me dirija la palabra en los próximos minutos. Poco a poco iré situándome en esta otra realidad en la que tú no estás y me daré a ella impregnada de todo lo que de tí absorvo, aderezada con tus sales y especias, perfumada de tus esencias, vapuleada por tus pasiones y cómplice de tu sabiduría.

A quien se le diga, cuántos años llevamos juntos....Apenas recuerdo los primeros contactos tan llenos de imágenes, tu color entre vivo y sepia; igual me hacías reir que llorar y algunas veces, me dabas tanto miedo que sobrecogida me refugiaba entre las sábanas apretando los ojos. Luego ya no habría remedio, quedaría enganchada a tí de por vida.

Hemos tenido nuestros más y nuestros menos, y quién no en una relación tan íntima, pero nuestros lazos se fueron haciendo más sólidos a lo largo de los años y nuestro gozo no paró de crecer y crecer...

Quisiera recordar cada una de las aventuras que hemos vivido juntos, cada uno de los viajes a lo largo y ancho del universo. Quisiera recordar cada uno de los personajes con los que nos hemos cruzado en nuestras andaduras, desde los más convencionales hasta aquellos fruto de mundos tan lejanos, todos ellos queridos u odiados, nunca ignorados si eras tú quien me los presentaba. Tal era nuestro amor.

Cuántas veces he abierto tus entrañas por vez primera conteniendo el aliento emocionada, inhalando ese olor tuyo virgen, mitad bosque mitad petróleo, las manos amplias, suavemente arqueadas, amorosas y protectoras bajo tu piel, condescendientes con la mirada que se derrama sobre tí con avidez, haciéndote mío una vez más. Amor mío, cuánto deleite…

Perdóname los abusos. Sé que no siempre he elegido bien los lugares o los momentos. Ag! también yo odio esas inoportunas interrupciones de lo nuestro. ¿Es que no se dan cuenta? ¿acaso no reflejan mi semblante y el tuyo lo delicado de la situación?. Paciencia, paciencia, ése ha sido siempre tu mensaje entre líneas; y tu enseñanza: el tiempo se puede parar y reanudar tantas veces como se quiera. Cuánta sabiduría…

Y qué me dices de nuestros ratos de apuros. Mis brazos apalancados alrededor tuyo intentando evitar ser aplastados por la masa humana de la hora punta. Las carreras bien amarrados bajo la lluvia, delante de un batallón de grises encolerizados o alcanzando al vuelo un autobús urbano. Las colas interminables con frío, con calor. Las largas travesías en trepidantes trenes mezclándonos con curry, chorizo o plátano. Siempre juntos, siempre inmunes.

Sí, ya sé que no es la playa tu sitio favorito para nuestros encuentros. Posturas forzadas, un sol cegador o un viento que amenaza con arrebatarnos el uno al otro mientras todos nuestros recovecos se llenan de fina arena. Han sido tantos los paisajes que nos han visto mano a mano... Yo procuraba cubrir tu piel con un traje hecho a medida, los colores sobrios y elegidos; tú, condescendiente, dejándote hacer, abierto, paciente; mis manos ágiles, cuidadosas, ajustándolo a tus medidas. Y ése traje depositaba en tí más misterio, más intimidad, y me otorgaba la exclusividad del conocimiento de tu rostro.

Eh! No te duermas, la cuenta atrás terminó. Agárrate fuerte que salimos pitando. Pies ligeros y cara de prisa disuadiendo a cualquiera que pretenda entretenernos. Tenemos tanto que hacer…

Por fin, asiento de metro libre a la vista, me dejo caer suavemente y te tomo entre mis manos...umm, momento emocionante donde los haya, aquí nos las den todas. Una voz femenina nos acompaña durante todo el trayecto sin distraer nuestra atención, no obstante insiste cada cierto tiempo “ Sainz de Baranda…, O’Donnel…, Manuel Becerra…, Diego de León…, Avenida de América”, un resorte nos hace saltar fuera del vagón precipitadamente abortándo a saber cuántas cosas.

Así es nuestra relación en el día a día, a trompicones. Me zambullo y emerjo de tus aguas recuperando a duras penas el resuello, la compostura y el convencionalismo que me permitan pasar inadvertida. Y me preparo para el gran trayecto donde, con suerte, tendremos más de una hora para nosotros, donde, con suerte, alguien a nuestro lado caerá rendido en los brazos de Morfeo respetando generosamente nuestra intimidad.

Y ya en casa, aguardaremos el tiempo del silencio, como mucho un jazz suave o un emotivo Chopin en nuestra sala. El momento más dulce del día. Cuéntame, ámame, envuélveme. No tengas piedad conmigo. Nos fundiremos una vez más en un universo infinito. Nosotros que sabemos detener el tiempo.

CARTA DE AMOR A UN LIBRO Por Mariano González de Pablo

Querido libro: Perdona que me impongan escribir con el Word. Esta carta de amor debería ir manuscrita, con letra temblorosa y renglones torcidos, con la emoción sentida del momento, dejando escapar letra a letra el sentir apasionado de un adolescente, poetizado como el amor de aquel Dante por Beatriz; pero no me han dejado. Solo me queda intentar poner calor a lo que mecanografío a doble espacio. Mi abuela me tomaba ambas manos y colocándolas con las palmas hacia abajo, los dedos abiertos, me daba ligeros pellizquitos sobre ellos y cantaba lo del “pinto, pinto, gorgorito” con aquella voz aflautada, inconfundible. Ves, me decía, cinco dedos en cada mano, todos diferentes en su forma pero iguales en el amor que cada vez mayor irás teniendo por ellos. Cada uno tiene su función y todos juntos te servirán para moldear esa materia virgen que es la vida que se abre ante ti. Nunca podrás desprenderte de uno de ellos sin dolor y si tienes que hacerlo la elección te será dolorosa. Ahora sé que con los libros ocurre lo mismo. Todos desiguales, diferentes, pero en su conjunto imprescindibles para sortear las irregularidades del camino Una carta de amor a un libro, pero ¿a cual?. Ante mí la voz inolvidable de mi abuela anticipándome las muchas dudas que en este momento hacen opaca la respuesta. De un libro de mi niñez o de un libro de hoy. Aquellos y estos son como los dedos de mis manos. Todos diferentes pero formando un conjunto inseparable. Aprendí a leer las letras que juntas aparecían en un libro de tapas de cartón y el dibujo con colores chillones de un niño portando una cartera en bandolera. El libro se llamaba CATON. Un día al volver del colegio me paré a jugar a la pelota con otros niños y le dejé en la repisa de una ventana. Cuando fui a recogerle ya no estaba allí. Todavía me duele su recuerdo. Unos años atrás mis hijos me sorprendieron regalándome otro CATON reeditado de nuevo. Yo amaba aquel libro de mi infancia.

Luego vinieron como juguetes instructivos los cuentos de Calleja, los tebeos de los que conservo una valiosa colección de los años 30 artesanalmente encuadernados. Tarzán, el Mago Merlín, el Agente X-9 llenaban mis prioridades junto a Flax Górdon y las aventuras de un niño llamado “el holandés errante”, peripecias que mas tarde recordaría leyendo “Corazón” o “De los Apeninos a los Andes” y mas tarde mis hijos se recrearían con aquel niño, llamado Marco que la TV nos pasaba de sobremesa y que con su música pegadiza los agrupaba frente a la pantalla. En los anaqueles que cubren una de las paredes de la habitación en que escribo muchos de los libros que los abarrotan tienen su historia y por eso unos sobresalen en mi afecto por ellos. De un modesto ejemplar de “Las mil mejores poesías de la Lengua castellana” (Ediciones Ibérica-1941) a un lujoso ejemplar de “Robinson Crusoe” de Daniel De Foe, editado por “Montaner y Simón-Barcelona- en 1914 y dos escritos por mi hermano Miguel, uno de sus propias vivencias profesionales y el otro sobre la Guadalajara de los años 50 que le tocó vivir. . El libro de Cela, antes de ser don Camilo, que adquirí en su primera edición y que merced a la gentileza de mi librera lo tengo dedicado siendo ya Nóbel y don Camilo y aquel otro, “Aeronáutica” que mi padre me regalo a principios de 1936, pagadero su coste de 75 pesetas en diez cómodos plazos y que la editorial Espasa-Calpe dejó de cobrar en el mes de julio. Quiso hacerlo de nuevo tres años después pero esas treinta pesetas que aun se debían en mi casa era precisas para atenciones más necesarias. Se llevaron “mi” libro. Supe del dolor de perder algo que se quiere pero tengo la dicha de poseer un “Viaje a la Alcarria” que palia su falta. Es impensable que no tenga mis favoritos. Todos muy queridos pero alguno o algunos un poquito más. La crítica sobre un libro que había obtenido un premio literario me llamó la atención. Se titulaba “Nada” y su autora una chica, Carmen Laforet. Lo leí dos veces, lo recuerdo bien, en pocos días. Me llenó de tal manera que aprovechando un viaje a Barcelona hice mi particular peregrinaje recorriendo de arriba abajo, por ambas aceras, la calle Aribau donde su desarrolla toda su trama, buscando la casa, el portal donde habitaba la hija literaria de la autora, el piso en que pasaba sus penurias y sus tristezas y esa ventana desde la que veía un poco difuminada por la niebla la farola de sus ilusiones. Ese

premio se llamaba, y se sigue llamando después de más de sesenta años, el “Nadal”. Poseo todos los premiados. Uno son buenos, otros menos buenos, pero si es cierto que en su momento descubrieron y siguen descubriendo escritores que hoy honran y engrandecen nuestra Literatura: Miguel Delibes, “La sombra del ciprés es alargada”; Antonio Soler, “El camino de los ingleses”; Rosa Ragas, “Azul”; Lorenzo Silva, “El alquimista impaciente” y otros más que todos conocemos He vuelto a leer, releer, alguno de esos u otros libros y siempre he querido creer que esos fueron los primeros frutos del esfuerzo humano de su autor, su aportación a la luz y al color de las letras españolas, motivo más que sobrado para amarlos. Coleccionaba crónicas de los reporteros que nos trasladaban a los avatares de la II Guerra Mundial. Todos eran buenos; llenaban mis ansias por saber y entre ellos “M.P.A.” que así firmaba sus envíos era mi preferido. Publicó algunos libros, pocos, pero dos de ellos, “La juventud no vuelve” y “Hospital General” basados sin duda en esa contienda hoy serían el mayor abanderado, el mayor exponente de nuestro rechazo a la guerra. Su condición de médico le permitía una narración dolorosa, cruel, de lo que se esconde tras la parafernalia de unas marchas militares, del colorido de un desfile y del ondear de estandartes o banderas celebrando una victoria. ¿Victoria?. . ¡Libros!, ¡Libros!. Muchos libros acumulados en el tiempo. No libros de hoy que se adquieren a veces para destrozarlos en un intento de leerlos bajo la sombra de un toldo en la playa. Aquellos libros de mis años mozos, comprados con esfuerzo y necesidad mantienen mi devoción por ellos. Me ayudaron tanto que nunca se acabará mi agradecimiento por lo que me dieron. La “Aritmética razonada” y las “Soluciones analíticas” de Dalmau Carles, la “Ortografía práctica” de Miranda Podadera, un modesto “Diccionario de la Lengua Española” de José Alemany. Ellos encarrilaron un mucho mi futuro y después de ellos vinieron más libros, siempre libros en mi vida. Querido libro: ¿Cómo no voy a amarte a ti si estás representando a todos los que me rodean? Sabes que en esta casa siempre se regalan libros. Todos leemos. Además de la corbata o del pañuelo obligado siempre hay un libro en todas las conmemoraciones. Si me regalan un reloj o un estuche con pluma y bolígrafo me obligan a usarlos o exhibirlos para que quien tuvo la atención de hacerlo piense, al verlos, que acertó en el

obsequio; sin embargo, cuando recibo un libro acaricio con amor su contorno y dejo que el misterio de su contenido me lleve a ilusionadas esperanzas que guardo para mí. En todos vosotros, aunque no lo creas, incluso a esos que llamamos “ladrillos”siempre hay algo bueno. Una intención, un consejo, una idea. Y sin duda, la buena voluntad, la intención de agradar, de enseñar, de su autor. A veces el libro es la música, el aroma o la alegría de algo que no podemos comprender; es su secreto, es como un cofre cerrado y sellado que sólo se nos muestra cuando lo abrimos y si lo abrimos después de mucho tiempo semiolvidado en la estantería, al hacerlo creemos hallar en él el calor y el amor de aquellas primeras manos que nos lo entregaron. Mi abuela llevaba razón, como todas las abuelas. De todos aquellos dedos desiguales, luego su ejemplo en libros más desiguales todavía por su tamaño, composición o contenido, libros de arte, de política, de teatro, de cerámica o de música, todo un montón de sabiduría al alcance de quienes lo quieran coger, forman, claro que forman, a la persona. Yo me creo hijo de mis libros, de mis lecturas incluso en aquellos años de silencio en los que leer a autores rusos como Tolstoi (“Ana Karenina”, “Guerra y Paz”) o Dostoievsli (“Los hermanos Karamazov”, “Humillados y ofendidos”) por citar algún título de su numerosa novelística no estaba bien visto. Hace muchos años hubo un programa en televisión que creo recordar se llamaba a algo parecido a “Tengo un libro en mis manos”. Colmaba mis deseos de mejorar. Era un programa didáctico, directo, sin trucos o medias palabras, un programa en exclusiva para fomentar la lectura y el amor a los libros, un programa que no nos vendría mal se reeditase. Querido libro; Una carta de amor como ésta es fácil escribirla si el sentimiento amoroso brota fecundo como la cosecha de una simiente colocada a su tiempo en el baldío. Que mi carta te sirva de consuelo si alguna vez pensaste que estas modernas formas de ilustración que se hacen llamar “nuevas tecnologías” iban a aparcarte al final del túnel, no penes. Siempre habrá libros y sin duda, muchas más personas que hoy para disfrutar de lo que nos dais. Gracias por todo ello. Un beso.

“AJEDREZ”” 14 de abril de 2007

Cuento para Quique Por Nuria Silvestre Romera

Quique a veces puede volar, montarse a lomos de un ave fénix y observar desde lo alto las dunas del mismo Sáhara o las más exóticas selvas amazónicas. Otras veces es un pirata y surca los siete mares en busca de algún que otro tesoro, o incluso es un pequeño aprendiz de mago que lucha frente a las malas artes de un brujo perverso. Aunque lo que más le gusta a Quique es jugar a ser un chico normal y corriente que va al colegio cada día, que puede jugar al fútbol usando dos latas de refresco como portería.

Pero Quique no es un niño como los demás, aunque solo tiene 8 años ha vivido cosas que cualquier otro niño no puede imaginar. El pequeño Quique tiene leucemia mieloblástica desde los 5 años y ya ni se acuerda de cuándo fue la última vez que pudo saltar y correr por el parque sin agotarse. Una pequeña silla de ruedas azul se ha convertido en su compañera inseparable desde hace unos meses, y la única parcela de autonomía que le queda es poder levantarse sólo para ir al WC. Es por eso que lo que más ilusión le hace es convertirse a veces en un niño sano que juega, ríe y hace bromas con sus compañeros de clase. Al colegio no acude desde hace un par de cursos, y sus amigos acabaron por olvidarle al darse cuenta que no podía jugar al escondite o chutar la pelota tan fuerte como ellos. Los ciclos de quimioterapia lo dejan hecho polvo desde que comenzaron a tratarle, y los dos trasplantes de médula lo terminaron de agotar, en un intento desesperado en el que sus padres jugaron su última carta. Pero pese a todo Quique no deja de sonreír. El hecho de que a veces se convierta en un pájaro, un pirata, un mago o un niño sano, se debe a que aún le quedan dos amigos fieles que sabe que nunca le fallarán: su pasión por la lectura y su abuelo Manuel. Desde que su padre lo enseñó a leer, pues los múltiples ingresos en el hospital le impedían seguir el ritmo de las clases desde que comenzó todo, no ha dejado de hacerlo. Quique no lee libros, los

devora. Comenzó por pequeños cuentos que le hacían más cortas las horas en la sala de espera para el tratamiento oncológico, y continuó con colecciones de clásicos infantiles. Ha llegado incluso a leer libros recomendados a niños de mayor edad, algo de lo que Quique se siente orgulloso. A pesar de sus 8 años Quique ya se pone metas con respecto a los libros que lee. Al principio comenzó por libros de 50 páginas y fue superando su límite a 75, 100, 150... Quique ya ha perdido la cuenta del número de páginas que tienen sus últimos libros de aventuras. Ahora su única meta a cumplir es descubrir si llegará a leer la última página. Quique está muy cansado y aunque no entiende mucho acerca de su tratamiento y del nombre tan raro que tiene esa enfermedad que padece, sabe que algo no marcha bien. Sus padres cuchichean a escondidas y su madre llora en el servicio con el grifo abierto intentando disimular los sollozos; y Quique se da cuenta. Quique no comprende por qué, pero tiene miedo. Tiene miedo a no tener el tiempo suficiente para acabar el libro que tiene entre sus manos. Y eso no es lo peor de todo, lo que no soporta es que sus padres actúen delante de él como si no pasara nada. Cuando pregunta por qué todos estan tan tristes, o por qué no le quieren contar lo que le pasa de verdad se hace un silencio. Quique no quiere escuchar que todo va bien, porque aunque sólo es un niño, de sobra sabe que NADA va bien. Sólo quiere saber que pase lo que pase no está solo, que por muy débil que esté va a tener una mano a su lado para que al apretarla todos los miedos desaparezcan de golpe. Porque aunque Quique ya lea libros para chicos mayores sigue siendo un niño, y lo único que quiere es que le quieran. Su abuelo Manuel es el único que puede entenderlo, y cuando ambos se miran a los ojos se ven reflejados el uno en el otro. Aunque ya tiene 85 años y a veces se siente una

carga para su familia, un trasto viejo que ya no sirve, Manuel solo vive para su nieto. En los momentos más duros del pequeño su abuelo siempre ha permanecido a su lado: cuando el cabello comenzó a caer, en los días de nauseas y fatiga, las sesiones agotadoras de tratamiento... También su abuelo Manuel es quien cada semana se encarga e llevar a casa los préstamos de la biblioteca que el mismo Quique le indica. Y es que Quique sabe que lo único a lo que puede aferrarse es a los libros, pues quizá un día descubra algún personaje que como él, viva en un mundo lleno de secretos que nadie quiere desvelar por temor a romper la fragilidad que lo rodea.

Esta noche Quique está muy cansado, y como tantas otras veces pide su abuelo que lea algo antes de dormir, aunque esta vez es diferente. Por esta vez se arriesga a confesar a su abuelo Manuel que tiene miedo. Miedo de no saber cuánto le queda, de que nadie se atreva a decirle lo que va a pasar, y de pensar que en ese momento estará solo. Es entonces cuando su abuelo muy tranquilo le dice que escuche muy atento el cuento que va a narrar, pues es una de esas historias que ya no cuentan los libros y que son muy pocos los elegidos que tienen la suerte de conocerlo y poder transmitirlo a otros. Ese cuento explica el porqué a veces a los niños como Quique les ocurre algo así, que de cierta manera son ángeles que han venido a cumplir una misión que nadie sabe, para luego elevarse a un lugar en el que cada uno puede ser lo que quiera; ser el protagonista de su propia aventura, como tantas veces ha soñado despierto el pequeño Quique con un libro en sus manos. En este lugar hay princesas y caballeros andantes, bailarinas y soldados, e incluso policías y ladrones, y lo mejor de todo es que cada día los ángeles intercambian sus papeles para poder vivir así miles de vidas distintas, y todas ellas de cuento de hadas con final feliz. Aquí no hay miedos ni enfados, solo risas y juegos, y las únicas lágrimas que se derraman son de felicidad pura.

Quique escucha absorto hasta que su abuelo finaliza, y una sonrisa en los labios es capaz de decir sin palabras que comprende el misterio de la vida. Un niño de 8 años puede captar en un instante lo que un anciano centenario no ha sido capaz de comprender en toda una vida. Así de sencillo y de complicado al mismo tiempo. Es en ese momento cuando Quique se da cuenta de que ya no tiene miedo de no tener el tiempo suficiente para terminar su libro. Sea cual sea el lugar donde vaya, pondrá a su historia el final que quiera a su antojo. Sin prisa, sin miedo, sin tristezas. Y vencido por el sueño Quique cierra los ojos y duerme sin darse cuenta que todavía está dándole la mano a su abuelo, mientras éste le mira con los ojos húmedos pero con una sonrisa dibujada en el rostro. Esta noche un ángel ha visitado a Quique, le ha acariciado la espalda y le ha dado un beso en la nuca. También a su abuelo le ha rozado la mejilla con sus dedos helados, y ambos le han acompañado hasta ese lugar extraño donde no faltan las risas y donde se pueden vivir tantas aventuras como la imaginación te deja. El amanecer los ha encontrado, el cuerpo diminuto de Quique yace en su cama como sumido en un sueño profundo del que ya no despertará; y la figura inerte de su abuelo en un sillón junto al lecho, con las manos aún unidas a las de su nieto y con un libro con las páginas en blanco sobre el regazo

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