El tiempo que me tocó vivir (ensayos)

Jorge Majfud El tiempo que me tocó vivir (ensayos) Jorge Majfud Escritor uruguayo radicado actualmente en Estados Unidos. Estudios universitarios y

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El día que me quieras
El día que me quieras José Ignacio Cabrujas José Ignacio Cabrujas, El día que me quieras y Acto cultural, Caracas: Monte Ávila, 1990. Coedición con

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Jorge Majfud

El tiempo que me tocó vivir (ensayos)

Jorge Majfud Escritor uruguayo radicado actualmente en Estados Unidos. Estudios universitarios y particulares lo han llevado a recorrer más de cuarenta países, recogiendo, de forma obsesiva y continua, páginas que luego formarán parte de sus novelas y ensayos. Ha sido profesor en la Universidad Hispanoamericana de Costa Rica y en la Escuela Técnica del Uruguay, donde ha enseñado Artes y Matemáticas. Actualmente, es asistente en The University of Georgia, Estados Unidos. Entre sus libros están Hacia qué patrias del silencio (memorias de un desaparecido) (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayo, 1998) y La reina de América (novela, 2002) además de otras publicaciones colectivas. Es colaborador habitual de varios medios de prensa internacionales, como Bitácora, publicación semanal del diario La República de Montevideo y autor de la serie de ensayos sobre La Sociedad Desobediente. También ha participado en diferentes conferencias y debates internacionales. Distinguido en diferentes concursos, como el Casa de las Américas 2001, sus artículos y ensayos han sido traducidos al inglés, al francés y al portugués.

Nota preliminar Los artículos que siguen se conservan tal como fueron publicados por primera vez en distintos medios de prensa, constando al pie de cada uno la fecha y el lugar de sus respectivas escrituras. En su gran mayoría, fueron publicados por primera vez en la revista Bitácora, del diario La República de Montevideo, y luego reproducidos en diferentes países de América y Europa. Muchos de ellos se encuentran traducidos al inglés, al francés y al portugués. Con pretensiones de ensayo y de testimonio, estas páginas pertenecen, por su urgencia, al género periodístico. Aunque no siempre estoy de acuerdo conmigo mismo, cada vez que he decidido reeditar mis libros y mis artículos lo he hecho tal como aparecieron la primera vez al público, respetando la edición original, en el entendido de que deben ser considerados en sus propios contextos. La «inalterabilidad» de la serie me revela, además, cambios significativos que se han ido produciendo en mi vida, como en la vida de cualquier hombre, de cualquier mujer. Las discrepancias suelen ser prácticas, a veces ideológicas; ciertos principios éticos se mantienen inalterables. Jorge Majfud Athens, junio, 2004

¿Para qué sirve la literatura? Estoy seguro que muchas veces habrán escuchado esa demoledora inquisición: «¿Bueno, y para qué sirve la literatura?», casi siempre en boca de algún pragmático hombre de negocios; o, peor, de algún Goering de turno, de esos semidioses que siempre esperan agazapados en los rincones de la historia, para en los momentos de mayor debilidad salvar a la patria y a la humanidad quemando libros y enseñando a ser hombres a los hombres. Y si uno es escritor, palo, ya que nada peor para una persona con complejos de inferioridad que la presencia cercana de alguien que escribe. Porque si bien es cierto que nuestro financial time ha hecho de la mayor parte de la literatura una competencia odiosa con la industria del divertimiento, todavía queda en el inconsciente colectivo la idea de que un escritor es un subversivo, un aprendiz de brujo que anda por aquí y por allá metiendo el dedo en la llaga, diciendo inconveniencias, molestando como un niño travieso a la hora de la siesta. Y si algún valor tiene, de hecho lo es. ¿No ha sido ésa, acaso, la misión más profunda de toda la literatura de los últimos quinientos años? Por no remontarme a los antiguos griegos, ya a esta altura inalcanzables por un espíritu humano que, como un perro, finalmente se ha cansado de correr detrás del auto de su amo y ahora se deja arrastrar por la soga que lo une por el pescuezo. Sin embargo, la literatura aún está ahí; molestando desde el arranque, ya que para decir sus verdades le basta con un lápiz y un papel. Su mayor valor seguirá siendo el mismo: el de no resignarse a la complacencia del pueblo ni a la tentación de la barbarie. Para todo eso están la política y

la televisión. Por lo tanto, sí, podríamos decir que la literatura sirve para muchas cosas. Pero como sabemos que a nuestros inquisidores de turno los preocupa especialmente las utilidades y los beneficios, deberíamos recordarles que difícilmente un espíritu estrecho albergue una gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa. Pero, claro, una gran inteligencia, perversa y rencorosa, difícilmente pueda comprender esto. Mucho menos, entonces, cuando ni siquiera se trata de una gran inteligencia. Montevideo. 12 de diciembre de 2000.

Nuestro tiempo de la barbarie En realidad, el secreto no está en saber muchas cosas sino las necesarias. Y la gente cada día sabe más sobre lo que menos importa. En la educación básica, la formación de valores brilla por su ausencia, y a cambio se les impone a los muchachos un catálogo de conocimientos dispersos y casi siempre inútiles, prontos para el olvido. En la educación media, la filosofía es un estorbo curricular y las religiones no existen (cuando este tipo de conocimiento debería ser amplio, si es que nuestra educación pretende ser laica y no formadora de ateos por ignorancia.) ¿Acaso existe una historia más rica que la historia de las religiones? ¿Por qué se prioriza la historia del poder y de la guerra? Por lo general, aquéllos que pueden hablar algo de Sartre, Buda o Buber son apenas excelentes repetidores de manuales. Es decir, eruditos. Qué decadentes son los eruditos, ¿no les parece? Jamás comprenderán que la estupidez y la decadencia son algo que se cultiva con mucho esfuerzo. Recuerdo que en mi liceo los chicos de la clase alta, y otros aspirantes, dominaban con facilidad dos o tres lenguas. Sus padres eran viejos y seguían acumulando títulos, diplomas, certificados que se expedían en cursos y congresos internacionales de quince días, trofeos de ajedrez y todo tipo chatarrezco de conocimiento disperso o especializado. Conviví algún tiempo entre toda esa gente «educada» escuchando padres que sabían pronunciar mejor que nadie «Harvard» y «Yale», porque habían estudiado allí, y no alcanzaba a darme cuenta lo lejos que estaba toda esa cultura de la sabiduría. Habrá que pensar que a mucha gente la «cultura» les hace mal; no saben qué hacer con ella. Recuerdo el caso del padre de una compañera que vivía para su currículum, el que aumentaba de cuatro páginas en cuatro cada año y se ponía terrible cuando no lograba superar esa cifra al promediar diciembre. ¿Y el pequeño heredero? Otro cerebro portentoso (como el de todo hijo), y un adoctrinado aún mejor. El pobre muchacho no había cumplido los cinco años y ya contaba el dinero que le daba su padre en francés y en inglés, hasta los céntimos, como hacen en Norteamérica, porque la honestidad comercial de los colonos siempre estuvo rigurosamente en proporción inversa al valor de la transacción, y por eso cuando uno paga un café le devuelven hasta la más ínfima monedita de cobre de cero centavo. El padre

decía que así se aprendía más rápido, y el pobre Robertito metía la cultura en su cabeza de la misma forma que metía las monedas en un chanchito amarillo, a través de una ranura en el lomo. Coin, coin, cronch, cronch. Ya cuando el Señor Contador tuvo que reventar a los cincuenta y dos años, todos elogiaron su capacidad para administrar una empresa líder en Latinoamérica, su cultura y su poderoso intelecto. Y nadie se acordó de ese pobre corazón que un día, cansado y olvidado, se partió en dos. Hoy una licenciatura en Oxford, mañana otra en Berkeley; hoy un millón, mañana dos. Y si no, patatús en el corazón y al carajo tanta acumulación. ¡Ay, nuestro mundito! Tanto conocimiento y tan poca sabiduría, tanta superstición tecnológica, tanta violencia, tan poca vista panorámica, tanto miope urbano, tanto ruido y tan poco silencio. Tanto cerebro y tan poco espíritu. Hoy las nuevas academias y universidades son como hipódromos donde concurren los mejores caballos, nacidos para competir y para ganar, sudando por una meta que está al final de una espiral absurda, montados por un jinete que se lleva la poca gloria de un logro tan artificial. Porque ahora, casi de lo único que se habla es de Marketing y de Formación de la Empresa. Pocos años atrás, en nuestra Universidad de la República (estratégicamente empobrecida, como la salud pública), los ricos y los pobres juntábamos los codos en una misma mesa, y allí se terminaban las clases sociales y comenzaban las diferencias de talentos. Pronto se corregirá ese error: toda nuestra elite, los futuros dirigentes y empresarios exitosos, sabrán donde hacer amigos convenientes, creando nuevas castas, aunque para ello deban pagar una fortuna, aprendiendo lo mismo que en la Universidad del Estado, pero entrenándose y acomodándose con el Futuro Éxito, tan ocupados en los Aspectos Financieros que no les quedará ni tiempo ni capacidad para detenerse un momento a reflexionar sobre los Monstruosos Resultados. Montevideo. 26 de diciembre de 2000.

Teología del Dinero Antes un vasallo estaba unido a su señor por un juramento. Una infracción a las reglas de juego podía significar un palo en la cabeza del campesino. Para el desdichado, lo simbólico no era el palo, sino el Rey o el Señor que emitía su deseo en forma de orden. El Señor significaba la protección y el castigo. Con todo, la injusta relación social todavía era de hombre a hombre: el campesino podía llegar a ver al Señor; e incluso, podía llegar a matarlo, con un palo igual de consistente que el anterior. La relación que en nuestro tiempo nos une con el Dinero es del todo abstracta. En eso se parece nuestra sociedad a la del Medioevo: tememos a un ente simbólico e invisible, como hace mil años los hombres temían a Dios. Los valores de las bolsas cambian sin nuestra participación. Entre los valores y nosotros existe una teología del dinero llamada «economía» que, por lo general, se encarga de explicar racionalmente algo que no tiene más razón que poder simbólico. Nuestras sociedades, como en todos los tiempos, están estructuradas según

una relación de poder. Como en todos los tiempos, el poder está mal repartido, pero en el nuestro procede del Dinero. Gracias al dinero, todos somos accionistas del Poder que gobierna al mundo, aunque nuestras acciones representan una fracción infinitesimal. Conocemos las cifras que se acumulan en los principales depósitos del mundo: son varias veces superiores al esfuerzo conjunto de decenas de países del tercer mundo -y del mundo intermedio también. Esto, tan simple, quiere decir que el Derecho y la Libertad están especialmente acumulados en determinadas capitales financieras. Veamos un poco esto de la libertad. En la secundaria se nos enseñaba que también un recluso era un ser libre. Esto es rigurosamente cierto, desde un punto de vista existencial, y un recurso canalla desde un punto de vista ideológico, sobre todo teniendo en cuanta que cuando se nos enseñaba este tipo de verdades, se encarcelaba a los hombres que eran libres. Hoy también vivimos en una forma de dictadura, aunque sutil y planetaria. Nuestros gobiernos no se cansan de repetir que este nuevo Orden es Inevitable. Cuestionarlo es sólo demorar su arribo triunfal. Y, que yo sepa, lo Inevitable no es producto de la libertad. Existe una libertad inmanente a todo ser humano, cierto; somos libres desde el primer momento en que dudamos ante un cruce de caminos. Y existe otro tipo de libertad: una libertad social. Esa no es inmanente, sino eventual. En nuestro caso, la libertad social es doblemente limitada: primero, porque, de hecho, el hombre periférico no es libre; segundo, porque se le ha hecho creer que sí lo es. Decir que el hombre globalizado es socialmente libre, es como decir que es libre como un pájaro. Pero un pájaro posee una libertad de pájaro, es decir, una libertad «inhumana», ya que no puede elegir la dirección ni el momento de su migración. En cambio, un hombre verdaderamente libre debería poder hacerlo. Bien; la elección de las aves está determinada por el poder de la naturaleza. Pero en algún momento de la historia supusimos que el hombre se había independizado de este poder, gracias a la irreverencia de su espíritu. Y probablemente lo haya hecho en alguna medida. Entonces, ¿a qué poder ha sucumbido ahora, esta increíble creatura...? Llamémoslo Dinero. Veamos. El poder del dinero es siempre simbólico: procede del reconocimiento ajeno. Todo el poder concentrado en los bancos proviene de aquéllos que son perjudicados por dicho poder; no por los que reciben el beneficio de poseerlo. Poseer es un acto de fe; no-poseer es una condición de fidelidad. Existen, sin embargo, dos valores que no son meramente simbólicos: el valor de la violencia (pretendido en monopolio por todos los gobiernos) y el valor de la tecnología. En este nuevo siglo, el valor-poder de la tecnología someterá al primero y, a pesar de su posibilidad democrática, será rápidamente absorbido por el valor-poder del dinero. Sin embargo, el Dinero posee una debilidad que esconde en lo más profundo de su ser: el de ser un símbolo abstracto que necesita ser alimentado, constantemente, de significación. Es por esta misma razón que se apresura a dominar el valor-poder de la tecnología. Esta nueva arma será usada, en el siglo que comienza, para una despiadada lucha de intereses: la casta de los productivos contra la casta financiera, los Desplazados contra los

Acomodados, los dueños de la Verdad contra quienes la sufren. El dinero es amoral, eso lo sabemos. Como dijimos, es un poder simbólico, abstracto; vale por lo que no es y es todas las cosas al mismo tiempo. Creemos usarlo y someterlo a nuestra voluntad, pero es Él quien nos somete: casi no podemos prescindir suyo, a no ser por un peligroso acto de herejía. Cada vez podemos prescindir menos. A las antiguas «necesidades básicas» hemos agregado un conjunto innumerable de «necesidades sociales». Nacemos y nos desarrollamos en sociedades sofisticadas que nos exigen concentración. Como el ganado, estamos condenados a pastar todo el día, a rumiar y a digerir cuando descansamos. Un descuido significaría caerse del sistema. Una muerte social, la verdadera muerte del hombre postmoderno o posthumano. En nuestro mundo rezagado la angustia es doble: el cumplimiento con las necesidades sociales (ahora básicas) ocupa casi toda nuestra libertad. Queremos ser libres, pero la libertad es cara. Entonces, miramos hacia donde el dinero no es escaso. Diferente a otros tiempos, ahora no podemos usurpar su lugar. No podemos invadirlos; por lo tanto, la solución es dejarnos invadir. Copiamos. Queremos parecernos a ellos: porque han triunfado en la guerra y en el comercio, porque son ricos y nosotros somos pobres. También es verdad: queremos dejar de ser pobres. Pero seguiremos siéndolo, mientras pensemos que la riqueza se alcanza absorbiendo los valores culturales y morales del vencedor. Porque no es lo mismo integrarse al mundo que dejarse ingerir. También nosotros pertenecemos al mundo, a la mayor parte del mundo, y, aunque sintamos vergüenza de nuestros taparrabos, debemos recordar que la pobreza no es una prueba de nuestros vicios morales. Ésa es una idea religiosa del mundo protestante que heredó el Norte y nos vendieron en el Sur. En toda la historia existieron grandes imperios, culturas predominantes; pero nunca los pueblos periféricos (o sometidos) se empecinaron en remedar al vencedor, despreciando con alarmante frivolidad su memoria propia. Por el contrario, en el pasado fueron los pueblos conquistados los que infiltraron su propia cultura en el corazón de los invasores. Ahora no tenemos tanta dignidad; los pueblos conquistados se maquillan para parecerse al conquistador, olvidando y despreciando la profundidad moral de civilizaciones económicamente empobrecidas, a cambio de espejos y pensamiento rápido. Y, sin embargo, el mundo rico necesita tanto del mundo pobre como éstos de aquellos. O más. Nos informan que vivimos en un mundo «globalizado», pero los únicos que aún no se han dado cuenta de su significado son ellos, los responsables de la globalización. Como práctica, la «globalización» es casi tan antigua como el cristianismo. Pero ahora vale por sí sola; es una nueva ideología, con la particularidad histórica de que fue precedida por su propia realización. Su interpretación también es particular y siempre contradictoria: «integrar» significa absorber, «conocer» significa ignorar, «diversidad cultural» significa uniformización, «informar» significa deformar, «riqueza» significa dinero, etcétera. Las fronteras siguen siendo las mismas para los pobres, e incluso se han cerrado aún más que antes; sin embargo, han sido borradas de un plumazo para dejar pasar a Dinero, portador de nuevas promesas de riqueza en aquellos países pobres que, vaya a saber uno por qué, han visto aumentar

su pobreza. Todo por lo cual se podría decir, sin temor a equivocarnos, que en nuestro mundo globalizado las fronteras han sido sustituidas por filtros. La cultura y la educación ya no une; separa. Ambas, han sido sometidas al poder del dinero y le sirven a Él para ordenarlo en castas y acumularlo en depósitos invisibles. A las nuevas universidades ya no les importa la sabiduría, la búsqueda de la verdad, sino un único y monótono objetivo: la creación de entes competentes. El norte representa todo lo que tiene de primitivo el hombre: la necesidad desbordada de poder, la acumulación y el consumo. Todos aquellos valores espirituales que surgieron después del mesolítico comienzan a ser dejados de lado. La reparación no está cerca (sólo los evangelistas ven las cosas eternamente próximas), porque también la histórica rebeldía de la juventud ha sido adoctrinada por la publicidad y por el éxito ajeno. Estamos de acuerdo en que hay que cambiar. Pero, ¿en qué dirección? ¿En dirección Norte? Una cosa debe quedarnos claro: hay cambios que sólo puede generarlos una sociedad en su conjunto. Por lo tanto, no es válido ese precepto ideológico resumido en la máxima: «al que no le guste, es libre de cambiar de canal». Esta frase, tan querida por los profundos filósofos de la farándula, es contradictoria, ya no sólo con la tan mentada idea de la globalización sino, sobre todo, con la más primitiva idea de sociedad. Yo, por lo menos, no estoy en contra del Norte ni de una globalización. Por el contrario, la apoyaría con entusiasmo. Eso sí, siempre y cuando Globalización signifique «diálogo» entre culturas, entre pueblos y entre individuos; un verdadero intercambio de símbolos y de bienes materiales, y no la simple imposición de lenguas, ideologías sociales y económicas, no la imposición de costumbres monoculturales que han llevado a la supresión de decenas de idiomas con sus conocimientos propios del cielo y de la tierra, al tiempo que una expoliación de recursos naturales que no sólo atenta contra las comunidades económicamente más débiles, sino contra el planeta entero. Pero no seamos ingenuos. No olvidemos que Dinero no acepta ningún otro tipo de asociaciones que no sean asociaciones de capitales. Cualquier otra alianza, social o espiritual, será condenada por el Éxito. Recuerden: menos la risa y el sufrimiento todo es una Ilusión Universal: Éxito y Dinero no existen sin el valor que es concedido por aquéllos que son perjudicados por el Éxito y por el Dinero. Montevideo. 6 de noviembre de 2002.

El feminismo machista El feminismo no es el que era: comienza a dejar de ser oposición combativa para integrarse a un nuevo optimismo. Y en el nuevo optimismo (no en la integración) está su debilidad y su disolución. Durante el siglo XIX, los positivistas publicaban a viva voz que el desarrollo de las ciencias conduciría a la humanidad, inevitablemente, a la abolición de las guerras, a un desarrollo definitivo de la moral. Pero,

como diría Dostoyevski en Memorias del subsuelo, el hombre no se conformará nunca conque dos más dos son cuatro. En el siglo XX la ciencia y la tecnología trajeron nuevos métodos de curación, nuevos sistemas constructivos y destructivos: la penicilina, las Torres Gemelas y los holocaustos humanos. En ninguno de los casos la moral tuvo alguna participación especial: con la penicilina no surgió un tipo superior de hombre, y en los holocaustos ni siquiera se tuvo en cuenta los principios más bajos y primitivos de lo que se conoce por «moral». Ahora, cuando comienza un nuevo siglo, ponemos toda nuestra ingenuidad en otro comodín. Fracasada la ciencia como promotora de la paz, echamos mano a una ideología que apuesta a lo diferente. No porque sea una ideología novedosa, sino porque no hay otra. Nuestro siglo XX murió sin ideas. Comienza un nuevo milenio y las criaturas tratan de imaginárselo. Y para ello miran a los mil años que pasaron. ¿Y qué ven allí? Un montón de esperanzas frustradas: césares, déspotas, guerras, tortura, inquisición, hogueras, más torturas y más dolor. El razonamiento es el siguiente: cambia el milenio, ergo cambia la historia. Si los mil años anteriores se caracterizaron por la guerra, la tortura y las injusticias sociales, los próximos mil años serán de paz. Otro razonamiento arbitrario. Será que el optimismo es inagotable en la raza humana. También podíamos pensar, y con más razones: si los últimos cien mil años (por lo menos), la historia y la prehistoria humana estuvo signada por el horror y la violencia, ¿por qué habría de cambiar radicalmente en los próximos mil años, período de tiempo insignificante para una posible reivindicación humana? Pero, como ya había subrayado en mi libro Crítica de la pasión pura, en todos los tiempos las criaturas se sintieron en el ápice de la Historia, en el comienzo o en el final de un Gran Período. Y no veo por qué nosotros deberíamos ser la excepción. Podríamos decir que las mujeres son distintas. Vaya novedad. Podríamos decir que no está en su naturaleza la guerra, como sí lo está en los hombres. Pero no podríamos decir que las mujeres están desprovistas de maldad, de violencia y de todas las demás características humanas. No sólo porque pertenecen a la misma especie animal que los hombres, sino porque los gobiernos de mujeres nunca se caracterizaron por la solidaridad y la «sensibilidad femenina», desde Cleopatra, clavando alfileres de oro en los senos de sus esclavas, hasta la impiadosa Margaret Thatcher. El Bien y el Mal son universales; no son una característica de alguno de los dos sexos. Los hombres y las mujeres se diferencian por otras cosas. Por otras cosas. Y son esas diferencias, precisamente, las que pretenden ser abolidas por el feminismo. Se dice que el hombre está hecho para la guerra, mientras las mujeres están hechas para la reproducción de la vida (un eufemismo filosófico de «maternidad»). Al mismo tiempo, las mujeres que proclaman esta verdad abandonan su posición de integrante pacífico de la sociedad para ocupar el puesto orgulloso del macho: el éxito social, es decir, la antigua guerra sublimada. La mujer contemporánea, al mismo tiempo que logra más libertad masculina, pierde más libertad femenina. No es más libre una mujer compitiendo por el poder y el éxito que otra criando a sus hijos. ¿Dónde está escrito eso? Por un mecanismo paradójico del pensamiento moderno, en nuestro tiempo se supone que una cajera de supermercado, que pasa ocho horas del día sentada y repitiendo una de las

tareas más monótonas y peor pagas de la historia, es necesariamente más libre que una mujer haciendo las compras. Todo eso, ¿no es un prejuicio ideológico? Hace pocos días, en una almuerzo de televisión, un médico especialista en reproducción decía que la Naturaleza había sido injusta con las mujeres, porque le impedía ser madre a los cuarenta y dos años, justo cuando habían logrado su mayor «desarrollo personal», justo cuando muchas de ellas habían alcanzado el éxito. Sin embargo, cuando la Naturaleza hizo a la mujer para que fuera madre a los trece años, no pensó que un millón de años después iba a ser criticada por ese imperdonable error: una madre de trece años, ¡qué horror! Podrá ser un problema social, pero nunca una injusticia de la naturaleza. Por supuesto, la opinión del especialista fue muy bien acogida por las damas presentes, todas modelos, actrices y empresarias de mucho éxito. Pareciera que la opción era la maternidad o el éxito. Pareciera que el hombre tiene más ventajas por su incapacidad de cargar nueve meses un hijo en su vientre. Pero todo esto está medido por una escala de valores masculinos. Totalmente. El éxito contemporáneo es aquello que los hombres han creído e impuesto como «lo más importante». Y las mujeres, en lugar de destruir esta imposición cultural, no han hecho más que someterse a la misma, con las ya anotadas injusticias. Entonces, no es la Naturaleza la injusta (la naturaleza nunca puede ser juzgada. ¿Cómo puede ser injusto que un león se coma a un ciervo?); la injusticia es una condición moral, y sólo puede ser referida a la acción humana: lo injusto es la cultura que impone a la mujer un camino que no se condice con sus necesidades más profundas: como, por ejemplo, puede serlo la maternidad. Embarazarse, dar a luz a un hijo y ampararlo por más tiempo del necesario, está en la naturaleza femenina, no en la masculina. En todo caso esa es una imposición natural. La necesidad de tener éxito, económico y académico, es un vicio que cultivaron los hombres por siglos. Ésa es una imposición cultural (y masculina) a la que están sometidas las mujeres de hoy, al mismo tiempo que se golpean el pecho y se enorgullecen de su «liberación». Como si entre la libertad y el sometimiento hubiese apenas un velo. Su ciclo biológico, su edad reproductiva, se contradice con sus modernas necesidades culturales: «por su carrera, muchas mujeres deben renunciar a la maternidad». Eso no tiene nada de malo. Y no lo tendría, si fuera una elección verdaderamente libre. El caso es que no lo es, porque las pautas y los modelos de éxito que aspiran todos los integrantes de una sociedad son imposiciones culturales. Y muchas veces no están de acuerdo ni con nuestra biología ni con nuestros más profundos sentimientos. En mi opinión, las mujeres se han liberado tanto como los países periféricos se liberaron del Primer Mundo al que aspiran. En un mundo en que todo se mide y se compra con dinero, la libertad es como el amor en un prostíbulo: una ilusión. Nos sometemos a una herencia y no alcanzamos a velo. Como siempre, somos nosotros nuestros peores carceleros. Montevideo. 5 de enero de 2001.

Tiempos Oscuros Hace unos años, más precisamente seis, escribíamos respondiendo a la muy de moda teoría de Francis Fukuyama, que «podemos vivir algún tiempo en el Fin de la Historia, pero aún no podemos acabar completamente con ella. Por dos razones: es posible que aún quede algo por construir y, sobre todo, es seguro que aún queda mucho por destruir. Y basta con crear o destruir para hacer historia»1. Ahora, aún después de los trágicos acontecimientos que el mundo conoce, considero que pretender entender la tensión internacional bajo la única lupa del «choque de civilizaciones» (clash of civilizations) es una nueva simplificación, tan conveniente a intereses particulares como la anterior. Empecemos por observar que pocas cosas hay más inapropiadas que el término «Aldea Global». De mi experiencia africana creo haber aprendido que una de las características de una «aldea»no es la riqueza ni las comunicaciones a distancia ni el egoísmo tribal, sino todo lo contrario. En una aldea de la sabana, cada mujer es la madre de cada integrante, y el dolor de uno es el dolor de todos. Sin embargo, en lo que paradójicamente se llama «aldea global», lo que predomina es la lucha de intereses: cada país y sobre todo cada minúsculo grupo financiero lucha a muerte por la imposición de sus intereses, los que casi siempre son económicos. Todo por lo cual sería más apropiado llamar a nuestro mundo (si todavía están interesados en usar metáforas indigenistas) «tribalismo planetario». «Aldea global» es sólo un triste oxímoron. Como siempre, las diferencias más visibles son las culturales. Y en un mundo construido por la imagen y la propaganda un turbante, un kimono y un smoking tienen más fuerza simbólica que una idea transparente. Ya en otro espacio hemos defendido la diversidad de paradigmas culturales y existenciales. Sin embargo, la historia también nos dice que existieron, desde hace miles de años, culturas y concepciones religiosas y filosóficas tan distintas como se puedan concebir, conviviendo en un mismo imperio y en una misma ciudad, y no necesariamente sus integrantes se relacionaban intercambiando piedras y palos. Las piedras siempre aparecen cuando los intereses entran en conflicto. También el presente nos dice lo mismo: existen lugares geográficos donde la tensión del conflicto es extrema y otros, con la misma o con mayor diversidad cultural, donde la tolerancia predomina. En el actual contexto mundial, lo único cierto es la existencia de intereses opuestos: las castas financieras contra las castas productivas, los ricos contra los pobres, los poderosos contra los débiles, los dueños del orden contra los rebeldes, los consumidores contra los productores, los honrados contra los honestos, and so on. Quiero decir que más importante aún que el novedoso «choque de civilizaciones» es el antiguo pero siempre oculto «choque de intereses». Lamentablemente, esa tensión irá en aumento si no hay cambios geopolíticos importantes, porque el llamado «mundo globalizado» es, antes que nada, un «mundo cerrado», esto es, un planeta que se encoge, con áreas geográficas fijas y con recursos escasos y limitados. Ya no quedan continentes por descubrir ni provincias indígenas por usurpar en nombre de la Justicia, la Libertad y el Progreso. Después de la desarticulación de los países del

Este y de su colonización cultural y económica tampoco quedan consumidores blancos. Sólo el entusiasmo de un Kenichi Ohmae pudo haber dicho: «people want Sony not soil» (entendiéndose «soil» también como «tradición» y «cultura»). Como siempre, los métodos y las apariencias han cambiado: ya no existen «enfrentamientos» en el sentido tradicional: ahora se mata de sorpresa o a la distancia. Ya no existen «héroes» de batalla. Sin embargo, al mismo tiempo que el gran poder se ha ido concentrando en pocas manos, también ha surgido un poder atomizado, desparramado en manos de individuos anónimos y oscuros. Y también ellos disponen de un arma mortal: el conocimiento sin sabiduría. ¿Y cuál es la respuesta de nuestros sabios gobernantes? Bien, ya la conocemos. Pero no olvidemos que dividir el mundo entre Buenos y Malos sólo conduce a un violento diálogo de sordos, ya que todos se consideran a sí mismos buenos, y malos a los demás. El único camino hacia la paz y hacia la justicia sigue siendo el diálogo, la negociación y, sobre todo, una mayor cultura de la reflexión. Necesitamos más de eso que se está eliminando de nuestros programas de enseñanza porque es «improductivo»: pensamiento filosófico. Es por esta razón (la lucha de intereses) que en el siglo XXI la mayor tensión será provocada por Estados Unidos y China. Según las perspectivas de crecimiento chino, no sería difícil suponer que esta tensión se hará crítica en el año 2015. Los países islámicos aún poseen una de las más importantes fuentes de energía de la economía moderna y los «intereses» de pocos de ellos difieren de aquellos de Occidente: el imperio teológico. Pero China la dormida e imperialista China irá en busca de aquello que Noroccidente posee: el poder económico mundial. Sólo la destrucción de las Torres Gemelas es el símbolo más poderoso y trágico de la historia de Estados Unidos (no por el número de víctimas; el siglo XX conoció horrores mayores y debemos decir que todos eran seres humanos, aunque fuesen pobres y tuviesen la piel negra o amarilla). Pero la fuerza del símbolo impide ver otras realidades que también amenazan su primacía sobre la Tierra. Estados Unidos no perderá su posición predominante por los ataques terroristas; por el contrario, éstos han servido para consolidar su presencia militar en todo el mundo. Y no hay que dejarse engañar por las estadísticas. Cada vez que un gobernante de cualquier país, sea electo democráticamente o autoimpuesto por otro tipo de fuerza oscura, se ha embarcado en guerra con otro país, su popularidad ha crecido hasta niveles irracionales. Atacar a un país vecino o a otro más lejano es muy ventajoso para el orgullo y la ambición de un solo hombre que no alcanza a resolver los problemas propios de su país o de su lejana infancia (Si los «líderes» fuesen a las guerras que ellos mismos promueven, seguramente tendríamos un mundo en paz, por una razón doble). Es mucho más fácil ser líder en la guerra que en la paz, pero no es este tipo de liderazgo el que es propio de los gobernantes sabios. Claro, se podrá decir que el tiempo es el juez supremo. Pero no olvidemos que cuando la historia habla ya es tarde y, para entonces, los protagonistas se han convertido en piezas óseas de museos o en monumentos recordatorios. Los años dorados de América no culminarán por las acciones de un hombre a caballo, escondido en una cueva inubicable, sino por el surgimiento de una

nueva potencia. Los países árabes están lejos de alzarse con el imperio que alguna vez ostentaron. No sólo porque no están dadas las condiciones políticas y culturales que los aglutine, sino porque al Islam actual no le interesa tanto la conquista militar y económica como la conquista o imposición de una moral que no es tan rentable ni imperialista como lo fue la ética protestante de siglos anteriores. En el año 1996 escribíamos2: «Cuando los regímenes comunistas cayeron, no cayeron por sus carencias morales; cayeron por sus defectos económicos. Y eso es, precisamente, lo que se les reprocha como principal argumento. Al parecer, la justicia sólo llega con el fracaso económico. ¿Qué diremos de este anacrónico fin de siglo cuando fracase? ¿Debemos esperar hasta entonces para decir algo? (...) Sobre el próximo siglo se terminará de dibujar un terrible triángulo, en cuyos vértices se opondrán la concentración libre del Capital, los desplazados y la Pobreza, y la Democracia, la que será el objetivo y el instrumento de los otros dos vértices que se oponen». Ahora, a seis años de estas palabras, qué es necesario que ocurra para que los entusiastas ideólogos del Orden Mundial reconozcan que han fracasado, vergonzosa y criminalmente? En los nuevos conflictos habrá, naturalmente, muertos. Y sin duda ellos serán, como siempre, los mismos inocentes sin rostros y sin nombres para la conciencia mundial: la muerte de cientos de miles de ellos no duele tanto como puede doler la desaparición de Lady Di. En este nuevo siglo, no sin tragedia como suele ocurrir siempre, el mundo comprenderá que la solidaridad no sólo es justa sino que también es conveniente. Lo que para una especie particularmente egoísta como la nuestra significa «suficiente». Será recién entonces cuando las obscenas diferencias y privilegios que hoy gobiernan el mundo comiencen a disminuir. Montevideo. 23 de octubre de 2002.

La lucha por los Derechos de la Mujer ¿Por qué el feminismo y los movimientos por los derechos de la mujer surgieron en Occidente? Creo que la respuesta es bastante sencilla: los derechos de la mujer devienen como problemática consciente luego de la declaración de los derechos del hombre, lo que podríamos fechar (sólo por comodidad intelectual) en los años de la Revolución Francesa. Sin embargo, nada de esto hubiese sido posible sin la previa revolución humanista y la revolución del Renacimiento la que, paradójicamente, aunque deliberadamente se eche al olvido, fue una consecuencia del comercio con la cultura islámica anterior. Estos derechos y libertades, establecidos explícitamente en Francia hace dos siglos, fueron confirmados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tanto en 1948 como en 1979 (año de la Convención Internacional sobre la Abolición de todas las formas de discriminación contra la Mujer) quedó explícito e insoslayable que la mitad de la población del mundo había sido, hasta entonces, relegada en sus derechos como si se tratase de una especie animal diferente a la del

hombre. En el mundo islámico -para no entrar a complicar el análisis considerando esa gigantesca región humana que es el Este Asiático e, incluso, la mitad sur de África- no existió algo parecido. ¿Pero, por qué? Si bien en la Edad Media el mundo musulmán se encontraba más inclinado hacia un humanismo que era fanáticamente negado por la Iglesia en Europa, luego del Renacimiento el hombre comenzó a tomar un lugar central. Al mismo tiempo que la astronomía, la física, la biología y, finalmente, la psicología lo sacaba del centro material, al mejor modelo ptolemaico, la filosofía (en su camino hacia la epistemología y hacia la ética humanista) lo puso en el centro de todos los objetivos terrenales y metafísicos. Mientras tanto y del otro lado del Mar Mediterráneo, el mundo islámico giraba en otra dirección, volviendo más a las raíces religiosas que le habían sido propias al cristianismo europeo en su apogeo. De esa forma, la máxima mahometana que más gustan olvidar los fanáticos, «la tinta del sabio es más valiosa que la sangre del mártir» se convirtió en la más moderna, fanática y retrógrada -«el que viva de la pluma morirá por la espada»-, la que he leído hace pocos años en el informe de una agencia de información internacional, llegada de Argelia, si mal no recuerdo. La historia es así: trágico-paradójica. En el mundo islámico no existió nada parecido a la subversión del hombre a la autoridad divina, como sí ocurrió en la Europa del humanismo. No ha surgido dentro del seno de su cultura la reivindicación de los Derechos de la Mujer porque tampoco existió una reivindicación de los Derechos del Hombre. Esto, que puede parecer extraño a primera vista no lo es, ya que si bien las sociedades islámicas son predominantemente masculinas en su organización, el hombre no es el centro del derecho ni de la reflexión crítica de su propio destino, sino que está sometido a la fatalidad de la divinidad. El feminismo tuvo, a mi entender, desde el siglo XIX un período heroico donde su lucha fue por el reclamo de un reconocimiento de los derechos igualitarios de las mujeres. Ya pasados la mitad del siglo siguiente, se podría decir que ese reconocimiento fue logrado. Actualmente, aceptar públicamente la igualdad de los derechos de la mujer es una posición «políticamente correcta» -lo que, dicho sea de paso, no deja de ser una amenaza a la lucidez crítica de estas reivindicaciones-, tanto que es sostenida casi unánimemente, incluso en el seno de las sociedades más machistas de Occidente. Sin embargo, ahora la lucha de las mujeres se orienta en otra sentido: lograr que ese reconocimiento se materialice (se da la paradoja que en el mundo islámico han existido muchas mujeres presidentes, pero ninguna en Norteamérica ni en la mayoría de los países occidentales). Para ello, existen multiplicidad de organizaciones estatales, privadas, ONGs, etc., que se están encargando del trabajo. Las estrategias son varias y los resultados dispares. Podemos reconocer algunas corrientes: 1) el clásico feminismo combativo, otrora fructífero pero que, al haber obtenido su primer objetivo (el reconocimiento) se ha vuelto más bien inoperante y panfletario; 2) una corriente autocomplaciente en la cual se procura afirmar que las mujeres no sólo son víctimas de un tirano llamado, indiscriminadamente, Hombre, sino que además son buenas, sacrificadas,

solidarias, inteligentes y bonitas. Esta ideología simplista tiene un campo fértil en Internet, en la televisión y hasta en simposiums y congresos muy bien organizados. Recientemente, en uno de éstos se llegó a la siguiente conclusión: «Hay que montar redes de mujeres 'triunfadoras' que pueda establecer una relación solidaria hacia el resto de mujeres que quieran 'triunfar'.(...) Ser solidarias. Hay que evitar decir: 'La culpa es de las mujeres'; y evitar criticarnos entre nosotras». Todo esto acompañado por novelas proselitistas donde no se indaga en la condición humana (o mujereada) ni se incomoda con cuestionamientos o reflexiones molestas, sino todo lo contrario: se dice lo que las mujeres quieren oír decir de sí mismas lo que, por otro lado, le viene como anillo al dedo al siempre expansivo mercado de consumo; 3) una corriente que ve en el hombre no sólo al objeto de sus frustraciones personales sino su enemigo y rival con el cual es necesario competir: cuando exista igual número de científicas, de políticas, de conductoras de camiones, de ajedrecistas y de hombres que menstrúen y den a luz se habrá logrado el próximo objetivo; para esta corriente, está demás decir, o la naturaleza es injusta o el ciclo de reproducción de la mujer es una imposición cultural del macho que nunca quiso darle el pecho a sus críos; 4) un grupo que ha entendido que las mujeres deberían tener los mismos derechos que los hombres, pero éstos no se materializan porque existe una pesada herencia social, económica y cultural que estructura los símbolos y hasta los espacios físicos en función de un poder masculino. Dentro de este grupo, incluso, podemos encontrar mujeres que alcanzan a comprender que la herencia cultural del machismo también somete a los hombres, aunque de una forma menos evidente: el mayor acceso de las mujeres a las universidades también significa la presión laboral y elitista de la sociedad hacia los hombres; la sociedad tolera menos un hombre que estudia y es mantenido por su esposa que trabaja que la situación inversa, por no hablar de las presiones sexuales a la que están sometidos los adolescentes varones por parte de la sociedad y de sus propias madres. De mi paso por la Universidad de la República del Uruguay siempre he rescatado muchas cosas. Una de ellas, por ejemplo, fue la total ausencia de discriminación de género entre nuestros compañeros de aula, hecho que ha sido reconocido en una pasada discusión con otros ex-compañeros. Si bien es cierto que las estadísticas pueden decir que hay más mujeres alumnas y menos académicas que hombres (es una realidad mundial, incluso en los países más desarrollados), es probable que el número de los dos grupos cambien y se equilibren en un futuro próximo. Sin embargo, creo que es valioso destacar que los varones estudiantes (y luego profesores) nunca nos sentimos disminuidos por tener a nuestro lado una compañera con un mejor rendimiento curricular que el nuestro, ni por tener a una académica grado cinco como jefa de cátedra, sino todo lo contrario: la mayor discriminación siempre estuvo en base a los méritos morales e intelectuales de cada uno, independientemente del sexo. Entiendo que esto sólo puedo referirlo, a título personal y que, sin duda, habrá testimonios contrarios. Sin embargo, rescato que exista el hecho en sí, el cual me gustaría ver ampliado a una escala más universal, a riesgo de estar cometiendo una nueva falta de orgullo o vanidad. Como todo movimiento de resistencia, la lucha de las mujeres

históricamente ha tenido un sustento sólido, justo y humano. Con el tiempo ha logrado importantes avances para la humanidad en general, con lógicos tropiezos y otros argumentos pobres que sólo han logrado confundir sus objetivos más nobles. Es de esperar que su lucha -crítica y autocríticasiga siendo apoyada, no sólo por los hombres más inteligentes sino, también, por mujeres inteligentes. Tampoco ellas son perfectas. Montevideo. 2 de diciembre 2002.

Fatwa, Shari'a y la guerra de los sordos ¿Hasta cuándo resistirá la Humanidad que se la asesine todos los días? Podemos ser irracionales la mayor parte de nuestras vidas, pero nunca podemos permitirnos ese lujo o debilidad cuando estamos juzgando a otro y mucho menos cuando su vida depende de ese juicio. El silencio nos convertirá en el árbol que sostenga a los inocentes asesinados por la Ley. En otras oportunidades hemos recordado algunas de las interminables contradicciones de las ortodoxias y de las ortopraxias -ambas son, por lo menos, incompatibles. En nuestras propias culturas y sociedades, en nuestras propias historias y en nuestros presentes descubrimos caudales inagotables de crueldad y de hipocresía. No hay diálogo sin el Otro, y en el otro también descubrimos -era inevitable- tantas virtudes como abominables defectos, tanta incomprensión ajena como la hay en nosotros. Y lo que es peor: sordera. La Globalización no ha mitigado ese desconocimiento sino que lo ha agravado en muchos aspectos, porque la comprensión y el conocimiento no llegan necesariamente con los medios de comunicación sino con la comunicación entre los pueblos y entre los individuos. Cuando en África sonó el primer tambor para comunicar intenciones ajenas, éste facilitó la información a distancia, pero también la traición y la guerra: la destrucción del otro3. Y esa comprensión del otro hoy está más amenazada, como puede estarlo el grito de un niño en un estadio de fútbol: se le ha otorgado el derecho de gritar sus verdades y sus angustias, pero ya nadie puede escucharlo en medio del griterío. En rigor, no podemos conocer algo que previamente deformamos en el proceso de conocimiento. Esto sucede en la ciencia que se ocupa de las escalas infinitesimales, pero a escala humana no es inevitable. Por suerte, en nuestra escala humana todo, o casi todo, se puede cambiar, y Ésa es la gran tarea cuando nos enfrentamos a nuestras propias contradicciones y a las ajenas también. También en el otro descubrimos brutales arbitrariedades. O lo que es peor: defectuosas virtudes, verdaderos monstruos celestiales. Como, por ejemplo, alguna vez recordamos y escribimos algunas líneas sobre la negativa del ayatolá Jomeini de mirar por la ventanilla del auto que lo llevaba desde el aeropuerto de París a su casa en el exilio, para evitar contaminarse con el corrupto Occidente que en ese mismo instante lo protegía de su propio gobierno. O su posterior condena a muerte al autor de un libro que nunca había leído, por supuesto, ya que ofendía a Dios. Siguiendo con ejemplos islámicos (Occidente los tiene también, y a montones) habíamos

recordado que la frase de Mahoma que los mahometanos radicales más gustan olvidar es aquella que previene que «la tinta del sabio es más valiosa que la sangre del mártir». Este deliberado olvido se hizo trágico en Argelia, cuando los más radicales islamistas advirtieron que «todo aquel que viva de la pluma morirá por la espada». Y también pasaron de la letra a la acción. Esto, en rigor, es teología clásica; como no se pueden cambiar las escrituras, se interpreta: allí donde dice «blanco», en realidad quiere decir «negro». Con esta nueva interpretación, los fundamentalistas lograron destruir lo que sus antecesores habían construido en sus años de apogeo económico, religioso y cultural. Para no quedarse atrás en este extraño proceso de santificación, recientemente y con motivo del concurso de Miss Mundo que se debía celebrar en Nigeria, la periodista Isioma Daniel fue condenada a muerte por un artículo en el cual expresaba que Mahoma hubiese elegido una de sus esposas entre las concursantes. No es necesario detenernos a probar que la posibilidad es alta. Esto no hace al centro del problema. Lo que no podemos dejar de contar son los doscientos muertos que dejaron los incidentes y, quizá más importante aún, la condena arbitraria de una persona por sus opiniones. ¿No fue el propio Mahoma, como Jesús, un perseguido por sus expresiones? Por desgracia, del pasado imperio islámico, tolerante y humanista, conservador y renovador de las artes y las ciencias en los tiempos de la fanática Edad Media europea, apenas quedan escombros, y todos sirven para ser arrojados contra el pasado y contra el futuro por igual. Lo cual es, a todas luces, más una reacción contra Occidente un Occidente que también tiene las manos teñidas de sangre que una construcción propia. En Nigeria, por ejemplo, la «Shari'a» se impuso recién en el año 1999, en algunos estados del norte. Según este riguroso conjunto de leyes religiosas, el adulterio se paga con la lapidación y la opinión, aparentemente, con la «fatwa» de muerte. En esta situación se encuentran aún varios hombres y mujeres, entre las cuales la más conocida de los últimos meses fue el caso de Amira Lawal. Amira fue condenada a morir bajo una lluvia de piedras luego de dar el pecho a su hijo, prueba, inocente e irrefutable, del delito imputado a su madre divorciada. Por suerte, Amnistía Internacional logró presentar, ante el gobierno de Nigeria, una carta en oposición a tan salvaje condena, firmada por más de un millón de personas de todo el mundo, lo que persuadió a las autoridades para suspender lo que no se puede llamar ajusticiamiento, sino tortura primitiva o sadismo refinado en nombre de Dios. Sin embargo, este Código Sexual seguirá vigente. Como Amira, muchos hombres y muchas mujeres serán condenadas a morir bajo una lluvia de piedras, no arrojadas desde el cielo sino desde las manos de verdugos, cada uno de los cuales se considerará a sí mismo extensión de la mano de la justicia divina. Y todo por alguno de esos «delitos» sexuales que deberían ser jurisdicción exclusiva de Dios o de la privacidad del individuo. Claro, se podrá decir que también un hombre que mata a su mujer por celos (o viceversa) está cometiendo un crimen. De acuerdo. Pero, en todo caso, su acto es pasional e ilegal, y su drama afectará a su entorno, no mucho más. Sin embargo, cuando se ejecuta a una persona bajo una lógica del absurdo, rica en arbitrariedades y en contradicciones institucionalizadas, no sólo se está asesinando a una persona concreta

sino a toda la dignidad humana y, por lo tanto, estamos ante la presencia de un crimen universal. Se me podrá decir que en Estados Unidos y en China también existe la pena de muerte, y lo sé. Pero no distraigamos la discusión. También yo estoy totalmente en contra de la pena de muerte, ya sea en una silla eléctrica o bajo una lluvia de piedras. Mi razonamiento es simple: primero están los principios, y al final también. Y el primero de los principios será siempre la protección de la vida, o dejaremos de discutir cuando ya no haya humanidad. Luego, en apoyo a los principios elementales, existe una serie de principios más complejos y, por lo tanto, más difíciles de advertir. Por ejemplo, existe un principio elemental que es el principio de no-contradicción. Podemos ser irracionales la mayor parte de nutras vidas, pero nunca podemos permitirnos ese lujo o debilidad cuando estamos juzgando a otro y mucho menos cuando su vida depende de ese juicio. Ahora, ¿por qué en este artículo me ocupo de Amira y de Isioma, cuando cada día mueren miles de niños de hambre o bajo el aséptico bombardeo de algún gobierno de turno? Porque de «los nuestros» nos ocupamos con frecuencia; porque no sólo estas mujeres aún no han muerto, no sólo porque aún se las piensa matar, sino también porque en este proceso se violan los principios más elementales sobre los cuales se construye cualquier forma de humanidad. Y, sobre todo, porque los crímenes de unos no justifican ni mitigan los crímenes de los otros. En esa trágica escalera de deducciones y contradicciones, se termina por negar y destruir lo que al comienzo era el objeto y el propósito de toda Ley. Así, se fabrican armas para proteger la Paz, se asesina para proteger la Vida, se persigue, se encarcela y se tortura para proteger la Libertad, se insulta a la razón y se impone la arbitrariedad religiosa para alcanzar la Justicia Humana... Uno de estos principios, tal vez uno de los más tímidos y vulnerables, dice que para llevar a cabo un acto de tamaño significado, como lo es el enjuiciamiento de un ser humano, se debe proceder con un mínimo de racionalidad. Y muchos saben que no soy un racional empedernido ni pongo a mi cultura ni a mis costumbres por encima de las otras que me son ajenas. Todo lo contrario. Entonces, ¿de qué «razón» estoy hablando? Por lo general, las Sagradas Escrituras son arbitrarias. Y esta arbitrariedad no las descalifica cuando procede de una divinidad superior a la razón humana. Sin embargo, un juez o un teólogo que se arrogase la misma arbitrariedad en sus procedimientos estaría cometiendo, por lo menos, blasfemia o usurpación del poder divino. La única posibilidad que le queda es el camino de la racionalidad, aunque parta de principios arbitrarios, de la misma forma que un jugador de ajedrez procede con un razonamiento racional sin quebrantar las reglas de juego que, desde su fundación, son arbitrarias. Ahora, ¿a dónde quiero llegar? Sabemos que para cualquier musulmán, Cristo es uno de los principales profetas, y que el Nuevo Testamento es uno de sus principales libros sagrados, que pueden estar después que el Corán en importancia pero que lo preceden y le dan sustento histórico y religioso. Sin embargo, de la misma forma que el cristianismo se basó siempre en las palabras de Cristo y en los Libros Sagrados para hacer precisamente todo lo contrario, en cada «fatwa» se repite la misma trágica historia. Me refiero a aquel momento superior de las Escrituras, cuando los maestros de ley y los fariseos

arrastraron hasta Jesús a una mujer condenada a muerte. (San Juan 8, 3-11). Interrogados por el motivo, los judíos de la época argumentaron que aquella mujer había cometido adulterio y que, por lo tanto, debía morir bajo una lluvia de piedras, según las leyes dictadas por Moisés. Fue entonces cuando Jesús profirió esa frase que a diario se la usa casi vacía de significado: «el que esté libre de culpa que arroje la primera piedra». Obviamente, todos se retiraron, ya que alguien que afirmara estar limpio de culpas estaría cometiendo una falta doble: la mentira y la soberbia. Cuando Jesús estuvo solo con la mujer adúltera, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están los hombres que te trajeron? Ninguno te ha condenado. Yo tampoco te condeno». Está claro que no necesito explicar la metáfora. El que tenga ojos que la lea; el que tenga cabeza que la use. Es más; ni siquiera es necesario tomarla como metáfora. Probablemente, haya sido un hecho real y aleccionador para el resto de la humanidad, hasta el final de sus días sobre la faz de la Tierra. En el caso de Nigeria ni siquiera es necesario cambiar la palabra «piedra» por otra cosa, ni «mujer adúltera» por otra persona. No es necesario cambiar nada. Lo único que se necesita es un poco más de respeto por la humanidad toda. Lo único que necesitamos es poner a Dios en el cielo y a los hombres en la tierra y no confundir los roles que luego producen seres híbridos, deformaciones monstruosas, con barba o pulcramente afeitados, con túnicas o con uniformes, con corbatas o con polleras, como dioses mezquinos o como hombres que se creen dioses. Sin duda, la lección del nazareno es doble: ante la mujer condenada a muerte, Jesús no sólo recuerda la imperfección del resto de los hombres, sino, y aquí radica lo más importante, también deja en claro que la racionalidad debe ser el agente que revise y cambie las leyes preestablecidas, aunque éstas posean un origen divino. Compañeros de viaje: aunque el absurdo y la injusticia nos abrumen, no debemos rendirnos. Denunciemos estas trágicas contradicciones y juicios arbitrarios, provengan de donde provengan, ya sea desde el Este o desde el Oeste, desde el Norte o desde el Sur, desde Arriba o desde Abajo. O nuestra existencia no tendrá mejor significado que el de un árbol que otros usan para ahorcar a un inocente. Montevideo. 4 de diciembre de 2002.

Las trampas psicológicas de la ética económica A mediados del año 2002, el presidente de la República Oriental del Uruguay, Dr. Jorge Batlle, protagonizó uno de los capítulos más divertidos de nuestra historia nacional: creyendo que las cámaras de la televisión que momentos antes lo habían entrevistado estaban apagadas, mantuvo un diálogo áspero con uno de los periodistas de la cadena Bloomberg. En esa oportunidad, el presidente uruguayo se expresó con sinceridad sobre lo que pensaba de la realidad que lo rodeaba. No dijo: «la Argentina / tiene / una economía sana», como tantas veces había repetido hasta un día antes del conocido quebranto de salud de nuestros vecinos. Entre otras cosas, se

refirió a los argentinos como «una manga de ladrones, desde el primero hasta el último». Pero como Gran Hermano no perdona, sus palabras dieron varias veces la vuelta al mundo, lo cual no provocó la inquietud de ningún mercado ni la subida del petróleo ni la caída de la bolsa de ningún delincuente conocido, sino la risa del mundo entero lo cual, de paso, le sirvió a nuestro presidente para cumplir con la única promesa pre-electoral de hacer un gobierno divertido. Paradójicamente, el que menos disfrutó con la anécdota fue su propio protagonista, el cual debió hacer un viaje lacrimógeno a Buenos Aires para pedir disculpas por tanta sinceridad, confesando, finalmente, ante el presidente Duhalde y ante el mundo entero, que también él se sentía un argentino más -aunque no aclaró si de los primeros o de los últimos. Pero éste hecho, que si bien es memorable y de sumo interés para comentaristas de prensa y humoristas en general, no trasciende la anécdota. Me interesa más otra expresión del presidente, mucho menos divertida, quizá la que se tomó como la única razonable y atinada. La voy a repetir, y estoy seguro que todos la volverán a considerar razonable. Sin embargo, si lo hago es, precisamente, porque creo que no es correcta sino todo lo contrario: es la lógica trágica que guía un equívoco ético a escala global. Refiriéndose a las frustradas peticiones de la Argentina al FMI, Batlle dijo, otra vez con obviedad, como es su característica y la de todo caudillo latinoamericano que llega al poder: «Si usted me viene a pedir plata prestada a mí, es obvio, mi estimado periodista, que yo voy a poner condiciones para prestársela». Sencillita y crucial. He aquí escondida, bajo la letra, la raíz de todos los equívocos éticos. Veamos. ¿De dónde deriva la aparente claridad de este razonamiento? Creo que deriva de una percepción correcta, del sentido común. ¿Y entonces? Es correcta cuando nos referimos a una relación entre dos personas, o entre un grupo limitado de individuos, en la cual los actores son parte activa y responsable de las causas (por ejemplo, de un préstamo) y las consecuencias (devolución). Es más, el código de conducta ahora globalizado se origina, desde su prehistoria, en este mismo tipo de relaciones. Pero es un equívoco de trágicas consecuencias cuando hacemos la traslación directa de una situación conocida a una totalmente novedosa y diferente, como lo es la relación Nación-Directorio Internacional, o Pueblo-Corporación Financiera. El equívoco trágico ocurre cuando se confunde a un individuo o a un grupo limitado con un país entero; y a la antigua situación de un mundo abierto y desconectado con el mundo actual, cerrado y globalizado, como un barco a la deriva, donde el resfrío de uno de sus pasajeros hace destornudar a la tripulación entera -y viceversa. Esta confusión, que en el pasado alimentó los caprichos de algún que otro dictador y que en el presente se usa en las reuniones y sobremesas de los Centros Decisorios Financieros para referirse a los pueblos, es más grave y trágica de lo que puede parecer a primera vista, y deriva más de la psicología individual que de la racionalidad sociológica y moral. Si bien yo soy responsable de una deuda adquirida por mí mismo, no soy responsable en la misma medida de una deuda adquirida por una generación anterior y por una sucesión de gobiernos, mucho de los cuales fueron dictaduras, es decir, ilegales e ilícitos. Si así fuera, no veo por qué los europeos no

devuelven las toneladas de oro robadas a las Américas; o por qué no devolvemos nosotros, los americanos, las tierras usurpadas a los indios nativos. Y no compliquemos el análisis recordando la responsabilidad de los mismos acreedores en las fabulosas y desangrantes deudas impuestas a los pueblos del estúpidamente llamado tercer mundo. Sólo recordemos que la deuda externa es la primera causa del estancamiento y sumisión de los países «deudores». Dicho en otras palabras, las deudas externas de los países pobres es la primera razón por la cual estos países no pueden salir de su pobreza y, por ende, la primera razón por la cual no podrán terminar nunca de pagarla. Lo cual no tiene por qué ser una mala noticia para los acreedores. La ayuda financiera de los Centros Financieros Mundiales es tan necesaria como responsable de la agonía, como lo puede ser la droga que alivia el dolor en un enfermo terminal. Por suerte, no está lejos el tiempo en que los habitantes de este planeta, cerrado y agotado, cambien su forma de relacionamiento internacional. Es inevitable. Nada de esto quiere decir que un país no tenga responsabilidad sobre los compromisos asumidos. Quiere decir que las responsabilidades no son las mismas: son, en todo caso, relativas; nunca absolutas. Es decir, los super-directores que firman acuerdos con los mini-presidentes, deberían entender que están obteniendo una garantía relativa y, por lo tanto, deberán asumir los mismos riesgos que más tarde impongan las necesidades humanas de los pueblos heridos por una ayuda que no es tal. O tendrán que resignarse que algún día países como Argentina terminen por salir a flote sin ayuda del FMI, lo cual podría poner en jaque al actual Orden Mundial. Y es en éste punto donde estamos por ingresar a la dimensión ética del problema. Ingresemos. Cuando un país entero está en situación de emergencia (como lo están Argentina y muchos países africanos) y no sólo se compromete su futuro productivo y financiero por el pago de onerosos intereses de deuda, sino que la vida de miles de sus habitantes está en peligro, la imperativa moral se invierte: ya no es una obligación cumplir con los «compromisos» de deuda sino lo contrario: sería inmoral cumplir con los mismos mientras miles de hombres y mujeres son arrojados literalmente a la basura. Es en este momento que debemos preguntarnos ¿qué responsabilidad tiene un niño que agoniza por desnutrición sobre los «compromisos» de deuda firmados por algún presidente, elegido por la mitad de ciudadanos -como ocurre casi siempre- o por tres o cuatro -como ocurre en los casos restantes? Cuando ponemos los principios financieros y la ética comercial sobre el primero de los principios, el de la vida, ¿no estamos invirtiendo el orden moral de los mismos? «Si usted me viene a pedir un préstamo, es lógico que yo ponga mis condiciones», había dicho nuestro dócil presidente. Sí, muy obvio su razonamiento, señor presidente, pero aplíquelo al sujeto correcto -y le hablo directamente a usted, porque sé que lee este diario. Entiéndalo de forma literal y no metafórica: «yo» significa «yo», y no «pueblo». Aplíqueselo a usted mismo, no a aquellos inocentes que jamás se enterarán cuáles son los compromisos que están asumiendo en ese momento, mientras buscan con avidez un pedazo de pan verde entre los basureros de algún restaurante de renombre internacional, el que luego negociará con su bondad, como es el estilo de la actual ética mundial.

Montevideo. 18 de diciembre de 2002.

El lento suicidio de Occidente Occidente aparece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo sobre siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende ahora, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La mayor esperanza y el mayor peligro para Occidente están en su propio corazón. Quienes no tenemos «Rabia» ni «Orgullo» por ninguna raza ni por ninguna cultura sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos. Actualmente, algunas celebridades del pasado siglo XX, demostrando una irreversible decadencia senil, se han dedicado a divulgar la famosa ideología sobre el «choque de civilizaciones» -que ya era vulgar por sí sola- empezando sus razonamientos por las conclusiones, al mejor estilo de la teología clásica. Como lo es la afirmación, apriorística y decimonónica, de que «la cultura Occidental es superior a todas las demás». Y que, como si fuese poco, es una obligación moral repetirlo. Desde esa Superioridad Occidental, la famosísima periodista italiana Oriana Fallaci escribió, recientemente, brillanteces tales como: «Si en algunos países las mujeres son tan estúpidas que aceptan el chador e incluso el velo con rejilla a la altura de los ojos, peor para ellas. (...) Y si sus maridos son tan bobos como para no beber vino ni cerveza, ídem». Caramba, esto sí que es rigor intelectual. «¡Qué asco! -siguió escribiendo, primero en el Corriere della Sera y después en su best seller La rabia y el orgullo, refiriéndose a los africanos que habían orinado en una plaza de Italia- ¡Tienen la meada larga estos hijos de Alá! Raza de hipócritas». «Aunque fuesen absolutamente inocentes, aunque entre ellos no haya ninguno que quiera destruir la Torre de Pisa o la Torre de Giotto, ninguno que quiera obligarme a llevar el chador, ninguno que quiera quemarme en la hoguera de una nueva Inquisición, su presencia me alarma. Me produce desazón». Resumiendo: aunque esos negros fuesen absolutamente inocentes, su presencia le produce igual desazón. Para Fallaci, esto no es racismo, es «rabia fría, lúcida y racional». Y, por si fuera poco, una observación genial para referirse a los inmigrantes en general: «Además, hay otra cosa que no entiendo. Si realmente son tan pobres, ¿quién les da el dinero para el viaje en los aviones o en los barcos que los traen a Italia? ¿No se los estará pagando, al menos en parte, Osama bin Laden?»... Pobre Galileo, pobre Camus, pobre Simone de Beauvoir, pobre Michel Foucault. De paso, recordemos que, aunque esta señora escribe sin entender -lo dijo ella-, estas palabras pasaron a un libro que lleva vendidos medio millón de ejemplares, al que no le faltan razones ni lugares comunes, como el «yo soy atea, gracias a Dios». Ni curiosidades históricas de este estilo:

«¿cómo se come eso con la poligamia y con el principio de que las mujeres no deben hacerse fotografías. Porque también esto está en El Corán», lo que significa que en el siglo VII los árabes estaban muy avanzados en óptica. Ni su repetida dosis de humor, como pueden ser estos argumentos de peso: «Y, además, admitámoslo: nuestras catedrales son más bellas que las mezquitas y las sinagogas, ¿sí o no? Son más bellas también que las iglesias protestantes». Como dice Atilio, tiene el Brillo de Brigitte Bardot. Faltaba que nos enredemos en la discusión sobre qué es más hermoso, si la torre de Pisa o el Taj-Mahal. Y de nuevo la tolerancia europea: «Te estoy diciendo que, precisamente porque está definida desde hace muchos siglos y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de una u otra forma, quieren cambiar nuestro sistema de vida. Nuestros valores. Te estoy diciendo que entre nosotros no hay cabida para los muecines, para los minaretes, para los falsos abstemios, para su jodido medievo, para su jodido chador. Y si lo hubiese, no se lo daría». Para finalmente terminar con una advertencia a su editor: «Te advierto: no me pidas nada nunca más. Y mucho menos que participe en polémicas vanas. Lo que tenía que decir lo dije. Me lo han ordenado la rabia y el orgullo». Lo cual ya nos había quedado claro desde el comienzo y, de paso, nos niega uno de los fundamentos de la democracia y de la tolerancia, desde la Gracia antigua: la polémica y el derecho a réplica -la competencia de argumentos en lugar de los insultos. Pero como yo no poseo un nombre tan famoso como el de Fallaci -ganado con justicia, no tenemos por qué dudarlo-, no puedo conformarme con insultar. Como soy nativo de un país subdesarrollado y ni siquiera soy famoso como Maradona, no tengo más remedio que recurrir a la antigua costumbre de usar argumentos. Veamos. Sólo la expresión «cultura occidental» es tan equívoca como puede serlo la de «cultura oriental» o la de «cultura islámica», porque cada una de ellas está conformada por un conjunto diverso y muchas veces contradictorio de otras «culturas». Basta con pensar que dentro de «cultura occidental» no sólo caben países tan distintos como Cuba y Estados Unidos, sino irreconciliables períodos históricos dentro de una misma región geográfica como puede serlo la pequeña Europa o la aún más pequeña Alemania, donde pisaron Goethe y Adolf Hitler, Bach y los skin heads. Por otra parte, no olvidemos que también Hitler y el Ku-Klux-Klan (en nombre de Cristo y de la Raza Blanca), que Stalin (en nombre de la Razón y del ateísmo), que Pinochet (en nombre de la Democracia y de la Libertad) y que Mussolini (en su nombre propio) fueron productos típicos, recientes y representativos de la autoproclamada «cultura occidental». ¿Qué más occidental que la democracia y los campos de concentración? ¿Qué más occidental que la declaración de los Derechos Humanos y las dictaduras en España y en América Latina, sangrientas y degeneradas hasta los límites de la imaginación? ¿Qué más occidental que el cristianismo, que curó, salvó y asesinó gracias al Santo Oficio? ¿Qué más occidental que las modernas academias militares o los más antiguos monasterios donde se enseñaba, con refinado sadismo, por iniciativa del papa Inocencio IV y basándose en el Derecho Romano, el arte de la tortura? ¿O todo eso lo trajo Marco Polo desde Medio Oriente? ¿Qué más occidental que la bomba

atómica y los millones de muertos y desaparecidos bajo los regímenes fascistas, comunistas e, incluso, «democráticos»? ¿Qué más occidental que las invasiones militares y la supresión de pueblos enteros bajo los llamados «bombardeos preventivos»? Todo esto es la parte oscura de Occidente y nada nos garantiza que estemos a salvo de cualquiera de ellas, sólo porque no logramos entendernos con nuestros vecinos, los cuales han estado ahí desde hace más de 1400 años, con la única diferencia que ahora el mundo se ha globalizado (lo ha globalizado Occidente) y ellos poseen la principal fuente de energía que mueve la economía del mundo -al menos por el momento- además del mismo odio y el mismo rencor de Oriana Fallaci. No olvidemos que la Inquisición española, más estatal que las otras, se originó por un sentimiento hostil contra moros y judíos y no terminó con el Progreso y la Salvación de España sino con la quema de miles de seres humanos. Sin embargo, Occidente también representa la Democracia, la Libertad, los Derechos Humanos y la lucha por los derechos de la mujer. Por lo menos el intento de lograrlos y lo más que la humanidad ha logrado hasta ahora. ¿Y cuál ha sido desde siempre la base de esos cuatro pilares, sino la tolerancia? Fallaci quiere hacernos creer que «cultura occidental» es un producto único y puro, sin participación del otro. Pero si algo caracteriza a Occidente, precisamente, ha sido todo lo contrario: somos el resultado de incontables culturas, comenzando por la cultura hebrea (por no hablar de Amenofis IV) y siguiendo por casi todas las demás: por los caldeos, por los griegos, por los chinos, por los hindúes, por los africanos del sur, por los africanos del norte y por el resto de las culturas que hoy son uniformemente calificadas de «islámicas». Hasta hace poco, no hubiese sido necesario recordar que, cuando en Europa -en toda Europa- la Iglesia cristiana, en nombre del Amor perseguía, torturaba y quemaba vivos a quienes discrepaban con las autoridades eclesiásticas o cometían el pecado de dedicarse a algún tipo de investigación (o simplemente porque eran mujeres solas, es decir, brujas), en el mundo islámico se difundían las artes y las ciencias, no sólo las propias sino también las chinas, las hindúes, las judías y las griegas. Y esto tampoco quiere decir que volaban las mariposas y sonaban los violines por doquier: entre Bagdad y Córdoba la distancia geográfica era, por entonces, casi astronómica. Pero Oriana Fallaci no sólo niega la composición diversa y contradictoria de cualquiera de las culturas en pleito, sino que de hecho se niega a reconocer la parte oriental como una cultura más. «A mí me fastidia hablar incluso de dos culturas», escribió. Y luego se despacha con una increíble muestra de ignorancia histórica: «Ponerlas sobre el mismo plano, como si fuesen dos realidades paralelas, de igual peso y de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas». ¿Será necesario recordarle a Fallaci que entre todo eso y nosotros está el antiguo Imperio Islámico, sin el cual todo se hubiese quemado -hablo de

los libros y de las personas, no del Coliseo- por la gracia de siglos de terrorismo eclesiástico, bien europeo y bien occidental? Y de la grandeza de Roma y de su «concepción de la Ley» hablamos otro día, porque aquí sí que hay blanco y negro para recordar. También dejemos de lado la literatura y la arquitectura islámica, que no tienen nada que envidiarle a la Roma de Fallaci, como cualquier persona medianamente culta sabe. A ver, ¿y por último?: «Y por último -escribió Fallaci

- está la ciencia. Una ciencia que ha descubierto muchas enfermedades y las cura. Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión... Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?». Respuesta fatal: detrás de nuestra ciencia están los egipcios, los caldeos, los hindúes, los griegos, los chinos, los árabes, los judíos y los africanos. ¿O Fallaci cree que todo surgió por generación espontánea en los últimos cincuenta años? Habría que recordarle a esta señora que Pitágoras tomó su filosofía de Egipto y de Caldea (Irak) -incluida su famosa fórmula matemática, que no sólo usamos en arquitectura sino también en la demostración de la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein-, igual que hizo otro sabio y matemático llamado Tales de Mileto. Ambos viajaron por Medio Oriente con la mente más abierta que Fallaci cuando lo hizo. El método hipotético-deductivo -base de la epistemología científicase originó entre los sacerdotes egipcios (empezar con Klimovsky, por favor); el cero y la extracción de raíces cuadradas, así como innumerables descubrimientos matemáticos y astronómicos, que hoy enseñamos en los liceos, nacen en India y en Irak; el alfabeto lo inventaron los fenicios (antiguos libaneses) y probablemente la primera forma de globalización que conoció el mundo. El cero no fue un invento de los árabes, sino de los hindúes, pero fueron aquellos que lo traficaron a Occidente. Por si fuera poco, el avanzado Imperio Romano no sólo desconocía el cero -sin el cual no sería posible imaginar las matemáticas modernas y los viajes espaciales- sino que poseía un sistema de conteo y cálculo engorroso que perduró hasta fines de la Edad Media. Hasta comienzos del Renacimiento, todavía había hombres de negocios que usaban el sistema romano, negándose a cambiarlo por los números árabes, por prejuicios raciales y religiosos, lo que provocaba todo tipo de errores de cálculo y litigios sociales. Por otra parte, mejor ni mencionemos que el nacimiento de la Era Moderna se originó en el contacto de la cultura europea -después de largos siglos de represión religiosa- con la cultura islámica primero y con la griega después. ¿O alguien pensó que la racionalidad escolástica fue consecuencia de las torturas que se practicaban en las santas mazmorras? A principios del siglo XII, el inglés Adelardo de Bath emprendió un extenso viaje de estudios por el sur de Europa, Siria y Palestina. Al regresar de su viaje, Adelardo introdujo en la subdesarrollada Inglaterra un paradigma que aún hoy es sostenido por famosos científicos como Stephen Hawking: Dios había creado la Naturaleza de forma que podía ser estudiada y explicada sin Su intervención (He aquí el otro pilar de las ciencias, negado históricamente

por la Iglesia romana). Incluso, Adelardo reprochó a los pensadores de su época por haberse dejado encandilar por el prestigio de las autoridades -comenzando por el griego Aristóteles, está claro. Por ellos esgrimió la consigna «razón contra autoridad», y se hizo llamar a sí mismo «modernus». «Yo he aprendido de mis maestros árabes a tomar la razón como guía -escribió-, pero ustedes sólo se rigen por lo que dice la autoridad». Un compatriota de Fallaci, Gerardo de Cremona, introdujo en Europa los escritos del astrónomo y matemático «iraquí», Al-Jwarizmi, inventor del álgebra, de los algoritmos, del cálculo arábigo y decimal; tradujo a Ptolomeo del árabe -ya que hasta la teoría astronómica de un griego oficial como éste no se encontraba en la Europa cristiana-, decenas de tratados médicos, como los de Ibn Sina y iraní al-Razi, autor del primer tratado científico sobre la viruela y el sarampión, por lo que hoy hubiese sido objeto de algún tipo de persecución. Podríamos seguir enumerando ejemplos como éstos, que la periodista italiana ignora, pero de ello ya nos ocupamos en un libro y ahora no es lo que más importa. Lo que hoy está en juego no es sólo proteger a Occidente contra los terroristas, de aquí y de allá, sino -y quizá sobre todo- es crucial protegerlo de sí mismo. Bastaría con reproducir cualquiera de sus monstruosos inventos para perder todo lo que se ha logrado hasta ahora en materia de respeto por los Derechos Humanos. Empezando por el respeto a la diversidad. Y es altamente probable que ello ocurra en diez años más, si no reaccionamos a tiempo. La semilla está ahí y sólo hace falta echarle un poco de agua. He escuchado decenas de veces la siguiente expresión: «lo único bueno que hizo Hitler fue matar a todos esos judíos». Ni más ni menos. Y no lo he escuchado de boca de ningún musulmán -tal vez porque vivo en un país donde prácticamente no existen- ni siquiera de algún descendiente de árabes. Lo he escuchado de neutrales criollos o de descendientes de europeos. En todas estas ocasiones me bastó razonar lo siguiente, para enmudecer a mi ocasional interlocutor: «¿Cuál es su apellido? Gutiérrez, Pauletti, Wilson, Marceau... Entonces, señor, usted no es alemán y mucho menos de pura raza aria. Lo que quiere decir que mucho antes que Hitler hubiese terminado con los judíos hubiese comenzado por matar a sus abuelos y a todos los que tuviesen un perfil y un color de piel parecido al suyo». Este mismo riesgo estamos corriendo ahora: si nos dedicamos a perseguir árabes o musulmanes no sólo estaremos demostrando que no hemos aprendido nada, sino que, además, pronto terminaremos por perseguir a sus semejantes: beduinos, africanos del norte, gitanos, españoles del sur, judíos de España, judíos latinoamericanos, americanos del centro, mexicanos del sur, mormones del norte, hawaianos, chinos, hindúes, and so on. No hace mucho otro italiano, Umberto Eco, resumió así una sabia advertencia: «Somos una civilización plural porque permitimos que en nuestros países se erijan mezquitas, y no podemos renunciar a ellos sólo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagandistas cristianos (...) Creemos que nuestra cultura es madura porque sabe tolerar la diversidad, y son bárbaros los miembros de nuestra cultura que no la toleran». Como decían Freud y Jung, aquello que nadie desearía cometer nunca es objeto de una prohibición; y como dijo Boudrilard, se establecen derechos

cuando se los han perdido. Los terroristas islámicos han obtenido lo que querían, doblemente. Occidente parece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo sobre siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Tanto tiempo imponiendo su cultura en otras regiones del planeta, para dejarse ahora imponer una moral que en sus mejores momentos no fue la suya. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La Democracia y la Ciencia nunca se desarrollaron a partir del culto narcisista a la cultura propia sino de la oposición crítica a partir de la misma. Y en esto, hasta hace poco tiempo, estuvieron ocupados no sólo los «intelectuales malditos» sino muchos grupos de acción y resistencia social, como lo fueron los burgueses en el siglo XVIII, los sindicatos en el siglo XX, el periodismo inquisidor hasta ayer, sustituido hoy por la propaganda, en estos miserables tiempos nuestros. Incluso la pronta destrucción de la privacidad es otro síntoma de esa colonización moral. Sólo que en lugar del control religioso seremos controlados por la Seguridad Militar. El Gran Hermano que todo lo escucha y todo lo ve terminará por imponernos máscaras semejantes a las que vemos en Oriente, con el único objetivo de no ser reconocidos cuando caminamos por la calle o cuando hacemos el amor. La lucha no es -ni debe ser- entre orientales y occidentales; la lucha es entre la intolerancia y la imposición, entre la diversidad y la uniformización, entre el respeto por el otro y su desprecio o aniquilación. Escritos como La rabia y el orgullo de Oriana Fallaci no son una defensa a la cultura occidental sino un ataque artero, un panfleto insultante contra lo mejor de Occidente. La prueba está en que bastaría con cambiar allí la palabra Oriente por Occidente, y alguna que otra localización geográfica, para reconocer a un fanático talibán. Quienes no tenemos Rabia ni Orgullo por ninguna raza ni por ninguna cultura, sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos. Hace unos años estuve en Estados Unidos y allí vi un hermoso mural en el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, si mal no recuerdo, donde aparecían representados hombres y mujeres de distintas razas y religiones -creo que la composición estaba basada en una pirámide un poco arbitraria, pero esto ahora no viene al caso. Más abajo, con letras doradas, se leía un mandamiento que lo enseñó Confucio en China y lo repitieron durante milenios hombres y mujeres de todo Oriente, hasta llegar a constituirse en un principio occidental: «Do unto others as you would have them do unto you». En inglés suena musical, y hasta los que no saben ese idioma presienten que se refiere a cierta reciprocidad entre uno y los otros. No entiendo por qué habríamos de tachar este mandamiento de nuestras paredes, fundamento de cualquier democracia y de cualquier estado de derecho, fundamento de los mejores sueños de Occidente, sólo porque los otros lo han olvidado de repente. O la han cambiado por un antiguo principio bíblico que ya Cristo se encargó de abolir: «ojo por ojo y diente por diente». Lo que en la actualidad se traduce en una inversión de la máxima confuciana, en algo así como: hazle a los otros todo lo que ellos te han

hecho a ti -la conocida historia sin fin. Montevideo. Diciembre de 2002.

Espasmos del Poder Global Cuando el FMI aconseja al gobierno uruguayo que liquide los bancos en quiebra, esos mismos que se quedaron con los ahorros de miles de trabajadores y pequeños empresarios, está diciendo que no pague su deuda a aquéllos que necesitan su dinero para vivir. ¿Cómo es posible, entonces, que se moleste cuando algún pequeño latinoamericano sugiere no pagar la deuda externa? El poder no necesita argumentos para sostenerse, pero los argumentos pueden terminar por destruirlo. El poder necesita de símbolos. El fracaso de la ideología argentinista provocó hambre y muerte, pero no la caída del Obelisco, hecho que impidió la experiencia del Fin. Durante el pasado año 2002, Uruguay vivió la peor crisis económica, social y moral de su historia -les pido, por favor, que no me recuerden que en la época de Artigas no había teléfonos celulares; les pido por favor-. El descalabro del sueño primer mundista de Argentina fue uno de los factores que desencadenaron la crisis. El otro factor fue la incapacidad de nuestro propio gobierno para justificar su permanencia. Reconocerlo no significa que estemos amenazando la Democracia y la Libertad, como nos increpa siempre nuestro ex presidente María Sanguinetti, manotazos mediante, con esa habilidad estratégica que tiene para convencernos, cada cuatro años, que el mundo terminará como Sodoma y Gomorra si un día le retiramos nuestro voto de confianza al antiguo régimen de Dirigencia Hereditaria. Según este viejo discurso, los simples mortales le debemos la vida a los «padres del pueblo», todos los cuales, se dice, dedicaron la suya a servir al país. Pero hay algo que nunca me quedó claro. ¿Un señor que ha vivido toda la vida ocupando cargos públicos, con remuneraciones ya conocidas por todos, ha servido a su país o el país le ha servido a él? Porque en la mayoría de los casos «servir al país» significa, para un político perdedor pero acomodado, el exilio en el extranjero, con algún cargo de cónsul o de embajador, lo que tal vez para ellos no es más que un premio consuelo, pero para el millón de compatriotas que luchan toda su vida sin saber si al día siguiente tendrán pan y trabajo, sería por lo menos la salvación en el paraíso. Y no me digan que existe alguna razón de competencia e idoneidad, ya que cualquiera sabe que entre el almacenero del barrio y el embajador de Cucha-cucha no suele haber una universidad ni un currículum meritorio de por medio sino un amigo cómplice en el poder. Sin embargo, nunca escuché decir a ningún patriarca que el panadero de la esquina ha servido toda la vida a su país ni que ellos le deben la vida y el pan. No por lo menos fuera de esos breves períodos de embriaguez fraterna que les asalta cada cuatro años. En la crisis, la única virtud de nuestro sistema político consistió en mantener un cierto orden institucional, pese a la avanzada degradación económica y moral de la región. Lo cual no significa, necesariamente, una virtud, ya que todavía está por probarse si es mejor que un sistema que

fracasa reiteradamente se sostenga a fuerza de un capricho supersticioso o se sustituya por algo diferente. El argumento de «más vale malo conocido que bueno por conocer» ha funcionado siempre en Latinoamérica, tanto que en el Titanic un uruguayo hubiese exclamado: «suerte que tenemos un capitán que sabe lo que hace, si no ya nos hubiésemos ahogado mucho antes». Ambas, inoperancia y moderación, no son más que dos de las principales características de nuestro país; están en la raíz de nuestra historia y de nuestra topografía, rodeada por países como Argentina y Brasil donde todo es más grande y más ostentoso: la geografía, las avenidas, los estadios de fútbol, la riqueza y la pobreza, la idolatría humana y las crucifixiones, los dioses y los demonios. Incluida la corrupción, por supuesto, resumida en los versos más populares del tango: «el que no llora no mama / y el que no afana es un gil». Me resisto a pensar que la historia de los pueblos esté regida por un régimen de casualidades. Sin duda, está la contingencia. Pero si algunos hechos pueden ser «casuales», en todo caso son, al mismo tiempo, «probables». En otras palabras, todo tiene una explicación, y la crisis sudamericana tiene la suya. Para emprenderla, deberíamos empezar por un contexto histórico y cultural de por lo menos cien años, como ya sugerí al mencionar ese producto clásico de la cultura del Río de la Plata, que es el tango. Allí se encuentra expresada y resumida gran parte de las virtudes y los defectos de nuestros pueblos descendientes de los barcos, sin pasado y -por lo menos por ahora- sin futuro. Luego deberíamos continuar por el contexto internacional y las nuevas leyes éticas y financieras que rigen el presente de casi todos los pueblos del mundo. Como todos saben, gran parte de esas reglas de relacionamiento están dictadas por el poder, en nuestro tiempo concentrado casi exclusivamente en los centros financieros. Pero el poder no es tal si su contraparte dominada no reconoce la relación simbólica que los une y, por ende, debe alimentar permanentemente el símbolo. El poder no necesita de argumentos para sostenerse -tal como nos lo demuestra la experiencia internacional-, pero los argumentos pueden acabar con el poder. A su vez, esa relación simbólica se asienta, sobre todo, en una determinada ética y en una determinada creencia. La creencia puede ser religiosa o materialista; en ambos casos, es una promesa sobre un logro futuro, ya sea la conquista de la felicidad o la salvación de la catástrofe. Estas creencias, materialistas o religiosas, son las que hace a los humanos seres únicos en la naturaleza: su presente no se explica únicamente por su pasado sino, sobre todo, por su futuro. Pero no vamos a extendernos sobre este punto. Echemos un nuevo vistazo al otro, a la relación ética que sostiene el poder financiero internacional. En otro espacio tocamos este tema, muy brevemente, con un ejemplo concreto. Voy a reincidir, porque la realidad es más estimulante que la imaginación pura y, por otra parte, ése es el signo de nuestros tiempos: la historia y la imaginación han sido destronados por un presente simbólico, construido por el poder hegemónico. Al igual que en Argentina, en Uruguay los bancos, públicos y privados, se quedaron con el ahorro de miles de empresarios y trabajadores. Esta catástrofe no sólo se debió al patriótico fraude de algunos grandes capitalistas, a esos mismos que los gobiernos de todo el mundo tratan con

reverencia y los parlamentos protegen con leyes para que sean bienvenidos a sus países, únicos enviados celestiales de las salvadoras inversiones, sobre los cuales jamás recaerá un ajuste fiscal. También se debió a un progresivo e irremediable fracaso del sistema mercantilista y neoliberal, hecho que, si no es asumido por sus viejos defensores, se debe a que el mismo no provocó en Argentina el derrumbe del obelisco ni de cualquier otro objeto, como lo fue la caída del muro de Berlín -el derrumbe de objetos, el No, ha sido siempre el hecho con más fuerza simbólica que ha experimentado la raza humana desde la época de los megalitos; en segundo lugar ha estado la erección de los mismos, el Si, como pudieron ser las pirámides de Egipto, los obeliscos, las torres y otras excitaciones-. Por desgracia, en Argentina sólo ocurrieron hechos concretos: desempleo, violencia, hambre y desesperación por doquier. La muerte por desnutrición de niños no es un hecho simbólico, pese a su significación. En un país que fue el granero del mundo, que aún hoy su producción agrícola duplica la de varios países africanos, en un país donde la naturaleza continúa produciendo ciegamente lo que los hombres y las mujeres le piden, miles y millones de personas han caído de golpe en la miseria y en el hambre, cuando dos años antes vivían al límite de la ostentación primer mundista y en la televisión se había puesto de moda arrojar comida en los banquetes organizados por la farándula. Nada de eso es simbólico y, por lo tanto, hasta los argentinos se resisten a asumir el fracaso del liberalismo mercantilista. Y si lo reconocen de palabra, en cambio no lo hacen de hecho, lo que quedará demostrado cuando vuelvan a votar por los mismos hombres y mujeres en las próximas elecciones. -Tal vez incluso dejen a las mujeres de lado, si recordamos el discurso del presidente Duhalde al asumir el poder, cuando, no sin euforia, aseguró que había elegido a «los mejores hombres» para salvar a la patria. Aquí, en Uruguay, muchos políticos de derecha, refiriéndose a los ahorros que la gente perdió en los bancos privados, dijeron que todos debían resignarse, ya que ése es el riesgo que se corre cuando se invierte. Incluso el presidente de la República calificó de «traidores a la patria» a aquellos que pusieron sus ahorros en la banca extranjera con representación en nuestro país, como una forma de justificar las pérdidas ilícitas que el Banco Central debió controlar y no hizo. La teoría de que en un sistema capitalista el inversor corre con todos los riesgos, al parecer, se aplica a los pequeños capitalistas, no a los grandes, lo que es una nueva discriminación de clases: meses antes, esos mismos políticos, comandados por nuestro presidente, desviaron de las arcas del Estado decenas de millones de dólares para auxiliar a los mismos bancos que luego llevaron el efectivo a una isla del tesoro en el Caribe. Recientemente, otro ex ministro de economía, Ignacio de Posadas, declaró que los ahorristas debían resignarse a perder sus ahorros. ¿Por qué? «Porque así funciona el sistema -dijo, con obviedad de acero-; así funciona el sistema en todo el mundo. Pero aquí no se quiere entender cómo funciona el mundo». Quienes reclamaban sus ahorros, entre los cuales se contaban pequeños empresarios y trabajadores asalariados, muchos de los cuales tenían depositados allí el esfuerzo de treinta años y toda su fe en el sistema (el ahorro es la base de la fortuna), se sintieron desahuciados. Veamos cómo aquí aparece de nuevo la relación de la ética financiera que

rige al mundo. Una relación hipócrita, si se me permite. Si el sistema -supongamos que no nos estamos refiriendo al sistema comunista- funciona así, como lo describe nuestra «clase dirigente» (vaya adjetivo), si los ahorros de una vida entera pueden ser echados a la basura, o peor, si los ahorros de una vida entera de un modesto trabajador pueden ser «aspirados» por los Grandes Capitalistas, ¿por qué el FMI no se resigna a perder sus préstamos y, en cambio, impone intereses desangrantes a pueblos que se encuentran anémicos y sin recuperación? Last, but not least, escuchemos lo que dijo el FMI al respecto. Cuando una parte del sistema político uruguayo, junto con esos horribles sindicatos, estuvieron concentrados en evitar el cierre definitivo de los bancos en cuestión, con el objetivo de salvar el dinero de los ahorristas y los puestos de trabajo, el FMI se expresó, sin ambigüedades: los bancos debían ser liquidados. Sugerencia que llegó por escrito y fue enseguida rubricada por nuestro presidente y demás deudos. En otras palabras, para que el FMI enviara su salvador préstamo -el cual fue y será destinado al pago de la deuda generada por el préstamo- la condición era que no se reconociera la deuda del sistema con los miles de trabajadores y pequeños empresarios que habían confiado en el sistema. Cuando el FMI aconseja al gobierno uruguayo que liquide los bancos en quiebra, esos mismos que se quedaron con los ahorros de miles de trabajadores y pequeños empresarios, está diciendo que no pague su deuda a aquéllos que necesitan su dinero para comer. ¿Cómo es posible, entonces, que se moleste cuando algún pequeño latinoamericano sugiere no pagar la deuda externa? Toda situación de injusticia se sostiene a la fuerza y tiende, tarde o temprano, a desmoronarse. Esto, en principio, no dice mucho, porque toda justicia que tarda no llega. Pero a algunos siempre nos queda el consuelo de la historia. El FMI -por lo menos éste- tiene los años contados. Sería un éxito para ese organismo internacional que pudiese sobrevivir dos décadas más. Sin argumentos éticos se puede imponer, pero nunca suprimir. Si no, pregúntenselo a los grandes tiranos de la historia. Montevideo. 22 de enero de 2003.

La sociedad desobediente Esta vieja Europa que encuentro después de tan pocos años, ha cambiado tal vez de forma invisible, pero profética. He sido amablemente invitado por el gobierno de Tenerife y por Editorial Baile del Sol para presentar mi último libro en España y para participar en algunos debates en vivo. Sobre todo, he escuchado y leído todo lo que he podido y, en cualquier caso, he sentido la misma preocupación por la guerra -o, para ser más exactos, por el bombardeo- y por la inmigración de los pobres al centro del mundo. La ruptura de Occidente es menos evidente. Sobre estos problemas no voy a agregar mucho más. Además, de ellos ya se han encargado las mentes más lúcidas, y de poco y nada ha servido hasta el momento. Del otro lado, hemos escuchado y leído discursos que, si no

tuviesen consecuencias tan trágicas serían, por lo menos, cómicos, travesuras más propias de estudiantes que de los Servicios de Inteligencia más poderosos del planeta, de los cuales depende la vida o la muerte de millones de personas. Si se me permite el atrevimiento, quisiera ir a un problema que considero más de fondo, no sin antes una breve introducción. Estoy leyendo en El País de Madrid un documento salido de la oficina de Condolezza Rice, el cual fue ratificado por el Congreso norteamericano. Dice: «Existe un único modelo sostenible de éxito nacional -el de Estados Unidos- que es justo para toda persona en toda sociedad». Dejo los comentarios a los lectores que, a diferencia del filósofo que escribió estas líneas, siempre presumo inteligentes. Y si, además, son cultos, seguramente recordarán el esquema de pensamiento europeísta que imperaba en el siglo XVIII, o versiones más dictatoriales, fanáticas y mesiánicas del Islam moderno. A esta altura de la historia, daría toda la impresión de que algunas personas no pueden comprender que una gran democracia nacional puede ser, al mismo tiempo, una gran dictadura mundial. Y lo digo con pesar, porque admiro la cultura y la belleza de ese gran país del Norte, donde tengo tantos amigos. Pero vayamos más a fondo. Desconcentrémonos por un momento de la coyuntura actual de esta guerra y veremos esos cambios invisibles que, inexorablemente, están ocurriendo en todo el mundo. Lo que hoy llamamos «globalización» no es otra cosa que el ensayo, conflictivo y con frecuencia criminal, de un cambio a mayor escala. Y, por el contrario a lo que se afirma casi unánimemente, a mi juicio es el inicio crítico de tiempos mejores para la paz mundial. No ciertamente por la victoria de ningún imperio policíaco, sino todo lo contrario. Nuestro tiempo es crítico porque es el tiempo en que el mundo se ha cerrado, dejando dentro de su unidad física una pluralidad contradictoria y a veces incompatible de intereses. Paradójica y suicida. Desde los primeros globalizadores -los fenicios- el comercio había sido también una actividad cultural. Desde entonces, junto con las cedas y los condimentos, viajaron culturas enteras, costumbres, artes, religiones y conocimiento científico. Hoy el comercio significa, lisa y llanamente, la destrucción de las culturas que no le son rentables, al mismo tiempo que la vulgarización de aquellas otras de las cuales se sirve. Es un proceso de barbarización que se confunde con el progreso de los medios. Pero, entonces ¿cuál es la próxima etapa de esta globalización? Hace unas décadas, el científico británico J. Lovelock concibió la teoría de Gaia, es decir la teoría según la cual se entendía nuestro planeta como un ser vivo. En un ensayo de 1997 quise complementar esta idea de la siguiente forma: si el cuerpo de Gea es la biosfera, su mente ha de ser la estratosfera -esa nueva corteza pensante- y cada habitante del planeta sería, así, como una neurona, unida a otras neuronas por dendritas vinculantes -ondas de radio, Internet, etc. Inmediatamente supuse que nuestro planeta sufría de autismo o de una crónica descoordinación, y que si los ecologistas se habían ocupado de su cuerpo, nadie lo había hecho hasta ahora con su mente. Si la contaminación ambiental es su cáncer, la geopolítica es su esquizofrenia. Sin embargo, hoy creo que esa conducta no es producto solo de una fobia -como lo fue la Segunda Guerra- sino que es

propia de un recién nacido que mueve sus manos sin advertir aún su individuación. Y creo que ésta es la próxima etapa de la globalización. Con la movilidad de los individuos aumentará la conciencia de nuestra soledad cósmica. Después de una profunda crisis del antiguo modelo internacional, basado en el egoísmo y en la fuerza, seguirá un tiempo donde no habrá lugar para un imperio basado en una única nación. Una mayor conciencia de nuestra soledad cósmica será, al mismo tiempo, la mayor conciencia de nuestra humanidad, y los rígidos límites nacionales se ablandarán hasta disolverse en la historia. Tendremos, entonces, límites y regiones culturales, pero no políticas ni militares. El mismo fenómeno de los zapatistas de Marcos, en México, se explica por este fenómeno que no aspira al triunfo de la fuerza sino de la opinión del mundo. Aunque hoy parezca utópico, creo que cada vez importará más lo que piensen los pueblos. La paz será, entonces, más probable en la segunda mitad del siglo XXI que en todo el siglo pasado. Su mejor garantía no será la imposición de un Gobierno supranacional, como quiso serlo el proyecto fracasado de la ONU: la mayor garantía será la conciencia individual, la fuerza de los sin-poder. Está claro que no todos aceptarán al mismo tiempo este mestizaje racial y cultural, pero el proceso será irreversible. Incluso la actual inmigración de los musulmanes a los países occidentales es positiva y un preámbulo de este nuevo «dialogo de culturas». Es la forma más efectiva de que ellos nos conozcan mejor y vean que también nosotros podemos ser hombres y mujeres de valores morales sin pertenecer a su religión ni a su cultura. Lamentablemente, aún no se da la relación inversa, si entendemos que el turismo no es más que la deformación del conocimiento, la vulgarización del antiguo viajero. Pero tarde o temprano el cruce se producirá, dejando lugar al mestizaje nos salvará del «tribalismo planetario» en el que estamos inmersos hoy. Entonces surgirá el «ciudadano del mundo» con una característica psicológica y cultural que hoy cuesta mucho comprender, dado el tiempo de crisis que estamos viviendo, la que no se debe a este cambio que se está produciendo sino a la profundización del antiguo modelo. El nuevo ciudadano será mucho más exigente y mucho menos obediente que cualquiera de nosotros lo es hoy. La desobediencia es una virtud que el poder siempre se ha encargado de presentar como un defecto, ya sea éste el poder paterno, religioso, económico o estatal. Y si bien la obediencia al padre es útil en la infancia, luego, en su propia continuidad, deja de serlo y se convierte en un vasallaje que ignora el logro de la madurez, de la responsabilidad individual del nuevo adulto. Es, en este sentido, que una persona verdaderamente libre es desobediente. Ésta, la desobediencia del habitante Tierra, será quizá la mayor revolución del siglo XXI. La democracia representativa dejará lugar a la democracia directa, para convertirse con el tiempo en una antigüedad, base de los caprichos personales del líder de turno que hace que la posición geopolítica de un país como España, con respecto a la guerra, se base exclusivamente en el criterio de un solo hombre, elegido algunos años antes, e ignorando deliberadamente la voluntad del noventa por ciento de la población que se ha manifestado categóricamente en contra. Los gobernantes se justifican de incumplir sus promesas preelectorales o de tomar decisiones contra la

voluntad de la mayoría poselectoral argumentando que la realidad es cambiante. Pero no aceptan ese mismo argumento cuando esa mayoría lo contradice o pide la revocación de una decisión o de sus ministros. Hoy todas las relaciones internacionales están basadas en las relaciones personales, como en los antiguos sistemas monárquicos. (José María Aznar: «Hay una corriente de simpatía entre Bush y yo»; «Nos entendimos desde el primer día que nos vimos») Así, el destino de millones de personas sigue dependiendo del ánimo y de las relaciones amorosas entre dos o tres caballeros. Más al Sur, vemos cómo los gobiernos «democráticos» de los países periféricos ya no tienen poder de decisión sobre sus propias políticas económicas, sociales e impositivas. Dependen de sus acreedores, de las directivas de los Centros Financieros Internacionales, como el FMI. Sin embargo, éstos Centros dependen, a su vez, de los débiles gobiernos de la periferia, ya que son ellos los vasos comunicantes que se relacionan «legítimamente» (o legitimados) con sus poblaciones. Son ellos los recaudadores de impuestos que, en suma, irán a financiar al Poder Central, es decir, al poder económico y militar que decide el destino de los pueblos. Y si estos gobiernos son demasiado pobres, por lo menos sirven para controlar la desobediencia. Pero cuando los líderes imperiales, y los grandes centros financieros pierdan su poder, el individuo tendrá menos posibilidades de ser manipulado en su opinión y en sus sentimientos. No habrá otra salida a la actual psicopatología mundial que no sea el mestizaje. Mestizaje de razas y de culturas, el cual no pondrá en peligro la diversidad, como sí lo está haciendo la uniformización cultural de las superpotencias. La ruptura de las fronteras y la libre circulación de los individuos hará prácticamente imposible la manipulación de los pueblos. Por otra parte, los poderes legitimados se encuentran enredados en una lucha contra el terrorismo. Pero este terror también es una consecuencia de su entorno, no sólo de su propia cultura política sino de las políticas ajenas -la crisis de la globalización naciente. El terrorismo no es el mero producto de la naturaleza humana sino de su historia. Tanto acción como reacción son, en este caso, productos simultáneos de un determinado Orden mundial. Reestructurada la actual relación mundial del poder, también declinarán los fenómenos terroristas de nuestro tiempo. Sería tonto pensar que el auge del Islam en la segunda mitad del siglo XX es independiente del creciente poder político y militar de Occidente capitalista. Pero antes de la gran revolución civil habrá una profundización de la crisis de este orden obsoleto. Esta crisis será en casi todos los ámbitos, desde el orden político hasta el económico, pasando por el militar. La Superpotencia es actualmente muy frágil debido a su recurso militar, con el cual ha minado el arma más estratégica de la antigua diplomacia. De hecho, ha inaugurado la anti-diplomacia: mañana, si Estados Unidos no derroca a Sadam Hussein, terminará por fortalecerlo, ante su pueblo y ante el mundo. Es decir, no hay salida a su poco inteligente estrategia. Por otra parte, no podrá resistir un contexto crecientemente hostil porque su economía, base de su poderío militar, se debilitará en proporción inversa. Hoy está en condiciones de ganar cualquier guerra, con o sin aliados, pero

los sucesivos triunfos no podrán salvarla de un progresivo desgaste. El resultado inmediato será una gran inseguridad mundial, aunque ésta se superará con la revolución civil. En este momento de quiebre, Occidente se debatirá entre un mayor control militar o en la desobediencia civil, la cual será silenciosa y anónima, sin líderes ni caudillos, sin masacres. Será la primera revolución del individuo de la historia que se opondrá al individualismo, así como la libertad se opondrá al liberalismo. Los pueblos nunca le declararon la guerra a nadie. Las guerras siempre las promovieron y provocaron individuos que se arroparon con todo el poder de un pueblo al que, de una forma u otra, sometieron, ya sea de forma dictatorial o «democrática», en el sentido actual y antiguo del término. Las guerras surgen con las civilizaciones, no con la humanidad. Y si bien es cierto que con la humanidad surgió la violencia -ya que ésta es inherente a toda forma de vida, inclusive la vegetal-, también es cierto que tal vez la misión más noble de nuestra especie en su evolución espiritual sea aprender a dominar esa violencia, como alguna vez lo hicimos con el fuego, para convertirla en creación y no en destrucción, en vida y no en muerte. Madrid. 26 de febrero de 2003.

Más acá del Bien y del Mal Las ortodoxias pecan de vanidad y para lo único que sirven es para despreciar al prójimo, no para ayudarlo. Tal vez el puritanismo ortodoxo cree que puede cambiar este mundo -o salvarse de él- con las manos limpias de un cirujano. Pero en esta orgullosa pretensión, día a día incurren en contradicciones hasta llegar, en los casos más trágicos, a ensuciárselas con sangre. No cometen pequeñas contradicciones; sus contradicciones son faraónicas. Del puritanismo ortodoxo al maniqueísmo, político o religioso, hay medio paso hacia atrás. Y un paso más atrás y más abajo se leen, grabadas con letras de oro, advertencias faraónicas de este tipo: «O están con nosotros o están contra nosotros». Un estimado lector que leyó una de mis novelas y luego se enteró que más de una vez entré a un McDonald's, no sólo para ir al baño sino también para comer una hamburguesa o para tomar café, le comentó a otra: «Me decepciona. ¿Cómo es posible criticar al capitalismo y entrar a un McDonald's?». Me voy a tomar el tiempo necesario para escribir un artículo sobre la anécdota -que alguien me la comentó por correo-, no porque esté decidido a realizar una defensa de mí mismo, sino porque es un hecho sintomático y de una trascendencia implícita. Vamos a ver. En primer lugar, el libro aludido es una novela, es decir, ficción, por lo tanto no sería necesario aclarar que allí se expresan muchas cosas, muchas de las cuales deben ser contradictorias, como lo son

los seres humanos. Por otra parte, las ideas de los personajes de una ficción pueden ser o no compartidas por el autor. En esa novela de 1994 el personaje principal advierte, desde una celda y después de un análisis afiebrado: «Sobrevendrá la lucha, el materialismo contra la antigua fe. Entre Oriente y Occidente, el nuevo oponente. El ciclo se repite; el materialismo conduce a la irracionalidad, y la fe a la razón». Ideas de este tipo están muy de moda hoy -sobre todo la primer parte- precisamente cuando yo mismo comienzo a cuestionar algunas de sus interpretaciones; al tiempo que no dejo de reconocer profundas verdades en la paradójica segunda conclusión. Pero hagamos algunas aclaraciones previas. Yo no sólo critico al capitalismo; también critico a las McDonald's. Y me critico a mí mismo, lo que en una palabra significa «autocrítica». Muchas veces me he sorprendido en expresiones hipócritas, en ironías innecesarias contra mis seres más queridos. Creo que no será necesario confesarme en público, ya que nada de eso sirve para redimirme; basta con advertirlo y remediarlo. Es decir, me critico y me juzgo muchas veces en falta, y no por eso me voy a vivir lejos de mí. Por otro lado, estoy en contra de toda ortodoxia. Lo cual también es una forma de decir que no creo en los hombres-santos ni en las ideologías perfectas. También critico a Estados Unidos y es un país que me parece bellísimo, además de tener mucho para enseñarnos. ¿O alguien piensa que nosotros, los buenos latinoamericanos, no tenemos nada para aprender de los norteamericanos? También critico a Uruguay, mi propio país, y no por eso soy antipatriótico o «vendepatria», como se nos enseñaba en nuestras escuelas de la dictadura militar, cuando debíamos referirnos a todos los que de alguna forma habían cometido el delito de criticar a su propio país. Cuando deje de cuestionar el Orden y la Limpieza me habré convertido en aquello que el Poder y el Contrapoder quieren: un sumiso repetidor de eslóganes publicitarios. Es decir, en una especie de musulmán ateo o de capitalista creyente. Durante mucho tiempo, mi comunicación con el mundo se basó prácticamente en Hotmail, el cual accedí durante muchos meses desde la biblioteca Artigas-Washington en Uruguay. Nada más norteamericano en nuestro país que la Alianza por no hablar de Hotmail. Fui socio allí. De pasada, leía la prensa norteamericana, que en muchos casos es menos servil que nuestra prensa oficialista, y me conectaba, sin costo, a Internet, gracias a lo cual puede recibir diariamente opiniones a favor y en contra de amigos y lectores desconocidos. ¿Contradictorio? Ni siquiera llego a tanto. Creo que más bien soy consecuente. Estoy contra todo macartismo y toda caza de brujas, contra toda inquisición y contra toda demonización de seres humanos por el solo hecho de pensar y expresar sus pensamientos. Es cierto que hoy en día pensar es peligroso, pero un riesgo mayor se corre cuando se deja de hacerlo. En este mismo diario publiqué artículos muy duros, muchos referidos a esa enfermedad de Occidente que puede terminar por destruirlo antes que lo hagan los terroristas. Esa enfermedad es el olvido de todas las virtudes que caracterizaron a Occidente -que si bien nunca fueron muchas, una de ellas se llamaba «autocrítica»- y esa otra búsqueda, criminal, mentirosa y antioccidental, por una especie de ortodoxia puritana.

Por otro lado, ¿alguien piensa que el capitalismo y las McDonald's no tienen nada para criticar? Tengo entendido que esa cadena de fast food no permite la agremiación de sus trabajadores. Eso me parece horrible y anticonstitucional. Pero hay amigos trabajando ahí, muchachos que necesitan, en todo caso, de esa droga. ¿Por cumplir con nuestro deber de cuestionarlo, debemos dejar de ir, una vez al mes, a un fast food y exiliarnos en alguna isla del Océano Indico, donde no existe el Capitalismo? Perdón, reconozco que el Capitalismo llegó antes que yo a España (incluso llegó antes que mi abuelo a Uruguay), pero yo soy un ser humano y reclamo mi derecho a vivir donde quiera. ¿No es ése uno de las Derechos Humanos más básicos y más violados en el mundo entero? ¿Tenemos que cerrar los ojos cuando pasemos por uno de esos restoranes, como un seguidor fanático de Alá? ¿Tenemos que quemar los libros que luego de leerlos nos parecen malos, o no leerlos porque alguien nos dijo que eran malos? ¿Procederíamos como hizo el ayatolá Jomeini cuando condenó a Rushdie por unos versos que no leyó, logrando, como obra póstuma, que hoy muchos analfabetos estén dispuestos a ejecutar la «fatwa» o pena de muerte, como forma novedosa de demostrar la superioridad de un libro sobre otro? También la ortodoxia católica es riquísima en contradicciones, y nunca han sido objeto de revisiones profundas sino, por el contrario, han sido confirmadas, siglo tras siglo, en nombre de la coherencia vaticana, como lo fue la protección de los nazis al final de la Segunda Guerra y la petición de absolución para Pinochet, hace un par de años. En principio, eso es coherencia, señor. Pero en un contexto más amplio -ya no digamos la realidad humana, sino el dogma católico- no es más que una miserable contradicción. Como se ve, las ortodoxias puritanas sufren de miopía. Si por un principio puritano nos prohibiésemos el acceso a un fast-food porque es un producto típico del capitalismo, como una monja católica se niega a entrar a un prostíbulo donde agonizan sus hermanas -esas mismas que no viven de las limosnas sino que deberán entregárselas a la Iglesia a cambio de la absolución de sus pecados-, tampoco deberíamos viajar en aviones, ya que, excepto una o dos aerolíneas que llegan a Sudamérica, todas las demás son típicos productos del capitalismo. Diría más: típicos productos del capitalismo norteamericano. Y no quiero extenderme demasiado en otros ejemplos ineludibles, como lo es el uso monopólico que hacemos de Hotmail, de Yahoo, de todo Windows y hasta de su soporte físico. Hay otros ejemplos históricos y paradigmáticos que no se limitan al capitalismo. Como todo el mundo sabe, Volkswagen fue la primera fábrica de automóviles de Alemania, creación original del régimen nazi de Adolf Hitler. Incluso, el diseño del austríaco Ferdinand Porsche se llamó al principio KdF-Wagen, nombre tomado del lema nazi «Kraft durch Freude» que significa «la fuerza por la alegría». Bueno, los dueños de este tipo de automóviles, si no conocían el origen de éstos, ya lo saben. Pero ¿qué harán con ellos ahora? Según un ortodoxo puritano, deberían arrojarlos al mar, ya que si optaran por venderlos estarían promocionando el mal. Y si lo convirtiesen en chatarra, su hierro impuro podría volver a alguien más en alguna forma de Ford, por ejemplo -lo que tampoco deja de tener implicaciones antisemitas, digámoslo de paso. Pero, sinceramente, no creo que ésta sea la práctica.

Existe una costumbre muy extendida en nuestra sociedad y consiste en la recomendación sistemática del destierro para los críticos. Por ejemplo, si el crítico tiene declaradas tendencias socialistas, será el objeto de una pregunta inquisidora: ¿Y por qué no se va a vivir a Cuba? O si de lo el contrario, su critica se dirige hacia los sindicatos, no sólo recibe el mote de «lamebotas», sino que se lo invita amablemente a que se vaya a vivir a la sombra del Capitolio. Pero esos razonamientos son arbitrarios y están oscurecidos por una rabia ciega y fraternofóbica. Me explicaré con otro ejemplo. De mi vida en África recuerdo con profunda nostalgia cada día, cada madrugada cuando me sentaba frente a una ventana, a tomar café y a escribir, mientras escuchaba los ruidos de la selva que se introducían en el poblado. Recuerdo con nostalgia cada atardecer, el sol hundiéndose tranquilo sobre las trasparentes aguas del Índico. Su gente, siempre sonriente. También recuerdo el hambre y las enfermedades, los lisiados y los esclavos que trabajaban para los blancos extranjeros, muriendo aplastados por los gigantes troncos de «umbila» que se resistían a subir a los camiones, sin que su desgracia llegase a interrumpir las tareas. Tengo mucho para elogiar y para criticar de aquellos nativos y, sin embargo, no siento el deseo de vivir permanentemente allí, a pesar de que alguien me sugirió que me vaya con aquellos negros que, según yo, desconocían el salvajismo de nuestras ciudades modernas. Tampoco viviría en el medio de la Polinesia, en una isla perfecta donde no existiera la injusticia social ni las necesidades materiales. ¿Por qué? Creo que no podría vivir en un mundo perfecto porque nací en uno imperfecto. Y mi lucha, como la de tantos, es mejorarlo. Es un impulso instintivo y, por ende, irrenunciable. Por otro lado, tampoco olvidemos que en la lucha por un mundo perfecto muchas veces se terminó por destruir lo poco bueno que teníamos. Lo cual no significa conformarse con lo que se tiene, sino olvidarse que la perfección pueda llegar de un día para el otro, matanzas mediante. Digamos más: olvidémonos de la perfección; los únicos que pueden aspirar a ella son los religiosos y la condición previa es, en todos los casos, la muerte previa. En cambio, sigo creyendo que una de las actitudes más eficaces y positivas es, precisamente, la crítica y el cuestionamiento, el corte incisivo en la mala conciencia. Si critico a nuestros países es porque me interesan. En el caso de mi país, es porque lo amo. En casos de países como Francia y Estados Unidos es porque, en gran medida, los admiro. ¿Cuándo la autoalabanza contribuyó al progreso de las naciones, como se pretende ahora en Occidente, olvidando que si por algo se caracterizaron nuestras culturas fue, precisamente, por la crítica y la autocrítica? Lo más que ha hecho la alabanza es inflamar cierto sentimiento patriótico, pero creo que, si bien una cierta dosis de patriotismo no le viene mal a ningún país, una nación no necesita de inflamaciones. Las inflamaciones producen gases. Como pueden ser los discursos políticos y la veneración religiosa de los Símbolos Patrios, que siempre son excesivamente venerados cuando ya no hay Sentido ni Patria. Y esto también lo digo por experiencia propia: en el período histórico de mi país en que los símbolos nacionales habían cobrado un valor casi sagrado, para los cuales era una afrenta que un niño de escuela tocara o señalara con un dedo a uno de ellos, donde no mover la boca para cantar el Himno Nacional era visto como una traición a la Patria

y palabras como Patria y Honor eran repetidamente usadas e inyectadas vía intramuscular, fue precisamente cuando más se violaron los Derechos Humanos. Todo lo cual me hace pensar que los humanos a veces tenemos una dosis limitada de respeto, y cuando respetamos en demasía símbolos abstractos, en la mayoría de las veces alegóricos y hasta cursis, ya no queda espacio ni posibilidades de respetar a esos bípedos implumes de carne y hueso que deberían ser los primeros sujetos de derecho y de respeto. De esta época -que si no fue triste para mí fue porque aún era un niñorecuerdo hechos significativos y sintomáticos. Uno viene al caso ahora. Yo estaba en segundo año de la escuela 127, en mi pueblo, Tacuarembó, y un día pasó la directora por nuestro antiguo salón, al que adornaban largas goteras los días de lluvia. La recuerdo con cariño, porque era una buena mujer, lo más buena que se puede ser en un cargo de ese tipo en esa época: «Niños -dijo-, en su texto de lectura hay un cuento donde un zorro se quiere comer a un búho. El Gobierno ha resuelto que es un cuento demasiado cruel para los niños. Por lo tanto, arrancad la hoja que lo contiene». La sensibilidad de aquellos gobiernos sería admirable, si no fuese porque en ese mismo instante eran secuestrados, torturados, violados, quemados y arrojados al mar seres humanos, alguno de los cuales bien podía ser el padre o la madre de cualquiera de los que estábamos allí. Ninguno fue protagonista de una fábula, sino de nuestra historia más vergonzosa, de la cual incluso hoy pocos se atreven a hablar en serio y sin caer en los discursos heredados de aquella misma época, por temor a perjudicar a la Patria. El puritanismo ortodoxo es así. No comete pequeñas contradicciones; sus contradicciones son faraónicas. Qué digo, son hitlerianas, que es lo justo decir. El patriotismo inflamado -otra versión laica de las ortodoxias- sólo cree que beneficia a una nación, pero lo único que hace es anular la función del cerebro y conducir los cuerpos a guerras y a nuevas injusticias sociales. De hecho, la justicia institucional -incluida la justicia divina- no surgió para alabar a los hombres, sino todo lo contrario: los jueces y la justicia surgen en el reconocimiento de su naturaleza perversa, en la crítica y el castigo de la misma. Las ortodoxias pecan de vanidad y para lo único que sirven es para despreciar al prójimo, no para ayudarlo. Tal vez el puritanismo ortodoxo cree que puede cambiar este mundo -o salvarse de él- con las manos limpias de un cirujano. Pero en esta orgullosa pretensión, día a día incurren en contradicciones hasta llegar, en los casos más trágicos, a ensuciárselas con sangre. Pero yo les digo que si queremos cambiar este mundo para mejor no tenemos más remedio que vivir en él. Al menos que optemos por retirarnos a un monasterio, a salvo de tentaciones y a salvo de las malas noticias que proceden del mundo exterior, las que ni siquiera llegan con las abstractas donaciones de los pecadores. Y vivir en este mundo implica ensuciarse las manos con barro y con tinta, conocer sus virtudes y sus defectos. Dicen que así lo hizo el Hijo de Dios, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros? Del puritanismo ortodoxo al maniqueísmo, político o religioso, hay medio paso hacia atrás. Y un paso más atrás y más abajo se leen, grabadas con letras de oro, advertencias faraónicas de este tipo: «O están con nosotros

o están contra nosotros», que no sólo olvidan que el mundo es mucho más que Norteamérica y el Islam, sino que también olvidan que dentro del mundo capitalista y del mundo musulmán también hay seres humanos que nacieron con cabeza propia y cometen la diaria osadía de usarla. Y son igualmente perseguidos por ello. No se debe predicar lo que no se practica; así tampoco se deben extraer prédicas de donde no las hay, confundiéndolas luego con determinadas prácticas. Cuando no alcanzamos a ver las conclusiones debemos remitirnos a los principios. Los principios surgen del corazón y, a diferencia del cerebro, nunca falla sin pagar con su vida su error. De esta forma, estaríamos a salvo de un clásico riesgo de la teología clásica: el Gran Amor se practica con la tortura y la muerte; donde dice «blanco» se lee «negro»4. Valencia. 12 de marzo de 2003.

La libertad y el poder El sol comienza a sumergirse en las transparentes aguas del mar Mediterráneo. Escribo desde el bastión de Sant Bernat, de la fortaleza de Dalt Vila, cúmulo de piedras levantado por musulmanes y cristianos sobre otro no menos vertiginoso cúmulo de siglos. He vivido durante los últimos meses en uno de estos callejones que me recuerdan, en parte, al Mont-Saint-Michel. Muchas veces llegué hasta aquí con el diario cargando imágenes de niños destrozados por las bombas, pedazos de piernas colgando como muñecos rotos, rostros sin ojos pero todavía con vida; con argumentos para todo y razones para nada. Y nunca supe qué me dolía más, si las imágenes o los argumentos que las justificaban. Desde el nacimiento de la civilización, en esa misma tierra que ha recibido el azote de la inteligencia y del progreso, la violencia organizada nunca se ha producido sin una justificación. Nunca. En todos los casos, la imposición masiva de la muerte ha sido legitimada en nombre del Bien, de Dios o de la Libertad. Tanto, que hoy me estremezco cada vez que escucho esas palabras, y me cuido de pronunciarlas en público. Porque si en la época de la Guerra Fría un ateo era un sujeto sospechoso, hoy ya no es posible mencionar a Dios sin activar todos los mecanismos de seguridad, al menos que quien lo nombre sea el dueño de las bombas. El modelo discursivo de la gran política internacional continúa rigiéndose por el antiguo modelo de la teología clásica: primero las conclusiones, luego los argumentos y las deducciones. Antes de venir hasta aquí para tomar un poco de aire fresco y la perspectiva histórica que dan estas piedras, había estado escuchando la radio. Detrás de la voz del traductor de la Cadena Ser, aparecía la voz grabada del dictador llamando a la resistencia de su pueblo a la invasión, invocando a Dios, a la lucha contra el Mal y repitiendo, casi textualmente, palabras y conceptos usados poco antes por nuestro presidente (el posesivo es justo). La invocación a Dios por parte del libertador y del dictador al mismo tiempo, demuestra que, efectivamente,

Dios está en todas partes. Si a eso agregamos que, como lo aseguró el Papa, Dios no permite las injusticias, estaría claro, por lo menos desde un punto de vista teológico, que la concepción divina de la justicia no es accesible a los seres humanos. De este atolladero dialéctico yo saldría absolviendo a ese Dios Secuestrado, y a la humanidad que no sufre de odios ni de intereses monetarios. Pero, ¿qué puede ocurrir a corto plazo, aquí abajo en la Tierra? Uno de los argumentos más recurrentes de nuestro presidente, para justificar su invasión al Reino del Mal, fue de orden estratégico: la instauración de un régimen democrático en ese país servirá de ejemplo para el mundo islámico, y este cambio resultará en un claro beneficio para la seguridad de Occidente. Sin embargo, sólo esta expresión de intenciones -vamos a suponer sincera- encierra en toda su brevedad una gigantesca nebulosa de contradicciones reveladoras. El que escribe estas palabras sobre la piedra vería con gusto el desplome de todas las dictaduras -incluyendo todas las formas de terrorismo- que estriñen la vida en el mundo entero, especialmente en lo que hoy es la región islámica. El sadismo, el carácter genocida y la perversión moral del dictador Satán son innegables. Pero debo reiterar, una vez más, que ni Oriente ni Occidente son tan homogéneos como pretende la propaganda. También en el mundo islámico existen países democráticos, o por lo menos tan democráticos como muchas de las democracias pasivas de Occidente. Y ninguno de ellos ha servido, hasta ahora, como «ejemplo» para dictadores como Satán. Por otro lado, recordemos que en el pasado Noroccidente empleó una estrategia diferente, más hipócrita y más inteligente, como lo fue la diplomacia, el complot y la propaganda. Bastaría sólo con recordar el caso de Chile, cuando el 11 de setiembre de 1973, para defender la Democracia y la Libertad en ese país, la Central de Inteligencia Discreta promovió y apoyó el derrocamiento a fuego de una gobierno democrático y constitucional -con el único defecto de su declarado socialismo- al que se sustituyó por una de las dictaduras más abominables que haya conocido la historia de la humanidad, diferente del nazismo sólo por la escala de sus horrores, no por su práctica y su concepción sádica del derecho. Durante las semanas que duró la invasión al Reino del Mal, y en su agónica etapa previa, se esgrimió, en ambas márgenes del Atlántico, un argumento curioso, repetido en distintos medios. Un catedrático español, en respuesta a los millones de españoles que se manifestaban en contra de la guerra, sacudió en una radio oficial el siguiente razonamiento: Francia tenía una memoria desagradecida. ¿Cómo? En su oposición a la guerra, este país olvidó que los abuelos de aquellos soldados que en ese momento luchaban en el desierto de Irak para salvar la Libertad, habían muerto para salvar a Europa del nazismo. «De no haber sido por aquellos valientes -razonó el profesor de historia- estos mismos que hoy gritan por la paz hoy estarían de boca cerrada y bajo un régimen dictatorial». Lo que no se discute es la valentía de aquellos doscientos mil combatientes norteamericanos que murieron luchando contra el nazismo. Pero el razonamiento que sigue a la observación es raquítico. ¿Por qué? Primero, porque suponer que los europeos no hubiesen podido liberarse del nazismo en sesenta años es arbitrario y exagerado. Hasta Franco se murió él solito, por no hablar de Stalin. Segundo, también Stalin ayudó a la

derrota de Hitler. O por lo menos esos millones de rusos que murieron luchando contra el nazismo -y luego siguieron muriendo bajo el protectorado de su dictador. Ahora, por esta observación, ¿deberíamos deducir que la «vieja Europa» hoy es libre gracias a Stalin o a su régimen? Tercero, si la vieja Europa debe apoyar todas las decisiones de nuestro gobierno, porque un antecesor suyo la ayudó a liberarse del nazismo, ¿qué deberían hacer aquellos países latinoamericanos que sufrieron la opresión de dictaduras promovidas por la Central Única de Inteligencia? Agreguemos que esta última realidad es más próxima en el tiempo que los hechos acontecidos en la Segunda Guerra, tanto que bien se podría decir -si tomamos el mismo modelo de razonamiento del catedrático español- que no fueron los abuelos de los soldados que hoy están en el desierto, sino sus padres, los que lucharon contra la libertad y la democracia en países como Chile y Argentina. Pero también esta afirmación sería injusta por lo que tiene de imprecisa. Ahora regresemos al momento actual. Observemos que incluso la «democratización» por la fuerza del Reino del Mal y de cualquier otro país árabe, más que conveniente puede resultar un problema para los intereses inmediatos de las corporaciones occidentales, si por «democratización» entendemos, por lo menos, la instauración de un sistema de «democracia pasiva». ¿Por qué? Sencillamente porque el actual contexto popular en esa región es crecientemente hostil al predominio occidental. En Arabia Saudí significaría la pérdida del compromiso de la familia Sa'ud. En otros países, se perdería el soporte de esos reyes, príncipes y dictadores árabes que hoy ven a Occidente más en términos económicos y estratégicos que afectivos o culturales. Los pueblos, en cambio, siempre más «irresponsables» que los gobiernos (si atendemos al razonamiento del presidente español María Aznar), tienden a pensar de forma distinta, más en términos afectivos y culturales. Esto no significa que los pueblos sean más beligerantes que los gobiernos -de hecho, siempre ha sido todo lo contrario- sino que son menos diplomáticos, más directos y menos estratégicos. Claro que, por desgracia, los poderes corporativos y centralizados han multiplicado su fuerza de acción. Pero en contrapartida no han podido acumular inteligencia en la misma proporción, lo cual los hace más peligrosos y más vulnerables al mismo tiempo. El coeficiente intelectual no se acumula, como creen los militares, en las «centrales de inteligencia», de la misma forma que el capital se puede acumular en los bancos y en las bolsas. Con frecuencia, se obtienen resultados inversos. Algo parecido ocurre cuando mezclamos colores en una paleta de pintor. Cada vez que mezclamos más colores obtenemos menos color; de hecho, obtenemos un color muy similar al excremento humano. Toda estrategia se mide por sus resultados, y el presente nos muestra cada día la derrota que los vencedores se niegan a ver: un mundo progresivamente inhumano e inhabitable, donde la violencia aumenta en la misma proporción en que disminuyen la seguridad y la libertad. Pero no vale la pena entrar en un análisis periodístico del riquísimo cúmulo de contradicciones y barbaridades que usan los políticos para lavarse las manos una vez derramada la sangre a miles de kilómetros de distancia. Además, carece de utilidad. Por el contrario, tengo más

esperanza en la conciencia ética de los pueblos que sólo se equivocan cuando confían demasiado en sus líderes. Porque aquí está el origen del derrumbe. Hasta hoy, han sido éstos, los supuestos líderes, quienes se han creído con la obligación y con el derecho de encabezar los movimientos civiles, de ir delante de los pueblos cuando en la guerra siempre van detrás. Detrás, incluso, de muchachas de 19 años que son enviadas al frente con el «cómo» muy claro y el «por qué» algo confuso. Tan confuso, que en su momento hasta fueron vistas como un símbolo del progreso de la mujer, lo cual no es más que el triunfo del espíritu machista y su ética de Rambo. Pero, ¿por qué es superior una mujer que mata a un niño -nobles razones mediante, no vamos a dudarlo- a una mujer que lo parió y le dio la leche de sus pechos? ¿Por qué es superior una mujer con un M-4 a una mujer con un biberón? ¿Por qué es más libre una recluta que no se pudo negar a la guerra a una madre que quiso serlo -a pesar de su ignorancia? Esta idea del mesianismo, del héroe de vanguardia, bien puede proceder de los tiempos en que los líderes intelectuales eran, a la vez, los líderes en el campo de batalla. Ganar una batalla facultaba a dirigir el destino de un pueblo, su economía, su organización civil y su fundación moral (David, Alejandro, Mahoma, Napoleón, Washington, Artigas, San Martín, Bolívar, etc.), con suertes dispares, está de más decir. Este anacronismo tuvo su máxima expresión en las dictaduras militares de América Latina en el siglo XX. Dominar las armas -el Orden- legitimaba la dominación de un pueblo -la Moral. Pero el mundo se fue haciendo demasiado complejo para este tipo de liderazgo. Después de la era de los caballos -la era de los caballeros-, los líderes han pasado de la vanguardia a la retaguardia, llegando al extremo de promover guerras y batallas en las cuales nunca participarán, haciendo del nuevo guerrero el oficio más seguro del mundo, mientras el pueblo y los soldados que van a morir aceptan este hecho sin ningún escándalo, como algo lógico y natural. Hasta que llegue el momento en que el destino de los pueblos deje de estar en la retaguardia y regrese a la vanguardia, es decir, esta vez al pueblo mismo. Más esperanza tengo en que llegará el día en que sean los pueblos quienes indiquen el camino a sus dirigentes o, mejor, que puedan decidir sus propios destinos sin la complicidad de una supuesta impotencia. No cada cinco años y en el momento más deliberadamente confuso, sino todos los días. Superado este período en que la libertad será acorralada desde los cuatro puntos cardinales, sobrevendrá su expansión en lo que antes he llamado la «Sociedad Desobediente», ese estadio maduro de la globalización donde los individuos serán menos proclives a la manipulación de sus pensamientos y más responsables de su libertad. Incluso antiguas organizaciones de resistencia social, como los actuales sindicatos -en decadencia, si se me permite- continuarán su declive hasta convertirse en otra cosa. Podrán seguir jugando un papel tímido de resistencia, pero serán totalmente incapaces de oponerse a los poderes centrales. Mucho menos como instrumentos de cambio. Los gremios que no han sido absorbidos por el «pragmatismo» del poder central han sucumbido al dogma y al corporativismo. Sus estrategias de lucha y de organización, que significaron un importante aporte a los derechos humanos del siglo XX, comienzan a evidenciarse estériles a gran escala.

La alternativa de cambio estará en la interacción casi contradictoria del individuo y la sociedad global. Cuando el desequilibrio entre fuerza bruta y razón ética se vuelva evidente e insostenible, los individuos del mundo se volverán conscientes de su poder social. Entonces, la antigua «democracia pasiva» se mostrará obsoleta y divorciada de su primera razón de ser: el pueblo. Dado su carácter mestizo, unos de sus principales enemigos serán las corporaciones racistas, que aflorarán por su parte con mayor fuerza. Pero la Sociedad Desobediente tenderá siempre a oponerse a los poderes predominantes, siguiendo de esta forma un padrón psicológico antiguo, probablemente inmanente a toda sociedad desde sus orígenes y hasta hora nunca puesta en práctica en toda su plenitud. Durante toda la historia, los individuos y los pueblos han tendido a la liberación. Solo que, paradójicamente, ese proceso ha pasado por largos períodos de sometimiento a poderes individuales o centralizados -reyes, tiranos, sacerdotes, iglesias, sistemas religiosos, militares o civiles-. Pero este padecimiento, que casi siempre pagó seguridad con libertad en el antiguo mercado del miedo y del terror, nunca fue un objetivo social sino un medio engañoso de dominación por parte de las minorías de las clases poderosas. Libertad y poder conforman un par dialéctico: no se puede ser libre sin cierta dosis de poder. Ni siquiera se puede ser libre si el otro posee un poder excesivo. En un mundo donde aumentan las diferencias sociales y geopolíticas, donde la libertad y el poder se encuentran privatizadas o estatizados en beneficio de microminorías, la tensión irá inevitablemente en aumento hasta que se produzca la ruptura. No es posible mantener un determinado orden basado en la injusticia, indefinidamente y sin ejercer algún tipo de dictadura. Y si bien en este sentido se pueden prever muchos escenarios, podríamos nombrar alguno de ellos a modo de ejemplo: la deuda externa de la mayoría de los países subdesarrollados nunca se pagará. Mejor dicho, nunca será cancelada. Las deudas históricas que desangran a los países periféricos se extinguirán, junto con los acreedores, poniendo fin de esa forma al sistema capitalista, tal como lo entendemos hoy. Esta etapa de la humanidad auto-responsable, más madura y equilibrada, con mayor dominio de su propio destino, significará también un progreso espiritual. ¿En qué sentido? Debemos entender que desde un punto de vista existencial y ontológico, cada uno de nosotros no es solo el sujeto que se relaciona con los demás. Sobre todo, los humanos somos esa-relación. No hay moral de ningún tipo sin sociedad, ya que la moral es, en su camino Tierra, renuncia del individuo a favor del grupo, la conciencia de la especie (en su camino Cielo es renuncia del sexo en beneficio del más allá*). Por ende, tampoco hay individuo sin sociedad; no hay «yo» verdaderamente humano sin el otro, aunque ese otro se encuentre físicamente ausente. Si el otro está enfermo, yo también lo estoy, lo que equivale decir que no existe individuo sano en una sociedad enferma -considerar la situación «privilegiada» de un hombre rico en una ciudad con favelas y con violencia callejera: su privilegio es su condena. Si en algún momento de la historia hemos tenido una profunda y crítica conciencia de nuestra soledad metafísica (la pérdida de Dios del hombre renacentista y luego moderno, destilado de la naturaleza mucho antes, en el Gótico) ha sido, precisamente, en función de nuestra relación con el otro. Dicho de otra forma, el espíritu humano y la relación que mantenemos

con el otro, con los otros -vivos y muertos- son la misma cosa. A una escala familiar, esas relaciones son principalmente afectivas. Pero a una escala mayor, la relación se establece en términos de poder y de libertad. El desequilibrio entre estos dos términos significa, para una sociedad, la misma catástrofe que para una familia puede serlo el conflicto entre la obediencia y el afecto. Pero no me voy a extender más sobre este punto. El sol ya se ha sumergido en el mar y no hay luna ni luces de sodio por aquí cerca. Mañana estas piedras seguirán donde están y yo me habré ido. Fuerte Dalt Vila, Mar Mediterráneo. 4 de junio de 2003.

Libertad y Liberalismo Libertad y liberalismo no son sinónimos; son antónimos, al igual que, por ejemplo, fraterno y fraternidad, Cristo y cristianismo, pacífico y pacifismo, razón y racionalismo, mercado y mercantilismo, justicia y justicialismo, Batlle y batllismo, and so on. Por no mencionar esa larga lista de nombres de políticos célebres que, después de su muerte, terminan siendo asociados al inevitable «ismo» y a una práctica en todo diferente a la original. Más adelante nos ocuparemos de otro par problemático que es fundamental para descifrar la nueva Sociedad Desobediente: individuo e individualismo. Todos son pares de opuestos aunque, por lo general, los segundos términos surgen de los primeros y, al separarse, terminan por negarlos -como en toda herejía. Lo único que «libertad» y «liberalismo» tienen en común, además de su raíz etimológica, es su relación con el poder. Como lo definimos antes, no existe libertad sin cierta dosis de poder; ni siquiera se puede ser libre si el otro posee un poder excesivo. Hasta aquí, podemos entender cualquier tipo de libertad, incluida la libertad de conciencia de un prisionero. Pero cuando hablamos de «liberalismo» lo estamos haciendo en un campo más restringido -el sociológico- y, por lo tanto, al tratar de analizar qué relación mantiene con la «liberad» no tenemos más remedio que restringir ésta misma al campo de la otra, ya que la libertad, a secas, es una condición humana que puede abarcar casi toda su existencia humana. El liberalismo, como todo «ismo», es una ideología, a pesar de que fueron los neoliberalistas los que proclamaron, hace unos años, la muerte de las ideologías. Una ideología de la misma categoría que el marxismo, por ejemplo, aunque menos compleja y menos incómoda -y aquí radica una de sus ventajas estratégicas: es apta para todo público, como Tom y Jerry. Pero lo que a mí me interesa del liberalismo es su propia paradoja: con un origen etimológico común a la libertad, y con pretensiones semejantes, su resultado ideológico se opone a la libertad, por la misma relación luterana que mantiene con el poder. El conflicto se origina en el objeto de sus buenas intenciones. En su estado ideal, el liberalismo elitista propone la libertad irrestricta de los mercados como paso previo a la felicidad de los seres humanos, lo que lleva, inevitablemente, al sometimiento del resto de los individuos que no participan de sus

beneficios ni logran convertirse en mercancía. Para superar esta contradicción -libertad de los mercados, sumisión de los individuos-, los liberalistas insisten en que el progreso material de una clase verdaderamente libre arrastrará al resto de la población -obediente y libre sólo en potencia y hasta su muerte- a un estado de bienestar. Lo cual es ética y teóricamente dudoso, pero podría llegar a ser aceptado si la experiencia en laboratorios, como el latinoamericano, hubiese dado resultados positivos alguna vez. La experiencia parece demostrar lo contrario, y para ello basta con estudiar cualquier estadística mundial de organismos confiables, como los de la ONU o de ciertas ONGs. En este momento, es valioso distinguir, creo yo, entre otro de los pares de opuestos: mercado y mercantilismo. El segundo es la perversión del primero. Veámoslo desde un punto de vista histórico. Durante miles de años, el mercado fue el principal instrumento de intercambio entre los pueblos, no sólo de bienes sino, y quizá sobre todo, de cultura. Con las caravanas de camellos y de barcazas viajaron y se difundieron conocimientos científicos y tecnológicos, religiones y lenguas exóticas. Y hasta es probable que gracias al comercio se hayan evitado muchas guerras. El mercado funcionó, muchas veces, como excusa para las relaciones sociales y para las relaciones entre naciones que se desconocían, a través de los objetos. Incluso el regateo, que se practica hoy en muchas partes del mundo sospechoso, es más una tradición folklórica que una prueba de la avaricia individual. En algunas partes del mundo hemos experimentado cómo el vendedor se molestaba cuando pagábamos el primer precio propuesto sin pedir rebaja, con lo cual no sólo le negábamos el diálogo sino que, además, le demostrábamos arrogancia. Sin embargo, en su esencia, el mercado actual es todo lo contrario. Su paradigma es la agresión y la supresión del otro -de las otras lenguas, de las otras formas de ver el mundo-. Porque el mundo se ha convertido en un gigantesco campo de fútbol americano, donde los gerentes juntan manos y cantan victoria en el centro del campo antes de aplastar al adversario. Incluso las universidades y las academias más especializadas no dejan lugar a dudas: la competencia es a muerte, y la nueva ética se basa en la eficacia y el éxito impiadoso. Hasta los problemas psicológicos y existenciales de los perdedores se trata en sesiones místico-deportivas donde el paciente debe lograr sacar lo mejor de sí: el ansia irrefrenable de éxito, ya sea a través del grito temerario de «yo venceré» o por algún sacrificio físico como sostener en cada mano una piedra caliente. Hasta que el aprendiz logra la iluminación y queda pronto para el asenso a subgerente. La más mínima debilidad en la estrategia por imponer un jabón, un «buen libro», el mejor sistema para adelgazar sin sufrimientos o para creer en la verdadera religión sin padecimientos puede terminar en la desaparición de la empresa y, por ende, del puesto de trabajo de decenas de personas. Por ello se necesitan gerentes y empleados agresivos -la agresión es la nueva virtud, así como antes lo era la valentía o el altruismo-, verdaderos subjefes de tribu, mercenarios que no tengan misericordia por el adversario. Si el adversario desaparece, es decir si los dependientes de la competencia quedan en la calle, habremos tenido éxito y nuestro camino habrá sido allanado a la gloria bancaria. Pues bien, ésta es la ética contemporánea del mercantilismo. Pero el mercado es

otra cosa. Recuerdo que cuando hace muchos años apareció el Manual del perfecto Idiota latinoamericano, escrito por tres notables liberalistas que explicaban por qué nuestro continente no progresaba, un periodista me preguntó qué opinaba del mismo. Le dije que no podía hacerlo porque aún no lo había leído, pero estaba seguro que iba a tener un gran éxito de ventas. Primero, porque no se puede esperar otra cosa en estos tiempos de tres liberalistas a ultranza, sino ventas; segundo, porque estaba escrito por especialistas en la materia, si nos remitimos al título. Pocos años después, una ola neoliberalista, inteligente, cubrió el continente de costa a costa y, cuando las aguas bajaron un poco, todos pudimos ver el desagradable espectáculo de desolación que había provocado: pueblos y estados empobrecidos, quebrados, marginalización de la clase media, desempleo a niveles nunca vistos, recesión, hombres y mujeres asaltados por banqueros, niños violados en sus derechos más básicos, violencia, hambre, suicidio y, sobre todo, derrumbare moral, en el doble sentido de la palabra. Si antes América Latina había sido un continente pobre, ahora era un continente desmoralizado. Si alguna vez fue una india violada, ahora era una prostituta avergonzada. Con la particularidad, como escribimos el año pasado, de que la ausencia de la experiencia del fin impediría el cambio. («El progresivo e irremediable fracaso del sistema mercantilista y neoliberal [...], si no es asumido por sus viejos defensores, se debe a que el mismo no provocó en Argentina el derrumbe del obelisco ni de cualquier otro objeto, como lo fue la caída del muro de Berlín -el derrumbe de objetos, el No, ha sido siempre el hecho con más fuerza simbólica que ha experimentado la raza humana desde la época de los megalitos; en segundo lugar ha estado la erección de los mismos, el Si, como pudieron ser las pirámides de Egipto, los obeliscos, las torres y otras excitaciones-. Por desgracia, en Argentina sólo ocurrieron hechos concretos: desempleo, violencia, hambre y desesperación por doquier. La muerte por desnutrición de niños no es un hecho simbólico, pese a su significación. Nada de eso es simbólico [...] y, por lo tanto, hasta los argentinos se resisten a asumir el fracaso del liberalismo mercantilista». Por otra parte, consideremos que este modelo de sociedad liberalista se da a una escala planetaria en relación con las naciones. Existe una clase nacional que tiene el poder de ser libre y otra clase de naciones que tiene el derecho de permanecer callada. Como ya lo intuimos antes, esta relación entre «naciones» tenderá a desaparecer por muchos motivos, uno de los cuales consiste en el progresivo anacronismo del concepto de «país» o de «nación», desde un punto de vista político (no cultural). Pero éste no es el punto ahora. Me importa observar que el liberalismo contemporáneo es la legitimación ética e ideológica del abuso que una minoría hace del resto de la sociedad -si cabe el término «sociedad» en una relación semejante-. Desde un punto de vista psicológico, no es raro, entonces, que aquellos caracteres personales más autoritarios, que en otros tiempos apoyaron dictaduras militares en América Latina sean, en su amplia mayoría, los nuevos «liberalistas». (Lo cual no quiere decir que no haya liberalistas honestos y democráticos, casi liberales, como unos cuantos amigos que tengo.)

Un ejemplo histórico y paradigmático de este carácter, creo yo, lo constituye Martin Lutero: reformador libertario, inventor de una especie de liberalismo religioso, mantuvo siempre una relación conflictiva con el poder. En su teología, el autoritarismo se aplicaba siempre a los que estaban por debajo y la sumisión a los que estaban por arriba. Claro que no se discutía las razones de por qué alguien estaba abajo o arriba, o debía ser considerado en esa posición social. Por otra parte, está de más decir, esta relación vertical de abajo y arriba no se corresponde con una sociedad verdaderamente justa, es decir, libre. Como testimonio histórico y psicológico del autoritarismo liberal quedaron estas palabras del reformador religioso: «Dios permitiría la subsistencia del gobierno, no importa cuán malo fuese, antes que permitir motines de la chusma, no importa cuán justificada estuviese». «Por lo tanto, dejemos que todos aquellos que puedan hacerlo castiguen, maten y hieran abierta o secretamente, pues debemos recordar que nada puede ser más vergonzoso, perjudicial o diabólico que un rebelde» (Against the robbing and Murdering Hordes of Peasants, 1525). En su raíz, el liberalismo asume que la libertad no puede ser un bien democrático. A esa versión democrática de la libertad llaman, de forma imprecisa, despectiva y amenazante, anarquía. A la anarquía se la suprime con el Orden; a la desobediencia con el Sometimiento y -para usar una expresión clásica- a la inseguridad se la arregla con «mano dura». Mano dura para imponer orden a los de abajo, según Lutero, un orden militar, un orden financiero. Porque, como ya dijimos en otro espacio, por regla general cada clase social siempre teme más a los que están por debajo que a los que están por encima; teme más al desorden de los de abajo que a la sumisión hacia los de arriba y, por ende, teme más al cambio que a la perpetuación de un orden injusto. Por esta razón -y hasta el advenimiento de la Sociedad Desobediente-, los pueblos siempre han sido más conservadores que los líderes individuales que en algún momento de la historia terminaron por encabezar grandes movimientos sociales. Cada tanto ocurren singularidades históricas; a las tensiones crecientes siguen rupturas, revoluciones. Y éstas, las revoluciones, cuando se dan en su más profundo sentido, generalmente excluyen la violencia, la cual ha sido, históricamente, la mejor excusa para la imposición de una continuidad. Porque si los terroristas usan el miedo para cambiar un orden social, el poder usa el mismo miedo para mantenerlo. Ambos conciben a la sociedad como una agrupación inmadura, incapaz de ser libre y proclive a la manipulación por su propio bien. No es casualidad, entonces, que los modelos verticales de organización social, como lo es la estructura jerárquica de los ejércitos, de las iglesias tradicionales y del antiguo orden de castas, sea parte indisoluble de la mentalidad autoritaria. Y porque la autoridad siempre se ejerce desde arriba -lo cual ya ha sido comprendido hace millones de años por los animales salvajes que se yerguen para dominar o impresionar al adversario-, no puede ser verdaderamente satisfecha en una sociedad horizontal, verdaderamente libre y democrática -la futura Sociedad Desobediente. Es, en este sentido, que podemos entender que pocas cosas hay tan antidemocráticas como el sistema de clases sociales, ya sea de derecha o

de izquierda. Y si bien podemos asumir que las formaciones de clases en cualquier sociedad es un hecho humano e inevitable -según el estadista María Sanguinetti-, no veo razón alguna para defender una ideología que estimule un fenómeno antidemocrático en lugar de combatirlo. Ésta es otra prueba, entiendo yo, de que en ocasiones la utopía es más constructiva que el pragmatismo. De igual forma, entendemos que el crimen y la violencia son inherentes a la raza humana, y no por ello debemos hacer una apología de esas desgracias que todos podemos llevar dentro. ¿Qué es la moral sino la represión de los instintos propios en beneficio de esa novedad que es la sociedad? Sin sociedad no existe ningún tipo de moral; sin el otro no existe el espíritu humano, en el entendido de que éste es, en sí, esa relación. Cualquier orden es siempre una variación arbitraria del desorden. Mi orden es el desorden del otro, y cuando lo impongo me convierto en un ser autoritario y sólo libre en términos liberalistas. El liberalismo da libertad efectiva a los más poderosos y una promesa imposible de liberar a los más débiles. Su orden social es, necesariamente, vertical. En el modelo de sociedad neoliberalista no hay individuos, como se presume, sino mercenarios sociales. Liberalismo es libertad del poder, legitimación de la autoridad del comercio, sumisión del hombre ante el símbolo. El símbolo es el dinero (hoy ya ni siquiera con la presencia concreta del cobre o del oro) que relaciona, de forma abstracta y sin cuestionamientos, al opresor con el oprimido. Lo simbólico del liberalismo es la libertad. Pero la libertad de una sociedad es otra cosa: es la madura y serena desobediencia -la sociedad esférica. Montevideo. Junio de 2003.

La vida humana como efecto colateral Cada vez que regreso a Uruguay me impacta lo previsible. No descubro novedades pero mi capacidad de asombro se renueva. Siempre he considerado que la sensibilidad es la mejor aliada de la razón: es aquello que nos sorprende lo que nos obliga a reflexionar. Es la intuición la que guía a la razón y no a la inversa, como se presume siempre. Sin las emociones el análisis se pierde, como un forense buscando el origen de la vida en una morgue. Y es eso, precisamente, en lo que se está convirtiendo nuestro querido país, pequeña región geográfica y humana con un pasado brillante: en una morgue donde sus directores discuten sobre el número de muertos, sobre las causas de cada fallecimiento, sobre cómo evitar el olor nauseabundo que se incrementa día a día sin dar suficiente tiempo de recuperación a las narices que se anestesian junto con los ojos que todavía miran pero ya no ven. De vez en cuando alguno de los directores de la morgue se queja de los cadáveres: hemos diseñado todo tipo de planes sociales, les hemos inyectado suero, el aire acondicionado ha mejorado, pero ellos se niegan a levantarse. Hay gente que prefiere seguir tirada en la calle a vivir como la gente. Hace unos días murió un niño de hambre y otro de diarrea. Poco después los

gusanos comieron vivo a un pequeño de trece meses. No es necesario entrar en detalles descriptivos. Bastará con apuntarlo y no dejarlo pasar como un fenómeno climático sino de verdadera injusticia social. Al mismo tiempo que todo esto ocurre, nuestro vicepresidente continúa su heroica batalla por demostrar que los criterios para medir la pobreza son erróneos y, por lo tanto, deberíamos considerar una cifra un poco más baja de la que publican los técnicos de la salud. Pero estos niños muertos son niños de la periferia. Marginados. Son efectos colaterales. No duelen. En este momento me interesa entrar en el pantano. Está en juego la relación con el otro y las instituciones en general, porque cada vez que un niño muere de hambre el Estado pierde su razón de ser. Y en esto hay que decir que el Estado ha perdido la razón reiteradamente. Si la mayor Institución que se ha dado la sociedad es capaz de reparar un semáforo cada vez que se descompone, ¿cómo no es capaz de evitar que un niño se muera de hambre? He escuchado muchas veces que un gran porcentaje de los seres humanos que duermen en las calles, con la cabeza apoyada en la vereda a cero grado centígrado, bajo la violencia del clima y bajo la violencia moral de ser vistos en esa degradación, se niegan a concurrir a un local donde tienen comida y colchones. Ergo esos individuos son responsables de su desgraciada condición. En inglés hasta suena distinguido: son homeless. Pero cuántos de nosotros no nos volveríamos dementes en situaciones de violencia semejantes y reiteradas como lo están esas personas? Pero como los pobres son «responsables» de su pobreza, así como los alcohólicos y los drogadictos son responsables de su vicio, podemos dejarlos tirados y el mundo seguirá andando. Ahora, si un hombre amenaza con tirarse de un décimo piso, ¿qué hace el Estado? En teoría, ese hombre está en su derecho de hacer con su existencia lo que quiera. Sin embargo, a nadie se le ocurriría dejarlo ejercer su derecho. ¿Por qué? Siempre argüiremos que esa persona no está bien de la cabeza y, por lo tanto, debemos ayudarla a desistir de su intento. Entonces enviamos bomberos, policías y psicólogos para «persuadirlo» de su intento, no vaya a ser que ensucie la calle y cunda el mal ejemplo. ¿Está bien esto? Más allá de una discusión filosófica sobre el derecho, la intuición nos grita que sí. Entonces, ¿por qué dejamos a un hombre tirado en la calle? ¿Por qué la mayor organización de la sociedad, el Estado, no se hace responsable por cada niño que muere de hambre, en lugar de echarle la culpa a una madre que vive en un basurero y ya ha dejado de pensar? Mal, esto es el árbol de hojas secas. Ahora tratemos le ver el bosque. Durante décadas, el Río de la Plata fue un río de inmigrantes. Millones de hombres y mujeres bajaron de los barcos a esta tierra desconocida para plantar su raza y sus costumbres. En su gran mayoría eran europeos, representantes orgullosos de una cultura avanzada, de una historia llena de grandes imperios y ominosas dominaciones, que muchas veces se confundió con una raza inexistente: la raza blanca. Sin embargo, aquellos abuelos nuestros que bajaron de los barcos en su mayoría eran analfabetos, víctimas de las más obscenas persecuciones o delincuentes comunes. Por lo general, gente que no tenía muchas razones para sentirse orgullosa. No porque fueran pobres y analfabetos, sino porque venían de una Europa

enferma, guerrera y puritana, la mayoría de las veces arrastrando profundos prejuicios, inútiles rigurosidades morales que se parecían más a la inhumanidad y a la mentira que a la sabiduría. Un minúsculo hecho acontecido en el puerto de Buenos Aires retrata con perfecta economía algunos de aquellos conquistadores, que no carecieron de virtudes pero que por regla general hicieron todo lo posible por olvidar sus defectos, esos mismos que la antropología intentó disimular en los libros. El milagro me lo transmitió mi tío Caíto Albernaz, un campesino sin universidad pero con muchos libros al lado del arado y una inteligencia ética demasiado fina para ser escuchada sin fastidio, destruido hace ya muchos años por la dictadura militar. Yo era un niño aún y le escuché contar, con la misma brevedad, mientras escuchábamos el canto o la queja de un ave nocturna, inubicable en el extenso horizonte del atardecer: «Todavía con las valijas en las manos, un grupo de inmigrantes se cruzó con otro grupo de otra nacionalidad, probablemente de algún país periférico de Europa. Entonces, uno le dijo a otro: 'Nuestra lengua es mejor porque se entiende'». Con el tiempo, esta iluminación de la ignorancia se fue ocultando bajo una espesa capa de cultura. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro corazón occidental, aún sobrevive la actitud primitiva que considera nuestra propia lengua la mejor lengua, nuestra moral la mejor moral y, aunque nos duela, nuestros muertos las únicas víctimas. Y para darse cuenta de esto no es necesario una universidad sino la sensibilidad de aquel campesino que sabía escuchar a los pájaros. Durante todo el siglo XX, uno de los principios éticos que justificó cada genocidio y cada matanza, en masa o a pequeña escala, fue aquel en el cual se establecía que «el fin justifica los medios». Como era de esperar, los nobles fines nunca llegaron y, por ende, los medios terminaron por perpetuarse, es decir, los medios se impusieron como fines. (Así suele ocurrir con las Causas cuando se transforman en ideologías, o con la Fe cuando se transforma en dogma.) Lo cual es doblemente lógico, ya que si uno pretende defender la vida con la muerte, el uso de este último recurso hace imposible el logro perseguido. Al menos que el logro sea la resurrección indiscriminada. Con el transcurso del tiempo, las retóricas y las ideologías han ido cambiando. Sólo cambiando; no han desaparecido en ningún momento. De hecho, el precepto de que «el fin justifica los medios» se encuentra tan vigente hoy como pudo estarlo en tiempos de Stalin o de Nerón. Ahora, de una forma más técnica y menos filosófica, se entiende el mismo concepto con la expresión «efectos colaterales». Veámoslo un poco más de cerca. En los últimos cincuenta años se han venido realizando intervenciones militares, por parte de las mayores potencias mundiales, con el objetivo de mantener el Orden, la Paz, la Libertad y la Democracia. No vamos a ponerlo en duda -esto complicaría el análisis ya desde el comienzo-. En cada una de estas intervenciones en defensa de la vida ha habido muertos, por supuesto. A diferencia de las antiguas guerras, los muertos escasamente son militares (lo que hace de este oficio uno de los más seguros del mundo, más seguro que el oficio de periodista, de médico o de obrero de la construcción) y nunca son los promotores de tan arriesgadas empresas. Por regla común, los nuevos muertos son siempre

civiles, algún viejo que no pudo correr a tiempo, algún joven inconsulto, sin voz ni voto, alguna mujer embarazada, algún feto abortado. Miremos por un momento estos muertos que no nos tocan ni nos salpican. ¿Son muertos imprevistos? Creo que no. A nadie puede sorprender que en un ataque militar haya muertos. Los muertos y las guerras poseen lazos históricos, así como las guerras y los intereses corporativos. Tan previsibles son estos muertos que han sido definidos, en bloque, como «efectos colaterales». No es cierto que las «bombas inteligentes» sean tontas; hasta un genio se equivoca, eso lo sabemos todos. Ahora, el problema ético surge cuando se acepta sin cuestionamientos que estos «efectos colaterales» son, de cualquier manera, inevitables y no detienen nunca la acción que los produce. ¿Por qué? Porque hay cosas más importantes que los «efectos colaterales», es decir, hay cosas más importantes que la vida humana. O por lo menos de cierto tipo de vida humana. Y aquí está el segundo problema ético. Aceptar que en un bombardeo la muerte de centenares de inocentes, hombres, niños y mujeres, puedan ser definidos como «efectos colaterales» es aceptar que existen vidas humanas de «valor colateral». Ahora, si existen vidas humanas de valor colateral, ¿por qué se inicia una acción de este tipo en defensa de la vida? La razón y la intuición nos dice que el precepto lleva implícita la idea, no cuestionada, de que existen vidas humanas de «valor capital». Un momento. Ante tan grotesca conclusión, debemos preguntarnos si no hemos errado en nuestro razonamiento. Para ello, debemos hacer un ejercicio mental de verificación. Hagamos el experimento. Preguntémonos ¿qué hubiese ocurrido si por cada cinco niños negros o amarillos destrozados por un «efecto colateral» hubiesen muerto uno o dos niños blancos, con nombres y apellidos, con una residencia legible, con un pasado y una cultura común a la de aquellos pilotos que lanzaron las bombas? ¿Qué hubiese ocurrido si por cada inevitable «efecto colateral» hubiesen muerto vecinos nuestros? ¿Qué hubiese ocurrido si para «liberar» a un país lejano hubiésemos tenido que sacrificar cien niños en nuestra propia ciudad, como un inevitable «efecto colateral»? ¿Hubiese sido distinto? Pero cómo, ¿cómo puede ser distinta la muerte de una niña, lejana y desconocida, inocente y de cara sucia, a la muerte de un niño que vive cerca nuestro y habla nuestra misma lengua? Pero ¿cuál muerte es más horrible? ¿Cuál muerte es más justa y cuál es más injusta? ¿Cuál de los dos inocentes merecía más vivir? Seguramente casi todos estarán de acuerdo en que ambos inocentes tenían el mismo derecho a la vida. Ni más ni menos. Entonces, ¿por qué unos inocentes muertos son «efectos colaterales» y los otros podrían cambiar cualquier plan militar y, sobre todo, cualquier resultado electoral? Si bien parece del todo lícito que, ante una agresión, un país inicie acciones militares de defensa, ¿acaso es igualmente lícito matar a inocentes ajenos en defensa de los inocentes propios, aún bajo la lógica de los «efectos colaterales»? ¿Es lícito, acaso, condenar el asesinato de inocentes propios y promover, al mismo tiempo, una acción que termine con la vida de inocentes ajenos, en nombre de algo mejor y más noble? Un poco más acá, ¿qué hubiese ocurrido si los gusanos dejaran de comer niños pobres y comenzaran a comer niños ricos? ¿Qué ocurriría si por una negligencia administrativa comenzaran a morir niños de nuestra heroica e

imprescindible well to do class? Una «limpieza ética» debería comenzar por una limpieza semántica: deberíamos tachar el adjetivo «colateral» y subrayar el sustantivo «efecto». Porque los inocentes destrozados por la violencia económica o armada son el más puro y directo Efecto de la acción, así, sin atenuantes eufemísticos. Le duela a quien le duela. Todo lo demás es discutible. Esta actitud ciega de la Sociedad del Conocimiento se parece en todo a la orgullosa consideración de que «nuestra lengua es mejor porque se entiende». Sólo que con una intensidad del todo trágica, que se podría traducir así: nuestros muertos son verdaderos porque duelen. Montevideo. 25 de junio de 2003.

La sensibilidad de los números Ya terminando este año 2003 quisiera enviar unas memorias a mis queridos compatriotas que luchan, sueñan y sufren en el Sur. El resto del mundo no ha mejorado, ustedes lo saben. Ha empeorado. Y continuará empeorando. Entonces, me escriben con frecuencia, ¿cómo aún sostiene esa utópica teoría de la Sociedad Desobediente? La respuesta no se ajusta al espacio de una carta o de un artículo. Pero si atienden a los hechos que continúan desencadenándose observarán que la gran revolución de este siglo será la desobediencia civil, y será no el inicio de la violencia sino su disminución. En Uruguay ustedes han tenido, recientemente, una pequeña muestra. Todavía quedan largos años de conflictos en que las fuerzas monopolizadoras continuarán sometiendo a grandes masas de población. Sin embargo, esta relación es cada vez más difícil de sostener por muchas razones, dos de las cuales podemos nombrar brevemente: 1) La dominación económica y moral (par inseparable) ya no se ejerce sobre hordas incultas y desinformadas, como en la Edad Media, y cada vez lo será menos; 2) Tampoco se ejerce sobre ejércitos de trabajadores industriales, rígidamente limitados a un espacio y a una actividad mecánica, engranajes entre los gerentes de las grandes empresas y los grandes sindicatos. La verdadera crisis enfrentará los intereses de la sociedad global a las antiguas cúpulas de poder. Es, en este sentido que no puedo estar de acuerdo con una ciega resistencia a la Globalización, ya que es esta misma una de las principales esperanzas de las futura Sociedad Desobediente. Desde las páginas de este mismo diario he repetido que la mayor debilidad de nuestras «democracias» es el sistema representativo, ya que cada vez es menos «representativo» y cada vez lo será menos. No sólo porque los gobiernos han perdido la mayor parte de su poder a manos de los sistemas financieros, sino porque ya no responden a las necesidades físicas e intelectuales de los nuevos habitantes. Los políticos del siglo XX son incapaces de comprender esto y se enfurecen cada vez que lo menciono. Seguramente porque además de no comprenderlo no les conviene perder sus actuales posiciones de «representantes del

pueblo». Cada día se hará más evidente la brecha que existe entre los antiguos sistemas de gobierno (de Estados) y la nueva sociedad. Si en mi país los políticos tradicionales se enfurecen con la frecuencia anual de los referéndums, que les resta legitimidad, tendrán que acostumbrarse a algo «peor»: la Sociedad Desobediente no aceptará resoluciones de los «sabios representantes» y cada vez más exigirá su derecho a decidir por sí misma, no cada cuatro años, no cada diez meses, sino todos los días sobre una infinidad inabarcable de tópicos comunitarios. Siempre se confunde la democracia con los sistemas representativos que, en nuestros tiempos, son cualquier cosa menos representativos. Colombia, por ejemplo, no es una democracia. Para que exista una Democracia real primero es necesario que los integrantes de la sociedad en cuestión sean realmente libres. Y la libertad individual y colectiva suele estar amputada por el poder, la economía y la educación. Una sociedad obediente, ¿obediencia a qué, para qué, para quién?, nunca es libre en términos reales sino a través de un discurso. Una sociedad se puede creer libre, justa, independiente y no ser ninguna de estas tres cosas. Uno de los peores defectos en las llamadas «democracias representativas» de América Latina es el «caudillismo». Su mayor defecto es que se confunde con una virtud: la genialidad carismática del líder. Su mayor contradicción es que se supone democrática. Considero que en países como Uruguay es urgente la derrota del antiguo sistema hereditario de poder (de castas económicas y burocráticas). Sin embargo, pasada esta etapa sobrevendrá otro problema: la izquierda (en este caso concreto) es heredera del caudillismo tradicional. Y éste será su mayor contradicción con los nuevos impulsos democratizadores. También aquí seremos testigos de un conflicto. Pero, recordemos, que será un conflicto necesario en el camino de los pueblos a su propia autodeterminación, a un mayor grado de libertad. Los individuos y los pueblos no pueden ser libres bajo un régimen de apropiación de los recursos por parte de una minoría, también llamada «privatización». Tampoco puede ser libre sumergida en un sistema burocrático estatal. A una semana de iniciada la invasión de Mesopotamia, la ministra de Relaciones Exteriores del reino Ibérico fue interrogada por un periodista de radio sobre las muertes de niños inocentes que habían ocurrido en un mercado de Bagdad, aunque aún no se había confirmado la información. «Aún cree en los resultados positivos de esta guerra?», preguntó el periodista. «Hablemos de hechos -respondió la ministra, con un contundente acento castellano-. Las bolsas: han subido. El petróleo: ha bajado. Hoy, a cada español el litro de combustible le cuesta unos céntimos más barato. Esos son Hechos, señor periodista, hechos, no palabras». Pero si bien a veces es inútil acudir a la sensibilidad de los ministros, se puede buscar algo de sensibilidad por otro lado. La sensibilidad de las bolsas existe, por ejemplo, y quedó demostrada en la Guerra del Golfo II. El mundo pudo presenciar el espectáculo bursátil con menos conmoción de la que mostraron los actores. A cada avance o retroceso de las tropas aliadas, las bolsas subían o bajaban en la misma proporción. Claro que las bolsas no son perfectas. A cada bomba que caía sobre un mercado callejero, suprimiendo a unas pocas decenas de seres humanos, las bolsas reaccionaban

con una respetuosa indiferencia. Ni un punto para arriba, aunque tampoco medio punto para abajo. No sé si es conveniente o no para la economía del mundo, pero sería deseable, en consideración al resto de las personas que no tenemos acciones en las mismas, que no continúen dando muestras tan descaradas de cuáles son sus verdaderos intereses. Sus únicos intereses, vale precisar. En Uruguay y Argentina, el índice que mide el «riesgo país» tuvo una vertiginosa escalada en el año 2002, cuando se temió por la seguridad de los grandes capitales extranjeros. Lo cual, por otro lado, es lógico, ya que este índice es un invento de los capitales extranjeros, en defensa de sus propios intereses. La no-devolución de los ahorros de la clase trabajadora no influyó demasiado en este índice que, actualmente, ha comenzado a descender al mismo tiempo y en la misma proporción que aumenta la pobreza y la marginación. La desnutrición, el hambre y, finalmente, la muerte de muchos niños no es una variable de la ecuación que mide el riesgo país. O es una variable que, por error, alguien pasó del numerador al denominador resultando, en consecuencia, que a mayor marginación menor riesgo país, tal vez porque se ha comprendido que por debajo de un determinado nivel de dignidad los seres humanos pueden perder incluso su capacidad de rebeldía. Athens. 24 diciembre de 2003.

El recurso del miedo Robert Kagan, refiriéndose a la oposición de la «vieja Europa» al uso de la fuerza en Irak, escribió: «Cuando no se tiene un martillo, no se desea que nada se parezca a un clavo». La referencia al martillo alude a la indisposición de la Unión Europea de un ejército poderoso (el cual será una de sus prioridades en los próximos años, como resultado del fracaso del Derecho internacional). La refutación ética y dialéctica puede formularse invirtiendo la metáfora: cuando se tiene un martillo -y se carece de escrúpulos- cualquier cosa se parece a un clavo, incluso los seres humanos. Lo que queda claro, por lo menos, es que las relaciones internacionales continúan basándose, como hace miles de años, en la fuerza, ya sea económica o militar, es decir, en el poder. No quiero decir que en un futuro próximo la psicología de las naciones vaya a cambiar, sino que la unidad fundamental dejará de ser, predominantemente, el país o la nación, para atomizarse en grupos más pequeños hasta concluir en los individuos. Pero en este proceso existe una contradicción implícita: la dominación de las corporaciones y la liberación de los pueblos a través de los individuos. Probablemente estemos viviendo el ascenso de los primeros, y es de esperar su derrumbe a manos de los segundos. Aunque sea un poco incómodo para un artículo, echemos una breve mirada hacia atrás y veremos parte de este proceso histórico, que no se debe confundir con una especie de neohegelianismo. Para el reformador religioso Martin Lutero (1483-1546), fundador del

cristianismo anglosajón, si se me permite, la primera condición para ser amado era la sumisión. Si bien Lutero se había revelado contra la autoridad del Papa y de la estructura vertical de la Iglesia católica, condenó la rebeldía de aquellos que, a su juicio, eran incapaces de ser libres. A pesar de su manifiesto fatalismo, parecería que, muy en el fondo, Lutero hubiese sentido que la predestinación terminaba donde comenzaba el poder. Autoridad con los de abajo y sumisión con los de arriba, era su fórmula y la fórmula de los neoliberalistas. En este sentido, para un artesano o para un campesino, era lo mismo someterse a la autoridad del Papa o de un emperador que someterse a la autoridad de un príncipe o del nuevo reformador religioso. Su relación con el poder no había cambiado substancialmente. De hecho, era la misma relación que se había establecido desde los orígenes de los monoteísmos religiosos, base espiritual y psicológica del actual mundo islámico y occidental. Hasta el advenimiento de Cristo, el temor a Dios era más importante que el amor. Abraham es un ejemplo moral en el Génesis porque teme desobedecer a Dios y, por lo tanto, no duda en matar a su hijo como prueba de su fe. Intento por el cual fue históricamente elogiado por la teología y sin duda hubiese sido condenado a prisión o a un manicomio por cualquier juez contemporáneo. Hasta el más ortodoxo abrahamista condenaría hoy a cualquier padre de familia que viniese con la misma historia. Será Jesús, el eterno subversivo, el que pondrá en tela de juicio todas las reglas éticas, la nueva relación del hombre con la Ley. Entonces el individuo descubrirá, por primera vez, la libertad a través del amor. ¿Cómo es esto? Más allá de una reforma en la concepción de la naturaleza divina, Jesús operó un cambio ético, es decir, un cambio en las relaciones entre los individuos. De la obligación mosaica y sumeria de «no matarás» se pasa a su traducción al positivo de «amarás a tu prójimo», especialmente si se trata de un pordiosero, de una prostituta o de cualquier otro ser humano marginado por el poder y la moral oficial. Amor, claro está, del todo utópico, si los hay, ya que la humanidad jamás pudo lograr la democratización de este sentimiento, el que se encuentra aún circunscripto a la vida privada y lejos de la vida pública. En el área pública, lo más que los individuos han logrado sentir es compasión por el extraño -probable reflejo del amor propio, ya que un extraño nunca lo es en valor absoluto; un extraño es una variación desconocida de nosotros mismos o de un familiar nuestro, y por ello sentimos dolor por su dolor-. La compasión pública luego se traduce en limosnas y, más tarde, en previsión social. Pero no en amor. Sin embargo, la utopía del amor democrático e indiscriminado es noble, aunque no haya impedido que en los sucesivos siglos los seguidores de Cristo lo hayan predicado con la persecución, la tortura y la muerte. El mismo amor que impúdicamente y sin arrepentimientos proclaman hoy en nuestros países aquellos que fueron cómplices o responsables directos de las violaciones a los derechos humanos más básicas. Pero lo importante de su reforma -hablo de Cristo, pero no como religiosoconsistió en introducir no sólo la libertad a través del amor, sino también a través de cierta racionalidad en la interpretación y en la reforma de las leyes inamovibles de las Sagradas Escrituras. Hecho que, por lo menos, resulta milagroso desde un punto de vista teológico: la

posibilidad de cambiar una orden dictada por Dios usando la razón y el análisis ético, es decir, la libertad individual. Esta idea podríamos demostrarla citando pasajes bíblicos, pero no es el momento ahora. Es interesante observar que hasta hoy la enseñanza de Jesús ha sido sólo un paréntesis en la historia de la humanidad. Por lo general, el espíritu autoritario y la orden de sumisión al Poder -al padre, al Estado- han prevalecido. Tanto como para que desde tiempos faraónicos hasta Bordaberry, pasando por «reformadores» como Martin Lutero, se haya considerado el poder como un don de origen divino, sin importar si procedía de un rey sabio o de un tirano impiadoso. «Aún cuando aquellos que ejercen la autoridad fueran malos o desprovistos de fe -escribió Lutero-, la autoridad y el poder que ésta posee son buenos y vienen de Dios». (Römerbrief). Está claro que la «sociedad desobediente» es un paso casi imposible de la humanidad, si consideramos sus últimos cuatro mil de años de historia religiosa. Mucho más cuando vemos el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos en Oriente y en Occidente, el aumento del control militar y sanitario, y la restricción de la libertad en términos policiales y aduaneros. Sin embargo, y aún ante tan grandes obstáculos, una batalla social y psicológica a gran escala se está produciendo en el resto de la población que lejos de beneficiarse del poder económico y ético, que ostentan los grupos fundamentalistas, lo sufren. Cada vez será más difícil someter a la población mundial a la coacción estatal, primero, y corporativa después. Luego de exterminar la violencia no oficial, la violencia ilegal, la violencia del débil (si realmente existe el interés de exterminarla), el poder dominante deberá cambiar su estrategia cambiando las armas de fuego por la dialéctica y la propaganda. ¿Por qué? Sencillamente porque cada individuo que no participa directamente de la violencia, legal o ilegal, comienza a tener parte en la generación de riqueza de forma independiente, y eso significa desestructuración del dominio vertical. La insumisión es la negación del poder y, a lo largo de la historia, ha sido variadamente maldecida con palabras como «revolución», «subversión» o «rebeldía». En la modernidad la idea de «revolución» perdió su maldición teológica para convertirse en una virtud de la nueva sociedad. Luego, en la posmodernidad, es probable que la idea de «rebeldía» corra la misma suerte, ya no en figuras aisladas como las del Che Guevara sino a través de toda la sociedad. Sin embargo, algo es permanente: para el poder dominante, cualquier tipo de insumisión será siempre su negación, el mal. Recordemos que en francés y en inglés, «peligro» se escribe «danger», palabra que a su vez se derivó del latín «dominiura», que en español significa «dominación reforzada». Si bien la era del trabajo industrial fue una período de mayor seguridad para el individuo, también es cierto que su total dependencia lo hacía un engranaje más del sistema de producción, casi siempre pasivo o impotente ante el capital e, incluso, ante su propio sindicato. Todo lo cual favorecía una relación muy estructurada entre las partes; una relación de solidaridad y dominación, de agradecimiento y sumisión. La posición espacial del mal era clara: para los sindicatos estaba en la gerencia; para los gerentes estaba en los sindicatos. Actualmente, el mal aparece muy bien definido en los grupos terroristas,

por unanimidad, y sobre grupos económicos y estatales según sea el caso del discurso alternativo. Pero nada de esto explica las relaciones de poder y de orden actuales. Es probable que el destinatario final de este antiguo producto -el miedo inducido- sean las millonarias poblaciones de ciudadanos que comienzan a independizarse de los poderes centrales, de aquellos que necesitan de la estructuración rígida de las sociedades con el fin de dominarlas. Y será aquí cuando la ideología secreta del miedo alcance su máxima expresión. El miedo y la esperanza están relacionados con el futuro de la misma forma que la nostalgia lo está con el pasado. Al mismo tiempo que son sentimientos universales, por lo menos en la raza humana, constituyen tres de los puntales más importantes de la política. En los mejores momentos, el poder político actúa sobre las causas que producen estos sentimientos para prevenirlos o para estimularlos. Es decir, la acción de un grupo o de un líder puede perseguir resultados concretos que signifiquen un aumento de la esperanza y una disminución del miedo (inseguridad) de una sociedad. Sin embargo, en su versión más oscura y perversa, el poder, político o de clase, actúa directamente sobre la nostalgia, la esperanza y el miedo para lograr resultados que beneficien su posición estratégica, su propio poder. Como un gurú que en lugar de ingerir alimentos prefiere actuar directamente sobre la sensación de hambre hasta lograr la ilusión de una correcta ingestión. Esta versión de la acción del poder político y económico, tal vez la más común, es la perversión de su razón de ser. El resultado es la manipulación de los sentimientos en procura de una acción social, mientras se pretende lo contrario. Esta estrategia es básica para los grupos llamados terroristas, pero también lo es para la política tradicional: si los grupos marginales siembran el miedo en una sociedad para destruir el poder que la domina, los grupos en el poder persiguen el mismo objetivo. Porque si una sociedad teme el caos y la inseguridad, se someterá más fácilmente al poder vertical que debería protegerla contra el desorden, aunque para ello deban perder su libertad. De mi vida en África recuerdo la especial disposición de los actores de una tribu para representar escenas que sólo ellos consideraban ficción. La mujeres no; ellas creían en la representación de los demonios como algo real-onírico. El objetivo de esta danza era atemorizar a las mujeres con demonios venidos desde afuera. Los demonios eran los invasores. De esta forma se ponía a las mujeres lo más lejos de una posible pérdida, del peligro, pero a través del miedo. Lo cual podría resultar válido en el cuidado de un niño, pero es del todo erróneo cuando se perpetúa en un adulto, porque es una forma no sólo de desvalorizarlo sino de impedir su propio desarrollo -su libertad. Si bien el terrorismo psicológico es casi tan viejo como la tortura física, probablemente será la estrategia más usada por los poderes dominantes que verán amenazada su permanencia. Y nada más fácil y efectivo que la búsqueda de fantasmas. Un hombre puede salir a cazar jabalís, pero si no encuentra uno, volverá a su casa sin la presa. Pero yo les digo que pocas búsquedas hay tan seguras como la búsqueda de fantasmas. Quien sale a buscar fantasmas siempre regresa a casa con alguno de ellos, acompañados, la mayoría de las veces, por dos o tres cadáveres. Athens.

el 7 de octubre de 2003.

Desobediencia y disentimiento Para Zavarzaeh, la relación entre el centro y el margen es una relación de oposiciones, conflictiva, entre exclusión e inclusión. Su crisis es uno de los síntomas de la Posmodernidad: «[The] relation between the center and the margin […] is itself a symptom of the crisis of posmodernity and uncertainty about the norms that might 'justify' and 'explain' the acts one undertakes»5. Sin embargo, ¿qué significa, exactamente, «crisis» de la relación tradicional entre el centro y el margen? Sin duda que ésta no ha cambiado desde el neolítico: hay un centro desde el cual se emite un discurso predominante que es, al mismo tiempo, excluyente. Quienes son perjudicados por ese discurso o quienes lo resisten deben, necesariamente, ubicarse al margen. La crisis de esta relación dialéctica significa, antes que nada, una conciencia y un cuestionamiento ético de esta relación, mucho antes que un cambio estructural espacial del centro tradicional. Ahora bien, ¿cómo somete el centro y cómo se defiende el margen, cómo reacciona el margen y cómo se reorganiza el centro? Es importante anotar que el centro es el principal productor de «legitimaciones», es decir, el principal redactor del discurso ético predominante. Pero este discurso necesita de un enemigo: el margen. Personalmente, creo que una de las fortalezas del centro en relación con la «res intermedia»6 consiste en mantener una clara relación ético simbólica con el margen. Es decir, el centro necesita del margen. Sin el peligro y la amenaza, no podría existir una dominación ideológica efectiva. Es por esta razón que el centro debe combatir el surgimiento ético-contestatario del margen, pero nunca suprimirlo completamente. Si no existiera un margen hecho dialécticamente imposible en la Sociedad Obediente el centro lo inventaría. En este sentido, podemos entender la existencia endémica y simbiótica de los grupos «guerrilleros» colombianos y las estructuras de dominación sociales tan características de las sociedades latinoamericanas, como lo son el ejército, la Iglesia católica y el «patriarcado político». Esa relación perversa que se alimenta de antagonismos ha sido una característica de casi toda América Latina. Su herencia, incluso, se ha trasmitido invisible pero poderosamente a «democracias» como la uruguaya o la argentina. Una segunda forma de «manipulación ideológica» que practica el centro, aparte del antagonismo, es la «absorción». Lo que también podríamos llamar, «integración de la exclusión» o «anulación del disenso»7. Lo que aún queda sin aclarar es si el centro es plural o no. Sabemos que el margen lo es, pero la respuesta no es tan clara cuando interrogamos al centro. Cabrían dos posibilidades: a) el centro es único, por naturaleza ideológica y de organización jerárquica; o b) el centro es una pluralidad «coherente», es decir, capaz de integrar los distintos niveles y categorías de discursos de dominación: racial, de clase, económico, de género, etc. Una mujer de clase dominante sería, de alguna forma y al

mismo tiempo, marginal por su sexo. Sabemos que parte fundamental de la ideología dominante, la ideología «central», consiste en asociar al margen con descalificativos éticos, como pueden serlo de orden social, sexual o de producción. Es decir, el margen es improductivo, desordenado, peligroso para el orden y la seguridad, sexualmente desviado o contra natura, inmaduro, etc. En las películas de Hollywood, el margen finalmente se integra al centro el hippie, el bohemio, el contestatario, la mujer «libertina», etc., terminan fracasando o integrándose a la estructura capitalista. En ocasiones, el margen aparece como una forma inocente que cumplirá una función «reformadora» de algunos elementos disfuncionales del centro, al que deberá ayudar a recuperar su propia centralidad en tiempos de «desviación». En otros momentos, el margen aparece reconociéndose a sí mismo como incapaz de cambios serios y como característica de la inmadurez psicológica, ideológica, productiva y moral de la sociedad a la que critica. Por el contrario, en películas latinoamericanas como El crimen del padre Amaro el centro triunfa finalmente en la trama, pero este triunfo significa una derrota ética necesaria en la meta-trama, es decir, en las lecturas probables del espectador. El centro se revela, esta vez, como inmoral, corrupto. También en esta película se da una paradoja que, aunque pueda sorprender, no es para nada propiedad de la posmodernidad, sino de los orígenes del cristianismo: el centro representa la fuerza y el poder social, la dominación, al mismo tiempo que la marginalidad ética. Desde este punto de vista, este discurso es marginal. Sólo el poder del dominante puede imponer una censura de expresión; pero el censurador es, históricamente, el que ha perdido la batalla por la legitimación ética, porque su discurso es insuficiente. El personaje del padre Natalio representa al típico marginado: se encuentra en la clandestinidad política y eclesiástica. También se encuentra marginado por el poder político, civil, representado por el periódico del pueblo. Sin embargo, es el único «héroe-ético» que sobrevive en la aniquilación ética de la película. Su derrota, la excomulgación, la separación definitiva de la corrupción y del poder, como la de Jesús, es la única forma efectiva de triunfo moral. Por estas mismas razones, y retomando conceptos que ya analizamos en ensayos anteriores sobre la Sociedad Desobediente, debo aclarar que, para mí, «desobediencia» no significa quebrantamiento de las reglas sociales. Contrariamente a lo que nos dice la ideología dominante, la desobediencia es una actitud de madurez social e individual, de insumisión que lleva a cambiar las reglas democráticas, a desplazar aquellos códigos sociales, legales o culturales, que oprimen al individuo en beneficio de los intereses particulares del poder central, del poder de clase, de raza, de género, etc. Precisamente, la desobediencia es lo que diferencia a un adulto joven de un niño de pocos años. Quebrantar las reglas establecidas en una sociedad, por injustas que éstas sean, es una forma de perpetuar el poder. Esto ya lo entendieron Sócrates y el mismo Jesús, personaje verdaderamente subversivo, si hubo alguno en la historia de la humanidad, tanto que para matarlo de verdad fue necesario su oficialización dogmática, es decir, su fabulosa integración al centro, al poder.

Como afirma el profesor de la Universidad de Berkeley, Mas'ud Zavarzaeh, el disentimiento es parte de la tradición de los sistemas actuales de dominación. La tradición integra y resuelve dos tópicos fundamentales de las sociedades capitalistas: lo nuevo y lo permanente. Para ello, la tradición recurre a la «deshistorización» de los hechos sociales y políticos. Integra en su propio discurso al «disidente», al rebelde, como resultados necesarios de una sociedad dinámica, moderna y pluralista, democrática. «[Dissent] is ineffective because it is an idealistic distancing from the existing institutions of capitalism and not a materialist critique of its operations nor an intervention in its economic order and class organizations of culture»8. En el caso de América Latina, el rebelde, el subversivo, cuando no logra en un gran movimiento revolucionario destruir la estructura de dominio social, lo cual constituye la regla general, termina integrándose a una tradición aún más perversa: opera como justificación del dominio despótico de los poderes políticos, religiosos y militares. La ideología dominante llena todos los intersticios sociales: desde la educación hasta la cultura, desde el trabajo hasta la televisión, desde los medios de prensa hasta el diálogo callejero. Todo está teñido por el discurso dominante. Así no sólo somos los objetos del dominio y de la opresión de clase, de grupos financieros, de minorías políticas, de imposiciones sexuales, etc., sino que, además, somos nosotros mismos los «sujetos de propagación» de la misma ideología dominante. Este mecanismo se puede observar ya desde épocas del más grande subversivo de la historia: Jesús. Jesús fue un trasgresor en todo sentido y, paradójicamente, no lo hizo en nombre del Demonio sino de su Padre, Dios. Al cuestionador de las Leyes y de las costumbres, al hombre que se rodeaba de prostitutas (estoy escribiendo en Word. El programa me subraya esta palabra en rojo. Se niega a reconocerla. Es parte de la ideología dominante, es el sutil perfil de más de mil años de moral opresora, filtrado en los orgullosos sistemas informáticos), de mendigos y de homosexuales, ésta es una hipótesis que veremos más adelante. Así como Jesús revindica a la prostituta, absuelve a la adúltera, así debió hacer con los homosexuales. Sin embargo, el concilio de Nicea, o probablemente mucho antes, debió censurar estas «insinuaciones» como apócrifas. ¿Por qué? Porque la homosexualidad recordaba a la Roma de los césares, a la Grecia de los clásicos, es decir, al paganismo. Es cierto que en el antiguo Testamento Dios destruye a Sodoma y Gomorra. Sin embargo, no es menos cierto que también, según la tradición farisea, ordenaba matar a las mujeres adúlteras. Jesús, de una forma clara y a través de cierta racionalidad, abolió esta Ley. ¿Cómo no haría lo mismo con una convención que no estaba escrita en Ley?). Es decir, Jesús es el reivindicador del oprimido, del hombre y de la mujer marginados. Jesús es el enemigo del Poder, contrariamente a los que históricamente han afirmado que éste, el poder, es de «origen divino» («al César lo que es del César», dijo; y, efectivamente, la traición de Judas consistió en entregarlo al César, a Constantino, al Papa). El Mesías no se opone al poder directamente, lo cual nunca aprendimos correctamente. Su mensaje ha sido integrado y silenciado en el centro, pero sobrevive, como no podría ser de otra forma,

en el margen. Paradojas de la historia, o no, gracias a laicos y ateos, la mayoría de las veces. La lucha consiste, entonces, en la conquista del espacio central: la sociedad. Pero el Poder se toma revancha. A Jesús no lo asesinan cuando lo crucifican. Esa fue una derrota para el poder romano. A Jesús lo asesinan 297 años después, cuando el cristianismo sale de la clandestinidad, con Constantino y los sucesivos concilios terminan por esculpir un falso ídolo de piedra: el Dogma Católico. Es cuando su nombre se transforma en la más efectiva negación de su mensaje original. Cuando se transforma en el poder moral, en la ideología dominante. Diferente a la dinámica moderna de los últimos doscientos años, la futura Sociedad Desobediente no procurará crear un «nuevo margen tradicional», el cual es ocupado hoy en día por el rebelde y por el disidente. Tampoco buscará desplazar el centro sobre sí mismo, lo cual significaría una contradicción. La sociedad Desobediente no se reconocerá en el margen ni en el centro, no reconocerá autoridad ni desplazados, aunque estos dos pares no desaparecerán completamente. La Sociedad Desobediente será la esfera cuyo centro está en todas partes. Sin embargo, la Sociedad Desobediente no es inevitable; su probabilidad y la de su opuesto, el control físico, ideológico y económico, la permanencia del control social de una clase, se parecen. Y de esto depende, una vez más, el destino de la humanidad: no de un proceso inevitable, sino del éxito o de la derrota de una justa revolución. La mayor amenaza que sienten los poderes sociales, económicos, financieros, militares, de clase, etc., es la progresiva anarquía de los procesos de producción. A este «descontrol» deben responder con una mayor tensión entre el centro y el margen, publicidad ideológica mediante: el mundo se hace cada vez más inseguro; las sociedades necesitan pagar seguridad con libertad, control con independencia. La lucha será más dura de lo que calcula la tradición. Los poderes hegemónicos, los controladores éticos e ideológicos ya no se enfrentarán a medievales hordas de campesinos analfabetos. Desde la Edad Media no hemos ganado en inteligencia, pero sí tenemos mejores posibilidades de usarla y de malograrla. Es cierto que muchas veces, cuando vemos las realidades de África y de América Latina sentimos que este proceso tardará aún cincuenta años en llegar. Sin embargo, está naciendo y, paradójicamente, las últimas regiones en reconocerlo no serán los continentes del Sur, sino el gran continente del Norte. Y, aunque hoy no lo reconozca y prefiera seguir mirándose el ombligo, este cambio lo beneficiará, porque será al fin la verdadera liberación del individuo como ser social, como ser verdaderamente espiritual. Nunca alcanzaremos la Paz ni la Justicia definitiva. Pero esas dos aspiraciones humanas serán más probables en un orden que en el otro. Precisamente, para controlar el orden es necesario el desorden. No hay policía sin delincuencia; no hay militares sin guerra. Sin embargo, los delincuentes y las guerras son necesarios para el control que mantiene el poder a través de la policía y los militares. Lo mismo ocurre con los poderes religiosos, financieros, con el dominio del capital sobre la sociedad. Una de las tareas de la Sociedad Desobediente es superar los antagonismos que diariamente son inyectados en su cuerpo, para mantenerla adormecida, controlada.

Athens. 29 de octubre de 2003.

Memoria y Olvido latinoamericano La relación de la historia y la memoria es compleja y conflictiva en cualquier sociedad y, probablemente, lo es aún más en sociedades latinoamericanas como la rioplatense. Especialmente cuando sus historias más recientes están atravesadas por las peores violaciones a los Derechos Humanos. ¿Qué recordar y qué olvidar? ¿Es bueno recordar o sólo sirve para atarnos al pasado? Hasta el momento, preguntas de este género no han sido nunca consideradas desde el discurso oficial y público sin una fuerte dosis de carga ideológica. En ocasiones, la izquierda política se ha servido de la memoria para su propia reivindicación; por otro lado, la derecha, autodefinida, no sin razón, como eterno «centro», ha manipulado el olvido como forma de aumentar su radio de dominación económica, bajo la amenaza del «regreso al desorden» que, contradiciendo a la bandera brasileña, nos impida alcanzar el «progreso». Y en esta carrera hacia el progreso, confundido sistemáticamente con el modelo materialista del primer mundo, todo es válido. Incluso el olvido. En el caso del Río de la Plata, el olvido fue organizado por la clase política y confirmado, de alguna forma, por la resignación o la complicidad de gran parte de la población. En Argentina se llamó «Punto Final», e incluyó el clásico perdón que en sociedades inmaduras, o con tendencia a la hipocresía, está reservado siempre para mayoristas del crimen organizado. En Uruguay ni siquiera existió la oportunidad de iniciar juicios contra los violadores de los Derechos Humanos, ya que una previa ley de amnistía a los llamados subversivos debía legitimar una amnistía posterior a los militares, la que llegó con la ley de Caducidad Punitiva del Estado, caducidad de la justicia o Ley de la Impunidad, para evitar los eufemismos de siempre, la cual fue confirmada por la población en un referéndum que dividió al país en dos, en 1989. También aquí se podría aplicar las palabras de Marina Pianca: «Los que continuaron tercamente preguntando, indagando, aparecieron señalados como arqueólogos subversivos, desenterradores de muertos o, simplemente, provocadores». La voluntad de la mayoría de un pueblo cambia con el tiempo. Madura o se enferma, pero cambia. No tiene sentido que los hijos queden prisioneros de la voluntad de sus padres, y así como una constitución se puede cambiar con una mayoría especial, así debería poder revocarse una decisión cuando el consenso ha cambiado dramáticamente, como es el caso uruguayo. En la película argentina El hijo de la novia (2002) subyace esta problemática de la desmemoria, quizá con mayor fuerza que la más actual «crisis económica», que también es aludida explícitamente. Norma Alejandro representa a la Argentina: ese pasado de inmigrante, casi romántico, que se ha enfermado de olvido. (Su personaje no usa otro nombre: se llama «Norma»: el olvido). Al mismo tiempo su hijo, los argentinos, luchan por lograr su reconocimiento y lo hace a través del éxito económico, o de su

apariencia, sin que este mecanismo sea más efectivo que pernicioso. El discurso del éxito fue una marca profunda en la Argentina y el Uruguay de los años '90, con su sueño de estar ya en el «primer mundo», promesa del presidente Carlos Saul Menem. Es necesario olvidar para progresar, para evitar el conflicto, el pasado. El pasado es imperfecto, problemático, en nuestro caso también es vergonzoso, y, por lo tanto, se debe construir una tradición a la medida. Pero toda tradición es una mentira que el presente proyecta sobre el pasado. A veces una mentira necesaria, nostalgiosa. Otras veces, cobarde e hipócrita. Lo nuevo del primer mundo es la imagen de progreso que ha sido impuesta por una ideología dominante, una ideología del éxito y, al mismo tiempo, del olvido como requisito previo. También el culto por la «apariencia del éxito» se cultivó en la margen izquierda del Río de la Plata. El paradigma del éxito nacional de los países del Norte, especialmente del paradigma del éxito, Estado Unidos, son los rascacielos. Por lo tanto, la construcción de este perfil fue una de las preocupaciones de los gobiernos tradicionalistas de los '90, aunque luego estos edificios quedasen a medio construir o resultasen obsoletos antes de acabados, ya que no expresaban la verdadera realidad de la sociedad en la cual surgían sino que eran el mero y vergonzoso reflejo de las sociedades a las cuales se imitaba en sus formas y apariencias. Cuando un inspector de tránsito lo detiene por conducir hablando por teléfono, Rafael, el protagonista de El Hijo de la novia, mentirá una situación que lo justifique (el embarazo de una mujer). Como es la norma, procurará salir del paso mediante el uso de la «coima». Sin embargo, el billete que le extiende al oficial es falso, lo cual es advertido por éste. La escena es una exposición satírica pero realista de la mentira, la simulación y la falsificación, características de nuestras sociedades. Zuzana M. Pick, recordando los tiempos de militancia política de los años '60, apuntó: «As I have written elsewhere, the films of the movement called for 'direct political actions': denouncing injustice, misery and exploitation, analyzing [their] causes and consequences, replacing humanism by violence». Podemos observar un cambio y conjeturar una explicación: luego de las dictaduras latinoamericanas de los años '70 y '80, el llamado de una acción violenta como forma de provocar un cambio, el eterno cambio que nunca llega, ha dejado lugar a una búsqueda más «humanista», ¿o simplemente moderada, discreta?, del mismo cambio. Aunque con mayor escepticismo, en los años noventa el arte latinoamericano ha buscado la transformación de la sociedad pero ya no a través del sacrificio del individuo sino, precisamente, reivindicándolo. Revindicándolo ante los discursos abstractos de las ideologías de la izquierda tradicional y del llamado de la ideología dominante, la capitalista, para una renuncia a sus reivindicaciones presentes con la esperanza de un logro futuro que nunca llegó. La transformación que ha sufrido la memoria colectiva en América Latina se puede observar patente a través de alguna de sus películas más celebradas y resistidas. En ese conjunto de realizaciones que van desde 1968 hasta nuestros días, se pueden ver tres significativas etapas: 1. Tiempo de la utopía social;

2. Tiempo de la resistencia y la denuncia; 3. Tiempo de la derrota y el nihilismo. El proceso muestra, además, la evolución de una derrota que va desde la acción hasta los aspectos anímicos e ideológicos. Sin embargo, no se circunscribe únicamente a un número de realizadores cinematográficos con particularidades ideológicas, sino que se extiende al contexto social desde donde surge. Los nuevos cambios políticos no se producen por el impulso de la esperanza y la utopía, sino por el pesimismo y la resignación que condenan al fracaso cualquier verdadero cambio surgido de las estructuras éticas e ideológicas tradicionales. En resumen, este dramático proceso no es otra cosa que el diálogo desigual de la región, América Latina, con el centro ideológico, económico y militar del mundo. La propia identidad latinoamericana se define en función de sus hermanos mayores, de forma conflictiva, con resabio y admiración, con demostraciones de rebeldía y sometimiento, de joven madurez y de amnesia senil. Si bien encontraremos una tradición intermedia donde la memoria se convierte en la denuncia, en la reescritura de la historia olvidada, también tendremos un género «documental», en el amplio sentido de la palabra, donde se recoge el presente y se lo convierte en memoria futura, como son los casos de La virgen de los sicarios (Colombia, 1997) y La vendedora de rosas (Colombia, 1998), Aparte (Uruguay, 2003). Dentro del primer grupo podríamos ubicar, como ejemplos, a La historia oficial (Argentina, 1983), Amanecer Rojo (México, 1989), Botín de Guerra (Argentina 1999), Kamchatka (Argentina 2002). En todas, el discurso es de denuncia contra «la historia oficial», contra la historia escrita por el poder, ya sea estatal, religioso o económico. La principal motivación de esta reescritura es política y, en todos los caos, consiste en una lucha por la recuperación de la memoria, no sólo aquella memoria ocultada por el poder sino aquella otra deformada por el mismo. Si al comienzo decíamos, refiriéndonos a los años revolucionarios de los '60, que no había conciencia sin memoria (Memorias del subdesarrollo, Cuba 1968), ahora debemos decir que sin memoria no hay verdad. Una tercera etapa en esta vía crucis de la memoria latinoamericana la constituye la pérdida de la memoria colectiva la que, paradójicamente, se transformará en un documento futuro: en memoria del olvido. En esta etapa ya mencionamos, como ejemplos, las dos películas colombianas. Ambas, desde propuestas diferentes, desafían la tradicional estructura del cine hollywoodense y revierten el precepto de arte como medio de diversión o de belleza, del arte como objeto estético, puramente, si alguna vez existió realmente esta forma puritana del arte sin implicaciones éticas. Ambas películas no sólo procuran exponer una realidad dramática y conocida por muchos, sino que serán un día la mejor fuente documental para aquellos que procuren entender algo de nuestros presentes, concretamente del presente de las sociedades marginales de América Latina. Sin embargo, aquí ya no tenemos la denuncia con el objetivo de una reescritura de la historia. Ya no se busca «recuperar» una memoria perdida, sino exponer la tragedia del olvido más desgarrador y absoluto. Mucho menos relación tiene con la memoria de la Utopía. Aquí no sólo ya no se busca alcanzar la sociedad perfecta, sino que ni siquiera se pretende

la resistencia de una sociedad derrotada: un profundo y oscuro nihilismo, a veces autocomplaciente, recorre estas propuestas cinematográficas. Una violenta concordancia con la realidad, la degradación de la vida, la muerte, el olvido. Aquí el presente contrasta violentamente y nos señala el género cinematográfico de ciencia-ficción-catástrofe, donde el mundo ha sucumbido al caos y la gente, una clase sumergida, lejos de los poderosos, como siempre, busca desesperadamente sobrevivir entre la peor miseria y abandono, entre la violencia y la alineación. La vendedora de rosas nos dice que ese futuro ya llegó, que el caos es ahora, que el mundo ya se ha perdido. La destrucción, la decadencia moral y material conviven con elementos de la modernidad, con símbolos de un lejano mundo desarrollado, con el recuerdo fragmentado de objetos que alguna vez fueron útiles, que alguna vez formaron parte de un orden lleno de memoria. Sólo que aquí, a diferencia de Hollywood, no hay promesas de redención, no hay héroes organizando la resistencia, incubando la rebelión. No hay esperanza, sino la muerte. La muerte para alcanzar la liberación virginal; la muerte, como de hecho sucede, para volver a los brazos de la madre. Para los personajes de La vendedora de rosas, los símbolos, la memoria colectiva, han perdido su significado; el texto, su memoria. El hecho de la «pérdida de la memoria colectiva», está acentuada no sólo por las drogas, que todo lo borran, sino también por la edad de sus protagonistas principales: niñas, niños, y por la pobreza del lenguaje que es, en suma, memoria colectiva. No hay ficción, en el sentido tradicional del término; los actores no son profesionales y su papel es representarse a sí mismos. O, más aún, no representan nada, sino que continúan su vida como si la cámara no estuviese presente. Ya no se trata del neorrealismo nacido de los barrios pobres de Italia y de América Latina: es crudo hiperrealismo, desechos humanos, excretados a las cloacas de la ciudad moderna. Paradójicamente, así como los huesos de un hombre primitivo sirven hoy para recordar al resto de los hombres y mujeres que lo rodearon, sin que alguno de ellos se lo haya propuesto nunca, así servirán estas memorias del olvido, para recordar lo que fuimos alguna vez. Athens. 28 de enero de 2004.

Cultura e ideología La argentina Mariana Pianca dice, recordando a Eduardo Grünter, que vivimos en un mundo que se construye y deconstruye a partir de «hechos discursivos». Cuando «percepción» y «hecho discursivo» entran en contradicción, vence el hecho discursivo, dado que tales hechos discursivos han sido legitimados por sectores hegemónicos que han logrado equiparar dicho discurso con la idea de desarrollo, de progreso, de éxito. Siguiendo a Grünter, coincidimos plenamente: «la victoria de una cultura y una ideología dominante es tanto más poderosa en la medida en que el proceso de su imposición haya pasado desapercibido». Esta ideología del olvido, reconocible en la posmodernidad y, sobre todo, con la aparición

meteórica de los legitimadores del poder, del orden actual, del orden inevitable, del mejor de los mundos posible de F. Fukuyama, no es una novedad, sino que había sido advertida ya en 1966 por Ángel Rama. Esta dialéctica es una de las bases de la dominación moral de nuestras sociedades. Pero la estructura de esta dominación es compleja y está compuesta por distintos niveles, por esferas de dominio que no siempre son concéntricas, no siempre coinciden y, por lo general, se yuxtaponen. Dos de estas esferas, quizás las más importantes para comprender a nuestras sociedades, se refieren a la cultura y a la ideología. Veámoslo un instante, más de cerca. La primera (la cultura) forma y refleja la sensibilidad de los pueblos, es objeto y sujeto al mismo tiempo; la segunda (la ideología) enmarca y, en ocasiones, dirige el pensamiento que se traduce luego en una acción de organización con fines específicos. Que sepamos, hasta ahora, toda ideología ha servido los intereses de un determinado grupo social en desmedro de otro, lo que tal vez es una antigua herencia de las guerras intertrivales y de la insoslayable lucha de clases. Ricos sobre pobres, hombres sobre mujeres, blancos sobre negros, etc. Repito que, a mi entender, una ideología cualquiera tiene por objetivo único la conquista del poder social, el control y dominio en el proceso de evolución del espíritu humano. (En otro momento hemos hecho la categorización de «espíritu» como la presencia del «otro» en el individuo y en la sociedad al mismo tiempo. Sin el otro, vivo o muerto, no hay espíritu humano. El «yo humano» es la composición de la herencia social e histórica, es decir, cultural; el «yo animal», físico y psicológico, es lo único verdaderamente individual que poseemos los seres humanos). A su vez, el poder es el principal narrador de la historia. Su narración describe sus propios actos y los predice; los provoca. A la ideología dominante (aquélla que ha conseguido monopolizar el poder) se opondrán ideologías de resistencia, las que, por lo general, deberán recurrir al mismo instrumento: la moral, base legitimadora de cualquier empresa, justa o injusta, democrática o despótica, pacífica o guerrera. Por supuesto que quiero decir que también la ética es una construcción ideológica. Sin embargo, y en base a determinados principios morales, podríamos llegar a decir que la mejor de las ideologías posibles sería aquella que oprimiese al menor número de personas en beneficio del número mayor [coeficiente ideológico tendente a cero: Ik=(Im/Imx); Ik?0, Ik?0]. Por absoluto que fuese, el poder nunca actuó sin una legitimación ética, ya sea poder religioso, económico, financiero, político o militar. Para el poder absoluto, de nada importa la racionalidad o la justicia ética de un determinado discurso legitimador: lo que importa es que el discurso ético sirva a sus intereses. Cuando deja de servirle, simplemente lo pasa por encima con un nuevo discurso. Los que sufren o resisten este poder, sólo les quedará la posibilidad de recurrir a la razón y a la construcción de una justicia, es decir, a un nuevo discurso basado en los principios construidos por la historia para nuestro tiempo: democracia, libertad, igualdad, fraternidad. El poder dominante procurará integrar estos principios a su discurso, pero nunca a su acción, ya que por regla general interfieren con sus intereses. Y éstos siempre estarán primeros. A la cultura le corresponde organizar el lenguaje semiótico, instrumento

omnipresente que es monopolizado por la ideología dominante. Y todos sabemos que no hay nada más difícil de ver que aquello que se encuentra en todas partes. A la ideología dominante le corresponderá la articulación de un discurso que establezca cuál es el bien y cuál es el mal (es decir, en nuestro tiempo, el progreso y el fracaso, el orden y la violencia, lo patriótico y lo antipatriótico, el héroe de guerra y el terrorista, etc.) A la cultura, en cambio, la corresponderá el papel de traducir ese discurso al lenguaje local, cuando la ideología procede de afuera, o deberá expandirla por toda la comunidad internacional, cuando el discurso procede de un sector interior de la misma. Por lo general, el principal instrumento transmisor de este discurso es la clase dirigente, en primer lugar, y la clase política, en segundo. El disidente se puede encontrar dentro de este segundo grupo, pero difícilmente logre infiltrarse con alguna posibilidad dentro de los primeros, sin correr el riesgo de ser absorbido o expulsado por su fuerza. Apropiándose del material de la cultura, de la tradición, el discurso del éxito, de lo eternamente nuevo, deberá ser identificado con los personajes que en el pasado fueron figuras positivas para la cultura actual, personajes que, a su vez, fueron dibujados por la misma ideología imperante o por una ideología dominante pasada. Así, cuando la ideología del varón dominante se ve debilitada por un discurso contestatario femenino marxista, la ideología hegemónica procurará apropiarse de dicho discurso en beneficio propio. De esa forma, los hombres, en ocasiones y en la dosis justa, son reemplazados por mujeres, pero la dominación económica, religiosa y financiera de una determinada clase se mantiene. Lo mismo ocurrirá con la reivindicación de los negros. Seremos testigos de un espectáculo obsceno: el reemplazo de hombres blancos, de algunos sectores más visibles del poder, por mujeres negras. Los iconos culturales de la posmodernidad cambian al mismo tiempo que la estructura de dominación se mantiene: las masas de poblaciones negras continúan sumergidas en los extractos más bajos de las sociedades, disimuladas por brillantes excepciones públicas. Para mantener una antigua estructura de explotación y dominación, identificándose al mismo tiempo con la modernidad, el progreso y el éxito, el capitalismo posmoderno debe manipular los recursos culturales con los que cuenta a cada instante. Debe trascender los límites de su propia región cultural, identificándose con la Libertad, la Justicia, el Bien y la Seguridad. Sus valores deben presentarse como universales, no importa sobre qué cultura, sobre qué religión extienda su Ley. Y, sobre todo, debe convencernos de que no hay alternativa a su modelo. Pero sí la hay. Es la Sociedad Desobediente. Sin embargo, la alternativa a una ideología dominante no es una ideología opositora que busque destronar a la primera para imponerse, a su vez, en el trono, en el centro, como fue el proyecto marxista. También las ideologías resistentes, como puede serlo el feminismo, terminan por inmovilizar el valor crítico de los individuos en beneficio de un aparato bélico. Es probable que esa construcción que llamamos Sociedad Desobediente termine por desaparecer a manos de las Fuerzas del Orden o cobre las características de una ideología. Pero aún en este caso debería

tomar conciencia y distancia de los prejuicios y perjuicios que esta transformación conlleva siempre: la disfunción del pensamiento libre, radicalmente crítico, indomable, eternamente joven, porque una sociedad madura tendrá un espíritu joven o volverá a la obediencia de su infancia; paradójicamente, a la obediencia de una nueva ideología. Bertolt Brecht alguna vez dijo que: «Si las vacas hablaran no existirían los mataderos». Yo creo que si las vacas hablaran igualmente existirían los mataderos, porque existiría una ideología que las condujera adonde los ganaderos quieren que éstas vayan. No existirían los mataderos, en cambio, si las vacas hablaran y no dejaran de cuestionar el discurso, la religión de los ganaderos. Para ellas, entonces, existiría una alternativa. ¿Cómo no habría de existir, entonces, una alternativa para los hombres y mujeres que, por lo general, son más inteligentes que las vacas? Athens. 17 de diciembre de 2003.

La liberación postergada Con escasas excepciones, los ejércitos latinoamericanos han sido siempre el brazo derecho de la oligarquía criolla. Por lo general y con heroicas excepciones, cada soldado, por humilde que fuese, siempre tuvo un único discurso ideológico, basado en conceptos como «orden», «patria» y «honor», que le permitió una acción rápida e irreflexiva, llegando a matar en «cumplimiento del deber». Su tarea no era la de pensar, claro; ese sería un grave defecto en un militar de bajo rango, según el sistema al cual debe someterse y defender incondicionalmente. En un militar de alto rango el pensamiento esta permitido, aunque limitado sólo a aspectos técnicos; nunca -o rara vez- filosóficos. Pese a todo, sus acciones siempre estuvieron justificadas en la salvación de la «verdadera moral» (es el lugar donde se «hacen hombres»), al mejor estilo de la vieja Inquisición. Esto es lógico: todos sabemos que una respuesta que no acepta cuestionamientos -por la razón lógica o por las armas- es siempre la verdad. Se comprende, entonces, por qué la tradición de los ejércitos latinoamericanos, como el de la Iglesia Católica -por lo menos hasta finales del siglo XX-, ha sido conservar los privilegios de una clase criolla acomodada, en usufructo de una ideología transparente. Aquí quisiera aclarar que, para mí, toda ideología dominante es «transparente» (nos rodea de forma invisible), mientras que cualquier otra ideología que se le oponga tendrá el carácter inevitable de «visibilidad», con lo cual son definidas, peyorativamente, como «ideologías», como si la ideología principal no lo fuera, como si formara parte de la naturaleza, del aire. Por otro lado, las ideologías dominantes suelen operar a través de falsos «pares de opuestos». En nuestra historia más reciente, esos pares fueron:

orden/desorden, patriota/vendepatria y luego pacificación/memoria, etc. Una vez establecido arbitrariamente la dicotomía, se busca identificar al oprimido con el segundo término: el negativo (Jacques Derrida). La clase dominante, junto con la Iglesia tradicionalista dictaron el discurso ideológico legitimador, la moral del terrateniente latinoamericano. Por ello Phillip Berryman llamó a las dictaduras latinoamericanas «fascismo dependiente». Cualquiera que haya salido del continente latinoamericano puede observar cuáles son las tres instituciones que caracterizan el paisaje social e histórico de América Latina: el Estado, la Iglesia y el Ejercito. Ésta es una característica de las sociedades latinoamericanas que la diferencian de otras regiones del mundo, como pueden serlo Europa y Estados Unidos. Bien, se podrá decir que el poder del ejército norteamericano es un elemento de primer orden político e ideológico. Sin embargo, la manifestación de este poder ha sido, después de la Guerra Civil del siglo XIX, hacia fuera -característica que la hace más coherente con la propia concepción histórica de ejercito-, mientras que en el caso latinoamericano tradicionalmente su acción represiva ha apuntado hacia dentro, no en beneficio de un país -como siempre se pretendió con el conocido eslogan «salvaguardia de la patria»- sino en beneficio de una clase: la clase dominante. La historia latinoamericana está llena de estos ejemplos. El delito del sacerdote Romero en El Salvador fue repetir que «ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios: no matarás». Por esta prédica «peligrosa» fue asesinado por el ejército mientras decía una misa. Quienes lo mataron lo hicieron bajo la convicción de «salvar a la patria del marxismo», aunque ninguno de ellos tenía una vaga idea de quién había sido Marx (más allá de que se llamaba Groucho y fumaba habanos, como el Che Guevara). Ninguno de sus asesinos sabía si el «curita revoltoso» era, de hecho, marxista o no. ¿Pero eso qué importa? ¿Cuándo importó -sinceramente- la razón, el diálogo, la reflexión? ¿Para qué pensar si eso es peligroso? ¿Para qué cuestionar? A Cristo y a Sócrates los condenaron a muerte por esa mala costumbre de «remover» las sólidas verdades donde se asienta el «honor» de una sociedad. Y por ello todas las universidades de América Latina -y de más allá- están llenas de idiotas que se dedican a investigar y a pensar. Subversivos, en una palabra. Rehenes del marxismo, de los terroristas y de Sor Juana Inés de la Cruz, sin duda, la peor de todas. Sin embargo, la pureza no ha sido posible a través de la «limpieza». Así como todos somos freudianos en alguna medida, lo mismo podíamos decir sobre el marxismo: ¿qué corriente feminista, por ejemplo, podría decir que sus reivindicaciones no tienen un origen marxista? Por supuesto que podemos encontrar feministas que vivieron antes del siglo XIX. Sor Juana, por ejemplo. Murió silenciada por la Santa Iglesia en 1695 (vieja costumbre de la santidad: pecar y cien años después pedir perdón). Pero eso es una lectura que podemos hacer desde nuestro tiempo, hacia atrás. Si quisiéramos, también podríamos interpretar que Cleopatra era feminista, y entonces no existía eso que llamamos «feminismo». La diferencia es que el pensamiento marxista hizo consciente un cúmulo de conceptos y análisis que hoy es moneda común hasta en la derecha más reaccionaria, por lo menos

como discurso. Prácticamente no existe aquel, por más antimarxista que sea, que no haya defendido algún principio de origen marxista, ya sea político, económico, metodológico o filosófico. Sólo que su ignorancia lo salva y lo purifica. Ahora, veámoslo desde una perspectiva histórica y política. Creo que no se puede entender la resistencia latinoamericana, en su gran mayoría «izquierdista» a través de la historia, por una simple influencia cubana o soviética. Para ello, debemos considerar el insoportable peso de la clase oligárquica en América Latina desde el nacimiento como naciones «independientes», apoyada siempre por las grandes instituciones verticales de la Iglesia Católica tradicional y el ejército. Las grandes diferencias sociales que ostentó de forma obscena la familia Latinoamericana es otro elemento de tensión que explican la «reacción» de las clases desposeídas. Nuestro país, gracias a Dios, ha sido históricamente el país más laico de las Américas. Pero su relativo laicismo nunca fue la norma en el continente. La estrecha relación del Estado y la Iglesia en América Latina es una herencia de la vieja España que, con agresividad -y confundiendo, como era costumbre en sus tratados de caballería, la cruz con la espada-, luchó contra moros y judíos y trasladó la batalla mesiánica al nuevo continente. Su estructura de dominación, rígida y vertical, encontró en los nuevos ejércitos los sustitutos de las antiguas caballerías del renacimiento que se vanagloriaban de cortar mil cabezas en los campos de batallas para imponer la «sagrada fe católica». Este proceso no fue el mismo en Norteamérica, donde una visión más liberal de la sociedad y del individuo la independizaron de las rígidas estructuras españolas. No sólo la Reforma fue una desestructuración del poder central (al tiempo que puso el acento en el valor del individuo) sino que además los colonos de los nuevos Estados Unidos fueron capaces de una independencia más real que la que obtuvimos en América Latina que sustituyó -como dice José Luis Gómez-Martínez- la autoridad española por la oligarquía criolla. Ésta oligarquía, caudillista y dirigente, nunca fue consciente de que la liberación económica de las clases sumergidas resultaría en un beneficio general. O tal vez sí fue consciente... Por lo tanto, nunca hubo una verdadera independencia para el resto de la población. Razón por la cual siempre estamos hablando de «liberación», como si en el inconsciente colectivo estuviese presionando, de forma permanente, el trauma de «no haber sido». Aún hoy, en América Latina, se da la norma que las instituciones de enseñanza católicas (ya sean de educación básica como universitaria) se caracterizan por servir a las clases más ricas -futuras elites de dirigentes-, en vez de ocuparse de las clases más pobres, como parece sugerir el Evangelio. Lo cual es una larga tradición que se acepta sin mayores cuestionamientos. Sin embargo, y procediendo de una historia diferente, la potencia económica y militar del siglo XX, Estados Unidos, cuando intervino en América Latina lo hizo para contrarrestar la insurgencia de las clases pobres, de las clases obreras que se identificaban con el discurso de la izquierda, ya que no podían hacerlo con sus tradicionales opresores -la oligarquía, la iglesia y el ejército-. Esta intervención, según Berryman, «combinaba la ayuda para el desarrollo con un aumento de los ejércitos y

de la policía para enfrentar el desafío de la insurgencia». Claro, el escenario nacional e internacional ha cambiado. También cambiará el escenario político. Sin embargo, las estructuras culturales, económicas y sociales son prácticamente mismas. Un cambio político podrá impulsar grandes cambios personales y simbólicos, pero prácticamente ninguno en lo que se refiere a la estructura opresiva. Para ello serían necesarios tres pasos indispensables: 1) Toma de conciencia; 2) Toma de acción; 3) Toma del poder. Conciencia del individuo y de la sociedad en su conjunto sobre su opresión y sobre su propia potencialidad deconstructora y creativa. Acción en tal sentido, individual y colectiva, con el objetivo de alcanzar el poder necesario para una verdadera liberación. Finalmente, me refiero al poder civil, aquel que resulte de una unión consciente y comprometida (desobediente) de cada individuo, del verdadero ciudadano del mundo, aquel que ha logrado la liberación a través de la desobediencia moral. Sólo así se romperá el perverso ciclo que lleva al recambio y a la renovación de actores y de colores en la misma historia de opresión de siempre. Athens. 14 de abril de 2004.

El miedo a la responsabilidad Al igual que otros países de la región, seguramente en este año 2004 Uruguay elegirá en las urnas un cambio político. En este caso, un cambio «hacia la izquierda». Como tantas veces he repetido desde estas mismas páginas, ese cambio es urgente y necesario. Pero también -en gran medidaserá un cambio que apuntalará la permanencia de los órdenes sociales y culturales antes criticados. Con anterioridad, nos hemos ocupado de analizar cómo un orden dominante se encarga de capitalizar las fuerzas del adversario -del resistente- como un hábil luchador de judo, para fortalecerse con reacciones y otras justificaciones morales e ideológicas. Dejaremos todo esto de lado ahora para apuntar brevemente observaciones menos generales. En nuestro contexto latinoamericano de principios de siglo, es necesario anotar algunas advertencias que pudieran evitarnos recaer en el mismo juego perverso del cual la mayoría -aparentemente- pretende escapar. La primer ventaja de un cambio político en el gobierno de un país consiste en la remoción de los individuos asentados en el poder y las posiciones de privilegio. Todos aquellos que conocen las instituciones latinoamericanas por dentro saben de qué hablo: hablo de los tradicionales repartos de puestos laborales según los favores electorales, pasando por encima habilidades profesionales, méritos laborales, experiencias personales o colectivas, manoseando currículum privados de gente desesperada que sólo sirven para organizar estrategias comerciales o simplemente para burlarse de viejos colegas caídos en desgracia. (Cada día me encuentro con alguien

de uno de nuestros países iberoamericanos y vuelvo advertir cuántas cosas nos diferencian y cuántas nos identifican como unidad; cuántas construcciones arbitrarias nos han puesto encima y de cuántas no podemos escapar...) ¿Cómo no entender nuestro atraso económico, nuestro desarrollo empantanado y nuestra decadencia cultural? ¿Cómo puede funcionar un país cuando los méritos escolares, laborales y profesionales valen menos que una pancarta o que una llamada telefónica? Todo eso cuando no significan un castigo al esfuerzo personal, una burla y una estafa moral. ¿Cómo no entender que, según un reciente estudio de la ONU, la mayoría de los latinoamericanos podría apoyar una dictadura si la misma le resolviese sus problemas económicos? Lo que no se subrayó en ese estudio que circuló con escándalo por todo el mundo, fue el hecho de que los encuestados estaban manifestando un hecho comprensible: si un dictador tuviese la capacidad de sacarlos del hambre y del fracaso económico, ¿por qué no preferirlo a una democracia que ha defraudado casi todas las ilusiones, morales y estomacales? ¿Acaso no está el estómago primero? El problema original radica en que ninguna dictadura ha sido la responsable de la aniquilación del hambre, de la corrupción y del atraso material y moral. De lo único que han sido capaces fue negar la existencia del hambre, del atraso económico y de la corrupción -por no hablar de aberraciones físicas y morales aún peores, o de la destrucción de la confianza en el prójimo y de las instituciones. La actitud tolerante de muchos latinoamericanos a la idea del regreso de dictadores conocidos o por conocer demuestra no sólo ignorancia histórica sino también una gran frustración económica, social y moral. Ahora, ¿quién es el responsable de todo ello? Sin duda, nuestra realidad latinoamericana está inserta en un contexto geopolítico que nos condiciona. Pero que nos condicione no significa que nos determine. El psicoanálisis creó hace un siglo el mito del «destino condicionado» por la niñez -el pasado- estimulando el olvido de lo que los existencialistas de hace medio siglo intentaron resaltar: somos libres, por más condicionados que estemos. Por lo tanto, si la caída de una piedra está determinada por la ley de la gravedad, los seres humanos sólo estamos condicionados por la misma. Dicho de otra forma, una mujer puede ser víctima de la violencia familiar, pero, en última instancia, está en ella misma cambiar esa situación. No en el opresor que la golpea. La comparación me trae a la memoria la película Memorias del subdesarrollo (Cuba, 1968). Allí el protagonista compara América Latina con una joven inestable e inconsecuente. Dejando de lado cualquier observación política o feminista por ahora, creo que podemos seguir entendiendo nuestro continente como un continente de memoria frágil, inconsecuente, «incapaz de sostener un sentimiento». Observemos el caso de los peruanos que claman por el regreso de Fujimori, por ejemplo. En otros países, como en Argentina y en Brasil, el cambio político ha ido todo lo más lejos que le es posible por el momento. Pero muchos siguen leyendo con impaciencia las noticias políticas como si en ellas se jugase el destino de sus sociedades. Entiendo que este destino se juega en la actitud de cada uno de nosotros cuando sobrevaloramos los cambios políticos. Esta sobrevaloración nos mantiene atrapados en una ilusión

alucinógena. Mientas tanto, el sistema político -casado desde los tiempos de la pseudoindependencia con los sectores dominantes de la sociedad- se encarga de alimentar esta expectativa de inútiles y a veces sangrientas oposiciones; la espera del nuevo caudillo, del nuevo líder como si fuese el Mesías. Claro que un cambio político es necesario. Pero no está en él ni en su grado de radicalismo, el logro de un cambio profundo. La idea de país es una idea política, como alguna vez la idea de nación fue una idea religiosa. Creo que hoy ambas ilusiones sobreviven por inercia de las instituciones heredadas, no por fuerza propia ni por deseo de los integrantes de la raza humana. En su lugar comienza a surgir -aunque demasiado lentamente- el ciudadano del mundo. Dependerá de su desobediencia a lo peor de la tradición que estructura su ser, su espíritu como conciencia social, un cambio profundo en beneficio propio y no en beneficio de las tiránicas minorías encaramadas en el poder llamado hipócritamente «democrático». Ahora, volviendo a nuestro momento histórico, anotemos otro aspecto ventajoso de un próximo cambio político que incumbe a los tradicionales opositores. Deberán ellos enfrentarse con la responsabilidad, ya no simplemente de «gobernar», sino, sobre todo, de pensar soluciones, de confirmar las esperanzas propias y ajenas, de aprender a fracasar y a levantarse con humildad. Claro que en este proceso es probable que queden unos pocos de pie. Dentro de este grupo, algunos recaerán en la soberbia de sus enemigos predecesores. Pero todo esto es parte del necesario proceso que será: 1) De maduración si los pueblos optan por una «despolitización» de sus esperanzas; o de: 2) Regreso a la infancia, si optan por las viejas estructuras de opresión, sean éstas de perfil democrático o abiertamente dictatoriales. Para estos últimos, les recomiendo El miedo a la libertad, de Erich From (1940), aunque soy consciente de la intrascendencia de los textos trascendentes ante la incontestable fuerza de la manipulación iconográfica de los grandes «medios de comunicación» -que son ideologizantes desde el título, ya que sería más preciso si se llamaran «medios de dominación». Por otra parte, y refiriéndome concretamente e los próximos cambios políticos, debo decir que muchas cosas continuarán como están. Puedo nombrar una decena de ellas, pero creo que será suficiente si me detengo un instante en la que considero la más evidente en este proceso. Recordaré una vez más -lo vengo haciendo desde hace años- que una de las mayores enfermedades que veo en nuestro continente iberoamericano es el caudillismo. El caudillo sirve para evitar responsabilidades a cambio de soportar el robo del destino propio de los pueblos. Como tantas mentiras que nos ha inculcado la ideología dominante desde niños, una de ellas es aquella que nos dice que para que un país funcione es necesario un líder, un caudillo. Mentira. Déjenme decirlo otra vez: un país puede funcionar muy bien, y mejor aún, si la suerte nos priva de todos tantos caudillos salvadores. Es bajo este convencimiento que le pido al futuro presidente de Uruguay que aprenda de sus antecesores y abandone cualquier tendencia caudillista. Sólo podrá hacer un cambio importante desde su posición privilegiada si es capaz de desarticular las redes institucionalizadas del poder que oprimen

a los habitantes de mi país. No basta con cambiar individuos ya que esto, a la larga, sólo ayuda a reafirmar el status quo de una sociedad que necesita un cambio cultural urgente. Por supuesto que nadie puede pretender que este cambio cultural provenga de las iniciativas de un solo individuo, de un solo partido político, aunque ese individuo sea un presidente y ese partido sea el partido gobernante. Pero no todos tenemos la misma capacidad para iniciar cambios como aquellos que están en el poder político. A nosotros, al resto de los uruguayos, al resto de los latinoamericanos -los de adentro y los de afuera-, nos toca una tarea no menor: cambiarnos a nosotros mismos. Claro, eso si estamos interesados en hacerlo. No es obligación. Pero si elegimos evitar los cambios nos estaremos negando el derecho a protestar. Y cambiar no significa cambiar alguna postura sobre un debate como puede ser privatizar o estatizar. Cambiarnos significa remover nuestra actitud pasiva e inculpadora: significa hacernos responsables de nuestra propia libertad, del valor de nuestra libertad para revelarnos contra la opresión ajena y contra la opresión propia. Athens. 24 de abril de 2004.

La milenaria guerra de Cómo y Por-qué El bárbaro y sanguinario Cómo reina hace por lo menos 2500 años. O más. No podemos precisarlo. Es cierto que Por-qué ha bajado a la tierra algunas veces, pero ha debido retirarse luego de sacrificar a quienes lo encarnaron por un tiempo. A través de la historia, Por-qué, el dios Primero -el que conocen los niños y al que luego aprenden a olvidar- ha sido el subversivo por excelencia. Hace mucho tiempo, las escuelas y las universidades emprendieron una carrera enloquecida en beneficio de Cómo, mientras Por-qué fue relegado sistemáticamente a los márgenes ilegales de la filosofía y la inmoralidad. En la política y en el pensamiento colectivo -ese que se jacta de su pragmatismo y de no perder su tiempo filosofando inútilmente-, desde la práctica más humilde hasta aquella otra que dicta los destinos del mundo, se ha decretado que el problema de la humanidad consiste en resolver el Cómo. Tomemos, por ejemplo, el mayor tabú y el mayor paradigma de nuestros tiempos: el terrorismo. Todos -absolutamente todos- los esfuerzos intelectuales del mundo «decente» están concentrados en resolver cómo combatirlo. Los discursos son unánimes. Aún aquellos que están en lucha dialéctica están de acuerdo en resolver el Cómo. Todos estamos en contra de eso que casi todos entendemos por «terrorismo». Pero ¿cuántos están preocupados en responder ¿por qué existe eso que llamamos terrorismo? Cada vez que baja Por-qué a la tierra es una amenaza a la seguridad. Si el debate mundial se centrara no en el Cómo sino en el Por-qué, seguramente habría que comenzar por definir con más claridad los límites del significado del término «terrorista». Lo cual es, claro, peligroso. Muchos

arrogantes insospechados caerían dentro de la misma bolsa. Muchos amigos y «adversarios» serían igualmente identificados con el mismo término. Por lo tanto, cuando esto ocurre, se debe recurrir nuevamente a Cómo, con desesperación, para que desplace la incómoda voz de Por-qué. El cómo es una especialidad de Cómo: a Por-qué se lo neutraliza y se destruye identificándolo con el tabú, con el antiparadigma, con el peligro... Sacrificado Por-qué, una vez más, Cómo otorga sus medallas de moralismo patriota a sus ciegos servidores. Y el orgullo del guerrero eyacula, una vez más. Porque el Cómo -en términos psicoanalíticos- es eso: matar, eyacular y morir. Sin embargo, y pese a todas estas tragedias humanas, gran parte de la resolución del Cómo radica en la correcta respuesta del Por-qué. Pero si alguien se atreviese a lanzar al viento semejante pregunta, sería etiquetado como una amenaza. Incluso, correría el serio riesgo de ser etiquetado de -ya que estamos- «terrorista». Pero, ¿por qué el Por-qué es siempre subversivo? Si estoy ante las respuestas de un adversario dialéctico siempre podré defenderme más fácilmente: me defenderé con mis propias respuestas. Una parte importante de una defensa consiste en identificar con claridad al adversario -no digamos «enemigo», no echemos leña a esa hoguera de radicalizaciones genocidas-. En ese caso, sabré qué debo enfrentar y, probablemente, ya conozca mis propias respuestas de antemano. Pero, ¿qué ocurriría si mi adversario en lugar de lanzarme sus respuestas comenzara a interrogarme sobre los Por-qué de mis seguridades? Seguramente, y sobre todo si mis convicciones están fundamentadas en el barro, como es casi la norma, cada una de mis lanzas dialécticas se quebrarían en el aire, mi edificio ideológico comenzaría a crujir. ¿Por qué? Porque el mundo moderno ha entrenado hombres y mujeres obsesionados con el Cómo: cómo tener éxito, cómo hacer lo que la sociedad espera de nosotros, cómo derrotar a nuestros adversarios, cómo inventar enemigos, cómo y cómo. El Cómo es siempre combativo, guerrero, no tiene paz; al Por-qué no le interesa el triunfo ni la derrota, sino la verdad. Pero ¿a quién le importa la verdad? Al Cómo sólo le importa la verdad si le es útil; si le resulta una amenaza, simplemente se inventa otra verdad a su medida. Él siempre sabe cómo. Pero si reapareciera Por-qué en nuestras sociedades, seguramente la mayoría de las sólidas estructuras que brillan con orgullo en nuestro mundo comenzarían a crujir. Entonces atraparemos a Por-qué, como antes atrapamos a Sócrates y a Cristo, y lo sentenciaremos a muerte. ¿Por qué? Por hacer demasiadas preguntas, por preguntarse y por preguntarnos Por-qué en lugar de preocuparse de dios Cómo. Un hombre inteligente sabe Cómo, pero sólo el sabio sabe Por-qué. Saber Cómo es saber imponer una respuesta, pero saber Por-qué es saber formularse a tiempo la pregunta. No necesitas gritar ni levantar la voz; sólo pregunta con calma y en voz baja -¿por qué? Athens. 29 de abril de 2004.

Psicoanálisis de la unión americana En una sociedad, las contradicciones no son un defecto sino una virtud. Peor que una sociedad contradictoria son las sociedades monolíticas, porque si un individuo es naturalmente contradictorio más ha de serlo la fusión de éstos en una sociedad cualquiera. Pero cuando una sociedad niega sus contradicciones con recurrencias obsesivas a una coherencia subliminal, puede estar revelando un aspecto neurótico de su estado actual. La sociedad norteamericana es profundamente contradictoria y coherente, al mismo tiempo. Su coherencia es terrible y necesaria para mantener contenida todas sus contradicciones. Es una sociedad hiperfragmentada, profundamente dividida en extractos sociales, económicos y reciales. Ésta misma es la razón -y no la contradicción- de su notable patriotismo. La misma voluntad de «unión» de estados, indica una fragmentación previa. La fragmentación está en el inconsciente de la nación más poderosa del mundo, procede de su infancia nacional. El conflicto racial marca su adolescencia, ya en la Guerra de Secesión, y no termina de resolverse nunca, a pesar de sus notables avances. La sociedad norteamericana posee una clase media activa, productiva pero no trabajadora, orgullosa y con un sentido de la Ley y de la organización que carece, por ejemplo, nuestra América Latina. La clase media es la depositaria de los ideales y de la ética democrática de la nación. Por ello, todos en esta sociedad se consideran miembros de la misma clase media, por lo que debemos aclarar que hay una clase media alta -la de los millonarios- y una clase media baja -la de los sin techo. Las diferencias económicas y de clases están en la Unión dramáticamente acentuadas, no de hecho sino de sospecho. La pobreza existe, pero no significa un problema nacional como en América Latina, como en otras partes más trágicas del mundo. Los pobres en Norteamérica son clase media en África, si comparamos sus ingresos y sus niveles de vida. Pero son los mismos pobres africanos si los comparamos con la clase media norteamericana. La violencia no es física, lo cual es un progreso, sino moral -lo cual no es menos doloroso. En Norteamérica los pobres sufren de sobrealimentación hasta límites monstruosos. Hombres y mujeres que casi no pueden mover sus enormes cuerpos, recipientes de todo tipo de alimento y bebidas, recorren los supermercados en mecánicas sillas de ruedas, diseñadas especialmente para un consumo más agradable. Más agradable o más hiperbólico, porque aquí todo ha de ser mesuradamente exagerado: en verano el aire acondicionado es excesivamente frío, en invierno la calefacción es excesivamente alta; los autos son excesivamente grandes cuando sus conductoras son excesivamente pequeñas; las avenidas y autopistas son excesivamente grandes mientras que las veredas son excesivamente inexistentes -los peatones no existen mientras que el documento de identificación principal es la libreta de conducir; conduzco, ergo existo-; los cuerpos son excesivamente obesos cuando su educación es excesivamente flaca; los vasos son excesivamente grandes, la comida es excesiva -la que se come y la que se tira-, excesivas son las costumbres en esta sociedad de excesos innecesarios. No obstante, en una sociedad marcada por el consumismo y el materialismo, sus iglesias compiten frente a frente y lado a lado en número y tamaño.

Las iglesias son muchas y están llenas de gente. Casi todos los miembros de esta sociedad son religiosos o pertenecen activamente a alguna religión. Estas observaciones pueden ser contradictorias o dos partes de una rígida lógica psicoanalítica o tributaria que prefiero soslayar ahora. Todas estas contradicciones que hunden su raíz en el inconsciente nacional, se «resuelven», aparentemente -en el doble sentido de la palabra- con los omnipresentes símbolos de «unión», con el exaltado sentimiento de patriotismo. Como en pocas partes del mundo, la bandera nacional forma parte del decorado interior y exterior de los hogares. Este recurrente símbolo se expone ante los otros miembros porque confirma la Unión. En pocos casos, recuerdan constantemente al inmigrante dónde están. Pero el símbolo que tan fuertemente significa «unión» interna, representa la división exterior. La bandera de la Unión expuesta en otros países significa «el otro», el amigo o el adversario, pero siempre la División. En el reino de Mongo, significa poderosamente todo lo que no es Mongo. La sociedad norteamericana es hermosamente cosmopolita en grandes regiones. Si consideramos que McDonald's es un tipo de comida, podríamos decir que es la comida típica nacional. Si no la consideramos como alimento, veremos que la comida típica nacional es la comida china, la italiana, la española, la tailandesa, la india y, sobre todo, la mexicana. Norteamérica es un crisol de razas, de lenguas, de culturas, de religiones, de comidas y de costumbres. Pero un crisol donde, para bien y para mal, las partes se entreveran pero no se funden. Para bien no se confunden; para mal, conviven pero no se conocen. Para bien, hombres y mujeres conviven; para mal, no se reconocen. En pocos lugares del mundo, sino en ninguno, tantas culturas se juntan tanto y se conocen tan poco. Como en aquella famosa torre, en pocas partes del mundo se conoce tan poco del resto del mundo teniendo al mundo adentro. Pero la salva el mito de la Unión, de la unidad heterogénea. Como hemos visto, unión y fragmentación son los componentes contradictorios de una misma lógica. Ahora, veamos cómo también la integración es parte constituyente de la exclusión. La sociedad americana sufre una especie de «ansiedad de exclusión». Es por ello que aparecen, otra vez, la recurrencia a símbolos que unen-separan. Sociedades fraternales de todo tipo, banderas, gorros, camisetas y mucho más con la insignia del club deportivo, de la universidad a la que se asiste; música étnica, vestimentas (pseudo)étnicas, etc. Existe una clara y mitológica necesidad de exaltar los valores individuales pero, al mismo tiempo, suele existir una pérdida absoluta del individuo, de la individualidad, en el individualismo. El individualismo se opone al individuo, ya que no lo deja ser libre: es una competencia, una asimilación en un grupo al cual, inconscientemente, se procura destruir, someter, según las mismas relaciones de poder que imperan en la sociedad. Identificarse con un grupo para diferenciarse del resto y luego identificarse con el resto para resolver la contradicción original. Por si fuese poco, esa concepción del individuo se identifica con la idea de «libertad», lo cual ayuda a glutinar el caos en virtuosa diversidad. Pero es una libertad, en todo caso, física, una libertad de competencia.

Sin embargo, el individuo está mucho más estreñido en márgenes ya asignados y preestablecidos, de lo que considera o debe considerar él mismo. La ideología dominante impone una autorepresentación de sí mismo como ser libre. Es decir, la ideología dominante resuelve la contradicción con un discurso opuesto al sospechado. Crea otra realidad a su medida. Y, en cierta forma, es muy efectiva, no sólo para mantener un determinado orden de control social, sino, sobre todo, para crear la idea de Felicidad. Jorge Majfud. The University of Georgia. 26 de mayo de 2004.

La enfermedad moral del patriotismo Natural es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña. Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el patriotismo. Por todos lados vemos inflamados discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y contraofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el concepto de «interés». Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La división interna -de clases, de intereses- no desaparece, pero se vuelve invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus «intereses». Así, morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una virtual trascendencia del individuo en la «salvación» de su patria. No voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con anotar que sólo la idea de «patriotismo» es insostenible, desde un punto de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad que busca, desesperadamente, su conciencia universal. El sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los últimos siglos.

Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del dominio de una tribu sobre las otras. Ahora bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o menos definida -y siempre imprecisa-; que la idea de país tiene ventajas en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas (mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado de acrítica -a veces mínimo, a veces obsceno, pero ese grado, por mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda sentir «amor» por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este «entregar la vida por amor» no significa que la motivación de los hechos no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, pero lo que hace el amor puede ser deleznable. Y para que ese amor se identifique con la motivación errónea en necesario, además, un fuerte sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del patriotismo consiste en identificarse -entre otras cosas- con el amor, es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la unión, la discriminación. No podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio, arbitrario. La reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la cárcel, y la lapidaria deshonra de «traidor a la patria». Lo que demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo -con intereses y con poder- puede administrar el significado de lo que es y no es «patriota». Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El patriota ideal no

piensa. Yo me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota como me niego a responder a una raza -otra histórica arbitrariedad de la ignorancia humana-. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar cualquiera de este mundo, negando el mismo derecho que merece un africano o un asiático de merecer mi más profundo respeto, mi más firme defensa como ser humano. Desde niños, las instituciones sociales nos imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el momento de jurar «dar la vida por su bandera» en su tierna infancia, gritó «no juro», alegando que ese juramento era inválido e inútil, que gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Etc. Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que cualquier otro. Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad -así, sin discriminaciones. The University of Georgia. Junio de 2004.

El fracaso de América Latina La vasta literatura ensayística de los últimos años ha dejado en claro una de las obsesiones principales de la identidad latinoamericana: explicar por qué América Latina es un continente fracasado. Como sugerí en un escrito anterior, antes del cómo deberíamos practicar el marginado y subversivo por qué, ya que si el primero hace y deshace, el segundo es capaz de ver y prever. En este caso, el por qué representa la clave reconocida y se asume preexistente a cualquier cómo liberador. ¿Cómo América Latina puede salir del laberinto de frustraciones en el que se encuentra? A su vez, este desafiante «¿por qué América Latina ha fracasado?» parte de un punto fijo -el fracaso- que se identifica con una observación presuntamente objetiva. Las respuestas a este interrogante difieren en parte o en todo, dependiendo casi siempre del mirador ideológico desde el cual se realiza la observación. Por lo general, tesis como las sostenidas en Las venas abiertas de América Latina (1970), de Eduardo Galeano, explican este fracaso fundamentalmente como consecuencia de un factor exterior -europeo o norteamericano- según el cual América Latina no ha podido ser porque no la han dejado. Una tesis opuesta, más reciente y probablemente promovida

más desde el Norte que desde el Sur, predica que América Latina ha fracasado porque, en síntesis, es idiota o sufre de retardo mental. Esta tesis extremista podemos encontrarla en libros como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), muy recomendada por el expresidente argentino Carlos S. Menem. Del mismo autor, de Alberto Montaner, es un libro más serio, más respetable y -vaya casualidad- más respetuoso llamado Las raíces torcidas de América Latina (2001). El título, claro, responde a otra obsesiva necesidad de atacar la perspectiva del ensayista uruguayo. Hasta el momento, tenemos tesis y antítesis, mas no síntesis. En esta oportunidad, el escritor cubano escribe con más altura y, aunque discrepemos con algunas hipótesis sostenidas en el libro, aunque encontremos páginas innecesarias o fallos metodológicos, podemos perfectamente reconocer algunas hipótesis, argumentos y pistas muy interesantes. En fin, una antítesis digna, a la altura de la «tesis original». Resumiendo, podemos decir que la idea de «fracaso» es un axioma incuestionado, aplicable a una infinidad de análisis sobre nuestro continente. Cada uno ve, desde su propia atalaya y siempre de forma apasionada, diferentes caminos que conducen a una misma realidad. Muchos, lamentablemente, comprometidos moral, económica o estratégicamente con partidos políticos o con comunidades ideológicas. Existen innumerables razones para ver un rotundo fracaso en nuestro continente: crisis económicas, emigración masiva de su población, corrupción de sus dirigentes y actitud mendicante de sus seguidores, ilegalidad, violencia cívica y militar hasta límites surreales, etc. Un menú difícilmente envidiable. Pese a todo ello, debemos cuestionar también qué significa eso que todos aceptamos como punto de partida y como punto de llegada para cualquier análisis, como si se tratase del centro religioso de distintas teologías. ¿«Fracaso», desde qué punto de vista? ¿Se entiende «fracaso» en oposición a «éxito»? Bien, ¿y cuál es la idea de «éxito» de una sociedad, de nuestra sociedad? ¿Es una idea absoluta o lo es, precisamente, porque no la cuestionamos? ¿Fracasamos por no llegar o por querer llegar y no poder hacerlo? ¿Llegar a dónde? La necesidad de «llegar», de «ser» ¿es una necesidad «natural» o autoimpuesta por una cultura colonizada, por una mentalidad dependiente? Entiendo que la respuesta a estas preguntas está fuertemente condicionada por tres ataduras: 1), lo que hoy entendemos por «éxito» está definido por una mentalidad y una perspectiva originalmente europea y, en nuestro tiempo, por el modelo norteamericano; 2), la idea de éxito es fundamentalmente económica; y, 3), la «conciencia de fracaso» no sólo es la percepción de una realidad adversa sino su causa también. Cuando hablamos de éxito nos referimos, básicamente, a cierto tipo de éxito: el éxito económico, al status social que toda sociedad impone sobre sus individuos. Por lo general, cuando hablamos de una mujer exitosa nos referimos a una profesional que desde «abajo» -nótese la carga ideológica que lleva cada palabra- ha alcanzado fama, poder y dinero o ha tomado el lugar del despreciable sexo masculino, sin importar cuánta frustración personal le pudo haber costado dicho «éxito» -concepción heredada de la sociedad masculina-, al tiempo que dejamos afuera de este grupo a aquellas

otras anticuadas mujeres que bien pueden ser tanto o más felices con sus hijos y sus actividades «tradicionales» -o que lo fueron, antes de ser marginadas por la nueva idea del éxito, antes que tuviesen que sufrir el castigo de etiquetas como «fracasadas» o «sometidas». -Nada de esto significa, obviamente, una crítica al mejor feminismo, al verdadero liberador de la mujer, sino a ciertas ideologías que la oprimen en su propio nombre-. Cuando hablamos de un poeta exitoso automáticamente pensamos en su fama literaria, sin incluir en este grupo a aquel poeta que ha alcanzado la felicidad con sus propios versos y sus escasos lectores. Debería estar de más decir que algo puede ser exitoso o fracasado según el punto de vista que se lo mire. Desde el punto de vista del sujeto, dependerá de sus necesidades, expectativas y logros. Pero estos factores, de los cuales depende la idea de «éxito», también son, en una gran medida, relativos a la mentalidad que los concibe y los juzga -a excepción, claro, del hambre, de la miseria y de la violencia física. En este sentido, podemos decir que un país donde su población no tiene las necesidades básicas satisfechas es un país que ha fracasado. Es muy difícil sostener que la idea de violencia o de hambre depende de una condición puramente cultural, como puede serlo la idea de violencia moral. Aunque no es imposible, claro. No obstante, para reconocernos «fracasados» en un área tan vasta, compleja y contradictoria como lo es un país o un continente -ambas, abstracciones o simplificaciones-, no sólo es necesario serlo, sino, sobre todo, debemos concebirnos como tal. Es decir, el fracaso no sólo depende de los logros económicos sino que, sobre todo, depende de una «conciencia de fracaso». Y esta conciencia, como toda conciencia, no es un fenómeno dado sino construido, adquirido y aceptado. Cuando se habla de «éxito» se habla de economía y raramente se toman en cuenta aspectos cruciales para el desarrollo de un país. Por ejemplo, la famosa apertura de la economía española en los años '60 es considerada por muchos analistas como el «momento de cambio» en la historia ibérica del siglo XX, matriz de la actual exitosa España. Lo cual es del todo exagerado y equívoco, a mi entender. La afirmación quita trascendencia a un momento más significativo en la creación de la España moderna: la muerte de Franco (1975), el derrumbe de una mentalidad militarista y el fracaso de los golpistas de 1981. Es cierto que la economía cambió más en los años '60 que al regreso de la democracia. Pero no se considera la situación medieval de España en los veinte primeros años de la dictadura franquista, su marginación de Europa y del mundo que la hacía inviable. También se olvidan dos puntos cruciales: 1) El desarrollo e, incluso, el progreso económico sostenido de un país, a largo plazo no depende tanto de los modelos económicos sino del grado de democracia que sea capaz de alcanzar. Muchas dictaduras en América Latina aplicaron modelos semejantes de capitalismo y unas pocas de socialismo -sin entrar a analizar la exactitud ideológica y práctica de cada una-; unas tuvieron números en rojo y otras en negro, independientemente de la mano ideológica que las gobernaba. Por esta razón podemos entender que el insatisfactorio grado de desarrollo de la mayoría de las democracias latinoamericanas demuestra que son más democracias formales que democracias de hecho. En una verdadera democracia, la libertad de sus ciudadanos y la confianza en sí mismos impulsa más vigorosamente cualquier desarrollo satisfactorio que en

aquellas otras sumergidas en una estructura social rígida que es percibida como injusta y opresora -sin importar el número de parlamentarios, de partidos políticos o de elecciones que posea. Algunos economistas han afirmado la teoría de que para que exista desarrollo es necesario cierto grado de corrupción. Hace años dije, y voy a repetirlo, que la ética forma parte crucial de una economía próspera, en el sentido que establece reglas más justas de juego y, por ende, confianza en un sistema y en un país. Basta con recordar que el crédito se basa en la confianza, que los esfuerzos personales y sociales dependen también de este mismo sentimiento; 2) Por último, una observación puramente ética: el «éxito económico» sería dinero sucio si su causante fuera una dictadura despótica y genocida, lo que representa un rotundo «fracaso social». Es por ello -y atando este punto con el anterior- que no bastaba con cierto «éxito económico» en la dictadura de Franco o en la de Pinochet o en la de Stalin, para generar un desarrollo social -o puramente económico, si más les gusta- que sea sostenible en el tiempo. Es por esta razón que considero que el sostenido desarrollo económico de Estados Unidos le debe más a la percepción que han tenido sus ciudadanos de su democracia que a las puras fuerzas de un variable sistema económico que, de forma groseramente simplificada, llamamos «capitalismo». Bastaría con imaginar el capitalismo norteamericano con un gobierno de Pinochet -ejercicio que hoy en día no es tan difícil de hacer-. Bastaría con imaginar qué hubiese sido del inmenso desarrollo material de este país con una estructura social opresiva, caudillesca, patricia y politizada como la latinoamericana. Ahora, ¿qué significa que Estados Unidos es un país exitoso? Si Estados Unidos es un modelo a seguir por otros países latinoamericanos sólo se debe a su «éxito económico». Podemos ir un poco más allá y decir que Estados Unidos también ha tenido éxito en otras dimensiones: en diferentes tipos de servicios -más «socialistas» que el que se puede encontrar en cualquier país que se precie de serlo-, cierta organización más justa de su población en lo que se refiere a las oportunidades de trabajo, la ya clásica concepción de la ley del angloamericano, etc. Pero cuando hablamos de «éxito» mantenemos en nuestras mentes la referencia exclusiva a la economía. Deberíamos, en cambio, ser un poco más precisos. Estados Unidos ha tenido éxito en el área X, entendiendo «éxito» desde un punto de vista Y. Podríamos decir que este exitoso país ha fracasado en otras áreas -desde un punto de vista Y- e, incluso, que ha fracasado en todas las áreas desde un punto de vista Z. Por ejemplo, desde un punto de vista propio, occidental, ha fracasado en su lucha contra el consumo de drogas -legales e ilegales-, en el control de una ansiedad consumista reflejada en el inigualable nivel de obesidad de sus habitantes, en el acceso igualitario a la salud, en aceptar legalmente a millones de inmigrantes hispanos que están aquí desde hace muchos años, con más obligaciones que derechos pero sosteniendo una economía -y la economía de sus países de origen, remesas mediante- que sin ellos caería en una de las peores crisis económicas de su historia y, por ende, de su famoso «éxito», etc. Desde un punto de vista no occidental, por ejemplo, se puede decir que también ha fracasado en su lucha contra el materialismo, en su lucha contra la neurosis

consumista, etc. Compartamos o no estas afirmaciones, debemos reconocer que son totalmente válidas desde otros puntos de vista, desde otras mentalidades, desde otras formas de concebir el éxito y el fracaso. Por su parte, América Latina es un continente aún más vasto, más heterogéneo y más contradictorio, con países que comparten elementos culturales comunes y a veces irreconocibles. Quizás lo que identifica a América Latina es la idea -no carente de ficción- de una historia, de un destino común y de la idea o la conciencia del fracaso. Esta conciencia nos viene desde tiempos de la conquista, claro, y luego de la «independencia», de José Artigas y de Simón Bolívar9. Pero esta idea de fracaso no siempre fue tan unánime como se la considera hoy en día. El Río de la Plata, por ejemplo, vivió por largas décadas, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, quizás hasta el año 1950, en la conciencia del «éxito». En mi país, la expresión más popular de estos tiempos fue la mítica frase «como el Uruguay no hay», y los Argentinos podrían decir lo mismo, más si consideramos que hasta los años '60 estaba a la par de Canadá y Australia en desarrollo científico, hasta que el dictador Onganía dijo que iba a arreglar su país expulsando a todos los intelectuales -lo que efectivamente hizo. Por otro lado, y aunque el paisaje social y urbano chileno no se diferencie mucho del argentino o del brasileño, es harto conocido que Chile goza de cierto reconocimiento en lo que se refiere a su economía. Al menos así es visto por muchos chilenos, por muchos países vecinos y, naturalmente, por muchos analistas norteamericanos. Sin embargo, y en contra de los propios deseos de los chilenos, la idea de «fracaso» como distintivo de país latinoamericano sobrevive en la obsesiva comparación con países europeos, por ejemplo. Todo esto quiere decir que no basta con tener una economía «exitosa» para salvarse de la percepción del fracaso -es decir, del fracaso, a secas. ¿Por qué? Porque esta conciencia, como lo sugerimos más arriba, no sólo depende de una realidad sino de una construcción cultural y psicológica, lo que relativiza mucho la idea de «éxito». Sin duda, muchos países más pobres que Argentina poseen una «conciencia de fracaso» mucho menor que la de los propios argentinos. Porque es necesario «asumirse fracasado» antes de «ser un fracasado». No podemos decir que el pobretón de Mahatma Gandhi era un fracasado, no podemos decir que los «miserables» que vagan por el Ganges sean fracasados si poseen una «conciencia de superación». Hace casi diez años uno de mis personajes más difíciles de comprender por mí mismo, me hacía decir: «Los occidentales consideran que un pobre sin aspiraciones económicas y pasivo ante su pobreza, carece de espíritu de superación. Y los desprecian por ello. En India y en Nepal ocurre estrictamente lo contrario. Para ellos, un renunciante, alguien que ha abandonado todas las comodidades del mundo material y que no aspira a más que a unas limosnas, es un hombre con 'espíritu de superación'. Y los aprecian por ello». América Latina no es India ni es Nepal. Tampoco es África. Tampoco es Angloamérica. América Latina ni siquiera es América Latina, sino -como todo- aquello que se asume ser. América Latina dejará de ser un «continente fracasado», a mi entender, cuando: 1) Deje de definir su fracaso en función del «éxito» ajeno y de la definición ajena del «éxito»; 2) Cuando abandone su retórica de izquierda y su práctica de derecha que le impiden tomar conciencia de sus propias

posibilidades y de su propio valor; y, 3) Cuando se revele contra su propia tendencia autodestructiva. ¿Debemos tomar conciencia, entonces, como paso previo? La idea de una necesaria «toma de conciencia» puede ser muy vaga, pero es vital y del todo inteligible en el pensamiento de educadores como Paulo Freire y del ensayista José Luis Gómez-Martínez. Advirtiendo que «tomar conciencia» puede tener significados opuestos -y hasta arbitrarios, si elegimos nosotros el objeto de conciencia ajeno-, sintetizo el problema de esta forma: tomar conciencia significa salirse de su propio círculo. Lo digo desde un punto de vista cultural y estrictamente psicológico: toda «toma de conciencia» se produce cuando nos «salimos» de nuestro propio círculo, cuando somos capaces de ver un poco más allá de lo que vemos habitualmente, más allá de lo que nos rodea; cuando somos capaces de pensar más allá de los límites en los cuales hemos crecido, más allá de los límites que nos ha impuesto nuestra propia cultura y nuestra proponía educación, nuestra propia forma de entender el mundo. Siempre que nos salimos de nuestro propio círculo estamos operando una nueva toma de conciencia, independientemente del éxito o del fracaso de nuestras economías. Para un mejor desarrollo es necesaria una conciencia más amplia. Pero pensar que el éxito económico por sí mismo es una prueba de una conciencia superior o más amplia no sólo es una antigua arbitrariedad religiosa y una más moderna arbitrariedad ideológica, sino lo contrario de una «conciencia superior»: es miopía espiritual. The University of Georgia. 14 de junio de 2004.

Aristocracias burocráticas y democracias en desgracia Nunca hubo en América Latina un país capitalista como nunca hubo un país socialista tal como lo entienden las retóricas tradicionales -no, al menos, uno que se haya consolidado culturalmente, que se haya salvado de un permanente estado de «crisis»-. Hasta ahora hemos tenido obsesiones propias de nuestras esperanzas y frustraciones, una forma propia y sospechosa de pensar y de hacer las cosas, una sensación permanente de fracaso, de angustia, de insatisfacción y de disconformidad. Y no es para menos: América Latina posee la mayor diversidad geográfica y los recursos naturales más ricos de Occidente, al tiempo que es el espacio geográfico más conflictivo y pobre de éste mismo. También poseemos la mayor diversidad étnica de esta región del mundo, groseramente simplificada en el Norte bajo el calificativo racial -y a veces racista- de «hispano». En cierta forma, África es coherente; América Latina es contradictoria. La derecha pregonó y puso en práctica una idea muy latinoamericana, nacida y gastada desde los años de la colonización española: el progreso económico de las clases altas, de su dirigencia, de sus terratenientes, llevará inevitablemente al posterior progreso de las clases bajas. Es decir, la excesiva acumulación arriba provocaría un desborde hacia las clases bajas: «la virtud procede desde arriba hacia abajo», como el poder de Dios, según la doctrina católica y de todas las dictaduras que

aniquilaron personas y libertades en nombre de la libertad, la humanidad, el orden y la moral. Sabemos que las clases altas latinoamericanas han tenido una capacidad infinita de acumulación y, por lo tanto, este «desborde» nunca se produjo. Por otra parte, esta mentalidad vertical -de arriba hacia abajo- nunca permitió el desarrollo económico suficiente para que ese desborde tuviese alguna posibilidad de producirse. Por el otro lado, la aparente alternativa «estatista» nunca propuso algo muy distinto a este orden vertical. Tanto el socialismo como el capitalismo latinoamericano se basaron siempre en la misma concepción de-arriba-a-abajo de la sociedad, heredada de los tiempos monopólicos de la Corona española. Para unos -para la izquierda tradicional-, era necesario organizar un Estado fuerte y próspero para luego atender a las clases más bajas; para los otros -para la derecha tradicional-, esta fortaleza y prosperidad debía estar en las clases más altas, que era la única con la preparación y conocimientos suficientes de «cómo funcionan las cosas». Ambas suponían, desde un punto de vista platónico, que la mejor educación y preparación de unos pocos con poder asegurarían la posterior prosperidad del resto de la población, incapaz de asumir su propio destino. Sin embargo, todos sabemos que ni los burócratas ni la aristocracia se caracterizaron jamás por su prolífica imaginación y creatividad. Todos conocemos el mayor nivel de corrupción de los dirigentes encaramados en el gobierno, en los mejores puestos del Estado y en la clase de los superpoderosos gerentes que, según la ideología neoliberal criolla, son los únicos capaces de hacer negocios y, por ende, de beneficiar a un país. Ambos, izquierda y derecha latinoamericana no se distinguieron una de otra más que por sus discursos y sus violentas discusiones. Las diferencias han sido únicamente coyunturales además de discursivas, y para lo que han servido fue para mantener una misma tradición de agonía e insatisfacción permanente. La evasión de las responsabilidades consistía en que los de abajo le echaran la culpa a los de arriba mientas los de arriba hacían lo mismo con los de abajo. Y como para todos estábamos en una situación de profunda injusticia, cualquier tipo de corrupción egoísta y autodestructiva, llegado el momento, debía estar moralmente justificada. ¿Por qué el liberalismo, en sus orígenes europeos y en sus principios filosóficos defensor de las libertades individuales, ha tenido efectos contradictorios y trágicos en América Latina? Simplemente porque si trasportamos un modelo económico nacido en una sociedad cuya concepción del poder es «de abajo hacia arriba» y la trasportamos a otra sociedad cuya concepción es «de arriba hacia abajo» -denunciada por Abul Walid Muhammad ibn Rushd, Averroes, en la Edad Media-, los resultados serán necesariamente los opuestos a los originales: no tuvimos democratización de la libertad sino todo lo contrario. En nuestros países del Sur, la liberalización económica, de mercados, fue explotada sin conciencia democrática por los más poderosos -los de arriba, los del poder- agravando la situación económica de los de abajo y, por ende, disminuyendo su libertad. Por esta razón, no es posible imponer ningún cambio político exitoso sin una previa democratización de toda la sociedad. Nuestras sociedades son,

en el fondo, autoritarias. En el fondo, el autoritarismo lo ejerce una minoría tradicional, pero sobrevive en el inconsciente de gran parte de la población como alternativa al «caos» o a la desesperanza. A mi entender, ningún país de América Latina progresará mucho sosteniendo esta misma mentalidad. No importa si sus ciudadanos eligen desesperadamente o con entusiasmo a un gobierno ultraliberalista o ultrasocialista. El problema no radica en si un país tiene un gobierno de izquierda o de derecha, fundamentalmente, sino en el grado de democracia que sea capaz de alcanzar. Muchos identifican al gobierno de Colombia como un gobierno «de derecha» y a su vecina Venezuela con uno «de izquierda». Ambos tienen graves problemas sociales disimulados por los problemas políticos que éstos acarrean. Muchos, sino todos, argumentan que los problemas de ambos países son impuestos por el gobierno de Estados Unidos, lo cual, aún sin pruebas de mi parte, no me resulta nada difícil de imaginar. Pero aún aceptando ese argumento deberíamos preguntarnos, bien, ¿y qué hacemos nosotros para resolver nuestros problemas? La idea de que «no podemos liberarnos porque no nos dejan» pertenece a la eterna excusa que sólo sirve para remover los ánimos callejeros, pero no para liberarnos. ¿Qué aportan actualmente los «piqueteros» a la sociedad argentina? Me temo que poco. Por no decir nada. Sólo practican la perpetuación de una práctica estéril que bien usada, de forma excepcional, debería servir para detener los abusos y la decadencia de una sociedad antes que impedirle el paso a aquellos otros que día a día buscan una forma de sobrevivencia. Por otra parte, los encendidos discursos de algunos sindicalistas no se diferencian en nada de los discursos caudillescos de los políticos tradicionales que se pretenden denunciar. En ningún caso cuestiono las buenas intenciones de nadie; cuestiono una «lucha» estéril, un discurso más autocomplaciente que revolucionario. Empecemos, mejor, por dentro. No esperemos nada de afuera, ya que de afuera -según la tradición- llegan más problemas que soluciones. Empecemos por democratizar en serio nuestras sociedades. Pero ¿qué significa «democratizar»? Muchas cosas, pero así como nos referimos a la anacrónica organización social en el sentido «arriba-abajo» -orden propio de la más antigua Iglesia Católica y de todos los ejércitos del mundo-, comencemos por ver un orden inverso: un orden social «abajo-arriba». Es decir, una mayor democratización de nuestras sociedades se logrará cuando la base social sea prioritaria, cuando el poder proceda de abajo y no de arriba, cuando la libertad la organicen los pueblos y no sus dirigentes, cuando la economía de un país dependa más de sus ciudadanos y menos de sus gobernantes o de su aristocracia. El gran derrotado, el Gral. José Artigas, hace casi dos siglos sintetizó esta idea «de abajo-hacia-arriba», tan repetida y menospreciada en la práctica. Cualquier niño de escuela en Uruguay lo recuerda, aunque con una gramática improbable: «Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana». En tiempos de Artigas no se hablaba de izquierda o de derecha, pero igual se le hubiese puesto precio a su cabeza por «comunista» o por «pro-yanqui». Ahora, ¿qué importa si nuestros países poseen un gobierno capitalista o socialista, si cada uno de nosotros percibe que es inútil usar nuestra imaginación y nuestra natural libertad porque cada uno de

nuestros proyectos, como individuos y como sociedad, están destinados al fracaso, tal como lo perciben hoy en día la amplísima mayoría de los latinoamericanos, sin importar qué tipo de gobierno se encuentre en el poder político? Con frecuencia, el discurso del liberalismo latinoamericano se asienta en la «libertad de la iniciativa privada». Pero la práctica -la larga práctica vernácula- ha demostrado que en nuestro contexto cultural esto no ha funcionado más allá del discurso, que más que servir para estimular la libertad de la gran mayoría del pueblo ha servido para beneficiar la libertad de los mismos pocos de siempre. La práctica ha mostrado y demostrado que de esta «libertad» se han beneficiado los sectores más fuertes de la sociedad, aquellos que poseen el mayor -y casi siempre el único- crédito para emprender empresas; aquellos que, contradiciendo el mismo principio capitalista, arriesgaban menos en cada inversión que aquel modesto empresario que cuando arriesgaba no arriesgaba un millón de dólares sino su propia casa; aquellos que, contradiciendo la misma «ley sagrada del capitalismo», arriesgaban menos y obtenían los mayores beneficios; aquellos que estaban resguardados por un gran poder económico y, no por casualidad, también por el poder político. Por el otro lado, los gobiernos de izquierda -mayoritariamente municipales- han puesto todas sus cartas -o casi todas- en los sectores más bajos de la sociedad, en los sectores más débiles. O por lo menos de eso nos habla su discurso. ¿Y qué ha ocurrido? La mayoría de las veces han cosechado frustraciones. Gran parte de estos sectores marginados por la dirigencia tradicional o por los beneficios de las grandes empresas suelen adoptar una actitud pasiva, de espera. El gobierno es bueno si y sólo si le sube los salarios, si es capaz de sacarlos de la marginación que el sistema capitalista los arrojó, construyéndole nuevas casas, modestas pero más habitables, y poca cosa más. El objetivo es votar a aquel que luego en el poder le solucione los problemas que tal vez podrían solucionar ellos mismos. Pero como ésta es una tarea imposible, la disconformidad y el conflicto persisten. Cuando no se agrava. ¿No es esta una actitud semejante a la que ha tenido siempre nuestra aristocracia? Así, ricos y pobres comparten una misma mentalidad, una mentalidad que sólo con mucha imaginación podríamos llamar «democrática» pero que merecería ser llamada «caníbal» o «autodestructiva». Es una mentalidad corporativa, partidaria, de tribu. ¿Qué haría nuestra aristocracia -terrateniente, especulativa y políticasi no tuviese a la «chusma» izquierdista para echarle la culpa de que sus países no se desarrollan como en Europa o en Estados Unidos? ¿Qué harían los sectores más pasivos, aquellos que van de comité en comité político buscando arrimarse a algún señor «influyente», que piden más de lo que ofrecen, si no tuviesen esa misma dirigencia corrupta para echarle la culpa de todos sus males? Un fenómeno típico de nuestras sociedades pobres es el comercio informal. En todos los países de América Latina ésta es una práctica eminentemente capitalista. Es el más puro modelo de capitalismo liberalista en nuestra cultura. Es decir, en América Latina los miembros más pobres de nuestras «sociedades anónimas» son ejemplos de ultracapitalismo. Se compra y se vende según la ley de la oferta y la demanda, siempre procurando deprimir

los precios de consumo y, a la larga, los salarios también. El comercio informal busca siempre invertir sus capitales de la forma que le generen el mayor beneficio posible sin importar si lo hace al margen de la ley o no, sin importar si con su práctica beneficia o perjudica a otros sectores de la sociedad. Ahora, cuál es la diferencia entre estos «capitalistas de raza» y aquellos otros que operan en los extractos más altos de la sociedad? No necesito decirlo: hay sólo una diferencia de escala y de discurso; cualquier miembro de los de abajo haría lo mismo si estuviese arriba y viceversa. Cambiando el discurso, claro. O adaptándolo a las circunstancias, porque pragmáticos nunca faltan. El problema aquí no es, entonces, ideológico sino práctico y moral: todo se justifica si partimos de una situación social de necesidad y de injusticia. Unos luchan por la sobrevivencia biológica y otros luchan por la sobrevivencia de su avaricia. La avaricia no se practica, por supuesto, sólo en los sectores más ricos. Pero ambos -y aún más los comerciantes informales, los contrabandistas y los traficantes ilegales- ejercitan el más puro principio del capitalismo liberal. Los más pobres podrían argüir que la sociedad capitalista los ha llevado a esa práctica, que no hay razones para respetar aquello que los ha marginado: quien a hierro mata a hierro muere. Bien, es totalmente comprensible, considerando algunos casos límites. Pero eso sería como justificar a un violador por su triste infancia. Además, no deja de resultar curioso que se repita una retórica y se practique otra, con más placer que necesidad, con más visión de lucro que de altruismo social. Por otro lado, todos sabemos que nadie es lo suficientemente pobre como para no tener algo que dar. Eso me lo demostraron los niños que en algunas aldeas africanas se acercaban para regalarnos maníes sin querer recibir nada a cambio. En definitiva, siempre encontraremos justificaciones para no hacernos responsables de nuestra propia libertad. Siempre encontraremos razones para justificar cualquier contradicción y poner en resguardo nuestros propios intereses. Y en ese arte va toda una cultura, una forma de ser de un pueblo. Y hasta que no sea consciente de ello todo seguirá igual. Ahora, la pregunta más difícil: ¿Cómo se sale de ese círculo perverso? ¿Cómo seremos capaces de lograr una mayor, y de una buena vez por todas «creíble», democracia en nuestros países? Porque no basta con votar y cambiar presidentes cada cuatro o cinco años. No quiero pensar que «la solución y el futuro están en nuestros hijos», como se dice siempre. Si esperamos por ellos probablemente dentro de una generación se estén haciendo las mismas preguntas que nos hacemos ahora. Además, como todos, yo me voy a morir y quiero que resolvamos esto lo antes posible. No podrá hacerlo uno ni un millón. Deberemos hacerlo todos, si llegamos a un acuerdo. Deberemos cambiarnos a nosotros mismos. Deberemos superar nuestros traumas históricos como un niño supera la idea de los Reyes Magos. Deberemos asumir la responsabilidad de democratizar nuestra sociedad democratizando nuestra forma de pensar: exigir derechos y cumplir obligaciones, abandonar mentalidades mendicantes y aristocráticas, construir desde abajo la verdadera libertad: económica, jurídica, moral y espiritual -criticar sin miedo y dejar de enfurecernos con quienes nos critican. En mi país, en Uruguay, sería un error histórico que este año (2004)

volviese a ganar la derecha tradicional. Como lo he dicho antes, no porque la izquierda que ascienda al poder sea la solución sino porque es urgente y necesaria esa etapa en el «proceso de maduración» de nuestra sociedad. Una vez en el poder, la izquierda gozará del crédito que extiende la esperanza de un pueblo diezmado por años agotadores de inmovilidad social, económica y política. Pero el ensueño no durará más de dos o tres años. ¿Por qué? Porque la solución no radica, principalmente en un mejor o un peor gobierno. Por supuesto que lo mejor es mejor y lo peor es peor. Pero entre esta clase de «peor» y de «mejor» no radica la diferencia fundamental de un cambio social que promueva un desarrollo económico y moral. La ventaja de un cambio político radica en la inmediatez de los cambios, pero no en su profundidad. La profundidad de los cambios depende, en orden creciente, de la educación de los pueblos y de la respuesta cultural que les da cada uno a sus propios problemas. Y ésta no se cambia con un gobierno ni de un año para el otro. Es un trabajo faraónico que no hay más remedio que emprenderlo algún día, superando lo que nos enferma y conservando lo que nos mantiene vivos. Para finalizar este breve ensayo, apuntaré rápidamente dos puntos que aún quedan pendientes: 1) Es necesario reconocer en toda América Latina el genocidio de la conquista y de la expropiación. El oro ya no importa. Sirvió para hundir más rápido a España. Lo peor que hizo España al continente no fue robarle el oro y la plata sino dejarnos su mentalidad aristocrática y terrateniente, ya obsoleta en el siglo XVIII y, sobre todo, contribuir, junto con los criollos, a un genocidio de dimensiones incalculables. Pese a lo cual no existen «memoriales del holocausto indígena». En Uruguay no hay importantes monumentos recordatorios a la matanza que terminó con los charrúas, sino monumentos de dudosos líderes responsables de las mismas matanzas. La misma amnesia oficial y colectiva ha borrado años, fechas, cuestionamientos; 2) No será posible el desarrollo y la independencia económica hasta que nuestros países no se independicen de su economía basada en la exportación de materias primas. Mientras tanto, sobreviviremos agónicamente, como hasta ahora, desde hace dos siglos, con momentos de crisis interminables y euforias pasajeras. Cada vez que se planifiquen nuestros países para la explotación de recursos naturales estaremos planificando alivios y perpetuando agonías; 3) No existe mejor «know-how» que aquel que se produce en el interior del problema. Razón por la cual antes que su «importación» se debería proteger y estimular la creatividad y la experiencia propia. Es falso, como dicen nuestros gobernantes, que es más barato «comprar conocimiento» que producirlo. Etcétera. Debo reconocer que me une a América Latina un sentimiento dionisiaco de romanticismo y frustración. Entiendo que es natural que algunos elijan una posición política de izquierda mientras otros eligen una posición política de derecha. Sin entrar a analizar el vasto conjunto de contradicciones que pueden caber en cada una de esas palabras. Pero el mal mayor, a mi entender, consiste en limitarnos a esa inútilmente sanguínea y apasionada perspectiva monodimensional -izquierda-derecha-, a ese religioso pacto de

fe que define cobardes lealtades y falsas traiciones. También deberíamos poder elegir entre arriba y abajo, entre atrás o adelante. The University of Georgia. 23 de junio de 2004.

«Hops!, me equivoqué» o El reino de la impunidad Nota: Cada vez que me reprochan que escribo «difícil» contesto que, a mi juicio, no escribo difícil, ni siquiera escribo para gente culta; sólo escribo para lectores inteligentes y hago mi mejor esfuerzo por estar a su altura. Este breve ensayo va dirigido sólo a aquéllos que son capaces de leer más allá de la letra, es decir, aquéllos que son capaces de buscar el «logos» más allá de los hechos y de las apariencias. (Si hay de estos lectores dentro de diez años, les recomiendo que comiencen por leer la fecha que consta al pie.) Los otros, pueden continuar con el desayuno. En mi pasada vida de arquitecto -no me he jubilado, tengo 34 años; simplemente he cambiado de profesión-, en muchas obras he tenido que dirigir numerosos grupos de obreros. Una obra de construcción es, en principio, una dictadura. A veces es sólo una dictadura técnica, otras veces se convierte en una dictadura social, porque, antes que nada, es parte y reflejo de la sociedad en la cual está inserta. Generalmente estos grupos humanos suelen ser muy heterogéneos y, como en todas partes del mundo, suelen ser hombres pobres o con serias necesidades económicas. (Las necesidades económicas de los pobres siempre son necesarias para sostener las necesidades económicas de los ricos. En los países pobres y en los países ricos.) La construcción es, además, el sector económico de mayor riesgo junto con la agricultura. Yo diría que, incluso, la industria de la construcción es tan peligrosa como la guerra, si leemos con cuidado las estadísticas. Como en la guerra, como siempre, los grupos humanos que más arriesgan la vida son los pobres, especialmente aquellos que integran un grupo étnico marginal. Cuando un obrero muere aplastado por una viga o por diez toneladas de tierra o por caída libre o por choque eléctrico, nadie le dedica discursos exaltando su contribución a la sociedad a la que casi perteneció. Pero cuando un gran empresario o un político que jamás arriesgó su vida o la de sus hijos en su trabajo muere, pareciera que el resto de la sociedad le debemos el pan y la vida. Las frases más repetidas afirman la idea de que «sirvió toda la vida a su país», cuando más razonable sería decir que «el país le sirvió toda la vida», razón por la cual los que más hablan de «la patria» siempre pertenecen a acomodados grupos conservadores. Ahora, veamos un poco cómo se administra la responsabilidad en esta actividad social. Según los códigos civiles de muchos países, «el arquitecto es culpable hasta que se demuestre lo contrario». Es decir, cuando ocurre un «accidente» en el proceso de construcción o dentro de los diez años de construido un edificio, el responsable es el técnico que proyectó y dirigió su construcción. Al menos que demuestre que dio las órdenes correctas para evitar el accidente. Lo cual es lógico: si un obrero, al menos en teoría, no está capacitado para advertir el peligro al

que se expone y, además, «recibe órdenes» y debe cumplirlas, entonces sólo puede haber un responsable: aquel a quien la Ley le ha confiado la fe de su conocimiento y, además, se le ha entregado el poder de hacer y deshacer. Muchas veces en mi pasada vida como proyectista o director de obras -las cuales, debo reconocer, nunca fueron monumentales, pero sí muy diversas, en distintos continentes- he pasado por momentos de alto riesgo, en los cuales muchos obreros pudieron morir en un solo derrumbe, en el vuelco de una grúa de treinta toneladas empantanada en el barro, en la explosión de un cubo con cientos de miles de litros de agua. En ningún momento se me pasó por la cabeza que si alguien moría a consecuencia de una orden mía yo hubiese podido alegar «error de cálculo» en mi favor. Tampoco sería un argumento exculpatorio para un médico o para cualquier otra profesión. Por el contrario, un «error de cálculo» sería la prueba de nuestra culpabilidad como técnicos responsables. Razón por la cual si de algo debemos de carecer, aquellos a los cuales la Ley y la sociedad nos han conferido de cierto poder, es de frivolidad a la hora de tomar decisiones en las cuales está en riesgo la vida ajena, la vida de aquellos que confían en nuestros conocimientos y en nuestra seriedad ética, la vida de aquellos que son los únicos que se arriesgan por necesidades económicas -y no por esa moda frívola que practican aquéllos que nacieron sin problemas, llamada «deportes extremos»- En definitiva, por la vida de los más débiles, porque cuando un pobre muere suele morir con él el futuro de sus hijos también. Si salimos de los ejemplos profesionales y nos referimos a actividades diarias que cualquiera realiza con riesgos y responsabilidades, podemos analizar un momento la aparentemente sencilla actividad de conducir un auto. Supongamos que vamos por una autopista y, por una breve distracción, salimos cincuenta centímetros de nuestra senda. Sin advertirlo, tocamos levemente a un motociclista y éste cae sobre las vallas de contención o le toca en suerte alguna otra desgracia y se muere. ¿Qué hago en ese caso? Me detengo, me bajo. Llega la policía y una docena de testigos. Yo comienzo a argumentar que el motociclista iba muy rápido, que se pasó a mi senda y chocó contra mi auto. Sin embargo, la policía o los testigos me demuestran que hay unas marcas de gomas de mi auto dentro de la senda paralela, con lo cual demuestran que la culpa fue mía. Voy hasta las marcas y, ante semejante evidencia, reconozco mi error. -Hops!, me equivoqué -digo. -La próxima vez -me dice el policía- trate de poner más atención. -Así será -contesto yo y me voy. Me voy impunemente. La escena se resuelve de forma absurda, me dirán. Sin embargo, observemos, así funcionan las cosas cuando el que conduce es un hombre al cual la sociedad o el «sistema social» le ha conferido una gran parte o casi todo el poder. Por supuesto que cada vez que ese hombre se salte las normas más básicas de la responsabilidad, la moral y la justicia dirá -y nos convencerá- que lo ha hecho para salvar la responsabilidad, la moral y la justicia. Es lo que un kierkegaardiano de mala fe llamaría una «suspensión ética». La vieja y criminal fórmula de «los fines justifican los medios» se ha transformado en «los fines conocidos siempre son los medios de otros

fines por conocer». La diferencia de escala en los efectos humanos, transforma lo absurdo en obsceno, un crimen en un genocidio imperdonable. Con la diferencia, claro, que los crímenes menores se suelen castigar, mientras que los genocidas siempre obtienen su «descuento para mayoristas» -cuando no se lo llevan gratis. Si volvemos a los ejemplos anteriores, donde no hay fracciones de segundo para pensar sino días y meses enteros para calcular y prever riesgos de vidas humanas, sería de igual grado de impunidad que un arquitecto o un ingeniero enviase a la muerte a diez obreros a un pozo o a un andamio mal calculado y, ante el desastre, el calculista reconociera, impunemente, «hops!, me equivoqué». Y todo siguiese igual: la obra en construcción y la vida del técnico irresponsable como si nada hubiese pasado. Al fin y al cabo los obreros eran unos pobres muchachos, no tenían grandes apellidos -porque los grandes apellidos nunca arriesgan su vida en una obra o en una guerra- y, sobre todo, porque murieron heroicamente por la construcción de un país. Porque los discursos éticos que justifican la impunidad de los que mandan siempre están a la orden del día. Y son tan emocionantes que hasta dan ganas de morir por la patria -no importa si todo es mentira o, simplemente, «un error de cálculo». The University of Georgia. Julio de 2004.

Herederos de Superman y de la Verdadera Fe En diferentes ocasiones he recurrido en mis ensayos a una expresión breve y significativa: «nuestro idioma es mejor porque se entiende». Según una historia que escuché en mi niñez, esta declaración habría sido formulada por unos inmigrantes europeos que acababan de poner pie en un puerto del Río de la Plata y encontraron algunas dificultades tratando de comunicarse con los demás. Pudo ser en Buenos Aires o en Montevideo; pudo ser inventado o real, da igual. Más allá de la precisión histórica de este hecho minúsculo, podemos tomarla como herramienta y modelo para desvelar la misma actitud en otros aspectos de la vida humana. Observemos que la misma actitud egocéntrica y arbitraria se repite no sólo en la valoración que han hecho los pueblos de: 1) Su propia lengua, sino también en la valoración que los grupos humanos han hecho y aún hacen; 2) De su propia raza; 3) De su propia religión; 4) De su propia moral; y, 5) De su propia ideología política. Aún hoy se encuentran personas cultas que, encontrándose de viaje por países que hablan su mismo idioma pero con variaciones regionales, se quejan de que «no saben hablar». Este juicio taurino no se refiere a la riqueza o a la pobreza de una persona en el uso de un idioma, sino a las mismas reglas gramaticales y al vocabulario particular que cada región -un pueblo- desarrolla según sus propias necesidades. De esta percepción estrecha, que por percepción no deja de ser más fuerte que una conclusión matemática o que la arremetida de un toro, se deriva la idea de una «lengua pura» y los sucesivos mitos de «en El Escorial se

habla el mejor español», «en Oxford se habla el mejor inglés», and so on. La misma idea de «pureza» se deriva de aquellos que se consideran elegidos por su raza, como los nazis, los neonazis o los neoracistas de todos los colores, según los cuales «mi raza es la mejor porque es hermosa» o «nuestros muertos son verdaderos porque duelen». No muy lejos se encuentra la obviedad religiosa, el temeroso y temerario espíritu dogmático. Sus miembros no se encuentran en la búsqueda del misterio, no se arriesgan a la duda y al cuestionamiento. Simplemente defienden el confort y la autocomplacencia espiritual ejercitando la desesperada confirmación de pertenecer a la secta correcta, a los pocos elegidos que están destinados a habitar el Paraíso, diseñado éste, claro está, a la medida de sus propios valores, ganado según sus propios prejuicios y su elegantemente disimulado desprecio por el resto de los que no piensan ni sienten igual. Según esta clase de ególatras, «Dios me ha elegido a mí porque yo lo he elegido a Él», y con eso basta. La cuarta actitud fundadora y tribal es propia los conservadores, según los cuales «nuestras costumbres son mejores porque se pueden practicar», y por lo tanto los demás también deben hacerlo, renunciando a sus intentos fallidos de innovación. Para todo conservador, el Paraíso es apenas una versión mejorada de la vida aquí en la tierra. Si ellos no tienen hambre nadie puede tenerla, si ellos no sufren frío el frío no es tan terrible como lo describen los pobres, los liberales, los revolucionarios. Para los que se consideran en el centro de los «valores morales», todos aquellos que se alejen hacia el margen son inmorales, terroristas. Todos los que se revelan contra el centro son enemigos del Bien. Así, amigos son los sumisos, los obedientes. «El caballo es el mejor amigo del hombre», decían los jinetes, sin advertir que si los caballos tuviesen religión los hombres serían los demonios que los esclavizaron haciéndolos trabajar de sol a sol o llevándolos a la muerte, en las guerras o en los frigoríficos. Pero, para el punto de vista del jinete, el caballo debía estar agradecido de su bondad, de su moral clara, de su posesión justa, de su clarividente sentido de la conducción, del liderazgo... Por último, el centro ideológico. Cuando la Posmodernidad creyó superar la Modernidad desarticulando el «centro de la verdad» -en base al propio discurso moderno-, reconoció la posibilidad relativa de distintas lenguas, de distintas razas, de distintas religiones, de distintas ideologías. Según la nueva retórica, no había razones para considerar que un idioma imperial, avasallador y omnipresente, era superior por sí mismo a los demás; no había razones para pensar que la raza blanca era más apta, más hermosa o más inteligente que las razas que no habían tenido el mismo éxito económico que ella; no había razón para afirmar que, como declaró el cristianismo oficial durante toda su lucha contra el Islam, contra el Judaísmo y luego contra las «supersticiones» en América, había una «verdadera fe» (tal como lo sostienen hoy los fanáticos musulmanes y el papa Juan Pablo II); no había razones para imponer un sistema político dictado por un imperio o por una ideología producto de la pura especulación intelectual... Etcétera. No había razones para nada de ello. Pero, claro, como siempre las razones poco importan. Después de todas las deconstrucciones y todas las reivindicaciones aun hoy hay lenguas privilegiadas, hay unas razas que

ocupan determinados puestos en los gobiernos o en las universidades o en las fiestas de beneficencia, mientras otras limpian inodoros o cortan el pasto; hay religiones que están casadas con el gobierno de sus países o con el gobierno del mundo, mientras otras son combatidas como sectas, mientras los laicos o los ateos son vistos con condescendencia o con desprecio; hay hombres y mujeres que son marginados por sus costumbres sexuales, cuando no se les niegan derechos humanos que se defienden para los que pertenecen al centro arbitrario del momento; hay disidentes que son tratados como amenaza pública, hay culturas que se consideran depositarias de los Valores y el Progreso, siempre dispuestas a cumplir con su misión mesiánica sin escuchar gritos de dolor, sin ver la sangre derramada -pese a que es siempre roja, nunca azul; o no «a pesar» sino por eso mismo-, contando minuciosamente los cadáveres propios y nombrando vagamente los cadáveres ajenos con un único término, como «terroristas», «criminales» o, en el mejor de los casos, «rebeldes», sin nombres y sin estadísticas forenses. Es decir, somos sociedades abiertas, tolerantes. Pero podemos tolerar cualquier cosa menos una verdadera diferencia. Podemos cuestionar cualquier cosa menos a nosotros mismos. Podemos dudar cartesianamente de todos los valores, menos de los Nuestros. Podemos dudar de cualquier cosa menos de nuestra propia Tolerancia. Podemos cambiar cualquier sistema de gobierno, cualquier forma de vida, imponiendo nuestras propias formas, pero no toleramos que otros intenten hacer lo mismo con nosotros -porque nosotros somos tolerantes y ellos no-. Si Nosotros lo hacemos, es para salvar a la humanidad; si ellos lo hacen, es para destruirla, y por lo tanto deben ser destruidos primero. Es decir, no hay posibilidades de diálogo ya que estamos en presencia de «culturas que desean destruir el mundo» -comenzando por destruirnos a Nosotros, que siempre hicimos el Bien-, culturas que representan el Mal en la tierra, que están al servicio del Ángel de las tinieblas, que no visten pulcra y civilizadamente, como nosotros, sino con descoloridos harapos que bien no pueden hacer al espíritu ni a la moral. Roma administra la Verdad, y quien ose cuestionar el sistema del Imperio, la Pax romana, debe ser crucificado. Mucho más si el subversivo lo hace desde el margen, desde una provincia de Medio Oriente como lo hizo Cristo. Ahora reconozcamos otra parte importante del «progreso» de nuestra orgullosa civilización. La caricatura de «nuestro idioma es mejor porque se entiende» se materializó hace más de medio siglo en las historietas de los superhéroes. Veamos que nunca antes en la historia moderna el escenario se ha reproducido tan perfectamente a imagen y semejanza de las antiguas tiras cómicas de los héroes infantiles: Superman luchando por «la verdad y la justicia» contra el villano que se esconde en una caverna, amenazando a la humanidad indefensa con comunicados televisados, buscando apoderarse del mundo para imponer el Mal. Pero para evitarlo están los héroes luminosos, los Superamigos, dispuestos a sacrificarse para salvar a la humanidad. Su lucha aérea es por la libertad, contra el inescrupuloso que impondrá su tiranía al mundo -o que lo destruirá, si no se cumplen con sus peticiones, ya que posee temibles Armas de Destrucción apuntando hacia el centro del Bien-. Hay por lo menos dos posibilidades: 1) En los «comics» estaba escrita ya la Verdad, en esos dibujitos estaba resumida la

Moral, como antes pudo estarlo en otros antiguos Libros Sagrados; o, 2) Hay algo de la actual lectura del mundo que no es seria y, a juzgar por las víctimas, es también trágica, simplista y perversa. En este producto de la mentalidad simplista de las historietas, nunca se alcanza a advertir que quizás Superman y los Superamigos sólo están defendiendo un dominio preexistente a la amenaza; que quizás Superman es otra extensión necesaria de las Fuerzas Ocultas que no procuran dominar al mundo porque ya lo han dominado -de la forma más efectiva: en nombre de la «justicia y la libertad». Sin villanos no serían necesarios los Superhombres; pero sin Superhombres tampoco tendrían sentido los villanos, ya que si no existiese una estructura de dominación no habría forma de dominar, si la humanidad no delegara cada día, cada hora, su poder a un centro no habría centro a conquistar. ¿Cómo haría el Bien o el Mal de turno para dominar una humanidad pacíficamente anárquica? ¿Qué sentido tendría conquistar un gobierno que no existe? Un toro se puede dominar por las guampas, o por la nariz, pero cómo atrapar un cardumen con un solo anzuelo? Aún yo, que de entre todas las culturas existentes en el mundo elijo mi propia cultura, por algo que en ella reconozco como paradigmático -la tolerancia a la diversidad-, reconozco que también nuestra «cultura tolerante» está construida en base una antigua estructura mental que todavía considera que «nuestro propio idioma es mejor porque se entiende». Y aún con esa falta, según mi juicio, no condeno mi propia cultura, no la desprecio ni la ensucio más de lo que ya está, pero tampoco puedo hacerlo con todas las otras culturas que no siento como propias -sin considerar el Factor Humano que es siempre trascendente a todas y cada una de ellas, a todas y cada una de las famosas «diferencias culturales». No me refiero a los fanáticos y radicales que gritan en estos tiempos que «la cultura occidental es superior a cualquier otra» e, incluso, como Oriana Fallaci, que es la única cultura, la verdadera cultura, la única que ha aportado al progreso de a humanidad (dejando de lado, claro, genocidios e inquisiciones, campos de concentración, salas de tortura, desapariciones, infiernos atómicos y otras demostraciones del progreso humano). No me refiero ni siquiera a ese tipo de puristas extremistas, que no sólo creen en la superioridad de su propia gramática, sino también asumen la pureza de una raza, de una moral, de una religión y, por si no fuese suficiente, de una cultura. Resulta escolar tener que recordar que así como los idiomas, las razas, las religiones, tampoco existe una cultura que no sea el resultado de una inconmensurable mixtura, que todas las religiones son mestizas, que todas las lenguas son sectas, que todas las razas son síntesis, que todas las morales son sincréticas. No me refiero a esa mayoría de gente que se sorprende de que la virgen de Guadalupe en México sea negra. No me refiero a ese otro conjunto aún mayor al que le llama la atención que haya iglesias con un Cristo negro en la cruz, cuando más sorprendente es salirse de lo obvio: Cristo no era rubio ni tenía los ojos azules, tal como lo pinta la tradición del centro occidental, y es difícil imaginar un tipo caucásico o escandinavo entre los judíos que habitaban Medio Oriente hace dos mil años. No me refiero a esa gente que -de buena o de mala fe- ha hecho de su propio mito el centro de la Verdad universal. No, no me refiero a ninguna

de esas perversas o inocentes caricaturas de lo que fue la cultura occidental hasta ayer y que, pese a todas la libertades ganadas nunca dejó de albergar dentro de sí misma a la intolerancia, lingüística, racial, religiosa, moral y política. Me refiero, sin embargo, a algo más sutil, imperceptible y, por eso mismo, poderoso. Lo he adelantado más arriba. En Occidente casi todos estamos de acuerdo que la mejor forma de gobierno es la democracia y la mayor virtud de un individuo y de una sociedad es la libertad. Y por lo tanto, queremos democracia y libertad para todos los demás pueblos del mundo. Pero demostramos que continuamos atrapados dentro de nuestro propio centro legitimador, ignorando o despreciando los centros ajenos cuando decidimos imponer la Democracia y la Libertad en otras partes del mundo, sin advertir que cuando pretendemos imponer la libertad en alguna parte del mundo la estamos violando. Porque el problema no está en la libertad sino en la imposición. ¿Quién dijo que todos los países del mundo deben estructurarse según ese modelo de sociedad que llamamos «democracia»? ¿Quién dijo que no puede haber países en el mundo basados en una teocracia, sea del signo religioso que sea? ¿Por qué no somos capaces de convivir en un mundo realmente diverso, tan diverso y libre que reconozca incluso el derecho de una región del mundo a no organizarse según las normas consumadas de la democracia occidental? Si no somos capaces de comprender esto, nosotros, quienes pertenecemos a una cultura «tolerante», cómo podemos esperar que lo comprendan los otros, los «intolerantes»? Cuando imponemos la Libertad y la Democracia a fuerza de sangre, ¿no estamos recurriendo a la peor de las intolerancias? Es decir, no estamos, acaso, negando siglos de conquistas, que según nosotros nos han enseñado a ser libres y «abiertos»? ¿No nos estamos olvidando de nuestras supuestas virtudes para asimilar los supuestos «del enemigo»? ¿Cuándo los otros, los diferentes, hayan sido derrotados en el campo de batalla, en los salones diplomáticos, en los despachos financieros, ¿habremos salvado un simulacro de «libertad», de «democracia», de «tolerancia», de «diversidad» ajena, al tiempo que habremos perdido todo eso en nosotros mismos? Llegado ese momento, la victoria de las armas no habrán significado una profunda derrota de todo aquellos Valores que pretendíamos defender? Si bien los Derechos Humanos pueden ser considerados innegociables, aquello que entendemos por «sistema democrático» no es un requisito ético. Y cuando un país, un pueblo, una cultura no reconocen al otro y se arroga el derecho de intervenir en sus asuntos internos porque su sistema no es «democrático» -es decir, cuando no reconoce el derecho de ser diferenteestá actuando con la misma intolerancia que ahora encuentra en los demás o en su propio pasado. Los inquisidores europeos eran intolerantes, como los fundamentalistas musulmanes, sí, pero también lo son los llamados «países democráticos» cuando pasan por encima de otros pueblos o les imponen su propia forma de vivir y de pensar, por la fuerza de las armas o por la fuerza del hambre, en nombre de la Democracia, la Diversidad y la Libertad, en nombre de los Valores y en nombre de Dios, en nombre de la Justicia y la Libertad. -Y todo esto sin entrar a considerar la sinceridad de todas estas atribuciones; debería estar de más decirlo. Jorge Majfud. The University of Georgia.

Agosto de 2004.

José Artigas, el terrorista Para el maestro y más tarde presidente de la República Argentina, Domingo F. Sarmiento, la civilización y la barbarie compartieron un único acuerdo: la lucha por la independencia. No obstante, ésta no se hubiese logrado sin el brillo del semáforo europeo. El origen de la independencia de los países americanos, según Sarmiento, estaba en «el movimiento de las ideas europeas», como más tarde el progreso estará en la imitación de Estados Unidos y en la importación de razas bendecidas por la Providencia y aptas para el Progreso. «Los indios no piensan -escribió el educador en Civilización y barbarieporque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano». «[En Estados Unidos] los indios decaen visiblemente -escribió luego el humanista, con una extraña mezcla de Charles Darwin y teólogo fatalista, producto quizás de sus viajes por Inglaterra y sus antiguas colonias-, destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de razas superiores...». El modelo dialéctico de Sarmiento es simplificador y se basa en la oposición entre ciudad -civitas- y campo, entre civilización y barbarie. Si algo o alguien era identificado con uno de los primeros dos términos, corría el riesgo de ser atado inmediatamente con uno de los dos últimos. Y el término negativo debía ser combatido: «Pregúntesenos ahora por qué combatimos? Combatimos por volver a las ciudades su vida propia». La ciudad es el destino de la historia y todo lo que no pertenezca a ella pertenece al pasado y al terror. «La guerra de la revolución argentina -dice Sarmiento

- ha sido doble: primero guerra de las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura; segundo, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de liberarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último no ha sonado todavía». Pero si «las masas» son incapaces de ver el destino de la historia -el futuro-, tampoco alcanzan a ver algo más probable: el pasado. Sarmiento se queja de que el pueblo -las masas- no son capaces de ver más allá del presente, razón por la cual tampoco ven la decadencia y la destrucción de las ciudades, de los pueblos del interior. Al comparar la decadencia de los pueblos del interior demuestra su perspectiva española: «Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida», olvidando o ignorando que gran parte de la cultura griega -paradigma de lo clásico y la civilización para un europeo

del siglo XVIII- se salvó por la reproducción que hicieron de sus textos los árabes. Refiriéndose al dictador Juan Manuel de Rosas, nos da una idea de un buen morir, de un matar civilizado: «el ejecutar con cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar todavía a la muerte formas gauchas y al asesino placeres horribles». Es decir, se identifica al gaucho, al habitante de las pampas- con lo bárbaro y terrible: el gaucho no faena corderos como en los saladeros, sino degollando. Lo mismo acostumbra hacer cuando mata a otro hombre. Morir por una bala de cañón o morir fusilado es una forma civilizada de morir, no una «forma gaucha». Repetidamente compara lo bárbaro con África (con el interior de África) y con los pueblos asiáticos «que no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España». Así resulta que un rebelde rural como Artigas debía ser identificado con lo bárbaro, olvidándose lo más valioso para la historiografía de la época, es decir, los documentos escritos, y haciéndose eco de anécdotas orales, característica de lo mitológico, de lo bárbaro -según sus propios parámetros-. El hombre que, al vencer en la Batalla de las Piedras (1811) pidió «clemencia para los vencidos», es retratado por Sarmiento como «terrorista», como un caudillo bárbaro, como un tártaro. Así deja en sus escritos el relato de la forma en que la montonera de Artigas mataba a sus enemigos, dejando lo peor del horror a la imaginación herida de sus lectores: «los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta». «La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa» ( Sarmiento). Como todo bárbaro, como todo terrorista, la lucha del milico de campaña no podía tener un signo positivo: «Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez». Su principio era el mal, la destrucción de la civilización, la barbarie. Sus instintos son, necesariamente, «hostiles a la civilización europea y a toda organización regular. Adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad». El bárbaro debe ser anárquico, amante del desorden, que es lo opuesto a la «civilización europea» -salvando la redundancia. Contrariamente a estos juicios, José Artigas propuso, a principios de 1813, veinte artículos que serán rechazados por Buenos Aires, la gran ciudad centralizadora, el paradigma -después de Londres y París- de la civilización sarmentiana. En el Segundo artículo de Las Instrucciones del año XIII, los bandidos, los terroristas del General José Artigas propusieron que la nueva unión de provincias «no admitirá otro gobierno que el de confederación [y]

promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable [artículo 3.º]. Como el objeto y fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los Ciudadanos y los Pueblos, cada Provincia formará su gobierno bajo estas bases [Artículo 4.º], así éste como aquel se dividirán en poder legislativo, ejecutivo y judicial [Artículo 5.º]. Estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independientes en sus facultades [Artículo 6.º]». Todo lo cual demuestra no sólo conocimiento de las nuevas ideas que estaban naciendo en la civilizada Europa y la futura gran nación de los Estados Unidos, sino también una sensibilidad difícilmente calificable como bárbara, aún en el sentido arbitrario que le confería el propio Sarmiento, como cualidad de imitación de los pueblos anglosajones. Esto demuestra, una vez más, el desconocimiento del educador argentino sobre su propia tierra y la gran muralla que le impedía salirse de su propia metáfora que oponía la ciudad al campo, el traje al chiripá. Los últimos artículos de las Instrucciones, breves como los anteriores, advierten de un mal que se reproducirá en el continente por casi doscientos años más: «Artículo 18.º: El despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos» (Instrucciones). Recomendación que resulta aún más significativa por lo temprano de su fecha histórica, por la formación militar de José Artigas y por haberse reunido esta asamblea en un campamento militar. Cualquiera de estos factores, por sí solos, fue suficiente para que en años más recientes de nuestra orgullosa modernidad se violasen cada una de estas recomendaciones constitucionales, humanas y democráticas, en cada uno de los países latinoamericanos. Y en la amplia mayoría de los casos, el crimen, la violación de los Derechos Humanos y la barbarie fue delicadamente administrada por las elites más cultas y «civilizadas» de la sociedad. El estilo de Sarmiento es directo y provocador. Su estilo llega a ser, por momentos, agresivo, olvidando el recurso a los argumentos con digresiones como: «Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento del derecho, y que son, además, hombres estúpidos en toda la extensión de la palabra». Cuando analice su propio tiempo y lo compare con sus modelos personales de éxito nacionales, a los cuales recomendó imitar casi toda su vida, reconocerá tristemente el fracaso de América Latina, de un pueblo, una raza y una cultura que nunca reconoció como propia. En su ensayo Sarmiento y el desarraigo iberoamericano, José Luís Gómez-Martínez concluirá con una observación inevitable: «De este modo se ocultaban las verdaderas causas del fracaso iberoamericano: La falta de originalidad, la imitación absoluta, el despego de las propias circunstancias que preferían ignorar. Nunca se había contado con el pueblo para gobernarlo; se le había dado constituciones que no sentía, leyes que se oponían a sus tradiciones y que le eran desconocidas y, ahora, se les acusaba también de fracaso de unas formas de gobierno en las cuales no le habían permitido participar». Athens. Agosto, 2004.

Las fronteras mentales del tribalismo «Race mixing is communism» (1958). Cohabitation multiethnique c'est propagande déculturé et sans projet (2004).

2000 ans d'Historie qui nous ont civilisés

Hace un tiempo, en un ensayo anterior, critiqué la valoración ética del patriotismo. Un lector francés que leyó una traducción de este artículo hecha por el escritor Pierre Trottier -La maladie morale du patriotismo10-. Escribió un largo alegato a favor de las fronteras nacionales. Su fundamentación giró en torno a la siguiente idea: Los países tienen distintas culturas, cada uno concibe diferente la «libertad» y, por lo tanto, no es posible considerar el mundo como una «tabla rasa», ignorando las diferencias culturales. De las diferencias culturales se concluye en la necesidad de las fronteras y, más aun, de los valores «patrióticos». [...] c'est à que servent les frontières: à defender des espaces de liberté dont la valeur diffère d'un côté et de l'autre. L'abolition des frontières viendra quand l'humanité se sera dissoute dans le même moule culturel universel, unique, et total. (Oulala / Le Monde, 29 de agosto de 2004).

Sin negarle el derecho voltaireano, entiendo que este lector no comprendió que mi crítica al «patriotismo» -tal como es entendido hoy y creo ha sido bandera nacionalista en toda la Era Moderna- no ignoraba las diferencias culturales sino, precisamente, las tenía en cuenta. Cosa que no hace el autor de estas palabras en su respuesta, cuando dice que no todas las libertades valen igual, lo cual es bien sabido en los países con conflictos étnicos y culturales, menos por «nous, pauvres français idéalistes décérébrés par la propagande de la cohabitation multiethnique et culturellement diverse, festive et altermondiste, métisse et déculturée, déracinée et sans projet». En otro lugar hemos analizado cómo la retórica ideológica procura identificar unos símbolos con otros, unas ideas con otras sin una relación causal o necesaria entre ellas, de forma que se logra una valoración negativa del adversario identificándolo con un concepto negativo. Es el ejemplo de las pancartas que en los años cincuenta, en el sur de Estados Unidos, podían leerse en contra de la integración racial: «Race mixing is communism» (es decir, literalmente, «integración racial es comunismo»). En

el contexto donde se producían estas manifestaciones, «comunismo» connotaba el mal y, por lo tanto, se establecía un nexo entre los significados consolidados de una idea -el comunismo- y los significados inestables de otra idea en disputa -la integración racial-. No obstante, en otro contexto o para otras personas, lo que debía representar una ofensa («la integración racial es comunismo») tenía una valoración opuesta: para un marxista, el comunismo era inconcebible sin una integración racial, por lo cual la acusación podía -debía- entenderse como la revelación de una virtud de su ideología. La misma simplificación llevó, en tiempos de la Guerra Fría, a que cualquier soldado justificara una muerte o una masacre de un disidente con la rotulación de marxista, aunque ninguno de ellos hubiese leído un solo párrafo de Marx o se alguno de sus deudos. Está de más decir que la peor política se vale de estos métodos simplificadores para cometer y justificar los peores crímenes contra la humanidad. Aquí estamos ante al mismo método, el cual se podría resumir de esta forma, aunque esta vez en francés: «cohabitation multiethnique» es: 1) «propagande»; 2) «déculturé»; 3) «et sans projet». Por si la asociación arbitraria con el objetivo de identificar al adversario -o, en el mejor caso, a la idea adversaria-, no hubiese sido suficiente, el método ideológico cierra su retórica con una frase que, sin nombrarlo, alude a una expresión acuñada por el nazi Hermann Wilhelm Goering hace sesenta años: «Peut-être avez-vouz envie de sortir votre revolver quand vous entendez le mot ‘Culture'?» (En español, la intolerante frase traducida del alemán sería: «cuando oigo la palabra ‘cultura' saco el revólver»). No obstante, luego de haber atacado el mismo concepto de diversidad cultural, al final mi lector francés pretende identificarse a sí mismo con los defensores de la ‘Culture', en general, cuando en su caso omitió, deliberadamente, escribir el adjetivo «française» al lado del sustantivo en singular. (El criminal Goering sólo podía concebir «Cultura», con mayúscula y en singular; mientras que nosotros preferimos el plural «culturas»; la diferencia no es simplemente gramatical, sino de vida o muerte, tal como lo demuestra la historia.) De acuerdo con el conjunto de su artículo, lo único que ha demostrado defender, antes que nada, es su propia cultura, en el entendido que los demás harán lo mismo porque el mundo es «un combat que je suis prêt à embrasser face à la menace du totalitarisme intellectuel, celui qui joue au révisionnisme des 2000 ans d'Historie qui nous ont civilisés».

Mi tribu es el centro del mundo

No me voy a detener recordando estos arbitrarios y simplificados «dos mil años de historia» europea, cruzados por una multitud de culturas «impuras» -de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur-, de intolerancia religiosa, de totalitarismo francés -dentro y fuera de fronteras- y de

libertad y derechos humanos, también franceses. Ahora demos un paso más allá. Observemos que la «otredad» no tendría mucho sentido si el «otro» fuera un reflejo especular de nosotros mismos. El desafío y la virtud de nuestro mundo consiste, entonces, no en enfrentarnos con otras culturas y otras sensibilidades éticas sino en aprender a dialogar con las mismas. Ninguna de ellas podría fundamentar un derecho superior o natural sobre la otra, tal como lo sostienen explícitamente algunos intelectuales del centro, como Oriana Fallaci. Sólo la fuerza es capaz de establecer esta diferencia jerárquica, pero recordemos que en un mundo que se ha cerrado en su geografía, la fuerza puede lograr victorias económicas y militares, pero no la justicia necesaria para la paz y el progreso sostenido de la humanidad. Para no hablar sólo de justicia como fin en sí misma. Por supuesto que en esta diversidad cultural -a la cual no estamos tan acostumbrados como presumimos; aún nos pesa la sensibilidad moderna de «mi tribu como centro del mundo»- es posible siempre y cuando unos y otros sen capaces de compartir ciertos presupuestos morales. Para entenderme con un chino, con un norteamericano o con un mozambiqueño no necesito exigirle que se vista como yo, que acepte mi preferencia de Sartre sobre Hegel, o de Buda sobre John Lennon o que modifique su política impositiva. Incluso no debería ser necesario, para reconocer al «otro», que el otro comparta mis tendencias sexuales, mi heterosexualidad, por ejemplo. Sí es rigurosamente necesario que ambos, el otro y yo, compartamos algunos axiomas morales como alguno de aquellos que se encuentran resumidos en la Segunda tabla del Decálogo de Moisés: «no matarás; no robarás; no calumniarás...». Pero observemos que estos preceptos -que también son prejuicios que podemos llamar positivos o fundamentales, ya que no necesitan ser confirmados por un análisis o pensamiento- no son propios únicamente de la tradición judeo-cristiano-musulmana. Muchas otras religiones, en muchas otras civilizaciones que se desconocían mucho antes de Moisés, ya observaban estos mismos mandamientos. Si bien el psicoanálisis nos advierte que «se prohíbe aquello que se desea»11 también es cierto que podemos reconocer una «cultura común» que ha ido consolidado normas interiorizadas que se reflejan en una determinada conducta individual y social que nos pone a salvo de la incomunicación y la destrucción. Además, que la tendencia a la conservación de la vida es mayor que la tendencia humana a la destrucción y al genocidio se demuestra con la misma existencia de la raza humana. Sería inimaginable concebir una ciudad de diez millones de habitantes, por monstruosa que parezca controlada por el miedo y una fuerza represiva infinita. Es decir, sería inimaginable concebir apenas una avenida en Nueva Delhi, en Estambul, en París o en Nueva York sin una «conciencia ética» fuerte y compleja que facilitara la vida y la convivencia, mejor que cualquier sistema de tránsito facilita el flujo vertiginoso de los vehículos por una red compleja de autopistas.

Las culturas no necesitan fronteras

Ahora, si estos argumentos no fueran suficientes para contestar a las observaciones de mi lector francés, procuraría expresarme con un ejemplo tomado, precisamente, de una gran ciudad cualquiera. Pongamos una que suele ser paradigmática por su cosmopolitismo: mi admirada Nueva York. Para este análisis, dejemos de lado por el momento consideraciones geopolíticas -de las cuales ya nos hemos ocupado varias veces y nos seguiremos ocupando en otros ensayos-. Observemos sin prejuicios ideológicos esta región del mundo, como un laboratorio, como un experimento posible de ser extendido a una posible sociedad global sin fronteras nacionales. No hablo aquí de exportar una ideología -¡sálveme Dios!- sino de advertir una situación humana posible, que no se diferencia mucho de otros ejemplos como la Bagdad de las Mil y una noches o la Alejandría egipcia que albergó la biblioteca más grande del mundo antiguo, además de africanos, romanos, griegos, semitas, judíos y comerciantes de todo el mundo -hasta que las masacres de algunos césares, que nunca faltan, terminaron con la población y con su ejemplo. En Nueva York podremos reconocer una gran variedad de culturas conviviendo en un área relativamente pequeña, donde se hablan más de una docena de idiomas, donde hay más restaurantes italianos que en Venecia o más restaurantes chinos que en Xi'an, sin contar sinagogas, mezquitas, e iglesias de todo tipo. En un artículo anterior anoté que muchas veces esta convivencia no resulta en un conocimiento del «otro», pero creo que sigue siendo un valioso progreso el hecho de que sean capaces de convivir sin agredirse por sus diferencias. Ahora, ¿qué rescato de esta metáfora llamada Nueva York? Muchas cosas. Pero para estas reflexiones, entiendo que resulta un ejemplo en que una gran diversidad cultural -política, económica, ética, religiosa, filosófica o artística- es totalmente posible en un área tan pequeña como Manhattan. Y, no obstante, ni el barrio chino, ni el italiano ni el irlandés necesitan de ningún sentimiento patriótico para sobrevivir como comunidad barrial ni para salvaguardar la existencia pacífica de la ciudad entera. Lo único que necesitan es compartir unos pocos principios morales, muy básicos, como aquellos que anotamos más arriba. Principios que, por supuesto, no compartían quienes estrellaron los aviones en el World Trade Center en el 200112 ni aquellos higiénicos jefes y soldados que violaron prisioneros en Irak o suprimieron aldeas en Viet Nam «porque molestaban demasiado». Pero observemos que una confusión también criminal se produce cuando el mundo musulmán es identificado con este tipo de mentalidad intolerante, «terrorista». De esa forma, identificamos al enemigo en el otro, en la otra cultura y, por lo tanto, justificamos nuestro pulcro, higiénico y estúpidamente orgulloso patriotismo, echando de esa forma más basura sobre la humanidad. Por supuesto que el mundo no es Nueva York, y muchos lo festejarán. No obstante, con este ejemplo no me refiero a ciertos «valores nacionalistas» que deberían ser extendidos por el mundo sino todo lo contrario: la superación de estos valores arbitrariamente sectarios, tribales que amenazan a la «otredad» y, con ello, a la raza humana. El ensayo en cuestión -La enfermedad moral del patriotismo- ha sido

reproducido en muchos medios y ha sido recibido de muchas formas. Con elogios y con insultos, con comprensión y con «rabia y orgullo». Mientras tanto, procuro repetir sobre el teclado lo que fue capaz de hacer el francés Philippe Petit, aquel francés que, con cierto aire delicado, caminando sobre el vacío, de una torre a la otra nos dejó una lección para la posteridad: el equilibrio y el miedo, la serenidad y el vértigo desesperado, todo, está en la mente humana. De ella depende dejarnos caer en el imponente vacío o sonreírle a los pájaros. Jorge Majfud. The University of Georgia. 30 de agosto de 2004.

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