ENCUENTROS EN VERINES Casona de Verines. Pendueles (Asturias) Fronteras de la literatura juvenil actual

ENCUENTROS EN VERINES 2012 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) Fronteras de la literatura juvenil actual Antonio Ventura Buenos días. Quiero agr
Author:  Rubén Martin Vera

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ENCUENTROS EN VERINES 2012 Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

Fronteras de la literatura juvenil actual Antonio Ventura

Buenos días. Quiero agradecer, en primer lugar, a Luis García Jambrina su gentil invitación a participar en estos vigésimo octavos encuentros, dedicados a las Fronteras de la literatura juvenil actual. Sinceramente me hace mucha ilusión estar aquí.

Es, por otro lado, para mi un honor y un placer compartir con ustedes estos dos días de reflexión sobre este género híbrido como es, desde mi punto de vista, la literatura juvenil, y si nos ciñéramos a la actual, casi cabría decir errático. De ahí, que sus fronteras bien podrían parecerse a las del mapa de África, que, y a la vista está, no fueron definidas ni por los accidentes geográficos, ni por la existencia de diferentes idiomas, ni por el devenir cultural de los habitantes que tuvieron la desgracia de nacer en aquellas latitudes, sino por los poderosos decididores de la época sobre las mesas de las corporaciones de entonces. Si hay un lugar, pues, en el que es evidente que el mapa no es el territorio, como bien dijo el semiólogo Alfred Korzybski, es en ese continente, y, salvando todas las distancias, por supuesto, yo diría que también lo es en gran medida el dibujo que ofrecen las fronteras actuales de la denominada Literatura Juvenil. Fronteras no delimitadas por la evolución del género, suponiendo que lo hubiere, sino, desde mi punto de vista, por razones ajenas al hecho literario, y que más tienen que ver con decisiones editoriales, cuando no comerciales.

Quisiera ejemplificar y contextualizar, muy brevemente, y con guantes de amianto, esto que afirmo

Decía Gianni Rodari (cito de memoria) que un libro infantil es aquel que se publica en una colección infantil. Sin llegar a una propuesta tan radical, comparto esta idea casi totalmente. Sólo dos ejemplos: ¿Creen ustedes que Cuando de noche llaman a la puerta, de Xavier Docampo o Un cocodrilo bajo la cama, de Mariasun Landa, ambos libros galardonados en su momento con el Premio Nacional, tienen sentido en El Duende Verde y en El Barco de Vapor, respectivamente? ¿Merecen estar en esas colecciones? Con todo respeto hacia estas. ¿A cuántos lectores adultos les hemos hurtado el placer de leerlos por ese hecho editorial?

No sé, sinceramente, cuánto influye en la literatura que nos ocupa, la ausencia de una tradición cultural, pero, a mi juicio, es tan breve y tan reciente su itinerario, que nos falta perspectiva, al menos a mí, para un análisis ajustado que discrimine luces y sombras sobre esta peculiar manera de cultura impresa, cuando, además, su desarrollo se inicia, en España, sólo unos pocos años antes de la difusión generaliza de los medios audiovisuales de comunicación, de masas. Sumado ello a que, hasta la muerte del dictador, el libro era, cuanto menos, un objeto sospechoso, y la lectura en la infancia, en muchos lugares, un acto casi clandestino. Algo que vuelve, aunque por muy distintos motivos, a suceder en la actualidad, entre los jóvenes.

Si miramos por delante del año 75, es difícil considerar que exista una edición estable de calidad en este ámbito, salvando unas pocas editoriales, sin duda, importantes antecedentes, aunque refiriéndonos, en cada caso, sólo a unos cuantos títulos. Me estoy refiriendo a La Galera, Juventud y especialmente de la editorial Miñón. Salvo éstas, tenemos que llegar a finales de los 70 para encontrarnos con sucesos editoriales, que también lo fueron literarios —algo que en la actualidad sólo ocurre de manera excepcional— y que son, a mi juicio y en este orden: las colecciones Labor Bolsillo Juvenil, Austral Juvenil, Alfagura y La Joven Colección, de Lóguez.

Dicho sea de paso: ojalá disfrutáramos en el presente de una oferta similar a la de entonces.

Fueron en estas colecciones dónde encontramos los primeros, a mi juicio, libros de calidad de autores españoles, y muchas de las grandes

obras de autores extranjeros que, de alguna manea, sirvieron de modelo para el quehacer de nuestros escritores, especialmente en Alfagura y en la Joven Colección, en las que la presencia entre aquéllos y éstos sería como de uno a treinta.

Desde

entonces

a

nuestros

días

—dejaré

fuera

de

estas

consideraciones, lógicamente, aquellos proyectos editoriales de los que he sido y soy responsable— hay que llegar a noviembre del 90 y a febrero del 91, para encontrar otros dos proyectos editoriales que también lo fueron, cómo decía antes, literarios. Que son: Las Tres Edades, de Siruela, y La serie oro de El Barco de Vapor. Simplemente recordar que los números 3 y 4 de la primera de las colecciones fueron Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite y Narradores de la noche, de Rafik Schami; y la segunda, cuya franja roja, comenzaba con probablemente la mejor novela, junto a La aventura inmortal de Max Urkhaus, de Joan Manuel Gisbert, El misterio de la mujer autómata, y en tercer lugar recuperaba Cosa de niños, de Peter Bichsel, bajo el título El hombre que ya no tenía nada que hacer.

Antes, durante o después de estas colecciones lo que el panorama nacional ha ofrecido, desde mi punto de vista, fuera de ellas has sido títulos muy destacables, pero aislados, en muchas ocasiones invisibles por la propia colección en la que vieron la luz, cuyas señas de identidad respondían a eso que genéricamente podríamos llamar un calón de sastre, cuando no directamente desastre. Quizá el ejemplo más evidente de esto último que digo, sea la obra de Eliacer Cansino. El misterio Velázquez.

Un fenómeno al que me gustaría referirme muy brevemente, pues creo que merece un comentario, por sucinto que sea, sobre le tema que nos ocupa, es el del acercamiento de los autores canónicos al hecho editorial juvenil, y creo que fue precisamente en estas colecciones, junto a la que por aquellos años también vio la luz, Espacio Abierto, si bien en esta un poco más tarde, donde encontramos los primeros ejemplos de este suceso. Las Tres Edades, de hecho comenzó con un libro de Alejandro Gándara, El final del cielo, y al año siguiente publicó una obra excelente de José María Merino, con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil, No soy un libro o, si ustedes prefieren, Los trenes del verano. Unos pocos años más tarde, en la Serie Oro del Barco de Vapor, también en su franja roja,

aparecen Ulaluna, de Jesús Ferrero

y El Viaje Americano, de Ignacio

Martínez de Pisón.

La llegada de estos autores al género, no sólo supuso una renovación, necesaria, en la nómina de escritores, sino también en la aparición de géneros y tratamientos nuevos, en un territorio en el que ya comenzaba a cansar la excesiva presencia de aquellos libros que denominamos novelas de instituto.

No pretendo decir que la llegada de estos escritores al mercado editorial juvenil supusiera solo luces. Bien es verdad, desde mi punto de vista, que la mayoría de aquellos primeros libros de muchos de estos autores significó una sabia nueva en un panorama demasiado monótono, pero, en seguida, el tiempo nos mostró que se trataba de un fenómeno efímero, pues después las sombras comenzaron a aparecer, como ya había sucedido con los autores específicos del género. Sea como fuere, las características del panorama literario y, por extensión, editorial, español, en castellano —premeditadamente y por economía, no por nacionalismo, he dejado fuera de este comentario a la literatura latinoamericana—, de las décadas de los 80 y 90, siendo distintas entre ellas, presentaban en su conjunto una dignidad que, a mi juicio, en lo que va de siglo, han ido perdiendo paulatinamente las publicaciones dirigidas a jóvenes. No sé cuánto bien, pensando en la cultura impresa y en los lectores, han hecho los libros de Harry Potter, cuya primera entrega, Harry Potter y la piedra filosofal vio la luz en 1997, pero, de lo que no tengo duda alguna, es de la enorme influencia que al menos en nuestro país —me temo que también en los otros—, han ejercido, y en gran medida para mal, en la oferta editorial.

No voy a entrar en el análisis del valor lector o de la calidad literaria de estas obras, pues su repercusión social desborda los límites del hecho literario y editorial, convirtiéndose en seguida en un fenómeno mediático, al que se han acercado, lógicamente, los lectores, pero, y sobre todo, muchos no lectores. Pero no es este el motivo de mi análisis. El motivo es la enorme influencia que este fenómeno ha ejercido en muchas editoriales, cuyo catálogo se ha visto violentado por la presencia de libros que siguen la

estela del personaje de la Rowling, y no precisamente para ofrecer obras de calidad, sino meros artefactos, en muchos casos diseñados más por los directores de marketing que por los editores, cuyo parecido con la literatura es mera coincidencia, y cuyo ejemplo paradigmático en España lo ejemplificaría las Memorias de Idhún, de Laura Gallego Yo mismo sufrí —perdonen la referencia personal— en una editorial, de cuyo nombre no quiero acordarme, esta violencia. Heredé un catálogo de ficción juvenil con una nítidas señas de identidad, cuya referencia fundamental era la Colección Tus Libros. Cuando ocho años más tarde, de similar modo a como Franco mandaba a un motorista a comunicarle el cese al ministro de turno, me encontré en la callé y revisé la herencia que dejaba a mi sucesor, comprobé que era responsable de al menos unos cincuenta vertidos tóxicos al mercado editorial. Libros, por llamarlos de alguna manera, absolutamente prescindibles, pero que durante los años que duró el calvario, las ventas le dieron la razón a mi jefe, por lo que, año a año, fueron aumentando su presencia en el catálogo. Y no fue esta, a mi juicio, la editorial peor parada en su trasvestismo: si comparamos la Alfaguara de los ochenta con la de la primera década de este siglo, nos haremos una idea exacta de la transformación a la que me estoy refiriendo. Y para terminar, por favor, no lean en mis palabras que cualquiera tiempo pasado fue mejor; si sólo esto se desprende de ellas, es que me expresé mal. También durante estos años hemos visto la aparición de obras, incluso de nuevos autores, que han enriquecido un género que, sinceramente, no creo que exista en términos literarios, aunque sí editoriales, y que en muchas ocasiones han pasado desapercibidos, cuando no han sido completamente invisibles o lo han sido sólo para los atentos a este fenómeno. No creo que la cultura impresa se escape al proceso de licuación, en el sentido en el que se refiere Zygmunt Bauman, de este mundo en que vivimos, caracterizado por la inconsciencia y la evanescencia. Nuestros usos y estrategias, nuestras condiciones de vida y nuestras respuestas a ella se modifican con tal celeridad que no pueden consolidarse ni traducirse en hábitos y costumbres. Nuestro mundo avanza a una velocidad de vértigo, pero sin rumbo, cambia compulsivamente, pero sin consistencia. El imperativo categórico es “estar al día”. Nuestra cultura no educa en la reflexión con profundidad ni en la actitud de búsqueda, sino en la ojeada fugaz. Por ello, no hay convicciones firmes, sólo opiniones diletantes que pueden cambiar enseguida ya sea en la política, como en el debate intelectual. Y, quizá, ésta podría ser una más de ellas. Gracias. Antonio Ventura

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