ENCUENTROS EN VERINES Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

ENCUENTROS EN VERINES 2005 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) EL QUIJOTE, LIBRO DE LIBROS José María Micó Antes del Quijote, los libros no había

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ENCUENTROS EN VERINES 2005 Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

EL QUIJOTE, LIBRO DE LIBROS José María Micó Antes del Quijote, los libros no habían tenido nunca tanto protagonismo en una novela. La literatura siempre se ha nutrido, siempre se nutrirá esencialmente de sí misma, pero casi siempre lo hace al modo de las demás artes en su devenir, tejiendo una invisible red de relaciones con las creaciones del pasado y sembrando un número incierto de sugerencias y posibilidades para las creaciones del futuro. A ese devenir, además, podemos llamarlo transmisión cultural o simplemente tradición, y el Quijote la representa de modo extraordinario: nació como secuela crítica y homenaje paródico a los libros de caballerías, y su influencia ha marcado los pasos y las innovaciones esenciales de la novela moderna, para la que Cervantes representa hoy —por hermanarlo dignamente con otros autores y con los otros grandes géneros literarios— lo que Petrarca representa para la poesía, Montaigne para el ensayo o Shakespeare para el teatro. Pero en Cervantes los libros no tienen solo ese papel histórico de transmisores y renovadores de la tradición, sino que se convierten literalmente en personajes de la obra, rivalizando en protagonismo con los mismísimos don Quijote y Sancho Panza. Y eso ocurre incluso antes de las famosas palabras que abren la narración («En un lugar de la Mancha...»), pues de los libros nacen los fingidos autores de los poemas preliminares (Urganda, Amadís, Gandalín, Oriana, Orlando...) y de libros tratan, para empezar, los prólogos de las dos partes de la obra. Claro está que todas las piezas que forman lo que de unos años a esta parte suele llamarse el paratexto (preliminares, dedicatorias, prefacios, elogios...) son librescas por definición, pero las de Cervantes van mucho más allá. El prólogo de 1605 se inicia apelando a un lector al que imagina o desea «desocupado», es decir, sin nada mejor que hacer que enfrascarse en la lectura de una obra de ficción concebida para el entretenimiento. Aunque el autor prefería ofrecernos su historia «monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse», un amigo le saca del brete de su melancólica indecisión y le da unos cuantos consejos para ofrecer un prólogo y un libro al uso, como, por ejemplo, citar «sentencias o latines que vos sepáis de memoria» y darse aires de sabio con la mención de autores y la confección de prolijos índices. Eran recursos habituales en la época, y Cervantes tiraba a dar, entre líneas, contra dos autores contemporáneos de éxito cuyos modos literarios no le convencían: Mateo Alemán, por su reciente Guzmán de Alfarache («mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento»), y, sobre todo, Lope de Vega, por las notas marginales y los largos índices de La Arcadia y El peregrino en su patria. Es también ahí, en el prólogo, donde tanto ese inventado amigo como el narrador dicen, con significativo énfasis,

que la obra es «una invectiva contra los libros de caballerías». El prólogo de la Segunda parte de 1615 es, inevitablemente, un desahogo contra el falso Quijote publicado en 1614 bajo el pseudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda, y por eso contiene, entre otros donaires, dos cuentecillos «de loco y de perro» a modo de parábolas del oficio de escritor, para que Avellaneda, fuese quien fuese, se aplicase el cuento: «“¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?” ¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?». Todo eso sin entrar en la trama, pero si en ella entramos, veremos por todas partes las huellas del protagonismo de los libros, empezando por algo tan obvio y conocido, que casi da vergüenza recordarlo: los libros son los responsables de la locura de Alonso Quijano, y el pobre hidalgo manchego no es tan sólo un lector al modo de otros personajes y lectores recalcitrantes que vendrán después, porque su cambio de identidad implica, de hecho, su conversión en personaje doblemente literario, en figurón de libro, a imagen y semejanza de «toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía». A partir de ahí, la vida y la literatura (o, si lo preferimos, la realidad y la ficción, nociones problemáticas dentro y fuera de las novelas) se embrollarán inextricablemente ante nuestros asombrados ojos de lectores de un lector. Otro gran momento de protagonismo material de los libros es el capítulo «del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería» de don Quijote (I, 6), y que nos da buenas pistas sobre la composición de la biblioteca del propio Cervantes. El inventario no es completo y muchos libros se mandarán quemar a bulto («a carga cerrada»), pero destaca, lógicamente, el dominio abrumador de los libros de caballerías, de los que sólo se salvan tres (el primer Amadís, un Palmerín y el Tirant lo Blanc); la biblioteca de don Quijote se enriquecía con otros géneros de ficción (novela pastoril, épica y algo de lírica) y contenía, ni más ni menos, un ejemplar de «La Galatea de Miguel de Cervantes», un escritor que, según se dice por boca de su amigo el cura, era «más versado en desdichas que en versos». No estará de más recordar que el «escrutinio» tiene lugar al finalizar la primera salida de don Quijote, una primera salida que, en opinión de algunos críticos, podría reflejar el plan inicial de Cervantes, que quizá fue el de escribir tan sólo una novela corta al modo de las que reuniría en 1613 bajo el marbete de Novelas ejemplares (y entre las que destaca, por afinidad, la figura del licenciado Vidriera). Nótese que en esa primera salida brillan por su ausencia dos personajes que después serán compañeros inseparables de don Quijote y del narrador: el hidalgo enloquece, cambia de identidad, es armado caballero y sufre sus primeros descalabros sin Sancho Panza y sin Cide Hamete Benengeli. El capítulo del escrutinio supone el primer remanso o desvío episódico en un relato que empezará a crecer de modo genialmente improvisado y aun sincopado: don Quijote se hace con los servicios de un escudero, viven juntos su primera y más famosa aventura, la de los molinos de viento, y la aventura siguiente, la de la batalla con el vizcaíno, queda bruscamente interrumpida porque «el autor desta historia ... no halló más escrito destas hazañas». Para crear nuevas ambigüedades, Cervantes alude en ese momento a un «segundo autor», y a continuación (estamos en el capítulo noveno de la primera parte), inventará a Cide Hamete Benengeli. Se trata de un personaje en cierto modo equivalente al «Turpín» de algunos cantares de gesta, y especialmente de los romanzi italianos, al que se recurría como fuente de información o como autoridad, pero el modo en que Cervantes introduce a Benengeli en su obra, perfeccionando el motivo del manuscrito encontrado, nos da la medida de su ingenio, capaz de mil sutilezas, y nos vuelve a situar ante el protagonismo material de los libros, pues da en Toledo con «un cartapacio ... con caracteres ... arábigos» que, una vez traducido por un «morisco aljamiado» (que se conformó con recibir por ello «dos arrobas de pasas y dos fanegas

de trigo»), constituirá la base del relato a partir de ese instante: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Ya tenemos un libro de don Quijote dentro de otro, de manera que el narrador principal también es, a partir de ahora, un lector más. Cervantes enmarañará genialmente todas esas instancias y mediaciones narrativas sembrando dudas en los «autores», en los lectores (internos o externos) y hasta en el mismo Caballero de la Triste Figura, especialmente en la segunda parte, cuando ya «los protagonistas del Quijote —me valgo de una certera y célebre y repetida frase de Jorge Luis Borges— son, asimismo, lectores del Quijote». La trama, en definitiva, tiene dos invitados más. Al principio de la Segunda parte, don Quijote se entera por Sancho de que su historia anda ya «en libros»; Sancho lo ha sabido por su vecino el bachiller Sansón Carrasco, otro personaje lector que da cuenta a don Quijote de la recepción de la Primera parte auténtica: certifica la popularidad de sus personajes entre «todo género de gentes» y se hace eco de los descuidos y «tachas» que algunos «censuradores ... escrupulosos» habían advertido (la supuesta impertinencia de la novela de El curioso impertinente, el olvido del robo del rucio y el incógnito destino de «un buen montoncillo» de escudos de oro guardado en la maleta con que se tropezaron en Sierra Morena). Sansón Carrasco y don Quijote disertan sobre la distinción entre historia y poesía, tema candente de teoría literaria y problema crucial para Cervantes; el caballero critica a aquellos «que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos», y el bueno de Sansón sentencia que «es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren». Ahora no hay tiempo para profundizar en este aspecto, pero otro valioso indicio de la importancia de los libros en el Quijote es la frecuencia, y la estratégica colocación, de las discusiones que el protagonista mantiene con otros personajes letrados (el canónigo de Toledo, el caballero del verde gabán...) sobre asuntos estéticos o literarios como la poética de Aristóteles, los libros de caballerías, el bucolismo, el «regimiento de príncipes», el teatro o la poesía. Hay naturalmente otro libro, otro invitado molesto que se cuela de rondón en la Segunda parte: el Quijote de Avellaneda es, como hemos visto, el acicate principal del prólogo cervantino de 1615, pero no entra en la acción hasta muy avanzada la novela, en el capítulo 69, cuando en una posada cercana a Zaragoza un viajero lo pone en manos del mismísimo don Quijote, quien no tardó en encontrarle defectos e inexactitudes. Este vértigo de personajes de ficción que leen libros reales —o que los hojean despectivamente, como en este caso— culminará hacia el final de la novela con el encuentro de don Quijote, el auténtico, con un personaje de Avellaneda, don Álvaro Tarfe, y precisamente para distinguirse del «malo», que había asistido, según lo previsto, a unas justas en Zaragoza, Cervantes cambia el itinerario de su héroe y lo conduce hacia Barcelona. En Barcelona es hospedado por don Antonio Moreno, «caballero rico y discreto y amigo de holgarse a lo honesto y afable», que hace todo lo posible para agasajar al hidalgo manchego y deleitarle con paseos, atracciones y bailes, invitando a una damas rumbosas entre las que había «dos de gusto pícaro y burlonas» que, «con ser muy honestas, eran algo descompuestas». Por enésima vez en la novela, el héroe acaba molido de cuerpo y alma, refugiándose en la evocación de la dama de sus pensamientos.

Pero el genio y la gracia de Cervantes se revelan en el episodio de la cabeza encantada: —Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efecto el desencanto de Dulcinea? (II, 62)

Don Quijote concentra en estas preguntas sus principales obsesiones de la Segunda parte, nacidas en dos momentos en los que Cervantes embrolla magistralmente la realidad y la ilusión: el supuesto encantamiento de Dulcinea por maliciosa intervención de Sancho, cuando el pobre don Quijote no consigue ver a su amada con dos doncellas, «sino a tres labradoras sobre tres borricos» (II, 10); y el descenso a la cueva de Montesinos, donde el narrador se queda a dos velas, y se ve obligado, como todos, a conformarse con la versión de los hechos que da el propio don Quijote (II, 22). Son, tal vez, mis pasajes preferidos —junto al episodio de los batanes y las frases del protagonista en trance de muerte, primero como don Quijote ante el caballero de la Blanca Luna y después como Alonso Quijano en su lecho—, pero, además, la descripción del descenso pone en evidencia, en apenas una docena de líneas, las grandes paradojas del arte de narrar, y es quizá el momento en que nos resulta más extraña y discutible la condición del Quijote como modelo de la novela realista con narrador omnisciente. Tras el «sarao de damas» y la infructuosa consulta a la cabeza encantada, don Quijote quiere «pasear la ciudad a la llana y a pie», y a la vista de un cartel que reza «Aquí se imprimen libros» decide entrar, ilusionado, en una imprenta. El manco de Lepanto puso en los ojos curiosos del Caballero de la Triste Figura su conocimiento del oficio: «vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra». Don Quijote se acerca después al «cajón» (el mueble que contenía los tipos) y conversa con los «oficiales». Sea como fuere, parece que los títulos que afloran en la conversación de la imprenta barcelonesa son imaginarios (Le bagatele y Luz del alma), pero la visita le sirve a Cervantes, una vez más, para poner sus opiniones estéticas en boca del muy leído caballero andante. Por ejemplo, vuelve a criticar —ya lo había hecho en el escrutinio— la traducción del Orlando furioso de Jerónimo de Urrea, y su crítica le sirve, en el contexto del debate sobre la inutilidad de la traducción entre lenguas vulgares, para destacar por contraste otros dos libros reales: las versiones de Il pastor fido de Guarini y del Aminta de Tasso a cargo, respectivamente, de Cristóbal Suárez de Figueroa y de Juan de Jáuregui. El último de los libros que «estaban corrigiendo» en la imprenta era, precisamente, «la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas», y este nuevo incordio de Avellaneda bajo forma tipográfica hace que el caballero salga despechado de la imprenta tras abogar por la bondad de las historias verosímiles, sean falsas o verdaderas. La de la literatura es una realidad paralela que se acomoda cuando quiere, o cuando puede, a la topografía real, de manera que sus paisajes, aunque sean reconocibles en nuestro entorno, nacen de la imaginación y para la imaginación: son lugares sin espacio, utópicos. Sin embargo, el hecho de poder visitarlos, de alcanzar a reconocerlos como parte, tal vez, de nuestra patria chica, nos produce la extraña emoción, o el anormal consuelo, de una mentira tangible. Desde el mismo siglo XVII, la ruta del Quijote ha sido reconocida y recorrida con pormenor: Argamasilla, El

Toboso, Puerto Lápice, Villanueva de los Infantes, Ossa de Montiel, las Lagunas de Ruidera... Y no han faltado buenas hipótesis para la identificación de los lugares silenciados (el pueblo del héroe, el palacio de los duques) o de los llamados «modelos vivos» de los personajes (cierto Alonso Quijada en Esquivias, Jerónimo de Pasamonte, Diego de Miranda). Hasta la escurridiza Dulcinea, criatura evanescente como pocas, ha sido relacionada alguna vez con mujeres de carne y hueso del entorno de Cervantes. Todas las obras de alcance universal, y especialmente las del pasado, acaban adquiriendo un barniz no previsto de costumbrismo, un valor de fuente documental que a veces nos hace olvidar que las creaciones artísticas tienden, por definición y por vocación, al mito. Para un lector no español, la Mancha viene a ser como Gaula, Macondo o Comala. Cruzados los caminos manchegos, Barcelona desempeña un papel de privilegio en la ruta de don Quijote. El trozo de playa en que fue vencido don Quijote, en el actual barrio de la Barceloneta, es uno de los lugares que más ha cambiado, no ya desde entonces, sino desde mi niñez, que acabó —digámoslo así— «no ha mucho tiempo». Es emocionante imaginar, bajo la capa aislante de una ciudad remozada, los pasos desolados, pero no desilusionados, de don Quijote, unos pasos que en realidad nunca dio y que, en realidad, nunca dejará de dar.

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