Entre claveles y crisantemos

Amalia Saladrigas Prof. María Gisela Rosado 2012-070 Redacción Creativa Entre claveles y crisantemos -¿Cómo eran los que vivían aquí antes? – pre

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Entre nubes y quebradas
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Amalia Saladrigas

Prof. María Gisela Rosado

2012-070

Redacción Creativa

Entre claveles y crisantemos

-¿Cómo eran los que vivían aquí antes? – pregunté, mordisqueando distraídamente mi tostada. Mi madre se giró sin dejar de mover la cuchara. Casi podía sentir en el paladar el olor a comino del almuerzo multitudinario que preparaba para los obreros. -¿Los que nos vendieron la casa? Asentí con la cabeza y volvió a girarse, pensativa. Su cabellera de rizos color cobre se movió mientras suspiraba. -Eran… extraños. Fueron muy amables, siempre, y muy rectos con la venta. Se veían como gente cálida pero tristes. Había algo que no encajaba, una tristeza que parecía no tener cura. No sé… ¿Por qué? -Nada, curiosidad - dije, observando a los trabajadores remover la tierra del patio con otra dentellada de la grúa. – ¿Fueron ellos los que plantaron el jardín? -No, de hecho me comentaron que lo habían cuidado porque los últimos dueños, los que lo empezaron y se encargaron de acomodar todas las flores, estaban muy encariñados del patio y les dio pena no mantenerlo.

Arqueé una ceja y debí haber resoplado más alto de lo que quería porque mi madre se giró con una mirada conminatoria. Suficiente para que diese mi desayuno por terminado y después de recoger silenciosamente saliera de la cocina. No podía escapar la destrucción ensordecedora. Nos habíamos mudado a la casa en la primavera, recientemente, y me encantaba. Estaba cerca de un bosquecillo y tenía un patio que parecía un prado, manchado con flores de todo tipo, frescas y altas, que crecían de forma natural, casi salvaje, pero bien mantenidas. Viniendo de un apartamento en el medio de una ciudad, y con doce años de moverme de un lugar con cuatro paredes a otro igual, la casa se me había antojado un karma zanjado y finalmente apropiado. Sin embargo, gocé del jardín los primeros meses mientras nos acomodábamos en la casa, dejando la sombra de mi cuerpo impresa sobre la hierba suave luego de tardes eternas de lectura, o acostándome escuchando música suave a observar las estrellas cuando le rehuía al calor del verano que me emboscaba por todas partes. Luego, utilizando las alergias de mi madre y el costo del mantenimiento de un jardín tan exigente como excusa, mis padres habían decidido convertir mi prado en una moderna terraza de cemento, dura y fría. Lo único que dejarían del jardín sería para dar una vista agradable de transición entre la casa y el bosque que colindaba con el patio. Observé desde la ventana de mi habitación en el segundo piso a los trabajadores con la ropa sucia gritarse órdenes y moverse de un lado al otro

entre lo que parecía más Jericó que un apacible patio. Aunque estaba en el segundo piso, durante los últimos meses había salido regularmente por la ventana para encaramarme en el alero justo debajo y de allí saltar al jardín, la hierba y las flores moldeándose a mi cuerpo y acojinando mi caída con un ruido sordo y sin problemas. Siempre habíamos vivido cómodos: el apartamento anterior había sido espacioso y grande, el sueldo de mis padres podía permitirlo. No entendía bien este último capricho presuntuoso suyo, y se lo había discutido vehementemente desde que surgió la idea, pero no habían cedido. Habían descartado mis defensas como exageraciones y niñerías. Me parecía que desentonaba con todo el concepto de cambio que conlleva una mudanza, y que era totalmente ilógico. Habían comprado la casa, ¿no? Les había gustado tal y como la habían visto, ¿no? ¿Para qué cambiar uno de los atributos con más personalidad de la nueva casa? Con el verano terminando y constructores en la casa todos los días, mi humor agrio lo destilaba sin tener que abrir la boca. Ese era otro rasgo incomprensible de la casa: a pesar de que el verano aflojaba, las paredes desprendían un calor insólito. No quemaba la mano apoyarla sobre la pared, pero parecía que alguien hubiera escondido un radiador en su interior sin apagarlo. Lo había sentido por toda la casa excepto en mi habitación, particularmente fría, sobre todo por la noche. Era como un frío vacilante, pausado… Parecía esperar algo.

-¡Clara, ayúdame con el almuerzo! Con un suspiro bajé, sintiendo como me pasaba desde hacía unas semanas, que la puerta de mi habitación era más pesada de cerrar detrás de mí.

Cerré la puerta de mi habitación y me giré con un escalofrío. Por alguna razón, por las noches cuando sentía que algo me acechaba y me dormía con piel de gallina recordaba un mantra de la clase de ciencias: el frío no es más que la ausencia de calor. Pero por psicológico que fuera no podía deshacerme de él. Y por mucho que investigara el aire a mi alrededor no había nada allí conmigo. Me acosté y estudié el techo. Sentía los sonidos de la casa más agudos y nítidos que en otras noches. Era tarde pero la ansiedad no me dejaba dormir. Me levanté y sopesé qué título entre las espinas de mis libros podría relajarme, pero ya los había leído todos y ninguno me apetecía. Me paseé por la habitación, desde la mesita de noche pasando por al lado del armario, girando y pasando las estanterías y el escritorio y deteniéndome frente a la ventana después de hacer el recorrido un par de veces. Observé a través del cristal el bosque en la noche y la terraza de losas terracota terminada el día anterior. Sólo faltaba el toldo para cubrirla.

Suspirando, volví a acostarme en un intento de forzar el sueño, sin lograrlo. Contemplé el juego de sombras que tenía la luz blanca de la luna en el piso y sobre mis sábanas y de repente escuché un sonido parecido al de alguien subiendo un árbol justo al lado de mi ventana. Pero no había un árbol al lado de mi ventana. Mientras esta realidad se apoderaba de mis nervios, erizando los cabellos de mis brazos y mi nuca, dos manos se alzaron utilizando el marco de mi ventana, que se abrió al más ligero toque como si no hubiera estado cerrada hacía unos segundos. Una figura oscura fue creciendo hasta entrar por completo a mi habitación, casi tocando el techo. Era un muchacho joven, pocos años mayor que yo y negro. Inhumana y totalmente negro. Casi se camuflaba con las sombras que tenía detrás, y lo único que podía distinguir sin problema eran sus irises blancos, alrededor de pupilas negras, y su sonrisa. Una sonrisa del color de la nieve en un fondo de carbón impoluto. Mi pulso se oía seco y distante en mis oídos. -Hola. Clara, te llamas, ¿no? Yo soy Andrés. El terror y el pánico me tenían completamente paralizada. Andrés continuó sin esperar mi reacción. -El fuego es precioso, ¿no crees? Cálido, danzante, divertido… Chasqueó los dedos y una pequeña llamita afloró en sus puntas. – A mí me gustaba jugar con él. Para eso era el jardín, ¿sabes? Porque un día, con unos once años, prendiendo un arbusto casi quemo todo el bosque. – Rió,

mientras yo me iba moviendo poco a poco en mi cama. – Ni eso fue suficiente para que mis padres entendieran que a mí el fuego me hablaba, que lo necesitaba, que un niño de once años no lo puede gobernar… Plantaron flores para que yo jugara a quemarlas. Un poquito más controlado, ¿entiendes? Había llegado casi al borde de la cama y me detuve. Necesitaba que siguiera hablando, un poco más, por favor. -Pensaba en el fuego como mi amigo. A los dieciséis me di cuenta de que no era así. Encendiendo cerillas en el garaje mientras mis padres estaban fuera, no me di cuenta de que quedaba un poco de gasolina. Y la puerta no quiso abrir. Y… ¿sabes lo más extraño? Cuando me di cuenta de que no podría salir de ese garaje que ardía, sentí frío. Incluso cuando las llamas consumieron todo y sólo faltaba yo, no sentí las brasas, sentía el frío asqueroso y desagradable al que le había huído toda la vida. No me importó que el fuego me rodease, que entrase en mi cuerpo, convirtiéndome en… Después de todo, creo que no me ha ido tan mal, ¿no? Sonrió nuevamente haciendo ese sentimiento de frío casi doloroso recorrerme. Pero yo ya tenía una pierna fuera de mi cama y tan pronto mi planta tocó el piso helado, salí disparada hacia mi puerta. En un abrir y cerrar de ojos, Andrés se materializó frente a mí, bloqueándola, y yo dio un traspiés y caí sentada. Comencé a recular de forma desesperada, sintiendo

el pánico en la garganta y mi cuerpo temblando incontrolablemente. Él siguió sonriendo sin inmutarse. -Claro, el fuego se apagó bastante rápido, pero a mí me perdieron para siempre. Se quemó una tercera parte de la casa, que arreglaron prontamente para poder venderla. Curiosamente, al jardín no le pasó nada… Y eso que era para jugar con el fuego… - Chasqueó los dedos y vi la llamita reflejarse en sus irises y en sus dientes.– Haremos que la historia continúe, ¿no? Como hicimos con el hijo de los últimos dueños, sólo que a los cuatro años fue muy joven para hacer algo más que llorar. Tú lo harás más interesante. Se había ido acercando pero dio unos últimos pasos amenazadores hacia mí, haciéndome chocar con la pared que quedaba justo debajo de la ventana a mis espaldas. -Sé que no deberíamos pero, - comentó acercando el fuego a mi cara, - ¿te apetece jugar? Cogiendo impulso me levanté y me lancé por la ventana abierta, recordando en el aire que mis padres habían transformado el jardín en una terraza moderna. Una terraza de cemento, dura y fría.

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