ERASE UNA VEZ UN PROBLEMA PERO DIVERTIDO

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ISSN 1988-6047 DEP. LEGAL: GR 2922/2007 Nº 17 – ABRIL DE 2009 “ÉRASE UNA VEZ… UN TALLER CUENTACUENTOS” AUTORÍA REMEDIOS MEDINA FUENTES TEMÁTICA LECT

Érase una vez... La Vida!
Érase una vez... La Vida! Introducción Hace más de 20 años, Albert Barillé creó la que sería una de las series animadas de televisión más vistas de l

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ERASE UNA VEZ UN PROBLEMA …..

PERO DIVERTIDO

CREDITOS: CENTRO VIRTUAL DE DIVULGACION DE LAS MATEMATICAS DivulgaMat

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¿EL DOCTOR LIVINGSTONE, SUPONGO?

¿EL DOCTOR LIVINGSTONE, SUPONGO? -¿El señor Stanley, supongo? –preguntó el doctor Livingstone. -Un momento, un momento –contestó Stanley, desconcertado, y añadió: -Se supone que eso tengo que preguntarlo yo. -¿Por qué? –volvió a preguntar el doctor Livingstone. -Porque he sido yo el que lo ha encontrado a usted… y además porque estoy seguro de que esta pregunta se hará muy famosa en el futuro y quisiera aparecer yo como autor de la misma. -Bien, por mi parte no hay inconveniente, puede usted preguntarme si soy yo.

Y Henry M. Stanley retrocedió seguido de su expedición hasta la entrada de la aldea de Ujiji, para repetir la entrada. Así, se acercó a la cabaña en cuyo porche le esperaba el doctor Livingstone… y le preguntó: -¿El doctor Livingstone, supongo...? Así ha pasado a la posteridad, tanto la frase como el hecho de que el periodista y aventurero Stanley encontrara en África al misionero y médico Livingstone. O al menos así lo cuenta la Historia partiendo, claro está, de la crónica escrita por el periodista para su periódico, “The New York Herald”. Pero así como todos sabemos que la Historia a veces no cuenta toda la verdad (y si la cuenta la adorna convenientemente) imagínense si la Historia, además, se ha apoyado en la crónica escrita por un periodista. El doctor Livingstone no estaba perdido en África. Simplemente había dejado de comunicarse con el llamado “mundo civilizado” por decisión propia. Y vivía cómodamente instalado y tratado con gran consideración por los nativos en la aldea de Ujiji, cerca del lago Tanganica. La historia de esta aventura comienza en Madrid, ciudad donde Stanley se encontraba en el año 1869 como corresponsal de su periódico para escribir una crónica sobre el general Prim. Fue entonces cuando recibió una carta del director de su periódico citándole en París para un importante asunto. Y el asunto no era otro que encontrar al doctor Livingstone, al que se daba por perdido en África al no haber tenido noticias suyas desde hacía tres años. El director del periódico, Gordon Bennet, demostrando que la Geografía no era su fuerte, le ordenó: -Vaya en busca de Livingstone y encuéntrelo, pero antes, y ya que está en el norte de África, podría asistir a la inauguración del Canal de Suez y enviar la crónica. Después, y ya que está por ahí arriba podría acercarse a Jerusalén y a Constantinopla, pasando también por Crimea para informar de la guerra, y también podría dirigirse al Cáucaso y al mar Caspio… y desde allí a India atajando por Persia y ya puestos, desviarse un poco hasta Bagdad, ya que le queda de camino, más o menos. Y de vuelta a India ya puede embarcarse tranquilamente hacia África. Estoy seguro de que enviará al periódico crónicas muy interesantes… pero no olvide que lo prioritario del viaje es encontrar al doctor Livingstone. ¿Qué le parece? A Stanley, a pesar de su espíritu aventurero, le pareció un disparate pero una buena ocasión de hacer turismo antes de que se hubiera inventado el turismo. Así que se puso inmediatamente en marcha hacia su destino sin saber exactamente cual era su destino, ya que no había tomado nota de todas las propuestas, aunque contaba con el dato importante de que Livingstone estaba obsesionado con encontrar las fuentes del río Nilo así que, pensó, quizá remontando el Nilo lo encontraría. En cuanto llegó al continente africano, después del disparatado periplo, Stanley remontó el río Nilo hacia el lago Tanganica con una expedición de lujo pagada

generosamente por su periódico. La expedición estaba formada por una gran escolta armada y decenas de porteadores que acarreaban tiendas de campaña, grandes fardos con toda clase de alimentos y mercancías de intercambio, cocinas de campaña, utensilios de aseo y de cocina y hasta una bañera para el jefe de la expedición que iba a su frente fuertemente armado y enarbolando una gran bandera de los Estados Unidos… Y todo eso para encontrar a un hombre que todo el mundo sabía donde estaba, al menos en África, como lo demostró el hecho de que a la primera persona que se encontró Stanley nada más bajar del barco, un descargador de muelle, contestó así a su pregunta: -¿Qué si conozco al doctor Livingstone? Pues claro. -¿Y dónde se encuentra? -preguntó Stanley, desconcertado. -Por allá abajo –contestó el descargador, haciendo un gesto de cabeza hacia el sur y sin molestarse en dejar en el suelo el saco de cien kilos de café que cargaba a su espalda. -¿No podría ser más preciso? –dijo Stanley. -Hombre, ya que ha venido usted a buscarlo con toda esa puesta en escena –y señaló con otro gesto de cabeza a los componentes de la numerosa expedición que esperaban al pie del barco- lo menos que podría hacer es esforzarse un poquito, ¿no? Una generosa propina hizo el milagro: -Dicen que vive en Ujiji, al otro lado del lago Tanganica. Bueno, al otro lado dependiendo del lado por el que usted llegue al lago, ya que puede estar a este lado del lago o al otro lado del lago. Pero es muy sencillo: si no lo encuentra usted en el lado por el que llegue es porque ese no es el otro lado del lago Tanganica, sino este lado del lago Tanganica, así que no tendrá más que ir al lado que es el otro lado, o sea al lado que está enfrente del lado que no es, y ese sí que es el otro lado del lago Tanganica ¿está claro? Convencido de que el descargador le había tomado el pelo y aún desorientado (aunque se volvió a orientar con ayuda de la brújula) Stanley y su caravana se pusieron en camino hacia el sur. En su camino, preguntaron en todas las aldeas que encontraron y en todas conocían al doctor Livigstone, añadiendo que vivía al otro lado del lago Tanganica. Después de varias jornadas (no tantas ni tan incómodas como el periodista narró en sus crónicas con el fin de justificar sus gastos) acamparon en un claro ya que habían calculado que al día siguiente llegarían al lago… con la angustia de no saber por qué lado. Stanley, que escribía en su tienda la crónica del día, se vio interrumpido por una gran algarabía. Y al asomarse vio que junto al fuego, un grupo de

porteadores discutían y hasta se peleaban a bastonazos. Al acercarse para poner orden, los contendientes dejaron de pelearse y le gritaron: -¡No lo pise, no lo pise! Y al mirar a sus pies Stanley se dio cuenta de que estaba en medio de una gran circunferencia trazada sobra la arena con una serie de puntos señalados con guijarros fuera y dentro de ella. Y preguntó: -¿Qué es esto? -Esto es el lago Tanganica –contestó el guía.

-Ah –dijo Stanley, por decir algo, pero el que había hablado, al ver que no se había enterado de nada, precisó: -Estamos haciendo apuestas sobre qué lado del lago vamos a llegar –y al ver que Stanley seguía con la misma expresión, el guía añadió: -Imaginando que la circunferencia trazada es el lago, aunque sea mucho imaginar, la mitad de nosotros apostamos que estamos en el punto B exterior a la circunferencia, y la otra mitad que estamos en el punto D; cuatro o cinco opinan que estamos en el punto C más próximo a D pero eso sería absurdo porque entonces estaríamos ya en la misma orilla del lago… y, para colmo, el cocinero asegura que estamos en el punto A, sin darse cuenta que es el centro de la circunferencia y, por lo tanto, el centro del lago… con lo cual ahora estaríamos nadando. -¿Y por que no esperar a mañana, en lugar de discutir tanto? -Porque, de paso, nos entretenemos. Además de las apuestas sobre la orientación respecto al lago resolvemos un problema muy sencillo: si desde el punto B trazamos

segmentos que unan dicho punto con los puntos C de la circunferencia: ¿Qué figuras forman los puntos medios de esos segmentos? Es que a nosotros disfrutamos mucho con las matemáticas. -¿Ustedes saben matemáticas? –preguntó Stanley, sorprendido. -Y también inglés, desde el momento que estamos hablando con usted. Es que eso del negrito ignorante tiene mucho de leyenda. Yo, por ejemplo, he estudiado matemáticas en Oxford. Sí, no ponga esa cara. Pasé en cayuco a Europa, me instalé en Inglaterra y trabajando de camarero me pagué mis estudios. Al terminar me propusieron quedarme como profesor adjunto, pero como la vida en Europa me decepcionó y gano mucho más de guía de ingleses y norteamericanos ignorantes del terreno que pisan que de profesor, pues por eso estoy aquí. Stanley, avergonzado no sólo por no saber resolver el sencillo problema que ya habían resuelto la mayoría de los porteadores, sino también por todo lo escuchado, pretextó para despedirse que al día siguiente tendrían que madrugar. Y cuando se alejaba hacia su tienda, escucho la voz del guía que le decía, con un punto de sorna: -Bwana Stanley, bwana Stanley, tenga este problemilla para que se entretenga antes de dormir. Es medio problema, medio juego, y muy entretenido… aunque no tan sencillo como pueda parecer a primera vista –y le entregó un papel en el que estaba el enunciado escrito en impecable letra redondilla inglesa acompañado del siguiente dibujo: “Divide el cuadrado en cuatro partes iguales en forma y tamaño, de tal forma que cada parte contenga un círculo y un cuadrado, aunque no necesariamente en las mismas posiciones.”

Syanley no supo resolver el problema y se levantó agotado a la mañana siguiente, cuando ya estaba la caravana preparada para la marcha. A las cuatro horas de marcha llegaron a la orilla del lago Tanganica… con la duda de en qué lado estarían: en el lado de Ujiji o en el otro lado. Viendo que un pastor apacentaba su rebaño de cabras, el periodista se acercó para preguntarle:

-¿Sabe usted si éste es este lado del lago Tanganica o el otro lado del lago Tanganica? -Éste es este lado del lago Tanganica, el otro lado del lago Tanganica es aquél – contestó el pastor, señalando con el bastón la otra orilla del lago. Y ya se iban a poner en marcha hacia el otro lado del lago Tanganica cuando el guía le preguntó a Stanley: -¿Y si llegamos al otro lado del lago y nos dicen que el otro lado es éste? No sería más sencillo por la aldea de Ujiji. Y antes de que les diera tiempo a preguntar, el pastor dijo: -Haber empezado por ahí. En ese caso sí que están ustedes al otro lado del lago Tanganica, que es este lado, ya que Ujiji está ahí mismo, a un tiro de piedra. Además, seguro que vienen a buscar al doctor Livingstone pensando que se ha perdido. Por cierto, ¿quieren ustedes un chivo expiatorio? -¿Para qué? –preguntó Stanley, que no salía de su asombro. -Pues para echarle la culpa de todo, que es lo que se hace con los chivos expiatorios. Es que nosotros somos más civilizados que ustedes los blancos, y cuando tenemos que culpar a alguien de algo, en vez de arremeter contra él pues lo hacemos con el chivo expiatorio. Yo soy el pastor del rebaño de chivos expiatorios. Qué, ¿no me compran uno? Convencido, Stanley compró un chivo expiatorio para poder echarle la culpa en el caso de que algo fallara en la expedición. Y con el chivo entró en Ujiji el 10 de noviembre de 1871, donde, para su sorpresa, todos le esperaban a él ya que había llegado la noticia de que una gran caravana se acercaba a la aldea. Todos los aldeanos y una gran cantidad de mercaderes árabes se congregaban en la plaza y fueron abriendo paso a Stanley. Así, le encaminaron hasta una choza más grande y confortable que las demás ante la que esperaba un hombre blanco con una larga barba canosa, pálido y de aspecto enfermizo, que cubría su cabeza con un gorro azul con bordados dorados y que vestía una camisa roja con anchas mangas y un pantalón a cuadros. A su lado, sus dos fieles criados Susi y Chuma. Entonces fue cuando se produjo el intercambio de frases de saludo que abren este relato, tras las cuales El doctor Livingstone y Stanley se sentaron en el porche de la cabaña para descansar y para contarse lo que ambos estaban deseando escuchar: uno las peripecias del otro en su periplo africano, y el otro qué es lo que había acontecido en Europa y el resto del mundo en su larga ausencia. En ese momento, Susi y Chuma entraron con un recipiente, una especie de extraño barreño lleno de agua para que Stanley se refrescara.

Al periodista le pareció una idea extraordinaria, y ya se estaba quitando la sudada camisa cuando el guía de la expedición, el apasionado de las matemáticas, advirtió: -¿Se han dado cuenta de que el recipiente está formado por seis pentágonos regulares? Miren, si abriéramos el recipiente cortando dos lados de cada pentágono tendríamos una figura así –y dibujó en la arena la figura desarrollada -Ven qué curioso, ¿ven los seis pentágonos? –preguntó a los anonadados espectadores, que no entendía adónde quería ir a parar.

-Sí, los vemos, ¿y qué? –preguntó Stanley, visiblemente molesto, ya que el guía se interponía entre él y el barreño. -Pues que si ahora observan el recipiente que contiene el líquido verán que los seis pentágonos unidos han dado paso a un problema que tengo que reconocer tiene su dificultad. La figura, como ya he dicho, se compone de seis pentágonos regulares de 1 metro de lado. Se dobla por las líneas de puntos hasta que coincidan las aristas no punteadas que confluyen en cada vértice y ya tenemos el recipiente. -¿Y qué? –volvió a preguntar el periodista, impaciente. -Pues que ahora pregunto: -¿Qué volumen de agua cabe en el recipiente formado? A una orden de Livingstone, que no era muy aficionado a las matemáticas, Susi y Chuma echaron al guía y, por fin, Stanley pudo refrescarse teniendo cuidado con no pincharse con lo que antes creía que eran simples picos, pero sabiendo ahora que eran los vértices superiores de los cinco pentágonos que cerraban el recipiente. Esa noche, instalado en la cabaña del doctor Livingstone, tampoco pudo dormir dándole vueltas al problema de los seis pentágonos… hasta que recordó que atado a la puerta estaba el chivo expiatorio. Así que salió, le echo la culpa de no saber resolver los problemas y de vuelta a la cama, ya pudo conciliar el sueño.

P.D: El doctor Livingstone (1813-1873) médico, misionero y explorador trató, sin éxito de encontrar las fuentes del Nilo, aunque descubrió una serie de importantes lagos y las cataratas Victoria. Hombre desprendido, abnegado y antiesclavista

ofreció su vida en servicio de los demás y murió en el transcurso de una expedición más en busca del nacimiento del Nilo, cerca del lago Bangwelu que él mismo había descubierto. Sus fieles criados Susi y Chuma le extrajeron el corazón y lo enterraron en aquel lugar, embalsamaron su cuerpo y lo llevaron en andas durante 1.600 kilómetros hasta la costa para embarcarlo hacia Inglaterra. La Royal Geographical Society los condecoró por esta hazaña y cuando volvieron a Zanzíbar se convirtieron en guías de caravanas. Henry M. Stanley (1841-1904) era el polo opuesto al doctor Livingstone. Aventurero inquieto, racista, duro y agresivo, se alió con mercaderes de esclavos para así mejor llevar a cabo sus expediciones por el continente africano en las que trabajo para Leopoldo II de Bélgica, el gran explotador de Congo, país que manejó, para vergüenza de Europa, como su finca particular. Pero eso no le importaba a Stanley, que se aliaba al mejor postor, haciéndolo después con los colonialistas ingleses. Sin embargo, su deleznable actuación no empaña su importancia como explorador, descubridor y autor de artículos y libros de éxito. Se retiró a una lujosa mansión en Inglaterra y fue miembro del Parlamento y nombrado Sir. FIN

ARDE PARÍS

El rey Luis XV de Francia no sabía las complicaciones que le causaría el aceptar la propuesta del Director de los Reales Jardines Botánicos de París (actualmente Jardín de Plantas) de realizar un experimento en su recinto. El Director citado era el celebre naturalista Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, estudioso y experto en medicina, botánica y matemáticas. En 1739, al ser nombrado Director de la institución se le encomendó la elaboración de un catálogo sobre Historia Natural para incrementar las colecciones reales. Este encargo se convertiría en su obra cumbre, una exhaustiva obra general que abarcaba todos los conocimientos de la época en Historia Natural, Antropología y Geología y que tituló Histoire naturelle, générale et particulière, pero conocida desde entonces como la Historia Natural de Buffon. Esta obra, profusamente ilustrada, llegó a tener 36 volúmenes de los 50 proyectados originariamente y obtuvo un rápido éxito en toda Europa ya que recopilaba, por vez primera, el conocimiento científico de la época con un fin eminentemente divulgativo. Buffon era un gran admirador de Arquímedes. Para él, Arquímedes era uno de los tres grandes matemáticos de la Historia, junto a Newton y Gauss. Y aseguraba: “Habrá quien diga que hay otros tres, y yo les contesto que éste es el primer y más grande trío de matemáticos”. A pesar de reconocer que el mayor legado de Arquímedes fue su aportación a las matemáticas, su admiración hacia el genio griego no se quedaba sólo en esa ciencia, sino que se extendía hacia su extenso campo de investigaciones, con especial interés en las llamadas “maquinarias de guerra”. Y sobre todo en los llamados espejos ardientes o espejos ustorios, espejos cóncavos que reflejan los rayos del sol concentrándolos en un punto llamado foco

que genera un calor tan intenso que es capaz de quemar el material sobre el que se ha proyectado. Buffon aprendió en los libros de Historia que durante la segunda Guerra Púnica, en el año 214 a. de C., el general romano Marcelo sitió Siracusa con intenciones nada amistosas. Arquímedes, famoso matemático y geómetra, fue el encargado de la defensa de la ciudad en su calidad de ingeniero militar. Así, los espejos ardientes, inventados y fabricados por Arquímedes, concentraron a modo de inmensas lupas los rayos del sol para dirigirlos a las velas de los barcos enemigos que se incendiaron rápidamente, propagando el fuego mientras sus tripulantes contemplaban aterrados que la flota ardía como por arte de magia. A lo largo de los siglos se presentó este suceso como un hecho cierto, pero hoy se duda de que tal acción hubiera sido posible, sobre todo porque parece imposible que en aquella época Arquímedes dispusiera de los medios técnicos necesarios para fabricar tales espejos. Por otra parte, Plutarco, Polibio y Tito Livio, historiadores que escribieron relatos del asedio de Siracusa, no mencionan los Espejos Ardientes en sus crónicas. Es Galeno, el gran médico griego que vivió en el siglo II d. de C. el que los menciona por primera vez en su tratado titulado Los temperamentos. Posteriormente, en el siglo XVII, y en concreto en 1630, Descartes, apoyado en sus conocimientos de óptica –y en unas muletas, dado que en ese momento tenía un esguince en el pie derecho- calificó como una leyenda antigua más la historia de los espejos ardientes. Y es en el mes de marzo de 1747 cuando el conde de Buffon se decide a probar en directo, por primera vez, la verosimilitud del experimento construyendo él mismo un gran espejo ardiente e invitando al rey Luis XV y a su Corte a presenciar el evento. -¡Viva el gran Arquímedes! ¡Abajo Descartes, el incrédulo! –grita el conde de Buffon, inflamado de emoción, y nunca mejor dicho. Decidido a resucitar la maquinaria guerrera del sabio griego, Buffon ha construido un gran espejo formado a su vez por 168 pequeños espejos cóncavos de entre 16 y 22 centímetros que podían ser orientados mediante una complicada montura giratoria sobre ruedas. Todo el mundo, incluido el rey, contiene la respiración en los Reales Jardines Botánicos de París (pero poco, para no asfixiarse). Buffon está haciendo sus últimos cálculos cuando el rey, tocándole levemente en el hombro, le pregunta: -Señor conde, Josephine Pomme Frite, mi cocinera, vive con su marido y sus 7 hijos de 13, 11, 9, 7, 5, 3 y 1 año y ha cocinado para ellos 2 pavos. Los mayores de 10 años quieren comer pechuga y los menores, muslo. ¿Podrá dar gusto a todos mi querida cocinera? Buffon, desconcertado ante la absurda pregunta y más dado el histórico momento, iba a contestar “¿Y a qué viene esto?”, pero se contuvo y, adulador él, le dio la respuesta al monarca, conocedor como era de las salidas inoportunas de su rey. -Y si un barnizador puede barnizar el suelo de madera de una habitación en 4 horas, y otro en 2 horas ¿Cuánto tardarían si trabajasen los dos juntos? –preguntó el Marqués de la Politesse. -¿Y si tenemos 3 cajas... –empezó a preguntar el Duque de Sybarite.

-¡Un momento, un momento! ¿Pero esto qué es: un experimento demostrativo del genio de Arquímedes o un concurso de acertijos? El silencio volvió al recinto... y los 37 nobles que hacían cola para preguntarle las cuestiones más triviales, (dando muestra así del nivel intelectual del que siempre ha dado muestra la aristocracia salvo raras excepciones, como es el caso del conde de Buffon y alguno que otro suelto por ahí, desde luego no últimamente) se dispersaron. Disimularon elegantemente, como si el experimento les interesara mucho, cuando lo cierto es que estaban impacientes porque todo acabara cuanto antes ya que el rey, para celebrar el que se suponía éxito, iba a dar un gran banquete en Versalles. Así que una vez más, el conde de Buffon ajustó el armatoste aprovechando que el sol había salido de entre las nubes y entraba en el recinto a través de la cristalera del techo. Avanzó empujándolo sobre sus ruedas, retrocedió, volvió a avanzar... y dirigió el rayo que surgió del espejo hacia un montón de maderas y trapos impregnados con alquitrán, azufre y aceite que estaban situados a 50 metros de distancia... con tan mala suerte que en el último momento se cruzó en el camino del rayo el conde de la Flambée y se le quemó la peluca, ante la carcajada general de los presentes. Fue tan gracioso lo sucedido para el aburrido Luis XV que les rogó a los dos condes –al de Buffon y al de la Flambée- que repitieran el número. Al volver a cruzar, esta vez sin la protección de la peluca, el conde de la Flambée recibió el rayo en pleno cráneo lo que le supuso pasar dos meses en el Hospital... y ser ascendido en el escalafón aristocrático en desagravio, que desde entonces pasó a ser el duque de le Crâne Flambant. Una vez apagado el incendio craneal, Buffon volvió ajustar el espejo para dirigirlo de nuevo hacia los materiales inflamables, y esta vez el experimento fue un éxito... pero demasiado éxito: las llamas se propagaron a unas palmeras cercanas y el gran invernadero se llenó de humo. La desbandada fue general, todos tosiendo y llorando a causa del humo, y eso que el incendio fue rápidamente sofocado gracias a que estaba presente el barón de Pompier que, haciendo honor a su apellido, apagó el fuego con una manguera que, sin que nadie supiera por qué, llevaba siempre enrollada alrededor de la cintura. Ya en el palacio de Versalles y después del banquete, Charles Jouer, marqués de la Carte á Jouer, propuso jugar a cartas y todos aceptaron entusiasmados ya que el marqués, a pesar de sus premonitorios apellidos y título, siempre perdía. Así, un grupo de caballeros se aprestaron a jugar juntando dos mesas para que pudieran sentarse todos juntos. Pero se encontraron con que, para no estar ni muy juntos ni muy separados, tenían que calcular el perímetro de ambas mesas juntas para saber cuántos de ellos podrían sentarse alrededor de la mesa. Entonces el conde de Buffon, dijo: -Este es un problema muy sencillo ya que tenemos dos mesas, una cuadrada y otra rectangular y, además, si ustedes observan con detenimiento, las dos tiene el mismo perímetro, es decir que el rectángulo ABCG y el cuadrado CDEF tienen el mismo perímetro.

Por supuesto, ninguno de los presentes había observado tal cosa, ni con detenimiento ni sin él; es más, varios de ellos ni sabían lo que significaba la palabra perímetro; pero disimularon asintiendo, así que Buffon continuó con su explicación: -Además el lado largo de la mesa rectangular es justo el doble que el lado más corto. Si juntamos las dos mesas como en la figura que he dibujado, el perímetro mide 720 centímetros. Entonces pregunto: ¿Cuánto miden los lados de cada una de las mesas?

Pero nadie le respondió ya que todos, sin esperar a que el matemático hiciera los cálculos propuestos, se sentaron pegándose empujones y patadas para coger sitio ante el tapete verde ya colocado, que los aristócratas son muy ordinarios en determinadas ocasiones, aunque lo disimulen, que algunos ni lo disimulan. Y empezaron la partida sin Buffon que, desairado, se alejó muy enfadado. -¿Proponednos un juego de los suyos, monsieur Buffon? El conde se volvió al escuchar que el rey le llamaba para que se sentara en la mesa en que jugaba con el ministro del Interior, monsieur Repression, con el ministro de Hacienda, monsieur Avaricieux, con el de la Vivienda, monsieur Écroulement y con el Ministro del Ejército, general Coup de Canon. Una de las muchas facetas de Buffon era la de inventar juegos y problemas que parecían juegos, pero que en realidad eran enrevesados problemas que sacaban de quicio a la Corte. Así, el rey se divertía, más que con los problemas, viendo cómo sufrían los que intentaban resolverlos. Él, por supuesto, ni lo intentaba (me refiero al rey). Así que, aceptando la invitación real Buffon se sentó a la mesa y sacando un tablero de ajedrez de no se sabe muy bien donde, lo colocó sobre el tapete, proponiendo: -Atención, caballeros, que esto es muy sencillo. Así que reserven sus energías para el juego siguiente, que ese sí que es difícil. Repito, atención: Sobre este tablero de ajedrez se lanza una moneda cuyo diámetro es justo la mitad del lado de cada una de las casillas del tablero -y dirigiéndose al rey le dijo-Vos ganáis si la moneda no toca

ninguna línea y yo si toca alguna. Y ahora pregunto: ¿Vos por quién apostarías? y... ¿cuál es la probabilidad de ganar de cada uno? Luis XV extendió la mano y el ministro de Hacienda, al instante, se la llenó de monedas de oro para que el soberano jugara. Después de media hora jugando y harto de no ganar, el rey le pidió a su ministro las monedas más pequeñas que llevara encima. Con las minúsculas monedas, al lanzarlas, no tocaban ninguna línea... y el rey comenzó a ganar y los aduladores ministros a aplaudir. Buffon no se atrevió a recordarle que el diámetro de las monedas tenía que ser justo la mitad del lado de cada una de las casillas del tablero... y ante la trampa manifiesta, propuso el último problema-juego con la intención de vengarse, ya que éste sí que era realmente difícil. Retirando el tablero de ajedrez y el tapete que cubría la mesa propuso un juego que se convertiría en un problema clásico en la Historia de las Matemáticas. Problema que desde entonces se conocería como “el Problema de la Aguja de Buffon”. Ante la expectación de los jugadores, el matemático sacó una tiza y trazó con ella sobre el tablero de la mesa una serie de línea paralelas, y dijo: -Atención: Este problema que se me acaba de ocurrir es tan apasionante que estoy seguro que en el futuro se le llamará la Aguja de Buffon. Será un problema famoso y reconocido en la posteridad, aunque eso no lo sepamos ahora que no estamos en la posteridad sino en el presente, que eso es lo que pasa con la posteridad, que como es posterior al presente y no podemos verla pues tenemos que imaginarla, o sea que... bueno, dejémoslo, que me estoy liando. Como les decía, caballeros, en una superficie plana hay dibujadas líneas paralelas separadas entre sí por una distancia constante “L”. Aleatoriamente lanzamos una aguja de longitud “d” sobre la superficie. Y pregunto: ¿Cuál es la probabilidad de que la aguja toque una línea? Y... ¿qué pinta π en toda esta historia?

Todos aplaudieron, encantados con el nuevo juego... y allí los dejó Buffon, tirando la aguja al tuntún y sin intentar resolver el problema sencillamente porque hubiera sido demasiado pedir. Al mes siguiente, abril de 1747, aprovechando que el sol calentaba con más fuerza, el conde de Buffon decidió repetir el experimento... pero esta vez quemando casas de verdad, ya que no tenía galeras romanas a mano, como su admirado Arquímedes. Y otra vez Luis XV y toda la Corte, esta vez en una tribuna, se aprestaron a presenciar el experimento... y al aire libre para evitar malos humos; y con el conde de Pompier –ex-barón ascendido a conde por su heroica intervención en el incendio de los Reales Jardines Botánicos- bien cerca y con su manguera preparada, por si acaso.

Esta vez Buffon preparó un artilugio mucho mayor, formado por 6.000 espejos cóncavos, dispuesto a quemar unas casas abandonadas que estaban en primera fila del barrio de la Misére (una breve visita a estos barrios de París sería suficiente para justificar la Revolución Francesa, que estaba al caer). Bien untadas de alquitrán, las cinco o seis casas estaban a 300 metros de distancia de la tribuna real y del gran espejo. Todos contuvieron el aliento (30 segundos, lo justo, que es lo máximo que se puede contener sin que uno se ponga cianótico, a pesar de lo literaria que es la frase hecha), pues bien, como decía, todos contuvieron el aliento esperando que saliera el sol de entre las nubes. Y cuando al fin salió, un rayo inmenso y potente que cegó a los presentes llegó en un segundo a su objetivo, incendiando las casas previstas... y 795 casas más. El incendio quemó todo el barrio. Y duró 5 días, a pesar de los esfuerzos del marqués de Pompier (ex-conde ascendido a marqués por su tan heroico como inútil comportamiento en este enorme incendio) Dicen las crónicas de la época que este suceso fue la gota que colmó el vaso, gota que no fue suficiente para apagar el fuego, pero sí para enconar unos ánimos que necesitaban pocos pretextos para que se enconaran aún más. Dicen las mismas crónicas que a partir del barrio destruido se empezarían a construir, 106 años después, los grandes bulevares que diseñaría entre 1853 y 1869 Haussmann, nombrado Prefecto de París por Napoleón III, y que darían paso al París actual de las grandes avenidas. Otras versiones más creíbles cuentan que el ejército era continuamente hostigado al pasar por el dédalo de callejuelas de los viejos barrios del centro de París. Y que Napoleón III decidió arrasarlos para construir grandes avenidas no con el fin de ornamentar y modernizar la ciudad, sino para que el ejército avanzara imparable en misiones represivas ante posibles revoluciones a las que era tan dado el pueblo de París, avenidas controlables simplemente con poner unos cuantos cañones en los extremos.¡Qué cosas! Y Arquímedes, ¿qué diría de todo esto? No lo sabemos. Pero la actitud de Buffon sí la conocemos. Desde ese día, se centró aún más en su obra magna, que por ella lo conocemos: La Historia Natural. Y por ese espléndido problema titulado La Aguja de Buffon. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

CUENTO DE REYES

El choque fue muy violento. Al salir de una curva muy cerrada, el trineo -que circulaba a una velocidad excesiva, inadecuada para el mal estado de la carretera helada- no pudo frenar al encontrarse de frente a la caravana, y después de una forzada maniobra para evitar un desastre, se estampó contra un abeto. Los componentes de la caravana, aún asustados, bajaron de sus monturas y se acercaron corriendo al lugar del accidente para encontrarse que la nieve caída del abeto a consecuencia del impacto había sepultado al que había provocado el accidente. A toda prisa y utilizando sus coronas como palas, retiraron a toda prisa la nieve que cubría totalmente el trineo para sacar a Papá Noel medio aturdido por el golpe y completamente cubierto de nieve. -Pero bueno, ¿es que no ven ustedes por dónde van? –exclamó, enfadado, una vez recuperado del susto. -¿Cómo que no vemos por dónde vamos? El que no lo veía era usted. A ver si encima quiere echarnos la culpa del accidente, que cara más dura… –contestó el Rey Melchor, secando la corona con el manto, antes de ponérsela de nuevo en la cabeza.

-Yo iba por mi derecha, mientras que ustedes iban ocupando casi toda la calzada con esos horribles camellos… -No son camellos, son dromedarios –puntualizó el Rey Melchor, interrumpiendo al congestionado Papá Noel, ya totalmente recuperado del susto, aunque sacudiéndose furioso la nieve de la barba. -Qué más da. -No, que más da, no. A usted le gustaría que a sus renos les llamaran ciervos. -Pues no… porque se ve claramente que son renos. -Y nuestros dromedarios se ve claramente que son dromedarios. -Bueno, bueno, no discutamos. Afortunadamente no ha pasado nada –dijo, pacificador, el Rey Baltasar, y añadió: -Pero que quede claro que son dromedarios, que dromedarios son los que tienen una joroba y camellos los que tienen dos. -Pues en los paquetes de cigarrillos Camel aparece dibujado un camello… y sólo tiene una joroba –insistió Papá Noel. -Ya lo sabemos. El que diseñó el paquete, en su ignorancia, se equivocó… y la equivocación ha continuado hasta nuestros días. Pero que se va a esperar del tabaco norteamericano… -dijo otra vez el Rey Baltasar. -¿Y que tiene usted contra los norteamericanos? –preguntó Papá Noel, poniéndose en jarras. -No, nada, pero últimamente no tiene usted más que echar una ojeada a los periódicos para… -¿Se refiere a la guerra de Irak? -Bueno, ese podría ser un buen ejemplo –dijo esta vez el Rey Gaspar. -Claro, como ustedes tienen pinta de ser árabes… Seguro que son de Irán, o Afganistán, o del mismo Irak, sin ir más lejos… -dijo Papá Noel, con retintín. -Nosotros somos los Reyes Magos de Oriente y vamos hacia Belén siguiendo una estrella. -Sí, sí, siguiendo una estrella; lo mismo es un satélite espía o un misil… Sigo creyendo que ustedes son árabes y van hacia Palestina, o hacia la franja de Gaza… y vete a saber a qué. -Pero bueno, qué disparate. ¡Y que lo diga usted, un anglosajón pro americano! – exclamó Melchor, indignado.

-¿Yo? ¿Anglosajón yo? Pero si soy de las Tierras Árticas, de las lejanas tierras heladas donde me paso el año preparando los juguetes para… -¡Para los niños norteamericanos e ingleses! –le interrumpieron los tres reyes al mismo tiempo. -¡¡Para los niños de todo el mundo!! –gritó Papá Noel. -¡Y un cuerno! Usted es conocido, sobre todo, en Norteamérica y en Inglaterra, por más que la publicidad nos lo quiera hacer tragar. Donde vas a comparar la tradición de los Reyes Magos con la suya. Además usted existe solamente desde el siglo pasado, o como mucho desde finales del XIX, mientras que nosotros nos remontamos al nacimiento de la era cristiana. ¡Casi nada! -Pero mi presencia tiene más incidencia en los pueblos ricos y civilizados y no en los subdesarrollados. -Debería saber, a sus años, que generalmente las palabras rico y civilizado no casan bien, así que dejémonos de ricos y subdesarrollados. -Bueno, bueno –intervino Baltasar de nuevo, interponiéndose entre Melchor y Papá Noel, que estaban a punto de llegar a las manos- ya está bien de discusiones. Que cada uno lo reparta donde quiera. -Sí, lo que es yo, no sé qué es lo que voy a repartir. Miren cómo ha quedado el trineo. Y entonces fueron conscientes del estado en que había quedado el trineo estrellado contra el abeto: completamente inútil para el reparto. Además, con el estruendo del golpe los renos, asustados, habían huido dejando plantado a su dueño. En vista del desastre, los Reyes Magos ayudaron a Papá Noel a recoger los paquetes de regalos diseminados por la nieve y decidieron prestarle aún más ayuda a su contrincante. Así que le propusieron que cargara sus juguetes a uno de los camellos de servicio de la caravana y que, a su vez, subiera en él. El ataque de risa fue monumental no sólo entre los tres Reyes Magos sino entre todos los ayudantes que formaban la caravana, que a Papá Noel le parecía que hasta los camellos (insistía en que eran camellos) se reían de él, al ver los esfuerzos que tenía que hacer para subir en la incomodísima montura. Cuando por fin estuvo montado sobre la joroba del dromedario, Melchor dio la señal para que la caravana partiera siguiendo a la estrella que, afortunadamente, había frenado su carrera para darles tiempo a resolver el incidente. A las tres horas de viaje, hicieron una parada en una posada que había al lado del camino para cenar algo y para descansar un rato. Sentados a la mesa y mientras les servían la cena hablaron de mil temas, aunque al final la conversación se centró en los dos deportes favoritos de los que cenaban: el fútbol y el béisbol… y siguió la discusión.

-Dónde vas a comparar: el fútbol es el deporte rey… y no el absurdo ese del béisbol, que no lo entiende nadie, yo creo que no siquiera los que lo juegan –dijo el Rey Gaspar, mientras se servía una copa de vino. -No lo entenderán ustedes los europeos, pero en Estados Unidos en el deporte nacional -dijo Papá Noel. -Ya estamos con Estados Unidos. El fútbol es el deporte rey, repito, porque, entre otras cosas, es dificilísimo meter un gol. Mire, por ejemplo, qué le parece esto –dijo otra vez Gaspar, sacando un lapicero y un papel y dibujando una circunferencia con una serie de líneas de trazos y letras.

-¿Qué es eso? -“Eso” es lo siguiente: en un partido de fútbol, como le decía, es muy difícil meter un gol. Además los delanteros pierden la ocasión de marcar un gol porque, como ellos dicen, muchas veces “se quedan sin ángulo ante la portería”. -¿Y qué? –preguntó de nuevo Papá Noel, que no entendía nada. -Mire atentamente la figura que le he dibujado y conteste a esta pregunta: ¿Desde qué posición: C, D o E se ve la portería con un ángulo mayor? En ese momento llegó el cordero asado que habían pedido para cenar y el problema, para suerte de Papá Noel, se quedó sin resolver sobre la mesa, aunque era un problema muy sencillo. Después de los postres y antes de ponerse de nuevo en camino, fue Papá Noel el que propuso un problema, este algo más complicado. -Bueno, ya que me ha puesto usted un problema referente al absurdo juego del fútbol… -Que no ha sabido resolver… –dijo Melchor esta vez, exhibiendo una sonrisa maliciosa.

Como les decía -dijo, con tono enojado, Papá Noel mirando de reojo a Melchor y aceptando la copa de aguardiente que le servía el Rey Baltasar con el pretexto de que deberían prepararse para combatir el frío de la noche- el Béisbol es un juego complicado y cerebral, incluso, dicen, demasiado cerebral para los europeos. Esta, bien, está bien, no me interrumpan y déjenme continuar –y calmó con un gesto de la mano a los tres que le escuchaban- El Béisbol es un juego geométrico en el que todo está medido y en el que el estudio de los movimientos y las carreras es clave para la victoria. Miren, miren… Y esta vez fue él el que trazó en un papel un círculo también con una serie de rectas y letras. Y puso el dibujo ante los tres comensales.

Ante el silencio de los Reyes Magos, Papá Noel explicó: -Como pueden ver, las rectas AB y AC son tangentes al círculo. Y el ángulo BAC es de 50º. -Pues sí, ya lo vemos. ¿Y qué? –preguntó Melchor. -Pues que podemos considerar el círculo como el espacio de campo útil sobre el que juegan al béisbol los jugadores. Y el vértice A el punto desde el que se batean las pelotas. Así que ustedes deben calcular las medidas de los ángulos del cuadrilátero BCDE. -¿Para qué? -Bueno, primero para saber resolver el problema con los datos que les he dado… y después para saber que una vez resuelto el problema sabríamos datos que influirían en la consecución de las carreras. -¡Qué cosas! –exclamó Melchor, suspirando. -Sí, disimule. Lo que pasa es que no sabe hacer el problema ni comprende la idiosincrasia del béisbol.

-Vamos, vamos, dejémonos de juegos y pongámonos en marcha que tenemos mucho trabajo. Parece que nos olvidamos que es la Noche de Reyes –dijo Baltasar. De nuevo en marcha, la caravana se aproximó a un pueblo. Al avistar las primeras luces, el Rey Melchor, que iba al frente, dio la señal de alto deteniendo su dromedario. Como siempre hacían al llegar a una población en la que tenían a niños esperando sus regalos, los Reyes Magos hacían una parada para seleccionar los regalos pedidos, los cargaban en tres enormes sacos y se acercaban en silencio a las casas ellos solos montados en sus dromedarios, mientras que los ayudantes, con el resto de la caravana permanecía a la espera. Papá Noel repasó su lista de encargos, comprobando que en aquel pueblo no tenía que hacer ninguna entrega, aunque se unió a los tres reyes para ver sus métodos de trabajo. Al llegar los cuatro ante las primeras casas decidieron dejar, como hacían siempre, sus dromedarios en un prado cercano, para que esperaran pastando. Pero como aquella noche, a pesar de que ya no nevaba, empezaba a levantarse ventisca, le pidieron a Papa Noel, ya que él no tenía reparto, que se quedara en el prado con los dromedarios, no fuera que se espantaran. Papá Noel accedió a hacerles el favor como respuesta al le habían hecho a él… y vio como los Reyes Magos se alejaban cargando sus grandes sacos hacia la primera calle del pueblo. Una vez a solas y para entretenerse, observó atentamente el prado en el que ya pastaban los cuatro dromedarios. Afortunadamente, después de las nevadas de días anteriores, la noche estaba despejada y la luna brillaba iluminando el prado lo suficiente como para que Papá Noel se pudiera hacer idea de sus dimensiones. Y lo recorrió a grandes zancadas, yendo y viniendo y tomando notas en un cuaderno. Y así lo encontraron los Reyes Magos al volver, una vez terminado el reparto de juguetes y regalos. -¿Qué hace? –preguntó Melchor. -Unos cálculos. -Pues déjese de cálculos y montemos en los dromedarios cuanto antes… tengo los pies helados –propuso Melchor. -Pues de dromedarios se trata –dijo Papá Noel. Y ante la cara de sorpresa de los reyes Magos, añadió: -A ver como está el nivel de matemáticas allá por Oriente. -Pues estupendamente –le cortó Melchor- Porque si tiene usted idea de lo que habla sabrá que, precisamente los árabes pueden ser consideraros y con razón los divulgadores de la gran Matemática en Occidente. -Por no hablar de la numeración, que si no fuera por nosotros en todo Occidente seguirían contando con números romanos, sin ir más lejos, a nuestros dromedarios

los contarían así: I, II, III y IV en lugar de 1, 2, 3 y 4. ¿Qué le parece? –dijo esta vez el Rey Gaspar, chusco. -Me parece que se dejen de cuentos y contesten a una pregunta que les voy a hacer después de observar a sus cuatro dromedarios y el prado en el que pastan – contestó Papá Noel, y añadió: -He deducido que en este prado podríamos apacentar los cuatro camellos… perdón, los cuatro dromedarios durante cuatro días, o dos dromedarios durante diez días, antes de que se comieran toda la hierba. Además, me he dado cuenta de que todos los dromedarios pastan a la misma velocidad. Así que, aquí viene la pregunta: ¿Cuánto tiempo podríamos alimentar a un solo dromedario con el pasto de este prado? No se sabe si los Reyes Magos no supieron o no quisieron resolver el problema planteado por Papá Noel. Pero lo que sí se sabe es que, pretextando que se les estaba retrasando la entrega de juguetes, montaron a toda prisa en sus dromedarios alejándose del prado rápidamente. Y que de vuelta al lugar del accidente remolcaron el trineo accidentado hasta un taller mecánico donde explicaron a su dueño que aparte de la reparación de chapa y pintura, descubrieron en el trineo que estaba escaso de líquido de frenos, mal de bujías y que la batería estaba a punto de agotarse. Y, además le avisaron de que tendría que pasar la ITV antes de las próximas navidades. Ante este dictamen, los Reyes Magos preguntaron: -¿Pero entonces, los renos…? Y, un tanto avergonzado, Papá Noel se sinceró, reconociendo: -Son de adorno. La tradición, ya saben, los niños me esperan ver llegar sobre mi trineo tirado por los renos… y no puedo prescindir de ellos a pesar de que el trineo funcionaría solo. Me he creado una imagen y ya no puedo prescindir de ella, como, por ejemplo, siempre vestido con este ridículo trajecito rojo que odio, con el que paso un frío terrible, que donde este un buen anorak. Los Reyes Magos dejaron a Papá Noel a la espera de que le repararan el trineo, mientras telefoneaba a Laponia para que le enviaran un segundo juego de renos. Mientras que los niños que recibían los regalos de los Reyes Magos los recibieron puntualmente en la Noche de Reyes, los niños que esperaban los de Papá Noel los recibieron a finales de enero, cuando ya había empezado los colegios. Fue un retraso muy comentado. Un auténtico desastre. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

CUENTO DE NAVIDAD

-¿Quiénes sois? –preguntó Lucas, retrocediendo aterrado. -Somos los Espíritus de las Matemáticas –contestó uno de los tres espectros que habían aparecido de improviso ante el joven que estudiaba en su cuarto. -Yo soy el Primero de los Tres Espíritus de las Matemáticas –añadió el espíritu que había hablado. Y señaló a sus compañeros, que dijeron: -Yo soy el Segundo de los Tres Espíritus de las Matemáticas. -Y yo el Tercero de los Tres Espíritus de las Matemáticas. Pero la explicación no tranquilizó al asustado estudiante. Y aunque no creía en fantasmas, la presencia de aquellos tres misteriosos espectros que habían aparecido de improviso flotando a un palmo del suelo e irradiando una extraña fosforescencia que iluminaba con una intensa luz amarillenta la habitación, le había sobresaltado. Dos de ellos vestían con ropa parecida, lo que demostraba que pertenecían a la misma época, más o menos, calculó Lucas, de los siglos XVII o

XVIII: chaqueta larga y calzón de terciopelo hasta la rodilla, camisa blanca de amplios puños y pañuelo también blanco al cuello, medias blancas y zapatos negros de cuero con ligero tacón y hebilla de plata, y peluca empolvada y rizada cayendo sobre los hombros en el caso del Segundo Fantasma, y más sencilla, peinada hacia atrás y recogida en cola de caballo en el caso del Tercer Fantasma. Y también les distinguía el hecho de que el Tercer Fantasma ocultaba sus ojos tras unas gafas con cristales ahumados y llevaba un fino bastón en la mano con el que tanteaba el suelo al desplazarse, al modo de los ciegos. En cuanto al que se había presentado como el Primer Fantasma no tenía nada que ver en cuanto a indumentaria con sus compañeros, ya que vestía una amplia túnica de algodón blanco con una banda azul recorriendo el borde y calzaba unas sencillas sandalias de cuero, era calvo y mostraba una gran barba blanca y rizada, con todo el aspecto de ser un filósofo griego o un patricio romano. Lo único que les unía es que los tres cargaban con libros, cuadernos, hojas sueltas y rollos de pergamino que se les caían continuamente provocando un trajín de agacharse para recogerlos para volverse a agachar al minuto siguiente, sobre todo el que se había presentado como el Tercer Espíritu, que cargaba con un montón de libros y carpetas que llegaban hasta el techo. A Lucas, el asustado estudiante de Matemáticas, le eran familiares sus fisonomías, auque a pesar de ello siguiera inquieto ante la inesperada aparición… hasta que recordó que sobre su mesa estaba el libro titulado “Canción de Navidad”, el clásico de Dickens que había leído de pequeño y que ahora estaba releyendo. Entonces es cuando cayó en la cuenta de la similitud entre la escena que estaba viviendo y el argumento del libro. Así que, dudando si estaría soñando o no y haciendo un esfuerzo para superar el temor que aún sentía, preguntó: -¿Son ustedes los tres espíritus de las navidades que se le aparecen a Evenezer Scrooge? -¿A quién? –preguntaron a su vez los tres espíritus. -A Scrooge, al protagonista de “Canción de Navidad”, el cuento de Charles Dickens que estoy leyendo. Al avaro más miserable, cicatero, ruin, tacaño, roñoso, cutre, egoísta, usurero y despreciable del mundo. -Se ve que le tienes aprecio –dijo, chusco, El Tercer Fantasma. -Pues no, no somos los tres espíritus de las navidades que dices –dijo el Tercer Espíritu. -Es que como estamos en Navidad… A Scrooge, por si no lo sabían, que me da la impresión que no lo saben, se le aparecen tres espíritus en Navidad para darle un escarmiento por su inhumana avaricia. Y estos tres espíritus son el Espíritu de las Navidades Pasadas, el de la Navidad Presente y el de las Navidades Futuras. Por

eso, al verlos ahí a los tres plantados, pues pensé que podían ser los Tres Espíritus que buscaban a Scrooge… y que se habían equivocado de dirección. -En primer lugar, y tal como has insinuado, no conocíamos el cuento del tal Charles Dickens; en segundo lugar nosotros no somos los espíritus de las navidades y en tercer lugar… bueno… en tercer lugar… pues… no se me ocurre nada para ponerlo en tercer lugar –dijo el que se había presentado como el Primer Espíritu, un tanto avergonzado. -Pues en tercer lugar… podríamos añadir que nosotros no somos los espíritus que dices porque somos, como te dijimos al principio, los Espíritus de las Matemáticas, o al menos tres de sus grandes espíritus, ya que hay tantos grandes espíritus de matemáticos como grandes matemáticos ha habido. –añadió el Segundo Espíritu, saliendo en ayuda de su compañero. -Porque eso sí: para ser espíritu de matemático tienes que ser un matemático muerto –añadió, a modo de explicación innecesaria, el Tercer Espíritu. -Entonces, si no os habéis equivocado de dirección y no habéis venido a mostrarme las navidades pasadas, presentes y futuras, ¿a qué habéis venido? –preguntó Lucas, algo más tranquilo, y añadió: -Por cierto, ¿no estaré soñando? -No, hombre, no –contestó el Primer Espíritu- Ese es el recurso de los malos escritores o de los malos guionistas de cine, es el cuento de siempre: al protagonista le suceden una serie de acontecimientos fantásticos y de pronto se despierta y todo ha sido un sueño. No, eso sería demasiado fácil. Esto que te está pasando es real. Y si nos hemos aparecido precisamente a ti es porque tú, aunque ahora no lo sepas, serás un gran matemático. Y nosotros, que todo lo sabemos, nos aparecemos para animar a los jóvenes futuros matemáticos. -¿Y ganaré la Medalla Field? –preguntó Lucas. -Hombre, tampoco te pases. De momento confórmate con saber que serás un gran matemático, que ya es algo, ¿no? Por cierto, ¿qué es esa cuadrícula que tienes sobre la mesa? -Un problemilla muy fácil que le estaba preparando a un amigo mío. Es que nos inventamos problemas y nos los ponemos… -Para fastidiaros el uno al otro… –dijo el Primer Espíritu, sonriendo. -No, no, qué va; lo hacemos porque nos gustan las matemáticas. -A ver, a ver, déjame verlo –dijo el Primer Espíritu, cogiendo el papel de encima de la mesa, a la vez que se le caían de las manos unos cuantos pergaminos que llevaba enrollados… y leyó: “Completa el cuadrado”

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-Bueno, tienes razón, este problema es sencillísimo. Y eso que yo soy ante todo geómetra… y la verdad es que con la numeración indo-arábiga no me llevo muy bien ya que la he tenido que aprender ya de espíritu, que cuando yo estaba en activo en mi Siracusa natal ni siquiera teníamos la numeración romana. También me ha ayudado que, como espíritu, he seguido atentamente la trayectoria de mis trabajos en particular y de las matemáticas en general, desde mi siglo hasta ahora, por eso sé que la numeración indo-arábiga, que tengo que reconocer que está muy bien, la trajo a Europa el gran Fibonacci. Y con todo, como los humanos somos muy brutos no tuvo autentica divulgación hasta por lo menos el siglo XV. -Pues sí, más de 300 años después de que él la trajera –dijo Lucas, para que el anciano de la túnica se diera cuenta de que sabía de lo que estaba hablando. -Pero, en fin, lo dicho: que este problema es un problemilla. Por cierto, señor Newton, le podríamos facilitar a este alevín de matemático algún problema un poco más difícil que el de la cuadrícula, para que fastidie a su amigo, ¿qué le parece? -Muy bien, le podríamos poner el de… -contestó el aludido. -Un momento, un momento… ¿Usted es Isaac Newton? –preguntó Lucas, sin poder reprimir la sorpresa. Y antes de que el Segundo Espíritu le respondiera, se volvió hacia el Tercer Espíritu de las Matemáticas y preguntó: -¿Entonces usted, por su aspecto, seguro que es…? -Leonhard Euler, a su disposición –contestó, haciendo una historiada reverencia. -Y usted, así, por el atuendo, yo diría que es Arquímedes, ¿no? -Has acertado… y eso que mira que me representáis mal. Como de Newton y Euler hay retratos y grabados, pues os podéis hacer mejor una idea de cómo fueron, pero de mí… -contestó el Espíritu de Arquímedes. -Y yo que creí en un primer momento que eran ustedes los Reyes Magos que venían disfrazados. Esta situación empieza a ser surrealista. Ahora sí que estoy seguro que estoy soñando. -¿Por qué? –preguntó el Espíritu de Newton- O sea, que te crees que somos los Espíritus de las Matemáticas, incluso que somos los Reyes Magos disfrazados… y no te crees que somos Arquímedes, Euler y yo.

-Porque estaba influenciado por el cuento de Dickens… y porque estamos en Navidad –contestó Lucas, y añadió, ya bastante más tranquilo- Pero, ¿de qué problema hablaban? -Bueno –dijo el Espíritu de Arquímedes- ponedle el problema, señor Newton. Y ya que vos sois también astrónomo, ponedle un problema planetario. Y el Espíritu de Newton, escribió sobre un papel un breve texto y un dibujo, entregándole el papel a Lucas, que leyó el enunciado en voz alta: “Dos planetas giran alrededor de una misma estrella. El exterior tarda doce años en completar una órbita y el interior, diez. Ahora mismo se encuentran alineados con la estrella. ¿Cuándo volverán a alinearse otra vez?”

-¿No será demasiado difícil para un joven del siglo XXI? Tened en cuenta que ahora los jóvenes, con tanta televisión y tanta PlayStation, tienen las neuronas un tanto… dijo el Espíritu de Arquímedes. -¿Difícil? A mi me parece bastante normal… y hasta propondría otro más difícil. Cualquiera de mis trece hijos sabría resolver ese problema de los planetas a la primera -dijo el Espíritu de Euler, agachándose de nuevo para recoger, una vez más, tanteando el suelo ayudado por sus dos compañeros, unas libros que se le habían caído al suelo. -Me están poniendo nerviosos con el trajín que se traen recogiendo libros, papeles y rollos del suelo. ¿Por qué llevan tantos libros y papelotes en las manos? -Es que siempre viajamos con lo más esencial de nuestra obra, por si acaso. Y claro, en mi caso he elegido los tres tomos de la primera edición de mi opera magna: mis Philosophiae naturalis principia matematica. En el caso de Arquímedes es más complicado, ya que como en su época no encuadernaban los trabajos en forma de libro pues viaja con todos esos rollos, lo cual es incomodísimo. Y no digamos Euler, míralo, se empeña en viajar con su obra completa encima. Y por si no lo sabías, publicó más de 500 libros y artículos, ya que se calcula que escribió una media de 800 páginas al año lo que le hace el matemático más prolífico de la Historia de las Matemáticas –y añadió, bajando la voz y aprovechando que a Euler se le habían vuelto a caer un montón de libros y que Arquímedes le ayudaba a cogerlos – Además, como está ciego, que así pasó los últimos años de su vida terrenal, pues tenemos que ayudarle y acabamos agotados de tanto agacharnos y levantarnos… y es que ya no tenemos cuerpo para esto, bueno, ni para esto ni para nada, dado que somos espíritus.

En cuanto estuvieron todos los papeles de Euler recogidos, dentro de lo que cabía, se hizo un incómodo silencio en la habitación, hasta que el Espíritu de Newton, dijo: -Bueno, pues nosotros nos vamos. -¿Tan pronto? –preguntó Lucas, que ya se había acostumbrado a la presencia de los espíritus. -Es que tenemos que aparecernos aún a otros tres estudiantes de matemáticas para decirles, como te hemos dicho a ti, que serán grandes matemáticos en el futuro. El problema es que uno vive en Francia y otro en Alemania, que por lo menos nos quedan cerca… pero es que el tercero vive en Australia. Además, tenemos que contar con la diferencia horaria, que no te creas que esto de aparecerse es tan sencillo, sobre todo porque nos aparecemos de noche, ya que la aparición es más espectacular que de día –añadió el Espíritu de Arquímedes. Entonces, el Espíritu de Euler preguntó: -¿Quieres o no quieres un problema más difícil para ponerle a tu amigo? -De acuerdo, puede ser una buena idea. -Muy bien, pues anota el enunciado, que es muy fácil de copiar, aunque el problema sea difícil. “Hallar todos los números naturales de 4 cifras, que sean iguales al cubo de la suma de sus cifras.” -¿Ya está? –preguntó Lucas, asombrado -¿Y este enunciado tan sencillo es de un problema difícil? -Prueba a hacerlo –contestó Euler, sonriendo. Y el Espíritu de Newton, adelantándose y dando la aparición por terminada, extendió la mano para que Lucas la estrechara, a la vez que le decía: -En fin, Lucas, mucha suerte en tus estudios y que no se te suba a la cabeza lo que hemos dicho de que serás un gran matemático, que si lo llegas a ser será porque te has preparado convenientemente. Lucas estrechó las manos de los espíritus de Arquímedes y de Newton, y no pudo hacer lo mismo con el de Euler ya que no tenía manos más que para sujetar su inmensa obra. Y en un momento, tal y como habían aparecido, desaparecieron dejando tras de sí el resplandor fosforescente que tardó prácticamente toda la noche en desaparecer y un tan penetrante como extraño olor mezcla de incienso, nuez moscada, queso de roquefort y vainilla. Al día siguiente, la madre de Lucas, al entrar a su dormitorio para despertarlo para que fuera a la facultad, torciendo el gesto, le dijo:

-Por Dios, Lucas, esta habitación huele a rayos. Te he dicho mil veces que saques tus zapatillas al balcón por la noche… y que ventiles la habitación de vez en cuando. P.S: A Lucas le fue concedida la Medalla Field en el ICM del 2032… y los espíritus de Arquímedes, Newton y Euler, aunque ya lo supieran de antemano, aplaudieron entusiasmados. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

CHARLIE Y EL CHOCOLATE

Este relato es uno de los contenidos en el libro MATECUENTOS-CUENTAMATES 3 de J. Collantes y A. Pérez Ed. NIVOLA 2006) A Charlie no le gustaba el chocolate. Sin embargo a su madre sí le gustaba el chocolate; a su padre le gustaba mucho el chocolate; a sus dos hermanos les gustaba muchísimo el chocolate; todos sus amigos se volvían locos por el chocolate y a él, que era amigo del señor Bonca, el dueño de la fábrica de chocolate, no le gustaba el chocolate. -Estás loco, Charlie. Estás como una cabra. Cómo es posible que a ti no te guste el chocolate. Si te gustara, el señor Bonca te regalaría todo el chocolate que quisieras. Y en cambio a nosotros, que nos gusta muchísimo, nunca nos regala nada, ni una miserable chocolatina, ni siquiera un bombón –le decían su madre, su padre, sus hermanos y sus amigos. El señor Bonca tenía una fábrica de chocolate a las afueras del pueblo de Villachoco. Era la fábrica más grande y más moderna del país y hasta del mundo. Producía tal

cantidad de chocolate que, decían, si hubiera un escape de chocolate líquido y se vaciaran de pronto sus grandes depósitos, el chocolate cubriría todas las calles del pueblo, todas las carreteras, todos los campos y llegaría por lo menos hasta Villalate, un pueblo que estaba a 60 kilómetros. El señor Bonca era muy tacaño, un auténtico avaro. Nunca regaló ni una sola tableta de chocolate a nadie. Solamente tenía un amigo y ese era Charlie. En el pueblo decían que si el señor Bonca había aceptado a Charlie como su amigo era precisamente por eso: porque no le gustaba el chocolate. Así no tendría que regalarle ni tan siquiera un bombón. Incluso muchas veces, adivinando cual sería la repuesta, el señor Bonca con pérfida sonrisa, le preguntaba: -Charlie, ¿quieres un poco de chocolate? Y Charlie contestaba lo que él esperaba: -No, muchas gracias; ya sabe usted que a mí no me gusta el chocolate. Hasta que un día, harto de que siempre le ofreciera chocolate, en vez de un donut, o una coca-cola, o un bocadillo de jamón, por ejemplo, Charlie contestó que sí, que sí quería chocolate. El señor Bonca se quedó paralizado por la sorpresa: ahora no tendría más remedio que regalarle una chocolatina a su amigo Charlie, él, que nunca había regalado nada a nadie. A sí que, se le ocurrió una idea: -Querido Charlie, tendrás que ganártelo. Te daré todo el chocolate que quieras si aciertas un acertijo y me resuelves tres problemas que serán: el primero fácil, el segundo un poco más difícil y el tercero un poco más complicado. Hoy te pondré el acertijo y durante tres días seguidos cada uno de los problemas. ¿Estás de acuerdo? Charlie se quedó muy cortado porque se le daban muy bien los acertijos pero mal las matemáticas, aunque aceptó inmediatamente ya que se le ocurrió un plan para sacarle todo el chocolate posible al tacaño del señor Bonca. Así que le dijo que estaba de acuerdo. -Sí, pero si fallas en algún problema, si no lo sabes hacer o lo resuelves mal tendrás que devolver todo el chocolate que te haya dado antes. Vamos allá. Si aciertas este acertijo te daré una tableta de chocolate. -Ni hablar, tienen que ser 5 tabletas –propuso Charlie. -¡¡ 5 Tabletas!! ¡Tú estás loco! –exclamó indignado el señor Bonca. -Si no son 5 tabletas, no juego.

El señor Bonca, por miedo a perder al único amigo que tenía aceptó a regañadientes. -Está bien. Ahí va el acertijo: “Tres niños tienen que repartirse entre sí 21 vasos, de los cuales 7 están totalmente llenos de chocolate, otros 7 están llenos de chocolate hasta la mitad, y 7 están vacíos. ¿Pueden repartirse los vasos y el chocolate de tal modo que cada niño se lleve la misma cantidad de chocolate y una misma cantidad de vasos? (Todos los vasos son iguales y está prohibido pasar chocolate de un vaso a otro.)” Charlie se concentró, echó sus cuentas, sumó con los dedos... y en tres minutos le dio la respuesta al señor Bonca. La respuesta era correcta. A pesar de lo furioso que estaba al ver que su amigo había acertado el acertijo, le dio las 5 tabletas de chocolate prometidas. Aquella tarde lo celebró con sus amigos que estaban maravillados: Charlie había conseguido ganarle al tacaño del señor Bonca nada menos que ¡¡ 5 tabletas de chocolate !! 5 tabletas de delicioso chocolate con leche y con almendras, el chocolate más rico que se hacía en la fábrica, el más delicioso. Pero mientras todos lo celebraban y se comían el chocolate Charlie y sus hermanos preparaban el plan que se le había ocurrido y que no podía fallar. El plan para darle su merecido al avaro señor Bonca. Al día siguiente, en su visita de todas los días, el dueño de la fábrica recibió sonriente a su amigo. -Buenas días, amigo Charlie. ¿Estás preparado? Ayer me cogiste por sorpresa con un acertijo facilísimo, pero hoy te lo voy a poner un poco más difícil. Ya veo que vienes preparado con tu cuaderno y tu bolígrafo, así que, vamos allá con el primer problema, que es el más fácil de los tres: “La distancia de Villachoco a Villalate es de 60 km. Charlie y Olga caminan desde Villachoco hasta Villalate a una velocidad constante de 5km/h. Cada 10 minutos sale un tren de Villachoco a Villalate, que viaja a una velocidad constante de 80km/h. ¿Cuántos trenes que viajan de Villachoco a Villalate ven pasar Charlie y Olga durante su caminata si salen de Villachoco al mismo tiempo que sale un tren?” -Muy bien –dijo Charlie- pero si resuelvo bien el problema me tendrá que dar tantas chocolatinas como la velocidad a la que viaja el tren. -¡¡ Ochenta chocolatinas !! ¡Tú estás loco! ¡Ni hablar! -Pues no hago el problema. El señor Bonca, desesperado y furioso daba vueltas por su despacho. No podía aceptar ese chantaje... pero, por otro lado estaba convencido de que Charlie no conseguiría resolver el problema. Así que decidió aceptar.

-Está bien. Pero el problema tiene que estar bien resuelto, perfecto. Como haya el mínimo error, te quedas sin chocolate. -Muy bien –contestó Charlie, y se puso a resolver el problema. Lo que menos podía imaginar el señor Bonca es que Charlie había instalado un pequeño micrófono en su bolígrafo que actuaba como emisor. De esta manera el enunciado del problema fue escuchado por sus hermanos y sus amigos que estaban en el parque. Ellos fueron resolviendo el problema para ir dictándoselo a Charlie, que lo escuchaba a través de un receptor en miniatura, un mini altavoz que llevaba instalado en la oreja y camuflado entre el pelo largo. A Charlie se le había ocurrido esta idea recordando que el padre de su amigo Jesús tenía una tienda en Villalate que se llamaba “La Tienda del Espía”. En esa tienda vendían todo lo necesario para espiar: prismáticos de láser para ver en la oscuridad, mini cámaras digitales de fotos, grabadoras ocultas en un encendedor, micrófonos tan pequeños como un botón... y bolígrafos con mini micrófono y receptores miniatura para esconder en el pabellón de la oreja. Así que, allí estaba Charlie, disimulando, haciendo como que resolvía el problema cuando en realidad lo estaban haciendo entre todos en el parque y dictándole los resultados que él iba anotando en el cuaderno. -Ya está. Era un problema facilísimo –dijo Charlie. Al señor Bonca le dio un ataque de nervios cuando vio que Charlie había resuelto correctamente el problema. Se tiró al suelo pataleando, mordió los bordes de la alfombra, lloró desconsoladamente... pero tuvo que darle a Charlie sus 80 chocolatinas. Fiesta en el parque. Los hermanos y amigos de Charlie le llevaron a hombros como si fuera un torero triunfador, mientras se ponían morados a comer chocolatinas. Al día siguiente, de nuevo en la fábrica, Charlie se preparó para atacar el segundo problema. Con el bolígrafo-micrófono en la mano y el mini-receptor bien ajustado en la oreja derecha, dijo: Preparado. Entonces el señor Bonca, que no había podido dormir a causa del disgusto, dictó el segundo problema: “Con tres dígitos distintos se forman seis números de tres cifras distintas. Si se suman estos seis números el resultado es 4218. La suma de los tres números más grandes menos la suma de los tres más pequeños es igual a 792. Hallar los tres dígitos.” -Muy bien –dijo Charlie- pero a cambio de hacerlo quiero, quiero, quiero... tantas chocolatinas como suman los seis números del problema. -¡¡ 4218 !! ¡Imposible! ¡Me niego! ¡Eres un chantajista! -Muy bien, pues me voy –dijo Charlie poniéndose en pie.

-No, no... espera. Negociemos. ¿Que te parece si en vez de 4218 chocolatinas te diera la otra cifra del problema, es decir 792 bombones. -De acuerdo, pero que sean 792 chocolatinas en lugar de bombones. -¡Chantajista, ladrón, me vas a arruinar! Pero... está bien. De acuerdo. Empieza a hacer el problema, que estoy seguro de que me voy a ahorrar las 692 chocolatinas. Seguro que no sabrás resolverlo. -¡ 792 ¡ -recalcó Charlie. -Es verdad, que tonto, me había equivocado. -Sí, qué casualidad, siempre se equivoca usted a su favor. Mientras tanto, en el parque, hacían entre todos el problema. Y como les dio tiempo a resolverlo mientras Charlie y el tacaño señor Bonca discutían, se lo dictaron tan rápido que en un momento el niño ya lo tenía copiado sobre el papel. El señor Bonca estudió detenidamente las operaciones y el resultado del problema. Sacó una lupa del cajón para verlo mejor, lo volvió a repasar y al comprobar que estaba bien y que acababa de perder 792 chocolatinas cayó desvanecido sobre la alfombra. Pero Charlie se dio cuenta que estaba fingiendo. Así que, dijo en voz alta: -Pobre señor Bonca. En fin, que le vamos a hacer. Llamaré a su secretaria para que le ayude y mientras tanto yo me llevaré las 892 chocolatinas que he ganado. -¡¡¡ 792 !!! –exclamó el falso desmayado, levantándose de un salto. -Es verdad, que tonto, me había equivocado –dijo Charlie, imitando la voz del que siempre se equivocaba a su favor. Cuando Charlie llegó al parque en la furgoneta en la que llevaba las 792 chocolatinas estalló la fiesta. Todos aplaudían entusiasmados mientras Charlie tiraba chocolatinas por la ventanilla. Y aún sobraron para que al día siguiente se pusieran morados todos los alumnos de su colegio, que desde entonces llamaron a su amigo Charlie el Chocolatero. Al día siguiente volvió a la fábrica dispuesto a resolver el tercer y último problema. O mejor dicho, a fingir que resolvía el tercer problema. Los mejores alumnos del colegio en matemáticas estaban preparados en el parque. Todo preparado. En el despacho del dueño de la fabrica también estaba todo preparado... todo menos el receptor que estaba escondido en la oreja de Charlie ya que, aunque él aún no lo sabía, se había estropeado. -Muy bien, amigo mío. ¿Qué tal te sentó el chocolate que me ganaste ayer? Pues prepárate que hoy no te va a resultar tan sencillo. Vamos, toma nota que te voy a dictar el tercer problema: “Si se escribe hoy la edad de Alejandro y a continuación la

edad de Carlos, se obtiene un número de cuatro cifras que es un cuadrado perfecto. Si se hiciera lo mismo dentro de 11 años, se tendría de nuevo un cuadrado perfecto de cuatro cifras. Hallar las edades actuales de Alejandro y Carlos.” -Bueno, vamos a ver que quiero hoy a cambio. Quiero, quiero... tantas tabletas de chocolate de las grandes como años tiene Alejandro... -Ah, eso está muy bien –dijo muy contento el señor Bonca. - ...multiplicado por los años que tiene Carlos... –añadió Charlie. -Oye, oye, no te pases. - ... y multiplicado ese número por cien. Y esa cantidad me la dará todos los años en Navidad, para que yo la reparta entre todos los niños del pueblo. El señor Bonca ya ni protestó. Se resignó con la esperanza de que su amigo no supiera resolver el problema. Mientras tanto, en el parque había problemas de otro tipo: ya habían resuelto el problema pero no podían decírselo a su amigo ya que el receptor que Charlie llevaba escondido en la oreja se había estropeado. Charlie se dio cuenta de que algo no funcionaba. Y acercándose el bolígrafo-emisor a los labios preguntó: ¿Qué pasa? -¿Qué quieres decir con “qué pasa”? –preguntó el señor Bonca. -No, nada –contestó el niño, disimulando. Charlie estaba perdido. El receptor no funcionaba. No podría resolver el problema. No solo no ganaría la última apuesta sino que tendría que devolver todo el chocolate que había ganado hasta ese momento ...¡¡ Y que ya se habían comido !! Palideció, empezó a sudar, sintió que se mareaba. El señor Bonca esperaba y el receptor estaba mudo, nadie le decía cómo tenía que hacer el problema. El dueño de la fábrica de chocolate se dio cuenta de que algo raro pasaba y preguntó: ¿Qué te pasa? -No, nada, que estoy un poco mareado. -Si quieres lo dejamos, ya que estás malo... o te has puesto malo al ver que no sabes hacer el problema –insinuó el señor Bonca, sonriendo. A Charlie le dio una rabia horrible el sarcasmo del dueño de la fábrica. Y terror al pensar en cómo se las arreglaría para devolver todo el chocolate que debía. Así que, decidió que intentaría resolver el problema. Se concentró, volcó toda su energía mental, atacó el problema leyendo atentamente el enunciado, empezó a hacer cálculos y operaciones, tachó los números veinte veces, rompió diez o doce hojas del cuaderno, sufrió y sudó pero.... para su sorpresa ¡resolvió el problema! Sin estar seguro de si estaría bien, así que se lo entregó temblando al señor Bonca que lo

cogió, lo repasó, lo volvió a repasar, lo repasó cien veces... y cayó desplomado sobre la alfombra, pero está vez echando espuma por la boca y pataleando. Charlie, convencido de que el ataque de rabia era la confirmación de que había hecho bien el problema empezó a dar saltos de alegría. En el pueblo, al conocer la noticia, recibieron a Charlie como un héroe cuando llegó con el camión cargado de tabletas de chocolate. Aplausos, vítores, fuegos artificiales, las calles engalanadas, todo el pueblo en la calle para aclamar a Charlie que, subido el lo alto del camión, arrojaba a la multitud tabletas y más tabletas de chocolate. El señor Bonca reconoció su derrota y llegó a la conclusión de que no le importaba nada regalar todas las navidades esa cantidad de chocolate, que no era ni el 10% de la producción de su fábrica. Así, podría seguir disfrutando de la amistad de Charlie el Chocolatero. A partir de entonces, el día de Navidad el pueblo de Villachoco se iluminaba con luces de fiesta. Y todos los niños salían bien abrigados a la calle a esperar el gran camión que traía las tabletas del chocolate más delicioso del mundo. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

MÓSTOLES CONTRA FRANCIA. (La verdadera historia)

La acción transcurre en España, durante el año 1808. Francia, como sabrá no todo el que haya estudiado –que eso es mucho pedir- sino simplemente el que haya leído un poco de Historia, invade la Península Ibérica. Aquella invasión fue para los franceses lo que se llama “un paseo militar” al encontrase como enemigo a un ejército anticuado e inoperante... hasta que el alcalde de Móstoles y sus paisanos decidieron alzarse en armas y declarar, por su cuenta, la guerra a Francia. (Móstoles, para el que no lo sepa, es un pueblo cercano a Madrid, pero no tanto, hoy convertido en ciudad dormitorio de la capital. En Madrid se cuenta el siguiente chiste: un amigo le dice otro: ¿Tú tienes miedo al Más Allá?; y el otro contesta: Como voy a tener miedo al Más Allá, si vivo en Móstoles.) Este acto, que aparentemente podría parecerle un disparate a un sesudo y teórico analista militar o político, (me refiero al levantamiento popular, no a vivir en Móstoles) resulta que funcionó comenzando así la reacción contra el ejército invasor. En un campamento establecido ante Villarejo de la Jara, pueblo cercano a Móstoles, los franceses se preparan para invadirlo, como aperitivo antes de atacar Móstoles. Las fuerzas invasoras están al mando del general Charles Surlepont d´Avignon y de su segundo, el coronel Pierre L´onydance L´onydance. El coronel entra en la tienda del general, y le dice:

-Mi general... (los militares, como son muy suyos, siempre dicen “Mi... lo que sea” delante del cargo correspondiente, pero siempre de abajo hacia arriba, y no a la inversa; por ejemplo: cuando un soldado raso se dirige a un capitán, dice: mi capitán. En cambio, cuando el capitán se dirige al soldado no le dice: mi soldado, porque suena muy mal y hasta tiene cierto aire sospechoso en el que más vale no ahondar.) Mi general, ¿no podríamos montar el campamento en otro pueblo? -¿Por qué? –preguntó el general (bueno, en realidad, dijo: Mais pourquoi?, pero, para entendernos, traduciremos la conversación). -Porque nuestros soldados se están atragantando al intentar pronunciar el nombre del pueblo. ¿Usted ha intentado pronunciarlo? Pues más o menos lo decimos así: Vilaguego de la Gaga –y no pudo seguir hablando porque se atragantó victima de un violento ataque de tos y de una náusea que le volvió del revés el estómago. Cuando consiguió recuperarse del ahogo, añadió: -Además, a los que cogen prisioneros les ponen una adivinanza, más o menos complicada, y si no saben resolverla lo torturan haciéndole comer chorizo picante, morcilla y torreznos bien regados con vino de Valdepeñas y anís de Chinchón. -¿Y eso es malo? –preguntó el general. -¿Que si es malo? Tengo a medio regimiento con diarrea y con el estómago destrozado. A mí, personalmente, me capturaron ayer los de Vilague... Vilaguego...., bueno, de ese pueblo que usted y yo sabemos... y me dijeron: te dejaremos en libertad si resuelves el siguiente acertijo: “¿Cómo podrías llenar, con un saco lleno de trigo, 2 sacos del mismo tamaño que el saco que contiene el trigo?” -¿Y qué pasó? -Pues que acerté la solución, porque era muy sencilla y porque, además, mi abuelo era molinero. Entonces, la cosa se complicó cuando apareció el hijo del alcalde de Vilag... Vilegue.... ya sabe. Pues bien, el hijo del alcalde es matemático, y les dijo a sus paisanos: Ese acertijo es muy sencillo; un coronel del ejército francés se merece uno más complicado. Y me dijo: “En un frente de batalla el general, que es matemático, establece el santo y seña para dejar pasar a las patrullas cuando regresan a los puestos avanzados. En uno de ellos el centinela dice “catorce” y soldado responde “siete” y pasa. Al siguiente le dice “cinco” y la patrulla responde “cinco” y también pasa. Al tercer soldado el centinela la dice “quince” y el otro le responde “seis” y pasa. ¿Qué le tiene que responder un espía cuando el centinela le dice “diez”?” -¿Y qué pasó? –repitió el general. -¡Un kilo de chorizo picante! –exclamó el coronel, llorando en el hombro del general Un kilo de morcilla rezumando pimentón picante, me obligaron a tragar esos salvajes al no saber resolver la adivinanza.

En ese momento llegó hasta la tienda el rumor de un tumulto. El general Surlepont d´Avignon y el coronel L´onydance L´onydance salieron al exterior (porque salir al interior es bastante difícil) y se encontraron al capitán Simon Auclaire Delalune discutiendo con el sargento Paul Monami Pierrot. Al preguntar qué pasaba, el capitán contestó: -Mi general, hemos sitiado Vilag... Vilague.. Vilaguego... –y un tremendo ataque de tos dejó amoratado al capitán al intentar pronunciar el nombre del pueblo sitiado. Al fin, cuando se recuperó con los manotazos en la espalda que le propinó el sargento, continuó hablando: -Hemos sitiado... ese pueblo... de nombre tan raro, ya sabe; pero nos hemos encontrado con que el acceso menos defendido por sus habitantes es el de un ancho y profundo río que lo rodea en sus tres cuartas partes (en aquella época había en la región de Madrid anchos y profundos ríos). Y los lugareños han volado todos los puentes. Solamente se puede pasar en barca... y el problema es que solamente hay una barca. -¿Cómo que solamente hay una barca? –preguntó el coronel, para que el general viera que estaba interesado por el tema. -Sí, que solamente hay una barca que tripulan el barquero y su ayudante... y nosotros somos 1.000 y tenemos que pasar al otro lado. -Pues tardaremos muchísimo –dijo esta vez el general, dando muestra de su agudeza mental. -Pero ese no es el mayor problema. Lo peor es que el barquero y su ayudante ponen como condición que, una vez pasados todos los soldados ellos dos queden en esta orilla del río. ¿Sabe lo que pasa?: Que el hijo del alcalde de Móstoles, que ya saben que es matemático, ha inculcado de tal manera las matemáticas a los habitantes de los pueblos de la zona, que todo lo convierten en problema. Mire, que así me lo han escrito los barqueros en este papel, como si fuera el enunciado de un problema, que lo es, escuche, escuche: “1.000 soldados llegan a la orilla del río. En la orilla hay una barca y 2 barqueros. La barca sólo puede llevar a los 2 barqueros o a un soldado. ¿Cuántos viajes tendrán que hacer para pasar todos los soldados y que al final los barqueros y la barca se queden en su orilla?” Como el general y el coronel se vieron incapaces de resolver el sencillo problema, se despidieron pretextando tener que resolver complicados asuntos de Estado y volvieron al interior de la tienda. Una vez allí, el general desplegó sobre su mesa un plano de la zona. -Mire, coronel: este es un plano del concejo de... ese pueblo que empieza por V. Yo quisiera calcular cuál es el área de toda la zona y cuál es el perímetro de la parte sombreada, que es la parte correspondiente al pueblo. Así, aplicando la escala correspondiente al resultado, sabría cuántos soldados necesitaría para atacar, ya que parece ser que por el río...

Otro tumulto en el exterior llegó hasta el interior, o sea, de fuera adentro, que es como suelen entrar en los interiores los tumultos exteriores. Y en ese momento entró junto con el ruido del tumulto, el sargento Monami Pierrot llevando un prisionero. -Hemos apresado a este enemigo que, además de enemigo, es el hijo del alcalde de ese pueblo cuyo nombre me niego a volver a pronunciar. -¿El matemático? –preguntaron el general y el coronel al unísono. -El mismo –contestó el matemático, y preguntó: -¿Y me imagino que ustedes no serán Pierre Simon Laplace y Joseph Louis Lagrange.? -¿Mande? -Ya me lo imaginaba –contestó el matemático. -¿Y se puede saber quiénes son esos dos caballeros que ha citado? -Dos matemático franceses que ganan batallas con el cerebro en lugar de con la espada. Dos sabios franceses a los que me gustaría conocer, y no los franceses que me han tocado en suerte... y no es por ofender, pero es que la comparación... -Y, ¿por qué habla usted francés tan bien? –preguntó el coronel. -Por que he estudiado exhaustivamente la obra de Lagrange titulada Mécanique analytique, su obra maestra, un auténtico poema científico. Así aprendí francés y matemáticas. Y también con el Traité de Mécanique Céleste, de Laplace, uno de los grandes trabajos científicos de todos los tiempos. Obras que, imagino, habrán leído –dijo el matemático con retintín. -Claro, claro... por supuesto –dijo el general- Precisamente el Traité ese... es mi libro de cabecera (En realidad utilizaba uno de sus cinco tomos para calzar la pata de una mesa que cojeaba) Hombre, pues ya que hablamos de matemáticos, puede que nos resuelva un problema que nosotros sabemos resolver, por supuesto, pero más que nada es por comparar resultados, ya sabe... -Sí, ya sé... que no saben. Pero, veamos –contestó el matemático. Y se acercó a la mesa donde estaba desplegado el plano. -Bien, ¿y qué quieren saber? -Como verá la zona tiene una forma muy extraña, y quisiera saber cuál es el área de toda la figura y el perímetro de la zona sombreada. -Eso es muy sencillo... si nos planteamos la forma de la zona como un problema – dijo el matemático. Y tomando pluma, escuadra, cartabón, regla y compás estableció sobre el plano la siguiente figura y escribió debajo el enunciado de un problema:

“El triángulo ABC es isósceles con AC = BC y el ángulo ACB es 4/3 del ángulo CBA, AB es un arco de circunferencia de centro C y radio CA. La parte sombreada de la figura tiene aproximadamente 22,61cm2 de área. Los triángulos ECA y BCD son isósceles, rectángulos e iguales entre sí. Así que: ¿Cuál es el área de toda la figura? ¿Cuál es el perímetro de la parte sombreada?” -Aquí está –dijo el matemático, con una sonrisa de satisfacción. -¿Cómo que ya está? ¿Y cuál es el área y el perímetro? -Eso hállenlo ustedes, que según han dicho saben resolverlo. Además son el ejército invasor y se supone que son muy listos. Nosotros solamente somos unos ignorantes lugareños. Por cierto sabían que Napoleón, su emperador, es un gran admirador de Laplace y Lagrange y les ha nombrado Senadores, Condes del Imperio y Grandes Oficiales de la Legión de Honor. A ver, y a ustedes, ¿qué les ha nombrado Napoleón? -Oiga, más respeto. ¡A que le fusilo! –amenazó el general. -Vaya, ¿así actúan los generales de un Emperador magnánimo con los matemáticos? Ahora me explico por qué usted sigue siendo general y Napoleón ha llegado a Emperador. Y observe que, para mayor humillación, he dicho general con minúscula y Emperador con mayúscula. Entre el coronel y el sargento tuvieron que sujetar al general para evitar que estrangulara al matemático que, además, se reía abiertamente en su cara. Al calmarse, pero poco, el general recapacitó sobre las palabras del matemático y le propuso: -Pues para que vea que yo también soy magnánimo con los matemáticos le ofrezco el siguiente trato: si me resuelve... En ese momento entró en la tienda de campaña el comandante Louis Pretêmoi Taplume, para decir: -Un esto es lío. De segadores contratado una cuadrilla hemos y...

-¿Por qué habla así? –preguntó el general. -Es que lo cogieron prisionero la semana pasada -contestó el coronelY al no saber resolver el consiguiente problema que le puso, precisamente este señor –y señaló al matemático que intentaba disimular el ataque de risa- le invitaron, mejor dicho, le obligaron a comerse una pota de callos con garbanzos, bien picantes, por supuesto. Y aquí donde lo ven ahora ya está muy bien. Tenían que haberlo visto la semana pasada: estuvo tres días en la tienda-UVI en coma, hablando en checheno. Poco a poco, ha ido volviendo en sí y por lo menos ya habla en francés y se le va entendiendo, aunque aún no pueda organizar las frases correctamente. Lo que ha querido decir es lo que dice siempre desde el atracón de callos: repite y repite el enunciado del problema que no supo resolver. Tengo unas ganas de que se invente la psiquiatría para ver si lo curan... En fin, el enunciado del problema es este, que me lo sé de memoria de tanto oírlo: “Una cuadrilla de segadores son capaces de segar un campo en 24 horas trabajando todos. Pero comienza el trabajo uno solo, transcurrido un cierto tiempo se le unió otro, al cabo del mismo tiempo se unió el tercero y tras el mismo intervalo de tiempo el cuarto... y así hasta que el último empezó a segar. Cuando terminaron resultó que el primero había trabajado 11 veces más tiempo que el último. ¿Cuánto tiempo trabajó?, ¿Cuántos segadores eran?” -¿Y tan difícil es? –preguntó el general. -Pues debe serlo, que yo no sé si el comandante se habrá quedado así por los callos con garbanzos o por intentar resolver el problema. -Bueno, a lo que íbamos... Para que vea que yo también soy magnánimo con los matemáticos le ofrezco, señor matemático, el siguiente trato: si me resuelve el problema del plano le ofrezco la libertad. -Eso... y que levante el cerco a Villarejo de la Jara y a Móstoles. -Eso es demasiado pedir. -Pues es lo que pido. El general, el coronel, el comandante y el sargento se retiraron a un rincón de la tienda a cambiar impresiones. Y decidieron engañar al matemático asegurándole que no invadirían Villarejo de la Jara ni Móstoles, y se limitarían a dejarlo en libertad. Una vez con los datos del problema en su poder invadirían ambos pueblos fácilmente. El matemático resolvió el problema y le dio al general los datos que pedía: el área de toda la figura y el perímetro de la parte sombreada. Por su parte, el general Surlepont d´Avignon cumplió su palabra dejando al matemático en libertad. Los libros de Historia hablan de la tan inexplicable como espectacular derrota que sufrieron las tropas francesas en la zona de Móstoles. Y lo que no cuentan es lo que realmente sucedió, que es lo que suele pasar en los libros de Historia, que

solamente cuentan la versión patriótica: El matemático, al ver el plano, se dio cuenta de que no correspondía a Móstoles ni a Villarejo de la Jara, sino a una zona pantanosa cercana a ambos pueblos. Entonces, exageró las dimensiones del perímetro y de las áreas pedidas para que el general francés enviara a todas sus fuerzas, como así hizo. Así, la figura A-B-C-D-E era una zona plagada de ortigas especialmente venenosas. Ortigas que hicieron estragos entre el ejército que se adentró en la zona camino de la zona sombreada sobre el plano, la zona A-B-C. Precisamente la zona que el general Surlepont d´Avignon creía era Móstoles... cuando en realidad era una ciénaga en la que se hundió su flamante batallón: soldados, caballos, cañones, armas, estandartes y pertrechos. Los soldados fueron rescatados por los lugareños que, para que se recuperaran, les ofrecieron riñones al jerez, hígado con guindilla, zarajos picantes, gazpacho manchego y una gran fabada que preparó un sobrino asturiano del alcalde que estaba pasando sus vacaciones en Villarejo de la Jara. Nunca más se volvió a ver un francés por la zona. Es más, aún actualmente los turistas franceses eluden pasar cerca sin que nadie sepa la razón... a no ser que, como asegura el actual alcalde de Villarejo, experto en esoterismos, magia y demás patrañas, haya fuerzas ocultas y efluvios suprasensoriales que les advierten del riesgo que corren con la comida de la zona. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

EULER Y SU PROLE

Durante siglos se ha creído, y aún hoy se cree, que Suiza es un país cuya única aportación a la civilización occidental ha sido el reloj de cuco y el chocolate con leche (de ser los guardianes –léase banqueros- de lo que roban todos los ladrones que en el mundo han sido no hablemos, para evitar conflictos diplomáticos). Pero para los matemáticos y los amantes de las matemáticas, Suiza es el país en el que nació Leonhard Euler... y eso ya es suficiente como para redimir a un país, y más si a este nombre se une el del clan de los Bernoulli. Lo cierto es que se supone y se supone bien que la Madre Naturaleza hizo nacer a Euler en Suiza para dignificar al pequeño país centroeuropeo (...que se libra de todas las guerras precisamente porque todos los que las provocan tienen allí guardado su dinero o esperan guardar el que roben, también precisamente, mediante las guerras provocadas). Aquella tarde de primavera del año 1780, Euler trabajaba en su estudio rodeado de sus 13 hijos, 29 nietos, 9 sobrinos, 34 amigos de los hijos y de los nietos y de unos cuantos vecinos – unos 24, aproximadamente- cuando su mujer, la paciente Madame Euler, entró para servir el té con pastas (12 litros de té y 16 kilos de pastas). En ese momento, al sentir el aroma de la infusión, Euler, dejando a un lado el trabajo en el que estaba inmerso y extendiendo la mano para que le dieran su taza de té, preguntó:

-¿Os he contado alguna vez el encontronazo que tuve con monsieur Diderot en San Petersburgo? Y a pesar de que todos -hasta Willhem, el nieto más pequeño, que tenía 2 añoshabían oído la historia cientos de veces, contestaron al unísono: Pues no, nunca nos la contaste (y la razón es que todos, familiares y amigos, adoraban al matemático por ser la persona más afable, familiar y generosa que conocían... y sabían que le encantaba contar historias sobre su pasado matemático). -Pues estaba aquí, en San Petersburgo, hace ya unos cuantos años, cuando me enteré que visitaba la Corte Imperial Rusa el enciclopedista francés Denis Diderot. Me dijeron que me criticaba por ser yo un calvinista piadoso que tenía una sólida fe y creía en Dios, ya que él presumía de agnóstico, cuando no de ateo. Así que le cité en la Academia de Ciencias, ante la Emperatriz y toda la Corte, diciéndole que yo estaba en posesión de la demostración algebraica de la existencia de Dios. Cuando llegó, muy orgulloso él, después de los saludos de cortesía, le espeté en francés:

“Monsieur Diderot:

, donc Dieu existe: répondez!”

Que, más o menos, quiere decir: “Señor Diderot: que: ¡responda!”

, luego Dios existe, así

Os podéis imaginar que se quedó de piedra, mudo de estupor, pues yo sabía que, a pesar de ser el padre de la Enciclopedia, no andaba muy fuerte en matemáticas. Así que aproveché para rematar la faena y le puse este sencillo problema: “Mi mujer escribe un número entero de menos de treinta cifras y que termina en 2. Yo borro el 2 del final y lo escribo al principio. El número que queda escrito es igual al doble del número que había escrito mi mujer. ¿Qué número escribió mi mujer?” El caso es que no supo hacer ni siquiera este sencillo problema y se excusó, saliendo de inmediato de la Academia. La verdad es que no lo volví a ver por San Petersburgo, y me dijeron que hasta se había ido de Rusia. Los 110 presentes –incluida su mujer- rieron por septuagésima quinta vez la anécdota y aplaudieron al final. Y siguieron disfrutando del té con pastas sin darse cuenta que Euler había vuelto a su trabajo, ayudado por uno de sus hijos que escribía lo que su padre le dictaba, con un nieto sentado en cada rodilla y otro encima de sus hombros que, además, se estaban peleando... y él totalmente ausente del caos que se desarrollaba a su alrededor, que ya tiene mérito. Euler tenía el don de la concentración y conseguía, a pesar de que a su alrededor estallara el mundo (y es de suponer que en un hogar con 13 hijos estallaría de vez en cuando) encerrarse en una intensa meditación de la que nada de lo que ocurría a su alrededor podía sacarle. Además, era un hombre de una inmensa curiosidad con interés no sólo en las matemáticas, sino que le apasionaba todo lo relativo a los diversos campos de la

ciencia, pero también la teología, la medicina, la astronomía, la física y las lenguas antiguas, modernas y orientales (escribía normalmente en latín y en francés, a pesar de que su lengua materna era el alemán). Y abstraído estaba en sus cálculos cuando escuchó la palabra Eneida, a la vez que alguien lo zarandeaba violentamente para bajarlo de las nubes: -¿Qué? -Que dice este señor, que es el nuevo vecino, que es imposible que te sepas la Eneida de memoria –le dijo uno de sus hijos, señalando al recién llegado que ya estaba con su taza de té en la mano. Y Euler, una vez más, sonriendo ante la expectación levantada a su alrededor, empezó a recitar la obra de Virgilio, hasta que a los tres cuartos de hora, convencido el vecino de que era cierto lo que le habían asegurado, se disculpó para volver a su casa (a tomarse tres medidas de ácido acetilsalicílico) acompañado de la risa de la familia del matemático que despedía así al incrédulo, mientras él volvía a sus cálculos ayudado por tres de sus hijos. (No creo necesario decir, pero lo digo, por si acaso, que en 1738 Euler perdió la vista de su ojo derecho, como consecuencia de su intenso trabajo sobre la realización de un mapa geográfico de Rusia. En 1741 aceptó la invitación de Federico el Grande de Prusia para incorporarse a la Academia de Berlín, ciudad en la que residiría veinticinco años durante los cuales fue perdiendo progresivamente la visión. Catalina la Grande lo llamó en 1766 para que volviese a ocupar su puesto en la Academia de San Petersburgo y ese mismo año supo que estaba perdiendo definitivamente la vista del único ojo sano, así que se preparó para la ceguera total escribiendo sus cálculos sobre una pizarra en grandes caracteres y dictando sus trabajos a sus hijos. A pesar de esta terrible limitación, a lo largo de su vida el matemático publicó mas de 500 libros y artículos. Y la lista de sus obras contiene 886 trabajos, pues produjo una media de unas 800 páginas anuales, lo que le ha convertido en el matemático más prolífico de la historia de esta ciencia.) Media hora después de que se fuera el aturdido vecino, Euler salió de su meditación empujado esta vez por el ruido ya que, como cada día, 18 de sus 29 nietos y otros tantos amigos suyos hacían cola ante su mesa. El matemático les ayudaba a hacer los deberes escolares así que, dejando a un lado su artículo semanal para la revista de investigación Commentari Academiae Scientiarum Imperiales Petropolitanae -el boletín de la Academia de San Petersburgo que el prolífico Euler, para alegría de sus editores, inundaba con un torrente de artículos matemáticos- y armándose de paciencia, empezó con el primero de la cola. -A ver, ¿cuál es tu problema?... y nunca mejor dicho. -Es muy difícil, abuelo –contestó el nieto número 22 en la escala de nietos - te cuento: “¿Qué número es 2/3 del doble del triple de 5?”

-Pero eso es un acertijo más que un problema. Intenta resolverlo tú, que una cosa es que os ayude con los problemas y otra muy distinta es que os los resuelva yo. Y si no lo sabes hacer, te ayudaré. A ver, el siguiente. Otro de los nietos, el número 14, el que estudiaba el nivel equivalente a 2° del Bachillerato actual (que como aún no se había inventado ni la televisión ni la Play Station dedicaba su tiempo libre a estudiar), preguntó a su abuelo: -¿Abuelo: es verdad que fuiste tú el que inventó el uso de las letras A, B y C para los ángulos de un triángulo, y de las minúsculas a, b y c para los lados respectivamente opuestos a ellos? -Sí, ¿por qué? -Pues porque el profesor de Geometría dice que está encantado con el invento y no para de ponernos problemas de triángulos. Como éste, sin ir más lejos:

“En la figura parece que la distancia del baricentro G, al ortocentro O es el doble que la distancia de G al circuncentro C. ¿Es cierto?, ¿será casualidad en este triángulo o se verifica en todos?” -Pero éste problema es muy fácil. -Será para ti, pero yo llevo una hora dándole vueltas y ni idea... y es que ya me sale humo del cráneo. -Pues fíjate que curioso –dijo Euler- los griegos ya estudiaron las rectas y los puntos notables de un triángulo que, como sabes, son: el ortocentro, que es el punto de corte de las tres alturas y se le llama punto arquimediano del triángulo, y por algo será; el baricentro, formado por la intersección de las tres medianas y que fue estudiado por Arquímedes en la proposición 13 del primer libro de su obra Sobre el equilibrio de los planos hacia 225 a. de C; el circuncentro, situado en la intersección de las mediatrices y aparece en la proposición 5ª del libro IV de los Elementos del

gran Euclides; y el incentro, punto de corte de las bisectrices, que también aparece en la proposición 4ª del mismo libro. -¡Es increíble! –exclamó el nieto número 14. -Pues más increíble es que desde los clásicos griegos hasta ahora nadie, absolutamente nadie, se hubiese dado cuenta de que tres de esos cuatro puntos, baricentro, ortocentro y circuncentro, estaban alineados... ¡en cualquier triángulo! El primero que se dio cuenta fui yo, y de paso lo demostré. Y bauticé a esa recta con mi nombre, que con él pasará a la posteridad: la Recta Euler. Bueno, ya está bien; a ver, el siguiente –dijo el matemático, después de resolverle las dudas a su nieto. Ya había atendido a 12 nietos y a 9 amigos de nietos cuando su hijo mayor entró en el estudio para anunciarle: -Padre, han llegado dos caballeros franceses que quieren hablar contigo. Y entraron los dos caballeros que después de saludar cortésmente se sentaron ante el matemático. Euler percibió con toda intensidad el aroma del perfume que, siguiendo la moda de París, exhalaban los recién llegados ya que desde que se quedara totalmente ciego, el matemático había desarrollado notablemente el olfato. Así que, en broma, preguntó a su hijo: -¿Dos caballeros o dos damas? Los caballeros franceses rieron la broma, uno más que el otro, hasta que el que menos había reído que, además, era el mayor de los dos, dijo: -Señor, soy Denis Diderot, al que recordaréis... y vengo a vengarme. El silencio se cernió sobre el estudio del matemático ante lo que parecía una amenaza. Hasta que el más joven de los recién llegados añadió: -Nada temáis nada de mi sanguíneo compañero, caballero, ya que habla solamente de venganza intelectual, pues dice que le ridiculizasteis hace unos cuantos años ante toda la corte. Y me ha traído para que le ayude en su venganza ya que yo soy matemático. -¿Y quién sois vos? –preguntó Euler. -Joseph Louis Lagrange, para servirle. -¿Sois el joven Lagrange, el de la famosa Mécanique analityque, considerada por todos como un auténtico poema científico?, ¿el mismo que hace ya unos pocos años me envió una carta con la demostración del problema isoperimétrico? – preguntó Euler. -El mismo, señor. ¿Y quién sois vos? Porque monsieur Diderot me convenció para que le acompañara pero sin decirme quien era usted.

-Joven Lagrange, soy Leonhard Euler, también para servirle. -¡¡¡ Euler !!! ¿Sois el gran Euler? –exclamó Lagrange, y se volvió indignado hacia Diderot- ¿Pero cómo no me habíais advertido que me enfrentaría nada menos que al gran Euler? Los dos matemáticos se levantaron de sus asientos para fundirse en un emotivo abrazo y comenzar a intercambiarse conocimientos hasta que, tres horas después, Diderot, para hacerse presente, carraspeó, tosió y hasta bailó un vals alrededor de los abstraídos matemáticos. -Tenéis que zarandearlos –propuso el hijo mayor de Euler- Es la única manera de sacarlos de su mundo, por lo menos en lo que se refiere a mi padre, que así es como lo bajamos de las nubes. Una vez de vuelta a este mundo, ambos matemáticos miraron a Diderot que, timidamente, insinuó: -Monsieur Lagrange, se supone que habíais venido para ayudarme a vengarme del señor Euler. -Sin saber que era el señor Euler, así que mi venganza será vengarme de vos... quedándome junto a este genio todo el tiempo que pueda, que no se si sabréis, aunque imagino que no, que mi compañero Pierre Simon Laplace dijo y muy bien dicho: “Leed a Euler, leed a Euler, es el maestro de todos nosotros” –dijo Lagrange dándose media vuelta para seguir hablando con Euler. -¿Y yo qué hago? –preguntó, desconcertado, Diderot. -Podéis ir haciendo este problema, que es más difícil que el que os puse hace años – dijo Euler sacando unos naipes y poniéndolos sobre la mesa- Vamos, tomad nota, que es un problema para tahúres, con perdón, y que se llama el “Juego del Trece” o “Reencontré” y estas son las reglas: “Un jugador baraja un paquete de 13 cartas de una baraja francesa desde el As hasta el Rey. Puestas boca abajo comienza a levantarlas de una en una diciendo uno al levantar la primera, dos al levantar la segunda, tres la tercera... y así hasta la décimo tercera carta. Se gana si la carta que se levanta coincide con el número cantado. En 1708, cuando yo tenía solo un año, Pierre Remond de Montmort estudió matemáticamente este juego. ¿A qué conclusión llegó? ¿Apostarías a acertar? ¿Cuál es la probabilidad de ganar?” Y allí se quedó Diderot, en un extremo de la larga mesa, intentando resolver el nuevo problema, mientras Euler y Lagrange confraternizaban, afianzaban su amistad e intercambiaban conocimientos y problemas. Y la verdad es que les dio tiempo de sobra a confraternizar, a afianzar su amistad y a intercambiar de todo ya que, a los seis meses, Diderot aún seguía sentado al extremo de la mesa del estudio de Euler tratando, sin éxito, de resolver el problema de las 13 cartas boca abajo. Dicen que a su vuelta a París -sin haber resuelto el problema, por supuesto y aunque la Historia

no haya dejado testimonio de ello- tuvo problemas con la Justicia ya que incendió todas las fábricas de naipes de la ciudad, sin que quisiera explicarle a los jueces el porqué de su actitud, pues se limitó a contestar: “Pregúntenles a Euler... y Lagrange”. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

EL CERO DE FIBONACCI

A Leonardo de Pisa todo el mundo le llamaba Fibonacci, es decir: hijo de Bonaccio, que era el nombre de su padre. De esta manera, Leonardo ha pasado a la posteridad siempre acompañando de ese sobrenombre y del nombre de la ciudad en la que nació, allá por el año 1180: Leonardo de Pisa... que esa era la costumbre de aquella época, como lo demuestra el dato de que el otro gran Leonardo italiano, también pasaría a la posteridad acompañado del nombre de la ciudad en que nació: Leonardo da Vinci. Bonaccio, el padre de Leonardo, era un comerciante hábil y aventurero que no se contentó con mercadear en la península italiana, sino que expandió con éxito sus negocios por el norte de África, llegando a ser el representante comercial en Argelia de la próspera ciudad de Pisa. Y en estos viajes de negocios siempre le acompañaría su hijo Leonardo que, desde muy joven, fue un apasionado de las matemáticas que pronto destacaría en la contabilidad mercantil. Durante estos viajes, en los que recorrería Egipto y el norte de Siria, así como Grecia y Sicilia, el joven Leonardo aprovechó las largas estancias para profundizar en su aprendizaje de las matemáticas bajo la tutela de profesores árabes. Y se entusiasmó con la cultura árabe, con el avanzado nivel y desarrollo de las matemáticas y, sobre todo, con el sistema de numeración indoarábigo. Tanto en Italia como en el resto de Europa se utilizaba el sistema de numeración romano y Fibonacci, al entrar en conocimiento

con el sistema indoarábigo, quedó impresionado por su sencillez y, sobre todo, por el descubrimiento del Cero, inexistente en la notación romana. En el año 1202 publicó su obra más importante, el Liber Abaci, el Libro del ábaco, titulo un tanto desconcertante porque en esta obra Leonardo hace una apasionada defensa del sistema indoarábigo -el que ahora todo Occidente utiliza sin dificultadesen contra de los que aún seguían haciendo sus operaciones numéricas apoyándose en el ábaco, el antiguo instrumento de operaciones de calculo. Leonardo, en esta obra, trata de convencer a sus contemporáneos de las ventajas de los nuevos números, de su correcta utilización, y de sus ventajas para la contabilidad y el cambio de moneda, como ventajas más importantes. Y también presenta la mezcla de números en busca de cifras, el cálculo con números enteros y la descomposición de un número en sus factores primos, así como el estudio y demostración de pruebas de números y problemas de álgebra de primer grado. A partir de este momento, ya nada sería igual, pues comenzaría una larga discusión entre los defensores de cada sistema de numeración: los llamados “abacistas” o partidarios del ábaco y de la vieja notación romana, y los “algoristas”, entusiastas partidarios del nuevo y revolucionario método. Con todo, habría que esperar más de 300 años, (entonces las cosas iban así de lentas) hasta bien entrado el siglo XVI, para que el nuevo sistema de numeración se hiciera universal y lo empezaran a utilizar tal y como lo utilizamos ahora. A su vuelta a Pisa, Leonardo se encontró con la incomprensión y hasta con el abierto rechazo de sus paisanos. Así que, aquella mañana de otoño del año 1202, en la presentación del Libro del Ábaco en la Plaza del Mercado de Pisa, Leonardo trató de mantener la calma ante el abucheo de los afiliados al GCP (Gremio de Comerciantes de Pisa). Después de intentar mantener el tipo junto al alcalde de la ciudad, y de esquivar un par de tomates lanzados contra él, el matemático tomó la palabra: -Queridos paisanos y compatriotas... -¡Fuera! –gritaban sus detractores. -¡Dejadle que hable! –exclamaban sus defensores. -La nueva numeración que propone es una revolución –decían unos. -¡Es un lío! Yo prefiero seguir contando en romano –decían otros. -¡Progresistas! -¡Inmovilistas! Leonardo, sin inmutarse ante las exclamaciones, colocó una pizarra sobre el estrado en que se encontraba y escribió la fecha del día en que se encontraban en ambos

sistemas, pero con todos los números juntos: 28-11-1202 y XXVIII-XI-MCCII. Ante lo escrito en la pizarra la sorpresa fue total y absoluto entre los presentes. -¿Eso qué es? –preguntó el presidente del GCP. -La fecha de hoy en ambos sistemas: 28 de noviembre de 1202. A ver, ¿qué cifra es más sencilla? Y volvió a escribir XXVIII = 28 XI = 11 MCCII = 1202

las

cifras

por

separado:

Ante las nuevas cifras escritas, el desconcierto, acompañado del silencio, volvió a abatirse sobre la Plaza del Mercado. -¿O sea, que la C es 100, la D 500 y la M 1.000? –preguntó Bianca Latte, la lechera. -Eso es. -¡Madre mía! ¡!Que lío! ¿Y a cuánto cobro yo el litro de leche? -¿Y cómo se escribe, por ejemplo, MDCCCXXXVII? –preguntó Denario Lira d´Oro, el prestamista. -Pues así: 1.837. -¡Qué disparate! Eso es muchísimo menos dinero. -Pero si es la misma cantidad –dijo Fibonacci. -¡Pues abulta mucho menos! Entonces, para que el prestamista se calmara -entre otras cosas porque le debía MCCCLVII liras- el alcalde preguntó: -¿Y que significa ese rosco entre los demás números? -Eso no es un rosco, ni un circulo: ese es el CERO, el número mágico, el más importante de todos, el número que no significa nada y el que lo es todo, el que no vale nada y es el que más puede llegar a valer, según dónde se le coloque. -¡La gallina! –exclamó el alcalde. Y ante el silencio y la cara de sorpresa de Leonardo, añadió avergonzado: -Perdón, creí que se trataba de un acertijo. Ante tal salida, Leonardo creyó conveniente, para calmar los ánimos, explicar lo que eran números pares e impares para proponer, a modo de juego, una adivinanza aprendida en Argelia. Y dijo en voz alta, para que lo oyeran todos: -Yo puedo adivinar cualquier número par que cualquiera de ustedes piense... y lo voy a demostrar. Y escribió en la pizarra lo siguiente: “Propongo a alguien que piense un número par, que lo triplique, que el producto

obtenido lo divida por dos y que el cociente lo triplique de nuevo. Antes de que enuncie el resultado de las operaciones propuestas yo le diré cual es el número que ha pensado”. Leonardo se volvió de espaldas mientras el alcalde escribía el número pensado en la pizarra y hacía las operaciones a la vista de todos, para que fueran testigos del juego. Una vez terminadas las operaciones, y sin volverse, Leonardo dijo en voz alta el número que, para sorpresa de todos, era el que el alcalde había escrito en la pizarra. Y estaba recibiendo los aplausos de sus seguidores y el silencio de sus detractores cuando Fra Giovanni Tradizione, el párroco de la iglesia de Santa Maria dei Fiore, la iglesia que estaba en un extremo de la plaza -eso si, el extremo principal- se abrió paso entre la multitud hasta llegar al estrado hecho un basilisco y enarbolando amenazador un gigantesco crucifijo gritó, indignado y a punto de una apoplejía: -¡Anatema! ¡Herejía! ¡Eso es magia! ¡Eso es ir contra la tradición de nuestros mayores! Y la Iglesia la prohíbe por... Hasta que el alcalde -descaradamente “algorista”- le interrumpió con un autoritario gesto: -¡Que anatema, ni que gaitas florentinas! Esto es progreso, señor cura, Pro-gre-so. ¿Lo entiende? Así que usted, a sus misas y su incienso. En cuanto se retiró el cura, aplaudido por unos y abucheado por otros, Leonardo propuso como ejemplo un sencillo problema a partir de la nueva numeración. Así que borró lo escrito en la pizarra y, esgrimiendo de nuevo la tiza, escribió: “Mi padre eligió tres dígitos distintos entre sí y distintos de 0, y formó con ellos seis números de tres cifras distintas. La media de estos seis números es un número natural terminado en 5. Hallar los tres dígitos que eligió mi padre. Dar todas las posibilidades.” Y de nuevo la batalla entre defensores y detractores de los nuevos números. Con el inconveniente de que los “abacistas” se hicieron un lío al intentar resolver el sencillo problema manejando sus ábacos de bolsillo o mediante números romanos, mientras que los “algoristas” lo resolvieron fácilmente utilizando la nueva numeración. Uno de los detractores se subió al estrado para exponer: -Vamos a ver: yo soy tratante de ganado y a pesar de creer en el progreso, creo que los nuevos números son muy fáciles de falsificar. -¿Sí? A ver, ¿cómo? –pregunto Fibonacci. -Pues muy sencillo, mire... –y cogió la tiza para escribir... –A pesar de cómo ya he dicho soy partidario de la nueva numeración, el famoso Cero es sencillísimo de

falsificar. Al O, si se le añade un rabito, se convierte en un 9. Y si el rabito es hacia arriba se convierte en un 6. O sea, que si yo compro 60 ovejas, puede venir al día siguiente el vendedor con la factura para decirme que solamente le he pagado 60 cuando él me había vendido 69... y que aún le debo 9 ovejas. Y voy más lejos: –y dio tres pasos hacia delante- el 1 puede cambiarse fácilmente por un 7 añadiéndole el trazo, con lo cual, imagínese el lío. -En cambio, para problemas y cálculos, es mucho más sencilla la nueva numeración –dijo el profesor de matemáticas del centro de enseñanza de la ciudad, del IES Torre de Pisa –Y voy a poner un ejemplo sencillo –añadió, escribiendo en la pizarra: “Escribe la lista de todos los números naturales de cuatro dígitos, con todos los dígitos distintos de 0, tales que en cada número la diferencia entre el mayor de sus dígitos y el menor de sus dígitos es menor o igual que 2. Calcula, antes de terminar de escribirlos, la cantidad de números de cuatro dígitos que tiene la lista” Fibonacci, encantado de tener un aliado entre los presentes resolvió el problema rápidamente, para que todos se convencieran de que con los números indoarábigos todo era más sencillo y, sobre todo, más rápido. Y estaba recibiendo los aplausos de los seguidores de la nueva numeración cuando Fra Giovanni Tradizione, sin darse por vencido, gritó desde lo alto del campanario de si iglesia: -¡Pues yo no estoy de acuerdo! ¡Y qué pasa si a mí, en vez de pagarme XVIII liras por un funeral, vienen y me dan 18 monedas! -¡Pero si es la misma cantidad! –adujo, también a gritos, Fibonacci, un poco harto ya de la historia. -¡Eso lo dirá usted! ¡A mi me parece que mi amigo el prestamista tiene razón: parece mucho mayor la cifra escrita en números romanos porque abulta más! Además, mi hijo... perdón, mi sobrino Pierino (risas, silbidos y aplausos de todos los congregados en la plaza) que está estudiando para agente de cambio dice que con los nuevos números es mucho más difícil operar. En ese momento Fibonacci, decidido a poner fin a la discusión, levantando la voz, preguntó: -¿Está entre los presentes Bonanno Pisano? Y de nuevo volvió el silencio a la plaza. Bonanno Pisano era el arquitecto del campanario del conjunto de catedral, baptisterio, cementerio y campanario que se estaba construyendo en un prado cercano. Las obras del campanario habían comenzado en el año 1174 y casi desde el primer momento surgieron los problemas. El suelo arenoso comenzó a ceder por el peso de la torre del campanario y cuando estaba a medio construir los cimientos comenzaron a hundirse en el lecho arenoso y, consiguientemente, la torre a inclinarse. El arquitecto, avergonzado, siguió acudiendo a la obra pero oculto cada día en un disfraz distinto que enmascaraba su humillación. Y aquel día, disfrazado de mendigo leproso y mezclado entre los

vecinos de Pisa que estaban ante el estrado, no contestó al oír su nombre. Entonces Fibonacci, informó: -Llamaba al arquitecto de la Torre, para que explicara por qué se está inclinando la torre. Si me hubiera hecho caso, el campanario no se habría inclinado. El problema es que ha hecho los cálculos con números romanos y claro, se ha liado, calculando mal la cimentación que llevaba una sucesión de 4 - 5 - 6 - 7 y 9 pilotes en círculo. Que esta sucesión la sacó del enunciado de este problema que le di y que, además, no supo resolver –y escribió en la pizarra el enunciado del problema: “Usando algunos (o todos) los dígitos de la lista: 4 - 5 - 6 - 7 - 9 una ó más veces, hay que formar dos números de tres cifras de modo que cada número no tenga cifras repetidas y la suma de los dos números sea múltiplo de 9. ¿Cuántas soluciones se pueden formar?” Y otra vez “abacistas” y “algoristas” empezaron a calcular, cada uno con su numeración el problema expuesto, hasta que el alcalde gritó. -¡Ahí está! ¡Ahí está el arquitecto! Disfrazado de mendigo leproso, que es la quinta vez que se pone ese disfraz este mes. El arquitecto, al verse descubierto, echó a correr entre abucheos... hasta que un siniestro crujido silenció de terror a los presentes, que huyeron en todas direcciones: la Torre de Pisa se había inclinado dos grados más, haciendo exclamar al arquitecto, que se había refugiado en Santa Maria dei Fiore buscando el amparo de su amigo el párroco: -Que pena que la posteridad no pueda llegar a contemplar mi obra. Estoy seguro que, de no haberse inclinado, mi torre habría sido uno de los monumento de Italia más admirados en el futuro. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

SIMIOS Y HUMANOS: PRIMOS HERMANOS

Francisco Lerdo y Josefa Corta eran investigadores en comisión de servicios en el Muy Real Instituto de Investigaciones Científicas y Antropológicas Lógicas e incluso Ilógicas. Eternamente becados, elaboraban voluminosos informes que nadie leía (se sospechaba que ni ellos mismos) acerca de los más variopintos temas, incluidos los que nada tenían que ver con su especialidad que, por otra parte, nadie sabía cual era. Su trabajo más divulgado (lo leyeron hasta ellos) fue “Gorilas, orangutanes, chimpancés, macacos, hombres, mujeres y otros simios” título, éste también, de su celebrada tesis doctoral (celebrada por ellos cuando al fin, después de 12 años de trabajo, según ellos, la terminaron) que llevaba el subtítulo de “Simios y Humanos: primos hermanos... o cómo reconocer a un simio simplemente con mirarte a un espejo”. Su tesis fue calificada, como todas, con Sobresaliente cum laude, lo que demuestra que el tribunal no se molestó en leerla, que es lo que suelen hacer los tribunales de los distintos departamentos de cualquier universidad cuando tienen que enfrentarse a tochos de 978 páginas, como era el caso.

Aquel comienzo de curso, Francisco y Josefa, como buenos investigadores, investigaban el calendario escolar para contar las fiestas y puentes que disfrutarían. En ese momento, entró en su despacho su Jefe de Departamento –en comisión de servicios y becado eterno como ellos- para informarles, con una sonrisa entre malévola e inquietante, que habían sido becados –una vez más- para que investigaran lo que pudieran aunque pudieran poco, acerca de la vida, costumbres, comportamientos lúdicos, actividad sexual, inteligencia si la tuvieren y modos de vida de los grandes simios de Borneo... pero esta vez en directo. Aterrados ante la orden de salir de su despacho, por vez primera, para una investigación de campo, lo primero que hicieron, una vez superado el susto, fue buscar en un atlas dónde estaba ese lugar que imaginaban, y con razón, ignoto y lejano llamado Borneo, comprobando horrorizados que estaba lejísimos... de su despacho. Y se prepararon, a regañadientes, para el viaje. Ya en Borneo, su primer problema les llegó en forma de problema, aunque fuera muy sencillo. El conductor del todoterreno que fue a buscarlos, después de darles los buenos días, un salacof y pastillas de quinina para la malaria, les espetó: -A ver, ustedes que son investigadores, investíguenme esto: A mi padre le dio por cambiar con sus vecinos conejos por gallinas. Por cada 2 conejos pedía 3 gallinas. Cada gallina ponía huevos en número igual a la tercera parte del número total de gallinas. Mi padre, al vender los huevos, pedía por cada 9 huevos tantos borneuros como huevos ponía cada gallina, y ganó 72 borneuros. Y ahora pregunto, señores investigadores: ¿Cuántas gallinas y cuántos conejos tenía mi padre? -¿Qué son borneuros? –preguntó Francisco Lerdo, dando pruebas de su agudeza mental. -La moneda nacional, caballero –contestó el conductor. -Que curioso –añadió Josefina Corta, para disimular que no tenía ni idea de cómo resolver el sencillo problema- No sabía que en Borneo se vendieran los huevos de 9 en 9. -¿Cómo se venden en España? –preguntó el conductor. -Por docenas –contestó Josefina. -Y aquí también. -Pero la docena tiene 12 huevos. -¿Con lo que han subido de precio? Aquí, el Ministro de Economía, para evitar la inflación, en lugar de subir los precios, ha bajado la docena a nueve huevos... y en lugar de Docena la llamamos Novena, como la de Beethoven, ya saben.

Y como ni Corta ni Lerdo sabían, decidieron callar, convencidos de que aquel país era muy raro. Y alucinaron al escuchar que el conductor cantaba a grito pelado la parte coral de la Novena Sinfonía, en la parte que dice: "Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium, Wir betreten feuertrunken, Himmlische, dein Heiligtum!". (No lo hemos traducido porque en español significa lo mismo que en alemán.) Lerdo y Corta no creían en la Teoría de la Evolución. Y consideraban a Darwin un impostor y hasta un blasfemo. Ante sus directivos y compañeros del Instituto, con el único objeto de conservar sus comisiones de servicio y sus eternas becas, ocultaban sus verdaderos sentimientos, pero en el fondo despreciaban a los simios al considerar al humano el rey de la Creación. Aunque cuando les preguntaban: ¿De qué creación?, disimulaban fingiendo repentinos ataques de tos, afonías, sorderas instantáneas, flato y hasta estupidez congénita, que era lo que mejor fingían por proximidad (el uno de la otra y viceversa). Así que se sorprendieron, y tomaron apuntes para su informe, cuando el conductor les llevó hasta la reserva Dramid... y vieron la primera prueba de la inteligencia de los que ellos consideraban seres irracionales. Los cuidadores de la reserva, como cada día, dejaron bajo un gran árbol 100 medidas maíz, que era el alimento que más les gustaba a los chimpancés. Pronto aparecieron 5 chimpancés que empezaron a repartirse las 100 medidas de maíz de tal forma que el segundo reciba más que el primero, el tercero más que el segundo, el cuarto más que el tercero y el quinto más que el cuarto. Además los dos primeros obtienen 7 veces menos que los tres restantes. -¿Qué, qué les parece, señores investigadores? –preguntó uno de los cuidadores. -Muy interesante; sí... mucho –respondieron a dúo Lerdo y Corta. -Sí, pero, ¿a que no saben cuánto maíz corresponde a cada uno? El primero en reaccionar fue Francisco Lerdo, que aseguró: -Bueno, es que nosotros no somos matemáticos. -Nosotros somos investigadores –apostilló Josefina Corta. -Bueno, pues investiguen el resultado de ese problemilla. En ese momento un gran alboroto se escuchó a la orilla del cercano río Zaramannes. Y hacia allá corrieron los investigadores, no se sabe si por la curiosidad de investigar la causa del alboroto o por huir del cuidador, que insistía en que averiguaran el resultado del problema del maíz. Ya en la orilla del río se quedaron boquiabiertos ante el espectáculo: cerca de 100 gorilas, orangutanes, chimpancés y macacos aplaudían y jaleaban a unos cuantos compañeros entretenidos en jugar a tirar de una larga cuerda. Y los investigadores observaron y anotaron que 4

orangutanes tiran tan fuerte como 5 chimpancés, 2 chimpancés y un orangután tiran tanto como un gorila. Pero si el gorila y 3 chimpancés se enfrentan a 4 orangutanes... ¿quién ganará? Los investigadores sabían (era de lo poco que sabían y porque lo habían aprendido en una enciclopedia comprada por fascículos en el quiosco de prensa cercano a su casa) que, de entre los simios, los más fuertes eran los gorilas, después los orangutanes, y por último los chimpancés, que eran los más débiles. Y no salían de su asombro, al ver las combinaciones que hacían y los equipos que formaban con objeto de ganar el juego. Y más que se asombraron -no por ver tirar de la cuerda a chimpancés, orangutanes y al gorila- sino al darse cuenta de que otro gran gorila se había acercado a ellos para preguntarles por el idioma universal de los gestos quién creían que ganaría el juego: ¿el equipo del gorila y los 3 chimpancés o el de los 4 orangutanes? Sorprendidos, los investigadores disimularon fingiendo que no entendían, ante lo cual el gorila preguntón se dio media vuelta para desaparecer tras unos matorrales... y para volver con el problema de la cuerda escrito en un papel con una letra perfecta, es más: con redondilla inglesa. Los investigadores empezaron a inquietarse al comprobar que los 100 simios que participaban en el juego empezaban a rodearles, exigiéndoles, con gestos más o menos amenazantes, que resolvieran el problema que ellos ya habían resuelto en directo, dejando bien claro que una cosa es la práctica y otra la teoría. Afortunadamente, el cuidador les sacó del aprieto al acudir sonriente, para decirle a los simios: -Vamos, ya está bien, que estos señores no son matemáticos, que son investigadores. Y los simios se retiraron mostrando gestos de desprecio, risas y hasta más de un corte de mangas, volviendo todos al juego de la cuerda. -Discúlpenles –dijo el cuidador- Ustedes, como investigadores ya saben que los simios son muy suyos, es más, ni siquiera son nuestros, que llevan aquí bastantes miles de años antes que nosotros. Que ya saben que el genoma humano y el del chimpancé comenzaron a separarse hace millones de años. Los científicos de Harvard, en su investigación publicada en el último número de Nature, revelan que esta separación se produjo a lo largo de cuatro millones de años. Así, a pesar de caminar juntos, los cambios genéticos comunes al hombre y al chimpancé empezaron hace 11 millones de años para separarse definitivamente hace -siglo más, siglo menos- 5 millones y medio de años... Bueno, pero que tonterías estoy diciendo. Esto lo sabrán ustedes de sobra, como investigadores que son. -Claro, por supuesto, ya lo sabíamos, pero no se preocupe y siga hablando, por favor, más que nada para entretenernos hasta la hora de la cena –dijo Lerdo, mientras tomaba apuntes como un loco, mientras comprobaba de reojo que su compañera hacía lo mismo.

-Pues como les iba diciendo, la primera separación fue el “Australopithecus” por un lado como representante de lo que serían los humanos, y el “Pan troglodytes” para los simios. De esta manera, hace dos millones de años la evolución hace que aparezca el “Homo erectus” que evolucionaría hasta convertirse en el “Homo sapiens”, que son ustedes, con perdón. Actualmente, de los grandes simios, es el chimpancé el más parecido al hombre, genéticamente hablando... bueno, y en algunos casos hasta físicamente, y no es por señalar. -Pero... ¿y Adán y Eva? –preguntó Francisco Corto. -Ah, esos; ahí están –contestó el cuidador. -¿Cómo? –preguntaron, estupefactos, los investigadores. -Sí, que ahí están. ¡Adán, Eva, venid aquí! –exclamó el cuidador. Y acudiendo a la llamada se aproximaron dos chimpancés cogidos de la mano y exhibiendo una espectacular sonrisa. -Les presento a Adán y a Eva –dijo el cuidador, y dirigiéndose a los simios, añadióAquí, estos señores, que son investigadores. Los orangutanes, muy educados, estrecharon la mano de los investigadores, que, de sorpresa en sorpresa, no podían creer lo que estaban presenciando. Durante la cena siguieron tomando apuntes de las explicaciones que les daba el cuidador. Los investigadores no probaron bocado entretenidos como estaban en anotar todo lo que el cuidador decía y que en ese momento, ya en el postre, terminaba su larga disertación: -... eso sin tener en cuenta el descubrimiento del famoso Cráneo de Toumaï, el cráneo del Sahelanthropus tchadensis, el fósil más antiguo que tiene los rasgos característicos más relacionados con los del ser humano. Es el primer homínido conocido, ya saben –y ellos: sí, sí- que tiene entre 6,4 y 7,4 millones de años de antigüedad. Fue encontrado en Chad, el año 2002. -¿Y en cuanto a sus relaciones sexuales? –preguntó Josefina Corta. -Estupendas, señorita –contestó el cuidador, atusándose el pelo. -No; me refiero a las de los grandes simios. -Ah... pues mejores que las mías, tengo que reconocerlo. Al día siguiente, convencidos de que ya tenían datos suficientes para elaborar el trabajo que justificara su beca, se despidieron del cuidador, del conductor, de los simios y, sobre todo de Adán y Eva... con la duda que les corroía el estómago y el espíritu : ¿Mira que si Darwin tuviera razón?

En el viaje de vuelta optaron por viajar en barco desde el poblado en el que se encontraban hasta el pueblo más próximo, con ánimo de tomar allí un autobús hasta la capital para tomar, a su vez, el avión de regreso a España. Ya en la cubierta del barco, se despidieron del cuidador y de Adan y Eva que habían ido a despedirlos, cuando, de repente, apareció el gran gorila que escribía en letra redondilla inglesa. Llevaba un papel en la mano y se lo dio al cuidador. Éste, después de ojearlo, les dijo a los investigadores, cuando el barco ya soltaba amarras: -Que dice aquí Pazanal que su barco tiene un problema. Los investigadores se miraron aterrados, pero el cuidador añadió: -No, no tengan miedo. Lo que pasa es que la corriente de este río juega con los barcos, y el suyo, en concreto, tarda 5 horas en ir río abajo desde este poblado hasta el pueblo. En cambio, fíjense qué cosas, para el viaje de regreso invierte 7 horas. Así que mi amigo Pazanal, que es muy listo, pregunta: ¿Cuál es la velocidad de la corriente? Ahí les dejo con ese problemilla, para que se entretengan por el camino. Los investigadores no supieron resolver el problema de la velocidad de la corriente, pero sí escribir, a su vuelta a su despacho, un trabajo de 750 páginas sobre los grandes simios de Borneo, titulado: “Del “Sahelanthropus tchadensis” pasando por el “Australopithecus”, el “Pan troglodytes” y el “Homo erectus”... y por gorilas, orangutanes, chimpancés y macacos hasta llegar al Homo sapiens... eso, el que haya llegado”. El estudio tuvo una gran difusión –lo leyeron sus padres, algunos familiares (pocos) y el hijo de su portera, que era aficionado a la pornografía y se dejó engañar por lo de Homo erectus. Los investigadores intentaron publicarlo en la revistas Nature y National Geographic, pero se lo rechazaron. Al fin, tras arduas negociaciones sobre los derechos de autor, consiguieron publicarlo en la Hoja Parroquial de su barrio, con gran éxito de crítica y público, eso sí, que todo hay que decirlo. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

NEWTON Y LA LEY DE GRAVEDAD

A Isaac Newton le nombraron Interventor de la Casa de la Moneda de Londres en el mes de abril de 1696. Eso lo sabe todo el mundo... o al menos todos los que lo saben. Su influyente amigo Charles Montague había sido nombrado dos años antes Canciller de la Hacienda Real, algo así como el actual Ministro de Hacienda. Y a principios del año 1696 llama a su amigo Newton para ofrecerle el importante cargo. El Parlamento Británico aceleró su nombramiento para que el matemático pusiera orden en aquella institución que se encontraba dentro del recinto de la Torre de Londres. Una antigua leyenda decía y dice que Londres sobrevivirá mientras habiten en los jardines de la Torre los cuervos que allí anidan. Y también se decía entonces – y no sé si aún se dirá ahora- que había dentro de la Casa de la Moneda más cuervos de los que pululaban por sus jardines. El Parlamento británico se enfrentaba en aquella época a un grave problema que afectaba a las finanzas del Estado: la manipulación de las monedas de curso legal. Las monedas siempre se habían acuñado a mano y su contorno era irregular, así que

los desaprensivos limaban los contornos para sisarle material. De esta manera las monedas cada vez eran más pequeñas y su peso en oro o plata no se correspondía a la realidad. Este problema terminó cuando en Francia, hacia la mitad del siglo XVII, se comenzaron a acuñar monedas por innovadores procedimientos mecánicos. Las nuevas monedas acuñadas tenían el borde regular y estriado (como las monedas actuales) lo que impedía la delictiva rebaja de material. En Inglaterra se comenzaron a fabricar inmediatamente las nuevas monedas “antirrobo”, pero el Estado cometió el error de no retirar de la circulación las monedas viejas. Así, los ciudadanos, convivieron con las dos monedas, pero al fiarse más de las monedas nuevas que de las viejas, las acapararon al comprobar que las nuevas tenían el peso real que marcaban, quedando de nuevo las viejas en circulación. El Parlamento, alarmado, decidió resolver el problema retirando poco a poco las viejas para, paulatinamente, ir acuñando mayor cantidad de nuevas monedas hasta que solamente éstas estuvieran en la calle. Y en este momento es cuando nombraron Interventor de la Casa de la Moneda a Isaac Newton. Al llegar Newton a su puesto de trabajo se encontró con un nuevo problema: al desaparecer las monedas de acuñación antigua y con ellas los desaprensivos que alteraban su peso, aparecieron con las nuevas monedas nuevos delincuentes: los falsificadores. En realidad este fue el segundo problema con que se encontró Newton: el primero (aunque éste no haya pasado a la Historia) fue el de dos trabajadores que discutían al no ponerse de acuerdo en el reparto de cierta cantidad de dinero. -A ver, don Isaac: ayer, dos compañeros nuestros se repartieron 7 libras, recibiendo uno 3 libras más que el otro. Y quisiéramos saber cuántas libras le tocaron a cada uno –dijo uno de los que discutían, el más alto. -Sí, don Isaac; y otros dos compañeros tuvieron que dividir 25 peniques en dos partes, de tal manera que una parte fuera 49 veces mayor que la otra, ya que uno había trabajado más –añadió el otro, el más bajo. -Y quieren que yo les resuelva el problema –dedujo Newton. -Los problemas, señor Newton, los problemas. -Y ustedes creen que yo no tengo otra cosa que hacer. -Para eso es usted matemático, ¿no? -El Parlamento me ha enviado a esta casa para resolver problemas, no problemillas tan fáciles, así que o los resuelven ustedes solos... o les despido. Quiero tener a mi cargo el personal más competente. ¿Esta claro? Y Newton se fue para entrevistarse con Thomas Neale, el Director de la Casa de la Moneda, que le esperaba para darle la bienvenida.

-Buenos días, señor Newton, sea usted bienvenido a esta real institución que yo dirijo, aunque mis enemigos digan que bastante mal. Le recuerdo que ha sido nombrado Interventor para que intervenga organizando la reacuñación de las nuevas monedas y la retirada de las viejas y, sobre todo, para que atrape a los delincuentes, estafadores y falsificadores que están robando a nuestra monarquía. -Muy bien: queda usted detenido –le espetó, aunque, ante la cara de estupor del Director y del vahído que estaba a punto de darle, Newton se apresuró a añadir –Era una broma, hombre ¿se encuentra usted bien? -Perfectamente, perfectamente –contestó el Director al recuperarse, aunque, indignado, añadió –Yo seré incompetente, pero honrado, que quede bien claro. Y ahora soy yo el que pregunta: ¿Cuál fue el sueldo que dijeron que cobraría, señor Newton? -20 libras. -Pues no sé, no sé... a lo mejor se lo rebajo a 11 libras, por gracioso. -¿Y por qué no a 9? –propuso Newton El Director, cada vez más sorprendido, aceptó la propuesta sin contar con que Newton, a su vez, propondría: -Acepto rebajar mi sueldo de 20 a 11, y de 11 a 9... si usted resuelve un sencillo problema que tiene como protagonistas a estas tres cantidades. Y si no sabe resolverlo, cobraré las 20 libras estipuladas. ¿De acuerdo? El Director se vio obligado a aceptar el reto sin poder imaginar que no sabría resolver el sencillo problema y que, por lo tanto, Newton se saldría con la suya. Antes de irse, el recién nombrado Interventor escribió en un papel el problema que entregó a su Director (a su breve Director... ya que lo que ninguno de los dos sabía en ese momento es que Thomas Neale moriría en el mes de diciembre de ese mismo año, sustituyéndole Newton en el cargo) El enunciado del problema decía: “Cada letra representa una cifra distinta

Y además, las cifras de VEINTE suman veinte: V + E + I + N + T + E = 20. ¿Qué número corresponde a cada letra?”

Newton decidió visitar el taller de acuñación para revisar la nueva maquinaria... y volvió a encontrarse con los dos trabajadores que seguían discutiendo, ante lo cual, Newton, armándose de paciencia y de un martillo por si la discusión iba a más, preguntó: -A ver, señores, ¿qué pasa ahora? -Pues nada, señor Newton... -Pues mal empezamos: si no pasa nada y están ustedes discutiendo con tal vehemencia, qué será cuando tengan motivos verdaderamente importantes para discutir. -Es que éste –dijo el más alto señalando al más bajo- me tiene loco con sus problemas. -Y éste –dijo el más bajo señalando al más alto- que se dice mi amigo, no hace nada por ayudarme. -Bueno, vamos a ver. Intentemos resolver el problema y después se ponen ustedes a trabajar, que desde que he llegado lo único que les he visto hacer es discutir. Explíquenme cual es ahora el problema –propuso Newton armándose aún más de paciencia y desarmándose del martillo, al ver que los que discutían se habían calmado. -Es que con el lío de las monedas viejas y las nuevas... –dijo el más alto, hablando bajo. -...ahora solamente hay en circulación monedas de 3 y 5 peniques –añadió el más bajo, hablando alto al ver que su compañero hablaba bajo. -... y yo le quiero comprar a mi novia unos pendientes que cuestan 19 peniques –dijo el más alto, hablando aún más bajo. -¿Y cual es el problema? –preguntó Newton, aguzando el oído. -Pues que como casi no se encuentran monedas de 3 y de 5... -dijo el más bajo, hablando más alto al comprobar que su compañero se empeñaba en hablar muy bajo. -... yo sólo tengo monedas de 3 peniques... –dijo el más alto, hablando cada vez más bajo. -... y el joyero sólo tiene monedas de 5... –dijo el más bajo, hablando cada vez más alto. -... y no sé cómo me las arreglaré para efectuar la operación –musitó, casi inaudible, el más alto. Tan bajo, tan bajo, que el más bajo repitió sus palabras mas alto, casi gritando:

-¡Que dice que no sabe cómo efectuar la operación! Newton decidió dejar por imposible a los dos discutidores y se encerró en su despacho para intentar resolver el problema de los falsificadores de monedas. Y se le ocurrió un procedimiento que funcionó a la perfección desde el primer día: reclutó un autentico ejercito de espías para que espiaran –que para eso eran espías- en tabernas y tugurios de los bajos fondos de Londres con el fin de recabar información sobre los falsificadores (Se sabe que consiguió detener y encarcelar –y en algunos casos hasta enviar a la horca- a más de un centenar de falsificadores) Resuelto el problema de las falsificaciones apareció otro problema: el jefe de los espías le informó que raro era el día en que no desparecían un cierto número de monedas de oro, pocas, que escapaban al control establecido en los talleres de la Casa de la Moneda. El STCML (Sindicato de Trabajadores de la Casa de la Moneda de Londres), sindicato bravo, reivindicativo y peleón -no como otros actuales, y no es por comparar y menos aún faltar- prohibía a los patrones registrar a sus empleados a la salida del lugar de trabajo. Y el espía estaba seguro de que algunos trabajadores se llevaban monedas escondidas en la ropa. A Newton se le ocurrió una idea, así que reunió a todos los trabajadores y les preguntó: -A ver, ¿qué saben de la Ley de Gravedad? Los trabajadores le miraron estupefactos, así que Newton añadió: -De siempre he estado obsesionado por la fuerza de atracción de la Tierra. Es decir de que todo objeto lanzado al aire caiga inmediatamente al suelo. Observando un noche la Luna me pregunté, ¿por qué la Luna no cae sobre la Tierra y en cambio si lanzo una pelota lo más alto posible sí cae? Pues bien, todas estas observaciones me llevaron a deducir que todos los cuerpos en el espacio tienen un poder de atracción hacia su centro, hacia su núcleo. Esa atracción será mayor cuanto más cerca esté el cuerpo atraído del que lo atrae, y al contrario. Por eso, en el caso de la Luna, al estar tan lejos, la fuerza de atracción de la Tierra se compensa con la fuerza centrífuga, y no nos cae sobre nuestras cabezas.¿Me explico? Y los que le escuchaban sin entender nada, asintieron, convencidos de que así terminaría cuanto antes la, para ellos, inexplicable perorata. -Todo esto me llevó a deducir que la fuerza de atracción también acercaría a los planetas al Sol, y estudié sus órbitas. Es cierto que me apoyé en los estudios de Kepler y Hooke, pero en mi opera magna Philosophiae naturalis principia mathematica he estructurado correctamente y de una forma claramente matemática la teoría del movimiento en el Universo. Así, puedo demostrar que... -Jefe... -¿Sí? –preguntó Newton, sorprendido por la interrupción del espía. -Se está desviando del tema, con perdón.

Newton, bajado de las nubes con mayor violencia que si hubiera sido absorbido por la fuerza de gravedad, carraspeó, se atusó la peluca, tosió un par de veces para disimular, y ordenó a los trabajadores: -¡Todo el mundo a hacer el pino! Y tuvo que repetir la orden ante el desconcierto y la sorpresa de los trabajadores, que uno a uno, fueron reaccionando e hicieron el pino contra la pared. Y en ese momento los ladrones fueron descubiertos... gracias a la Ley de Gravedad. El alto y el bajo, el alto que hablaba bajo y el bajo que hablaba alto, los trabajadores poco trabajadores y muy discutidores se denunciaron como los ladrones buscados. Al ponerse cabeza abajo contra la pared cayeron de sus bolsillos las 10 monedas de una libra que ese día pretendían robar. Una vez todo el mundo de nuevo en pie, Newton dijo: -Este ejemplo es demostrativo de que la ciencia es capaz de resolver hasta los problemas más simples, y de que la gravedad de la Tierra, desafortunadamente para ustedes, funciona a la perfección. ¡A la cárcel! -Piedad, señor Newton, nosotros no somos ladrones. Somos unos pobre padres que solamente pretendíamos incrementar nuestro escaso sueldo con estas monedas... dijo el alto. -...para poder pagar la hipoteca del piso que les hemos comprado a nuestros hijos... añadió el más bajo. -...para que así se vayan de una vez de casa... -... que ya tienen 36 años, los angelitos. Newton, consciente del problema de la vivienda entre los jóvenes ingleses allá por la mitad del siglo XVII, hizo jurar solemnemente a los “incrementadores de sueldo” que no volverían a caer en la tentación, y que si caían en ella fuera al menos una caída teórica, es decir, sin coger monedas. A cambió, decidió torturarles con un problema realmente difícil: -Muy bien –les dijo- Para ganarse el perdón deberán resolver un problema... pero aquí, en el taller. Tienen todo el tiempo que necesiten, pero una vez terminada su jornada laboral Y no podrán salir hasta que lo resuelvan. A cambio, y como muestra de mi generosidad, si lo resuelven bien serán suyas las 10 monedas que pretendían robar. Y les dio por escrito, el siguiente enunciado: “Alrededor de un círculo se colocan diez monedas de 1 cm de radio como se indica en la figura. Cada moneda es tangente al círculo y a sus dos monedas vecinas.

Demuestra que la suma de las áreas de las diez monedas es el doble del área del círculo.” Se sabe que los trabajadores no volvieron a salir a la calle al no saber resolver el problema, considerando a la Casa de la Moneda, con el paso de los años, como una prisión en la que cumplían cadena perpetua. También se sabe que, desaparecidos de la circulación sus padres, sus hijos se quedaron a vivir definitivamente como dueños y señores de las casas en las que habían nacido. En las casas que pertenecieron a sus padres... hasta un mal día en que se les ocurrió robar unas cuantas monedas. FIN

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

GLADIADOR NO QUIERE SER GLADIATOR

Este relato es uno de los contenidos en el libro MATECUENTOS-CUENTAMATES 3 de Joaquín Collantes y Antonio Pérez (responsables de esta sección de divulgamat) Ed. NIVOLA 2006) Hace casi dos mil años, en el comienzo de la era cristiana, el Imperio Romano se extendía por todo el mundo conocido en aquella época. Desde Britania, Hispania, Lusitania y Galia (las actuales Inglaterra, España, Portugal y Francia) por el oeste hasta todos los pueblos limítrofes con el mar Mediterráneo por el este; y desde Germania y los pueblos bárbaros por el norte hasta Egipto y el norte de África por el sur. El poderoso Imperio Romano cuya capital era Roma, era el centro del mundo civilizado. En sus conquistas los romanos hacían prisioneros a los más fuertes con objeto de convertirlos en gladiadores. Como aún faltaba mucho tiempo para que se

inventara el cine y la televisión, los romanos se entretenían yendo al circo y al estadio. Aunque el circo romano se llamaba circo no tenía payasos ni trapecistas ni domadores de fieras, es decir, no era como los circos actuales. En el circo romano luchaban entre sí los gladiadores y también se enfrentaban a feroces fieras que traían desde África. Y el estadio no era para jugar al fútbol (aún no lo habían inventado los británicos) sino para hacer carreras de caballos y de carros. Los gladiadores vivían y se entrenaban en un edificio anexo al circo. Y entre todos los gladiadores el más fuerte, el más valiente y noble era un hispano que se llamaba Ursus García pero al que todos llamaban Gladiator, por la influencia que ya por aquel entonces tenía la lengua de Britania. -Que no me llamo Gladiator, caramba, que me llamo Ursus o como mucho Gladiador, que en Hispania se dice Gladiador. Que os lo he dicho mil veces –protestaba Ursus en latín, que era la lengua del Imperio. Pero sus compañeros ni caso, y seguían llamándole Gladiator: Oye, Gladiator, ¿con qué le sacas brillo a tu espada?. Oye, Gladiator, ¿de qué región de Hispania eres? Oye, Gladiator, que... -¡¡Que no me llamo Gladiator!! –gritaba furioso Ursus el Gladiador. Y entonces, por miedo, todos se callaban, porque era muy bueno pero tenía un pronto terrible. Aquel sábado, en sesión de tarde, había espectáculo en el Circo Máximo de Roma. En el palco ya estaban sentados el emperador Nerón y sus familiares, senadores y generales de su ejército, mientras el pueblo empezaba a llenar las gradas. En el edificio anexo, preparados para salir a luchar, estaban los gladiadores Para entretener su espera, Ursus propuso jugar a adivinar acertijos. Un gladiador de Lusitania llamado Fadus propuso el primer acertijo: “Volaban unos patos: uno por delante y dos por detrás, uno por detrás y dos por delante, uno entre dos y tres en línea. ¿Cuántos patos volaban?” Silbidos, abucheos: Eso es muy fácil, gritaban todos mientras contestaban a la pregunta. Entonces, un gladiador de Britania llamado Rollingstones levantó la mano y dijo: -Oye, Gladiator, yo me sé... -¡Que no me llamo Gladiator! Qué manía. Yo soy Gladiador, eso de Gladiator es un anglicismo o, mejor dicho, un britanicismo. A ver si queda claro de una vez. -Vale, Gladiator, no te enfades. Es que yo quería proponer un acertijo mucho más difícil; atención: “Dos padres y dos hijos cazaron tres liebres, y les tocó una liebre a cada uno. ¿Cómo pudo ocurrir esto?” Esta vez no hubo abucheos, y todos se pusieron a calcular el misterio de las tres liebres, hasta que Númerus Clausus, un matemático caído en desgracia ante el Cesar y condenado a luchar con las fieras, intervino para decir:

-Vaya tontería; estas historias de patos y de liebres son muy fáciles. Os propongo algo más difícil, pero tampoco tanto; escuchad atentamente, que este es un problemilla que yo le ponía a mis alumnos cuando era profesor, y lo único que se necesita para resolverlo en tener a mano unos cuantos guijarros o “calculi”, como se dice en latín. Es una vieja historia de números que contaban en Crotona unos discípulos de un sabio griego, al que llamaban Pitágoras y que tenía una pierna de oro: Si disponemos los guijarros formando figuras geométricas, con unos determinados números podemos formar triángulos; con 3 es elemental, si a esos tres le añadimos otra fila con tres más tenemos otro triángulo formado con 6 “calculi”, si añadimos una fila de 4 tenemos otro triángulo mayor formado por 10 guijarros. Estos son los números triangulares.

Con 4, 9, 16, 25... podemos formar de la misma forma, cuadrados, por eso se les llama ahora y durante muchos siglos me temo, números cuadrados.

Os habréis fijado que el 1 lo he puesto en las dos listas. Al fin y al cabo el 1 es el origen de todo, sin él nada existiría. Pero la cuestión es, ¿habrá otros números que estén en las dos listas, es decir, que sean triangular y cuadrado al mismo tiempo? Encontrar el primero, sin contar el 1, no es muy complicado, en cambio el segundo... Buscarlo os puede servir para calmar los nervios de muchas tardes de circo como esta, bueno... a los que sobrevivan. Aunque bien mirado también puede servir para perderlos del todo. Entonces, Ursus, el Gladiador que odiaba que le llamaran Gladiator, le preguntó al matemático: -¿Y a ti porque te han condenado a luchar en el circo?, ¿no sería alguien que perdió los nervios con tus problemas?

- Casi. Yo era el profesor particular del hijo de Nerón. El niño era muy vago y algo zoquete, y no hacía nunca los deberes; y encima su padre quería que lo aprobara, así, por la cara. Había repetido tres veces 3° de ERO (Educación Romana Obligatoria), un auténtico desastre. Y como me negué a seguir dándole clase pues Nerón se vengó. Y menos mal que no me ha echado a los leones, como le gusta hacer con los cristianos. Además Nerón es peor aún que su hijo, no tiene ni idea de nada, ni de matemáticas ni de nada y míralo, ha llegado a emperador. ¡Qué cosas! Y no hace más que presumir de que es un gran matemático. En fin, aquí me tienes, a ver cómo me las arreglo, que es la primera vez que participo en un combate. Ursus se imaginó que se las arreglaría fatal y decidió que le ayudaría. Y allí estaban todos mirando la multiplicación y pensando cómo reemplazarían las letras por números, cuando llegó el presentador del espectáculo diciendo: -Vamos, preparaos, que el Cesar quiere que comience el espectáculo cuanto antes, que ya está el circo lleno. -¡Pues que se espere! Que estamos resolviendo un problema muy interesante –dijo Sindicatus, el representante de UGG (Unión General de Gladiadores, el sindicato mayoritario entre los gladiadores), que, además, añadió: -Según el último convenio colectivo, aún tenemos tiempo para comer el bocadillo antes de salir a luchar. O sea que, menos prisa que nos da risa. Un gladiador de la Galia llamado Parisinus, que había sido el peor luchador a espada en el circo de la ciudad de Nimes pero el mejor de su clase en matemáticas, resolvió el problema. Entonces, muy contentos al comprobar que el problema era mucho más fácil de lo que parecía, los gladiadores se comieron sus bocadillos acompañados de un buen vaso de vino de una región de Hispania que se llamaba La Rioja. Entonces es cuando Parisinus propuso otro problema, pero está vez para ver si el matemático Numerus Clausus era capaz de resolverlo. Todos estuvieron de acuerdo, incluso haciendo apuestas a favor y en contra del matemático mientras Parisinus exponía el enunciado del problema: “Del conjunto de los números naturales se suprimieron cuadrados perfectos y cubos perfectos. ¿Qué número de los que quedaron ocupa el lugar 2001?” Se quedaron paralizados. Todos. El problema, por lo menos a simple vista, parecía dificilísimo. Silencio. Todas las miradas se volvieron hacia Numerus Clausus que, muy tranquilo, empezó a hacer operaciones sobre la arena del suelo utilizando como punzón la punta de su espada. Borraba, añadía, sumaba y restaba, hasta que al final escribió una cifra que, según él, era el número que se buscaba. De nuevo el silencio. Ahora todas las miradas se volvieron hacia Parisinus, que dudaba. Otra vez todas la miradas hacia el matemático para comprobar que estaba muy tranquilo. Otra vez las miradas hacia Parisinus. Otra vez hacia Numerus Clausus. Otra vez hacia Parisinus. Los gladiadores parecían los asistentes a un partido de tenis, con la diferencia de que el tenis aún no se había inventado. Así que, después de unos momentos de

silencio para darle más emoción, Parisinus dijo que sí, que la solución era la correcta. Alegría y aplausos. Y los gladiadores muy contentos al ver que no todo era fuerza y músculos entre ellos, que también había gladiadores con una buena dosis de inteligencia. Terminado el almuerzo se prepararon para salir a la arena. Se pusieron sus brazaletes de cobre y sus cascos de hierro, cogieron sus escudos y se armaron con espadas cortas y largas, puñales, mazas y afiladas lanzas, y formando una ordenada fila salieron a la arena. Un rugido de alegría los recibió, acompañado de los aplausos de los 20.000 espectadores que abarrotaban el Circo Máximo. Los gladiadores, con Ursus a la cabeza, llegaron ante el palco principal que presidía el emperador. Entonces, Ursus, levantando su espada gritó: -¡Ave Nerón! Los que van a morir te saludan. -Ave, Gladiator –saludó Nerón, levantando la mano. Ursus el Gladiador decidió no protestar y se resignó a que todos le llamaran Gladiator, como el protagonista de una película que se estrenaría unos dos mil años después, una vez que se inventara el cine. Y cuando el público iba a empezar a aplaudir, se escuchó la voz de Sindicatus, el representante sindical, que adelantándose hasta primera fila gritaba dirigiéndose a Nerón: -¡De eso nada! Aquí no va a morir nadie. Según el último convenio firmado por el emperador, que da la casualidad que es usted, la lucha no es a muerte. ¡Aquí no se mata a nadie! ¿O es que no se acordaba? -Sí, claro... es verdad –contestó Nerón, disimulando- vosotros podéis pelear pero sin mataros, incluso sin haceros daño, pero... ¿qué hacemos con los cristianos que iba a echar a los leones, como final apoteósico del espectáculo?. -Pues, no sé... puede echarlos a los leones, pero teniendo cuidado de que las fieras estén atadas para que no se los coman. Así se llevarán un buen susto, que los cristianos son unos pesados, que se han pasado toda la noche rezando en voz alta y cantando y no nos han dejado dormir. -También podemos cambiar la lucha por una buena carrera de caballos –propuso Ursus, que también era un buen jinete. -Sí, estaría muy bien, pero... es un lío. Imagínate cambiar ahora de sitio y tener que irnos todos hasta el estadio –dijo Nerón. -Se me ocurre una idea –anunció Numerus Clausus- Recuerdo un problema que trata de dos jinetes que corren una carrera a caballo. Podemos proponerlo a ver quién sabe resolverlo, así el público participaría y estaría bien entretenido. Y para darle más emoción, al que lo resolviera podríamos darle un premio, por ejemplo, veinte o treinta denarios de oro.

-¿Qué quieres decir con eso de “podríamos darle un buen premio”? ¿Qué tengo que dárselo yo? –preguntó Nerón, un poco nervioso. -Pues claro, se supone que usted es el emperador y el que tiene dinero de sobra. No se lo voy a dar yo, que soy un pobre profesor de matemáticas reconvertido en gladiador. Todos los espectadores, para demostrar que estaban de acuerdo con la propuesta de Numerus Clausus, empezaron a aplaudir entusiasmados ante la posibilidad de ganar el premio. Y Nerón no tuvo más remedio que aceptar el trato, que lo importante era tener contento al pueblo. Así que hizo una señal de aprobación al matemático, que gritó el enunciado del problema para que lo oyeran bien los 20.000 espectadores que llenaban el circo: “Dos jinetes a caballo recorren a velocidades constantes el camino entre A y B. Los dos salen al mismo tiempo. Uno sale de A, llega a B y de inmediato regresa a A. El otro, sale de B, llega a A y de inmediato regresa a B. Durante el viaje, se cruzan dos veces: la primera a 9 km de A, y una hora más tarde se cruzan por segunda vez a 7 km de B. ¿Cuáles eran las velocidades de cada uno de los jinetes?” El público, con sus pergaminos, sus cálamos y sus frasquitos de tinta preparados, atacó el problema con la ilusión de ganar el premio. En el palco principal, en el resto de los palcos, en las gradas y en las primeras filas todos hacían sus operaciones para tratar de averiguar a qué velocidad corría cada uno de los dos jinetes. Y hasta en la arena, los gladiadores hacían sus cálculos escribiendo en el suelo... hasta que a Numerus Clausus se le ocurrió una idea. Como él sabía el resultado del problema y sabía también que a Nerón le gustaba presumir de ser buen matemático cuando en realidad no sabía ni sumar, subió hasta el palco y le hizo una propuesta a Nerón, diciéndole al oído: -Le propongo un trato: yo le digo el resultado del problema, usted queda estupendamente delante de todos y además se ahorra los denarios del premio. Y a cambio deja libres a todos los gladiadores. -¿Y tú? -A mí me da la libertad y me hace director de un IESR (Instituto de Enseñanza Secundaria Romana) o... pensándolo bien, mejor me nombra Senador de Educación vitalicio con un sueldo de... -Está bien, está bien, no sigas. De acuerdo. Dime la solución. Y el matemático le dijo las velocidades a las que cabalgaban los dos jinetes. Nerón dio dos sonoras palmadas y, muy contento, dijo que ya había resuelto el problema... y dio la solución. El silencio se hizo en el circo... hasta que todos reaccionaron con una gran ovación, mientras en el palco los familiares, los senadores y los generales hacían la pelota a Nerón comentaban entre ellos: Qué listo es el emperador, qué listo es el tío...

Gracias a las matemáticas los gladiadores recuperaron la libertad. Fadus volvió a Lusitania e inventó un canto popular, triste y melancólico, que pasaría a la Historia con su nombre. A Sindicatus le nombraron Senador de Trabajo. Parisinus volvió a la Galia y proyectó en su ciudad una torre de hierro muy alta que no se construiría hasta 1.900 años después. Rollingstones volvió a la brumosa Britania y formó un cuarteto de música que llegaría a ser famosísimo. Numerus Clausus llegó a ser Senador Imperial de Educación. Y Ursus el Gladiador volvió a Hispania donde vivió contento y feliz ya que nadie volvió a llamarle Gladiator. Todos le llamaban Ursus, el ex-Gladiador. Ah, se me olvidaba: a Nerón un mal día se le cruzaron los cables y quemó Roma... pero esa es otra historia. FIN Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

A BORDO DEL “BEAGLE” (Primera parte)

“27 de diciembre del año 1831. Zarpamos del puerto de Davenport a bordo del “Beagle”. Con estas escuetas palabras escritas en su diario Charles Darwin anunciaba la salida de un viaje que duraría casi cinco años, de la citada fecha de salida hasta su regreso al puerto de Falmouth, también en Inglaterra, el 2 de octubre de 1836. El “Beagle” era un pequeño bergantín de 242 toneladas, armado con 10 cañones y de tan sólo 25 metros de eslora, espacio justo para los 74 hombres que componían su tripulación. El barco había sido preparado por el Almirantazgo inglés para un viaje científico alrededor del mundo. Partirían de Inglaterra cruzando el Océano Atlántico hasta América del Sur, para bajar costeando por Brasil y Argentina hasta dar la vuelta al Cabo de Hornos subiendo después por la costa de Chile. Después, cruzarían el Océano Pacífico hasta Nueva Zelanda y Australia y el Océano Índico hasta tocar tierra en el Cabo de Buena Esperanza, en el continente africano. La

última etapa del viaje sería partir desde África para volver a América haciendo escala de nuevo en la costa de Brasil, para regresar a Inglaterra con escalas en las islas de Cabo Verde y las Azores, culminando así la vuelta al mundo y el largo viaje de 57 meses de duración. El capitán del “Beagle” era Robert FitzRoy, un hombre joven de ascendencia aristocrática, de temperamento arrogante y autoritario, pero justo en sus juicios y con fama de buen marinero. Su misión al mando del “Beagle” en el largo viaje previsto era continuar los trabajos de cartografía ya iniciados en las costas de América del Sur, así como levantar planos de diferentes costas para aportar una mayor precisión a las cartas de navegación existentes. La tripulación del bergantín estaba formada por el capitán, oficiales y suboficiales, un contramaestre, 2 pilotos, un carpintero, un escribiente, un topógrafo, un médico, un pintor, un matemático, un misionero, 8 soldados de marina, 34 marineros, 6 grumetes, 3 pasajeros... y Charles Darwin en calidad de naturalista. Los pasajeros podían considerarse especiales ya que eran una mujer y dos hombres nativos de Tierra del Fuego, el helado territorio del Cabo de Hornos al que ahora volvían. El capitán FitzRoy los había llevado a Inglaterra en su anterior viaje y allí habían vivido durante un año, siendo apadrinados por el rey Guillermo IV y la reina Adelaida como exóticos habitantes de lejanas tierras. Ahora, vistiendo sus ropajes europeos, hablando un rudimentario inglés y llevando consigo un abultado equipaje, volvían a sus hogares situados al otro lado del mundo. Charles Darwin era un joven de veintidós años que no era un estudiante excesivamente aplicado pero que poseía un gran interés por la historia natural. De niño y adolescente era feliz fuera de las aulas y, sobre todo, en el campo observando, estudiando y coleccionando con pasión plantas, flores, minerales e insectos y en la playa observando el vuelo de gaviotas y cormoranes. En sus continuos paseos siempre llevaba cajas y tarros en los que meter arañas, hormigas, escarabajos, mariposas, conchas, esquejes de plantas y todo aquello que pudiera interesarle. Lo importante era no ir al colegio para huir de la asignatura que le martirizaba: las matemáticas. Hacía todos los esfuerzos posibles por comprenderlas pero le abrumaban hasta tal punto que escribió a un amigo: “imagino que estás a dos brazas de profundidad en lo que a matemáticas se refiere. Dios te ampare, yo me siento igual, con la diferencia de que estoy firmemente atado al lodo del fondo y ahí me quedaré”. Sin embargo le apasionaban la Botánica, la Biología y la Geología. Y como experto en Ciencias Naturales embarcó en el “Beagle” a pesar de su juventud, ya que solamente tenía 22 años. Aunque le advirtieron de que debería llevar el menor equipaje posible, dado que tendría que compartir con el capitán su pequeño camarote, Darwin añadió a su ropa y artículos de aseo, sus zapatos ligeros para las excursiones, sus libros para estudiar español, un microscopio, prismáticos, martillos geológicos, lupas, frascos con alcohol para conservar organismos, recipientes con tierra abonada para plantas, una brújula, papel, plumas y tinta abundante, dos pistolas (a partir de que el capitán

FitzRoy le recomendara no desembarcar nunca sin llevarlas cargadas)... y sus libros. Darwin se había formado con la lectura de libros como Philosophy of Zoology de Flemming, Travels de Burchell, Travels in South America de Caldcleugh y las teorías de Buffon sobre el cambio evolutivo; y sobre todo con Personal Narrative del naturalista Humboldt, obra que consideraba su libro de cabecera. El problema era que no podía cargar con toda su biblioteca en el barco con lo cual la selección quedaría reducida al citado libro de Humboldt, una cuidada edición de El Paraíso Perdido, el gran poema barroco de Milton, el primer volumen de Principles of Geology de Lyell y la Biblia. No hay que olvidar que Darwin, en esa época, era profundamente religioso y barajaba la posibilidad de hacerse clérigo, y que influenciado por ese pensamiento esperaba encontrar en ese viaje la oportunidad de demostrar las que consideraba grandes verdades de la Biblia, sobre todo del Génesis. Como naturalista esperaba encontrar pruebas del Diluvio Universal y de la aparición de todas las cosas creadas sobre la Tierra. En lugar de eso, afortunadamente para la Ciencia, el viaje se convertiría en el embrión de su obra El Origen de las Especies, obra que provocaría que su autor fuera admirado por los progresistas y odiado por los involucionistas desde entonces hasta hoy. Al fin, después de retrasos y contratiempos que fueron posponiendo la salida, a las dos de la tarde del 27 de diciembre el “Beagle” se hizo a la mar... comenzando para Darwin un martirio no imaginado: el mareo. No podía sostenerse en pie y solamente las uvas eran capaces de permanecer en su estómago el tiempo suficiente como para alimentarlo. El resto de comida que ingería era como si la hubiera arrojado directamente por la borda. Apenas si tenía fuerzas para subir a cubierta, aunque hizo un esfuerzo para ver las costas de las islas de Madeira y Tenerife, aliviado al menos por la fría brisa. La estancia de 23 días en las islas de Cabo Verde, para que el capitán y el topógrafo fijaran con exactitud su posición sobre las cartas marinas, repusieron sus perdidas fuerzas. Así que aquella mañana, asomado a la borda y mientras contemplaba cómo el capitán y el topógrafo, a bordo de un bote de remos, se adentraban en un río que desembocaba cerca de la ensenada donde estaba anclado el “Beagle”, se sobresaltó al oír que alguien le decía: -Si el capitán remonta el río contra corriente durante 3 horas y luego, remando al mismo ritmo, regresa al punto de partida, en lo que emplea 2 horas. ¿Cuánto hubiera tardado en recorrer la misma distancia en un lago? -¿Perdón...? -contestó-preguntó Darwin, sorprendido por la pregunta del matemático que, sin que él se hubiera dado cuenta, estaba a su lado. -Decía que, partiendo de los datos que le he dado, ¿cuánto tardaría el capitán en recorrer la misma distancia en las tranquilas aguas de un lago?. -Y yo qué sé. Soy naturalista, no matemático. -Pero mi propuesta es muy sencilla, lo cierto es que es más una adivinanza que un problema.

-Sí, pero es que yo, con perdón, odio las matemáticas. -Eso será porque no se las han enseñado bien. Si usted quiere, yo... Pero Darwin no le dio tiempo a terminar su ofrecimiento. Le habían advertido de que el matemático, para matar los tiempos muertos de tan largo viaje, proponía continuamente problemas a todo el que se cruzaba en su camino. Y dado que el barco era muy pequeño y muchos los que viajaban en él siempre se cruzaba con alguien... hasta que todos comenzaron a huirle, lo cual no dejaba de ser un tanto complicado en tan limitado espacio. Al verse acorralados, unos se hacían los sordos, otros los mudos y otros los ciegos (el matemático empezó a pensar que le rehuían cuando el vigía, después de decirle que no podía resolver los problemas que le proponía dado que era ciego, se le escapó el grito de ¡¡Tierra a la vista!! al ver la costa de Madeira) Así que Darwin, olvidando su exquisita educación, dejó al matemático con la palabra en la boca, dándose media vuelta para dirigirse a su camarote. Aunque apenas había dado dos pasos cuando escuchó de nuevo la voz del matemático, que esta vez le preguntaba: -Perdone, ¿tiene usted hora? Es que a mi reloj se le ha roto el cristal y cada vez que lo saco del bolsillo se enganchan las agujas y, claro, así no hay manera de saber la hora exacta. Lo ve, ahora marca las 7 y media –dijo el matemático mostrando su reloj. -Pues son las 4 y cuarto –contestó, seco, Darwin. -Hombre, ya que ha surgido el tema: En un reloj, comenzando a medianoche, cuando las dos manecillas están exactamente una sobre la otra, ¿cuántas veces y exactamente a qué horas (horas, minutos y segundos), durante las siguientes 12 horas van a estar en ángulo recto? Ahora sí que Darwin, más que alejarse, corrió a encerrarse en su camarote. Lo que fuera, con tal de alejarse del matemático. Terminada la estancia en las islas de Cabo Verde y con Darwin completamente restablecido y ya habituado al continuo movimiento del barco, el “Beagle” partió hacia en continente americano. Cerca ya las costas de Brasil, los delfines saltaban alrededor del barco y Darwin aprovechaba los momentos de mar mansa para arrastrar desde popa una pequeña red, pescando así peces que después diseccionaba clasificándolos, haciendo dibujos y tomando notas. Por la noche, después de la cena, los oficiales se reunían en cubierta para comentar los acontecimientos del día, y para observar con sus catalejos las estrellas... hasta que el matemático se unía al grupo proponiendo: -Ya que ha salido el tema de las estrellas, tengo un problemilla un poco complicado, pero no tanto, que, si quieren, les puedo poner -y antes de que les diera tiempo a contestar y mucho menos a huir, añadió, repartiendo entre los presentes unas hojas

en las que ya traía preparado el enunciado junto a un dibujo de 10 estrellas colocadas en triángulo: -Suponiendo que 10 estrellas estuvieran colocadas como muestra el dibujo ¿Cuál sería el número mínimo de rectas que se necesitarían para separar cada estrella de todas las demás? * ** *** **** Esta vez sí que captó el interés de los oficiales y, sobre todo, del pintor y del escribano que eran los únicos que se interesaban por las matemáticas en aquel barco. Emocionado, enjugó sus lágrimas, abrazó a los presentes y se retiró a su camarote henchido con la satisfacción del deber cumplido. Aunque no se enteró de que ninguno de los que atacaron el problema conseguiría resolverlo, aunque fueran el pintor y el escribiente los que más insistieran en ello. Al día siguiente el “Beagle” llegó a la costa de Brasil echando anclas en la bahía de Bahía, que precisamente por eso se llamaba Bahía. Después del trabajo en la costa, en los bosques cercanos y de la visita a la ciudad prosiguieron viaje navegando sin perder de vista la costa hasta la ciudad de Río de Janeiro, a la que llegaron el 3 de abril de 1832. Ya en tierra, Darwin quedó fascinado ante el espectáculo de la selva con un follaje tan espeso que ocultaba la luz del sol. Admiraba -junto al pintor del que se hizo íntimo amigo- sin que le importara el calor y la humedad, las palmeras que se mezclaban con enormes árboles cubiertos de lianas, musgo y todo tipo de plantas parásitas alrededor de los que se movía un mundo diminuto lleno de mariposas con colores nunca vistos, avispas, todo tipo de mosquitos, escarabajos enormes, arañas de todos los tamaños, grandes hormigas, ranas y sapos, y luciérnagas que iluminaban la selva por la noche con la potencia de linternas. Y animales más grandes como monos, serpientes, lagartos y cientos de especies de pájaros que producían un ensordecedor guirigay a su paso. Durante el día recorría la selva llenando sus cajas y sus tarros de insectos y de plantas, desde las más sencillas hasta las más exóticas orquídeas que le maravillaron. Por la noche, de vuelta a la ciudad, estudiaba detenidamente su botín anotando todos los datos mientras que Augustus Earle, el pintor hacía dibujos de los insectos o las plantas más complicadas. Después de unos cuantos días de estancia en la ciudad, Darwin propuso visitar la plantación de café que un ciudadano irlandés, un tal Patrik Lennon, tenía a unos 160 km hacia el norte. Un pequeño grupo a caballo se puso en marcha hacia la plantación y todo transcurría con tranquilidad hasta que a alguien se le ocurrió preguntar cuánto tardarían en llegar a la plantación. Darwin contestó que sería difícil

calcularlo dado lo abrupto del camino a recorrer. Y tal comentario dio pie para que el matemático interviniera: -Efectivamente, todo depende del camino, que en estos bellos pero inhóspitos parajes, es tan abrupto como impredecible. Por cierto, esto me recuerda una aventura que corrimos mi mujer y yo, hace ya algunos años. Si quieren y con el simple ánimo de entretenernos durante el viaje, se la puedo contar. Los componentes del grupo aceptaron de mala gana, convencidos de que la historia desembocaría en un problema a resolver. Y no se equivocaban ya que el matemático, para mejor llegar a su esquivo auditorio, camuflaba los problemas todo lo que podía. Así que, encantado al ver la buena disposición de los que con él cabalgaban, explicó: -Mi mujer y yo, pasando una breve estancia en el norte de la verde Irlanda, allá donde los bosques, las rocas y la lluvia se alían para entorpecer la marcha de los caminantes y donde... -No podría usted ir al grano, es que si no, nos vamos a perder –dijo Darwin, interrumpiendo su barroca disertación. -No se preocupe, llevo brújula –añadió el matemático, sorprendido por la salida del naturalista. -No, quiero decir que con tanto circunloquio vamos a perdernos dentro del enunciado del problema que, estoy seguro, nos está preparando. Sonrojado al verse descubierto, el matemático carraspeó, tosió un par de veces y se enderezó sobre su montura antes de continuar hablando. -Pues como les decía mi mujer y yo tuvimos que recorrer 50 km a caballo. Sólo teníamos un caballo que, además de lento, solamente podía aguantar el peso de un jinete y con el que conseguíamos una velocidad regular de 10 km hora. Cuando ibamos caminando, yo andaba a 5 km/h y ella a 8 km/h. Así que democráticamente decidimos lo siguiente: alternativamente, uno iría a caballo y el otro andaría. Cada determinado tiempo el que iba a caballo detenía su marcha, lo dejaba atado a un árbol a un lado del camino y seguía andando. Así, el que llegaba a ese punto del camino lo recogía y montado sobre él hacía su tramo. De esta forma, llegamos a la mitad del camino al mismo tiempo, reposamos media hora y seguimos con el mismo procedimiento. También llegamos al mismo tiempo a nuestro destino. Ahora bien, pregunto: si salimos a las 6 de la mañana ¿cuando llegamos? Los siete miembros del grupo, para entretenerse, intentaron resolver el problema, pero después de cinco días de dificultosa marcha a través de la selva no lo consiguieron (Darwin ni siquiera lo intentó). El pintor y el escribiente, por no desairar a su amigo el matemático, anotaron cuidadosamente los datos de que disponían para intentar resolver el problema... aunque aún no hubieran conseguido resolver el

problema anterior, el de las estrellas colocadas formando un triángulo. Pero siguieron intentándolo. Aunque cuando más interesados estaban estudiando el enunciado del nuevo problema les sobresaltó un cañonazo. Inmediatamente el capitán Robert FitzRoy tranquilizaría a sus acompañantes al indicarles que el cañonazo era la señal de bienvenida a la finca del irlandés Patrik Lennon a la que, al fin, y después de la larga y difícil marcha a través de la selva, habían llegado. Continuará... Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

A BORDO DEL “BEAGLE” (Segunda parte)

(... Recordamos que en la primera parte de esta historia dejamos a Darwin y a sus compañeros en la finca que el irlandés Patrik Lennon tenía en plena selva, a 160 km de Río de Janeiro) Después de pasar unos días en la finca del irlandés y después también de una agria disputa acerca de la esclavitud, Charles Darwin y sus seis compañeros volvieron a Río de Janeiro. El capitán Robert FitzRoy volvió al “Beagle” para seguir explorando la costa de Brasil hacia el norte mientras que Darwin, el pintor, el escribiente, el matemático y el guardiamarina King se quedaban instalados en la ciudad, en una cómoda casa situada en Botafogo, al pie del Corcovado. Darwin, aprovechando estas semanas de tranquilidad se dedicó con pasión a capturar especímenes y a recoger conchas, insectos, pequeños reptiles, minerales y plantas para enviárselos al profesor Henslow, su profesor de Botánica en

Cambridge, ya que éste se había ofrecido para guardarle y conservarle todo lo que le fuera enviando. Así que llenó la casa, para sorpresa y hasta espanto de sus tres compañeros, de escarabajos, alacranes, ratones, todo tipo de loros y tucanes que atronaban el ambiente, monos que todo lo revolvían, arañas gigantescas que se escapaban continuamente de sus encierros, mariposas, conchas, rocas, minerales y plantas. De todo lo que capturaba y recogía para meter en tarros, cajas y jaulas que viajarían a Inglaterra a bordo del primer barco que Darwin encontrara. El matemático, el escribiente, el pintor y el guardiamarina le ayudaban todo lo que podían, sobre todo el pintor que dibujaba con precisas acuarelas todos los animales, minerales y plantas que Darwin le indicaba mientras intentaban resolver los problemas que el matemático no cesaba de plantear. No así Darwin, que sus compañeros empezaron a sospechar que sus excursiones en el fondo eran huidas de los problemas. Por fin, después de unas cuantas semanas de tranquilidad, el “Beagle”, que ya había vuelto de su periplo, se volvió a hacer a la mar rumbo a la Patagonia y Darwin se sintió feliz –a pesar de que volvía a marearse- al ver nadar y saltar alrededor del barco marsopas y peces voladores, delfines y hasta enormes ballenas que lanzaban espectaculares chorros de agua a modo de saludo. Darwin consiguió que uno de los camareros, Sims Covington, se convirtiera en su ayudante. Le enseñó a desollar y a disecar animales y aves, a recolectar y a cazar y a dedicarse a la delicada tarea de empaquetar los envíos con destino a Inglaterra (Covington permanecería al servicio de Darwin durante varios años a su vuelta a Inglaterra). El “Beagle” siguió su viaje hacia el sur por la costa argentina. En septiembre de 1832 llegaron a la costa de la Patagonia y en Punta Alta Darwin haría uno de sus grandes descubrimientos ya que desenterró grandes colmillos, un enorme cráneo parecido al del hipopótamo y garras inmensas petrificadas. Cincuenta años antes se había encontrado en Argentina el esqueleto de un Megaterium que se envió a Madrid, mientras que Humboldt había desenterrado dientes de mastodontes. Darwin tuvo más suerte pues en sus excavaciones sacaba más y más esqueletos fósiles que alineaba en la playa lo que suponía un gran descubrimiento porque por aquellas fechas apenas se habían realizado investigaciones paleontológicas en América del Sur. Y allí estaba Darwin –y bien consciente de ello era- desenterrando restos de animales prácticamente desconocidos o de los que apenas se conocían referencias. Había restos de un Toxodon, parecido a un hipopótamo y uno de los animales más grandes descubiertos hasta entonces; y un Scelidotherium cuyo esqueleto salió a la luz casi completo; un armadillo gigante; los colmillos de un Mylodon, un elefante extinguido, y los huesos de un Macrauchenia, un gran cuadrúpedo. Pero lo mas importante de todo fue que Darwin llegó a la conclusión de que todos estos animales eran los “hermanos mayores” de muchos animales actuales, lo que arrojaba información sobre la aparición de estos animales y sobre su desaparición. Y a partir de aquí es cuando Darwin empezó a hacerse preguntas y a pensar que las especies se desarrollaban y cambiaban constantemente para adaptarse a su ambiente o a los cambios en su ambiente, y que las que no lo conseguían desaparecían. Y pensó que

era imposible que los animales, los humanos incluidos, fueran los mismos que Dios creó en una semana, y que más que creación hubo un proceso continuo de evolución. Los descubrimientos comenzaron a lo largo del río Paraná y cerca de Montevideo donde encontró una espléndida cabeza completa de Toxodón. Cuando volvió al “Beagle” con su cargamento de enormes huesos fósiles el capitán FitzRoy estaba entretenido con sus actividades cartográficas y recibió como una invasión el que Darwin llenara la cubierta del barco de cientos de enormes huesos prehistóricos, así que le recriminó “por llenarle el barco de porquería”. Como hombre profundamente religioso que era, rebatió con vehemencia las nuevas teorías que Darwin le exponía entusiasmado, convencido el capitán de que todos esos restos eran de animales que no habían llegado a tiempo para embarcar en el Arca de Noe para librarse del Diluvio Universal. De nuevo, a finales del año 1832, se pusieron en marcha hacia la Tierra del Fuego para devolver a sus hogares a los tres fueguinos que viajaban en el “Beagle”. Así, después de bordear el Cabo de Hornos llegaron a un territorio inhóspito cubierto de nieves perpetuas y glaciares que llegaban hasta el mar. Por supuesto, el frío era más que intenso. Al llegar a su tribu la mujer y los dos hombres expusieron todo lo que traían de Inglaterra ante la sorpresa y la curiosidad de sus familiares y amigos. Y todos reunidos admiraron el equipaje un tanto absurdo que contenía vajillas, cuberterías, tazas y teteras, cruces, orinales, mantas, libros religiosos, bandejas, cuchillos, sombreros hongos y de copa, una amalgama de enseres y objetos que los fueguinos admiraban con un punto de estupor. El matemático aprovechó la ocasión para plantear un acertijo al ver que un indígena no sabía qué hacer con un sacapuntas y unas tijeras, ya que desconocía su utilidad. Y le planteó a Darwin: -Esta situación me recuerda una historia muy curiosa: Un sordomudo entra en una tienda de artículos de escritorio. Para hacer entender al empleado que necesita un sacapuntas se coloca un dedo en la oreja izquierda y rota la otra mano alrededor de la oreja derecha. El siguiente cliente es un ciego, ¿Cómo hace para hacer entender al empleado que desea unas tijeras? Darwin, como si la cosa no fuera con él, siguió tomando apuntes de las costumbres de los habitantes de la tribu. Afortunadamente para el matemático sus amigos, el pintor y el escribano, se pusieron a cavilar cómo resolver la historia del ciego que quería unas tijeras. Y esta vez fue el pintor el que le dio pie al matemático para exponer otro problema, al comentar: -He observado que los fueguinos siempre salen de caza en grupos, de cuatro en cuatro o de ocho en ocho, mientras que sus mujeres trabajan en los huertos siempre en grupos de tres. Qué curioso, ¿verdad? -Cierto –dijo el matemático, encantado- y eso me recuerda un sencillo problema que tiene que ver con lo que decía; escuchen, escuchen: Con sólo CUATRO ochos y

TRES operaciones aritméticas se puede obtener la siguiente igualdad: 8 ¿ 8 ¿ 8 ¿ 8 = 120 -¿Y qué tiene esto que ver con los fueguinos? –preguntó el pintor. -Nada –contestó el matemático- pero ya que estamos... Y allí se quedaron los tres amigos tratando de resolver los problemas mientras el capitán FitzRoy llamaba a los miembros de la tripulación para continuar el viaje. A medida que avanzaba la primavera del año 1833 Darwin consolidaba sus teorías sobre la evolución, a la vez que sentía como se iban debilitando sus intenciones de formar parte de la Iglesia. Su colección de especímenes aumentaba cada día que pasaba y en su cuaderno de notas anotó que a estas alturas del viaje ya había catalogado y estudiado 1.529. Después del estudio, la siguiente operación era el envío a Inglaterra, a medida que lo seleccionado se iba conservando y empaquetando. Los envíos superaron todo lo imaginado por el profesor Henslow que, allá en Cambridge, se veía abrumado -y en parte arrepentido por haberse ofrecido como receptor- ante la invasión de todo lo recolectado por su alumno... y eso que el viaje no había llegado ni a la mitad de lo previsto. A finales de julio, de nuevo la expedición en marcha, Darwin decidió aventurarse por tierra firme en un largo viaje que recorrió el interior de Argentina desde El Carmen, en la tierra de los Patagones, hasta Santa Fe, en la confluencia de los ríos Paraná y Salado que desembocaban en el Río de la Plata que servía de frontera entre Argentina y Uruguay. Pasarían por las ciudades de Bahía Blanca, Tapalquen, Buenos Aires y Rosario en una marcha en un viaje de más de 1.000 km. A caballo y con una escolta de seis gauchos Darwin se adentró en el desierto camino de Bahía Blanca, que sería su primera etapa. Y el primer día de marcha su primera sorpresa fue encontrarse con avestruces, llamadas rheas y más pequeñas que las africanas (Darwin atraparía una viva y se la enviaría al profesor Henslow que, desesperado, la donó inmediatamente al la Zoological Society que la bautizaría Rhea Darwin, en honor del naturalista) También avistó pumas, buitres, águilas, mofetas, zorros, topos, armadillos, pichiciegos, ciervos y guanacos. Animales con los que Darwin, experto cazador, incrementaba su colección, a la vez que aumentaba su experiencia como taxidermista al considerar que no sería correcto inundar la casa de su profesor de mofetas pestilentes o feroces pumas, suponiendo y acertando que con la rhea habría tenido suficiente. Darwin, desde Buenos Aires, escribió a sus hermanas: “las mujeres españolas son bellísimas, y a su lado, las inglesas no saben caminar ni arreglarse. ¡Y que feo suena “miss” al lado de “señorita”. En esta ciudad se aprovisionó de las mercancías suficientes para proseguir viaje y aprovechó la estancia para hacer nuevos envíos a Inglaterra: 200 pieles de animales, decenas de peces y aves disecadas, reptiles conservados en alcohol, colmillos y garras de fieras, patas, picos y alas de aves, colecciones de cientos de plumas, decenas de insectos, minerales, más huesos

fósiles, voluminosos paquetes de semillas y cientos de esquejes de plantas exóticas que eran desconocidas en Europa, dando así por finalizada su incursión por la Patagonia. Los compañeros de expedición de Darwin empezaban a mirarle como a un loco, como a un obseso que había convertido su trabajo en su modo de vida. Aunque también descansó, paseando y jugando al ajedrez con el capitan FitzRoy siempre que podían... o que les dejaba el matemático, ya que éste aprovechaba la ocasión para plantearles enunciados de problemas relacionados con este juego, como aquella mañana en la que después de los saludos de rigor, propuso: -Pues ya que viene a cuento, tengo un problema ajedrecista que... -¡No! –exclamó Darwin- No quiero oír problemas sobre ajedrez ni sobre nada. No quiero problemas. -¿Pero usted, como naturalista sí aprobará que hablemos de caballos? -Bueno, ... esto... sí, de caballos, sí –contestó Darwin desconcertado. -¡Muy bien, ha picado! -exclamó el matemático muy contento- Así que ahí va mi problema: Un caballo está en un vértice de un tablero gigante de ajedrez de 150 casillas de lado. ¿Cuál es el mínimo número de saltos que el caballo tiene que dar para llegar al vértice opuesto? Y más que se desconcertó Darwin al ver que el capitán abandonaba la partida y tomaba nota del enunciado en el cuaderno de Bitácora. El problema de los problemas era que habían dejado de ser un problema para el capitán, que veía en los problemas una forma de entretenerse olvidando otros problemas; no como Darwin, ya que para él, por su aversión hacia las matemáticas, seguía siendo un problema cualquier problema matemático. Antes de continuar viaje, Augustus Earle, el pintor, enfermó y se quedó en tierra siendo sustituido por Conrad Martens, excelente pintor paisajista y delineante. Otra novedad fue que el capitán había comprado un segundo velero, el “Adventure”, para transportar así con mayor comodidad el exceso de carga que el largo viaje estaba acumulando. Así, los dos barcos, se hicieron a la mar para subir por la costa de Chile hasta Valparaíso con la intención de explorar la cordillera de los Andes. La tripulación, en democrática votación, decidió que el matemático viajara en el “Adventure” con el pintor y el escribano (el matemático tuvo la suerte de que al nuevo pintor le gustaran las matemáticas) y con aquellos marineros que se habían hecho los sordos, los mudos y los ciegos. Por supuesto, el único que votó en contra de esta medida fue el matemático. A pesar de todo, y de que sus amigos se esforzaban en resolver los problemas que les proponía, el matemático añoraba tener más “resolvedores”. Así que, decidido a no darse por vencido, cada vez que el “Adventure” se acercaba al “Beagle” aprovechaba para gritar desde cubierta: -¡Buenos días!

Y si algún incauto le contestaba desde el otro barco, aprovechaba la ocasión para entablar conversación y añadía, gritando a pleno pulmón: -¡Qué barbaridad! Qué rápido navegamos. -Es cierto –exclamó el otro- tenemos un buen viento a favor. -Esto me recuerda que un día iba yo corriendo por el campo con la intención de hacer ejercicio y mantenía una velocidad constante de 10 km/h. Este ejercicio es muy saludable y creo que lo voy a llamar “footing”, que lo mismo se hace popular el siglo que viene. Pues como le decía, iba yo corriendo a esa velocidad constante cuando comencé a cruzar un puente de esos que solamente son para que pase el ferrocarril. Había recorrido ya los 3/8 del puente cuando escuché el silbido del tren que se acercaba por detrás. Mentalmente calculé que si seguía hacia adelante abandonaría el puente a la vez que el tren. Y que si decidía volver atrás, ambos coincidiríamos en el inicio del puente. ¿A que no sabe a qué velocidad se movía el tren? Y el que estaba en el “Beagle” contestó-gritó que no tenía tiempo de averiguarlo, que disculpara pero que ya sabía que en un barco velero siempre había faena por hacer. Y para disimular, se puso a sacarle brillo al ancla. Por fin, el 22 de julio de 1834 llegaron a Valparaíso y Darwin pudo bajar a tierra. A pesar de llevar dos años y medio de viaje no se acostumbraba al continuo y a veces violento balanceo del barco –ni se acostumbraría en todo el viaje- y era feliz cuando llegaban a puerto. Y más feliz aún al preparar una expedición de seis semanas que recorrería parte de la cordillera de los Andes. Continuará y terminará en la próxima entrega....

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez San

A BORDO DEL “BEAGLE” (Tercera y última parte)

(En la entrega anterior dejamos a Darwin feliz y contento por llegar a tierra firme librándose así del insufrible mareo. Y listo para preparar una nueva expedición para recorrer la cordillera de los Andes) A lomos de una reata de mulas, un pequeño grupo de expedicionarios sigue a Darwin subiendo a alturas de vértigo por caminos peligrosos que bordean abismos que ocultan su fondo. A veces tienen que cruzarlos a través de puentes colgantes que crujen y se bambolean bajo el peso de unos intrusos a los que nada parece poder detener. Darwin todo lo escruta, todo lo estudia, todo lo anota ya que todo llama su atención: los pumas, los raros pájaros de las alturas, los enjambres de langostas que cayeron sobre ellos como una tormenta de granizo, las plantas exóticas, los reptiles. Para su sorpresa, encuentra conchas fósiles y depósitos marinos a 3.650 metros de altura y a muchos kilómetros del mar, y un bosque

petrificado, y fuentes calientes junto a fuentes frías, misterios que él trataría de desentrañar sin imaginar las complicaciones y críticas que estas investigaciones le acarrearían. Terminada la incursión y de vuelta a la ciudad se encontró con un incidente en la tienda en la que compraba lo necesario para preparar sus envíos a Inglaterra. El dueño discutía con uno de los empleados con el consiguiente regocijo de los otros empleados que apoyaban a su compañero. El dueño del comercio, al ver entrar a Darwin, lo tomó como testigo y le expuso el motivo de la discusión: -Este ganapán se me ha rebelado –exclamó señalando al dependiente- Yo lo contraté con la siguiente condición: por cada jornada que trabajase le pagaría 20 pesos, y por cada día que faltase al trabajo le restaría 30. Transcurridos 60 días, el empleado aquí presente no ganó nada. Así que me pregunto: ¿Cuántos días laborables hubo? Darwin, viendo que no se libraba de los problemas ni huyendo del matemático que viajaba con ellos, tomó nota de los datos y le dijo al dueño de la tienda que no se preocupara, que le diría a un amigo suyo matemático que viniera a ayudarles a desentrañar un misterio que para él, era más complicado que el del origen de las especies. Así que cuando llegó a la casa en la que se hospedaban, se adelantó y buscó al matemático al que encontró, precisamente, en el momento en que ante una pizarra y tiza en mano exponía un problema a un nutrido grupo de marineros del “Beagle”. A Darwin le sorprendió la cantidad de alumnos que se sentaban ante la pizarra y, sobre todo, la atención que prestaban a su profesor, pero su sorpresa se vio interrumpida por el matemático que, adelantándose, le propuso: -¿Una tacita de infusión, señor Darwin? Darwin, más sorprendido aún, rechazó la oferta de una taza humante que el matemático le ofrecía, tras haberla llenado con el contenido de una aún más humeante tetera que mantenía caliente sobre una estufa. Después de rechazar la invitación le explicó el incidente de la tienda, añadiendo que sería muy importante su presencia en el litigio. Emocionado al sentirse necesario, el matemático dejó la taza y la tiza sobre la mesa y salió corriendo en busca de la dirección que el naturalista le había proporcionado. Darwin, en cuanto el matemático salió de la improvisada aula, dio dos palmadas y exclamó: -¡Vamos, deprisa! ¡Aprovechen para huir antes de que vuelva!

Pero nadie se movió de su sitio. Todos los que estaban sentados seguían sin moverse, con los ojos fijos sobre la pizarra, inexpresivos, como si hubieran sido hipnotizados. Darwin se dio cuenta en ese momento que el matemático había invitado a gran parte de la marinería del barco a una tisana relajante, la misma que le había ofrecido a él... y que la tisana era valeriana disuelta en dosis como para adormecer a un caballo salvaje. Así que allí dejó Darwin a los “valerianizados” que seguían sentados, incapaces de huir, mirando hipnotizados sin pestañear la pizarra en la que estaba escrito el siguiente enunciado: “Siete adultos fueron al teatro. El precio de la entrada era un número entero de pesos. En total pagaron 60 pesos. Parece imposible pues 60 no es divisible entre 7, pero ¡atención!, en el grupo había algún jubilado y, ya se sabe, los jubilados pagan la mitad de la entrada. ¿Cuántos jubilados había y cuánto cuesta la entrada?” Después de su estancia en Valparaíso -y recuperados los marineros de las altas dosis de Valeriana con enérgicas duchas frías- el “Beagle” siguió su viaje por la costa chilena siendo testigos de un violento terremoto que presintieron los animales: el día del terremoto y horas antes de producirse grandes bandadas de aves se desplazaron hacia el interior del país; los perros huyeron hacia el monte; los gallos se pusieron a cantar en plena tarde, los caballos coceaban inquietos, las vacas mugían desesperadas y los animales de corral, asustados aparentemente sin motivo, intentaban escapar de sus encierros. A las once y media llegaron los temblores que hicieron retroceder el mar para producir una gran ola que inundaría violentamente la costa arrasando todo lo que encontró a su paso... y una segunda y una tercera ola aún más destructivas. Darwin y sus compañeros se acercaron hasta la ciudad de Concepción para comprobar que había sido completamente destruida por el seísmo, aunque sin muchas victimas ya que sus habitantes, acostumbrados a los temblores, en cuanto observaban el extraño comportamiento de los animales, huían hasta ponerse a salvo. El 7 de septiembre de 1835 el “Beagle” se adentró en el Pacífico hacia las islas Galápagos, cuyo nombre derivaba de la palabra con que los españoles denominaban a las tortugas gigantes que llenaban el archipiélago. Darwin se encontró con unas islas apenas sin flora pero con una abundante fauna compuesta por tiburones, peces, lagartos, iguanas gigantes, cormoranes, peculiares pinzones, cangrejos, pingüinos, focas y, sobre todo, galápagos enormes que, de exquisita carne comestible, proveían las despensas de todos los barcos que navegaban por la zona. El naturalista también contabilizó hasta 27 especies de aves terrestres y marinas. Y aumentó su colección de animales vivos con tres enormes galápagos que enviaría a su profesor que, más que abrumado, histérico, luchaba con ellos a diario, entre las risas de sus vecinos, para que no devoraran los rosales que con tanto mimo cuidaba en su jardín.

Por otra parte, y en el barco, en cuanto había una contabilización de por medio o aparecía la menor alusión numérica, el matemático, siempre alerta, intervenía, camuflado los enunciados de sus problemas de inocentes preguntas, como por ejemplo: “¿En que digito(s) NO puede terminar la suma de los n primeros números naturales?” El matemático no se rendía, para desesperación de la mayor parte de la tripulación y regocijo del escribiente y del nuevo pintor que, a esas alturas del viaje ya había sido, como él mismo decía, “matematizado”. Y como tal euforia matemática iba a más los oficiales y marineros, hartos de que ahora fueran tres los que les proponían constantemente problemas, decidieron abandonarlos en la primera isla habitada que avistaran. Y una soleada mañana, la tripulación estaba echando a suerte, mediante el procedimiento de ver quién sacaba la cerilla más corta, quién sería el que los abandonara. En ese momento apareció el matemático, y sin saber de qué se trataba, al ver que de uno en uno los tripulantes del “Beagle” elegían una cerilla, dijo: -Esto me recuerda un problema un poco complicado pero que no dudo que ustedes resolverán: “Una caja de fósforos tiene estas dimensiones: 5 por 3 por 1 cms. Inicialmente todas las cabecitas están orientadas hacia la misma cara. ¿Cuál es la máxima longitud de los fósforos para que, al agitar la caja en todos los sentidos y luego abrirla, algún fósforo se haya dado vuelta?” El matemático se sorprendió de la amabilidad con que los marineros dijeron que sí, que con mucho gusto resolverían el problema, pero en tierra y en su compañía, en la isla más grande del archipiélago al que se acercaban, la que los españoles llamaban Isabela y los ingleses Albermale. Y allí dejaron al matemático, al pintor y al escribano con la falsa promesa de que volverían a buscarlos al día siguiente. Y el “Beagle”, con tres pasajeros menos, continuó su viaje cruzando el Océano Pacífico hacia Nueva Zelanda y Australia. En 25 días cubrieron los 5.000 kilómetros que separan las Galápagos de Tahití. En Tahití pudo admirar Darwin la naturaleza en explosión, sobre todo comparándola con la aridez de las islas Galápagos. Todo le sorprendía y fascinaba, incluidos sus habitantes, sus vestidos, sus armas, sus herramientas y aparejos. Y sobre todo la sensación de paz y tranquilidad comparándola con la soterrada y no tan soterrada violencia observada y vivida en América del Sur. El 26 de noviembre partieron hacia Nueva Zelanda estudiando allí Darwin las peculiares características raciales de su población, con sus espectaculares tatuajes a los que eran contrarios los misioneros que trataban de evangelizar, sin demasiado éxito, a los habitantes de las dos islas. Y recabó información sobre un ave prehistórica gigantesca que se creía se había extinguido en épocas relativamente recientes y que aparecía como protagonista de terroríficas leyendas, cuentos populares, cantos y danzas.

A principios de enero de 1836, último año de la expedición, llegaron a Australia, desembarcando en Port Jackson y asombrándose del ambiente de riqueza y prosperidad de Sydney. Darwin, dispuesto a no perder tiempo y partió a explorar el interior. Recorrió los grandes bosques de eucaliptus y se interesó por la vida de los aborígenes, escribiendo en su Diario: Allí donde el europeo ha puesto el pie, la muerte parece perseguir al aborigen. Cazó y capturó canguros, perros salvajes, emús y ornitorrincos (el envío de 10 canguros vivos al profesor Henslow supuso la ruptura definitiva de su profesor para con él, hasta el punto de que abandonaría Cambridge sin dejar ninguna dirección, después de enviar, eso sí, una carta a su alumno en la que escuetamente anunciaba: “Hasta aquí hemos llegado”) La siguiente etapa los llevó a la cercana Tasmania para volver a Australia para recoger las provisiones suficientes para cruzar el Océano Índico, con escalas en las islas de los Cocos, las islas Mauricio y el Cabo de Buena Esperanza, ya en la punta del continente africano. Darwin se maravilló en estos lugares con las almejas gigantes de cuya carne podían comer seis hombres, con los veloces alcatraces y su original forma de pescar, con los peces que comían coral, con los enormes cangrejos azules que con sus tenazas partían cocos de los que se alimentaban y con las ratas que construían sus nidos en lo alto de los cocoteros. Ya en pleno verano enfilaron hacia la isla de Santa Elena, visitando la tumba de Napoleón. Entonces fue cuando el capitán decidió regresar a Inglaterra a través de la llamada “ruta americana”. Recalaron de nuevo en Brasil y desde allí pusieron rumbo a Europa, llegando a Inglaterra, al puerto de Falmouth, el 2 de octubre del año 1836, después de haber vivido en el “Beagle” durante casi cinco años. En este largo viaje de vuelta a casa surgieron encendidas discusiones entre Darwin y el estricto y rígido capitán FitzRoy. A estas alturas del viaje y de sus investigaciones Darwin ya estaba seguro de que el mundo no fue creado en un instante, sino que desde un inicio primitivo fue evolucionando constantemente. Las grandes criaturas prehistóricas se habían extinguido al no poder adaptarse a los cambios, o cazadas y devoradas por otros animales si no más grandes sí más inteligentes. Cada especie que aparecía tenía que adaptarse a lo que encontraba y los que no consiguieron adaptarse o defenderse de los recién llegados se extinguieron. Darwin estaba dispuesto a defender su teoría de que todos los seres vivos estuvieron sometidos a este proceso, incluido el hombre que había sobrevivido porque era más hábil y agresivo que los demás animales. El capitán FitzRoy, hombre muy religioso, replicaba furioso que todo esas teorías eran herejías que entraban en contradicción con la verdad absoluta e indiscutible de la Biblia. El Génesis escribía la verdad inmutable: el hombre había sido creado a imagen y semejanza de su Dios creador, todos los animales habían sido creados iguales a como hoy eran, y sobrevivieron al Diluvio gracias a que Noé embarcó una hembra y un macho de cada especie. Y concluía siempre con esta coletilla: “Va usted a saber

más que la Biblia y más que el arzobispo Ussher y el doctor John Lightfoot de la Universidad de Cambridge, por ponerle un ejemplo más cercano. Estos dos sabios, mediante una serie de cálculos cuya naturaleza yo desconozco pero corroboro, han fijado que la fecha real de la creación del mundo se llevó a cabo a las 9 de la mañana del domingo 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo.” En el Génesis está la verdad. El que niegue esto se burla de Dios. -Pero... –intentaba razonar Darwin. -Pero nada. Se acabó la discusión porque yo llevo razón. Así, de forma tan democrática, terminaban todas las discusiones por parte del capitán FitzRoy, discusiones que fueron el preludio de lo que estaba por llegar. Y lo que estaba por llegar fueron las campañas de acoso y derribo por parte de la Iglesia y de los sectores más reaccionarios de la sociedad, que desde entonces hasta hoy intentaron e intentan desacreditar la más brillante e inteligente teoría sobre la evolución. Le abucheaban en sus conferencias, trataban de boicotear la publicación de sus libros, se burlaban de él con chistes y caricaturas en la prensa, caricaturas que lo presentaban como un mono en las ramas de un árbol (Se cree que una de esas caricaturas es la que aparece en la etiqueta de Anís del Mono) Tuvo que esperar más de 20 años para que se publicaran sus teorías más radicales, exponiéndose al desprecio social y a la burla pública, aunque en cualquier país del continente habría tenido más problemas, en los países católicos habría sido arrestado y, sin duda, de haber existido la Inquisición hubiera corrido peor suerte.

Inglaterra, a pesar de las burlas de los sectores citados, valoró su obra y el mundo científico aplaudió sus teorías. Publicó su Diario del viaje del Beagle, los cinco tomos de la Zoología del Beagle y fue nombrado director de la Geological Society de Londres. Su obra cumbre, El Origen de las Especies conoció el éxito a través de numerosas ediciones y se convirtió en un referente científico en todo el mundo conociendo innumerables ediciones en todos los idiomas cultos. Darwin escribió, además, otros ocho libros no menos interesantes entre los que destaca El Origen del Hombre. Su prestigio llegó a alcanzar tal magnitud que acallaría las constantes criticas. Fue nombrado doctor Honoris Causa en Cambridge y a su muerte, el 19 de abril de 1882, fue enterrado en la zona de Hombres Ilustres de la Abadía de Westminster. (En cuanto al hecho de que los habitantes de la isla Isabela en particular y de todo el archipiélago de las Islas Galápagos en general tengan, aún hoy, tan buena predisposición hacia las matemáticas, pinten tan bien y tengan tan buena letra es para los expertos actuales un misterio. Los isabelinos son ahora, 171 años después de la llegada del trío desembarcado del “Beagle”, excelentes matemáticos, buenos dibujantes y pintores, y todos tienen una maravillosa caligrafía. Todo esto desconcierta a los expertos, que no encuentran una explicación lógica al fenómeno, ya que ni Darwin en su obra ni en el cuaderno de Bitácora del “Beagle” se menciona el abandono del matemático, del pintor y del escribano, que prolongarían su estancia en la isla durante diez años, hasta que el ballenero “Betelu” los devolvió a Inglaterra.) FIN

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

LOS 7 SABIOS DE GRECIA

Los siete sabios de Grecia eran conocidos –en Grecia, claro- además de por sabios, que lo eran, por lo que de práctico tenía su sabiduría. Y es que además de ser tiranos, políticos, estadistas, legisladores y reformadores sociales eran, por si fuera poco, famosos por sus aforismos y sentencias, es decir por sus frases estudiadas y meditadas con las que pretendían guiar la conducta de los hombres. A los siete sabios se les suponía una gran sabiduría porque para eso eran sabios. Y todos en su época decían que se les recordaría perpetuamente, aunque solamente uno de ellos, Tales de Mileto que además era el único matemático de los siete, ha pasado a la posteridad para que sigamos recordando y estudiando su obra como muestra de que las matemáticas son inmortales (de Mileto). A Tales de Mileto la Historia le impuso la injusticia del orden alfabético al confeccionar la lista que incluía a los siete sabios. El tiempo ha demostrado que la lista se ha invertido pasando el último a ser el primero en el respeto y la admiración

de los humanos que le hemos seguido desde entonces hasta ahora. Así la lista que ha llegado a nosotros a través de los siglos, con el injusto orden alfabético mencionado, es la siguiente: Bias de Priene: Eminente político griego y famoso legislador. Cleóbulo de Lindos: Tirano de Lindos, en la isla de Rodas. Periandro de Corinto: Tirano, como su nombre indica, de Corinto, isla famosa por sus pasas. Se dice de él que reglamentó y humanizó el régimen de trabajo de los esclavos. Bajo su mandato Corinto conoció una duradera prosperidad. Pitaco de Mitilene: Estadista que intentó restringir el poder de la nobleza dando más protagonismo a las clases populares. Quilón de Esparta: Político que militarizó la vida civil de los espartanos dando a la juventud una educación castrense. Solón de Atenas: Legislador y reformador social. Tales de Mileto: Matemático, filósofo, geómetra, ingeniero y político dotado de una gran sabiduría práctica y poseedor de una ingente cantidad de conocimientos. Aquel día Tales de Mileto estaba especialmente feliz. Habían elegido una de sus sentencias para grabarla en el frontón del templo de Apolo en Delfos. Y allí estaba Tales viendo como los escultores retiraban los andamios después de dejar grabada para la posteridad su sentencia: “Conócete a ti mismo”. Tales había invitado a la inauguración de la sentencia a sus colegas sabios y allí estaban todos menos Solón de Atenas y Bias de Priene. Y cuando se estaban preguntando qué podría haberles pasado aparecieron jadeando colina arriba hasta llegar a la puerta del templo donde los otros cinco le esperaban. -Pero bueno, queridos colegas, ¿Qué os ha pasado que venís tan agitados? -Casi nada –contestó Solón- que yo, mucha fama de sabio y Bias me engaña como a un cretense, que todavía no podemos decir como a un chino ya que aún no sabemos que existe China. -¿Qué te ha pasado? –preguntó Tales.

-Explícamelo tú, que para eso eres matemático: Bias y yo teníamos que recorrer una distancia de 50 kilómetros. Teníamos un caballo que marchaba a 10 km/h pero sólo podía llevar a uno. -Pues vaya caballo –dijo Tales, sonriendo. -Sí, qué le vamos a hacer, pero no teníamos otro. Pues bien, yo caminaba a razón de 5 km/h y Bias a 8 km/h. -¿Y eso? –preguntó Cleóbulo de Lindos. -Es que Bías es más joven que yo –contestó Solón- Así que, decidimos turnarnos andando y cabalgando. Cada uno ataba el caballo a un árbol tras su cabalgada, para que lo recogiera el otro, y continuaba a pie. De esta forma llegamos a la mitad del camino al mismo tiempo y descansamos media hora. Después repetimos la misma combinación para llegar simultáneamente al final del trayecto. Y como estoy hecho un lío, pregunto: ¿A qué hora hemos llegado a nuestro destino si salimos a las 6 de la mañana? O sea, ¿qué hora es? –preguntó Solón después de plantear el problema. Todos iban a consultar sus relojes de arena de bolsillo, menos Pitaco de Mitilene que lo llevaba sujeto a la muñeca con una correa de cuero convencido de que era un invento con futuro, cuando Tales exclamó: -¡No! ¡Quietos! Ya que sois tan sabios, ¿Por qué no intentáis resolver la historia como un problema? -Hombre, porque yo, por ejemplo, soy más tirano y sabio que matemático, y a mí los cálculos, la verdad… -reconoció Periandro de Corinto, y añadió- Pero, en cambio, ayer se me ocurrió una sentencia agudísima, escuchad: “Los placeres son mortales, las virtudes inmortales”. -¿Y a qué viene eso? –preguntó Bías de Priene, aún agotado por el cansancio de la caminata. -No, si yo era para que vierais que, a pesar de que no se me den bien las matemáticas, también quiero que se me considere sabio. -Pues a mí se me acaba de ocurrir otra sentencia –dijo Cleóbulo de Lindosescuchad: “Ocupémonos de comportarnos bien con el cuerpo y con el alma”. -Pues a mí se me ha ocurrido otra… -empezó a decir Solón. -Y a mí otra… -dijo Quilón. -Y a mí… -gritó Pitaco.

-Y a mí… -exclamó Bías. -¡Un momento, por favor! Todos se volvieron al escuchar la llamada de atención del extraño que, saliendo del templo, se dirigía sonriente al grupo. -Soy Quinótides, profesor de geometría y estoy atascado en un problema. Así que me he dicho: si estos señores son los siete sabios de Grecia pues bien me podrían echar una mano. Así que ahí va el enunciado del problema que me tiene loco: “Dadas dos circunferencias concéntricas trazamos una tangente a la interior que cortará a la exterior en 2 puntos. La distancia entre cualquiera de estos puntos y el punto de tangencia es 1 m. ¿Puedes hallar el área de la corona circular que determinan las dos circunferencias?” -Bueno, es facilísimo –dijo Cleóbulo. -Realmente sencillo –añadió Solón. -Pero fácil, fácil –indicó Quilón. -Una tontería –observó Bías. -Muy simple –aseguró Pitaco. -Elemental, elemental –señaló, muy pedante, Periandro.-Muy bien –dijo el profesor de geometría, y preguntó: -Pero, ¿cual es la solución? -Bueno, yo es que ahora no tengo tiempo porque estoy puliendo una sentencia preciosa –se disculpó Quilón, a ver si os gusta: “Que tu lengua no se adelante a tu razón”. Y se despidió de Tales para bajar hacia el centro de Delfos mientras disimulaba fingiendo estar abstraído en la elaboración de una nueva sentencia. Los demás, al ver como su compañero se quitaba el problema de en medio le siguieron fingiendo estar ocupadísimos en pensar sentencias que era a lo que se dedicaban, fundamentalmente, todos los sabios menos Tales. -“Si eres adolescente aplícate en la acción, si eres anciano en la sabiduría” –¿a que está bien esta sentencia? –le preguntó Bías a Periandro dándole un codazo. -Sí, pero la mía es mejor –dijo Pitaco- escuchad: “No cuentes tus proyectos, porque si fracasas se reirán de ti”. -Y que me decís de esta: “Cuando hayas aprendido a obedecer, sabrás mandar” – dijo Solón.

-Pues anda que esta: “En las ocasiones buenas no seas orgulloso y en las malas no te humilles” –dijo Cleóbulo mirando hacia atrás para ver la cara de estupor del profesor de geometría. -Y además “Sé previsor en todas las cosas”, así que ya sabes “Es mejor morir con dinero ahorrado que vivir necesitado” –añadió Periandro. -¡Eh, un momento! Eso no vale. No se pueden decir las sentencias de dos en dos saltó Solón. -¿Y por qué no? -Pues… no lo sé; pero en Atenas somos muy sentenciosos y no presumimos de ello. Yo tengo un montón de sentencias que pasarán a la Historia y no voy por ahí diciéndolas de dos en dos. -Más tengo yo y tampoco voy presumiendo de ellas. Tengo patentadas lo menos 200 sentencias –dijo Pitaco. -¡Y yo 300! –exclamó Bías. Y así, discutiendo quién era el que más sentencias había creado llegaron al mesón en el que habían quedado para celebrar la sentencia de su colega Tales de Mileto, recién grabada en el frontón del templo. Y allí seguían discutiendo y gritando “Y yo más, y yo más” cuando entraron Tales y Quinótides contentos de haber resuelto el problema de las dos circunferencias concéntricas. -¿Qué tal, mis queridos colegas? Ya veo que seguís dándole vueltas a sentencias y apotegmas pero yo me pregunto, ¿no tenéis curiosidad por saber el resultado del problema de las dos circunferencias? Pues vais a tener vuestro justo castigo. Escuchad: las autoridades de Delfos, para festejar la grabación de mi sentencia en el templo de Apolo nos invitaban a éste ágape. Y he dicho “nos invitaban” porque les he propuesto que donen el dinero para que erijan un estatua al auriga vencedor de la próxima carrera de caballos que espero que sea más rápidos que el de Solón y Bías. Seguro que esta escultura se hará famosísima y se la conocerá como “El auriga de Delfos”. -¿Y

quién

pagará

el

ágape?

–preguntaron

los

seis

sabios

al

unísono.

-El último en resolver este problema, tomad nota e intentad resolverlo por separado: “Tales intercambió los dígitos de un número de 3 cifras de modo que ningún dígito quedó en su posición original. Después restó el número viejo menos el número nuevo y el resultado fue un número de 2 cifras que es cuadrado perfecto. Hallar todos los resultados que pudo obtener Tales”.

-Pero… -iba a pretextar Cleóbulo. -Pero nada. Mucha sentencia mucha sentencia y no eres digno de ellas. Vamos a ver, Cleóbulo, tú mucho decir “La moderación es la cosa mejor” y eres un inmoderado que abusa de la comida y la bebida y de otros placeres que el decoro me impide nombrar. Y tú no te rías, Solón ya que predicas que “Nada en demasía” y estoy viendo que se te ha ido la mano en el vino. Y tú lo mismo Quilón, que mucho decir “Cuando bebas guárdate de hablar mucho, pues cometerás faltas” y veo la jarra de tinto que ya está vacía a tu lado. Y tú, Pitaco, mucho decir que “Devuelve lo que se te haya confiado” y aún me debes 80 monedas de plata desde hace dos años. Y a ver si prestas atención, Bías, que tu sentencia preferida es “Se un oyente complaciente” y no nos estás haciendo ni caso. Y no digamos Periandro que de tanto repetir “El descanso es cosa buena” no pega golpe en casa, que me lo ha dicho su mujer. Así que, calladitos y a trabajar. Vamos. Tales dio dos sonoras palmadas como punto final a su largo y acusador parlamento y sirvió dos copas de vino para él y para su amigo Quinótides, mientras observaba cómo sus colegas, avergonzados, empezaban a hacer sus cálculos aterrados ante la posibilidad de tener que pagar la cuenta que seguro que como en el problema, ascendería a un número de tres cifras. -Está bien esto de las sentencias –dijo el profesor de geometría. -Ya lo creo. Además, mis seis amigos sabios y yo estamos muy contentos ya que a finales del siglo IV a. de C., más o menos, Demetrio de Fáleros, que será discípulo de mi discípulo Aristóteles, recogerá todas nuestras sentencias para que pasen a la posteridad y se puedan leer hasta por Internet. -¿Y en qué trabajas ahora, querido maestro? -Pues acabo de determinar el número exacto de días que tiene un año y un método infalible para que los marinos se guíen a través de la Osa Mayor. -¡Qué maravilla! –exclamó Quinótides. -Pues eso no es nada; ahora estoy muy entretenido con sacar adelante un teorema que se llamará, por supuesto, El Teorema de Tales, que para eso lo estoy inventando yo. Es que aquí hay que ponerle tu nombre a todo, que luego cualquiera de estos –y señaló a sus seis colegas que se devanaban los sesos tratando de resolver el problema- se lo adjudica. Aunque mi problema mayor es el agua ya que “El principio original de todas las cosas es el agua, de la que todo procede y a la que todo vuelve”. Y el mesonero que nos ha servido este vino debe de estar de acuerdo con este principio, porque tienes que reconocer que está bautizado en exceso. Así que vamos a otro mesón a ver si encontramos mejor vino y a lo mejor, con suerte, mejores sabios.

Y Tales y Quinótides salieron del mesón dejando a los seis sabios enfrascados, y no como el vino, precisamente, en otra discusión ya que ninguno avanzaba en la resolución del problema del número de tres cifras. Nota: Demetrio de Fáleros cuenta también que ninguno de los seis sabios logró resolver el problema, así que, maldiciendo a Tales, decidieron pagar la cuenta del ágape a escote.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

EL AVIÓN DE LEONARDO

Leonardo da Vinci observaba desde la ventana de su estudio el vuelo de las golondrinas, y las dibujaba con una punta de plata sobre el papel. Obsesionado con la idea de construir una máquina voladora para que los hombres volaran como los pájaros, había abandonado otros proyectos. Acababa de pintar su cuadro “La adoración de los Reyes Magos” y el éxito había sido tal que le llovían los encargos, pero él dedicaba todo su tiempo al estudio de los mecanismos necesarios para construir su maquina. Ya había construido el prototipo de la nave y estaba a la espera de voluntarios que se atrevieran a probarla, cuando se abrió la puerta del estudió y apareció el gran Luca Pacioli. El recién llegado era matemático y tratadista, y también amigo y

profesor de geometría de Leonardo. En ese momento estaba ultimando su gran tratado titulado “DE DIVINA PROPORTIONE” que llevaría ilustraciones de Leonardo, complicados dibujos de poliedros en perspectiva, y esa era la razón de su visita: recoger una de las ilustraciones, la que representaba un dodecaedro hueco en perspectiva que el maestro tituló en latín “DUODECEDRON ELEVATUS VACUUS”. -Qué, ¿cómo va la maquina voladora?, maestro Leonardo. -Muy bien, maestro Pacioli, ¿queréis probar el prototipo? -No, muchas gracias. Os lo agradezco, pero declino tal honor. -Es que en esta ciudad son unos ignorantes sin ningún espíritu de sacrificio por la Ciencia. He pegado pasquines en todas las paredes pidiendo voluntarios para probar la máquina voladora y no se ha presentado ni uno, ¿qué os parece? -Una prudente medida, mi querido Leonardo, ¿o acaso olvidáis que se han estrellado seis de vuestros ayudantes en el intento? -¡Pioneros de la aviación, se les llamará algún día! -Sí, pero de momento se les llama pacientes del hospital, sección de traumatología – puntualizó Luca Pacioli y, para cambiar de conversación, preguntó- ¿Y que hacéis ahora? Aparte de enviar ayudantes al hospital. -Estoy trazando el radio de un círculo. -Pero eso es muy fácil, querido alumno. -No tanto, teniendo en cuenta la figura que acabo de trazar en la pizarra y los datos de que dispongo. Mirad –dijo Leonardo señalando la pizarra- Así que os pregunto: Teniendo en cuenta la figura dibujada y los datos que contiene, ¿se puede hallar el radio del círculo?

Mientras el matemático se disponía, tiza en mano, a resolver el problema, Leonardo cogió una esfera de hierro que estaba sobre el alfeizar de una ventana y la traslado, con visibles esfuerzos por su parte, hasta una mesa sobre la que había un cilindro hueco lleno de agua. Luca Pacioli se distrajo con la operación y optó por acudir en ayuda de Leonardo, al observar que apenas si podía levantar la esfera para meterla dentro del receptáculo cilíndrico. -Pero, ¿qué trajín os traéis ahora, maestro Leonardo? -Un experimento sobre volumen y densidad, mi querido maestro y sin embargo amigo. Y gracias por echarme una mano. -¿Una mano? Y también las dos. Esta esfera pesa al menos 50 kilos. -No; solamente 40. -¿Y por qué queréis meterla dentro del cilindro? -Bueno, el problema es el siguiente: Coloco suavemente esta esfera de 40 kilos de peso dentro de este cilindro lleno de agua en el cual entra exactamente. Y he podido observar que después de esta operación el cilindro y su contenido pesan 20 kilos más. Y ahora me pregunto: ¿Cuál es el volumen del cilindro? ¿Cuál es la densidad de la esfera? -Y yo me pregunto: ¿por qué no os dedicáis a pintar, en vez de complicaros la vida de esta manera? Sin contar con que pintar es más cómodo, rentable y placentero. -Porque quiero pasar a la Historia como el Hombre Orquesta. -¿ … ? -Sí, como pintor, científico, geómetra, escultor, botánico, químico, inventor, arquitecto, ingeniero, anatómico, geólogo… y hasta cocinero, que tengo previsto escribir un libro de recetas de cocina. -¿Y qué es lo que más os gusta de todo? -Inventar. Tengo previsto escribir unos cuantos códices en los que dejaré constancia escrita de mis inventos. Estoy seguro de que, a partir de ellos, en el futuro y cuando la ciencia y la técnica estén más desarrolladas, la Humanidad podrá disfrutar plenamente de mis ideas. Pero no nos distraigamos con problemas y proyectos. ¿Qué, os animáis? -¿A qué? –contestó Luca Pacioli, poniéndose en guardia. -A probar el futuro. A volar con mis alas de murciélago. Venid conmigo y no tembléis, que en la terraza del torreón tengo el nuevo prototipo mejorado. Esta vez

no fallará, os lo aseguro –dijo Leonardo, sujetando por un brazo al aterrado matemático cuando se disponía a huir. -Sí, también me dijisteis “No fallará, os lo aseguro” cuando me hicisteis probar el casco aerodinámico, como primer paso para inventar la motocicleta.. ¿Y qué pasó? Que al golpearlo con una maza se rompió en mil pedazos con mi cabeza dentro. -Un pequeño fallo en la aleación del metal. -Claro… y conmoción cerebral. ¿Y cuando inventasteis la parada, como primer paso para inventar el autobús? Pues que estuve en la parada hora y media esperando al prototipo del autobús y cogí una pulmonía de la que aún no me he recuperado. -La culpa la tiene el ayuntamiento. -Ya, ¿y cuando hice de modelo para los estudios de anatomía? Con el pretexto de estudiar el funcionamiento de los músculos de la pierna me convencisteis para que me dejara hacer “una pequeña incisión a la altura de la ingle”. ¿Una pequeña incisión? ¡Me despellejasteis la pierna desde la ingle hasta el tobillo! -Sí, pero con anestesia. -¡No! ¡Con orujo! Que además de despellejado, llegué borracho al hospital. -Maestro Pacioli, por favor, vos sois un hombre de ciencia. No me podéis fallar. -Está bien. Os ayudaré por última vez, pero con una condición: que me ayudéis a resolver un problema en el que me he atascado. -De acuerdo –contestó Leonardo, frotándose las manos. -El problema es el siguiente: Cómo colocar en cada casilla de un tablero de 4 x 4 casillas un número de tal manera que cada número colocado resulte ser el promedio de dos de los números que están en las casillas colindantes (es decir, que comparten un lado de dicha casilla). Convencido de que Leonardo no podría resolver el problema, Luca Pacioli respiró tranquilo pensando que se había librado de hacer de cobaya en el experimento aéreo. Pero su tranquilidad duraría poco ya que a los tres minutos Leonardo ya había resuelto el problema en la pizarra, y se acercaba sonriente con otro casco en las manos. -¡No! ¡El casco no me lo pongo! Que tengo cascofobia. -Éste sí, maestro Pacioli, que tiene ventilación asistida y posibilidad de adaptación de MP3 de 2 gigas con capacidad para 40 CD´s.

-¿Y eso qué es? -Algo que inventarán en el siglo XXI, aunque yo ya le estoy dando vueltas al asunto. Y así, explicándole proyectos, Leonardo empujó al matemático escaleras arriba hasta lo alto del torreón. Cuando quiso darse cuenta, Luca Pacioli ya tenía puesto el casco y colocado el arnés que sujetaba las alas voladoras. Para tranquilizarlo, Leonardo añadió: -Ya no hay riesgo porque he añadido a las alas un dispositivo adaptable a la dirección del viento. He observado que las alas de los pájaros funcionan según leyes matemáticas: se elevan con movimientos circulares semejantes al tornillo para descender con suave oblicuidad. Al borde del vacío, Leonardo animó de nuevo al aterrado piloto: -¡Sois un pionero! El primer aviador de la Historia, de la recién nacida Aviación. En un lejano futuro, los cielos de Italia se llenarán de máquinas voladoras y la compañía que las explote bien podría llamarse Alitalia, así que voy a patentar también el nombre. ¡Animo, pionero! Y tras las palabras de aliento llegaría el empujón que precipitaría a Luca Pacioli al vacío en busca de la gloria… y del suelo, al que llegaría mucho antes de lo previsto, y no “con suave oblicuidad”, precisamente. Nota: En el famoso retrato de Luca Pacioli, pintado por Jacopo de´ Barbari en el año 1494 y que se conserva en el Museo de Capodimonti (Nápoles), el matemático aparece pintado de cintura para arriba, tras una mesa cubierta con un tapete verde que oculta el aparato ortopédico (también invención de Leonardo da Vinci) que tuvo que llevar en la pierna derecha de por vida como consecuencia del aterrizaje. El personaje que aparece tras él en el cuadro, parece ser que es el guardaespaldas que el matemático contrató para impedir que Leonardo se le acercara para proponerle alguna otra “gesta científica”.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

SOFÍA KOVALÉVSKAIA, EN INGLATERRA

Durante las vacaciones de verano del año 1869, Sofía Vassilíevna KorvinKrukovskaya, conocida entre los matemáticos como Sofía Kovalévskaia viajó por Europa con su hermana Aniuta y su marido ficticio, Vladimir Kovalevski, del que heredaría el apellido y la dicha de haber compartido unos cuantos años de su vida con un hombre honesto y comprensivo. En Rusia estaba vetado el acceso de las mujeres a la Universidad. Este hecho provocaría que las mujeres con inquietudes intelectuales y científicas se adhirieran con entusiasmo al nihilismo, movimiento social e intelectual que preconizaba la emancipación de la mujer y la importancia de la educación, además de propugnar la rebelión contra todo tipo de autoridad Desde niña, Sofía había demostrado aptitudes extraordinarias hacia las matemáticas y en especial hacia la geometría analítica y el cálculo diferencial. Y a estudiar se dedicó hasta que llegó a la edad en que se encontró con el límite establecido, un muro que le cerraba las puertas de la Universidad. Así las cosas, para poder continuar con su formación académica, las mujeres que deseaban seguir avanzando en la adquisición de conocimientos optarían por una solución que podríamos considerar hoy día, al menos, peculiar: para escapar de la rígida autoridad paterna y de las trabas impuestas por la sociedad rusa proponían a un compañero de

universidad que compartiera sus mismas ideas e inquietudes el contraer un matrimonio de conveniencia. Los hombres podían ampliar estudios en universidades extranjeras, y si estaban casados sus mujeres podían acompañarlos; de esta manera ellas podrían también estudiar en el extranjero. El elegido para llevar a cabo el plan fue el estudiante de leyes Vladimir Kovalevski que tenía una editorial que se dedicaba a traducir la obra de Charles Darwin y tenía el proyecto de ampliar sus estudios en Alemania. La pareja, que después de la boda se estableció en Heidelberg acompañados de Aniuta, la hermana mayor de Sofía, formaría un matrimonio dedicado enteramente a la ciencia, a la traducción y divulgación de obras progresistas y nihilistas y al intento imposible de transformar la sociedad rusa. En el verano de 1869 y con la intención de conocer a su admirado Darwin, el matrimonio y la hermana de Sofía viajaron a Inglaterra. El encuentro se produciría en Londres, en casa de Mary Ann Evans, novelista conocida por su seudónimo de George Eliot. Así que, aquella tarde de agosto los tres rusos llegaron a casa de la escritora a las cinco en punto de la tarde dispuestos a tomar el té. Y llegaron puntuales porque, a instancias de Sofía, viajaron en barco de vapor a través del río Támesis desde la ciudad de Perschy hasta Londres, en lugar de hacerlo en la diligencia que unía ambas ciudades. Sofía, impresionada por la moderna maquinaria del barco y por la velocidad a la que navegaba, preguntó al capitán por las características del motor a vapor y por la velocidad a la que viajaban. -Navegando a favor de la corriente desarrollamos una velocidad de 20 km/h, mientras que navegando contra corriente navegamos solamente a 15 km/h –contestó el capitán. -¿Y cuanto dura el viaje? –preguntó Vladimir. -En la ida, desde el embarcadero de Perschy hasta el de Londres, tarda 5 horas menos que en el viaje de regreso. -¿Y qué distancia hay entre Perschy y Londres, señor capitán? –preguntó esta vez Aniuta. Y cuando el capitán iba a contestar, Sofía se le adelantó y le dijo: -No, no nos lo diga, y así nos entretendremos el resto del viaje calculando la distancia. Así que, sentados en la proa del barco, Sofía, Aniuta y Vladimir hicieron apuestas a ver quien era el primero que calculaba la distancia que había entre las ciudades de Perschy y Londres.

Y a las cinco en punto llamaban al timbre de la casa de George Eliot. -Buenas tardes, mis queridos y admirados amigos rusos. Adelante. El señor Darwin vendrá ahora mismo, pero entretanto tengo el placer de presentarles a mi vehemente amigo, el filósofo Herbert Spencer, que también tomará el té con nosotros –dijo la anfitriona, invitándoles a pasar a su casa. Los recién llegados saludaron con precaución al conocido filósofo evolucionista, ya que sabían de su fama de susceptible, misógino y polémico discutidor. -¿Cómo está usted? –le saludó Vladimir, estrechando su mano. -Pues anda que usted –contestó el filósofo, para pasmo de los presentes. Entonces, George Eliot propuso: -Podemos pasar a la salita para esperar a nuestro admirado Darwin. -¿Y por qué tarda tanto? ¿Está bajando del árbol? –preguntó Spencer, haciéndose el gracioso. La dueña de la casa, acostumbrada al peculiar humor del filósofo, disimuló la vergüenza ajena y añadió: -Como iba diciendo vendrán a tomar el té con nosotros el ilustre señor Darwin (mirada asesina a Spencer que imitaba a un mono detrás de unas plantas que había en un rincón de la sala) y el no menos ilustre novelista ruso Fedor Dostoievski. He aprovechado que Dostoievski está de paso por Londres para… Esta vez la interrupción llegó por parte de Aniuta que al oír el nombre del novelista cayó desplomada sobre la alfombra. Aniuta y Dostoievski, habían mantenido un apasionado romance al que pusieron fin los padres de ella. Y no habían vuelto a verse desde entonces. Las sales hicieron que la desmayada se despertara del vahído justo a tiempo para escuchar como el impertinente Spencer decía: -Darwin y Dostoievski, especimenes dignos de estudio, sí señor: un iluminado y un ludópata. Aniuta estaba a punto de atacar a paraguazos al filósofo cuando hizo su entrada en la sala Dostoievski. -Buenas tardes a todos… y en especial a ti, mi bella Aniuta. -Buenas tardes, señor Dostoievski, me han dicho que habéis dejado el juego, que ya no se os puede considerar ludópata –saludó el filósofo. -Es cierto, señor Spencer.

-¿Seguro? -Pues claro, ¿qué apostáis? –contestó Dostoievski. -¿Y ya no jugáis a nada? –preguntó Vladimir, conocedor de la afición del novelista. -Bueno, de vez en cuando a la lotería. Y ya que son ustedes expertos matemáticos, a ver si me pueden resolver este problema: ayer compré un décimo capicúa muy curioso: si sumaba sus cinco cifras daba el mismo resultado que si las multiplicaba. La primera cifra de la izquierda es la edad de mi hermana pequeña, las dos siguientes la edad de la mediana y las dos últimas la edad de mi hermana mayor, que le lleva más de un año a la mediana. -Pero bueno, ¿cuál es el número? –preguntó Spencer. -Que lo calcule el señor filósofo evolucionista –propuso Vladimir. Por su parte, Sofía Kovalévskaia ya había calculado el número de memoria, pero prefirió dejar que lo calculara Spencer pensando que así, al menos, no incordiaría. Un mayordomo trajo el té y mientras la anfitriona lo servía, para aliviar la tensión que se palpaba en el ambiente, le preguntó a Spencer: -Por cierto, ¿qué edad tienen vuestro hermano Peter? -Ya anda por la cuarentena -contestó el filósofo. -¿Y qué edades tienen su encantadora esposa y sus 4 hijos? -Eso que lo calcules estos señores tan inteligentes: Como decía Meter roza la cuarentena. Si escribimos tres veces seguidas su edad se obtiene un número que es el producto de su edad multiplicada por la de su mujer y las de sus 4 hijos. Calcúlenlo y así sabrán ustedes la edad de todos los miembros del conjunto familiar, que dicen los nihilistas aquí presentes, sin ir más lejos. O sea: ¿qué edad tienen cada uno de los miembros de la familia? En ese momento entró en la estancia Charles Darwin. Jadeante y sudoroso se atusó las patillas, se arregló el nudo de la corbata y se disculpó. -Lo siento, disculpen mi retraso. Por cierto, al pasar por el muelle he visto los nuevos barcos a vapor. ¡Qué invento! No sé dónde vamos a ir a parar como sigamos evolucionando a este ritmo. -Señor Darwin, llega a tiempo, en este momento servíamos el té. -Estupendo, y después podríamos jugar una partidita –exclamó Dostoievski, sacando dos barajas del bolsillo y dejándolas sobre la mesa. -Pero bueno, no decíais que ya no erais jugador.

-Bueno…, sí, claro…, y por eso escribí “El Jugador”. Esta novela la escribí a modo de confesión, como un exorcismo. Pero, en fin, una partidita de cartas entre amigos no hará mal a nadie… -Con una condición –propuso Sofía- que antes, y también a modo de juego, resolvamos un problema que me acabo de inventar. Todos aceptaron encantados y, lapicero y papel en mano, se aprestaron a tomar nota de los datos que Sofía comenzó a dictar: -Tenemos 17 cartas rojas numeradas del 1 al 17 y… -¡Imposible! La numeración de la baraja sólo llega al 10, más la J, la Q y la K – exclamó, dando un respingo, Dostoievski. -Bueno, imaginemos que están numeradas por detrás del 1 al 17. -¡Imposible! Serían cartas marcadas y los jugadores harían trampas. -¡Queréis olvidar que sois un profesional, señor Dostoievski, y dejarme terminar de una vez! –exclamó Sofía enfadada. -Está bien, está bien, pero os apuesto diez libras a que… -¡¡Silencio!! –exclamaron todos. -Bien, continuo y espero que esta vez sin interrupciones –dijo Sofía- Como decía: tenemos 17 cartas rojas numeradas del 1 al 17, y 17 cartas azules también numeradas del 1 al 17. Y tenemos que formar 17 parejas de una carta roja y una azul de tal manera que las sumas de las 17 parejas sean 17 números consecutivos. Y todos se dispusieron a resolver el problema, hasta que Spencer, impotente ante la resolución del problema del décimo de lotería, y pensando que el de las 17 cartas sería aún más difícil, masculló: -Interesante problema para haber sido propuesto por una mujer. -¿Y que tenéis contra las mujeres, señor filósofo “involucionista”? –preguntó Sofía con retintín. -Evolucionista, señora, evolucionista –puntualizó Spencer. -Pues yo creo que os habéis quedado en el primer escalón de la evolución –dijo, cáustica, Sofía. -O en la rama más alta del árbol, verdad, señor Darwin –añadió Aniuta. -¡Vaya grupo! Un filósofo evolucionista-involucionista, un biólogo progresista, una escritora modernista, un escritor antizarista y tres nihilistas.

La broma de Vladimir no enfrió los exaltados ánimos. Sofía claramente enfadada ante el despectivo comentario de Spencer le instaba a disculparse pero éste, lejos de hacerlo, arremetió contra el papel de la mujer en la Ciencia asegurando, además, que su función reproductora mermaba su capacidad intelectual. Y que la dedicación a tareas científicas o intelectuales se traduciría en desórdenes físicos en su organismo. La reunión terminaría en batalla campal, aunque los biógrafos de los contendientes la suavizaran calificándola de “acalorada discusión entre la matemática y el filósofo” y no enumeraran los desperfectos: tres tazas de té rotas, con sus correspondientes platos; la tetera desportillada; el espejo que estaba sobre la chimenea, roto; dos figuras de porcelana de Worcester hechas añicos, más el consiguiente escándalo que alteró la apacible tranquilidad del vecindario y la visita a urgencias del hospital más cercano de Herbert Spencer, que desde aquel día aprendió que Sofía Kovalévskaia no sólo era una gran matemática, sino también una mujer de carácter.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

ARQUÍMEDES Y EL JOYERO LADRÓN

Hierón II, tirano de Siracusa, sospechaba que Ladróntides, el joyero de su mujer, le engañaba, en el buen sentido de la palabra, es decir, en el peso de las joyas que le encargaba. Las sospechas comenzaron el día en que le proporcionó al joyero 500 gramos de oro para que le hiciera a su mujer una cadena de 23 eslabones, tantos como años llevaban casados. Al recibir la cadena, se dio cuenta de que así, tanteando al peso con una mano, ésta no pesaba más de 300 gramos. El tirano mandó llamar a palacio al joyero y le dijo: -Querido Ladróntides, estoy dudando entre dos posibilidades: cortarte la cabeza o contarte una edificante historia, es decir, estoy dudando entre cortarte o contarte, fíjate lo importante que es el cambio de una letra en una palabra. El joyero palideció al ver a su egregio cliente jugueteando con la cadena en sus manos, convencido de que había descubierto el más que notorio fraude. Así que

más aterrado que arrepentido, se postró a los pies del tirano suplicando por su miserable vida y camuflando el robo de equívoco: -Piedad mi tirano, que todo ha sido un absurdo error. Tengo una balanza de dos platillos que está desequilibrada. Si se coloca un montoncito de oro en polvo en el platillo de la derecha pesa 9 gramos, mientras que si se coloca en el platillo de la izquierda pesa 5 gramos. Así que me pregunto, ¿cuál es el peso real del montoncito de oro? Pues eso es lo que yo me preguntaba en cada pesada. Así que se conoce que me fui equivocando pesada a pesada y…, sin pretenderlo, claro… pues la cadena… pesa un poco menos. -Claro, claro, lo comprendo. Pero lo tuyo debe de ser de familia, porque tu hermano Mangánteles… -Sí, pero a él lo condenaron porque multiplicaba muy mal. Como cajero del Consorcio de Vinateros de Siracusa, al hacer las operaciones del arqueo multiplicaba el número de monedas de oro y decía, por ejemplo: 5 x 5 = 25 y me llevo 2… y se las llevaba; pero era solamente para no equivocarse en las operaciones. Pero lo malinterpretaron, que la gente es muy mal pensada y empezaron a murmurar que a ver de dónde había salido esa carroza de 12 caballos y esa villa en Marbellópolis. Pero yo soy honrado, mi tirano. -Ahora lagrimitas, no. Así que me he decidido, de momento, por contarte la historia edificante, chorizo (*Nota: el origen de la palabra no es claro ya que no existen referencias escritas de la existencia del citado embutido en la Siracusa antigua, ni de por qué a los ladrones se los denominaba así, con el nombre convertido en adjetivo degradante que ha llegado a nuestros días.) Así pues, Hierón II, arrellanándose en su trono, le contó al postrado y lloroso joyero la siguiente historia: -En la antigua Grecia y más en concreto en la Atenas del gran Pericles, hacia el año 432, más o menos, trabajaba un famoso escultor llamado Fidias, reconocido y respetado por la perfección de sus esculturas… hasta que cayó en la misma tentación en que tú has caído. La ciudad le encargó una escultura que representara a Atenea Parthenos para que la ejecutará mediante la técnica de la Criselefantina, es decir con oro y marfil como únicos materiales. Así, le procuraron a Fidias la cantidad necesaria de oro y de marfil. Todos quedaron maravillados ante la escultura, pero también todos se dieron cuenta de que así, a simple vista, faltaba una buena cantidad de oro (solamente me he quedado un poco para hacerme una corona para una muela, alegó en su defensa Fidias). Con lo cual y acusado de ladrón al descubrir que se había quedado oro no para una muela sino como para fabricarse 600 dentaduras, el escultor fue a parar a la cárcel. Así que, si eso le paso al gran Fidias, que no te pasará a ti, que eres un vulgar joyero. Ante las súplicas de Ladróntides, Hieron II decidió darle una segunda oportunidad: -Llévate esta cadenilla miserable y mañana mismo apareces aquí con la cadena de

verdad. Y de paso me resuelves un problema al que le estoy dando vueltas desde hace un par de días… -Vaya, además de tirano, ingenioso –masculló el joyero, envalentonado al ver que había salvado la vida. -¿Decías? –preguntó el tirano, por alusiones, al medio escuchar al joyero. -No nada, que estoy deseando escuchar el enunciado del problema. -No te pases de listo, Calixto, que tú serás ladrón pero yo soy el tirano más tirano que ha tenido Siracusa y sus alrededores. Así que, ahí va el enunciado: Quinotóteles, autor de comedias pero corto de entendimiento en todo lo relativo a los números, tiene una cadena de 23 eslabones. Se aloja en una posada y como no tiene dinero le propone al dueño dejarle cada día un eslabón de la cadena como prenda hasta completar sus 23 días de estancia en la posada. Cuando reciba el dinero que espera pagará su cuanta y el dueño de la posada le devolverá los 23 eslabones de la cadena. Pero se pone a pensar un procedimiento para romper la cadena en el menor número de trozos, ya que si le da un eslabón diario al dueño de la posada habrá roto la cadena en 23 trozos. Así que se le ocurre lo siguiente: el primer día le da al posadero un eslabón que corta de la cadena. El segundo día le pide el eslabón y le da un trozo con dos eslabones con lo cual ya se ha ahorrado un corte. El tercer día le da el primer eslabón así el posadero tendrá 2+1=3 eslabones correspondientes a los 3 días de estancia en la posada. El cuarto día le pide todos los eslabones y le da un trozo con 4 eslabones. Lo importante es que el posadero tenga siempre el mismo número de eslabones que días de estancia de su huésped en su posada. De esta manera Quinotóteles cortará el menos número posible de eslabones, habrá pagado su deuda y todos tan contentos. Pero Quinotóteles se pregunta: ¿Cuál es el número mínimo de eslabones que debe cortar para pagar los 23 días de estancia en la posada? Al día siguiente el joyero apareció con la nueva cadena que, ahora sí, pesaba exactamente 500 gramos y con la solución del problema que el tirano guardó en un cajón para exponerlo ante sus cortesanos en cuanto tuviera ocasión. Pero como Hierón II no se fiaba del joyero llamó a Arquímedes, el célebre matemático, astrónomo, físico e ingenioso inventor que en aquel momento estaba inventando para el tirano una máquina de guerra que matar no mataba mucho, pero asustaba muchísimo dado su imponente aspecto. -Sabio Arquímedes, el joyero me ha entregado esta cadena y aunque ahora sí que parece que pesa medio kilo.. -Pensáis

que

el

joyero

os

ha

engañado

-Sí, pero no sé cómo, ya que pesa medio kilo.

–terminó

la

frase

Arquímedes.

-Pero podría ser que no todo el peso correspondiera al oro. Puede que haya mezclado el oro con otros metales no tan preciosos, robando así la parte de oro correspondiente. -¿Y tú podrías descubrirlo? -Puedo intentarlo. -Muy bien, y de paso te llevas también mi corona nueva, la que el mismo joyero me hizo el mes pasado, que ya no me fío. -Muy bien –dijo Arquímedes- dadme la corona y la cadena que voy a darme un buen baño. Sin comprender muy bien las palabras del matemático, Hierón II se despidió de él convencido de que resolvería el enigma para atrapar al joyero ladrón. Al llegar a su casa, Arquímedes se metió en la bañera con la corona y con la cadena puestas. Y en remojo estaba cuando de pronto, saltando de la bañera, corrió desnudo por toda la ciudad gritando ¡Eureka! (¡Lo he encontrado!) al descubrir, por gravedad específica, que el joyero había mezclado tanto en la cadena como en la corona otro metal con el oro, después de observar en el baño el desplazamiento de agua producido por su cuerpo. Así descubrió la artimaña del joyero que pretendía timar por segunda vez al tirano. Enterado Hierón II, juró empalar al joyero, pero como era un tirano muy poco tirano decidió darle otra oportunidad, pero haciéndosela sudar. Así que llamó de nuevo a Arquímedes y le propuso que le pusiera un problema al joyero, pero relacionado con su profesión, para disimular, y añadió: -Por cierto, vaya numerito el de esta mañana, que no se habla de otra cosa en la ciudad: el gran Arquímedes corriendo desnudo por la Plaza del Mercado. -Fue a causa de la alegría del descubrimiento. Además voy a patentar lo de “¡Eureka!”, porque estoy seguro que será una exclamación que pasará a la posteridad. Es que esto de inventar exclamaciones y frases famosas da mucho juego. Se me ha ocurrido una sentencia estupenda relativa a la palanca, escuchad: “Dadme una palanca y moveré el mundo”. ¿A que suena bien? ¿Qué os parece? Estoy seguro de que se hará también famosa. Ya en su casa, y después de recoger con la fregona el agua que había en el suelo como consecuencia de su precipitada salida de la bañera, Arquímedes preparó el siguiente problema para el joyero: Un joyero tiene una varilla de oro de 15 centímetros de longitud que tiene un defecto, una pequeña muesca en un punto de su longitud. Le han encargado un colgante con forma de triángulo rectángulo, así que decide cortar la varilla en 3 segmentos correspondientes a los 3 lados del triángulo para soldarlos después. Da el primer corte en la varilla por la muesca obteniendo así el primero de los 3 lados del triángulo. ¿En qué punto tiene que dar el

segundo corte para tener la varilla cortada en los 3 segmentos que necesita? Al día siguiente llevó el enunciado del problema a Hierón II que, complacido, mando llamar al joyero y entregándoselo, le dijo: -Ladróntides, aquí tienes esta varilla de 15 centímetros. Quiero que le hagas un colgante a Arquímedes con forma de triángulo rectángulo, como pago a sus excelentes servicios. Pero primero tienes que resolver este problema y una vez resuelto sabrás como construir el colgante. -Pero, tirano mío -dijo el joyero- en el enunciado dice que la varilla de 15 centímetros es de oro y la que me habéis dado es de plomo. Bueno, pero como he descubierto que eres experto en sustituir metales estoy seguro de que convertirás el plomo en oro. -¿Has descubierto la piedra filosofal? –preguntó, impresionado, Arquímedes. Y el joyero, sin contestar a la pregunta del matemático, salió del palacio furioso al ver que le había salido mal el negocio aunque, al menos de momento, siguiera con la cabeza sobre los hombros… sin saber que tendría que utilizarla y hasta exprimirla para resolver el problema del colgante con forma de triángulo rectángulo.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

LOS TRES SABIOS ÁRABES

Al-Karayi, Al-Hacen y Al-Biruni eran tres sabios árabes que dedicaron sus vidas al estudio y divulgación de las matemáticas. Al-Karayi (953-1016) vivía y trabajaba el Bagdad, en aquellos tiempos felices en que ningún enemigo de más allá del mar venía a incordiar (por ejemplo América, entre otras cosas porque aún no había sido descubierta). Al-Karayi era el matemático más respetado de Irak y uno de los más prestigiosos de Oriente, autor, entre otros muchos estudios, del famoso “Compendio de la Ciencia de la Aritmética”, obra que constaba de 70 capítulos, 17 de ellos dedicados al Álgebra. Aquella tarde, al llegar a su domicilio, se encontró con que había llegado un correo por mensajería urgente (…y SEUR convencida de que había inventado algo nuevo) en el que su reputado colega Al-Hacen (965-1039) le invitaba a participar en un congreso matemático que tendría lugar en El Cairo, ciudad en la que Al-Hacen residía, y al que acudirían los más prestigiosos matemáticos árabes. Encantado con la invitación al congreso, Al-Karayi hizo sus maletas aquella misma noche con la intención de tomar, al día siguiente, la caravana de las 8,30 horas con destino a El Cairo. Mientras tanto, en el lejano Uzbekistán, otro gran matemático, el gran Al-Biruni (9731048), recibía la misma invitación. Al-Biruni era reconocido entre sus colegas, sobre

todo, por ser el gran divulgador entre los árabes de la matemática hindú. Sin pensarlo dos veces y feliz con que su asistencia al congreso le eximiera durante una temporada de sus deberes familiares (tenía 6 mujeres, 6 suegras y 19 hijos: no he dicho huir, he dicho eximir) preparó su equipaje rápidamente. 100 kilómetros antes de llegar a El Cairo y ya en tierras de Egipto, las caravanas en las que viajaban Al-Karayi y Al-Biruni se encontraron en la senda de circunvalación que llevaba a la capital. Los dos sabios no se conocían personalmente pero ambos conocían las obras del otro y su merecida fama. Así que cuando las dos caravanas ya juntas hicieron un alto para pasar la noche en el oasis de Deskan-sakí, Al-Karayi decidió buscar a su colega entre los cientos de viajeros que deambulaban por el oasis. Y lo encontró en el centro de un gran corro en el que, siguiendo la antigua tradición oral, Al-Biruni contaba historias científicas y proponía pasatiempos y problemas para entretener a los más jóvenes. Al-Karayi se sentó entre los espectadores en el momento en que Al-Biruni decía: -Un copista inexperto copiaba un libro mío y se equivocó, pues donde debía escribir 54.23, escribió 5.423, que es muy distinto. Y ahora pregunto: ¿Podríais hallar cuatro cifras donde ambos modos de escribirlas signifiquen el mismo número? Es decir, que la multiplicación de las dos primeras cifras del primer número (54) por las dos segundas (23) dé como resultado el segundo número (5423). Mientras todos los que rodeaban al matemático se aprestaban a anotar los datos del enunciado en sus pergaminos, Al-Karayi dio dos sonoras palmadas y propuso otro problema un poco más difícil, a modo de presentación: -Os voy a proponer un problema que se me ha ocurrido al cruzar esta mañana el río Nilo: Dos barcas parten simultáneamente de las orillas opuestas de un río que, por supuesto, son paralelas. Al cabo de cierto tiempo se cruzan a 200 metros de la orilla derecha. Continúan su viaje y al llegar a la orilla opuesta cada barca permanece parada 10 minutos, tras lo cual vuelven a salir en dirección opuesta, cruzándose otra vez, pero ahora a 100 metros de la orilla izquierda. Pues bien: ¿Qué anchura tiene el río? Mientras los presentes copiaban el enunciado del segundo problema, Al-Karayi y AlBiruni se abrazaron encantados de conocerse y de tener la posibilidad de compartir experiencias, incluso antes de llegar al congreso, aunque decidieron que, de momento, lo mejor sería compartir la cena y la jaima en la que pasar la noche. -Esta ensalada está deliciosa –exclamó Al-Karayi. -Es mi fórmula preferida: tiene, aparte del tomate y la lechuga tradicionales, AlCaparras que me han enviado desde Al-Bacete y Al-Mejas de Al-Mería, ya sabes, de nuestras colonias en Al-Andalus, que dentro de unos cuantos siglos se llamará España. Es que de esa península estamos importando frutos muy refinados.

-¿Y de segundo plato? –preguntó el sorprendido Al-Karayi, acostumbrado como estaba a cenar el socorrido Cous-cous familiar. -Tomaremos Al-Bondigas con Al-Cachofas y Al-Bahaca, que es un plato típico de AlCalá. Un plato exquisito y muy refinado. -¿Y de postre? -Al-Mendras de Al-Icante y Al-Baricoques de Al-Geciras, que son buenísimos. Y como digestivo, Al-Tramuces de Al-Moradí. -Es que en Al-Andalus hay una fruta jugosísima. A nosotros a veces nos la envían unos primos de mi mujer, Al-Fonso y Al-Berto, que emigraron a las colonias y se han establecido en Al-Mansa, un pueblo que está en el reino de Al-Bacete y que tiene un castillo con unas Al-Menas espectaculares. Después de la cena y de un rato de charla junto al fuego, los dos matemáticos se retiraron a descansar a la jaima que el irakí se ofreció a compartir con el uzbekistaní. Al día siguiente, la caravana, con más de tres horas de retraso sobre el horario previsto, llegó a la estación de caravanas de El-Cairo, donde Al-Hacen esperaba a sus colegas. A pesar del caos reinante en el aparcamiento de camellos el anfitrión localizó rápidamente a sus colegas entre el gentío, ya que al ser ambos muy altos sus turbantes destacaban por encima de la multitud. -Queridos colegas, bienvenidos a El Cairo, ciudad tan cosmopolita como caótica, cuna de la civilización y de los antiguos faraones, llena de tesoros arqueológicos que dentro de unos cuantos siglos se encargarán de saquear ingleses y franceses, esos pueblos primitivos y salvajes de más allá del Mediterráneo. Aunque siempre cabe la esperanza de que en nuestra expansión lleguemos hasta esos pueblos para sacarlos del oscurantismo medieval y la ignorancia en que viven. En fin, bienvenidos. Después de su extenso parlamento, Al-Hacen y sus acompañantes fueron hasta la parada de camellos de alquiler y se dirigieron a su casa. Una vez sentados en cómodos cojines en el fresco patio de la casa, los tres matemáticos comenzaron a cambiar impresiones sobre sus obras hasta que la hija mayor del anfitrión, con el té y una bandeja de dátiles, entró en el patio. -Soy Al-Mudena, la hija mayor de Al-hacen y, como él, una gran matemática. Pero aquí me tienen, relegada a servir el aperitivo. Los recién llegados saludaron a Al-Mudena con sonrisas de condescendencia, hasta que su padre les dijo:

-Tengo tres hijas que me han salido respondonas, y en lugar de ocuparse de las tareas del hogar y en pensar en casarse se empeñan en estudiar matemáticas, por mucho que les escondo los libros. Esta es Al-mudena, la mayor; la segunda se llama Al-Ejandra y la pequeña Al-Icia. La recién llegada, sonriendo, dejó la bandeja de dátiles sobre la mesa y, con sorna, les dijo a los presentes: -Pues si como hombres y matemáticos sois tan superiores a mí por ser mujer, a ver si sabéis resolver este problemilla tan sencillo: Hallar el menor número natural que es suma de 9 naturales consecutivos, es suma de 10 naturales consecutivos y, además, es suma de 11 naturales consecutivos. Los tres hombres se rieron de la propuesta de la hija del anfitrión, hasta que éste, serio, le dijo: -Hija mía, ¿qué pretendes? ¿Retar a estos dos sabios? Por si no lo sabes, Al-Karayi ha sido el primer matemático en estudiar ecuaciones de grado superior reducibles a cuadráticas, además de ser seguidor del gran Abu Kamil. Y este otro eminente matemático es nada menos que Al-Biruni que ha encontrado –y no en la oficina de objetos perdidos precisamente- una raíz numérica de una precisión de 6 cifras decimales. Y es famosa su obra titulada “La regla de tres en India”. ¿Y tú pretendes que perdamos el tiempo con tu problemita? -Menos currículo y menos cuento, padre, y a ver si sois capaces de resolver el problema, que os noto un poco tensos -dijo Al-Mudena, cáustica. Los tres hombres fingieron que no hacían caso a una propuesta que consideraban inferior, pero esa noche, cada uno en su aposento trataría de resolver el problema sin conseguirlo. Al día siguiente, después de inaugurado el Primer Congreso de Matemáticas de El Cairo, Al-Hacen, como presidente, presentó a sus dos amigos que fueron recibidos con una gran ovación. Mientras tanto, disfrazadas de hombres para poder asistir al congreso, Al-Mudena, Al-Ejandra y Al-Icia, se sentaron en la última fila escondiendo sus largas cabelleras dentro de un aparatoso turbante y camuflando sus rasgos con un gran bigote postizo. Y cuando Al-Biruni se disponía a resolver en una gran pizarra situada sobre el estrado su problema de cómo inscribir un polígono de 9 lados en una circunferencia, se escuchó una voz afeminada que, desde la última fila, decía: -Menos cuento y a ver si resolvemos el problemita de los números naturales.

Tan nervioso se puso el ponente que fue incapaz de controlar el temblor de sus manos para dibujar la circunferencia. Los asistentes al congreso, intrigados ante la propuesta del joven del aparatoso turbante, le invitaron a que subiera al estrado para que explicara el problema de los números naturales a los que se había referido con retintín. Y Al-Mudena, apartando de un empujón a Al-Karayi y arrebatándole la tiza de la mano, escribió con energía en la pizarra: “Hallar el menor número natural que es suma de 9 naturales consecutivos…” Al-hacen, que había reconocido a su hija bajo el disfraz, disimuló como pudo su sorpresa -aunque pudo poco- mientras consolaba a su colega Al-Karayi que lloraba en su hombro, y pensaba: Ten hijas para esto…

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

PABLO POTTER

Este relato es uno de los contenidos en el libro de la editorial NIVOLA,MATECUENTOS-CUENTAMATES de Joaquín Collantes y Antonio Pérez (responsables de esta sección de divulgamat). PABLO POTTER Pablo estaba leyendo el cuarto tomo de las aventuras de Harry Potter. Entusiasmado con la lectura, había decidido dejar para más tarde los problemas de matemáticas que tenía que hacer, ya que así, a primera vista, no parecían muy complicados. Solamente había resuelto el primero, el que le había parecido más fácil. Así que allí estaba, leyendo el comienzo del capítulo 31, el titulado “La tercera prueba”, cuando entró en la habitación su hermana que, acercándole el teléfono, le dijo: -Toma, te llama un compañero de clase.

El compañero era su amigo Lucas, que le llamaba para pedirle el enunciado de uno de los problemas que tenían que hacer esa tarde en casa. -De acuerdo, el que te falta es el único que yo he hecho, venga, apunta: Unos de estos macronúmeros NO es cuadrado perfecto. ¿Cuál es? 21049009926445637432568973670677968297401 ¿Has apuntado bien? Yo ya lo tengo resuelto y, la verdad, no es muy difícil. Si no te sale, vuelve a llamarme, y si no, hasta mañana. Y Pablo volvió a coger el libro para continuar con su lectura. Estaba en su dormitorio, tumbado encima de la cama, que era su sitio preferido para leer. Aún faltaba una hora para la cena, así que decidió seguir leyendo hasta que su madre lo llamara, ya que los problemas podría hacerlos después de cenar. Tan concentrado estaba en la lectura que no se dio cuenta de que la puerta de su cuarto se abría. Ni que alguien se acercaba por detrás, de puntillas, procurando no hacer ruido. De pronto se apagó la luz y sintió que una mano le tapaba la boca, mientras alguien le decía en voz baja: -No grites. No te asustes y no grites. Pabló se quedó quieto y no gritó. Sabía, por las películas, que cuando alguien te dice no te asustes es justo cuando empiezas a asustarte. Y eso le pasó a él. La verdad es que si no gritó fue más por el susto que se había llevado que por la presión de la mano que le tapaba la boca, porque lo cierto es que no le apretaba con demasiada fuerza. Así, totalmente a oscuras, Pablo sentía la mano que le tapaba la boca y una respiración agitada a un palmo de su cara. La misma voz, que salía de la oscuridad, preguntó: -¿Si quito la mano, gritarás? Pablo negó moviendo la cabeza. Y en ese momento la mano aflojó la presión hasta apartarse del todo. El primer reflejo de Pablo fue pegar un salto para encender la luz. Pero se quedó quieto. La voz era de chica, pero desconocida. En un primer momento pensó que todo podía ser una broma de su hermana o de alguna de sus amigas, pero desechó aquella idea ya que la voz no era conocida. En ese momento volvió a encenderse la luz y Pablo pudo ver a una chica más o menos de su edad que le hacía gestos de silencio con el dedo índice sobre los labios. Vestía lo que claramente parecía el uniforme de un colegio privado. Era

guapa, sonreía y sus ojos eran muy expresivos... y más expresivos que se volvieron cuando se oyeron unos pasos en el pasillo. La chica, ahora muy asustada, se acercó de un salto hasta Pablo y le susurró al oído: -¿Dónde podemos escondernos? -¿Y por qué tenemos que escondernos? –preguntó Pablo. -Por que el que viene es Lord Voldemort, y si me pilla... Pablo no lo dudó. Ahora sí que se levantó de un salto y cogiendo a la misteriosa chica de la mano la arrastró con él dentro del armario. Desde dentro, escucharon que los pasos de detenían ante la puerta y que alguien la abría. Pablo abrió a su vez la puerta del armario, apenas un centímetro, lo justo para ver que había entrado en la habitación un hombre de aspecto siniestro que parecía escapado de una película de vampiros. El desconocido, echó una ojeada por la habitación y al no ver a la chica que perseguía, se marchó. Aunque los que se escondían en el armario no pudieron ver que el que acababa de entrar había detenido su mirada sobre el libro de Harry Potter que Pablo había dejado encima de la cama. Como tampoco pudieron oír que al ver el libro, el siniestro personaje masculló entre dientes: “Lo sabía”. Pablo y la chica salieron del armario. -Bueno, a ver si me explicas qué es lo que está pasando –dijo Pablo. -Tienes razón. Soy Hermione, la compañera de Harry Potter en el colegio de Magia y Hechicería de Hogwarts. Y el que me persigue, como habrás podido comprobar, es el temible Lord Voldemort, el enemigo de Harry Potter –contestó la chica. -Sí, y yo El Señor de los Anillos. ¡Tú estás loca! Tú no eres Hermione, ni ese chalado es el famoso Voldemort. -¿Y tú, cómo lo sabes? -Porque he visto las películas. -Mira que listo. ¡Yo soy Hermione de verdad! Y ese que me persigue es Voldemort, el de verdad. Los del cine son actores que hacen de nosotros. Nosotros somos los del libro, los de verdad. Pablo estaba confundido y la chica aprovechó la ocasión para sacar del bolsillo la capa mágica que hacía invisible a todo el que se la ponía. Extendiéndola ante los ojos de Pablo le dijo: -A ver si ahora te convences de que soy la Hermione verdadera.

Y se puso la capa mágica desapareciendo al instante, aunque para volver a aparecer para cubrir con ella también a Pablo. Y desaparecieron justo a tiempo, porque en ese momento se volvió a abrir la puerta y apareció de nuevo el siniestro Voldemort, que estaba al acecho. Pero Hermione y Pablo ya no estaban, porque cuando volvieron a quitarse la capa que los había hecho invisible, aparecieron en un sótano oscuro y húmedo. Al verse allí, y convencido ya de que la chica decía la verdad, Pablo le preguntó: -Oye, ¿cómo me he metido yo en todo este lío? -Porque al resolver el problema de las tres cifras, una de las cuales no era cuadrado perfecto, pues resulta que precisamente una de ellas era una extraña combinación numérica mágica, que se puso en marcha por su cuenta emitiendo señales también mágicas que yo recibí. Las señales me indican que si tú has resuelto ese problema, podrías ayudarme a resolver otros dos que tengo que resolver para saber dónde está prisionero Harry en este sótano. - ¿Y por qué no resuelves tú los problemas? - Lo he intentado, pero he fracasado. A ver si tú tienes más suerte. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, Hermione buscó un interruptor en la pared, y al encontrarlo encendió la luz de una gran lámpara que había en el centro la enorme sala en la que se encontraban. La lámpara estaba situada sobre una mesa de billar. -¿Vamos a jugar al billar? –pregunto Pablo. -Después. Primero me tienes que ayudar con esto –y Hermione le dio un papel arrugado y doblado en cuatro que sacó del bolsillo. Pablo desdobló el papel y leyó en voz alta lo que en él estaba escrito: -“Una escoba mágica último modelo, de las que se utilizan para jugar al quidditch, da una vuelta al patio de la escuela de Hogwarts a una media de 210 Km./h. Tras una avería da la segunda vuelta a una media de 140 Km./h. ¿Cuál ha sido la velocidad media de las dos vueltas? Entonces Hermione, al ver que Pablo había terminado de leer el enunciado del problema le dijo: -La cifra que hallemos será el número de la celda en la que está encerrado nuestro amigo Harry Potter. Pablo se apoyó en la mesa de billar para resolver el problema, mientras que Hermione sacaba dos tacos y colocaba una bola de billarsobre el tapete, cerca de un rincón de la mesa.

-¡Ya está! –exclamó Pablo- La velocidad medía de la escoba es... -¡No, no me lo digas! Rompe el papel pero recuerda el resultado del problema. Ahora tenemos que resolver el último problema. Mira, te explicaré: “En esta mesa de billar, cuya banda estrecha mide 160 cm de ancho, hay una bola situada a 60 cm de cada una de las dos bandas más próximas. Se golpea la bola con el taco formando 45º con ambas bandas. Tras tocar en cinco bandas la bola, milagrosamente, vuelve a pasar por el punto de partida. ¿Cuánto mide el lado más largo de la mesa?” -¿No tienes por ahí un metro? –preguntó Pablo. -No, claro que no. Tienes que resolver el problema numéricamente. Tienes que calcular cuánto mide el lado más largo de la mesa. Mientras Pablo comenzaba a calcular tumbado sobre la mesa, Hermione le explicó que la medida de la banda era el número de pasos que tenían que andar por un pasillo que comenzaba frente a la mesa de billar. Y el último paso coincidiría con un resorte camuflado en la pared. Accionando este resorte abrirían la puerta secreta que conducía a la zona donde estaba el calabozo en el que estaba encerrado Harry Potter. Como ya habían averiguado el número de la celda, no tendrían más que abrir el cerrojo y liberarlo. Cuando Pablo ya tenía resuelto el problema y estaba a punto de darle la solución a Hermione, sintió que alguien lo zarandeabamientras oía la voz de su madre que decía: Vamos, Pablo, que la cena ya está en la mesa. -Vamos, Pablo. A cenar. Otra vez te has quedado dormido leyendo. Y Pablo se despertó, no sobre la mesa de billar, sino sobre su cama, con el libro de Harry Potter en sus manos.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

Picasso y el Cubismo

París, 22 de noviembre de 1908. Aquella mañana la place Ravignan (actualmente place Emile Goudeau) estaba más tranquila de lo que era habitual. Y la razón de este extraño hecho que sorprendería al vecindario era que “La bande à Picasso” descansaba de la juerga de la noche anterior. En el número 13 de la plaza se levantaba un extraño edificio construido en madera conocido como Le Bateau Lavoir porque tenía forma de barco varado. Y en él se instalaría Picasso cuando se quedó a vivir en París, en aquel edificio -según la policía- “nido de anarquistas, nihilistas, simbolistas, bohemios y otras gentes de mal vivir” Todos llamaban a Picasso y a sus ruidosos amigos “La banda de Picasso”. Y precisamente los componentes de dicha banda habían preparado el día anterior una de las fiestas más sonadas de que tenía memoria el Bateau Lavoir: la cena homenaje al pintor al que todos llamaban el Aduanero Rousseau, ya que antes de dedicarse de lleno a la pintura ya próximo a su jubilación, había trabajado en el servicio de aduanas francés.

Al homenaje asistieron treinta invitados que cantaron, recitaron poemas en honor al homenajeado, bebieron más de la cuenta y bailaron hasta la madrugada, riendo y bebiendo el vino peleón comprado en “Le Lapin Agile”, felices de ser jóvenes y de estar llenos de proyectos que, en el caso de Picasso, cambiarían la dirección a seguir en la pintura. En este banquete, Rousseau pronunciaría una frase ingenua y absurda dirigida a Picasso: “Usted y yo somos los pintores más grandes de esta era; usted en el estilo egipcio y yo en el moderno” El Bateau Lavoir despertó tarde y con resaca. Y Pablo Picasso se despertó en el mismo estado que el edificio, con la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies como si el Bateau se hubiera convertido en un barco de verdad y navegara Sena abajo hacia el mar. Los tres golpes que dieron en la puerta de su estudio estallaron en sus oídos como tres cañonazos. -Buenos días, pequeño español –saludó el poeta Max Jacob, entrando en el estudio después de apartar a Picasso de un empujón, y añadió: -A ver, atención: “6 amigos beben cerveza en la tasca de Azon y en total bebieron 21 vasos. Si cada uno de ellos ha bebido distinto número de vasos, ¿Cuántos vasos ha bebido cada uno?” Picasso ni se molestó en contestar, acostumbrado como estaba a que cada vez que entrara en su estudio, su amigo Max le planteara un acertijo. -Está bien, aquí tienes una botellita de absenta para que se te quite la resaca –dijo Max, acostumbrado a que su amigo español no le resolviera sus acertijos. Aun no había cerrado Picasso la puerta cuando el poeta Guillaume Apollinaire la empujó para entrar; y tras el apareció el pintor Juan Gris y el Aduanero Rousseau con su violín y lo que era peor: dispuesto a tocarlo; y ocho o nueve amigos más dispuestos a incrementar el dolor de cabeza de Picasso. Y una vez más, para su desesperación, se pusieron a discutir a gritos ante el cuadro que Apollinaire ya había bautizado como “Las demoiselles d´Avignon” Cubismo sí, cubismo no. Que así llevaban discutiendo desde que Picasso pintara el cuadro en la primavera-verano del año anterior. Picasso es un genio, gritaban los partidarios de “Cubismo sí”. Picasso se ha vuelto loco, gritaban aún más fuerte los partidarios de “Cubismo no”. Picasso ya estaba harto, por eso se sorprendió cuando los dos bandos se calmaron para escuchar a Apollinaire que decía: -Partiendo de la teoría de descomponer las figuras en formas geométricas, nuestro amigo ha inventado el Cubismo. Pues bien, yo os propongo lo siguiente: A ver si

somos capaces de dibujar un rectángulo en un papel cuadriculado sombreando las casillas del contorno. Así, el número de casillas, es decir, de pequeños cuadrados que componen la cuadrícula, será menor, igual o mayor que el número de casillas del interior del rectángulo. Y ahora pregunto: ¿podremos dibujar un rectángulo de proporciones tales que el borde (de una casilla de anchura) contenga un número igual de casillas que el rectángulo blanco interior?

Aunque acostumbrados a que Apollinaire planteara siempre algún problema, sus amigos se quedaron paralizados ante la propuesta, hasta que el poeta los puso en marcha gritando: -¡Vamos! Que el vino de anoche os ha embotado el cerebro. Y todos se abalanzaron sobre un cuaderno de dibujo de papel cuadriculado que Picasso había comprado la tarde anterior, asistiendo ahora a la horrible escena de ver cómo sus amigos destrozaban su bloc arrancando las hojas a puñados con objeto de resolver el problema.

Nueva llamada a la puerta. Ahora los que aparecieron fueron la hija y el hijo de la portera del Bateau Savoir entraron al estudio para ponerse a revolver más que a jugar, como hacían cada día. Picasso, resignado, se dispuso a dibujar a los niños al ver que se sentaban en el suelopara jugar con un juego de construcciones, cuyas piezas eran cubos de madera teñidos con anilinas de colores. Picasso observó que hacían construcciones muy sencillas, levantando muros de formas triangulares en las que en el último piso había un cubo, en el penúltimo 2, en el anterior 3, etc. Y que utilizando todos los cubos del juego el muro de la niña era un piso más alto que el del niño. Al darse cuenta, el niño, enfadado, derrumbó de un

manotazo el muro levantado por la niña, y ella, también enfadada tiró de una patada el de su hermano. Y ya iban a empezar a pelearse cuando su madre entró en el estudio con una caja plana cuadrada en las manos, ordenando a sus hijos que dejaran tranquilo al señor Picasso y que guardaran todos los cubos en la caja cuadrada que traía. Entonces Picasso se preguntó: ¿Sería esto posible? ¿Podrían los niños guardar todos los cubos del juego en la caja plana cuadrada, sin dejar ningún hueco? Y pensando en este problema estaba cuando se abrió de nuevo la puerta. Picassocerró los ojos pensando que esa misma tarde compraría tres cerraduras con cadena incorporada y tres cerrojos para asegurar su tranquilidad. Cuando a los tres segundos volvió a abrir los ojos se encontró con que habían llegado al estudio la coleccionista y por lo tanto rica norteamericana Gertrude Stein y su inseparable amiga Alice B. Toklas. -Buenos días, mi querido pintor –saludó la primera sentando su contundente envergadura en la cama de Picasso. -Buenos días, mi querida mecenas y sin embargo amiga –saludó el pintor, frotándose las manos, convencido de que la norteamericana le compraría alguno de los dibujos preparatorios de Las demoiselles d´Avignon que tanto le gustaban. Así que, dado que su economía estaba en las últimas, puso la carpeta de los dibujos abierta a los pies de la señora Stein dispuesto a enseñarle los dibujos. Y ya tenía el primer dibujo en la mano cuando el pequeño Max Jacob, que ya se había bebido media botella de absenta, apareció con su hoja cuadriculada con el problema del rectángulo resuelto. -Observa, mi querido amigo y señoras presentes, ya he solucionado el problema. Como verás el número de de casillas que dibujan los lados del rectángulo es igual al número de casillas que tiene el rectángulo interiror. O sea que el rectángulo tiene… Y ya iba a dar la solución del problema cuando Alice B. Toklas lo interrumpió para preguntar: -¿Las caras de un cubo son cuadradas? -Claro que sí, querida Alice –contestó Max Jacob- las seis caras de un cubo son 6 cuadrados perfectos. ¿Por qué lo preguntas? -Porque esta mañana me encontré con un problema muy curioso pintado con tiza sobre la acera. Y como al que lo pintó le debía de temblar el pulso, pues los cuadrados eran muy poco cuadrados. -¿Y cual era el problema? –preguntó Max Jacob.

-¡Pero vamos a ver! Aquí a qué hemos venido, ¿a resolver problemas callejeros o a comprar dibujos cubistas? –exclamó Picasso furioso, al ver que su amigo estaba distrayendo a las señoras de una posible venta. -Hay tiempo para todo, señor pintor –le tranquilizó Gertrude Stein- Y para demostrarlo le compro estos 3 dibujos para que se quede usted tranquilo. Y ahora, a ver, ¿cómo era ese problema? Y Alice, poniéndose en pie cogió un carboncillo y dibujó en el suelo tres cuadrados que formaban una figura en forma de L. Todos los componentes de la banda, al ver a la norteamericana dibujando en el suelo del estudio, dejaron de resolver el problema del rectángulo y se acercaron en bloque, justo cuando ella se levantaba y decía: -Así estaban colocados los 3 cuadrados.

-¿Y que decía el enunciado del problema? –preguntaron todos a coro. -No lo recuerdo. El abucheo cayó sobre Alice por haber creado un misterio sin posible solución, hasta que Gertrude Stein preguntó: -¿Y donde estaba dibujado el problema? -A la puerta de nuestra casa, frente al nº 13 de la rue des Fleuris. -Muy bien, pues vuelves allí con este papel y este lapicero y copias el enunciado del problema para que lo podamos resolver. Y el señor Jacob, que es muy amable, te acompañará. ¡Vamos, deprisa! –ordenó la mandona Gertrude dando dos sonoras palmadas y un paraguazo a Max Jacob, para convencerlo. Mientras Alice y Max iban a la rue del Fleuris, Picasso y sus amigos se fueron a almorzar al restaurante Vernin, el mejor de la zona dado que la norteamericana, parapetada tras sus dólares, invitaba. Cuando Alice y Max volvieron se encontraron con que no había nadie en el estudio, pero sí una nota en la puerta que decía “Os esperamos en Chez Vernin”.

Alice pensó que sería una buena idea sustituir la nota clavada con una chincheta sobre la puerta por el papel en el que había dibujado los 3 cuadrados y apuntado el enunciado del problema, que decía: “¿Cuál es el número mínimo de casillas que se deben colorear en un tablero de 6 x 6 casillas cuadradas para que sea imposible recortar de la parte sin pintar un pedazo con la siguiente forma:”

Clavaron el papel en la puerta y cuando llegaron a Chez Vernin los comensales, que ya estaban en los postres, los recibieron con una gran ovación. Y Gertrude Stein preguntó: -A ver, mi querida Alice y mi no menos querido y enteco señor Jacob, ¿Cuál es el enunciado del problema de los 3 cuadrados? Alice y Max se miraron angustiados y respondieron, con un hilo de voz: -No lo recordamos, ya se nos ha olvidado. Los aplausos se transformaron en abucheo y bombardeo con migas de pan al que se unió el resto de los clientes del restaurante y una compañía de infantería que pasaba por la calle. A los agredidos, parapetados detrás del mostrador, no les dio tiempo a explicar que el enunciado del problema estaba esperando clavado en la puerta del estudio de Pablo Picasso. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA EN LOS CAMPOS DE LA MANCHA

Aquella mañana, después de tres días de llover sin parar, apareció, al fin, con el cielo despejado. Don Quijote y Sancho Panza, alcaer la tarde del día anterior, se habían resguardado de la lluvia bajo unas encinas tan tupidas que se presentaron como un buen techo para pasar la noche. Así que, después del sueño breve pero reparador, don Quijote, como buen madrugador, bendijo la bonanza de la mañana que tenían por delante y despertó a su escudero para ponerse en marcha cuanto antes. Por su parte, Sancho Panza, como buen dormilón que era, maldijo el buen tiempo que había animado a su señor a ponerse en camino tan temprano. -Que las cinco de la mañana no son horas para que se levante un cristiano –protestó el escudero, mientras ensillaba al también adormilado Rocinante. -Pues se supone que eres campesino y, como tal, acostumbrado a madrugar. ¿O no? ¿A qué hora ibas a trabajar las fanegas de sembradura, malandrín; después de la siesta? –preguntó don Quijote ante las protestas de Sancho. -Bien de mañana, por supuesto. Pero si me animé a seguiros de escudero fue precisamente por eso: por la hartura que tenía de madrugones. Y porque me hice las siguientes cábalas: si los señores hidalgos no trabajan, tampoco madrugarán y, por lo tanto, tampoco sus fieles escuderos. Pero mire vuecencia por donde, me equivoqué, y me avine a acompañar al único caballero andante y madrugante del universo mundo, que ya es mala suerte.

-Vamos, vamos, menos palabras y más hechos, que se nos hace tarde con tanta verborrea y tanto lamento. -Pero, tarde, ¿para qué? -Para qué va a ser, zoquete, para llegar a El Toboso cuanto antes, pues nerviosa y expectante estará ya mi señora Dulcinea por la espera. Dispuesto a no empezar el día discutiendo con su señor, Sancho terminó de aparejar a Rocinante y se dispuso a hacer lo mismo con su rucio viendo ya preparado para la marcha a don Quijote. Con el sueño aún pegado a los ojos el escudero siguió a su señor pensando, una vez más, si habría sido buena idea haberlo seguido en su aventura que, cada día que pasaba, aparecía como más disparatada. Lo mismo que aparecían cada vez más lejanas las posibilidades de conseguir la fortuna y las ínsulas que gobernar, y los títulos y las mercedes prometidas por el caballero. Que lo conseguido hasta el momento había sido hambre, madrugones, frío y mojaduras, más de un insulto, varias amenazas y pedradas, y hasta un manteo del que aún se resentían sus huesos. Por su parte, don Quijote estaba, como él reconocía, distraído en su pensar. Los gigantes a los que combatir, los otros caballeros andantes a los que derrotar, las princesas a las que rescatar y los entuertos por desfacer habían quedado relegados en su pensamiento ante la fuerza del deseo de contemplar a la dama que le tenía sorbido el seso: la sin par Dulcinea del Toboso, la más bella entre las bellas, la dama de sus sueños y ensueños a la que, por fin, iba a conocer, que contando estaba las leguas que faltaban para llevarle ante su presencia. Y en estas estaban caballero y escudero cuando escucharon, tras unos matorrales, unos lamentos. De vuelta a su condición de caballero protector de desvalidos, don Quijote se bajó la visera de la celada, se ajustó la adarga, empuñó con energía renovada la lanza y picó espuelas para saltar sobre los matorrales... atropellando al que tras ellos se lamentaba en solitario. -¿Dónde están los endriagos que os amedrentaban? ¿Dónde, dónde, donde? – preguntó don Quijote al maltrecho muchacho que ahora se lamentaba con razón. -Pero qué endriagos ni que gaitas: solamente estaba sentado al abrigo de los matojos, escribiendo poemas de amor. Soy poeta. -¿Y por qué os lamentabais?. -Porque así es la inspiración, señor caballero orate. Sobre todo cuando se escribe sobre amores imposibles, que es mi tema favorito –contestó el poeta, ya repuesto del revolcón.

-¡Oh, noble arte de la poesía! ¿Podríais escribirme algún poema para la mi dama, la sin par Dulcinea. -Está bien Aquí tenéis mi ultimo libro publicado. Vuestro es... por el módico precio de tres maravedíes, de la ceca de Trujillo a ser posible, ya puestos a pedir–contestó el poeta, aún asustado, pero sacando un libro de su zurrón. -Caro os vendéis, señor poeta. -El alimento del espíritu, por noble, no tiene precio y no es comparable con el del cuerpo, señor caballero. -Hablando de alimento: aún no hemos desayunado, mi señor. Y bien podríamos comprarle algo a ese labriego que cesta al hombro se aproxima. Que el espíritu bien puede esperar, pero el cuerpo protesta, que mirad cómo me ruge la tripa más vacía que una bacía de barbero, sin ir más lejos con el símil.–dijo Sancho al ver que su señor se disponía a pagar al poeta. En ese momento llegó hasta ellos un campesino que cargaba con un canasto de manzanas. Después de charlar un rato con ellos y después de ajustar el precio, le dio a don Quijote la mitad de las manzanas que llevaba más 2; a Sancho la mitad de las que le quedan más 2, y al poeta la mitad de las sobrantes más 2. Y aún le sobró una manzana para él. Después de comerse las manzanas que le tocaron en el reparto, Sancho, ya más tranquilo después del improvisado desayuno, preguntó al campesino cuántas manzana llevaba en el canasto. -Pues no lo sé, señores. No las conté. Así que Sancho se quedó con la duda de cuantas manzanas habría en total en el capazo, ya que, en realidad ya ni se acordaba cuantas manzanas se había comido él mismo, pues acuciado por las prisas que su estómago le metía, más que comerlas las devoró.

Don Quijote y Sancho Panza se pusieron de nuevo en camino. Y mientras el caballero comía una de las manzanas que le habían tocado en el reparto, su escudero aprovechó para ojear el libro que el poeta les había vendido. Y en esas estaba cuando don Quijote le dijo: -Me sorprende Sancho, amigo, ver a un rufián como tú cultivando el espíritu. -Pues nada tiene de extraño, mi señor, que cuando el cuerpo está alimentado con comida, el espíritu bien disfruta con las letras. -¿Y de qué tratan los versos?

-Pues no lo sé, mi señor. Este libro es para mí ilegible por completo. Y tengo que confesar que lo único que he comprendido son los números de las páginas. Que ya sabéis que leer no leo, pero cuento bien de tanto contar repollos y lechugas y cabezas de ajo. -Pues algo es algo, amigo mío –dijo don Quijote, chusco. -Sí, pero estoy hecho un lío. Todos los números de las páginas juntos son 207 cifras en total. Y hay un poema por página a partir de la página 3. Así que me pregunto: ¿cuántas poesías tengo a mi disposición? Ya iba Sancho a empezar a calcular las poesías que contenía el libro cuando oyeron un galope a sus espaldas. Y antes de que les diera tiempo a volverse para averiguar quien venía por el camino en su misma dirección, les alcanzó un anciano montado sobre un rocín aún más famélico que Rocinante, aunque trotara con más orgullo que el Babieca del Cid Campeador y el Bucéfalo del gran Alejandro juntos. El recién llegado se presentó como Jesús Castillo del Castillo, militar retirado y, según él, héroe de mil batallas con los tercios con los que recorrió Europa hasta sus últimos confines de victoria en victoria. El militarse emparejó al paso del caballero dispuesto a contarle mil batallas, y don Quijote dispuesto a escucharlas.

A la hora del almuerzo los tres caminantes pararon a almorzar en una venta que había a la vera del camino. Y allí, sentados a la sombra de una parra y animado por los vapores del vino de Valdepeñas que les sirvió un mozo, el militar contó como había combatido contra el Turco. (Aquí el militar aclaró que aunque al enemigo se le denominaba como El Turco, pues resultaba que el Turco no era uno, sino muchísimos y muy feroces). Y contó que un día su general, antes de la que se presentaba como terrible batalla, contó sus soldados. Y que la suma de las cifras del número que obtuvo fue 17. El general, tras la batalla, contó los muertos y los heridos y la suma de ambos era un número que, curiosamente, sumando sus cifras también daba 17. Según el general los soldados supervivientes desfilaron ante él en filas de 9. Don Quijote y Sancho se preguntaron si esto sería posible. Pero se lo preguntaron poco tiempo, ya que antes de que les diera tiempo ni siquiera a empezar a pensar el militar ya contaba una nueva historia, después de vaciar su jarra de vino y la jarra del sorprendido don Quijote, que no la de Sancho, que al verle las intenciones etílicas sujetó bien fuerte la suya. -Ahora bien, mi mayor heroicidad, la que me dio gran fama y loor, de la que se habló y se hablará por los siglos de los siglos, desde la Anatolia hasta las Indias, pasando por Estambul y Logroño, la hazaña que...

-Resumid, señor militar, que tenemos que llegar a El Toboso antes de que caiga la noche –le cortó Sancho, al comprobar que el militar era proclive a regodearse en circunloquios. -Esta bien, pues como iba diciendo, mi mayor logro en mi dilatada carrera armamentística, que lo es, fue cuando mi general me ordenó que rastreara un campo sembrado de cepos mortales y yo... -Y yo me pregunto, por qué no fue él a rastrearlos –dijo sancho, ante la sorpresa del militar y el disgusto de don Quijote por la nueva interrupción. -¿Quién? –preguntó el militar, desconcertado. -Pues el general. Que los generales son muy dados a mandar y a no arriesgar, que a eso se le llama ver los toros desde la barrera, que si yo fuera soldado le diría: Pues a rastrear vais vos; y asunto arreglado. -Que simple eres, buen Sancho. ¿Y la gloria? ¿Y el honor? ¿Y el servicio a la Patria? –preguntó don Quijote. -Zarandajas, gaitas gallegas, necedades, sandeces, mentecateces, inepcias, gedeonadas, vacuidades, fantochadas, botaratadas, memeces y, sin ir más lejos, dislates de gentes que no trabajan y que no producen, que si arrimaran el hombro no tendrían tiempo de jugar a los soldaditos de plomo. -Muy adjetivista te veo, rufián, para ser tan de mañana. Y un tantodejado de espíritu patrio. -Mi patria es el bienestar de mi estómago, la salud de los míos y estar en paz con el mío vecino –repuso Sancho, claramente indignado. -Vaya por Dios; y ahora refranero. -Señores, por favor y por el cielo que nos cubre: ¿cuento mi hazaña o no la cuento? –dijo el militar, apurando la última gota de vino. -Contadla, señor mílite. Y tú, calla y bebe, zote –dijo don Quijote, dirigiéndose al militar y a su escudero. -Está bien, pues como iba diciendo, mi general me ordenó rastrear un campo plagado de cepos mortales enterrados que tenía forma de triangulo equilátero. Y yo me apresté a obedecerle, que no soy como otros y no señalo a nadie –dijo el militar, mirando de reojo a Sancho- Rastreé el campo ayudado de un potente imán cuyo radio de acción era igual a la mitad de la altura del triángulo. Yo salí de uno de los vértices y llevé a cabo mi misión con éxito, pero no recuerdo el recorrido que hice para rastrear todo el triángulo con un recorrido mínimo. Y me gustaría recordarlo... o calcularlo, porque ahora que caigo, bien podría plantearse mi hazaña como el enunciado de un problema de la ciencia matemática, que es lógica y no infusa.

En ese momento, salió la ventera gritando y, escoba en mano, arremetió a escobazos contra el militar que, como poco airosa defensa de su persona, se metió debajo de la mesa, para regocijo de Sancho Panza: -Vago, borracho, haragán, que me vas a matar a disgustos. Venga para dentro, mamarracho. Y vuesas mercedes no le hagan caso, que este espantajo ni es ni ha sido ni será militar y menos aún aguerrido, que dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Que este fantoche es mi marido, el ventero de esta venta que yo saco adelante con mi trabajo, que no con el suyo. Que lo que es un vago redomado y un farsante charlatán que se hace pasar por héroe de mil batallas con tal de que lo inviten a un trago, o a dos, o a tres, o a los que sean que para darle al codo, que para esosi que bien sirve. Y allí se quedaron don Quijote y Sancho Panza, viendo como la ventera metía a escobazos a su marido en casa. -Que efímera es la gloria, verdad mi señor –dijo Sancho. -Efímera y transitoria, como una estrella fugaz en la oscuridad de la noche. -Que cosas tan profundas decís, mi señor. -Bueno, no es por quitarme mérito, pero es que el vino imprime poesía al alma y ayuda a desatar la lengua.

Don Quijote y Sancho Panza reemprendieron camino hacia El Toboso. El caballero pensando en su dama, y el escudero dándole vueltas al magín con las dos historias del militar y contando los poemas del libro uno por uno, que no estaba a esas alturas del día como para calcular de otra manera los poemas que podía contener el libro que les vendió el poeta.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

VINO FRUTA Y MADERA

Un frutero y un carpintero, cuya tienda y taller estaban muy próximos a la taberna de un amigo, tenían la costumbre de reunirse en ella todas las tardes, al terminar su jornada laboral. La taberna se anunciaba mediante un aparatoso letrero en el que se podía leer: “La Taberna de Bautista”, con las letras doradas sobre fondo verde y con el fondo adornado con racimos de uvas. Aquella tarde, como todas las tardes de lunes a viernes, el frutero y el carpintero entraron el la taberna saludando al dueño, que estaba, como siempre, trajinando detrás de la barra. -Buenas tardes, Bautista. -Buenas tardes, amigos. ¿Qué, cómo van los negocios? -Muy bien, pero yo tengo un pequeño problema con mi balanza –dijo el frutero. -¿Y que le pasa a la balanza? –pregunto el tabernero. -A la balanza nada, lo que pasa es que solamente tengo 2 pesas, porque se me han perdido las demás. -¿Y cuanto pesan las pesas? -Las pesas no son muy pesadas. Una pesa, pesa 10 gramos, y la otra pesa, es decir, la pesa que más pesa, pesa 40 gramos. -Oye, está un poco pesado con lo de las pesas –dijo el carpintero, y añadió- Bautista, anda, sírvenos un par de vinos.

El tabernero llenó 2 copas de vino tinto y volvió a la carga, preguntando al frutero: -Bueno, ¿y qué pesa con las pasas, digo, que pasa con las pesas, con la que pesa más y con la que pesa menos? -Pues que tengo que pesar en la balanza, mañana por la mañana, 1.800 gramos de cerezas. -¿Y qué? -¿Cómo que y qué? Pues que no sé cómo me las arreglaré para pesar el encargo, o sea: dividir los 1.800 gramos de cerezas en 2 paquetes, uno de 400 gramos para un cliente y otro de 1.400 gramos para otro, pesando solamente con las dos pesas que tengo, y lo más importante, realizando sólo tres pesadas. -Pues eso es muy fácil, hombre, lo que tienes que hacer es... -Déjate de cálculos y pon otro vino, que éste ya se ha evaporado –dijo el carpintero, interrumpiendo al tabernero, cuando le iba a dar la solución al frutero. En ese momento se abrió la puerta para dar paso a un cliente que, con un periódico, debajo del brazo, llegó hasta la barra y, apoyándose en ella, pidió: -Por favor, me pone 5 gin tonic. El tabernero, el frutero y el carpintero lo miraron extrañados ante semejante petición, hasta que el cliente repitió el pedido, ante lo cual, el tabernero le sirvió sus 5 copas que, ante su sorpresa, se las bebió una tras otra, mientras ojeaba la prensa. -Me pone 4 gin tonic –volvió a pedir. Más extrañado aún, el tabernero le sirve las 4 copas, viendo como se las bebe una tras otra. -Me pone 3 gin tonic. Se las bebe y vuelve a pedir, con voz pastosa: -Me pone 2 gin tonic. Y, finalmente, agarrándose al mostrador para no caerse, pide: -Me pone un gin tónic. El cliente, después de tomarse su última copa, pagó las consumiciones, se despidió de los presentes tartamudeante y se dirigió hacia la salida tambaleándose. Cuando ya estaba en la puerta, se dio media vuelta y alzando los hombros dirigiéndose al tabernero le dijo: -No lo entiendo, cuanto menos bebo más borracho estoy.

Y salió a la calle, dejando desconcertados y divertidos a Bautista y a los dosamigos que, aprovecharon para pedir otro vino. El tabernero, después de llenar las copas vacías, les dijo a sus clientes: -Pues yo también tengo que resolver un problema. Y mucho más difícil que el de tu balanza –le dijo al frutero. -A ver, cuéntanos. -Ya que me acusáis injustamente de echarle vino al agua, es decir de bautizarlo... -Es que tú, también, vaya profesión que has elegido llamándote Bautista, y apellidándote Aguado –dijo el carpintero, chusco. -Pues anda, que tú, apellidarte Madero. El frutero se echó a reír, ante lo cual, el carpintero, ofendido, le espetó: -¿Y tú, de qué te ríes? Apellidarte Lechuga, siendo frutero. -¿Qué? -Y de segundo apellido Tapia, estando como estás medio sordo. -Oye, que yo no estoy gordo. Después de la demostración de la sordera del frutero, Bautista, después de servir otro vino a sus amigos, decidió seguir con la explicación de su problema: -Pues como iba diciendo: una mezcla de vino y de agua está en la proporción vino: total = k: m. -¿Eso que quiere decir? –preguntó Madero. -Déjame terminar; sigo: si añadimos x unidades de agua o si quitamos x unidades de vino, nos origina la misma nueva proporción vino: total. Calcular el valor de esta proporción. -Pero bueno, ¿te has vuelto loco?, eso es dificilísimo. Me has levantado dolor de cabeza, estoy hecho viruta –exclamó Madero, el carpintero. -A ti lo que te pasa es que eres un tarugo –dijo, con sorna, el frutero. -¡Y tú en melón! A ver si lo resuelves tú. -Oye, estás como un tomate –le dijo el tabernero al frutero.

-Es del calor, ponme otro vino para refrescarme. ¿Por qué no jugamos a los dardos, para entretenernos? –propuso el frutero, bebiéndose de un trago el vino recién puesto. -¿Y a cual de las dos dianas tiramos? –preguntó el carpintero, que también se había bebido de un trago su vino. -A la que está en la pared. Y ahora pregunto yo: a ver cómo nos las arreglamos para hacer 50 puntos exactos con el menor número de impactos. -Pero, ¿cuántos números hay en la diana? –preguntó el frutero, entornando los ojos para intentar ver cual de las dos dianas que veía sería la verdadera. -¿No los ves? La diana tiene 5 números, correspondientes a las 5 puntuaciones: 3, 5, 11, 13 y 19. El primero en tirar fue el carpintero, lanzando su dardo a la diana que creía que era y acertando en la diana que no era, o sea, en la pared y justo en el que creía que era el número 13. -¡26! –exclamó entusiasmado. El tabernero y el frutero no pudieron contener la risa, aunque Bautista Aguado le quitó los dardos para que no le estropeara aún más la pared. En ese momento volvió a abrirse la puerta para dejar paso a un cliente que le preguntó al tabernero: -Bautista, ¿me has preparado las cajas? -Ahora mismo se las preparo. Vuelva dentro de media hora. El cliente se fue después de decir que volvería a la media hora. El tabernero colocó encima del mostrados 6 cajas de cartón vacías y 25 botellas de vino de rioja. Ante la operación, Jesús Madero y Antonio Lechuga preguntaron a su atareado amigo: -¿Qué haces? -Nada. -¿Cómo que nada? ¿Qué vas a hacer con esas 6 cajas y con esas 25 botellas? -Pues preparar el encargo de mi cliente. Es que tengo que colocar estas 25 botellas en estas 6 cajas, aunque me gustaría que en cada caja hubiera un número impar de botellas. Y, ahora que lo pienso, no sé cómo hacer el reparto. -Ya está, yo tengo la solución –exclamó el carpintero- 25 entre 6 igual a 4. Mete 4 botellas en cada caja. -Pero sobre una –dijo el tabernero. -Esa me la bebo yo –dijo el carpintero, cogiendo la botella sobrante.

-Deja esa botella, que ya estás como una cuba –se apresuró a decir el tabernero, recuperando la botella que había cogido el carpintero- Además, ya he dicho que me gustaría que en cada una de las cajas hubiera un número impar de botellas. -¿Por qué? -Porque soy muy supersticioso y no me gustan los números pares. El tabernero y el frutero se quedaron, cada uno en su lado de la barra, intentando resolver el problema de las 25 botellas y las 6 cajas, olvidándose del problema del vino y el agua y del de la balanza. El frutero, convencido de que ya había bebido bastante -lo cual era cierto- decidió irse a su casa, intrigado con quién podría estar moviendo el bar, que no paraba de dar vueltas. Así que, pensando en el problema de la diana y los dardos, se dirigió hacia las dos salidas del bar que veía, saliendo, por supuesto, por la puerta que no era

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

El Sabio y el Herrero

Un ilustre sabio que se creía en poder del Conocimiento Absoluto –así, con mayúsculas- paseaba por el campo cuando se percató de que su caballo cojeaba. Preocupado, se bajó de su montura y comprobó que una de las herraduras había perdido 3 clavos, así que decidió quitársela para que no se perdiera. Con la herradura en el bolsillo y viendo que a lo lejos aparecía la torre de la iglesia de un pueblo, decidió acercarse hasta ese lugar caminando al lado de su renqueante jumento, para tratar de encontrar un herrero que le volviera a colocar la herradura, al caballo, por supuesto. -La Herradura de Oro –leyó en voz alta el sabio que se creía El Más Sabio de entre Todos los Sabios. Y lo leyódel letrero que tenía pintada, además, una gran herradura dorada. El letrero colgaba sobre un portón del que salían sonoros golpes metálicos de martillo contra yunque, por si aún había alguna duda. -Esto es una herrería –dedujo brillantemente el que se creía El Más Sabio entre Mil. Y, con el caballo sujeto de las riendas, traspasó el portón. -Buenos días, señor herrero. -Buenos días, pero... ¿Cómo ha adivinado usted mi apellido? -Bueno, es que soy sabio. -Y yo herrero. Me llamo Juan Herrero Fernández, de profesión herrero –dijo el herrero alargando la mano para saludar al recién llegado.

-Ya veo, ya veo. En efecto, esto parece una herrería –dijo, a su vez, el sabio que se creía El Más Sabio, mirando a su alrededor. -¿Y usted, cómo se llama? –preguntó Herrero, el herrero. -Me llamo Calixto Resabio Listo, y soy sabio de profesión –contestó el que se creía El Más Sabio de los Sabios, estrechando la mano del herrero Herrero. -¿Eso es una profesión? -Ya lo creo; y esforzada. -Hombre, esforzada, esforzada, la mía –dijo el herrero que se apellidaba Herrero, dando un sonoro martillazo sobre el yunque, a modo de rúbrica. -Yo doy martillazos con mi sabiduría. -Pues yo con mi martillo, que martillazo viene de martillo. -Bueno, en fin, yo quisiera que volviera a calzar a mi descalzado caballo, pues se le cayó un zapato y no quiero que se le haga un callo, así que ya no hablo más, y para no entretenerlo, me callo. El herrero cogió la herradura que le dio el sabio, y después de darle un par de martillazos, a la herradura, no al sabio, dijo: -Muy bien, señor sabio, lo que le pasa a esta herradura es que es de segunda mano, es decir, de segunda pezuña. Le haré una nueva y, de paso, una interesante propuesta. -De acuerdo; diga, diga, digo yo. -Pues yo digo que ya que es usted tan sabio, bien podrá darse cuenta de que su tal caballo es un pobre jamelgo, más parecido a Rocinante que a Bucéfalo. Así pues, lo que le propongo es lo siguiente: le vendo este maravilloso alazán –y como apoyo a su propuesta salió de la herrería camino de la cuadra, para volver al minuto con un precioso caballo bayo, que entró en la herrería piafando vigoroso, ante la sorpresa del sabio, que tuvo que reconocer que no había comparación posible entre ese precioso animal y su pobre jaco. -¿Y cuanto me costaría? -El precio lo iremos midiendo, si le parece, mediante una progresión. -Muy bien –contestó el que estaba convencido de ser El Más Sabio de Todos los Sabios Sabios. -Usted sabe que un caballo lleva puestas 4 herraduras, y que cada herradura tiene 8 clavos. Pues bien, usted me dará 1 céntimo de euro por el clavo 1º; 2 céntimos de

euro por el 2º clavo; 4 céntimos por el 3º; 8 por el 4º; 16 por el 5º; 32 por el 6º... y así hasta que lleguemos al clavo número 32. ¿Qué le parece? -Acepto, acepto –exclamó entusiasmado el que se creía Por Encima de Todos los Sabios mientras pensaba: Este pobre palurdo es tonto, hay que ver que propuesta tan absurda; me llevaré el caballo por muy poco dinero. El herrero Herrero, muy tranquilo, empezó a echar sus cuentas sobre un papel, calculando clavo tras clavo, y cuando llegó al clavo número 32 y le dijo al sabio Resabio lo que tenía que pagarle por el caballo bayo, éste, el sabio, que no el caballo, se desmayó de la impresión ante el monto de la cantidad. Deprimido y enfadado, el sabio que se creía ya un poco menos sabio después de la estafa del herrero Herrero, se sentó junto a la fragua a sopesar su futuro arruinado después de darse de cabezazos contra el yunque. Y en estas estaba cuando entró en la herrería un vecino del herrero que se llamaba Balbino, y que tenía una taberna, la Taberna Moderna; después de saludar, dijo: -Vecino, a ver si me ayudas: tengo 6 trozos de cadena y cada trozo tiene 4 eslabones; pues bien, quisiera hacer con todos ellos una sola cadena, es decir, que me suelde los 4 trozos. -Muy bien, ¿algo más? –dijo el herrero. -No, gracias; nada más. Por cierto, ¿quién es este señor que está tan apenado? -Nada menos que un sabio que ha descubierto que es mucho menos sabio de lo que pensaba. Por cierto, Balbino, querido vecino, el que vende buen vino, le cobraré 5 euros por soldar 1 eslabón y 1 euro por cortarlo. -Pero, ¿en cuanto me saldrá la cadena? –pregunto Balvino, el vecino que vendía vino. -Pues no sé. Pregúntele aquí al señor sabio ya menos sabio. -¡Yo no quiero saber nada! –exclamó, indignado, el sabio que se sentía cada vez menos sabio, incluso menos sabio que el menos sabio de entre todos los menos sabios , que es lo que les suele pasar a los que se creen sabios. -Pero, ¿por qué esta usted tan enfadado? –preguntó Balbino, el que vendía buen vino. -Porque este herrero estafador me ha robado todo el dinero que tenía ahorrado tras una vida de ingentes sacrificios. -¿Le queda algo? -Bueno, aquí, en el bolsillo, aún me quedan 5 euros.

-Pues le voy a dar la oportunidad de recuperar algo de su pecunio perdido. Le propongo un juego; si gana le daré 1.000 veces su dinero; si pierde, solamente perderá sus 5 euros. Atento, señor sabio: –dijo el tabernero, sacando un dado del bolsillo- Lanzamos este dado sobre esta mesa repetidas veces. -Muy bien. -Y le vamos sumando el número que aparezca en cada tirada. -Muy bien –dijo el sabio Resabio, ya algo más animado. -Y dejaremos de tirar en cuanto la suma sea superior a 15. Y ahora, la pregunta: ¿Qué suma final es la que se presentará más veces? Al sabio, que se creía que volvía a ser El Más Sabio, se le iluminaron los ojos y dio su respuesta... y perdió sus últimos 5 euros al demostrarle el tabernero que se había equivocado. Alarmada ante el ruido provocado por los golpes de la cabeza del sabio contra el yunque, entró en la herrería María, la de la floristería, que, a su vez, era la mujer de Balbino, el que vendía buen vino, y vecina también de Herrero, el herrero.Después de saludar, preguntó: -¿Qué le pasa a este señor? -Nada –contestó su marido- que se creía un Super Sabio y se ha dado cuenta que no es ni super, ni sabio. -Qué cosas más raras hacen los de la ciudad –comentó ella al ver que el Nada Sabio seguía dándose cabezazos contra el yunque, y añadió, dirigiéndose de nuevo hacia su marido- Por cierto, mañana es tu cumpleaños, ¿a que no te acordabas? -Claro que me acordaba, y, además, ¿te has dado cuenta de que mi edad solamente fue múltiplo de la tuya una vez? -Es verdad; y es más: no volverá a suceder –dijo ella. -Además –añadió Balvino- la edad de nuestro hijo es el máximo común divisor de las nuestras. -Sí; y el mínimo común múltiplo de nuestras edades es el año en que estamos. ¡Qué cosas! Mira esto. Parece mentira que pasen estas cosas estando en pleno siglo XX – dijo María, la de la floristería, cambiando de conversación y enseñándole a su marido un artículo del periódico que tenía en la mano. -Pero bueno, ¿cuántos años tiene usted, señora? –preguntó intrigado el sabio, mientras se tomaba una aspirina.

-¡Qué grosero! Eso no se le pregunta a una señora, pero le daré una pista: mi hijo es más pequeño que yo. -Pues vaya pista, ¿y cuántos años tiene su hijo? -Menos que yo. -Está bien, está bien; le haré la pregunta de otra manera: ¿En que año han nacido usted y su hijo? -Buena pregunta, que yo contestaré: en años distintos. -Pero... -Pero nada, señor sabio. Averígüelo usted, que para eso es el que se creía El Sabio más Sabio del Universo Mundo. María, la de la floristería; Balbino, el que vendía buen vino y el herrero Herrero empezaron a reírse del cada vez menos sabio que, entre deprimido y furioso, decidió coger su caballo, que ya tenía colocada su nueva herradura, para salir de allí cuanto antes. Cuando ya había traspasado el portón, el tabernero, levantando la voz, le dijo: -Calcule la edad de mi mujer y mi hijo, ya que es tan sabio. El sabio que ya no tenía nada de sabio, aunque esa misma mañana se creyera que era El Más Sabio de Todos los Sabios, se alejó del pueblo montado sobre su caballo que, por lo menos, ya no cojeaba. Y cuando ya no se divisaba a lo lejos la torre de la iglesia del pueblo, se bajó de su monturay le propuso al caballo que montara sobre su espalda, que se lo merecía. Y así, con el caballo a caballo, caballero descaballado, siguió su camino tratando de comprender cómo podía haberse arruinado por culpa de los 32 clavos, con el postre añadido del dado maldito y la historia de la cadena rota. Aunque lo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza era la historia de las edades de Maria, la de la floristería, y de su hijo.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

LAS CUATRO CABRAS

Un campesino tenía 4 cabras que, al estar sueltas, estaban todo el día haciendo estropicios. Un día, el vecino de la granja de al lado fue a protestar porque las 4 cabras habían entrado en su huerto y habían hecho estragos entre su plantación de repollos. Después de pedir disculpas a su vecino, el dueño de las cabras, dispuesto a hacerse cargo de los gastos, preguntó: - Lo siento mucho, querido vecino, pero como el sentirlo no arregla nada, estoy dispuesto a pagarle por los destrozos causados, ¿cuántos repollos se han comido mis cabras? - No lo sé; muchos. - ¡Vaya respuesta! ¿Y como voy yo a indemnizarle si no sabe cuántos repollos se han comido mis cabras? - ¿Pero cómo voy a saberlo; que se cree, que me paso el día contando los repollos que tengo? - Pues eso ayudaría, ¿no? - Lo único que sé es que mi huerto es cuadrado, y que mi plantación cuadrada de repollos es más grande de la que tenía el año pasado, y que este año me daría 111 repollos más que el año pasado. - ¿Más que el año pasado? - Sí; más que el año pasado.

- Está usted muy pesado con eso de “más que el año pasado”. - Pues es la verdad; el huerto más grande y más repollos que el año pasado. - ¿Cuántos repollos dice usted que tendría este año? - 111 más que el año pasado, de no haber sido por sus cabras. - Pero, entonces, ¿cuántos repollos? - ¿Y yo qué sé? - Pues calcúlelo y le indemnizaré con 25 céntimos por repollo. - ¿Y cuánto será el total? ¿Mucho o poco dinero? Calcúlelo y vuelva a decirme la cantidad. Y el campesino de la finca de al lado volvió a su casa sin saber si habría hecho o no un buen negocio. Al llegar, se encontró con su mujer que estaba muy enfadada ya que las 4 cabras, además de comerse gran parte de los repollos que tenían sembrados, habían roto la empalizada que cerraba el corral de las ovejas y se había escapado todo el rebaño. El campesino se olvidó del calculo de cuántos repollos habría recogido ese año y se apresuró a salir en busca de sus ovejas, que, aprovechando su inesperada libertad se habían dispersado por los prados cercanos. El pobre hombre se pasó toda la mañana recogiendo ovejas ayudado por su perra Tara hasta que, agotado, decidió hacer un alto a la sombra de un castaño, para descansar. Y entonces, meditando, llegó a la conclusión de que la culpa de todas sus complicaciones la tenían las 4 cabras de su vecino, así que, decidió volver a protestar ante el dueño de las culpables del desaguisado. Al verlo llegar, el dueño de las 4 cabras, sonriente, le preguntó: - Qué, ¿ha calculado ya el número de repollos que “iba” a tener este año? El vecino, notó un cierto retintín en las palabras del dueño de las cabras, lo que unido a la fatiga por culpa de sus carreras por los prados persiguiendo a sus ovejas, le enfureció aún más de lo que ya estaba, y estaba mucho. Así que, para calmarlo, el dueño de las cabras le invitó a que se sentara a la sombra del porche, bajo el emparrado, para tomar un vaso de vino. Ya más tranquilo, gracias al descanso y a los cuatro vasos de vino, el campesino afectado por las travesuras de las cabras, le dijo a su vecino: -Bueno, vamos a ver cómo arreglamos el problema. - ¿El de los repollos?

- No; el de las ovejas? - ¿Qué ovejas? –preguntó el dueño de las cabras. - Las ovejas que se han escapado por culpa de sus cabras –contestó el dueño de las ovejas huidas, explicándole a su vecino el nuevo desastre provocado por sus 4 cabras. - ¿Y cuantas ovejas tenía usted en el cercado? -Unas cuantas. - ¡Vaya respuesta! Eso no es un número. ¿Cuantas? - No sé cuantas, ya que cada vez que las contaba, y las contaba todos los días, me pasaba una cosa muy rara: si las cuento de 2 en 2, me sobra una; y lo mismo me pasa si las cuento de 3 en 3, y de 4 en 4, etc..., hasta si las cuento de 10 en 10. - ¿Y? - Pues que no sé cual es el rebaño más pequeño que se ajusta a estas condiciones. - Vecino, ¿sabe que es usted un poco complicado para sus cosas? Con lo fácil que sería decirme cuantos repollos pensaba recolectar este año y cuantas ovejas tenía... y me viene con todo este lío. En fin, y mientras arregla sus problemas, lo único que puedo decirle, para su tranquilidad, es que desde ahora mismo ataré a mis 4 cabras, para que no hagan más estropicios. El vecino se fue más tranquilo, intentando calcular el número de repollos y de ovejas, mientras que el dueño de las 4 cabras lo preparaba todo para atarlas al día siguiente en el prado que había detrás de la casa. A la mañana siguiente, el campesino se despertó a las siete en punto de la mañana y al cotejar el canto del gallo con el despertador se dio cuenta de que el gallo atrasaba diez minutos, así que, dando un codazo a su mujer, le dijo: - Recuérdame que lleve a arreglar el gallo al relojero: atrasa diez minutos. - Y a ti al psiquiatra, de paso –contestó ella, dándose media vuelta para dormir otro rato. El campesino, después de un desayuno ligero (un plato de sopas de ajo, 2 huevos fritos con chorizo, 3 tazas café con leche con 3 rebanadas de pan con mantequilla y dos copas de orujo), se puso en marcha para tratar de solucionar el problema de sus cabras locas. El prado situado detrás de la casa era un cuadrado perfecto de 100 metros de lado, así que el campesino, provisto de cuatro cuerdas, ató a cada una de las 4 cabras en cada una de las 4 esquinas del prado. Así, calculó, cada cabra tendría la posibilidad

de comer la misma cantidad de hierba, dado que las cuerdas que las sujetaban del cuello medían 50 metros de longitud, desde el clavo al que estaban sujetas en el vértice del cuadrado justo hasta su cuello, al lado de la boca. Una vez atadas las cabras, el campesino observó que la longitud de la cuerda permitía a cada cabra comer una cierta parte de hierba del prado, aunque quedaba en el centro un trozo de prado que ninguna de las 4 cabras, por mucho que tiraran de la cuerda, podían alcanzar. Pasó el verano sin que el vecino consiguiera averiguar cuantos repollos habría tenido su cosecha de no haber sido por las cabras repollicidas, ni cual podría ser el rebaño más pequeño que se ajustara a los cálculos que él hacía. Pero, por lo menos estaba más tranquilo desde que su vecino, tal y como le prometió, mantenía atadas a sus cabras locas. Las 4 cabras se quedaron en una, ya que su dueño, como hacía cada otoño, vendía parte de los conejos y gallinas que tenía, añadiendo al lote ese año a 3 de las 4 cabras, ya que al ser tan comilonas estaban arrasando la hierba del prado en el que estaban atadas. Como ya solamente quedaba una cabra en el prado, el campesino pensó que bien podría alargarle la cuerda que la sujetaba a su esquina, de tal manera que el área sobre la que pudiera pastar fuera la equivalente al área sobre la que pastaban antes las 4, para que así comiera más. Aquella noche, durante la cena, la mujer del campesino le dijo: - Ya he visto que le has dado más cuerda a la cabra. - Sí, al darle cuerda al despertador me di cuenta de que podría darle más cuerda a la cabra. - ¿Y por qué? - Porque me he dado cuenta de que no sé si el gallo atrasa o es el despertador el que adelanta, así que tendré que llevarlos a arreglar. - No, hombre, no; qué por qué le has dado más cuerda a la cabra. -Ah; para que así coma toda la hierba que quiera. Es que, con la cuerda nueva, podrá pastar más, a pesar de seguir atada a su esquina. - ¿Y qué longitud le has dado a la cuerda? - Pues la verdad es que no lo sé. Luego la mediré, cuando vuelva de llevar el gallo al relojero y el despertador al veterinario. - ¡Madre mía! Estás como una cabra... , bueno, como 4 cabras.

Pero a su vuelta, el campesino, preocupado al enterarse de que en realidad era el gallo el que atrasaba, se olvidó de la cuerda y, por lo tanto, se quedó sin saber cuánto medía. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

ESQUIANDO, QUE ES GERUNDIO

Blanca Blanco White, española de padre español y madre inglesa, como sus apellidos demostraban, pasaba sus vacaciones de Navidad esquiando en Suiza con su amiga Blanche Blanc Bianco, francesa de padre francés y madre italiana. Las dos amigas, en su primer día de vacaciones, esquiaban deslizándose pendiente abajo (deslizarse pendiente arriba es dificilísimo) y disfrutando del paisaje -que es de las pocas cosas que se pueden disfrutar en Suiza- hasta que llagaron ante la falda de una montaña que tenía una forma tan peculiar que parecía un gran cono artificial. -Que forma tan rara, ¿verdad? –dijo Blanca. -Es verdad, es un cono perfecto –afirmó Blanche. -Perfecto y altísimo, pero lo cierto es que para ser una montaña tiene una forma muy rara. -Bueno, es que ya sabes cómo son los suizos. -Sí, su mayor aportación a la civilización occidental ha sido el reloj de cuco. -Mujer, no exageres. -¿Con qué más han contribuido? -Pues..., vamos a ver..., ¡Sí! Con el chocolate con leche. -Muy bien: dos aportaciones históricas: el reloj de cuco y el chocolate con leche. -Escucha, según la guía –dijo Blanche, sacando una guía turística del bolsillo de su

anorak- esta es la famosa montaña cónica, y mide 2 Km. de altura y 1 Km. de radio. -Podríamos rodearla –propuso Blanca. -Sí, pero es que es un poco tarde y deberíamos volver al hotel, no sea que se nos pase la hora del almuerzo. -¿A qué hora se abre el restaurante? -Justo a mediodía. -Bueno, podríamos rodear la montaña volviendo aquí, al punto de partida. Y desde aquí, vuelta al hotel. -Sí, está bien eso de volver aquí mismo, pero, además, deberíamos elegir el camino más corto, para ganar tiempo. -¿Y qué longitud tiene el camino más corto? -No lo sé. Además tampoco sé si lo podríamos hacer esquiando o sin esquís. O sea, que lo mejor es que lo dejemos y que volvamos hacia el hotel. -Tienes razón, pero yo me quedo con la duda de cuál sería el camino más corto para rodearla, volviendo al punto de partida. Y las dos amigas se pusieron en marcha hacia el hotel ensimismadas en contemplar el paisaje, en el que destacaban, sobre el blanco de la nieve, los tejados de pizarra de un pueblo que se divisaba a lo lejos. De pronto, al salir de un bosque de abetos y al entrar en una gran llanura, se encontraron con una esquiadora vestida de impecable blanco, que casi se confundía con el blanco de la nieve. La esquiadora, bastante experta, daba vueltas de tal manera que sus esquís trazaban sobre la nieve una circunferencia tan grande como perfecta. Las dos amigas se aproximaron a la esquiadora y, después de saludarla, Blanca le dijo: -¡Qué barbaridad! Qué bien has trazado la circunferencia sobre la nieve, ni que la hubieras dibujado con un compás gigante. -Bueno, es que soy profesora de dibujo geométrico. Me llamo Nieves Escuadra Cartabón y, por cierto, me viene muy bien vuestra llegada para que me ayudéis a trazar un problema que tengo que resolver. -Muy bien. ¿Qué tenemos que hacer? –exclamaron Blanca y Blanche, dispuestas a ayudar a Nieves. -Es muy sencillo: se trata de dibujar sobre la nieve 3 circunferencias gigantes. Yo he estado practicando, como habéis visto, pero para trazar el problema necesito a 2

personas más. Quizá podría hacerlo yo sola, pero prefiero que las 3 personas, yo incluida, tracemos las 3 circunferencia al mismo tiempo. -¿Y las circunferencias, cómo de gigantes? –preguntó Blanca. -Muy grandes: de 50 metros de radio –contestó Nieves. -Pero, ¿cómo podremos trazar las circunferencias con la seguridad de que sean perfectas y de que su radio mida 50 metros? –preguntó ahora Blanche. -Está todo previsto. ¿Veis esos 3 bastones que he clavado en la nieve? Y las dos amigas vieron que, en efecto, había 3 bastones clavados en la nieve, formando un enorme triángulo equilátero de vértices bastante alejados entre sí. Y que a los 3 bastones había atadas 3 cuerdas: una azul, otra roja y otra verde. -Pues esos 3 bastones no sólo señalan los vértices de este gran triángulo, sino que, además, son los centros de las 3 circunferencias que tenemos que trazar, una cada una de nosotras. Además, las tres cuerdas miden exactamente 50 metros, con lo cual asiéndolas y girando en redondo alrededor de cada bastón trazaremos 3 circunferencias que, además de ser perfectas, serán tangentes entre sí. Bueno, ¿vamos allá? -Vamos –contestaron Blanca y Blanche, muy animadas. Y allá se fueron las 3 esquiadoras, dirigiéndose cada una a su bastón: Blanca hacia el que tenía la cuerda roja; Blanche hacia el que tenía la cuerda verde y Nieves hacia el que tenía la cuerda azul. Al grito de Nieves de: Uno, dos y... tres, las 3 esquiadoras, bien tensas las cuerdas, giraron alrededor de sus bastones comprobando que, en efecto, y tal como había previsto la profesora, sobre la nieve se dibujaban 3 grandes circunferencias de 50 metros de radio que eran tangentes entre sí dos a dos. Una vez terminadas las 3 grandes circunferencias, las 3 esquiadoras se reunieron en el centro de una de ellas, orgullosas de su trazado. -Muy bien. Muchas gracias. Me habéis hecho un gran favor –dijo la profesora, visiblemente contenta. -¿Y ya está? –preguntó Blanche, como si lo hecho le hubiera sabido a poco. -Sí, ya está. Por lo menos vuestra colaboración. Yo tengo que calcular ahora un problema añadido. -¿Cuál? –preguntaron las 2 amigas a la vez. -Bueno, voy a ver si calculo el área encerrada entre las 3 circunferencias tangentes. Ya sabéis, el espacio que ha quedado en medio, al encontrarse las 3 circunferencias. -Bueno, eso tiene que ser dificilísimo.

-Ya veremos, por de pronto ahí están las 3 circunferencias esperándome. Muchas gracias. Las 2 amigas se despidieron de la profesora y siguieron su marcha hacia el hotel, esquiando en silencio hasta que Blanche le preguntó a Blanca: -Eso del área encerrada entre las 3 circunferencias parece difícil, ¿verdad? -Ya lo creo. Cuando me lo ha dicho Nieves me he quedado fría. -Y yo en blanco. -Pues yo no he dicho nada para no ser blanco de sus burlas –dijo Blanca- que yo de Geometría, nada de nada. -Por cierto, y cambiando de conversación, ¿a qué hora sirven el almuerzo en el comedor del hotel? -A mediodía –contestó Blanca. -Pues tenemos que darnos prisa, ya que he estado calculando que si avanzamos a 10 Km./h, que es la velocidad que llevamos ahora, llegaremos al hotel 1 hora después de mediodía, y nos quedaremos sin almuerzo, que ya sabes que los suizos son muy puntuales. -¿Y qué hacemos? –preguntó Blanca. -Bueno, podemos acelerar la marcha, ya que he calculado que si avanzamos a 15 Km./h llegaríamos al hotel 1 hora antes de mediodía –propuso Blanche. -Muy bien, pero... perderíamos una hora de esquiar y, además, tendríamos que esperar una hora a que sirvieran el almuerzo. -Sí, pero más vale esperar, que quedarnos sin almorzar. -Podríamos calcular a qué velocidad tendríamos que ir, para llegar al hotel justo a la hora, es decir, a mediodía, ni más, ni menos. -Pues calcúlalo tú, que dijiste que no se te daba bien la Geometría, pero de la Aritmética no dijiste nada. Yo, por si acaso, voy a acelerar –dijo Blanche, lanzándose a toda velocidad ladera abajo. Blanca se quedó atrás viendo como su amiga desaparecía tras una pequeña loma, distraída con el problema de cuál sería la velocidad adecuada para llegar a tiempo al hotel, pero sin olvidar que habían dejado sin resolver el problema de la montaña cónica.

En cuanto al problema de las 3 circunferencias, no pensó en él, ya que se imaginó que Nieves, la profesora, ya lo habría resuelto. Y, para colmo, empezó a nevar.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

GALLINAS, CONEJOS, CABALLOS Y EUROS.

Un labrador estaba sembrando trigo en un campo cercano a su granja. Aprovechando el buen tiempo, su familia decidió acompañarlo, y allí estaban todos, la madre y sus 4 hijos, viendo como el cabeza de familia trabajaba. Y en estas estaban, cuando un forastero que pasaba con su coche por el sendero que limitaba con el sembrado, que aún no estaba sembrado porque el sembrador estaba en ello, se bajó del vehículo para preguntar: -Buenos días, felices lugareños, ¿podría decirme si voy bien para llegar al castillo de don Jesús del Castillo del Castillo?. -Hombre: castillo, lo que se dice castillo... -contestó la mujer, que tenía a su hijo pequeño en brazos. -Sí, sí; se apellida del Castillo del Castillo. -No, si no lo digo por el apellido; lo digo por el castillo que, la verdad, es más mansión que castillo. Y sí, va usted bien. En cuanto suba esa loma verá usted la casa que busca. -Muchas gracias, señora. Qué día más espléndido, ¿verdad? -Sí que lo es. Por cierto, va usted muy elegante, caballero. -Sí; es que yo soy muy elegante, me gusta siempre ir impecable. Además, soy jugador profesional y voy a jugar una partida de póquer a “El Caballo de Troya”, la finca del señor del Castillo del Castillo. -Vaya, qué casualidad, precisamente nosotros trabajamos las tierras de don Jesús.

-Y yo me trabajaré sus tierras, es decir, que intentaré ganarle todo lo que pueda, porque soy uno de los mejores jugadores de cartas que conozco. -¿Es usted buen jugador? –preguntó la mujer, dejando al niño en el suelo. -Ya le he dicho: uno de los mejores que conozco. -Y modesto, por lo que veo. -Sí, señora: me llamo Modesto Sencillo Recatado, para servirla –dijo el forastero, acompañando a sus palabras con una aparatosa reverencia que causó la rechufla de la prole. -Muy bien, pues ya que es jugador, juguemos. Mire, ahí mismo, en el corral, tengo gallinas y conejos. ¿A que no adivina cuántos conejos y gallinas tengo? -Bueno, eso no es un juego: es una adivinanza. -Déjese de pretextos y conteste, señor jugador. -Bueno, es fácil, pero necesitaría algún dato más. En ese momento, y cuando la campesina le iba a dar más datos, uno de los niños, con las manos embadurnadas del chocolate que se acaba de comer, se las limpió en el que era impoluto pantalón blanco del forastero, mientras le decía: -Señor; yo sé cuántos conejos y gallinas hay en nuestro corral. -Calla, guapo, que ahora estoy hablando con tu madre. Qué gracioso el niño... – responde el forastero, visiblemente molesto al ver la mano del niño impresa en la pernera de su pantalón. -Si me da un euro, le digo cuantos conejos y gallinas tenemos –insiste el niño, insistiendo también en limpiarse las manos chocolateadas en el pantalón del forastero, cada vez menos impecable. En ese momento, el sembrador, dejando de sembrar, se acerca al grupo: -Buenos días. -Buenos días, esforzado sembrador. Aquí estamos, jugando a resolver problemas muy sencillos que yo resolveré fácilmente. Es que soy jugador profesional, y de los buenos, ¿sabe?. -Ah, pues no, no lo sabía. Pues ya que es tan listo, a ver si sabe usted cómo resolvimos el otro día un problema que nos trajo de cabeza 3 meses. Es que mi padre, en su testamento, nos dejó 17 caballos a mis 2 hermanos y a mí. -Mira qué bien. ¿Y cuál era el problema?

-Pues que mi padre, como era muy bromista dejó escrito que nos repartiéramos los 17 caballos de tal forma que la mitad fuera para mí, 1/3 para mi hermano Braulio y 1/9 para el Endelecio, mi hermano pequeño. -¿Y...? -Cómo que ¿Y...?. Pues que estábamos volviéndonos locos para hacer el reparto, hasta que, afortunadamente, pasó por aquí la maestra del pueblo, montada en su caballo, y nos resolvió el problema en un momento. Ella sí que es lista, y no otros..., y no miro a nadie –dijo, mirando al forastero, claro. El forastero empezó a pensar en cómo se las arreglaría para repartir los 17 caballos, cuando se dio cuenta de que uno de los niños, el de la camiseta de rayas, había cogido su sombrero, que había dejado sobre la cerca junto a la que estaban y lo había tirado a una charca que más que cerca estaba cercana. Y no contento con eso, el niño tiraba piedras contra el sombrero, con patente ánimo de hundirlo. El forastero iba a acudir en auxilio de su sombrero, cuando sintió que lo sujetaban de los pantalones. Cerró los ojos resignado, imaginando más manchas de chocolate, pero se equivocó, ya que las manchas eran de chorizo frito y venían de las manos y del bocadillo de otro de los niños. Cuando volvió a abrir los ojos pudo comprobar que además de haberse multiplicado en cantidad y colorido las manchas en su pantalón, había perdido definitivamente el sombrero, desaparecido ya en las cenagosas aguas de la charca. Hizo un esfuerzo para controlarse, pero perdió definitivamente los nervios cuando el niño de las manos manchadas de chocolate blando y pegajoso, insistió: -Que yo sé cuántos conejos y gallinas tenemos. -Y a mí qué me importa. -Y yo también lo sé –dijo el pequeño, que estaba otra vez en brazos de su madre. -Ah, ¿sí? A ver, ¿Cuántos? –preguntó el forastero, haciendo esfuerzos para no darle una patada a otro de los niños, el de la camiseta de cuadros, que, en ese momento hacía pis en sus zapatos, en los del forastero, por supuesto. -Pues hay un total de 109 cabezas y 318 patas. -Complicadito, el nene –le dijo el forastero al padre que, sonriente, contestó: -Es que ya sabe, los de pueblo somos muy brutos; no podemos compararnos con ustedes, los de ciudad. El forastero sacudía los pies empapados, cuando el niño de la camiseta de rayas volvió al ataque: -Pues en el corral tenemos...

-¡No! No se lo digas. Que este señor es muy listo y lo averiguará el solo. Pero el forastero, en lo único que estaba pensando era en irse de allí cuanto antes. Y ya iba a ponerse en marcha hacia el coche, cuando el campesino le dijo: -Pero, hombre, no se vaya así. Vamos a jugar de verdad. ¿Lleva usted dinero encima? El forastero llevaba bien repleta la cartera con vistas a la partida de cartas a la que se dirigía, y pensó que ahora podría vengarse de las afrentas recibidas: mira por donde voy a sacarle el dinero a este patán. Este paleto no sabe con quién va a jugar. Así que contestó: -Sí, llevo bastante dinero. Pero le advierto que soy jugador profesional. Luego no se lamente. -Pues vamos a jugar. Mire, ¿ve ese mojón de piedra? –y el campesino señaló con el azadón un mojón de piedra de base cuadrada, de 1,70 m de altura por 30 cm de lado, que estaba cerca, exactamente al lado de la cerca -Pues bien, ese mojón es mágico, y tiene la propiedad de duplicar el dinero que se deposite bajo él. El forastero aceptó jugar, convencido de que fuera cual fuera el juego, lo ganaría; y de paso le dio un sonoro capón al niño de las manos sucias de chocolate ya que se las acababa de limpiar definitivamente en su corbata, en la del forastero, claro. -Muy bien. Pues le propongo lo siguiente: yo pondré su dinero bajo el mojón y usted me pagará 700 euros cada vez que el mojón duplique su dinero. El forastero, convencido de que el labrador era tonto, le dio su dinero no sin antes apartar delicadamente de una patada al niño de la camiseta de cuadros, que acababa de estamparle una ciruela madura en la chaqueta. El campesino depositó el dinero del forastero bajo el mojón y tras una teatral pausa, lo retiró duplicado y se lo dio al forastero, después de descontar los 700 euros acordados. El forastero, no podía dar crédito a lo que veía... y se puso a dar saltos de alegría, mientras el labrador y su familia se miraban pensando: estos de la ciudad están como cabras, con perdón para las cabras. Con el resto del dinero, el duplicado menos los 700 euros, el forastero, con las manos temblándole de codicia, volvió a repetir el asombroso experimento dos veces más pagando cada vez 700 euros al campesino. Al final, y tras pagar por tercera vez al campesino, el forastero descubrió, anonadado, que no le quedaba ni un solo euro. La familia, dando por terminada la provechosa jornada, recogió sus cosas y, después de despedirse del abrumado forastero, se encaminó hacia su granja, dispuestos a dar de comer a sus conejos, gallinas y caballos. El niño de la camiseta

a rayas, a modo de cariñosa despedida, le tiró una bosta de vaca al forastero que, al intentar esquivarla, le produjo un agudo lumbago. Esa tarde, además, el forastero perdió a las cartas todo el dinero que sus compañeros de mesa le prestaron para volver a ganárselo, que es lo que hacen los jugadores cuando alguien les pide dinero. Además, tuvo que soportar la humillación de pedir ropa prestada al dueño de la casa, con el añadido de que sus compañeros de juego, no se sabe muy bien si en serio o en broma, decían, entre jugada y jugada: -Huele a caca de vaca, ¿no? -No, yo creo que huele a orina. -No, más bien a chocolate. -No, yo creo que huele a una mezcla de chocolate y cieno. -No, no: a lo que huele realmente es a chorizo frito. -Tampoco, tampoco. A lo que huele, definitivamente, es a euros que han volado – aseguró el dueño de la casa, entre el jolgorio de todos menos del protagonista de las bromas, furioso por los comentarios de sus compañeros de mesa, furioso por el lumbago que lo tenía baldado y, sobre todo, furioso al comprobar que había vuelto a perder. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

TRES BOMBEROS

Entre incendio e incendio, Fernando Cienfuegos y Carlos Llamas, bomberos de profesión, se entretienen jugando a las cartas cuando están de guardia en el Parque de Bomberos. Mientras ellos se distraen, un tercer bombero, Gustavo Fogoso, prepara la merienda en la cocina mientras escucha como Cienfuegos se enciende de rabia cada vez que pierde una partida, así que, haciendo una pausa, decide intervenir, así que sale de la cocina diciendo: -Pero bueno, ya estáis como siempre. Es que no sabéis entreteneros con algo que no termine en una fogosa discusión. -A ver, ¿con qué? -pregunta Cienfuegos. -¿Yo qué sé? Pero algún fuego habrá más tranquilo, ¿no? -Será algún juego, ¿no? -Es verdad, que tonto, en qué estaría yo pensando. -Podemos jugar a los montones –propone el bombero Llamas. -¿Qué juego es ese? –preguntan sus compañeros. -Se trata de poner 3 montones de lo que sea..., por ejemplo de cerillas, sobre la mesa, y... -¡Huele a quemado! –exclama Cienfuegos, interrumpiendo la explicación y poniéndose en pie, levantando la nariz para olfatear, a la vez que se vuelve hacia la cocina.

-¡El pan! –grita Fogoso, recordando en ese momento que ha dejado unas tostadas sobre el fuego de la cocina. Y los tres bomberos, empujados por la deformación profesional, corren a ponerse sus trajes forrados de amianto y sus cascos para, hachas y extintores en mano, correr atropelladamente hacia la cocina. Al llegar ante la puerta, en vez de abrirla girando el pomo, como hubiera sido lo normal, se detienen, la estudian atentamente hasta que Llamas, en un exceso de celo, grita ¡Dejadme!... y convierte la puerta en astillas con el hacha. Entran finalmente, después de atascarse al querer entrar los tres a la vez, para encontrarse con que encima del fuego de la cocina de gas, las tostadas que Fogoso preparaba para la merienda han dejado de ser tostadas para convertirse en abrasadas. Cienfuegos, Llamas y Fogoso se miran desconcertados ante el estropicio provocado por su desproporcionada intervención, aunque intentan justificarla apoyándose en el refranero: -Más vale prevenir que curar –dice, muy serio, Cienfuegos. -Por el humo se sabe dónde está el fuego –añade Llamas. -En trece y martes, ni te cases ni te embarques –dice Fogoso. -¿Y qué tiene que ver eso con el fuego? -No, nada; pero es que no se me ocurría otro refrán –contesta fogoso, apartando con el pie las astillas que llenan el suelo. -Por cierto, -dice Cienfuegos- el incendio lo has provocado por poner tantas tostadas de una vez. ¿Cuántas pusiste en la sartén? -3 para cada uno. -¡Qué bruto! Pero si está bien claro que en la sartén solamente caben 2 rebanadas de pan. -Ya, pero como somos 3... Es que calculé que como tenía que tostar los 2 lados de cada tostada, y cada lado tarda 30 segundos en tostarse, lo quise hacer lo más rápido posible. Así que, ¿cómo me las puedo arreglar para tostar 3 rebanadas por los 2 lados en minuto y medio?, que tampoco es cosa de estar toda la tarde preparando la merienda, digo yo. -Nosotros no tenemos ni idea, así que, calcúlalo tú, que eres el que se ocupa de las famosas tostaditas –contesta Cienfuegos, con sorna. -De las abrasaditas, diría yo –dice Llamas, riéndose.

-De las quemaditas. -De las incendiaditas. -De las chamuscaditas. -De las achicharraditas. -De las carbonizaditas. -De las incineraditas. Así, riéndose de su compañero, Fernando Cienfuegos y Carlos Llamas vuelven a la sala, a la espera de que Gustavo Fogoso termine, por fin, de preparar la merienda. -¿Cómo era el juego ese de los montones de cerillas? -Es muy sencillo –contesta Llamas, poniendo sobre la mesa una caja de cerillas – ponemos sobre la mesa 48 cerillas repartidas en 3 montones. Pero tú no mires. -Muy bien –contesta Cienfuegos tapándose los ojos. -Si del montón 1º pasamos al 2º tantas cerillas como hay en éste; del 2º montón al 3º tantas cerillas como hay en este último y, por fin, pasamos del 3º al montón 1º tantas cerillas como éste tiene ahora, los 3 montones tendrán el mismo número de cerillas. -Oye, tú eres un trilero, el bombero trilero. -No disimules y ataca el problema. Y ahora, ahí va la pregunta: ¿cuántas cerillas había al principio en cada montón? –pregunta Llamas, procurando tapar los montones de cerillas para que su compañero no los vea. Justo en ese momento Cienfuegos vuelve a ponerse en pie, levantando la nariz, venteando, como si fuera un perro de caza, ante lo cual, Carlos Llamas, con un cigarrillo en la mano, pregunta: -¿Fuego? -No, el pan, que ya está tostado. -No, que me des fuego. En ese momento entra en la sala Gustavo Fogoso con la merienda. En sus manos lleva una bandeja con la tetera, 3 tazas, el azucarero, una jarrita con leche fría y en un plato, las 3 tostadas, afortunadamente tostadas. Y sin darse cuenta deja la bandeja sobre la mesa, desbaratando los montones de cerillas. Sin hacer caso de las protestas de sus compañeros, el bombero Fogoso, levanta la

tapa del azucarero, que contiene azúcar en terrones, y, ante la sorpresa de Llamas y Cienfuegos, coloca 6 terrones y las 3 tazas sobre la mesa, mientras dice: -A ver si sois tan listos como presumís: tenéis que colocar los 6 terrones de azúcar en las 3 tazas, de tal manera que cada taza contenga un número impar de terrones. Por supuesto, se deben de usar los 6 terrones enteros, sin partirlos –esto último lo dice Fogoso al ver que Cienfuegos acerca la mano al hacha. -Oye, oye, no nos líes, que estábamos jugando con las cerillas –protesta el bombero llamado, que no llameado, Llamas. -Ya, pero recuerda que quien juega con fuego se quema. -Y que el mejor guiso se cuece a fuego lento. -Pues yo recuerdo un juego que dice: Si tienes 3 armas de fuego... -propone Cienfuegos, pero es interrumpido por sus compañeros, que exclaman: -¡No, por favor! Más fuego, no. Mientras tanto, Carlos Llamas, que sigue sin encender su cigarrillo, saca otra caja de cerillas del cajón de la mesa, comprobando, al abrirla, que quedan 20 cerillas, las justas para encender los 20 cigarrillos de la cajetilla recién comprada. Pero, por si acaso, y como no le gusta quedarse sin fuego, retira un número de cerillas menor que 9. Además, calcula que si suma los dígitos de la cifra que queda y retira esas cerillas, siempre puede adivinar las cerillas que quedan, sin que sepa explicar el por qué. Y así se lo iba a decir a sus compañeros para que le ayudaran a resolver el problema, cuando Cienfuegos lanzó un lastimero aullido: -¡Me he quemado! –gritó, soplándose la mano derecha. -¡Pues vaya bombero! Además, no te has quemado, te has abrasado al coger la tetera caliente –puntualiza Fogoso. -Pues tampoco. A ver si hablamos con propiedad: te has escaldado con el té caliente. Y ya se sabe que el gato escaldado, del agua fría huye –añadió Llamas. -Será que, el bombero escaldado del té frío huye -¡Por favor! Más refranes, no; ya está bien por hoy. Y en esas estaban cuando, de pronto, sonó la alarma. En su precipitación al levantarse, tiraron la mesa con la merienda, el problema de las cerillas y el de los terrones de azúcar encima. Corrieron hasta la barra por la que se deslizaron para bajar al garaje, entrando en un segundo en el camión rojo con el que salieron del parque a toda velocidad, con la sirena a toda potencia y con todas las luces de alarma intermitentes.

Así, se perdieron calle abajo a tal velocidad que no pudieron ver cómo, por debajo de la nueva puerta recién colocada de la cocina, salía una gran humareda que era la que había hecho saltar la alarma. Como tampoco pudieron ver que las dos últimas rebanadas de pan que Gustavo Fogoso había dejado tostándose en la sartén, se convertían en dos carbones humeantes. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

ARITMËTICA Y GEOMETRÏA

Pellegrino Pellegrini, también llamado El Tibaldi, pintor y arquitecto italiano, terminó por fin, aquella mañana fría de primavera, su pintura al fresco en el techo de la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Había aceptado con entusiasmo el encargo que le ofreció, en carta firmada y lacrada, el propio rey don Felipe II, para decorar el claustro y el techo de la biblioteca del monasterio que levantaba cerca de Madrid. Pero su alegría se había ido evaporando a medida que hacía frente a las dificultades de pintar a tal altura del suelo, sobre andamios y escaleras temblequeantes y pasando frío hasta en verano. Y tanto frío pasó en El Escorial que ya de vuelta en Italia, repetiría una frase que le hizo célebre: “Yo el invierno que más frío pasé en mi vida fue un mes de agosto en El Escorial”. Pellegrino Pellegrini estuvo trabajando en el monasterio desde 1588 a 1595 y ya lo único que deseaba era volver cuanto antes a su cálido pueblo, Puria in Valsolda, que allá en Italia, lo esperaba. Así que aquella mañana en que dio la pincelada final a su obra, se sintió feliz y satisfecho ante la obra bien hecha. Dio las órdenes necesarias para que al día siguiente retiraran los andamios y se quedó ensimismado contemplando su obra, hasta que un crujido en los peldaños de la escalera que subía hasta la última plataforma sobre la que se encontraba, le alertó de la presencia inesperada de dos visitantes. -Buenas días –saludaron, jadeantes, los recién llegados. -Buenos días –contestó Pellegrino ante los que no habían anunciado su visita, como era normal hacerlo.

A pesar de todo ya estaba acostumbrado a este tipo de visitas, pues subían a verlo, de vez en cuando, algún que otro monje del monasterio más interesado en libros y pinturas que al humo del incienso; algún funcionario real, más que nada por controlar si se cumplían las previsiones establecidas en el contrato del pintor respecto al número de figuras, colores y tiempo de ejecución de la pintura; miembros de algún tribunal de la Inquisición y hasta el mismísimo Inquisidor General, que subió en un par de ocasiones, para comprobar si se cumplían las reglas emanadas en el Concilio de Trento sobre pintura y escultura, o sea, sobre la censura en el arte. Hasta allá arriba también subió un día el propio rey que, siempre vigilante y renqueante, quiso contemplar de cerca las pinturas... y jugar a desorientar al italiano con una de sus habituales propuestas-trampa, a las que era tan aficionado: -Vamos a ver, ¿qué prefiere, mi admirado señor Pellegrini? –preguntó Felipe II al pintor- ¿llevarse todas las monedas de 1 escudo de oro que sea capaz, con la condición de contarlas de una en una, en voz alta y sin detenerse, o los 15.000 escudos que le vamos a pagar, según lo estipulado en su contrato?. El pintor se quedó sin habla, desconcertado, sin capacidad de reacción ante lo que no sabía si era una magnífica oferta o una aviesa trampa del rey para ahorrarse dinero en el pago a sus servicios. -Podrá llevarse todos los escudos de oro que sea capaz, repito, todos los que haya contado de uno en uno y sin parar. ¿Qué me dice? Y conteste rápido, que no tengo toda la mañana. El italiano, desconcertado ante la mirada maliciosa del rey, contestó que se quedaba con lo estipulado en el contrato, pensando que más valían 15.000 escudos en mano que vete tú a saber cuántos volando. Pero lo que más le desconcertó aún fue la sutil carcajada que soltó el rey al despedirse, carcajada que mantuvo mientras descendía por la escalera de mano; y más que seguía riéndose mientras se alejaba hacia la salida de la biblioteca seguido de su séquito, que también reía a carcajadas, aunque no supiera muy bien por qué, que para eso están los séquitos, para reír las gracias de sus señores. Todo esto recordaba el pintor, sin estar seguro aún de si habría acertado o no en la propuesta del rey, cuando llegaron los dos visitantes que ahora, a su lado, admiraban sus pinturas, hasta que el más joven de ellos se presentó: -Soy paisano suyo. Y al enterarme que un italiano pintaba el techo de la biblioteca me decidí a visitarlo –y tendió la mano derecha, presentándose -me llamo Niccolo Fontana Tartaglia, y soy matemático de profesión. Y este señor que me acompaña es Arquímedes de Siracusa.

-Encantado –dijo el pintor estrechando la mano del que se acababa de presentar; pero al ir a estrechar la mano de Arquímedes, que también se la tendió para saludarlo, éste se esfumó en el aire, desapareciendo de su vista. Pellegrino retrocedió espantado ante la desaparición del segundo visitante, sorprendido a su vez de que el primero de ellos no se extrañara ante éste hecho, como si le pareciera de lo más normal que alguien pudiera desvanecerse así, de repente. Ante la expresión de pánico del pintor, Tartaglia le explicó: -No se preocupe, señor Pellegrino, que no pasa nada. Es que no sé si usted sabrá que Arquímedes de Siracusa murió hace unos... 1.767 años, más o menos, aunque nunca me haya puesto a calcularlo exactamente, a pesar de ser matemático. -Sí, pero, ¿qué hace aquí Arquímedes si ha muerto hace tantos años? -Es que se me aparece con bastante frecuencia, su espíritu, claro. –contestó Tartaglia - Como yo lo admiraba tanto, un día, desde el más allá, decidió que se me aparecería para echarme una mano, para ayudarme a resolver ciertos problemillas, ciertas cuestiones en las que me atascaba, las intersecciones de dos cónicas, sin ir más lejos... Pero no se lo diga usted a nadie, porque pienso pasar a la posteridad como matemático famoso y tampoco es cosa de que la posteridad diga que, en parte, debo mi fama al espíritu de Arquímedes. Mientras tanto, Arquímedes había vuelto a recuperar su forma lentamente. Cuando estuvo ya totalmente visible, sonrió y le dijo al pintor: - Perdone por el susto que le he dado, pero es que, como soy un espíritu, cuando me tocan me desvanezco en el aire. -Ya, ya –dijo Pellegrino, que aún no las tenía todas consigo, aunque añadió, para congraciarse con él – La verdad es que para la edad que tiene se conserva usted estupendamente. -Bueno, es que el espíritu es el espíritu. -Claro, claro. Entonces intervino Tartaglia: -Es que estábamos viendo las pinturas desde abajo y nos preguntábamos cuántos círculos tiene la greca que recorre la pintura del techo. -Pues usted que es matemático lo calculará enseguida –contestó el pintor- ya que he utilizado para pintar la greca una conjetura capicúa. El número de círculos debía ser exactamente el segundo cubo capicúa de un número entero.

-¡No me lo diga, no me lo diga! –exclamó Tartaglia –que intentaré calcularlo esta noche en mi habitación. -Podría decirnos, al menos, cuántas cifras tiene al famoso cubo capicúa –propuso Arquímedes. Y cuando el pintor iba a decir el número de cifras del capicúa, Tartaglia le volvió a cortar, exclamando: -¡No me lo diga, no me lo diga! –y preguntó- ¿Y todo el número capicúa lo convirtió usted en círculos? -No; eran demasiados. Era un número muy grande como para pintar tantos círculos. Sólo pinté los círculos que me indicaba el número que estaba justo amitad de camino entre el primero y el segundo cubo capicúa. Y eso que este número también me obligó a pintar muchos círculos, ya que era el ... -¡No me lo diga, no me lo diga! –volvió a insistir Tartaglia, que, para cambiar de conversación, preguntó: -¿Y quiénes son todas estas señoras que ha pintado en el techo? -Son alegorías. Son las alegorías de, por este orden y como podrán ver, la Teología, la Astrología, la Geometría, la Música, la Aritmética, la Dialéctica, la Retórica, la Gramática y la Filosofía –contestó Pellegrino. -Hombre, qué alegría ver que se ha acordado de la Aritmética y la Geometría –dijo Tartaglia. -Sí, y especialmente de la Geometría, en la que veo que se ha recreado usted especialmente. Yo también la prefiero. –dijo Arquímedes. -No, a las dos las he pintado con el mismo cariño, ya que a las dos admiro –dijo el pintor. -Pues yo prefiero la Aritmética –dijo Tartaglia. -Pues yo la Geometría –insistió Arquímedes. -Yo la Aritmética. -Yo la Geometría. Y así, discutiendo sus preferencias los dos italianos y el espectro del griego-italiano, Arquímedes nació en Siracusa, al sur de Italia, se bajaron del andamio, mientras que arriba, la Aritmética y la Geometría se reían de ellos. Y aunque les hizo gracia la discusión, después de la risa empezaron a discutir también ellas sobre la importancia de cada una.

-Yo soy mucho más importante que tú –dijo la Aritmética- ya que soy la base, el pilar y los cimientos del conocimiento matemático. Además me imagino que sabrás que mi nombre significa Ciencia de los Números. Fíjate si seré antigua, que mis orígenes se remontan a Babilonia y al Egipto de los faraones. Y ya lo dijo Pitágoras, ¡todo es número! -¡Que tontería! Más importante soy yo –exclamó la Geometría- que soy la medida de todas las cosas, que ya sabes que mi nombre significa, nada menos, que Medida de la Tierra. Además a ti, en Babilonia y en Egipto te establecieron, que tuvieron que ser Thales, Pitágoras y Platón los que te definieran tal como eres. Mientras que a mí... fíjate si seré importante que Euclides, el gran geómetra, fue profesor, nada menos que del rey Tolomeo I de Alejandría. -¡Ah, sí!. Y tú que eres tan lista, ¿a que no sabes cómo se llamaba el hermano de Tolomeo? –preguntó la Aritmética. -¿...? -Simeón. -¡Qué ordinaria! Ese sí que es un chiste de mal gusto. -Sí, todo lo que tú quieras, pero este monasterio no se habría podido construir sin mis números y mis cálculos –dijo la Aritmética. -Ni sin mis trazados, que todo en este monasterio: cúpulas, bóvedas, arcos... todo es pura geometría –argumentó la Geometría. -Pues ya que eres tan lista, -dijo muy enfadada la Arimética- resuélveme este problema: Demuestra que no existen 3 números naturales tales que la suma de los cuadrados de 2 de ellos sea el triple del cuadrado del otro. ¡Venga, atrévete! -Muy bien. –dijo la Geometría- Pero a ver si me resuelves tú este otro: A ver cómo te las arreglarías si te dieran un triángulo con todos sus ángulos agudos y te dijeran que encontraras un punto interior cuya suma de distancias a los vértices fuera la mínima. Así se quedaron la Aritmética y la Geometría, pintadas en el techo de la biblioteca y discutiendo todo el día. Mientras tanto, las obras del monasterio terminaron y se inauguró la Biblioteca, pero ellas seguían discutiendo y discutiendo, intentando demostrar cual de las dos era la más importante. La biblioteca se llenó de libros, de instrumentos científicos, de globos terráqueos y de mapas, y de lectores y estudiosos a través de los años, mientras seguía la discusión interminable en el techo.

Y seguía 500 años después aunque, eso sí, la Aritmética y la Geometría cuando la biblioteca estaba abierta al público, para no molestar a los lectores ni a los turistas, discutían en voz baja.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

LA FAMILIA GORDÓN MANTECA

Pedro Gordón Manteca, de premonitorios apellidos, estaba gordo. No podía negarlo, aunque quisiera, y mucho menos disimularlo, aunque lo intentara vistiendo siempre de negro y caminando de perfil por la calle. Su desesperación comenzaba cada mañana, cuando el espejo y la báscula, crueles, le gritaban la verdad a la cara: ¡Estás gordo, gordísimo, mismamente una foca!. Y para colmo, le acababan de regalar una báscula parlante, de esas que, además de señalar el peso en una pantalla, una voz metálica dice tu peso en voz alta. La primera vez que se subió en la báscula lo hizo ilusionado con el estreno. Pero su ilusión duraría bien poco ya que, nada más subirse encima, después de un sospechoso crujido de muelles, se oyó la voz, más angustiada que metálica que decía: ¡Por Dios! Súbanse de uno en uno. Para quitarse la depresión, desayunó 4 huevos fritos acompañados y bien acompañados con un kilo de morcilla de Burgos, untado todo con una generosa cantidad de pan y 3 cafés con leche. Pedro Gordón Manteca estaba casado con Teresa Oronda Grande que tenía, centímetro más o menos, la talla y contorno de su marido, aunque no su complejo ya que, inteligente y equilibrada, decidió no deprimirse a partir de usar la talla XXXXXLLL. Teresa y Pedro tenían 3 hijas y 2 hijos que, en vez de heredar una finca en Extremadura, por ejemplo, heredaron el metabolismo y la tendencia a engordar de la que eran buenos representantes sus padres. Y es que el lamento general de la familia era: ¡Nos engorda hasta el agua! (Lo que no confesaban era que acompañaban al vaso de agua con un bocadillo de chistorra frita.) Los 5 hijos, alertados por los lamentos de su padre cada vez que se pesaba, decidieron pesarse en grupo, para disimular, pero en la balanza industrial que tenía

la tienda de la esquina, ya que la báscula parlante pedía auxilio y retrocedía hasta la pared cada vez que solos, o en grupo, entraban en el cuarto de baño. Una mañana, las 3 niñas bajaron a la tienda a comprar 3 docenas de huevos y 5 kilos de patatas para hacer una tortilla -tamaño familiar- y el tendero, después de servir la mercancía, les dijo, señalando a una clienta que hablaba con él: -Esta señora y yo hablábamos, precisamente, de vosotras y... -Claro, diciendo que estamos como focas –dijo la hermana mayor, interrumpiendo al tendero. -Pues no, aunque sí. Nos preguntábamos cuántos años tendríais. -Pues las edades de nosotras 3 -contestó la hermana mediana, que de mediana no tenía nada- bien sumadas dan lo mismo que 3 veces la mía, y multiplicadas equivalen a 12 veces mi edad. -Pero bueno, ¿cuántos años tenéis cada una? –preguntó la clienta. -Pues ya se lo ha dicho bien claro mi hermana –contestó la hermana pequeña, que sólo era pequeña en edad, que no en peso. El tendero y la clienta no se molestaron en calcular las edades de las niñas, ya que se quedaron con la duda de si no les habrían tomado el pelo, así que el tendero preguntó : -A ver, ¿qué más quieren The fat sisters? - ¡Cuidadito! Que sabemos inglés, elderly and stupid shopkeeper –dijeron las 3 a la vez. En ese momento entraron en la tienda los 2 hermanos que, después de saludar, le dijeron al tendero: -Venimos a pesarnos, que hemos hecho régimen 10 minutos y queremos ver los resultados. Pero antes queremos pesarnos con nuestras hermanas, los 5 juntos. -¿Por qué? -preguntó el tendero. -Porque hemos descubierto que pesándonos de 2 en 2 e intercambiándonos de uno a uno cada vez, sabremos el peso de los 5 gastándonos solamente una moneda – dijo el hermano pequeño, sujetándose los pantalones, convencido de que en los 10 minutos de régimen había rebajado una talla. -Además, hemos comprobado -dijo la hermana mediana- que pesándonos a pares pesamos 89 kilos, 85, 84, 83, 82, 81, 80, 78, 76 y 74. Y además cada uno de nosotros pesa más que el que le sigue en edad.

-No entiendo nada –dijo el tendero. - Pues es muy fácil, lo que pasa es que usted sabrá mucho inglés, pero lo que es matemáticas..., bueno, a lo hemos venido: queremos pesarnos en la superbáscula. -Muy bien. ¿Queréis un caramelo? Pero solamente UNO –recalcó el tendero, antes de que le pidieran 20 o 30, poniendo uno de los paquetes de caramelos sobre el mostrador. -Espere, ¿de qué sabor son los caramelos? -Los tengo de naranja y de limón. Un paquete de cada. -¿Y ese tercer paquete? -En ese están mezclados de naranja y de limón. Es que acabo de recibir 3 paquetes de caramelos, con 100 caramelos cada paquete. En el primer paquete hay caramelos de naranja, en el 2º de limón y en el 3º mezclados, mitad y mitad: 50 de naranja y 50 de limón. Lo que pasa es que las 3 etiquetas de los 3 paquetes han venido, por error, cambiadas. Entonces, no sé cuántos caramelos tendré que sacar como mínimo para averiguar el contenido de cada paquete. A ver, vosotros que sois tan listos, averiguadlo. -Es muy facil: 32 –contestó la hermana pequeña. -No le engañes –le advirtió el hermano mayor. -Bueno..., pues 23. -No le haga usted caso, que mi hermana es muy bromista. -Entonces, ¿cuántos caramelos tendré que sacar? –preguntó el tendero. -Se lo decimos si nos regala los 300 caramelos –propusieron los 5 hermanos al mismo tiempo. El tendero, por supuesto, no aceptó el trato, así que los 5 hermanos se pusieron en fila dispuestos a pesarse en la superbáscula. En ese momento entró en la tienda la madre que, arrobada, contempló cómo sus hijos se pesaban. Cuando terminaron la complicada operación, les preguntó: -A ver, hijos míos; ¿cuánto pesáis? -Seguro que el señor tendero podrá responderte, ya que le hemos dado todos los datos para averiguar cuánto pesamos cada uno de nosotros. -Si..., claro..., por supuesto..., pero ahora es que no tengo tiempo. Y, por cierto, ¿cuántos años tienen las niñas? –preguntó el tendero, cambiando de conversación.

-¡No se lo digas, mamá! Que también le hemos dado todos los datos para que lo averigüe –gritaron las 3 niñas. -Es cierto –reconoció el tendero- pero es que son ustedes muy complicados. La verdad es que no me he enterado ni cuántos años tienen las 3 niñas, ni cuánto pesan los 5. -Bueno, es que a nosotros, además de la fabada, nos gustan mucho los juegos y los cálculos matemáticos –dijo la madre, muy orgullosa de sus hijos. -Claro, claro. En fin, ¿qué desea usted, doña Teresa? -Vamos

a

ver...

póngame

manzanas,

peras,

melocotones

y...

-¡Espera, mamá! -exclamó la hija mayor- déjame a mí. -Muy bien, hija, adelante. -Atención, señor tendero: si 3 manzanas y un melón pesan lo mismo que 10 melocotones, y 6 melocotones y una manzana pesan lo mismo que un melón. ¿Cuántos melocotones serán necesarios para equilibrar un melón? El tendero, furioso, no lo dudó más, y convencido de que en esa familia, además de estar gordos, no estaban en su sano juicio, exclamó: -¡Marchando 10 kilos de manzanas, 15 de melocotones y 5 de peras! –añadiendo, con sorna- Bueno, con esto ya tendrán ustedes por lo menos hasta la noche. Y procure que los niños coman mucha fruta, no sea que les ataque la anemia perniciosa, que los noto como desfallecidos. Doña Teresa y sus hijos salieron de la tienda. Y el tendero y la clienta vieron como, en la misma puerta, la madre reñía a los niños porque ya se habían comido todas las peras. Lo último que oyeron es que la hermana mayor, con la boca llena, reñía al hermano pequeño, diciéndole: -Cómo tengo que decirte que no te comas los melocotones de 3 en 3, que un día te vas a atragantar.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

TURISTAS EN LONDRES

Aquella Semana Santa, Silvia y Pablo viajaron a Londres con sus padres dispuestos a hacer turismo. El primer día en la capital inglesa, y dado que su hotel estaba en una calle perpendicular a Bayswater Road, justo frente a Hyde Park, decidieron comenzar su recorrido turístico por el parque, al que entraron por la puerta que todos conocían como Marlborough Gate. No habían hecho más que caminar unos minutos por los Jardines de Kensington, bordeando el lago Serpentine, cuando se encontraron con el monumento dedicado a Peter Pan. Ante la escultura de bronce, Silvia le dijo a su hermano: -Mira, es Peter Pan. -Ya lo veo: Es una pena que me quedara a medio leer el libro, que está claro que es muchísimo mejor que la película de Walt Disney. -¿Y por que no terminaste de leer el libro? –preguntó la niña. -Porque una polilla hambrienta se comió el libro. Así que me quedé sin saber qué les pasaba a Wendy y a los Niños Perdidos que estaban en manos de los piratas del Capitán Garfio. Además, la famosa polilla no sólo se comió “Peter Pan”, sino también “Alicia en el País de la Maravillas”, “El Mago de Oz”, “La Historia Interminable” y “El Principito”. -¿Se comió cinco libros? -Bueno, por lo menos los agujereó, les hizo un boquete bien grande de parte a parte. Yo los tenía ordenados en mi estantería de tal manera que el 1º era “El Principito” y estaba a la izquierda del todo, y el último de la derecha, “El Mago de Oz”, era el 5º. La

polilla empezó a comer papel y a abrirse camino, de página en página, a través de los libros y en línea recta, justo desde la cubierta anterior de “El Principito” hasta la cubierta posterior de “El Mago de Oz”. -¡Qué barbaridad! ¿Y cómo no me lo dijiste? –exclamó y preguntó su hermana. -Pues porque como eres tan miedosa, lo mismo te asustabas con la historia de la polilla librófoga y no podías dormir pensando en que pudiera trepar a tu cama y comerse tu pijama como se comió mis libros –contestó Pablo. -¿Qué significa eso de ... libro... no sé qué? -Pues que come libros. Me acabo de inventar la palabra, ¿a que suena bien? Bueno, pues como te iba diciendo, la polilla atacó los 5 cuentos, y eso que cada libro medía 3 cm de grueso. -O sea, que en su devastador y literario avance recorrió... lo menos... -No lo sé; lo que sí sé es que me quedé sin saber qué le pasaba a Wendy y a los Niños Perdidos –dijo Pablo, interrumpiendo los cálculos de su hermana. Esa misma tarde, mientras sus padres visitaban la National Gallery, para ver de nuevo “La Venus del Espejo”, Silvia y Pablo, después de contemplar el cuadro de Velázquez (la joya del museo, como decían sus padres) pidieron permiso para salir un rato a la calle con la promesa de volver a entrar a la media hora. Así, aprovechando que en Londres los museos son como tienen que ser, o sea, gratuitos, salieron a dar una vuelta por Trafalgar Square que, como todo el mundo sabe es una plaza, por mucho que se empeñen los ingleses en llamar Square a una plaza; que mira que se ve bien claro que es una plaza, pues nada, ellos: Square. Como hacía un día espléndido, cosa rara en la capital inglesa, la plaza estaba llena de turistas entre los que se mezclaron los dos hermanos hasta llegar al lugar donde se alza la columna en honor del almirante Nelson. -Esta columna fue erigida en el año 1843. Es de estilo corintio y ese señor que está ahí arriba es un almirante que se llamaba Nelson. La columna mide 200 pies de altura y tiene un diámetro de 16 pies y 8 pulgadas –dijo Pablo, muy serio. -Y tú, ¿cómo sabes todo eso? –pregunto su hermana. -Porque lo leí esta mañana en la guía que ha traído mamá, y me lo he aprendido de memoria para impresionarte. -Oye, ¿y cuántos metros son doscientos pies? -No tengo ni idea. Ya sabes que los ingleses son muy raros para sus cosas; pero así, a ojo... mucho.

Silvia y Pablo bordearon la base de la columna mirando hacia arriba, y estuvieron a punto de pisar el dibujo que, con tizas de colores, hacía en el suelo un niño más o menos de su edad; aunque vete tú a saber -pensó Silvia- que con lo raros que son los ingleses, lo mismo miden los años de otra manera. -¡Cuidado! –exclamó el pintor. Y los hermanos frenaron ante la enorme cabeza pintada en el suelo. -¿Quién es? ¿Es el retrato de alguien? –preguntó Pablo señalando la cabeza pintada. El pintor, sonriendo, contestó: -No tengo hermanos, ni hermanas, pero el padre del retratado es el hijo de mi padre. Los dos niños se quedaron desconcertados ante la respuesta, hasta que Silvia le preguntó, en voz baja, a su hermano: -Pero, ¿quién es el retratado? -No tengo ni idea, que ya te dije que los ingleses son muy raros. Anda, que vaya respuesta. Lo mismo dice que es David Beckham, aunque la verdad, mucho no se parece. Al lado del pintor una señora pelirroja y con un sombrero lleno de cerezas ofrecía a gritos una libra a quien resolviera el juego que proponía, también pintado en el suelo. Prometía una libra de premio, aunque el que quisiera jugar tenía que pagar media libra. El juego estaba representado por 9 estrellas de colores pintadas en el suelo y alineadas de 3 en 3. Y lo que proponía era lo siguiente: -A ver, ¿quién se atreve a trazar 4 rectas de manera que pasen por las 9 estrellas? Pero, atención, que aquí está lo difícil: ¡Sin levantar la tiza del suelo!

Como los niños no llevaban dinero encima, desistieron de jugar, aunque se quedaron para ver cómo un turista holandés fracasaba en el intento Siguiendo en su paseo alrededor de la columna se dieron cuenta de que junto al pintor y a la señora que ofrecía el juego de las 9 estrellas, había muchas más

personas que proponían juegos y adivinanzas, así que, para no ser menos, Pablo y Silvia se pusieron a pensar algún problema. Sentados en los escalones del monumento pensaban y pensaban, imitando en su postura al Pensador, la escultura de Rodin, hasta que Silvia, poniéndose en pie y después de volver a contemplar la columna de Nelson, le preguntó a su hermano: -¿A que no sabes cuánto mide la guirnalda que, en espiral, circunda a la columna 5 veces? Pablo, entusiasmado con el problema planteado por su hermana se levantó, y dando dos sonoras palmadas para hacerse oír, gritó a los que le rodeaban: -A ver, ¿Cuánto mide la guirnalda que trepa por la columna? Todos dejaron de jugar a los acertijos y adivinanzas, y hasta el pintor dejó de pintar, para rodear a Pablo y a la columna, en un subir y bajar cabezas un tanto mareante. Pablo, ante la mirada interrogante de todos, disimulando, se acercó a su hermana y le preguntó al oído: -Pero bueno, ¿cuánto mide? -¿Y yo qué sé? Lo he dicho para que vean que a nosotros también se nos ocurren problemas. En ese preciso momento, mientras todos en la plaza trataban de resolver el problema, apareció Spiderman, el hombre araña con una cinta métrica en la mano. -¡Yo mediré la guirnalda! –exclamó, y comenzó a trepar por la columna siguiendo la espiral de la guirnalda ante la mirada de los presentes que no se sorprendieron de su llegada, como si fuera tan normal que apareciera, así, de repente, el hombre araña, ante cuya presencia los dos hermanos se llevaron un buen susto. Cuando estaba a punto de llegar al final de la guirnalda, apareció Superman y volando hasta lo alto de la columna empezó a pelearse con Spiderman, intentando quitarle la cinta métrica para medir él la guirnalda. En ese momento, y para sorpresa y susto de los niños, que no para los demás que no parecían sorprenderse ante lo que estaba pasando, la estatua de Nelson cobró vida, se movió, se estiró y bostezando exclamó: -¡Vaya tontería de problema! Mi guirnalda mide... Pero en ese momento un ensordecedor trueno retumbó en la plaza acallando las palabras del almirante. Segundos después comenzó a llover con una intensidad tal que en un momento se borró del suelo el retrato y el juego de las 9 estrellas, sin que los niños pudieran averiguar la solución.

Todos corrieron a refugiarse en el pórtico de la National Gallery. En su carrera, Pablo y Silvia sintieron que alguien les cogía de la mano y cuando se volvieron se encontraron con que Peter Pan corría entre ellos. Antes de que les diera tiempo a recuperarse de la sorpresa vieron que también corría a guarecerse de la tromba de agua Alicia y el Conejo del Reloj, y la protagonista de El Mago de Oz junto con el León, el Robot y el Espantapájaros, que llevaba en brazos al Principito, mientras que Bastián, el héroe de La Historia Interminable, se reía de ellos y trataba de ponerles la zancadilla. En la puerta del museo los niños encontraron a sus padres en compañía de Flaminia Triunfi, la modelo que posó para La Venus del Espejo, que había cubierto su cuerpo con la colcha de raso sobre la que se tumbaba en el cuadro. Y todo el mundo tan tranquilo, como si lo que estaba ocurriendo fuera de lo más normal; menos Silvia y Pablo que, alucinados, miraban sin poder creer lo que estaban viendo: nada menos que a los personajes de sus cuentos preferidos. Hasta que Peter Pan, sentándose con ellos en el primer escalón de la escalinata de acceso al museo, les dijo: -Bueno, amigos míos, aprovechando el aguacero os contaré la maravillosa aventura que se comió la polilla tragona. ********** -Venga, arriba. Levantaos de una vez. La madre de Pablo y Silvia zarandeó a los niños para que se despertaran. Habían terminado su primer día de turismo en Londres agotados, después de recorrer con sus padres todo Hyde Park, y de callejear y visitar la National Gallery. Ya por la tarde, y mientras descansaban sentados en los escalones del monumento a Nelson, estuvieron a punto de quedarse dormidos, vencidos por el cansancio. Así que, nada más llegar al hotel, cayeron en la cama como fardos para recuperar fuerzas, ya que su padre les advirtió: Venga, a descansar, que mañana nos espera otra dura jornada, ya que dura es la vida del turista. Pablo se despertó justo en el momento en que Peter Pan le comenzaba a contar la parte que faltaba en su cuento, mientras que Silvia abría los ojos en el preciso instante en que Nelson, sonriendo, le decía: -Silvia, querida, mi guirnalda mide... Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

FORREST Y GAMP, FUNAMBULISTAS.

Forrest y Gamp eran funambulistas, con más valor que luces, más ilusiones que fama y con la cabeza tan llena de proyectos como vacío el bolsillo de dinero. Aquel día llegaron a Zaratán, un pueblo cercano a Valladolid, dispuestos a representar su espectáculo en la Plaza Mayor del pueblo, contratados por el ayuntamiento para amenizar las fiestas patronales. Lo primero que hicieron fue ir a almorzar a un mesón y se encontraron con que no pudieron comer ya que el camarero estaba empeñado en colocar cuatro sillas en cada una de las 12 mesas que había en el comedor con la dificultad añadida de que solamente tenía 47 sillas. Así, cuando tenía sentados a todos los clientes, cuatro en cada mesa y llegaba a la última de las 12 mesas se desesperaba al ver que allí solamente había 3 sillas, así que hacía levantarse a un comensal de la mesa más cercana rogándole que se sentara en la última mesa con su silla, encantado de haber resuelto el problema de que cada una de las 12 mesas tuviera sus 4 sillas. Pero su alegría duraba poco, ya que cuando se disponía a servir la mesa número 12 se dio cuenta de que en la mesa número 11 faltaba una silla, con lo cual se dirigió a uno de los clientes de la mesa número 10 para rogarle que se trasladara a la mesa número 11... y otra vez contento. Hasta que se dio cuenta de que el problema se repetía en la mesa 10 y después en la 9, y en la 8, hasta que retrocedió hasta la primera mesa para comprobar, desesperado que solamente tenía 3 sillas. Y vuelta a empezar. -Ese camarero es un poco corto. No se ha dado cuenta de que necesita una mesa más y cinco sillas nuevas para resolver su problema y así el comedor tendrá 13 mesas y 52 sillas –dijo Forrest, que había contemplado el trajín del comedor desde la barra. -No seas bruto, no ves que no cabrían en el comedor, –exclamó Gamp- lo que hay que hacer para resolver el problema es tirar por la ventana una mesa y tres sillas, y así todo arreglado. Dejaron sus copas sobre la barra, se acercaron hasta la mesa número 1 y, muy amables, les rogaron a los tres comensales que en ella almorzaban: -Nos permiten, por favor; ¿Pueden levantarse un minuto? Las tres sillas y la mesa con su mantel, sus servilletas, sus platos, cubiertos, copas, panecillos, salero y la botella de vino de Rueda recién servida fueron a para a la plaza a través de la ventana abierta, ante el estupor de los que llenaban el comedor

aunque con la alegría del camarero, tan inteligente como ellos, que así vio resuelto su problema: 11 mesas cada una con 4 sillas. No pensó lo mismo el dueño del mesón ni la guardia civil mientras los conducía al cuartelillo por alterar el orden público y por declararse insolventes ante el estropicio, apuro del que les sacó el alcalde pagando los desperfectos con tal de que actuaran en la plaza y de que le devolvieran el dinero prestado de lo que les pagaría por la actuación. Ya en la plaza y al desembalar el material necesario para su actuación, Forrest descubrió que uno de los 2 postes que utilizaban estaba roto por la mitad. Su número consistía en colocar dos postes perpendiculares al suelo, bien verticales y sujetos con tirantes al suelo, uno más alto que el otro, uniendo ambos postes en su extremo superior con 2 cuerdas sobre las que ellos andarían, partiendo uno de cada extremo hasta encontrarse en el medio, con la dificultad añadida de la inclinación de las cuerdas, al ser distinta la altura de los postes. Forres siempre escogía ir cuesta abajo y Gamp, a regañadientes, aceptaba ir cuesta arriba, pero siempre se encontraban en el centro exacto de las cuerdas. Ahora, desolados, miraban el poste roto hasta que Gamp dijo: -Reaccionemos, Gamp. Si el poste está roto, no trabajamos; si no trabajamos no cobramos, si no cobramos no pagamos nuestra deuda y si no pagamos nuestra deuda pasamos una noche, por lo menos, en la cárcel. -Muy bien, pero, ¿qué propones? -Que vayamos a un carpintero para que nos haga un nuevo poste. -Muy bien. Pero, ¿cuánto medía el poste que se ha roto? –preguntó Forrest. -El poste que no se ha roto mide 15 metros. Y el que se ha roto no me acuerdo exactamente cuanto medía. -¿Sabes cuanto mide el poste que está bien y no te acuerdas cuánto medía el poste que se ha roto? -No, no me acuerdo, pero sí recuerdo que medía cinco veces y media lo que yo mido más 4 centímetros y medio–contestó Gamp. -Pero, ¿tú eres idiota? ¿No sabes lo que medía y sabes todo eso tan difícil? -Sí, ya sabes que yo soy muy listo para estas cosas. A ver, déjame una calculadora.

-No tengo. Empezaron a pedir una calculadora a todo el que pasaba por la plaza hasta que un inspector de Hacienda les dejó la suya. -Pero se la dejo con una condición: que me ayuden a resolver este problema: ¿Cuántos números de dos cifras hay que al dividirlos por la suma de sus cifras nos dé exactamente 7, ni más ni menos? -¿Eso es todo? –preguntaron los dos funambulistas a la vez. -Bueno, puedo añadir que en un número de 2 cifras no puede aparecer el 0 en la cifra de las decenas. -Ah, bueno, así es mucho más fácil. -¿Sí? ¿Pues díganme como lo resuelvo? –preguntó el inspector. -Eso es cosa suya, que lo nuestro es averiguar cuánto medía el poste que se nos ha roto, que si no, no podemos trabajar. Forrest y Gamp se aprestaron a resolver el problema calculadora en mano mientras el inspector de Hacienda, sentado en un banco, le daba vueltas a su problema mientras revisaba 7.350 declaraciones de la renta sospechosas de contener datos manipulados, que para eso están los inspectores, para sospechar. -A ver- preguntó Forrest, calculadora en mano- ¿Cuánto mides? -1 metro 81 centímetros. -Muy bien. Vamos a ver: lo que mides, por la cantidad que dijiste, más los centímetros que añadiste, total... ¡Ya está! El poste mide eso de largo –concluyó, orgulloso, Forrest. -¿Seguro? –preguntó Gamp. -Seguro. -¿Por qué no lo repasas? -No hace falta: el poste mide eso.

.¿Cuánto? -Pues todo eso de largo. -No, de largo, no. De alto –dijo Forrest. -Es verdad, que tonto soy. -Eso es –dijo Gamp- ahora me acuerdo, el poste roto medía justo eso, lo que tú has calculado. -Pero si no sabes cuánto ha sido. -Ya, pero tengo mucha confianza en ti. A las 2 horas ya tenían el nuevo poste preparado y bien sujeto con tirantes al suelo. Forrest trepó por el poste nuevo para atar arriba del todo el extremo de una de las cuerdas. Y se bajó para atar el extremo de la otra cuerda en lo alto del poste de 15 metros. Siempre lo hacía así: primero el extremo de una cuerda y luego el de la otra, para volver a subir otra vez al primer poste y otra vez al segundo, como precalentamiento, mientras Gamp, más vago, miraba desde abajo. Pero esta vez, cuando Forrest bajó del segundo poste, amarrados ya los extremos de las dos cuerdas a los extremos de los dos postes, se encontró con que Gamp había atado el otro extremo de cada una de las cuerdas al comienzo del poste contrario, junto al suelo. Las dos cuerdas bien tensas se cruzaban formando un aspa, el signo de la multiplicación. -Pero, ¿eres idiota? ¿Qué has hecho? -He inventado un nuevo número, así bajaremos los dos hasta encontrarnos en el medio, que ya estoy harto de que tú bajes y yo suba. -Y, ¿a qué altura nos encontraremos ahora? Es decir, ¿a qué altura del suelo se cruzan las cuerdas? -¡A más de 5 metros de altura del suelo! -Y, ¿cómo lo sabes? -Porque mientras atabas las cuerdas y subías y bajabas, le pedí otra vez la calculadora al inspector de hacienda y he calculado bien calculada la altura: más de 5 metros del suelo.

-¿Seguro? -Seguro. - ¿Pero cuánto más? - Pues...No me acuerdo -Y, ¿qué distancia separa a los dos postes? -Ah, ni idea. -Pues pídele otra vez la calculadora al inspector. -Imposible, ya se ha ido. -Bueno, déjense de discusiones y que empiece la función –dijo el alcalde dando dos palmadas- que el público espera. Y Forrest y Gamp treparon cada uno a su poste dispuestos a empezar la función, pero pensando cómo se las arreglarían para saber qué distancia había entre los dos postes para colocarlos así en la próxima función, ya que tenía razón Gamp, admitió Forrest: así es más emocionante el número. ¡Ale, hop!

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

CAMINO DE SANTIAGO

Un peregrino que hacía el Camino de Santiago durmió en la ciudad navarra de Estella. Descansó de sus fatigas, lavó con esmero su cuerpo y su ropa y repuso fuerzas con una opípara cena, aunque se le fue la mano a la hora de beber el magnífico vino de Rioja que le sirvieron. En realidad eso no constituyó un hecho extraordinario ya que, aficionado al zumo de la uva, se justificaba a sí mismo y ante los demás diciendo que el vino da alegría al espíritu, fortaleza al corazón y energía al cuerpo, tres cosas de las que está bien necesitado todo peregrino que se precie. Aquella noche, arropado por el cansancio, el buen comer y el mejor beber, cayó en la cama como un fardo y soñó que se le aparecía el mismísimo apóstol Santiago, montado en su caballo blanco para decirle: -A que no sabes de qué color es el caballo blanco de Santiago. El peregrino, que en el sueño soñaba que dormía y que soñaba, se enfadó al ser despertado con una pregunta tan absurda y dándose media vuelta intentó volver a dormir, ante la sorpresa de Santiago, que enfadado, le dijo: -Pero bueno, me aparezco en tus sueños y ¿en vez de caer de hinojos, te das media vuelta? ¡Ay, Señor! Estos peregrinos ya no son como los de antes. Pues bien, aunque no te lo mereces te voy a decir un consejo de caminante: si avanzaras 5 pasos más por minuto llegarías 5 días antes a Santiago de Compostela. -No tengo prisa –repuso el peregrino sin volverse, intentando conciliar el sueño. -Y si caminaras 10 pasos más por minuto llegarías 8 días antes. -¿Cómo que 8 días antes? Por lógica, tendría que llegar diez días antes. -Sí, pero la lógica es más parte de la Filosofía que de la Matemática, y aquí, sobre el Camino, tienes que contar con las cuestas arriba ya que subiéndolas los pasos son más cortos. Tienes que contar con ese margen. Es lógico. -Sí, pero un razonamiento lógico puede ser falso en su conclusión. -Pero bueno, usted qué es, ¿peregrino o filósofo? Además, tampoco hay tantas cuestas ni son tan empinadas –dijo Santiago, tratando de cambiar de conversación. -Sí, claro, eso es muy fácil decirlo yendo a caballo. ¡Así ya se puede ser peregrino!

-Hombre, pero es que yo soy el inventor del Camino, y además soy santo. -Ya, pero el que va andando soy yo, y estoy como para ir contando los pasos. Por cierto, ¿por qué a usted le llaman Santiago, en vez de San Santiago, como a todos los santos? -Para evitar la cacofonía. -¿La cacoqué? -La repetición de dos sonidos iguales. Hace feo. -Pues podía llamarse Tiago y así, ya sabe... Porque la verdad, mucho Camino y mucho de todo pero usted es el santo menos santo de todos sin el tratamiento. Es como si a los ejecutivos de una gran empresa los trataran a todos con el don por delante y a uno de ellos sin él. -Pues a mí no me molesta, aunque la verdad, nunca me había parado a pensarlo. -Pues yo en su lugar reivindicaría el tratamiento. Venga, y ahora déjeme dormir, que mañana me espera una buena jornada. Y el santo se fue evaporando, como sueño o aparición que era, repitiendo en voz baja “San Santiago, San Santiago... pues no suena tan mal”. El peregrino se despertó con una ligera resaca y con la duda de si la presencia del santo habría sido un sueño dentro de un sueño, o una aparición dentro de un sueño, o una aparición normal, si es que puede calificarse de normal que se te aparezca en tu dormitorio el apóstol Santiago montado sobre su caballo blanco. Recordando todo esto empezó a calcular que Estella estaba a 643,8 km de Santiago de Compostela, que cada una de sus zancadas medía 70 cm y que si daba 53 pasos por minuto, tardaría en llegar... -Buenos días. -Buenos días –contestó al peregrino que le había alcanzado para caminar a su lado, interrumpiéndole en sus cálculos. -Muy distraído te veo, compañero de fatigas –dijo el recién llegado. -Es que pensaba en... -En el excesivo peso que lleva en su mochila –interrumpió de nuevo el segundo peregrino- seguro que no sabe que un peregrino solamente debería cargar con el 10% de su peso. A ver, ¿cuánto pesas? -82 kilos.

-Pues el 10% de su peso son 8 kilos 200 gramos, así pues, su mochila no debería de pesar más de 8, 2 kilos. ¿Cuánto pesa la mochila? -No lo sé. -A ver, déjame. El segundo peregrino le quitó la mochila al primer peregrino y la cogió en sus manos para sopesarla. Se la pasó de una mano a otra, la levanto por encima de su cabeza, se la cargó a la espalda, cerró los ojos y dictaminó: -Esta mochila pesa 22 kilos con 350 gramos. -¿Y cómo puedes precisar el peso con tanta exactitud? -Porque soy tendero y estoy acostumbrado a pesar genero del más variopinto, y a envolverlo en papel grueso para aumentar el peso de lo que peso en el peso. ¿Llevas vino en la mochila? Me ha parecido olerlo. -Una botella de un litro. -Pues mira, si nos la bebiéramos a medias, aligeraríamos el peso de su mochila en 1 kilo, más el envase. Algo es algo. Como en el tema del vino el primer peregrino era fácil de convencer, pues eso, se dejó convencer inmediatamente por el segundo peregrino. Hicieron un alto en el camino decididos a echar un trago que fueron dos y luego tres y después cuatro que terminaron con el contenido de la botella y con la botella, que se quedó en el borde del camino. Así, aligerado del peso del vino, repartido al 50% con el segundo peregrino, el primer peregrino se dispuso a retomar el cálculo de cuánto tardaría en llegar a Santiago de Compostela cuando de nuevo se distrajo al llegar ante el Monasterio de Irache. Iban a entrar a visitarlo cuando vieron que frente al monasterio estaban las Bodegas de Irache, famosas por su buen vino. Los dueños de las bodegas, conocedores de las fatigas del peregrino que pasaba ante ellas, habían puesto en la fachada principal una fuente con dos caños, uno de los cuales proporcionaba vino tinto y el otro agua fresca. En una repisa al lado de la fuente había dos vasos de igual tamaño para que los peregrinos se sirvieran agua o vino, a su elección. El primer peregrino se sirvió un vaso de vino, mientras que el segundo peregrino se sirvió en su vaso igual cantidad de agua. Cuando el primer peregrino iba a beber vino de su vaso, el segundo peregrino le dijo: -Espera, compañero. Después de la resaca de anoche y del medio litro de vino que has bebido para aligerar el peso de tu mochila, creo que sería mejor que bebieras

agua, ya que si no acabarás caminando haciendo “eses” y tardarás más en llegar a Santiago. -¿Cuánto más? -Pues teniendo en cuenta que el sendero tiene 3 metros de ancho, las “eses” serían de 1,5 metros de radio en cada una de sus dos curvas –dijo el segundo peregrino dibujando una “ese” sobre la tierra del canino- y las 2 curvas de una “ese” equivaldrían al perímetro de una circunferencia completa de 3 metros de diámetro, y dado que hemos caminado 4 km desde Estella y que te quedan por lo tanto 639,8 km hasta tu meta, y que caminas 30 km diarios, pues tardarías en llegar... -Me estas levantando dolor de cabeza –dijo el primer peregrino interrumpiendo los cálculos de su compañero. -Yo no, el vino. Bebe agua, como yo. -Es que no me gusta el agua, me da náuseas. Si hasta cuando me cepillo los dientes me enjuago con vino. -Bueno, pues te propongo una solución: ¿Llevas una cuchara en tu mochila? -Sí. -Muy bien, pues echa una cucharada del vino de tu vaso en mi vaso de agua. El primer peregrino sacó de su mochila una cuchara sopera y metiéndola en su vaso la llenó de vino para vaciarla en el vaso de agua de su compañero, viendo como el agua se teñía de rojo. -Y ahora –propuso el segundo peregrino- echa una cucharada de la mezcla de mi vaso en el tuyo. El primer peregrino, llenando esta vez la cuchara de la mezcla de agua y vino del vaso de su compañero la vació en su vaso de vino. Una vez acabada la operación, el segundo peregrino propuso: -Ahora, toma tú mi vaso y dame tú el tuyo. -Sí, que listo; así bebes tú más vino que yo. -O más agua. -No, más vino. -No, más agua. En ese momento el padre despensero del monasterio, que salía, como cada mañana, para tomarse sus 2, o 3, o 4, o 5 vasitos de vino de aperitivo, vio a los dos peregrinos

discutiendo, cada uno con su vaso lleno en las manos y les preguntó: -Pero bueno, ¿por qué discutís? El primer peregrino, al que ya se le atrancaba la lengua no reaccionó ante la pregunta del fraile y fue el segundo peregrino el que contestó, después de explicarle el motivo de la discusión: -Discutíamos la siguiente cuestión: ¿Hay más vino en el vaso de agua o más agua en el vaso de vino? El fraile se puso a meditar la cuestión hasta que le sobresaltó el primer peregrino que, de repente, exclamó: -¡¡33 días!! El fraile y el segundo peregrino lo miraron como si se hubiera vuelto loco y el peregrino, al ver la cara que ponían, se apresuró a explicar: -Eso es lo que tardaría en llegar Santiago de Compostela haciendo “eses” de un lado a otro del camino. Ahora voy a calcular cuanto tardaría caminando sin hacer “eses” y siguiendo los consejos de Santiago. Y al fraile, del sobresalto, se le olvidó la solución del problema de los dos vasos, cuando ya tenía la solución en la punta de la lengua.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

ROJOS, AMARILLOS Y MORADOS

Una conocida marca de ropa deportiva (cuyo nombre no mencionaremos para no hacer publicidad, y menos gratuita) organiza un concurso multitudinario para jóvenes de entre 15 y 25 años. Cita a todos los que quieran participar un domingo por la mañana a las afueras de la ciudad, ante una montaña de fácil escalada y de 127,8 metros de altura. Los organizadores del concurso se sorprenden del éxito de la convocatoria al ver que han acudido muchos más participantes de los que imaginaban, así que deciden dividir el grupo en 3 equipos, repartiendo entre ellos camisetas de 3 colores con el anagrama de la marca, para así distinguir a cada equipo por su color. El organizador del concurso, megáfono en mano y subido a una plataforma de 5 metros de altura, ordena a los concursantes que se separen en 3 bloques, cada uno de un color. Así, los participantes forman 3 equipos con los colores rojo, amarillo y morado de las camisetas que ya todos se han puesto. Cuando va a comenzar el juego, el organizador, desde su altura, ve que en el equipo rojo hay una mancha amarilla, que en el equipo morado 3 manchas rojas y que en el equipo amarillo 7 manchas moradas y, fijándose más, observa que en el equipo rojo también hay una extraña mancha verde. -¡A ver! –grita a través del megáfono- ¿Qué hace esa camiseta amarilla en el equipo rojo? -¡Es que yo quiero estar con Luis! –grita la que lleva la camiseta amarilla. -¿Y quién es Luis? -¡El novio de Lola! -¿Y quién es Lola? -Yo. -¿Y por qué te has puesto una camiseta amarilla en vez de una roja? -Yo me he puesto la que me han dado. -¡Pues vete al bloque amarillo! -¡Ni hablar! Yo quiero estar con mi novio. -Pues cambia la camiseta con alguien. A ver: ¿Quién quiere cambiar su camiseta por la de Lola? –pregunta el organizador.

Comienza el tumulto. Todos los que visten camiseta roja quieren cambiarla por la camiseta amarilla de Lola que, encantada con su éxito, sonríe a todos los que se le acercan, y se le acercan todos, ante el mosqueo de Luis, al ver cómo se pelean por la camiseta de su novia y, sobre todo, por quitársela. Al fin, el que ha conseguido la camiseta, despeinado, magullado, con un ojo morado y cojeando se pasa al equipo amarillo haciendo la señal de victoria, entre los aplausos de sus antiguos compañeros, que lo despiden como a un héroe. -¡Muy bien! El equipo rojo, arreglado. –grita el del megáfono- Y ahora, ¿qué hacen esos 3 rojos en el equipo morado? -¡Es que somos trillizos! -Y, ¿qué? -Pues que estamos siempre juntos. -Muy bien, pues que os cambien las camisetas. -Es que a nosotros no nos las quiere cambiar nadie. -Pues pasaos los 3 al equipo rojo, que ya hemos perdido bastante tiempo. Una vez colocados los trillizos en el equipo rojo, el organizador se dirige a los 7 que visten camisetas moradas, pero que están en el equipo amarillo. -Y a vosotros, ¿qué os pasa? -Es que hemos venido juntos desde nuestro pueblo y no queremos separarnos por si nos perdemos. -Pues usad la cabeza, caramba. Y los siete morados empiezan a peinarse, mirándose en el espejo que uno de ellos ha sacado del bolsillo. -¡¡Que os paséis al equipo morado!! –grita, fuera de sí, el organizador. Y los 7 morados abandonan el equipo amarillo y se incorporan al suyo entre risas y abucheos. -Y ya, al fin (espero) –dice el organizador de la desorganizada organización- ¿qué haces tú ahí? Todas las miradas se vuelven hacia el que viste una camiseta verde y que está justo en el centro de la masa de camisetas rojas. Al verse observado por tantos ojos el que viste la camiseta verde se encoge y grita: -¡Es que soy daltónico!

Silencio. Se hace el silencio por unos segundos para dar paso al caos, ya que todos, rojos, amarillos y morados corren para ver al daltónico, como si fuera un marciano, mezclándose de nuevo ante la desesperación del organizador que cae desplomado echando espuma por la boca. Un sustituto toma el megáfono tratando de poner orden mientras una ambulancia se lleve al primer organizador. Entonces, el 2º organizador pregunta: -Pero, ¿qué tiene que ver que seas daltónico con que lleves una camiseta verde? -Porque me la he traído de casa, y aunque usted diga que es verde, para mí es roja porque la veo roja, o sea: que es roja, aunque usted diga que es verde.-¡Pues que te la cambien! ¡A ver, dadle una camiseta roja! -No, porque yo la veré verde. -¡¡Pero nosotros no!! ¡Y se acabó! –grita el 2º organizador, mientras el daltónico se quita su camisa verde, que para él es roja, y se pone una roja, que para él es verde- Y ahora, todos a su sitio, tú también, el daltónico... ¿cómo te llamas? -No me acuerdo cómo me llamo, pero sí que mi nombre está formado por algunas de las letras de los nombres de los trillizos. -Oye, ¿tú eres así de complicado todos los días o sólo los domingos? -Bueno, usted, en realidad, debería de haberme preguntado cómo se llaman los trillizos. -Muy bien: ¿cómo se llaman los trillizos? –pregunta el 2º organizador, sintiendo que comienza a temblarle el párpado del ojo izquierdo. -Pregúnteselo a ellos. Al borde del ataque de nervios, el 2º organizador pregunta: -A ver, los trillizos: ¿cómo os llamáis? Y los trillizos responden, los 3 a la vez: -¡Alfonso, Ramón y Diego! -Y ahora, ¿qué? –pregunta el 2º organizador, tomándose un bocadillo de Valium que le ha preparado el organizador 3º, ya preparado para sustituirle. -Pues que mi nombre está formado por... , no se ponga usted nervioso, por la 3ª letra del nombre del primer trillizo, la 3ª letra del nombre del tercer trillizo, la 1ª del nombre del 2º, la 5ª del 1º, la 2ª del 2º, la 5ª del 2º, la 1ª del 3º y la 7ª del 1º.

Todos se ponen a tratar de averiguar el nombre del daltónico mientras que una nueva ambulancia se lleva al 2º organizador, sustituido ya por un 3º que, estrenando su cometido grita por el megáfono: -¡¡Ya está bien de tonterías!! ¡Todos a sus puestos! De nuevo el caos de los rojos, los amarillos y los morados corriendo a ocupar sus puestos. Por fin, todos en sus equipos correspondientes, el organizador 3º explica las normas del juego: -Vamos a ver, hay un premio de 901 euros. Cada componente del equipo que suba primero a la montaña recibirá un euro, repartiendo lo demás a partes iguales entre los restantes jugadores, pero de la siguiente manera: A) Si llegan arriba del todo primero los rojos, los demás jugadores recibirán medio euro, 1/2. B) Si suben primero los amarillos, los demás recibirán un tercio de euro, 1/3. C) Si suben hasta arriba primero los morados, los demás jugadores recibirán un cuarto de euro, 1/4. -Pues vaya premio cutre –dijo el 3º de los trillizos. -¿Cómo que cutre? –protestó el tercer organizador. -Claro, porque con todos los que somos no vamos a tocar ni a un euro –dijo el 2º mellizo. -Tú, echa cuentas –propuso el tercer organizador. -¿Cómo? –preguntó el primer mellizo. -Cuenta los participantes que hay en cada equipo y lo sabrás. -Sí, ya, con todos los que somos. ¿Usted sabe cuántos jugadores hay en cada equipo. -No, pero esa es una buena pregunta para mi estadística de empresa: ¿Cuántos jugadores hay en cada equipo?, y ya puestos a preguntar: ¿Cómo se llama nuestro amigo daltónico?. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

PARÍS-DAKAR

La carrera anual de motocicletas, automóviles y camiones transcurre, en su octava etapa, por el desierto de Libia. La organización se preocupa de que el abastecimiento a los participantes funcione a la perfección, y lo consiguen... menos con uno de los camiones de abastecimiento del equipo español del que se ocupan tres amigos, llamados Juan, Jaun y Janu. Uno es ciego, el otro sordo y el tercero mudo. Para que les admitieran en el equipo de abastecimiento, ya que en el fondo lo único que querían era conocer el continente africano, mintieron adjudicándose méritos que no tenían, si es que se puede calificar a los sentidos como méritos. Así, a la hora de la contratación, el ciego, para justificar que tropezaba con los muebles y que firmó la solicitud en el brazo del que se la entregó, dijo que tenía una conjuntivitis pasajera; el mudo indicó por señas que lo suyo era afonía total, y el sordo se limitó a leer los labios de los que lo interrogaban sobre sus méritos, poniendo cara de sordo cuando no entendía algo. El piloto es el ciego, que es el único que sabe conducir. El copiloto es el sordo y es el que le va diciendo al conductor la ruta a seguir, mientras que el mudo consulta el mapa de no carreteras ya que en el desierto de Libia, como es de suponer, no hay carreteras, aunque se entretenga en señalar con rotulador rojo las sendas a seguir. Además, el mapa de no carreteras, comprado en Trípoli, está, como también es de suponer, con todos los nombre escritos en árabe con los cual es como si el mudo manejara un mapa de Marte. Así las cosas, el camión sale a las ocho en punto de la mañana del oasis de Ben-paracah, en el que está instalado en campamento base, con la intención de llegar hasta el oasis de Ya-aslle-gaoh, que está a 200 km. Juan, el ciego, se sienta al volante. Jaun, el sordo, se sienta a su lado dispuesto a guiarlo. Y en el extremo derecho del asiento, junto a la ventanilla, se coloca Janu, el mudo, que desde que vio “Una noche en la Ópera” se siente identificado con Harpo, el mudo de los Hermanos Marx y silba estruendosamente cada vez que se quiere hacer oír, además de haberse teñido el pelo de rubio y de habérselo rizado aparatosamente. -¡Vamos, que nos vamos! –grita Juan poniendo el camión en marcha y acelerando en un segundo, confiado en que Jaun le guiará, pero olvidando que como Jaun es sordo no le ha oído ni a él ni al motor que se acaba de poner en marcha. Jaun está distraído mirando el mapa de Janu y cuando reacciona el camión ya está en movimiento y ha pasado por encima de una de las tiendas de campaña del equipo holandés, afortunadamente vacía, aunque llevándose por delante 1/3 de las 12 docenas de tulipanes que los holandeses han traído de su país para no sentir

añoranza. En realidad, tampoco había tantos tulipanes dentro de la tienda ya que la noche anterior los holandeses le regalaron un ramo de docena y media menos 4 a los componentes del equipo sueco, aunque después discutieron con ellos y les quitaron 9 que volvieron a guardar en la tienda, después plantaron 7 al borde del agua del oasis con la vana ilusión de que prendieran, regalándole, además, 5 a la directora del equipo francés de motocicletas. Así que, como nuestros amigos no saben realmente cuántos tulipanes había finalmente en la tienda atropellada, al volar tulipanes por todas partes, exclama Jaun: -¡Que desastre! Nos hemos cargado, por lo menos, 100 tulipanes. -Yo creo que más –dice Janu, por señas. -Pues yo creo que muchos menos –opina Juan, por decir algo, ya que es el único que no ha visto el desastre. Por fin salen del campamento aún con unos cuantos tulipanes sobre el parabrisas, cuando Juan pregunta: -¿A cuántos kilómetros está nuestra meta? -A 200 km –le contesta Janu, que ha leído la pregunta en sus labios, mientras ve de reojo cómo Jaun recoge los tulipanes del parabrisas haciendo un ramo con ellos. -O sea, que entre la ida y la vuelta haremos 400 km. -Eso es. -Pues menos mal, porque el depósito de gasolina de este camión solamente tiene capacidad para hacer 400 km. -¿No podemos hacer más kilómetros? -No, a no ser que quieras que no podamos regresar a la base. Y ya sabes que tenemos que regresar cada día para recoger víveres para nuestro equipo. Y así, hablando y contemplando el variado paisaje del desierto, recorren los 200 km y llegan a su destino, apresurándose a descargar los víveres y las piezas de recambio que utilizarán los componentes del equipo español, que llegará al día siguiente. De regreso al campamento base, dispuestos a recorrer los 200 km de vuelta, Juan dice: -Estoy pensando que si mañana hacemos el viaje como hoy, no avanzaremos más que otros 200 km, o sea, que solamente llegaremos a donde hemos llegado hoy.

-Pues claro –dice Jaun. -O sea, que mañana no podremos avanzar más de 200 km –insiste Juan. -No, más de 400. -No, te equivocas, sólo 200; 200 de ida y 200 de vuelta, que suman tus 400. -¿Y por qué no más? –pregunta Jaun, dejando el mapa y mirando atentamente los labios de Juan. -Ya te lo he dicho, que no te enteras, –y lo repite pronunciando muy despacio cada palabra para que su amigo lo siga- porque la gasolina que cabe en el depósito solamente da para hacer 400 km. Y si recorremos 400 km. de un tirón no tendremos gasolina para regresar al campamento base ya que el recorrido total en ese caso sería de 400 + 400 = 800 km. Nos quedaríamos tirados en medio del desierto que como su nombre indica, está vacío, es decir que no hay gasolineras. -Por cierto –dice Jaun al ver el ramo de tulipanes blancos que lleva Janu en sus manos, moviendo lentamente los labios para que su amigo le entienda- si me das un tulipán tendré el doble que tú. Y si yo te lo doy a ti tendrás igual que yo. ¿Cuántos tulipanes tenemos cada uno? Janu iba a contestar, a silbidos, ¿Y yo qué sé?, cuando, de pronto: -¡Cuidado! –gritó Jaun, olvidándose de su pregunta . Juan frenó en seco ante la advertencia de su amigo haciendo que las cabezas de sus compañeros frenaran también, pero contra el cristal del parabrisas -¿Qué pasa? –pregunta Juan, que ha frenado sin saber por qué. -¡Mirad! – exclama Jaun- ¡Un espejismo! Miran y ven un camión enfrente de ellos con ellos tres dentro mirando con expresión alucinada, hasta que Jaun reacciona y dice: -No es un espejismo. ¡Es un espejo! Baja del camión y grita: -¡Ni un espejismo, ni un espejo, ¡Es un espejazo! Es grandísimo, ¿qué hará aquí? -Seguro que los pone el Ministerio de Turismo libio para que los turistas se crean que es un espejismo. Es que el desierto ya no es lo que era –dice Juan desde la cabina, mientras Jaun y Janu apartan el espejo para poder seguir su camino.

Ya en el campamento base, y mientras cenan, cuentan la historia del espejismoespejo-espejazo que, naturalmente, nadie cree. Al día siguiente les dicen que 3 días después tendrán que llevar víveres y recambios a un campamento que está en un oasis más alejado que el que han estado. Entonces Juan propone: -Si fuéramos situando estratégicamente bidones de gasolina a lo largo de la ruta, podríamos viajar hacia el interior del desierto y volver a la base, mucho más lejos que el límite de 200 km que nos permite ahora la carga del depósito. -No entiendo nada –dice el sordo. -O sea -dice el mudo mediante señas y silbidos- que si fuéramos dejando bidones de gasolina por el camino no tendríamos mas que ir repostando de esos bidones para ir avanzando cada día más, volviendo además cada día a este campamento base para recoger lo que haya que llevar en cada viaje. -Eso es. -Yo no lo entiendo muy bien –dice ahora el sordo, aunque ha procurado estar atento a las explicaciones de su amigo el mudo- Vamos a ver, por ejemplo: ¿cuántos viajes desde la base serán necesarios para meternos 600 km dentro del desierto, y volver a dormir aquí, al campamento base? -No lo sé... pero disimulad, que por ahí vienen los holandeses. -Oye... –comienza a decir uno de los holandeses. -Sí –contesta el sordo. -¿Sabéis quién nos ha roto nuestra tienda de campaña?. -Yo no he visto nada –dice el ciego- Y éste seguro que no puede decir ni una palabra sobre ese asunto –y señala a su amigo el mudo- aunque, a lo mejor éste ha oído algo por ahí –y señala finalmente al sordo, que hace esfuerzos por contener la risa. Mientras tanto, Janu, el sordo, disimulando, le dice Jaun, el mudo: Cualquiera le cuenta a éstos el problema de los tulipanes. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

PERROS Y LIEBRES

-¡Que vienen!¡Que vienen! –gritó la cigüeña. -¡Que vienen!¡Que vienen! –gritaron todos. Y en un momento, todos los animales que estaban tomando el sol en la pradera corrieron a refugiarse en sus escondites secretos del bosque. Se asustaron, pero tampoco tanto, porque esperaban la noticia al estar avisados de que acababa de abrirse la temporada de caza. -La veda es un invento con el que los humanos tratan de justificarse diciendo que está pensada para protegernos. Es una disposición legal que permite a los animales racionales, que se llaman ellos pero que no lo son tanto, matar a su antojo durante una temporada a los que llaman animales irracionales, es decir a aquellos animales que ellos (que a todo le ponen el nombre que les conviene) llaman “caza”. –estaba diciendo en aquel momento don Búho, el profesor de la escuela del bosque, a sus alumnos. Y continuó explicando- Así, cuando nace uno de nosotros, lo primero que pregunta a su madre en cuanto sabe hablar es: Mamá, ¿soy caza?. Y su madre responde sí o no, según el caso. Aunque en el caso de que conteste no, tampoco tendrá mucha suerte ya que será considerado por los humanos como animal doméstico o como animal salvaje. Y ya sabéis que los animales domésticos son los que trabajan, o sirven de alimento o compañía para los humanos. En cuanto a los animales salvajes, pero salvajes de verdad, no como nosotros que somos poco salvajes, tienen bastantes probabilidades de convertirse en caza, o en domesticado, categoría humillante para un animal salvaje que lo llevará a un circo o a ser prisionero de por vida en un zoológico, que es como los humanos llaman a los campos de concentración donde nos encierran. Bueno, fijaos si serán irracionales los racionales que a matarse entre ellos, en vez de caza, lo llaman guerra. ¿Lo habéis entendido? -¡¡Síííí!! –contestaron los alumnos de don Búho, mientras que en la última fila, sin enterarse de lo que el profesor había dicho, un sapo le decía a una rana: a ver, si 3 sapos cazan 3 moscas en 3 minutos, ¿cuánto tardarán 30 sapos en cazar 30 moscas? Pero la rana no pudo contestar porque don Búho, al darse cuenta de que no se habían enterado de lo que había explicado, les interrumpió preguntando: -¿Vosotros también? -Sí, claro..., por supuesto, claro que sí..., perfectamente –contestó el sapo, que es lo que contesta siempre un alumno cuando no se ha enterado de nada. Aquella mañana estaba prevista la intervención de don Cuervo Negrovsky, que había venido de Centro Europa y había sido testigo de dos o tres guerras en los distintos

países de los que había tenido que salir huyendo, y que disertaría ante los alumnos de don Búho sobre “La irracionalidad de los racionales” cuando el aviso de la cigüeña llegó hasta ellos: -¡Que vienen!¡Que vienen! Así que corrieron a esconderse en el refugio de la escuela. Mientras bajaban corriendo las escaleras iluminadas por don Luciérnago y su familia, uno de los alumnos le preguntó a don Búho: -¿Y por qué los perros colaboran con los cazadores contra nosotros. -Pobrecillos, no les culpes –contestó el profesor jadeando- Son animales domésticos y domesticados; el colmo, vamos. Se limitan a hacer lo que les han enseñado. Venga, tú corre que mañana hablaremos de eso en clase. La cigüeña, desde su casa-observatorio situada en lo alto del campanario de la iglesia del pueblo, vigilaba atenta desde que los principales afectados por el final de la veda, es decir: conejos, liebres, perdices y codornices de la zona, le dijeron: Atención, que deben de estar al caer. Así que, aquella mañana, al ver que se acercaban cuatro coches desconocidos al pueblo, no lo dudó ni un instante y, desplegando sus alas y estirando el cuello y las patas, se lanzó al vacío para volar en círculos sobre los campos que rodeaban el pueblo gritando su aviso. Los cazadores contemplaron sus evoluciones desde sus coches, y uno de ellos dijo: -Que majestuosamente vuelas las cigüeñas, ¿verdad?. Son preciosas. -Sí, es una pena que no las podamos cazar –añadió otro de los cazadores, demostrando la sensibilidad que su mirada reflejaba. Las perdices y las codornices, confiando en que los humanos pensaban que no volaban alto, se refugiaron en los árboles más altos y frondosos del bosque, mientras que las liebres y los conejos se escondían en su red de túneles que desembocaban en una gran sala común llena de zanahorias, por si la espera se hacía larga. Doña Liebre Carreras, familiar por vía lejana de un gran tenor catalán, la liebre más veterana del grupo, trató de tranquilizar a sus amigos diciendo: -No os asustéis, que no es para tanto. Contra las armas y la brutalidad de los humanos nosotros tenemos la inteligencia. -Pero ellos son más inteligentes que nosotros puesto que han inventado las escopetas –argumentó uno de los conejos.

-Pues precisamente por eso demuestran que de inteligentes, nada. ¡Vaya inteligencia, inventar un artilugio para matar!. Nosotros en cambio, nos reímos de ellos con nuestra rapidez, agilidad e inteligencia. -Tú, a los únicos que les tienes que tener miedo es a los galgos y a los podencos. Corred en cuanto los veáis, acordaos del cuento. Los demás perros tampoco corren tanto, como hoy vamos a demostrar, ya que les vamos a dar una buena sorpresa. Ante la mirada interrogante de todos los que rodeaban a doña Liebre Carreras, ésta presentó a dos liebres que estaban a su derecha: -Tengo el placer de presentaros a Cien Metros Lisos y a Corre Corre que te Pillo, dos liebres que acaban de venir a vivir con nosotros y que son campeonas olímpicas. Un murmullo de admiración se levantó de entre los presentes, que acabaron preguntando: -¿Campeonas olímpicas? ¿De qué? -Yo de 1.000 metros vallas con 5 perros detrás, y mi compañera de 10.000 metros con obstáculos, es decir, escopetas disparándole cada 500 metros. Salimos en primera plana del “Marca”. Y las dos mostraron sus medallas de oro que despertaron la admiración de los que las rodeaban. -Así que, como os decía –dijo doña Liebre Carreras- hoy nos vamos a reír un rato de los perros. La cigüeña nos ha dicho que hoy viene con los cazadores la famosa Tara, una perra campeona, pero no tanto como nuestras amigas las liebres que hoy le van a dar una buena lección a esa perra presumida. -Sí, hemos entrenado toda la semana y estamos en plena forma, ¿verdad? –dijo Cien Metros Lisos. -Verdad –contestó Corre Corre que te Pillo, haciendo flexiones. -Muy bien pues mientras vosotras os reís un rato de Tara y de los cazadores, yo calcularé en esta pizarra las características de la carrera, según los datos de que dispongo. En ese momento se armó un pequeño revuelo a la entrada del refugio, pero todos se tranquilizaron al ver que entraban don Búho y sus alumnos que, enterados de que doña Liebre Carreras iba a calcular un problema, se incorporaron para no perder clase. -Muy bien. ¡Vamos allá! –exclamaron las liebres corredoras, y salieron del refugio seguidas de todas las liebres y los conejos dispuestos a animarlas.

En cuanto se quedaron solos, la liebre se dirigió a los alumnos de don Buho y les dijo: -A ver cómo os las arregláis para resolver este problema, tomad nota: una liebre corre delante de un perro... -¿Cuál de las dos? –preguntó un topo, interrumpiendo la explicación. -Lo mismo da. La que tú quieras. Así que repito: una liebre corre delante de un perro y le lleva 60 saltos de ventaja... -¿Cuántos? ... 40 –pregunto un erizo. -No, 60. Y no me interrumpáis más. Continúo: La liebre da 4 saltos mientras que el perro da 3, pero el perro en 5 saltos avanza tanto como la liebre en 8 saltos. -Pero, ¿alcanza el perro a la liebre? –pregunta una ardilla muy preocupada. -No seas tonta, esto es sólo un problema –dice don Búho. -Pero, ¿la alcanza o no la alcanza? –vuelve a preguntar la ardilla, a punto de echarse a llorar. -Espera que termino el enunciado del problema. Ahora pregunto: ¿Cuántos saltos tiene que dar el perro para alcanzar a la liebre? -Pero, ¿la alcanza? -Oye, estás hoy muy pesadita, ¿sabes? –le dice don Búho a la ardilla preguntona. En la última fila, la rana, como siempre, no se ha enterado de nada, aunque esta vez sea porque está intentando calcular cuánto tardarían los 30 sapos en cazar 30 moscas. Mientras tanto, arriba, al aire libre, en el límite del bosque con la pradera, todos sus habitantes, bien escondidos, observan cómo Cien Metros Lisos sale a descubierto gritando: -¡Eh! ¡Tú! Tara, perra tonta, ¿a que no me coges? Y antes de que la perra reaccione, la liebre sale disparada como una flecha, jaleada por sus amigos y admiradores, iniciando una carrera con una ventaja de 60 saltos sobre Tara. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

PRESOS EN FUGA -Ramón, en la cárcel por intentar estafar (ingenuo, él) a una compañía de seguros, se aficionó a la lectura como remedio para matar el tiempo. Al terminar de leer “El Conde de Montecristo” reconoció que el bibliotecario de la cárcel tenía razón: en la lectura está la clave de la sabiduría. Apasionado con las desventuras más que aventuras de Edmundo Dantés excavando un túnel, centímetro a centímetro con una cuchara, un palillo, con las uñas, año tras año, se imaginó a sí mismo excavando su propio túnel y dijo: ¿Por qué no? -Pues porque no. –contestó Cajal, su compañero de celda, cuando Ramón le propuso la fuga a través de un túnel- Una cosa es ser el protagonista de una novela y otra bien distinta estar recluido en esta cárcel. Si estuviéramos encerrados en la mazmorra subterránea de un castillo, como en la novela de Alejandro Dumas, podría ser más o menos fácil excavar un túnel para poder escapar. Pero te recuerdo que estamos en una celda que está en el tercer piso de un penal moderno, y que desde aquí no hay ninguna posibilidad de hacer ningún túnel. -Está todo previsto. Ése será nuestro túnel –dijo Ramón señalando el conducto del aire acondicionado que había en el techo. Aquella noche Ramón y Cajal esperaron a que todos durmieran para, con todo sigilo, desmontar la rejilla del aire acondicionado introduciéndose por el conducto. Una vez dentro, lo recorrieron gateando hasta llegar al final en el que el conducto bajaba en vertical. Ramón y Cajal se miraron, aunque inútilmente, ya que la oscuridad dentro del conducto era total y, por lo tanto, no se vieron. Aunque lo que sí vieron es que el final del pozo, allá abajo, estaba ligeramente iluminado. También pudieron ver que se podría bajar hasta ese final iluminado a través de una escalera de mano que el pozo de sección cuadrada tenía en uno de sus lados. -¿Vamos? –preguntó Ramón, que iba el primero. -Vamos –contestó Cajal, que iba el segundo y último, entre otras cosas porque sólo iban dos. Comenzaron a bajar por la escalera de mano hasta que Ramón, deteniéndose, preguntó: -¿Cuánto tendremos que bajar? -Mucho. -Hombre, hasta ahí llego. Quiero decir que a qué distancia estará esa luz.

-Es fácil –contestó Cajal- cada peldaño está separado del anterior 30 cm. Si hemos bajado ya 12 peldaños quiere decir que hemos recorrido 360 cm, o lo que es lo mismo: 3 metros y 60 centímetros. -¿Y qué? –preguntó Ramón, poniéndose de nuevo en marcha. -Pues que cuando lleguemos abajo no tendremos más que multiplicar el número de peldaños bajados por 30. Así sabremos cuánto medía el tramo recorrido. -Pero, ¿para qué nos sirve conocer la distancia recorrida una vez que hemos llegado abajo. Yo la querría saber ahora. ¡Qué listo eres! Por cierto, ¿por qué estás en la cárcel? -Le propuse al Ministerio de Hacienda un procedimiento para defraudar en la declaración de la renta –contestó Cajal. -Lo que yo imaginaba: eres realmente inteligente –dijo Ramón. -Es que estaba muy orgulloso de mi procedimiento. Pero cuando el ministro se enfado de verdad fue cuando le dije que el método era infalible, ya que yo llevaba haciéndolo durante años y que, además, exigía derechos de autor. Y así, hablando de sus cosas, llegaron al final de la escalera que desembocaba en una gran sala cuadrada que estaba casi a oscuras, ya que apenas estaba iluminada por una bombilla de 40 w que colgaba del centro del techo. La escalera terminaba justo en la mitad de uno de las paredes, y allí se quedaron los dos amigos, acostumbrando sus ojos a la penumbra. -¿Habrá alguna salida al exterior? –preguntó Ramón. -Yo no veo ninguna. Bueno, la verdad es que yo no veo nada, ¿qué hacemos?– preguntó a su vez Cajal. -Esta habitación es cuadrada... -O sea, que tiene las cuatro paredes iguales –dijo Cajal, interrumpiendo a su amigo. -Pues claro, por eso es cuadrada. -¿Y no hay cuadrados de lados desiguales? -Tiene que haber alguna salida. No tenemos más que buscarla –dijo Ramón, sin hacer caso del comentario de su compañero. -¡Ya está! ¡45 metros! –exclamó Cajal. -¿Qué? -Que hemos bajado 45 metros, es decir 150 peldaños a...

-No empieces otra vez. Vamos, busquemos una salida. Tú vete hacia la derecha que yo iré hacia la izquierda. Lo mejor es que corramos pegados a la pared hasta recorrer los lados del cuadrado, que así seguro que uno de nosotros encontrará una salida. -¡Ni hablar! Vamos los dos juntos. -No seas absurdo. Por separado encontraremos antes una salida. -Ya, pero es que a mí me da miedo la oscuridad, y ya que nos hemos escapado juntos lo mejor es que sigamos juntos. -En primer lugar aún no nos hemos escapado del todo –puntualizó Ramón- y en segundo lugar tienes que reconocer que es más lógico y práctico que busquemos por separado. No tenemos más que recorrer los lados del cuadrado bien atentos y corriendo a la misma velocidad, es decir, manteniendo una velocidad constante, incluso cuando giremos en los rincones, para encontrar la salida cuanto antes sin que ninguno de los dos se retrase. Vamos, salgamos de dos puntos distintos y en distintas direcciones hasta que nos crucemos. El que encuentre primero una puerta que se lo diga al otro. Iban a ponerse en marcha cuando Cajal le dijo a Ramón: -Mira, aquí, en la pared hay un plano de la habitación y, en efecto, es cuadrada. Además, mide 683 metros cuadrados. ¿Cuánto medirá cada pared? -Déjate de cálculos y pongámonos en marcha. -Y como la habitación tiene 9 metros de altura de techo, ¿Cuántos metros cúbicos medirá? -¿Y yo qué sé? –contestó ramón impaciente- Yo me pongo en marcha. Ramón se separó de su amigo unos cuantos metros, se volvió para ver a su amigo que seguía quieto en el mismo sitio y, levantando la voz, le dijo: -Yo empezaré a correr desde aquí y tú hacia allá. A ver dónde nos encontramos. Una, dos y ... tres. Y salieron corriendo en direcciones opuestas, pegados a la pared. Recorrieron un vuelta completa y se cruzaron en uno de los rincones. Al ver que su amigo venía corriendo hacia él, Cajal, sin pararse, le preguntó: ¿Has encontrado algo? Y Ramón, sin aminorar la marcha, contestó: No, demos otra vuelta, por si acaso. Y siguieron corriendo hasta que se volvieron a cruzar en otro rincón distinto al anterior, y como tampoco habían visto ninguna puerta decidieron seguir dando vueltas, convencidos de que encontrarían una salida.

Mientras tanto, dos ratones, que se llamaban Mickey y Mouse, contemplaban la escena desde el centro de la sala, y uno le dijo al otro: -Mira que son raros los humanos –dijo Mickey. -Desde luego –dijo Mouse- en vez de buscar una salida tan tranquilos, no hacen más que dar vueltas cruzándose siempre en rincones distintos. Por cierto: ¿Un humano que vive en La Coruña puede, según la Ley, ser enterrado en Londres? -¿Y yo qué sé? -No, si lo decía porque como los humanos son tan raros, a lo mejor no... ¡Mira, mira!, se van a cruzar otra vez. Y Ramón y Cajal, visiblemente cansados, pero sin disminuir su velocidad igual y constante, se cruzan por tercera vez pero en otro rincón distinto al 1º y al 2º. Entonces Mickey le dice a su amigo Mouse: -Oye, yo creo que esos dos se han vuelto locos. -¿Por qué? -Porque ya llevan tres vueltas al circuito y cada vez se han cruzado en un rincón distinto. Y eso que se ve bien claro que corren a la misma velocidad. -Pues eso será que, a pesar de las apariencias, uno corre más rápido que el otro, pero, ¿cuánto más rápido va uno que el otro?. -Además, ya verás que risa cuando descubran que esta sala no tiene salida y que están corriendo más de lo que pensaban, ya que el que escribió la cantidad de metros cuadrados en el plano bailó los números y en vez de 683 metros cuadrados, mide 863. -¿Y de altura? –preguntó Mouse. -No, de altura está bien. -Bueno, yo ya me he cansado de ver a esos dos. Mira, van a cruzarse en otro rincón distinto. ¿Nos vamos?. -Sí. Te invito a cenar. He empezado las Obras Completas de Kierkegaard. -¿Y qué tal? -Densas. Pero con sal y mostaza no están mal. Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

SABIOS Y VACAS

Más respeto, Que soy Isaac Newton! -¡Y yo, Robert Hooke! -¿Dónde va usted a comparar? -Eso digo yo. -Pues le advierto que yo pienso pasar a la posteridad. -¡Y yo! -¿Usted; no sé cómo? -Pues con mi ya famosa “Micrographia”. Que sepa que yo he inventado el microscopio y a mí se debe la palabra “Célula”. -Pues lo que dicen por ahí es que usted lo único que hace es dibujar las pulgas de su peluca, viéndolas a través de su famoso microscopio –dijo Newton, riéndose descaradamente de su vecino. -Pues más vale pasar a la posteridad como observador y dibujante de pulgas que no con unos “Principios fundamentales de la Dinámica”, que se quedan en eso, en muy principios y en poco fundamentales. -Ah, ¿sí?. pues se lo repito por última vez: ¡Saque a sus vacas de mi jardín! -¿A “esto” le llama jardín? Esto es un prado. -¿Cómo que un prado? ¡Esto es un jardín! –exclamó Newton. -¡Esto es un prado... y mal cuidado! –insistió Hooke. -¡Es un jardín! -¡Es un prado! Isaac Newton y Robert Hooke vivían en fincas colindantes aunque eran vecinos mal avenidos por culpa de las vacas del segundo, que todos los días traspasaban los límites que separaban ambas fincas para pastar tranquilamente en el jardín-prado (según qué versión) que rodeaba la casa del primero. Newton, además de por la invasión diaria, se ponía furioso porque las vacas, con sus mugidos le interrumpían es su trabajo, eso por no hablar de las bostas que pisaba continuamente cuando se le ocurría pasear por su propiedad. Estaba muy ocupado en repasar las pruebas y añadidos de la segunda edición de sus “Principios matemáticos de la filosofía natural” que la Royal Society le iba a volver a

publicar. Aquella mañana de primavera, contra todo pronóstico, no llovía, y ni siquiera la niebla que a esas hora venía desde el río se había hecho presente. Newton, en su gabinete, repasaba una vez más el último capítulo de su obra cuando, de repente, los mugidos de las vacas de su vecino le sacaron de sus cálculos, una vez más. Furioso, tiró papel y pluma al suelo de un manotazo y bajando de dos en dos las escaleras salió al jardín (para él era jardín) dispuesto a terminar, de una vez por todas, con el problema de las vacas de su molesto vecino. Por su parte, Robert Hooke, al ver desde su casa que su vecino salía como una exhalación a su prado (para él era prado) y empezaba a empujar a las vacas para echarlas de su propiedad, salió también de su casa. -¡No toque a mis vacas! ¡Majadero! –gritó Hooke corriendo hacia donde estaba Newton, que no conseguía, a pesar de sus esfuerzos, mover a la vaca del sitio en que pastaba. -¡Más respeto, que soy Isaac Newton! Así comenzó la discusión que abre este relato, centrada más en si el jardín era un prado o el prado un jardín, hasta que Newton, tratando de calmarse, reaccionó diciendo: -Tranquilicémonos, que nos estamos desviando de la esencia del problema, y el problema son las vacas. Así que se lo repito con toda corrección: llévese a sus vacas de mi jardín, y procure que no vuelvan. -No, si reconozco que tiene razón, señor Newton, pero es que ellas tienen inercia por venir a este prado. -La palabra “inercia” está mal empleada en este caso –corrigió Newton, haciendo un esfuerzo por olvidar que su vecino había vuelto a calificar a su jardín de prado. -Ah, ¿sí? -Pues sí, porque en mi Primera Ley, titulada “Principio de Inercia” explico bien claro que todo cuerpo, en este caso una vaca, permanece en su estado de reposo mientras no actúe alguna fuerza sobre él, o, en este caso, sobre ella. Y eso es lo que estoy haciendo ahora –dijo Newton congestionado del esfuerzo por empujar a la vaca- actuando como fuerza sobre su maldita vaca para echarla de mi jardín. Por cierto, ¿cuántas vacas tiene? -No estoy muy seguro. Eso me pasa por comprar tantos animales –contestó Hooke, ayudando a Newton a empujar a la vaca, que seguía pastando sin hacer el menor caso a los que la empujaban, sin ningún éxito, por cierto- Compré el mes pasado 100 animales para mi granja y me costaron 100 libras. Las vacas me costaron 10 libras

cada una; los cerdos 3 libras cada uno y las gallinas media libra cada una. Y claro, no sé ni cuántas vacas, ni cuántos animales de cada especie he comprado. Calcúlelo usted, que para eso es matemático. -Sí, no tengo otra cosa que hacer. Agotados por el esfuerzo, Newton y Hooke se sentaron en la hierba, Newton, como es de suponer, sobre una enorme bosta de vaca, lo que le llevó a levantar los ojos al cielo y a exclamar: -Que un físico, matemático y astrónomo como yo se vea relegado a estos menesteres. -Pues anda que yo, que soy más cosas que usted –replicó Kooke. -Ah, ¿sí? -Por supuesto, porque yo soy astrónomo, filósofo, arquitecto y, además, inventor. -Pues a ver si inventa un procedimiento para sacar a las vacas de aquí. -Voy a llamar a un amigo mío, alemán, que está pasando unos días en mi casa, para que nos ayude. Además, él sí que es sabio... y no otros –dijo Hooke, con retintín, poniéndose en pie para volver a su casa. Mientras tanto, Newton, sentado sobre la mullida bosta llegó a la conclusión de que con la vaca que él empujaba se cumplía lo calculado en su Tercera Ley, adaptándola: cuando un hombre ejerce una fuerza sobre una vaca, la vaca ejerce otra fuerza igual y en sentido contrario sobre el hombre, o sea, sobre él, en este caso, como bien demostraba su agotamiento. Aunque ahora, a solas, tenía que reconocer que tampoco le venía tan mal que las vacas de su vecino invadieran su jardín ya que, al menos, se comían la hierba dejándola al ras, que ya estaba harto de segarla, y ellas la cortaban mejor que la segadora. Lo único que habría que calcular es cuántas vacas serían necesarias para que se comieran bien toda la hierba dejando el jardín como recién segado. En estas meditaciones estaba cuando escuchó, tras la vaca, la voz de su vecino que le decía: -Señor Newton, le presento a mi amigo Gottfried Wilhelm Leibniz, filósofo y matemático. -¡Bueno, el que faltaba! –exclamó Newton entre dientes, levantándose como impulsado por un resorte. Por supuesto que Newton había oído hablar del alemán, así como Leibniz sabía muy bien quién era el inglés. Entre ellos, sin conocerse, se había creado, azuzada por sus seguidores, una enconada rivalidad científica.

El inglés y el alemán se saludaron cortésmente mal disimulando su desprecio hasta que Newton, chusco, le dijo: -A ver si con las vacas, que no se mueven ni empujándolas, sirve para algo su “Teoría del Movimiento Abstracto”. -Pues resuelva usted el problema de las vacas con su Cálculo infinitesimal, que seguro que no sabe ni cuántas vacas tiene Hooke –dijo Leibniz, dolido. -Calcúlelas usted con su absurdo Cálculo diferencial. -¿Absurdo mi Cálculo diferencial? Usted sí que es absurdo, que todas sus teorías y cálculos se basan en Descartes, que todo el mundo lo sabe: que ha copiado todo de Galileo y Descartes. Es muy fácil hacer frases como; “Si he podido ver más allá que algunos es porque me he apoyado sobre los hombre de gigantes”. Sí, sí, apoyado; copiado, eso es lo que usted ha hecho. Y, otra cosa: ¿no seré yo ese “algunos” de su famosa frase, verdad? –acabó preguntando Leibniz amenazándole con su puño. Entonces es cuando Hooke, al ver el cariz que tomaba la discusión se interpuso entre ambos para separarlos cuando ya estaban a punto de llegar a las manos, aunque no pudo impedir que, al menos verbalmente siguiera la discusión, cuando Newton dijo: -¿Y usted, qué? A ver si va a negarme ahora que es cartesiano, y que, además, no está influenciado por Bacon, Spinoza y Campanella. -Bueno, vamos, ya está bien –intervino de nuevo Hookw, conciliador, sobre todo para calmar a Leibniz, que era el más excitado- les propongo que tomemos una taza de té en mi casa, a ver si nos tranquilizamos. Y usted, señor Leibniz, cálmese, que lo importante es que nos calmemos y que nos entendamos. (Se dice que a partir de esta discusión, Leibniz empezó a meditar sobre lo que, años después, en 1704, cristalizaría como “Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano”) Ya sentados ante las tazas de té, Newton se disculpó diciendo: -Si a mí, en realidad lo que me molesta de sus vacas, señor Hooke, es que se comen las manzanas de mis árboles, y si no veo caer las manzanas no me va a ser posible interrogarme sobre la fuerza de la gravedad, con el perjuicio consiguiente para la posteridad. Y así estaban, ya mucho más tranquilos, cuando Newton recordó el pensamiento en el que estaba enredado mientras su vecino fue a buscar al alemán. Así que, después de beber un sorbo de té, les digo a sus colegas: -A ver si me sacan de una duda: en mi jardín crece la hierba con igual rapidez y espesura. Imaginen que 70 vacas se comerían la hierba en 24 días, y 30 vacas en 60

días. Y ahora pregunto: ¿Cuántas vacas se comerían toda la hierba del jardín en 96 días? Y los tres, cada uno por su lado, se puso a intentar resolver el problema, aunque Hooke estuviera distraído y preocupado por averiguar cuántas vacas, cerdos y gallinas había comprado. Lo cierto es que solamente se tuvieron noticias de este problema, aunque no de las causas que lo provocaron, cuando Isaac Newton lo planteó en su “Aritmética Universal”, aunque lo que nunca se ha sabido es quién de los tres, es de imaginar que Hooke no, lo resolvió primero.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

MARIDOS CELOSOS

Un matemático, un biólogo y un filósofo disfrutan, junto a sus esposas -una matemática, una filósofa y una bióloga- de un día en el campo. El matemático está casado con la bióloga; el biólogo con la filósofa y el filósofo con la matemática. Los tres hombres, a pesar de la inteligencia que se les supone y de la capacidad de raciocinio y equilibrio intelectual que aseguran tener, son muy celosos. No pueden superarlo. Hacen esfuerzos intentando racionalizar el problema, comprenderlo, hasta han intentado hacerle frente con un programa de ordenador del Instituto de Psiquiatría Colateral de Buenos Aires titulado “¡Ay de mí, los celos que yo sentí...!”, pero nada. Los celos les consumen de tal manera que no pueden soportar ni siquiera que sus mujeres hablen con otros hombres, ni aceptan dejarlas a solas con otro hombre, aunque sea un amigo. El filósofo se apoya en la lógica para hacer frente a sus celos razonando que una mujer inteligente, noble y enamorada como la suya no es lógico que sea infiel, pero...; el matemático recurre al cálculo de probabilidades para sopesar las sospechas de que una mujer como la suya pueda serle infiel y el resultado obtenido aparece con un apabullante saldo a favor de ella, pero...; en cuanto al biólogo, razona que la Naturaleza nos ofrece múltiples ejemplos de mamíferos de comportamiento monógamo, entre ellos los humanos, y que, por lo tanto sería ilógico y absurdo que su mujer se saliera de la estadística natural, pero... Haciendo un esfuerzo, cada uno de ellos ha presentado a su mujer a sus otros dos amigos con la idea de salir todos juntos de vez en cuando, así que ese mismo fin de semana deciden pasarlo en una pequeña ciudad cercana para recorrer los alrededores con calma. Camino de esa ciudad cruzan un puente sobre un caudaloso río y ante la belleza del entorno deciden dejar aparcados los coches para dar un paseo por la orilla. La mañana es espléndida y la temperatura agradable así que, al cabo de un rato, deciden sentarse en la hierba a descansar. Los problemas empiezan a surgir cuando la bióloga se levanta y, aproximándose a un árbol, le dice al biólogo: -Mira, colega, un caracol. El biólogo acude a su llamada con la consiguiente inquietud del matemático que no pierde detalle de la escena, aunque disimule sus celos con una media sonrisa y mirando de reojo. -Mira qué gracioso este caracol –dice la bióloga- mira cómo trepa por el tronco, aunque resbale de vez en cuando.

-Esto me recuerda a un caracol que se empeñaba en trepar por la tapia de mi jardín la primavera pasada. –dice el biólogo- Lo estuve observando y subía a lo largo del día 30 cm, aunque por la noche resbalaba 20 cm. Pero nada, al día siguiente, seguía en su intento de subir hasta lo alto de la tapia, que medía 2 metros de altura. -¡Dos metros! ¿Y cuántos días tardó en llegar arriba? Mientras tanto, el matemático se enfurecía por momentos al ver en tan animada charla a su mujer con su colega, ya que relacionaba al caracol con los temidos cuernos, aunque supiera que los cuernos del caracol no eran cuernos, a pesar de que como tal los calificara la letra de la canción infantil. Pero él nada, seguía furioso pensando que el caracol, además de cornudo, con la casa a cuestas, que ya era el colmo. Es más, al ver que su mujer lo miraba y sonreía después de mirar al caracol le hizo imaginar que comparaba. Y ya no pudo soportarlo más cuando ella comenzó a cantar: “Caracol, col, col, saca los cuernos al sol...”. Así que, para contrarrestar, se cambió de sitio sentándose junto a su colega, la matemática. -¿Qué tal, colega? Antes de que le diera tiempo a responder, su marido, el filósofo, contestó: -Está muy bien. ¿Qué pasa? -Nada, hombre, nada. Cosas entre compañeros de profesión. El filósofo no se mueve de su sitio disimulando que está tan tranquilo, cuando en realidad está tan intranquilo. Y más que se intranquiliza al oír que su mujer es la que lleva las riendas de la conversación, intimando, a su juicio, demasiado. -Tienes tres hijas, ¿no? ¿Qué edades tienen? -El producto de sus edades es 36 –contesta el matemático -¡Hombre! Olvida por unos momentos tu profesión y dame algún dato más. -Muy bien; pues la suma de sus edades es el número que decías ayer que era el que más te gustaba. La matemática, divertida al ver que su marido no la pierde de vista ni un segundo, recuerda el número citado, e insiste: -Ya lo recuerdo, pero dame algún dato más. -Está bien: a mi hija mayor le gustan mucho las fresas. -¡Estas completamente loco! –exclama ella riéndose a carcajadas. El filósofo decide imitar a su mujer, e intentando disimular sus celos, se aproxima a hablar con la mujer del biólogo. Señala con un gesto de la cabeza al marido de la filósofa que habla con la mujer del matemático, y le dice:

-Mira tu marido, qué gracioso, cómo se divierte con el caracol. -Sí, ya lo veo –contesta ella- le encantan los sofismas, aunque no sé si lo que ha dicho del caracol es una falacia, o sea, que haya cometido un error de argumentación, o un sofisma, o sea, que esté tratando de persuadir a tu mujer, incluso engañándola. El filósofo se encrespa ante las palabras de su colega y dice: -Es que lo del caracolito me ha molestado mucho porque, según la lógica, si todos los caracoles tienen cuernos y todos los que tienen cuernos no sólo son caracoles, todos los que no son caracoles, o sea, entre ellos yo, tienen cuernos. -Yo creo que exageras. Tu mujer y mi marido solamente se entretienen, así, a simple vista, con cualquier razonamiento no válido con apariencia de validez. -¿Qué quieres decir con eso de “así, a simple vista”? –pregunta el filósofo, susceptible hasta decir basta. -Nada, hombre, nada –contesta la filósofa, riéndose de sus injustificados celos, pero divertida de provocarlos. -En una palabra: que ella me engaña. -Oye, estás un poco paranoico, ¿no? Afortunadamente para los tres hombres, en ese momento, la filósofa se pone en pie y propone: -Escuchad; en esta guía turística que he traído dicen que al otro lado del río, justo en ese pueblo que hay ahí enfrente –y señala unos tejados y la torre de una iglesia que asoman tras una loma- hay una iglesia, que imagino que será aquella, que tiene una portada románica impresionante. ¿Por qué no vamos a verla? Todos se agrupan a su alrededor hasta que el biólogo, al ver que con el pretexto de consultar la guía, el matemático y el filósofo se están acercando demasiado a su mujer, pregunta: -Pero, ¿cómo cruzaremos el río? -Podemos volver a los coches –propone el biólogo. -Y por qué no cruzamos en esa barca –propone, a su vez, el matemático, señalando una barca que está varada en la orilla apenas a unos metros de ellos. Pero al acercarse a la barca se dan cuenta de que es tan pequeña que solamente podrían pasar dos de ellos en cada viaje. Y entonces surgen los celos de los tres hombres, aumentados con que la barca escribe su nombre en grandes letras rojas: “Sodoma”.

Cada uno de ellos piensa: Si la barca tiene que hacer viajes de ida y vuelta para que pasemos los 6 a la otra orilla, y en cada viaje solamente pueden cruzar 2 personas, quiere decir que mi mujer se tiene que quedar sola en la otra orilla, si es que pasa conmigo, mientras yo vuelvo a recoger a otra persona. O pasa ella sola con cualquiera de mis amigos, lo que no me hace ninguna gracia, que yo no dejo a mi mujer sola con un hombre, y menos en una barca que se llama “Sodoma”. O se queda aquí con mis 2 amigos mientras yo cruzo en barca con la mujer de unos de ellos, y tampoco quiero que se quede, aunque esté con ella una de las mujeres. En esos pensamientos estaban enredados cuando la bióloga preguntó: -Bueno, ¿pasamos o qué? -Es que... –dice, sin decir nada, el filósofo. -Lo que pasa es... –empieza a decir el matemático. -Claro, pero... –dice, por último, el biólogo. -¡Hasta aquí hemos llegado! –dice la matemática- ¿Pero no os da vergüenza? Lo que os pasa es que ninguno de vosotros quiere que su mujer se quede con otro hombre sin estar él delante ¿no? Los tres hombres disimulan como pueden, aunque pueden poco, hasta que la bióloga pregunta: -¿Cómo podemos arreglar el problema provocado por los celos de estos tres mastuerzos? O sea, ¿cómo nos las arreglaremos para cruzar todos el río, sin ahogar a estos tres celosos inveterados, aunque nos quedemos con las ganas? Las tres mujeres se ríen de sus maridos, mientras que el filósofo y el biólogo le dicen al matemático: -Este problema lo lógico es que lo resuelvas tú... Todos se le quedaron mirando con impaciencia, mientras su cara se iba poniéndo roja por momentos. -¿Y qué pasaría si fuéramos 4 parejas y pudiéramos pasar 3 personas en cada viaje? –planteó, para amargarle definitivamente el día, la bióloga. -¿Y si son n parejas y en cada viaje pueden pasar n-1 personas? - pregunta, divertida, la matemática. En ese momento, la filósofa, mirando hacia el recodo que hace el río, dice:

-Mirad, ahí mismo hay una islita en medio del río en la que podríamos recalar. Así podríamos, en la barca de dos plazas, pasar n parejas haciendo paradas en la isla. No sé si esto arreglaría o complicaría el problema... -Pero bueno, ¿os habéis vuelto locas? Vamos a ver cómo nos las arreglamos para cruzar el río nosotros, con esta barca yy desde este punto, y luego ya veremos –dice el matemático, cansado de preguntas y propuestas. Y allí se quedaron las 3 parejas intentando resolver el problema. Para complicar las cosas, ya que las cosas han comenzado a formarse unos negros y nada bueno. Además, y esto ellos aún no dormir ha anulado por error sus reservas noche.

siempre son susceptibles de empeorar, espesos nubarrones que no presagian lo saben, el hotel en el que pensaban y no tienen habitación para ellos esa

Pero a estos otros dos problemas se enfrentarán cuando resuelvan, si es que lo resuelven, el de cómo cruzar el río de dos en dos.

Autor: Joaquín Collantes Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

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