Eres Casada? El amante de Cianuro

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60 Estado Civil: Casada
CURRICULUM VITAE 1-DATOS PERSONALES Apellido y Nombres: HERNANDEZ, ANALIA MIRTHA Lugar y Fecha de Nacimiento: C.A.B.A. 27/01/60 Estado Civil: Casada

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¿Eres Casada? | El amante de Cianuro El lunes, al igual que el domingo, llueve, y la lluvia es menuda y fría. Ha empezado a molestarme este clima, sin embargo salgo de casa y busco el abrigo de un conag en un bar. Me estaciono en la barra sin ninguna idea en la cabeza y tampoco preocupación alguna en mi alma. En el local suena un viejo repertorio de jazz, propicio para una película a blanco y negro. Hay lamparitas encendidas sobre las mesas y algunas parejas conversan tomadas de la mano. A media luz, los hombres se ven como figuras ruinosas, domados por la rutina y la cobardía. En tanto que las mujeres parecen todas iguales, un conjunto de carteras. Durante un buen rato un gerente, corbata y lentes, me examina. Luego hace como que no me ve, pero se fija en mis botas de piel de serpiente. Pendejo, pienso yo. Pendejo, pensará él de mí. Minutos después, aparece en el salón una dama de rizos negros, alta, vestida con un buzo de cuello tortuga que marca su busto. Toma asiento en la barra, como si estuviera llegando a una cita y analiza el paisaje. —Déjame adivinar —dice el gerente poniendo voz de locutor de radio—. Tu nombre es... hermosa. La churona sonríe. El gerente pide un vodka para ella y le enciende un cigarrillo. —Me llamo Fabiana. ¿Y tú? —ronronea después de aflojar una bocanada de humo. —Problemas. Mi nombre es problemas —dice el señor gerente, sonando demasiado postizo y ridículo. Fabiana lleva un pantalón ajustado, tiene bonitas piernas y sus caderas son anchas. Se queda pensativa, haciendo sonar el hielo en el vaso. Levanta sus cejas y vuelve a fumar. —Todos los niños son problemas —suelta, ensayando una sonrisa astuta—. ¿Cuántos años tienes? —Treinta y tres —comenta el gerente—. Pero en pijama parezco de quince. Fabiana no mueve ni un músculo de la cara. Es evidente que este gerente es un quiteñito dado a galán. Me hastía. Estoy a punto de romperle una refrigeradora en la cabeza, pero recuerdo que mi médico me aconsejo serenidad, nada de emociones fuertes. —¿A qué te dedicas? ¿Eres payaso de circo?, pregunta Fabiana.

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¡Bravo!, quisiera decir yo. ¡Bien hecho!, pero tan solo sonrío y sigo escuchando. El gerente asimila el gancho y se arrima a las cuerdas. —¿Cuántos años tienes? —Pregunta el tipo, alistando un as para ganarle la partida. —¿Adivina?, pregunta ella. —Juraría que tienes 20, 21, máximo 22, miente el gerente. Fabiana cruza las piernas y se arregla el cabello con la mano. —Gracias, pero no. —Contesta complacida. Todas bajan la guardia cuando les comentan que se ven jóvenes. Por mi parte, echo un sorbo de mi coñag. Estoy a punto de dar gracias al infierno por permitirme asistir a este teatro tan barato y miserable. Fabiana se aproxima al gerente, pone una mirada de estoy segura que vives con tu madre todavía, y pregunta: —Y bueno, ¿en qué trabajas? —Soy crítico de cine —contesta el gerente levantando los hombros. —¡Ay!, dime la verdad, no seas idiota —refuta Fabiana. —Soy sociólogo. —Ji ji, ji. No te creo… —Soy locutor de un programa de música new age. —¡Nooo! ¡Qué tonto! Ya no te hagas. ¿En qué trabajas? —le pellizca el brazo, juguetona. El gerente se aclara la voz. —Soy director de la página web en un diario muy conocido. —¿Qué quiere decir eso? —Indaga la mujer. —¿La verdad?... Superviso la Internet de un periódico que nadie lee. Es decir, no soy nadie, ja, ja, ja. —No te preocupes, yo tampoco —dice Fabiana. Sus ojos destellan en la penumbra. Se muerde el labio inferior. Bebe de su vaso y juega con las puntas de su cabello.

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Ahora, siento compasión por esta pareja, creo con fe que se merecen el uno al otro, y ambos procrearán hijos y morirán trabajando seis días a la semana, con seguro dental y una casita hipotecada. —¿Cómo te llamas? —pregunta Fabiana ladeando su cabeza. Tiene una nariz bonita y unos rizos traviesos le cuelgan sobre las orejas. —César. César Vallejo. Soy peruano —miente el gerente. —Ah… ¿Y qué haces en Quito? —pregunta ella poniéndole más atención. —Nada. Emborracharme. Conocer mujeres. Las tres cosas. —Y, ¿te gusta Quito? —Interroga la mujer con ingenuidad. —Mucho. Sobre todo cuando estoy viviendo en Lima —contesta el gerente. En este punto tengo ganas de intervenir en la plática, pero sigo tan solo espiando, escuchando, viendo este teatro sin pagar boleto. —Mi esposo odia Quito —exclama Fabiana y aplasta la colilla en el cenicero con desgano—. Dice que esta ciudad le deprime. Pido otra coñag al cantinero. Tanteo mis bolsillos buscando un cigarrillo, me lo meto en la boca y olvido encenderlo. —¿Eres casada? —Pregunta el gerente. —Sí. —Mi sentido pésame. ¿Y cómo se llama el deprimido? —Danny. —Bonito nombre —comenta él—. Yo tenía un loro que se llamaba así. Fabiana frunce la boca, está dispuesta a lidiar con este sujeto, y seguir escuchándole. Toma el librillo de fósforos que está sobre la barra y enciende un cigarrillo. —Los gatos son traicioneros —asegura, antes de pedir otro vodka al cantinero. —Bueno, brindemos por los perros como yo, entonces… —levanta el gerente su cerveza. —Por mi esposo —dice ella suspirando resignada. Sus ojos se ponen vidriosos y su sonrisa parece cansada. Noto que le tiene rabia al marido, que quisiera pedirle el divorcio a gritos o ahorcarlo con una de sus corbatas brillosas. —Por Fabiana, su señorita esposa —dice el gerente guiñando un ojo, con tono de hombre útil a la sociedad.

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—Gracias, César… Por ti —contesta diplomática la presunta infiel. —Por nosotros —corrige el gerente y rápido como una rata, le roba un beso de su pequeña boca pintada de rojo. Bebo mi coñac, voy tomando nota de todo lo que sucede. Es más, pienso escribir esta historia y venderla a una revista de teatro. —Esto no puede suceder —ríe Fabiana negando con la cabeza y toma distancia. Luce nerviosa, algo estimulada. Pregunta: —¿Qué quieres de mí? —su rostro se llena de vida, está sonrojada. El gerente se muestra solvente, aunque sé que se siente desgraciado, y alguna mujer frustrada le espera en casa. —Quiero ser tu amigo, quiero que confíes en mí como confías en tu almohada, quiero cepillarte el pelo por las mañanas, quiero lavar a mano tus medias del lunes, quiero abrazar a tu madre, besarle en la frente y pedirle la bendición —responde el sujeto pronunciando despacio las palabras, dejando que floten en el aire, como si fueran besos volados. Silencio. La mujer calcula, suma y resta sus posibles virtudes de macho y amante. Vuelve a cruzar las piernas y le examina como si dudara de algo. Tiene una pequeñísima sonrisa en la boca. Medita. Quizá analiza el cuerpo flaco del gerente o sus dientes amarillos. Quizá piensa que es un tipo vulgar o que su cama tiene piojos. Es un silencio dulce. Un silencio de esos, entre un hombre y una mujer. Yo no sabría asegurar cuál va a ser el final. —Eres un mentiroso —declara Fabiana, y lo hace sin el ánimo de juzgarle, tan solo como si fuera una simple observación nocturna. La música sigue sonando con una cadencia frenética. Por encima de las mesas del local se impone el murmullo de las parejas. Sin prisa, en cámara lenta, agradecido por su honestidad, el gerente la toma por la nuca y le introduce la lengua en su boca roja. El cantinero los espía mañoso, sostiene en sus dedos un cigarrillo. —Otra historia que empieza mal —exclama, con una mueca de asco en la cara. Bebo mi coñag y pago la cuenta. Me marcho, dejo en paz a Fabiana y al gerente. Ellos harán de su vida cualquier cosa, algo barato.

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