Fernando Trías de Bes Diciembre de 2005

Relatos absurdos 9/2/06 16:52 Página 9 Prólogo Después de La Buena Suerte, escrito en colaboración con Álex Rovira, y de El vendedor de tiempo, m

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Relatos absurdos

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Prólogo

Después de La Buena Suerte, escrito en colaboración con Álex Rovira, y de El vendedor de tiempo, mi primer libro en solitario, aparece ahora ésta mi tercera obra, titulada Relatos absurdos. Este libro es ciertamente diferente al segundo, que también fue muy distinto del primero, así que quizá resulte interesante conocer cómo se concibió. Relatos absurdos surge de la confluencia de varios factores. El primero de ellos fue mi interés por la técnica de la inversión como fórmula creativa. La técnica de la inversión consiste en tomar una idea e invertirla, diciendo lo contrario o anteponiendo un «no». Por ejemplo, la inversión de: «un locutor de radio que habla» sería «un locutor de radio que no habla» o bien «un locutor de radio que calla». Normalmente se obtiene una idea aparentemente absurda. Pero si uno es capaz de darle sentido, produce un pensamiento nuevo, sorprendente y original. La inversión permite generar infinitos estímulos y provocaciones para ejercitar la creatividad. El absurdo es la mayor de las fuentes de inspiración. 9

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El segundo factor que me inspiró en la creación de los Relatos absurdos tiene que ver con la magia que siempre han despertado en mí los aforismos que alinean conceptos opuestos. Los aforismos permiten trascender más allá del concepto y adquirir plena sabiduría sobre un hecho concreto, haciéndolo relevante y cancelando toda su polaridad, a la vez. Por ejemplo: «El azar es lo que seguro que te sucede si no haces nada para evitarlo», «La medida del éxito es el éxito a tu medida» o «No es posible asegurar el futuro, solamente es posible perder el presente». Este tipo de frases son una revisión de conceptos necesaria y que logran dar un giro a la anclada y, a menudo, sesgada percepción que tenemos de las cosas y los hechos, situándonos siempre en un estadio superior. En tercer lugar, mi admiración por los relatos cortos como género literario. Isabel Monteagudo es, junto a Maru de Montserrat, mi agente literaria. Ella me procuró todos los libros de Augusto Monterroso, premio Príncipe de Asturias de las letras. Los relatos del ya fallecido guatemalteco me fascinaron, no solamente por su originalidad, sino también por su increíble economía de las palabras. Sin duda, Monterroso es y será por mucho tiempo el maestro del relato breve. Su genio es inigualable. La técnica de la inversión, el estadio superior que se alcanza al alinear opuestos y el género del relato breve fueron los tres factores que me llevaron a proyectar estos Relatos absurdos: una serie de relatos cortos 10

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que, mediante la técnica de la inversión, llevan a la reflexión que produce la alineación de opuestos. Sin duda existen otros motivos menos racionales y más ocultos que en estos momentos yo mismo ignoro. Supongo que estos relatos son también parte de una evolución como escritor e inventor de historias. Fernando Trías de Bes Diciembre de 2005

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Los sentidos sin sentido

Érase una vez un auto en el que viajaban un director de cine ciego, un cantante de ópera mudo, un director de orquesta sordo y un cocinero sin gusto ni olfato; y fueron hasta la puerta del autor de este relato para anunciarle que él era el quinto porque, a la vista de estas líneas, era obvio que no tenía ningún tacto.

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El cuento que lo abarcaría todo

Érase una vez un escritor que sintió algo tan inmenso que intentó plasmarlo en un relato que lo contuviera todo: desde los sentimientos más profundos, hasta los detalles más nimios; desde las vidas de los hombres, hasta las deudas de las almas; desde el infinito del universo, hasta el límite de la materia. Se sentó ante un papel en blanco y tomó su pluma. Pero cuando la acercaba al papel, su sentimiento se desvanecía e, inexplicablemente, parecía esfumarse del todo. En cambio, si alejaba su estilográfica de la cuartilla, su sensación se intensificaba de nuevo y tornaba a sentir todas esas maravillas. Y el escritor lloró amargamente, pues nada podría abarcarlo todo y, menos aún, un relato de unas pocas líneas. Ésas que, imaginadas, nunca parecían suficientes y que, escritas, eran siempre demasiadas.

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Sin tiempo

Érase una vez un hombre que se lamentaba constantemente de que no tenía tiempo, lo que enojó mucho (¡pero que mucho!) a sus minutos, pues ellos hubieran jurado que duraban como los demás.

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Uno mismo

Érase una vez un hombre que tenía la curiosa facultad de decidir con qué soñar por las noches. Pensaba en cualquier tema y su subconsciente se programaba de tal manera que, al dormirse, soñaba con lo que él hubiera decidido. A veces decidía soñar con volar y, al cerrar los ojos, ya surcaba el aire como un fénix; otras veces, pedía ser un actor célebre y soñaba que ganaba un certamen internacional; decidía ser Napoleón y en cuanto conciliaba el sueño ya dirigía las tropas en Waterloo. En cierta ocasión quiso soñar que era él mismo para comprobar cómo era ese sueño, y así se lo pidió a su subconsciente. Esa noche… no durmió.

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Lo bueno, si breve...

Érase una vez un escritor que sabía aquello de que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y que los buenos escritores logran con siete palabras explicar lo mismo que los mediocres con veinte. Por eso, revisaba y rescribía hasta la saciedad, eliminando palabras, reduciendo renglones, encogiendo párrafos enteros. Y así procedió con un relato de cien páginas que había escrito. Trabajó día y noche durante meses y meses eliminando lo superfluo y dejando lo fundamental. Primero resumió su historia en cinco páginas; después, en una; más tarde, en dos párrafos; al cabo de un tiempo, en una línea y, finalmente, redujo su relato a una sola palabra. Era el cuento perfecto, la máxima economía del lenguaje, la reducción absoluta, la esencia de una historia, la perfección de la simplicidad. 17

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Mostró, orgulloso, su obra a los demás. Pero solamente obtuvo desdén, burla y disgusto, y todos le recriminaron con ferocidad que qué era eso de escribir únicamente una sola palabra, pues no tenía mérito alguno.

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El dolor

Érase una vez un faquir que se ejercitó durante meses para una importante actuación. En su debut, se tragó cinco espadas hasta la empuñadura, se comió unos trozos de vidrio como si fuesen mendrugos y se estiró sobre una alfombra de clavos mientras tres hombres saltaban repetidamente y sin piedad sobre su pecho y su abdomen. Al acabar la función, mientras hacía modestas reverencias y el público lo ovacionaba con admiración, le hicieron entrega del clásico ramo de flores con que se obsequia a los artistas al finalizar su actuación. Eran rosas. Al tomarlas, se pinchó con una espinita y exclamó: —¡Ay! —Apartó la mano, dejó caer el ramo sobre el escenario y se chupó el dedo. Todavía frente al atónito público, el presentador le preguntó: —¿Y eso? Y el faquir respondió: —Eso… no lo esperaba. 19

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