FILOSOFÍA Y UTOPÍA EN AMÉRICA LATINA. XI Olimpíada Internacional de Filosofía. Conferencia de la Dra. Alcira B. Bonilla

FILOSOFÍA Y UTOPÍA EN AMÉRICA LATINA XI Olimpíada Internacional de Filosofía Conferencia de la Dra. Alcira B. Bonilla Buenos días. Agradezco cordialm

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FILOSOFÍA Y UTOPÍA EN AMÉRICA LATINA XI Olimpíada Internacional de Filosofía Conferencia de la Dra. Alcira B. Bonilla

Buenos días. Agradezco cordialmente a las autoridades de la XI Olimpíada Internacional de Filosofía, en particular a su Presidente, el Lic. Marcelo Lobosco, a las autoridades educativas nacionales, internacionales y extranjeras que han propiciado este encuentro y, muy en especial, al público aquí presente el privilegio de hablar esta mañana y en esta ocasión sobre asuntos que están ligados a mi trayectoria filosófica del modo más estrecho, pero que justamente por eso me interesa compartir hoy con ustedes. Mi presencia en este recinto no es casual. En tanto profesora e investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, dirijo el “Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía”, que fue iniciado hace una década por Guillermo Obiols, un colega y amigo muy querido que falleció el año pasado. Además, como bien saben los organizadores argentinos de este encuentro, desde sus comienzos modestos en dos distritos escolares de la Ciudad de Buenos Aires, he alentado la realización de la Olimpíada de Filosofía en nuestro medio local y en el del Mercosur y he colaborado activamente con ella. Esta actitud mía de adhesión no deriva de un mero cumplimiento de deberes de amistad ni de la necesidad corporativa de una defensa de los intereses sectoriales de los profesores de filosofía. Más bien, esta actitud brota de una creencia fuerte acerca del valor positivo de la universalidad del cultivo de la filosofía. Es la vieja creencia que Epicuro defiende con carácter de principio en la carta a Meneceo: “Méete véos tis óon mellétoo philosophéin, méete guéroon hypárkhoon kopiátoo philosophóon” (X, 122), que traducido, señala: “ Que nadie, mientras sea joven, se muestre remiso en filosofar, ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse”. El título completo de esta conferencia es “Filosofía y utopía en América Latina”. Como Uds. saben, la filosofía se constituye ya en la Antigüedad como un saber dialógico por excelencia y, entre otras opciones, se plantea como diálogo con su propia historia. En razón de esto, ante la necesidad de elegir un camino para desarrollar el título de mi conferencia, escogeré el narrativo: voy a contar una historia filosófica acerca de un

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trayecto importante de la historia de la filosofía. Esta historia es, justamente, la de un capítulo frecuentado escasamente por nuestras historias de la filosofía, preñadas de didactismo idealista. Esta historia se sitúa en los albores de la Modernidad misma, en 1516, veinticuatro años después del Descubrimiento de América, y, como toda historia significativa, tiene un relato fundacional, que en este caso es un libro escrito en latín de muy escasas páginas. Este libro se titula Libellus vere aureus nec minus salutaris quam festivus de optimo reip[ublicae] statu, deq[ue] nova insula Vtopia, conocido por todos nosotros con el título abreviado que proviene del nombre de la isla Utopía. Su joven autor era el futuro Lord Canciller y después víctima de Enrique VIII: Thomas More1. Utopía es un texto absolutamente novedoso. Por su estilo y contenido parece más el divertimento propio de un espíritu escogido que una obra académica. A partir de entonces, el género utópico llegó a convertirse en un producto característico del pensamiento de la Modernidad, originó numerosas controversias y se proyecta hasta nosotros. Este pequeño texto patentiza también el estímulo que el Descubrimiento significó para el pensamiento europeo y esta es una de las razones por las que estoy contando esta historia. Volveremos a reflexionar sobre este punto en unos minutos. Antes de seguir hablando de Utopía, debo señalar que, en términos generales, la historiografía filosófica ha sido poco elocuente al evaluar las consecuencias filosóficas del Descubrimiento de América. Sin embargo, puede sostenerse que este acontecimiento constituye un hito para la filosofía occidental al menos; marca un “antes” y un “después” para el pensamiento filosófico mismo. En efecto, caben señalar al menos cuatro consecuencias importantes del Descubrimiento sobre el desarrollo de la filosofía: 1) el ensanchamiento de los horizontes intelectuales motivado por el conocimiento de culturas, religiones e idiomas ignorados hasta entonces; 2) la renovación de los problemas filosóficos a causa de estos contactos, con impacto notable en la antropología, la filosofía del derecho y la filosofía política; 3) la formación de un pensamiento mestizo, cuya

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La edición definitiva del texto de Moro fue publicada en Basilea en 1518. De las varias ediciones y traducciones disponibles, la más completa, con un aparato crítico y erudito actualizado, es la de E. Sturtz, S. J., y J. H. Hexter, con Introducción y traducción al inglés, en el vol. IV de The Complete Works, que están siendo publicadas bajo la responsabilidad del St. Thomas More Program (Utopia, New Haven, Yale Univ. Press, 1965). Las citas están tomadas de la traducción de E. García Estébanez, en Tomás Moro, Utopía, estudio preliminar de Antonio Poch, traducción y notas de Emilio García Estébanez, Madrid, Tecnos, 3. ed., 1996.

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originalidad o carácter sincrético ha sido motivo de discusiones seculares; y 4) la creación de un nuevo género filosófico -la utopía-, que sólo el Descubrimiento hizo posible. Volvamos de nuevo al libro de Moro. Utopía. Este título abreviado responde al carácter alegórico del texto y ha dado nombre al género y a todo lo relacionado con él. Utopía es un neologismo que proviene de dos términos griegos: el adverbio de negación ou y el sustantivo tópos (“lugar”). Con él se designa la isla que servirá de escenario para la parte más importante del relato y cuyo carácter ficticio se refuerza por el empleo del topónimo elegido. Además, sirve como muestra inicial del proceder de Moro para nombrar localidades, personas, accidentes geográficos, funcionarios, etc., mediante términos discretamente humorísticos que provocaran resonancias prestigiosas en sus lectores. Puesto que el griego era considerado en la época lengua de cultura y de culto, especialmente entre los filósofos, el latín de Moro abunda en neologismos de ese origen. Además de utopía, entre otros pueden mencionarse el apellido del viajero que ha estado en Utopía, Hythlodaeus (hythlos, bagatela, algo fútil, parloteo, y daios, experto); el nombre de la ciudad principal, que en más de un detalle se parece a Londres, Amaurotum (del verbo amáuro, oscurecer, atenuar; la “oscurecida”); Ademus (sin pueblo) es el nombre más reciente que los utopianos dan a su príncipe; así como Anydrus (sin agua), el río principal, etc. Enmarcada entre la dedicatoria-envío a Pedro Egidio y otra carta al mismo destinatario, que acompañó la edición de París de 1517, la obra se articula en dos libros. En el primero un Moro-narrador entabla un diálogo con el personaje principal, Rafael Hythlodaeo, acerca del estado deplorable de la sociedad inglesa de su época, para lo cual recurre a metáforas sugerentes, como la impactante de las ovejas devoradoras de hombres. El segundo libro contiene la descripción de la isla y de la organización sociopolítica, leyes, costumbres y vida cotidiana de sus habitantes. Esta verdadera “novela del Estado” (Staatsroman) de valor filosófico está realizada en un tono encomiástico y desiderativo; así dice Hythlodaeo: “esta forma de república que con gusto desearía para todos” (Utopía 132). Ahora bien, como la isla Utopía no existe en “ningún lugar”, lo más adecuado es pensar que tiene una función regulativa, movilizadora. En síntesis, siguiendo a J. F. Moreau (1986), en la obra de Moro y en toda obra moderna de este género podemos distinguir: un discurso crítico del presente de una sociedad dada; un discurso descriptivo de la sociedad ideal, la “utopía” propiamente dicha; y un discurso

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justificativo, el cual, mezclándose con los otros dos, remite a los principios que sustentan la crítica y presiden la construcción de la sociedad ideal. Con esto se quiere decir que la utopía se yergue sobre la realidad existente pero, al no quedar aprisionada en ella, la crítica y este esfuerzo de liberación han de ser justificados. Para entender los procedimientos narrativos de Moro y algunas de sus consecuencias políticas posteriores, interesa el dato de que Utopía sea una isla. Moro, de modo imaginario, ha a-islado (convertido en una isla) a un grupo humano para hacer con él un experimento mental decisivo. El recurso a este tipo de experimentos racionales es índice también de la modernidad del pensamiento de Moro, puesto que fue empleado tanto por los filósofos de lo político como por los creadores de la ciencia moderna de la naturaleza. Del mismo modo que el comportamiento de un cuerpo o de un elemento sometido a condiciones especiales (ideales) en el experimento físico, químico o biológico permite estudiar los fenómenos naturales y extraer sus leyes, pero es diferente del que se da en la realidad no sometida a estas condiciones artificiales, la utopía jamás se realiza: “el no-lugar no puede tener un lugar ni tener lugar” (L. Giroux 1985: 23). Esto mismo la vuelve más dinámica: desde la utopía se puede ejercer la crítica de una sociedad dada y se pueden avistar las condiciones de cambio. En el último sentido, como para Moro la isla Utopía es, además, un “buen lugar”, también la llama Eutopía. Los antecedentes filosóficos, literarios e ideológicos de la aparición de este género utópico en 1516 y, por consiguiente, de la obra de Moro como primera y originaria son numerosos y se los puede rastrear desde la Antigüedad. Por eso se afirma que la utopía es una “planta híbrida” característica del Renacimiento (F. Manuel y F. Manuel 1981). En mi opinión, su aparición y desarrollo extraordinario durante ese período, se debió a la conjunción feliz, operada desde una racionalidad diferente (la racionalidad moderna en formación), del redescubrimiento de los clásicos con la lectura apasionada de los primeros escritos acerca del Nuevo Mundo, sobre el suelo común de las creencias paradisíacas, milenaristas y mesiánicas judeo-cristianas y la práctica de la vida monástica. Para la mayor parte de los investigadores ha pasado desapercibido el papel que desempeñó el Descubrimiento de América como disparador de la utopía. Sólo varios americanistas destacaron el choque experimentado por los filósofos ante una América que se iba revelando a través de los escritos de Cristóbal Colón, Américo Vespuccio y

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otros. Así M. Ballesteros Gaibrois subraya la aptitud de los humanistas para

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conocimiento de lo nuevo y la conmoción originada por la novedad de América, pero, a la vez, el hecho de que ninguno de los “sabios” renacentistas emprendió un viaje a las tierras descubiertas (1985). Por otra parte, se trataba de un acontecimiento preanunciado y esperado largamente, con huellas profundas en el imaginario europeo. Para llevar nuestra reflexión a un nivel mayor de profundidad no hay que perder de vista que la primera gran consecuencia del Descubrimiento fue la unidad del mundo y la universalidad de la historia, una forma incipiente de globalización podríamos decir. Carece de verdadera relevancia para la historia filosófica que estamos contando que Colón no fuera el primer navegante europeo que arribó a las tierras americanas o que el viaje concluido en Guanahaní no haya sido tal vez el primero de Colón. Su deuda con los conocimientos náuticos y cartográficos de portugueses e italianos tampoco resta importancia al gesto descubridor. Con este viaje comienza, según indica P. Chaunu, “la mutación jamás habida del espacio humano”(1969: XV). A partir de ese momento los hombres pudieron llegar a conocer la Tierra en su totalidad y a reconocerse, unos a otros, como iguales, como pertenecientes al mismo género humano. Así se explica el éxito del llamado “Pseudovespuccio”, es decir, del Mundus Novus (1503), que alcanzó doce ediciones rápidamente y llegó a las cincuenta antes de la mitad del siglo, y de las Quatuor navigationes (1504), ambas obras atribuidas en la época a Americo Vespuccio. Especialmente con la primera comienza la leyenda de América, el mito del Nuevo Mundo (expresión pronto acuñada por Pedro Mártir de Anglería que aparece en el escudo de Colón) (M. Ballesteros Gaibrois 1985: 10-11). En más de un detalle, Utopía vale como justificación de la tesis de que el Descubrimiento resulta un factor decisivo para el desencadenamiento de este género moderno. En primer término, cabría atender a la figura del narrador principal, Hythlodaeo, que hará el relato “más fascinante acerca de hombres y tierras desconocidas” (Utopía: 6). Marino portugués con rasgos de filósofo humanista, se lo presenta como compañero de los tres últimos viajes de Américo Vespuccio. El recurso a una permanencia adicional de Hythlodaeo en las tierras descubiertas autoriza una descripción de éstas y de algunos rasgos de su gente, preñada de mitos y leyendas, si bien Moro ridiculiza los relatos fabulosos tradicionales. Todo, empero, queda velado por el misterio que va abriendo un espacio para la Republica Utópica, incluido el recurso de citar tres pueblos (los polyleritas, los acorianos y los macarenses) que operan a modo de representaciones preparatorias y

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parciales de Utopía. Allí, se cuenta, Hythlodaeo ha vivido más de cinco años y sólo la obligación de darla a conocer lo ha arrancado de ella. No queda claro dónde, pero la isla Utopía está en algún lugar del Nuevo Mundo cuya localización han olvidado preguntar al viajero tanto Moro como P. Egidio, se señala en la carta-dedicatoria. El relato de Hythlodaeo confunde más que aclarar a los oyentes: impreciso el puerto en el que se despiden de Vespucio y, más desdibujado aun, el itinerario difícil y riesgoso a través de paisajes y ciudades de latitudes diversas, incluida la salida de Utopía hasta el arribo casi milagroso a Sri-Lanka y el posterior encuentro de naves portuguesas en Calicut. Más adelante se repite la referencia al Nuevo Mundo, ya en términos de valoración positiva, con respecto a la costumbre europea de hacer caso omiso de la hermandad natural entre los hombres y, por consiguiente, realizar pactos para luego violarlos: “Mas en aquel orbe nuevo de la tierra, al que el círculo ecuador separa de este nuestro apenas tanto cuanto difieren la vida y las costumbres, no hay confianza ninguna en los pactos” (Utopía: 102). El desprecio por el oro, el comunismo de bienes, la sencillez de las costumbres, cierto hedonismo natural, son algunos rasgos de la imagen del “buen salvaje” que Moro ha recuperado también de los textos de los viajeros. Sin ubicación precisa en la representación del globo terráqueo que penosamente se va construyendo en la época, el “no-lugar”, así, se manifiesta como espacio americano, tierra sin mal de los orígenes, donde los sueños de justicia, imposibles ya en el viejo continente, pueden tener cabida. América se configuró muy lentamente como objeto de conocimiento para los europeos. Ello explica que Colón, demasiado confiado en su visión del mundo y en los sueños de su propia cultura, haya muerto con la incertidumbre acerca del hallazgo del nuevo continente. En estricta correspondencia con este fenómeno, desde los inicios de la labor descubridora y de conquista, América fue el continente utópico por excelencia. Con la filósofa española María Zambrano, sostengo que la nostalgia y la esperanza son las dos fuerzas del corazón humano que constituyen la matriz utópica de la historia (1991: 286-296). La nostalgia del Paraíso perdido, de los Lugares Santos, de míticas ciudades e Islas Bienaventuradas, y la esperanza de encontrarlas estuvieron en la base de la manía descubridora de Colón y, a la vez, provocaron la serie de “encubrimientos” con los cuales el hombre europeo ocultó las diferencias, la “ajenidad” u “otredad” de América. Paraíso, lugar de la utopía o, simplemente, caos (G. Scheines 1991), América será el espacio que

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los europeos pretendan arcilla, virtualidad pura, sin lenguas, sin tradición y sin historia, pero, al mismo tiempo, lugar propicio para realizar los deseos no cumplidos en el Viejo Continente (H. Cerrutti Guldberg 1989: 111-119). Colón habló de la “multidumbre” de pueblos que iba encontrando en sus viajes. Pero, en definitiva, el “salvaje” fue para el conquistador un ser humano abstracto (cuya humanidad quedó definitivamente confirmada por la Bula de 1537 de Paulo III), en general, inferior y, en el mejor de los casos, “bueno”. Sin embargo, la formación traumática de un continente mestizo igualmente resultó una consecuencia mayor del Descubrimiento y no sin efectos sobre el devenir de la utopía. Muchas son las huellas de las utopías renacentistas en la producción bibliográfica y en las prácticas e instituciones que fueron apareciendo en el territorio americano durante los años posteriores a la publicación de la obra de Moro. A modo de simple ilustración, podemos citar brevemente tres instancias en momentos diversos del período hispánico: 1)

La presencia de la utopía en la doctrina y labor de los primeros franciscanos en América, quienes estaban convencidos del “buen natural” de los indígenas, débiles pero menos corrompidos que los españoles, y con el signo de la elección divina en su pobreza y desnudez. Sin embargo, pese a su opción por estos marginados, consideraron a los nativos material providencial de un programa conforme a sus esperanzas escatológicas. En este contexto de pensamiento, no es de extrañar la influencia de T. Moro, así como la de otros humanistas (F. Gil 1993: 151), cuyas obras aparecen en las bibliotecas indianas y hay afirmaciones explícitas del carácter decisivo de esta influencia por parte de los protagonistas tempranos o más tardíos de la evangelización. Ilustro con el ejemplo de Vasco de Quiroga en su Información en Derecho (1535) al Consejo de Indias sobre las Juntas Eclesiásticas de 1532, donde manifiesta gran reverencia a la Utopía de Moro, el cual “como inspirado del Espíritu Santo, sacó las ordenanzas y muy buen estado de república... de donde como de dechado se sacó mi parecer” (F. Gil 1993: 198).

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La interpretación en clave utópica (Platón/Moro) de la creación, organización y vida cotidiana en las reducciones jesuíticas por José Manuel de Peramás. Hay que recordar que la Compañía de Jesús fue fundada veinticinco años después de la aparición de Utopía y una de sus realizaciones modernas fueron las reducciones del Paraguay. En el momento particularmente dramático de la expulsión, este jesuita que había estado en las Misiones, escribió en clave ucrónica De administratione guaranitica comparate ad Republicam Platonis commentarius (1793) como apología del “sacro experimento” que es el texto indispensable para un estudio filosófico y político de las reducciones guaraníticas. La apelación a Platón en el título y a lo largo del texto resulta, así, un recurso retórico prestigioso que facilita el encomio con su simple mención. Tal recurso se amplía en tanto Peramás no trabaja sólo con República, sino que relee también los diálogos en los que se hacen presentes los mitos fundacionales (Timeo y Critias), tendiendo a identificar América con la Atlántida platónica, puesto que en esas obras se encuentran “algunos vestigios concretos de América” (1946: 114). Ex post facto, entonces, se propone el objetivo de investigar si existió “alguna vez en el mundo” la república platónica, dando por descontado que podrá probar la hipótesis que preside el texto: “abrigamos la esperanza de poder demostrar que entre los indios guaraníes de América se realizó, al menos aproximadamente, la concepción política de Platón” (1946: 19-20). Esto se hace, obviamente, para describir la república cristiana en el Nuevo Mundo, hecha posible por la contaminación escasa de los indígenas “reducidos” con los hombres y prácticas del Viejo, en virtud del aislamiento territorial y lingüístico impuesto por los jesuitas. Sin embargo, lejos de ser el pretendido estudio comparativo entre la organización y vida de las reducciones y el diseño platónico, la obra es reveladora de la forma final en la que quedaron plasmadas la experiencia concreta de los Padres y la influencia de tradiciones indígenas, de las Leyes de Indias, de la teología jesuítica y de la impronta utópica, todo ello realzado con la consulta erudita de fuentes de procedencia dispar.

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La utopía indígena y andina elaborada por Felipe Guamán Poma de Ayala quien constituye el símbolo del “utopógrafo” andino. Su Nueva corónica y Buen Gobierno, carta escrita a Felipe II, fue dirigida en la redacción final a Felipe III (1980). Verdadera enciclopedia andina, ofrece una larga y compleja versión del pasado inca y una descripción de su organización, costumbres, religión, etc., conlleva la crítica minuciosa del presente colonial, sugiere soluciones a los problemas que señala y plantea una visión utópica. Con la Historia de los Incas de Martín de Murúa, ofrece el más importante conjunto de representaciones gráficas de la época (trescientos dibujos para mil folios de texto). El elemento crítico de toda utopía es fácilmente discernible tanto en el texto como en los dibujos, si bien no siempre aparece una imagen negativa de la conquista. En la medida en que la lectura del pasado se relaciona en la Corónica con el futuro, se discierne el elemento utópico descriptivo propiamente dicho en amplia consonancia con las líneas maestras trazadas por Moro.

El otro componente de la utopía que me interesa destacar, justamente porque en nuestros días lo ponemos en cuestión, es el de la racionalidad moderna. Ni los movimientos mesiánicos y milenaristas, ni la revisión de los textos antiguos paganos y cristianos, ni el impacto del Descubrimiento hubieran dado lugar a la utopía sin una aceptación básica de la centralidad del hombre y de una concepción de la razón, ya no similar al mero discurrere, según el modelo de la razón medieval, sino “dotada de aportación propia” (S. Rábade Romeo 1994: 69) e instrumento de un saber crítico –metódico-, sólo atribuibles a la racionalidad moderna. En tanto lumen naturale, para recordar la denominación medieval adaptada por Descartes, a la razón se le adjudica la función de volver al hombre trasparente para sí mismo y, desde este autoconocimiento de su propia naturaleza, emprender la organización del reino humano (la vida social y política) y el dominio del mundo no humano. El ideal de rigor racional es matematicista, por ende, no-histórico e independiente de la experiencia, y, en principio, derivado de la geometría. En Utopía se enuncian las condiciones de posibilidad de la vida social. Éste es el núcleo del discurso justificativo propiamente dicho, que se desliza, explícita o subrepticiamente, entre los otros dos. A mi juicio, la idea de la legitimidad de un derecho y de una religión naturales, vale decir, con fundamento en una naturaleza humana racional,

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y la impostación de la tolerancia como virtud social que hace posible la vigencia de ambos y dinamiza el necesario equilibrio entre igualdad y libertad son las contribuciones mayores de Utopía. La descripción de la ciudad ideal resulta así instrumental para la representación de su posibilidad. Lo importante, a mi juicio, es recuperar el carácter innovador, casi revolucionario, de la Utopía en este juego de fuerzas entre la libertad y la igualdad, que permite el despliegue de la tolerancia moderna (1992: 196). Cuando la modernidad política vaya culminando, siglo y medio más tarde, el recurso utópico de la tolerancia irá desapareciendo gradualmente de las preocupaciones de los filósofos. La religión, arena paradigmática de la contienda, corresponderá a la dimensión privada de la conciencia, según ya comienza a sostener Baruch Spinoza. En este sentido, dado que existe una luz natural, común a todos, “cada uno tiene por sí mismo el derecho de pensar libremente, incluso sobre religión, y no se puede concebir que alguien pueda perderlo” (1986: 218). Por todo lo dicho Utopía ha sido considerada por varios estudiosos como una obra clave de la Modernidad: “agenda del mundo moderno”, según K. Kumar (1991), representación de la antropología jurídica que fundamenta el derecho natural (P.F. Moreau) y texto decisivo para el pensamiento feminista (G. Bouchard 1992). A partir de las críticas de K. Marx y F. Engels (Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wissenschaft, 1882) a lo que denominaron el “socialismo utópico” (el de R. Owen, Ch. Fourier, H. de Saint-Simon y E. Cabet, entre otros) y al cual opusieron su “socialismo científico”, numerosos autores han insistido en críticas severas considerando “quimeras irrealizables” las utopías socio-políticas . Más allá de la adscripción de tales detractores, se disciernen dos grupos de críticas. Uno más general, que subraya la ineptitud de la utopía para inscribirse en el presente, para tomar ingerencia en los compromisos tácticos o estratégicos exigidos por la acción política. Otra crítica, más compleja y enmascarada, acusa a la utopía de infidelidad hacia su propia vocación liberadora, entendiendo que, en vez de asumir su función de sueño social, ha encerrado a los sujetos socio-políticos en estereotipos ideológicos. Por ello, la utopía se ha convertido en responsable de una esclerosis de la imaginación social y de una desfiguración de la filosofía política, habiendo igualmente disecado la función mítico-simbólica y traicionado las promesas de la razón política moderna. La utopía, entonces, también puede ser vista como un ejemplo del autoritarismo de la razón moderna, un sistema cerrado de

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dominación más, un esfuerzo por congelar el tiempo, por geometrizar la vida (G. Lapouge 1978) y, sobre todo, por disponer de la libertad de los seres humanos, como se indica en el famoso libro de Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1957). Si a lo largo del siglo XX abundaron las críticas de los mismos pensadores de la izquierda contra las formas de entender el marxismo en la Unión Soviética, diversos analistas consideraron el derrumbe del Muro de Berlín como el fracaso de uno de los intentos utópicos de mayor envergadura –el socialismo soviético. A raíz de esto, se tornó usual un juicio apresurado acerca de la muerte de la utopía. Pero hay muchos indicios de que no ha muerto. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días se han escrito diversos textos utópicos y antiutópicos que reflejaron los temores y las esperanzas de las sociedades, se produjo un nutrido abanico de estudios sobre lo utópico y la utopía y surgieron diversos intentos de prácticas utópicas de signo a veces opuesto (por ejemplo, el movimiento hippie o el kmer rouge). Ante la ruina de la Unión Soviética, en donde se produjo la conversión de la utopía marxista en la antiutopía de un estado totalitario, Viktoria Chalikova (L.T. Sargent 1998) propone un renacimiento de la utopía, y K. Kumar atiende a su renovación en el seno de los movimientos ecologistas y feministas (1991: 99107). Todo esto significa que la utopía reaparece en nuestros días como una forma del pensamiento todavía vigente, con enorme capacidad de sobrevivencia, de resistencia y de renovación. Cabe reconocer, sin embargo, que ciertas prácticas envilecedoras y totalitarias cuya raíz puede ser calificada de utópica, sumadas al sentido peyorativo de la crítica marxista y de la conservadora, han provocado un oscurecimiento de su sentido positivo. Por consiguiente, se vuelve necesaria una reflexión sobre ella que tome en cuenta la riqueza de las relaciones complejas que guarda con la realidad. Sin ignorar los peligros que encierra la utopía, otros autores valoran esta forma de dar significado, dignidad y coherencia al azar de la vida histórica a través de elementos de oposición y desacuerdo con lo existente que posibilitan el distanciamiento, la reflexión profunda y el diálogo(M. Lasky 1985). Sintetizo algunas de las preguntas que hoy se plantean en este debate: ¿somos ya, y definitivamente, “postutópicos”?; ¿qué pasa hoy con la utopía?; ¿no necesitamos de más utopía para contrarrestar las tendencias distópicas?; ¿debemos contrariar la propensión utópica de nuestro pensamiento porque las fantasías utópicas poco han de servir a nuestro mundo? Esto último nos retorna a nuestro tiempo, a preguntarnos por los

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modos de prosecución contemporáneos de la narración que venimos haciendo. En efecto, podemos encontrar motivos fundados para sospechar que la introducción de esta literatura crítica y didáctica, que desde su propio canon interno implicaba el anhelo de una transformación racional del hombre y de la sociedad, no sólo tuvo consecuencias importantes en el pensamiento y las prácticas de la época y de la Modernidad en general, sino que guarda para nosotros todavía una parte de esa significación. Todo parece indicar que, sin embargo, no podríamos dejar de ser utópicos para vivir en el mero presente. Por ejemplo, cuando se reflexiona sobre la palabra ahora, al pronunciársela como referencia al momento que estamos transcurriendo, puede encararse una sucinta descripción fenomenológica (cuyos maestros ilustres han sido S. Agustín, Hegel y Husserl) que tiene la virtud de volver manifiestos su espesor y potencia utópica. Si nuestro ahora estuviera constituido por el mero átomo temporal durante el cual lo pronunciamos, sencillamente, no seríamos humanos. Lo somos, porque este ahora es denso, temporalmente hablando. Toma forma en nuestra conciencia desde el futuro. Para decirlo metafóricamente, nuestro ahora toma carne y sangre desde la vida y la muerte que se extienden por delante, en un por delante que es un ya está más un todavía no completo. Desde el enigma de la posibilidad –el acto virtual-, se decide el acto real que determina nuestra existencia. El ahora está siempre mediado por un luego, más o menos inminente. Esto quiere decir que el presente y el pasado son mediados por el futuro. Nos preguntamos, en cada caso: ¿quién pone el futuro?; ¿para qué?; ¿para quiénes? Una de las formas históricamente privilegiadas de poner el futuro es desde el “ningún lugar” (el ou-tópos) de la utopía. Parece que las personas necesitamos de imágenes positivas del porvenir (eutopías) para poder luchar contra un presente deshumanizador, cosificante, robotizante, que devora nuestra sustancia. También necesitamos antiutopías ( o distopías), esas imágenes negativas del futuro que, al mostrarlo como proyección ampliada del presente, conjuran el infierno. Por ello, y a pesar de algunas expresiones históricas particulares, las utopías se muestran como donantes de libertad. Esta libertad de la utopía no la realizan los seres humanos en su aislamiento de individuos, sino en comunidad, en la hermandad (sororidad / fraternidad) de l@s iguales. Se trata, así, de la libertad necesaria para hacernos cargo del mundo, darle cobijo en nuestras manos, hasta el límite de lo posible. P. Ricoeur (1989: 58) sintetiza los recursos del pensamiento y de la imaginación que la utopía pone en juego y su función específica del modo siguiente:

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“Desde ese ‘ningún lugar’ puede echarse una mirada al exterior, a nuestra realidad, que súbitamente parece extraña, que ya no puede darse por descontada. Así, el campo de lo posible queda abierto más allá de lo actual; es pues un campo de otras maneras posibles de vivir”. Con el objeto de ordenar la atribución del carácter de utopía o de utópico a obras literarias y movimientos sociales y políticos, A. Neusüss señala tres variantes principales de la utilización del concepto: la relacionada con la forma literaria de la novela utópica, el concepto histórico-intelectual e histórico-científico y, empleando terminología de M. Horkheimer, el concepto intencional de la utopía (:16) (cuya necesidad fenomenológica acabo de exponer en el párrafo precedente). Esta distinción obedece indudablemente al hecho de que la primera manifestación expresa de la utopía, la obra de Moro, tiene el carácter de una “novela del Estado” (Staatsroman). Ya en el siglo XVII, la palabra se extiende a obras directamente teóricas o programas que exponen los principios básicos de una sociedad óptima sin recurrir al aparato novelesco y los escritores de utopías reciben el nombre de “utopógrafos”. Con el transcurso del tiempo, va adquiriendo significaciones plurales y, todas ellas, hablan de una “propensión utópica” del hombre, de una “vocación utópica”. La distinción, por otra parte, no significa su separación de hecho en cada caso. En las tres variantes, la utopía ha sido más bien expresión de una reflexión teórico-social que pone énfasis en lo político. Dejar de hacer utopías, equivaldría, entonces, a dejar de soñar, a matar la esperanza. Indudablemente, se deben a E. Bloch los análisis más minuciosos de las múltiples manifestaciones de esta intencionalidad utópica, vinculados con una renovación de la teoría hegeliana de la posibilidad. Según Bloch, la función utópica es “una función trascendente sin trascendencia”, que tiene como asidero y correlato un proceso que se encuentra en la esperanza y en el presentimiento objetivo de “lo que todavía-no-ha-llegado-a-ser-lo-que-debiera”(1977: I 135). En definitiva, hija primogénita de la razón moderna, la utopía concita adhesiones entre quienes estipulan que la humanidad sólo puede realizarse sobre bases mínimas racionales o, por el contrario, rechazo entre los que miran como productos exacerbados de esa misma razón ciertas prácticas criminales, organizadas y masivas del último siglo. Que el V Centenario del Descubrimiento de América haya sido el acontecimiento que, en la rememoración de los inicios de la Modernidad, nos colocó frente a una obligada consideración de la utopía otra vez constituye un fenómeno cultural notable en el

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momento de auge del pensamiento posmoderno con su prédica del fin de la historia, de las ideologías y de las utopías. Diversos pensadores, quizá por estrechez de la mirada filosófica, han considerado la Utopía moreana como una obra menor del Renacimiento. Por el contrario, oponiéndome a ellos, en el artículo he intentado una exploración de los motivos válidos que ofrece para orientar la reflexión contemporánea. Así, luego de señalar ciertos rasgos de la filosofía renacentista en su vinculación con el Descubrimiento de América y los momentos iniciales de la conquista y la evangelización, he esbozado un cuadro de la importancia del utopismo y de las obras de forma y/o contenido utópico de la Modernidad y he mostrado la impronta del pensamiento utópico en nuestros días, subrayando la perdurabilidad y carácter positivo de la intencionalidad utópica en abierta confrontación con sus críticos. Para la relectura contemporánea de Utopía, entre otras tareas, creo que ha llegado el momento de retomar la propuesta de una “crítica de la razón utópica” emprendida pocos años atrás por F. Hinkelammert (1984). En la búsqueda de las condiciones de posibilidad del pensamiento utópico, debemos reaccionar con pareja severidad contra el ingenuo utopismo tradicional como contra la “ingenuidad utópica” encerrada en las críticas que hoy se enarbolan contra la utopía, las cuales, en definitiva, logran obturar propuestas de alternativas a lo dado. El establecimiento de una “relación racional” con el mundo utópico que de una u otra manera acompaña toda la historia humana y, desde ella, la reconsideración de los marcos categoriales de las teorías e ideologías sociales actuales podría constituirse en objetivo y efecto de esta “crítica de la razón utópica” que en el siglo XXI aun estamos necesitando. Pero desde este extremo sur de Latinoamérica mi narración filosófica toma ahora un sesgo particular que tiene que ver con esa singularidad que queda marcada a partir de los momentos iniciales de la colonización y de la evangelización donde la impronta de las utopías de origen europeo fue decisiva. Con esto me estoy refiriendo a la situación particular de los filósofos en Latinoamérica. En tanto el pensador europeo se siente parte de una cultura que, al menos desde el siglo IX, se desarrolla en el marco más o menos fijo de un conjunto de pueblos que no sufre alteración significativa alguna en su composición, el latinoamericano pertenece a culturas nuevas y sincréticas que integran de maneras más o menos claras, más o menos conflictivas, elementos de varia procedencia. Al elemento indígena, hoy de presencia dispar en los diversos países, se une el español, y a

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éstos, los aportes de las culturas negras y asiáticas que la trata de esclavos importó. Hacia fines del siglo XIX, y en sucesivas oleadas hasta el presente, diversos grupos europeos y del Extremo y Cercano Oriente, en menor escala, vinieron a sumarse a los anteriores. A esto a de añadirse un permanente carácter de dependencia de los países centrales, común a todos los pueblos latinoamericanos, ya sea en las formas abiertas del dominio político, ya en las encubiertas del dominio económico, que comportan un sojuzgamiento en los otros componentes de la cultura. La filosofía latinoamericana nace y se desenvuelve, en términos generales, como resultante de esta situación, pero de espaldas a ella. Heredera de la tradición escolástica española primero y, luego, de las corrientes del pensamiento prestigiosas en los centros de poder, se encuentra condenada al fracaso ab origine, a despecho de la multiplicidad de pensadores y obras que la historiografía registra.

No estoy postulando con esta

descripción que el pensamiento de otras latitudes deba ser desdeñado por los pensadores latinoamericanos. Indigenismo y europeísmo constituyen los extremos de una dicotomía falsa que oculta una realidad sincrónica y diacrónicamente mucho más compleja y matizada. La situación recién bosquejada conduce a la dramática pregunta por la posibilidad de una filosofía latinoamericana integradora, que no se constituya sobre negaciones, sino que tome en cuenta también las formas de pensamiento originarias de los pueblos latinoamericanos. Hemos de preguntarnos por los alcances de la tradición y del lenguaje en los que ha de inscribirse el pensamiento filosófico. Esto es: las características del nacimiento y desarrollo de la filosofía latinoamericana imponen una revisión crítica de las fuentes, circunstancia sociopolítica, inflexiones propias y vigencia de la obra de cada filósofo latinoamericano, puesto que el conjunto de la labor de los filósofos latinoamericanos constituye, en un sentido más inmediato, la tradición filosófica propiamente dicha. Pero esta revisión no basta. Las categorías más originarias del pensamiento latinoamericano, en donde ha de abrevar necesariamente el pensador, se muestran con mayor espontaneidad y fuerza bajo las formas del pensamiento literario, político, económico, etc., y en el lenguaje mismo de las múltiples comunidades que integran el colorido paisaje de la humanidad latinoamericana.

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Ya en el final de la narración que comenzó con Utopía de Tomás Moro en el siglo XVI, me atrevo a plantear mi esperanza: la de un retorno también a las formas no filosóficas del pensamiento y al suelo natal del lenguaje de nuestros pueblos como condición de posibilidad para delimitar la tradición que se constituya como efectiva matriz y permita la presencia y el desarrollo de una filosofía latinoamericana capaz de hacer una contribución generosa y auténtica a la filosofía universal, ahora entendida como el horizonte de una reflexión ética en sentido fuerte: una reflexión crítica, dialógica e intercultural sobre nosotros mismos y los espacios de convivencia que hemos de generar para nuestro propio desarrollo y el de todo lo viviente, incluídas las generaciones que han de proseguirnos. Bibliografía Abellán, José Luis, “El pensamiento renacentista en España y América”, en L. Robles (ed.), Filosofía Iberoamericana en la época del Encuentro, Madrid, Trotta, 1992, pp. 155-191. Ballesteros Gaibrois, Manuel, Cultura y religión en la América prehispánica, Madrid, BAC, 1985. Bareiro Saguier, Rubén, Duviols, Jean-Paul (intr. y ed.), Tentación de la utopía. La república de los jesuitas en el Paraguay, prólogo de Augusto Roa Bastos, Barcelona, Tusquets/Círculo, 1991. Baudot, Georges, Utopia e storia in Messico. I primi cronisti della civiltà mexicana (15201569), Milano, Biblioteca Francescana, 1991. ----- “Les missions franciscaines au Mexique au XVIème siècle et les ‘Douze Premiers’, en Società Internazionale di Studi Francescani, Diffusione del francescanesimo nelle Americhe, Atti del X Convegno Internazionale, Assisi, Università di Perugia, Centro di Studi Francescani, 1984, pp. 121-152. Beuchot, Mauricio, “Filósofos Humanistas Novohispanos”, en L. Robles (ed.), Filosofía iberoamericana en la época del Encuentro, Madrid, Trotta, 1992, pp. 281-307. Bloch, Ernst, El principio esperanza, Madrid, Aguilar, 1977. Bonilla, Alcira, “El pensamiento filosófico en Iberoamérica”, en Revista de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, 12, 1987, pp. 3-8.

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