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Igor Barrenetxea Mara ñón
GUERRAS OLVIDADAS: CHECHENIA FORGOTTEN WARS: CHECHNYA Resumen La decisión por parte de Rusia de invadir Chechenia a finales de 1991 provocó una situación en el Cáucaso desastrosa. Este artículo analiza la historia de las dos intervenciones rusas en este pequeño país del Cáucaso, hasta su situación actual. Pero, además, destaca cómo el cine ha respondido de una manera concreta a estos hechos. Si en la primera guerra chechena el director ruso Sergei Budrov elaboró un filme, El prisionero de las montañas (1996), sensible y responsable con los derechos humanos, ayudando a deslegitimar la violencia empleada en este territorio, en la segunda intervención, Nikita Mikhalkov, en su filme Doce (2008), demuestra la importancia ideológica que cobra el cine como revelador del modo en el que la sociedad rusa, cambió de parecer, y la justificón. El cambio fundamental del discurso cinematográfico nos ayuda a entender mejor como el cine codifica la realidad y ayuda, incluso, a redibujarla de un modo completamente diferente. Lo que nos demuestra la manera en la que la historia y el cine están íntimamente ligados. Palabras clave: Chechenia, Rusia, Cine, Historia, Conflictos. Abstract Russia decided to invade Chechnya at the end of 1991 and provoked an appalling situation in the Caucasian region. This article deals with the history of those two Russian invasions of Chechnya –from their origin until the current situation– through the Russian film industry of this conflict. Moreover, this article focuses on different discourses of the film representation of the Chechen conflict. While ‘Prisoner of the Mountains (1996)’, directed by Sergei Budrov, is a sensitive and respectful film in which there is a favourable discourse of defence of human rights, ’12 (2008)’, directed by Nikita Mikhalkov, presents a Russian nationalist discourse, whose influence on Russian society portrays the change of attitude towards the conflict and its justification. Hence both films are crucial in order to understand the elaborate discourses about present conflicts and prove the close link between politics and film representations. Keywords: Chechnya, Russia, historical films, contemporary History, conflicts. JEL: H56, N94.
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urante buena parte de los años 90 la intervención rusa en Chechenia estuvo en la primera página de todos los diarios internacionales. La nueva Rusia parecía no haber aparcado sus aspiraciones imperialistas ¿Qué había motivado la repentina e inesperada intervención de la Rusia de Yeltsin? El fin de la URSS había traído consigo un proceso imparable de creación de nuevos países. En el Báltico, Lituania, Estonia y Letonia se habían separado pacíficamente. En el centro, nacían las Repúblicas de Ucrania y Bielorrusia, además de Moldavia, Kazajstán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguizistán, Tayikistán; en el Cáucaso, Armenia, Georgia y Azerbaiyán que, a su vez, se separaron en Abjasia, Osetia del Sur y Karbaj. “En el Cáucaso, la lucha por la libertad y la independencia de Rusia”, señala críticamente Wojcjiech Jagielski, “se transformó rápidamente en una lucha por la libertad para cada una de las naciones por separado” (Jagielski, 2009: 56). El desmembramiento de lo que fue el Imperio soviético era un hecho incontestable hasta que, repentinamente, el héroe de Moscú, Boris Yelsin juzgaba que la independencia de Chechenia (1991) era ilegal. Y en diciembre de 1994, ordenaba la rápida intervención del ejército federal para restituir su autoridad, tras tres años de inercia política. Se aludió a una presunta defensa de la minoría rusa en Chechenia, como excusa para intervenir e invalidar la secesión. En todo caso, esta decisión se iba a convertir en la herida sangrante del nuevo Estado heredero de la URSS, un conflicto aún irresuelto, que iba a propiciar dos guerras en la región. Se iban a anular los derechos humanos, a contabilizar miles de muertos civiles y, finalmente, se iba a crear un germen sostenido de temor ante el terrorismo checheno. Los comportamientos militaristas rusos no parecían haberse acallado con la nueva realidad política reinante. Emergían los viejos y manidos recursos del imperialismo zarista como partes de unas señas de identidad propias, con la vana pretensión de que esto iba a procurar a la nueva Rusia una “cohesión nacional, que los rusos tanto echaban en falta” (Serra i Massansalvador, 2005: 162). En los siglos XVIII y XIX, los chechenos protagonizaron dos grandes revueltas contra el poder ruso, lideradas por Mansur Ushurma y el imán Shamil, respectivamente. La Revolución rusa derivó a que en 1920 se suprimiese el emirato del Cáucaso Norte compuesto por los chechenos y varios pueblos de la región. Si bien, los cambios administrativos se fueron sucediendo. Lenin creó la República soviética de las montañas. Dos años más tarde, en noviembre de 1922, pasó a ser una región autónoma y, finalmente, en 1934, Stalin la unió a Ingushetia. Pero no sería hasta diciembre de 1936 cuando se le otorgaría el rango de república (aunque no al mismo nivel administrativo que Georgia o Armenia). Sin embargo, la invasión de la Unión Soviética por parte de la Alemania nazi el 22 de junio de 1941, hizo que la situación se viese alterada. La ocupación de una parte del Cáucaso por parte de la Wehrmacht en 1942 condujo a que, tras su liberación, Stalin juzgara que los chechenos e ingushes habían colaborado con el denostado nazismo (Beevor, 2000: 133). Por ello, la casi totalidad de la población fue expulsada y deportada a Asia central. Tras la muerte de Stalin, Jruschov rehabilitó a estas poblaciones y, en 1957, pudieron regresar a sus territorios. Con los años del aperturismo posibilitados por Gorbachov, los chechenos crearon la Confederación de los Pueblos Montañeses del Cáucaso (CPMC), de carácter pancaucásico, con sus milicias armadas. El fallido golpe en Moscú aceleró todos los movimientos de secesión en el interior de la URSS. En Chechenia, el líder del Soviet Doku Zavgáev apoyó al Comité golpista, no así Dzhojar Dudáyev que se mantuvo firme, revelándose contra aquellos que pretendían volver al status anterior. Toda la región podría calificarse como un gran mosaico, Núm. 11 (primavera 2010)
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definida por docenas de etnias, nacionalidades, identidades, tradiciones históricas y creencias que la han convertido en un polvorín volátil e inestable, como se ha podido demostrar en la reciente guerra por el control de Osetia del Sur por parte de las tropas rusas y georgianas.
Chechenia en vísperas de su independencia Este territorio del Cáucaso, junto a la República de Georgia y Rusia, con una población de un millón y medio de habitantes, con capital en Grozny, dispone de una composición étnica de un 58% de chechenos y uno 23% de rusos, aparte de tener otras etnias como armenios, ucranianos, kumikos, ingushos, etc., en su mayoría de religión musulmana. El sustento de la economía chechena venía vinculado a la extracción y refinado del petróleo, si bien, existía una economía tradicional basada en la agricultura y la construcción. Pero los chechenos fueron discriminados en esta sociedad en el desempeño de las labores productivas, reservándose los rusos los mejores puestos en la floreciente industria petrolera y cargos relevantes en instituciones públicas. A esta situación debemos añadir el descontento provocado por algunos incidentes aislados entre la población chechena en su retorno y la población residente. Pero no sería hasta una fecha tan tardía como 1990 cuando el movimiento nacionalista checheno abogó por la autodeterminación, empujado por un partido político de nueva creación, el Congreso Nacional del Pueblo, que eligió a un general soviético de origen checheno como presidente, Dzhojar Dudáyev. Sin embargo, el Congreso se enfrentó al Soviet Supremo, liderado por Doku Zavgaev, que aún controlaba las institucionales locales. Tras la disolución de la URSS, Chechenia no firmó el Tratado de la Unión y se separó de Ingushia. De hecho, se iba a impedir la celebración del referéndum para la Constitución de la Federación Rusa. En primera instancia recibió las bendiciones de Yeltsin. Se disolvió el Soviet y del nuevo escenario salió elegido un Parlamento que proclamó la independencia de Chechenia. Las medidas adoptadas por el Gobierno ruso no fueron contundentes; aunque no se reconocía oficialmente su soberanía, se adoptaban decisiones que parecían dar a entender que se aceptaba, pactando incluso, la retirada de tropas rusas del suelo checheno. Pero sobre esa semiindependencia chechena pesaba la falta de un reconocimiento internacional. Antes de que esto se produjese, la política rusa cambió, y eso permitió que el asunto quedase como un asunto interno sobre el que la comunidad internacional poco podía decir. La actitud autoritaria del presidente Dudáyev, ante la falta de una tradición democrática, acrecentó el propio carácter anárquico de la sociedad chechena. Pero tampoco hay que olvidarlo, Chechenia acababa de salir de un largo periodo en el que la dictadura comunista había marcado sus formas de vida. El férreo control de un Estado centralista se había cambiado por una estructura abierta, con un gobierno que fue, rápidamente, preso de las ambiciones, la corrupción y las mafias. Chechenia se convirtió en un mercado abierto, especializándose en la venta de armas y el contrabando, realidad que no dejaba de ser beneficiosa para las mafias rusas, nacidas del fin de la URSS (Gakaev, 2005: 24). Dudáyev disolvió el parlamento, militarizó la sociedad y, finalmente, aplicó una política de equilibrios respetando los intereses económicos de los clanes tradicionales de la montaña afines (los de las estepas apoyaban a la oposición), y de las redes mafiosas vinculadas al presidente que Rusia tomó como una amenaza contra sus intereses. Porque, como afirma con pesadumbre Smith, el nuevo Estado “se había venido abajo a medio camino” (Smith, 2002: 224). Y todos Núm. 11 (primavera 2010)
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los posibles logros vinculados a la revolución interna, con los que Rusia podía haber influido positivamente, se difuminaron ante personalismos y redes de intereses creados.
La Primera Guerra de Chechenia (19941996) La creación del Congreso Nacional del Pueblo Checheno en 1991, influido por todo el espíritu de disgregación emergente existente en el seno de la extinta URSS, había dado paso a la proclamación de la República Autónoma de ChecheniaIngushetia. Tras años de silencio brotaba con fuerza el nacionalismo checheno, unido a un impulso favorable de sus rasgos islámicos, en su mayoría sunnies, que se vieron favorecidos por la construcción de nuevas mezquitas y en el impulso del culto a diversos lugares sagrados. En junio de 1992, el Soviet Supremo decide separar a Ingushetia de Chechenia. Los hechos parecían seguir los mismos cauces de otras repúblicas. Sin embargo, como apunta Taibo, Chechenia no era una república más, sino que ostentaba un rango menor dentro de la administración del Estado soviético. Esto, por supuesto, la iba a distinguir de sus vecinas Georgia, Armenia y Azerbaiyán, que iban a obtener una independencia sin ningún tipo de impedimento. En octubre de 1991, Dudáyev era elegido presidente con un apoyo aplastante de la población, en unas elecciones no del todo democráticas. El parlamento checheno proclamó, el 1 de noviembre de ese año, su independencia de forma unilateral de Rusia. El Kremlin, entonces, no reaccionó. Tenía asuntos más urgentes que atender. Se retiraron las tropas rusas acantonadas en suelo checheno. Y en mayo de 1992 se acordaba un reparto del arsenal soviético entre las dos partes. El nuevo presidente se comprometió a la igualdad de derechos entre chechenos y los miles de rusos afincados en Chechenia (cerca de 300.000), aprobando la cooficialidad de ambas lenguas. Pero la realidad fue otra cosa distinta. La minoría rusa comenzó a abandonar el territorio y las autoproclamadas instituciones del Estado no llegaron a funcionar como tales. Aún así, el equipo de fútbol de Grozni seguía jugando en la liga rusa. Existe una normalidad relativa (Waal, 2005: 184). A esto se le añadió la actitud autoritaria de Dudáyev, antiguo general de aviación, que empezó a contrariar a Moscú. La situación en el interior de Chechenia se complicó cuando este disolvió el 17 de abril de 1993 el Consejo de Ministros y el Parlamento, mostrando sus maneras poco democráticas, introduciendo incluso el toque de queda. Tanto el Tribunal Constitucional como el Parlamento declararon ilegales los decretos presidenciales. La desintegración de un poder central se fue evidenciando poco a poco, cuando representantes de cuatro teip chechenos llamaron a comparecer ante ellos a Dudáyev, que optó por no acudir. Además, la reacción del presidente fue inmediata, arrestando a varios líderes de la oposición y abriendo expedientes criminales a otros 22. Las medidas eran drásticas y exageradas. En julio de 1994 se proclamó la República Islámica Chechena y en septiembre, por decreto presidencial, la lengua chechena pasó a ser obligatoria en toda la república aunque la enseñanza dejó de ser gratuita. Pero ninguna de estas medidas atajaban la división interna de la sociedad. Al contrario, ayudaron a que se atomizara al romper la cohesión que les había dado la cultura tradicional hasta entonces. Los problemas intestinos no ayudaron a consolidar la soberanía chechena, al contrario, permitió que operaran grupos mafiosos y se abrieran antiguos enfrentamientos entre clanes, socavando una autoridad gubernamental tan necesaria en esos momentos. Una autoridad central que, por supuesto, había intentado continuar y emular el viejo Núm. 11 (primavera 2010)
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molde autoritarista de la tradición rusa. Sin embargo, al analizar la estructura de la sociedad chechena y su división en clanes (teip) y grupos de clanes (tojum) se explica su incapacidad, por venir sujetos y articulados entorno a una autoridad central. De ahí que su identidad dentro del clan era más importante que el aglutinante de la pertenencia a un Estado (PochdeFeliu, 2003: 334). La oposición política a Dudáyev, además, venía siendo amparada por Moscú, que había intentado mediante golpes de mano apartarle del poder sin conseguirlo, protagonizando varios actos violentos en los que incluso soldados rusos participaron directamente. El caso más notorio fue cuando la oposición, ante las medidas coercitivas adoptadas por Dudáyev, dirigida por Umar Avturjánov y financiada por Rusia, intentó tomar por la fuerza el Palacio Presidencial de Grozni, símbolo del poder, además de asaltar la televisión chechena. La agencia de noticias TASS celebraba el éxito de una operación orquestada por Moscú, que había sido un total fracaso. Las primeras informaciones revelaban el grado de intoxicación maliciosa y perversa que comenzaba a fluir sobre Chechenia. El engaño y la falsificación se iban a convertir en la única cara de la moneda. Pero, entre tanto, las condiciones de la vida en Chechenia empeoraban, los hospitales se quedaban sin medicamentos y las únicas escuelas abiertas eran aquellas sufragadas por los padres o bien en las que los maestros continuaban con su función de forma gratuita. La riqueza de aquellos que vivían del contrabando contrastaba firmemente con un Estado que era incapaz de sostener las mínimas atribuciones que le correspondían. Rusia había cortado las partidas presupuestarias que se ocupaban de atender muchas de estas necesidades. Se cerraron así mismo las fábricas, las refinerías y los complejos químicos. Por lo tanto, las condiciones imperantes en Chechenia, en general, eran sumamente negativas para un desarrollo armónico. El país, en todo caso, se había ido convirtiendo en paraíso para un floreciente mercado armamentístico ilegal que beneficiaba a partes iguales a chechenos y tramas mafiosas rusas, que colaboraban y recibían una parte suculenta de los beneficios al permitir el paso por su territorio. A fin de cuentas, la criminalización de la sociedad rusa venía en paralelo a la chechena en los años finales de la URSS, y se acabó por consolidar de una manera plena. De la misma manera, como señala Antonio Fernández Ortiz, ante la gravedad de este deterioro económico y social, hubo un notorio “reforzamiento de sus estructuras tradicionales” (Fernández Ortiz, 2003: 106). Así, cuando los rusos intervinieron en Chechenia, la militarización fue fácilmente impulsada gracias a este floreciente mercado ilegal de armas (heredero de la época comunista). Dudáyev movilizó a todos los hombres hábiles. Para agosto de 1994, contaba con un ejército personal de más de 3.000 hombres, armados en parte con los restos del arsenal militar ruso, aunque adquirió armas de los países vecinos para conformar un cuantioso arsenal. En diciembre de 1994, Yeltsin daba el visto bueno para el inicio de las operaciones militares en la zona. El fracaso del intento de tomar el Palacio del Presidente un mes antes, y la delincuencia permanente en el país, dieron lugar a que Yeltsin no quisiera andar a medias tintas. Por lo demás, se creía que sería un paseo militar, tal y como lo habían asegurado sus consejeros Nikolai Yegoroz y Oleg Lobov, y ello le permitiría ganar puntos ante una opinión pública rusa desilusionada. Pero entre tanto optimismo, el general Boris Gromov no sería la única voz crítica; auguró, no sin razón, que sería una lucha aún más sangrienta que la vivida en Núm. 11 (primavera 2010)
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Afganistán. Se justificó la intervención aduciendo fines honorables: pacificar la zona y restaurar el orden frente a la arbitrariedad de las mafias. Eso le hubiera permitido ostentar la baza de un oportuno éxito para darle mayor fortaleza política al presidente ante una situación económica y, por ende, social que se iba deteriorando ostensiblemente. Se pretendía paliar el fuerte desgaste del gobierno con una exitosa operación militar a la americana, pero bajo la excusa de cumplir una misión de justicia para salvaguardar el orden nacional (algo que no era cierto). El nuevo ministerio de Estado para las nacionalidades (Goskomnats) evaluaba y reducía la cuestión chechena a un mero aspecto “de orden público” (PochdeFeliu, 2003: 331). Así, la presunta denuncia de que Chechenia se había convertido en un centro operativo de actividades mafiosas (las había, pero de las que, curiosamente, las élites rusas era beneficiarias) fue junto a una presunta persecución, tachada de genocidio, de la minoría rusa, la excusa para iniciar la acción. Además, como último aspecto subsidiario, la intervención demostraría que Rusia era una potencia capaz de responder con fuerza a cualquier amenaza; y advertía a los territorios convulsos de Asia que se cerraba a una posible vía chechena (Taibo, 2004: 63). Chechenia no era un país propiamente rico, sin embargo, su posición era clave en el control de la arteria principal, el oleoducto BakúNovorossiisk que pasa por su territorio o la línea férrea que une RostovBakú. Un comercio que está en buena medida controlado por dos empresas rusas, Lukoil y Gazpron. La inestabilidad de Oriente Medio hacía que el precio del petróleo subiera, lo cual era una fuente importante de riqueza. Rusia necesitaba de esas divisas y, por tanto, controlar el petróleo para su débil economía. De todos modos, si las condiciones de vida antes de la guerra no eran buenas, todavía acabaron por empeorar más todavía para la sociedad chechena en general, con el fin de las aportaciones económicas de la Federación Rusa y ante las medidas de bloqueo a las exportaciones de petróleo y a las importaciones de productos esenciales para la población. Los altos beneficios del refinado de petróleo “volaron” (Smith, 2002: 236). Con altas tasas de desempleo y con una sanidad y sistema educativo que, literalmente, “se vinieron abajo” (Vázquez Linan, 2008: 38), la realidad chechena venía condicionada por un futuro muy negro que la guerra ayudó a acrecentar. La vía militar, una vez más, como sucedería en Corea, Vietnam o Afganistán, no iba a resolver la complicada situación e iba a volver a meterles en el atolladero de un conflicto sin fin. El Kremlin, de todos modos, había apoyado a aquellos sectores de la sociedad contrarios a Dudáyev. Esto posibilitó, a su vez, un cierto debilitamiento entre las diversas facciones que parecían ofrecer el cariz de una guerra civil (Gakaev, 2005: 28), aunque también propició una “prolongada guerra de guerrillas” (Smith, 2002: 244), que desgastó al ejército ruso. Aún con todo, el mismo Gobierno ruso confirió a la guerra un carácter de asunto doméstico que pretendía resolver como si tratara contra unas partidas de revoltosos. El férreo control de los medios fue otra guerra paralela y encubierta para imponer una visión del conflicto que, además, estaba teñida por las prácticas desarrolladas de guerra sucia contra la población civil (con bombardeos indiscriminados, violaciones, torturas, detenciones arbitrarias, asesinatos, etc.) (Alvarado Pérez, 2002: 197). Los rusos quisieron ocultarlo para evitar crear una mala imagen, mientras que la guerrilla chechena, interesada en revelar estas atrocidades, permitía la libertad de movimientos para una prensa internacional con el fin de hacer de la contienda una lucha entre David y Goliat. Núm. 11 (primavera 2010)
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La creación del Centro Provisional de Información por parte del Kremlin para controlar la información que se daba a nivel internacional, con el fin de filtrar la información de la forma más veraz y objetiva, no impidió que la desinformación con la que este organismo operaba frenara las noticias sobre la violencia y los crímenes cometidos. En realidad, esta guerra enmascarada revelaba la crueldad y la brutalidad con la que estaba operando el ejército ruso en todo el territorio checheno, contestada, en todo caso, con la misma virulencia por parte de la guerrilla chechena. En otras palabras, “el conflicto comportaba graves abusos de los derechos humanos de ciudadanos rusos y de los derechos colectivos de los chechenos”, que fueron reiteradamente denunciados a organismos internacionales, “una guerra plagada de irregularidades y de violencia injustificada” (Serra i Massansalvador, 2005: 163). Además, “Chechnya has been treated as an enemy land fit for pillage” (Waal, 2005: 192). En 1996 se estrenaba en los cines el filme El prisionero de las montañas de Sergei Budrov. Inspirado en una novela de León Tolstoi, la película fue candidata a los Oscar de Hollywood. El filme es el relato de la captura de dos soldados rusos por una partida de chechenos durante una emboscada. Los dos soldados son trasladados a una aldea en lo más recóndito de la montañosa Chechenia. Les custodia un anciano que quiere cambiarles por su hijo, que ha caído prisionero en manos rusas. La historia revela así el carácter y el honor propio de los chechenos y la distancia existente entre ambos pueblos. Los rusos son tomados como un ejército invasor. Son extranjeros en una tierra apegada a sus códigos y costumbres. El filme se ambienta durante lo que se ha denominado la Primera Guerra de Chechenia. Dice de ella Miguel Vera que su “mensaje resulta claro y sugerente: por un lado, en la crítica que hace de los planteamientos militaristas, integristas y exclusivistas; por otro, en la firme apología que hace del perdón y la tolerancia entre las etnias, religiones y políticas” (Vera, 2008: 12). Sin duda, no sin cierto idealismo, recurre a señalar los elementos pictóricos montañosos y rurales más sobresalientes de la cultura chechena. Sin embargo, eso no invalida la reflexión que lleva a cabo sobre el respeto que debe existir entre culturas, nacionalidades o identidades culturales. Sin ir más lejos, se destaca la importancia que tiene el respeto por el anciano y el valor que se da a la familia. Y, realiza un acercamiento sincero a lo que podría ser la caracterización de esta sociedad con sus costumbres, tradiciones e idiosincrasias. Los chechenos no encarnan una cultura de la violencia, como se ha querido esgrimir, sino muy tradicional, que se ha visto interpelada por la guerra que ha cambiado su semblante social. El anciano encarna, en el filme, la autoridad dentro del grupo social. Y la importancia que se da a la familia se convierte en un favor esencial (Wood, 2007: 12). Lo que demuestra que los chechenos son gente que ama y odia, en la misma medida en que las circunstancias le afectan o le llevan a actuar. La imposible historia de amor entre el joven soldado y la hija adolescente del anciano nos subraya, además, que más allá de las diferencias culturales, existen los sentimientos que unen a las personas y que no tienen por qué llevarlas a verse como enemigos. Es cierto que el filme induce a codificar un cierto ruralismo de Chechenia, al destacar, sobre todo, su carácter agrícola y montañoso. La distinción que se realiza entre las tierras altas y bajas, la montañosa Chechenia de la urbana, no dejan de ser interesantes porque, en verdad, es uno de los territorios menos urbanizados del Cáucaso. Sin embargo, eso no es del todo cierto porque también dispone de amplias zonas dedicadas a la agricultura. El filme revelaba, además, la incapacidad de las tropas rusas de controlar el territorio de la república. Las patrullas eran sistemáticamente atacadas, compuestas por bisoños soldados Núm. 11 (primavera 2010)
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rusos. La guerrilla era una constante pesadilla para las tropas acantonadas, formadas, como bien se perfila en los dos soldados capturados, en unos casos, por muchachos enviados sin la debida preparación y, en otros, por auténticos veteranos que se habían adaptado a las circunstancias extremas. A esto cabría añadir que las divisiones desplegadas sobre el terreno tenían problemas por falta de material o por su total inexperiencia. Así, “muchos jóvenes soldados rusos, adolescentes del servicio militar, lanzados sin preparación, pierden la vida” (Meyer, 2007: 548). En suma, Budrov quiere que El prisionero de las montañas sea una contrahistoria no oficial, en la que se vea la cultura chechena (de forma idealizada) para mostrar que es un pueblo con sus costumbres y leyes, atomizadas por las guerras, y que esto lleve a una toma de conciencia al espectador sobre el sentido deshumanizador de las mismas (Ferro, 1995: 17). Y que, lejos de ser sólo una mera cuestión interna, el conflicto era una realidad mucho más compleja en este choque de identidades. En 1989, la población de la República de ChecheniaIngushetia era de 1.400.000 habitantes. Un 58% eran chechenos, un 13% ingushes, que se redujo con la separación en dos de ambas repúblicas, y un alto 23% de rusos que se redujo cuando se produjo la independencia de Chechenia. Toda vez que eso afectó mucho a la suerte del país porque, en su mayor parte, los rusos se concentraban en las zonas urbanas vinculadas a la explotación petrolera, y la conflictiva situación les llevó a retornar a Rusia. Durante esta primera etapa del conflicto, la mayor parte de los clanes (teip) chechenos se organizaron en un frente común, aunque operasen de forma independiente, contra el invasor ruso. Practicaron una eficaz aunque brutal guerra de guerrillas que derivó en un triunfo militar. La campaña fue dura pero exitosa. Se contabilizaron, desde diciembre de 1994, 60.000 muertos. Si bien, los cálculos son estimativos (Taibo, 2004: 26). Cabría añadir los casi medio millón de refugiados que se estima provocó la guerra. Si bien, otros analistas rebajan la cifra hasta los doscientos mil. En todo caso, el número de desplazados era inmenso y la catástrofe humanitaria incuestionable. La guerrilla chechena, los boyeviks, tremendamente eficaz, no alcanzó a contar con un número mayor de tres mil miembros pero tenían la ventaja de vivir sobre el terreno. Muchos de sus líderes habían sido formados en el extinto ejército rojo. De este modo, obraron con inteligencia y, en vez de propugnar por un enfrentamiento directo, activaron ataques localizados y un control selectivo pero esencial de las comunicaciones y de las áreas montañosas, a través de una eficaz y pertinaz guerra de guerrillas. El Gobierno ruso, para justificar su fracaso en el control del territorio, habló de miles de combatientes, incluidos mercenarios y criminales, que apoyaban la causa chechena sin explicar sus motivos. Del mismo modo, no se usó la palabra guerra porque se trataba de una operación de seguridad. Pero sectores moderados del ejército se opusieron abiertamente a la intervención. Hubo algunos generales que se negaron a ser enviados a la región aduciendo, con razón, la falta de preparación del ejército. Pero a pesar de que el conflicto se volvía más impopular, la decisión de una salida honrosa marcaba las directrices para que la retirada no fuese considerada una auténtica derrota. Entre tanto, las señales inequívocas del modo con el que se intentaban introducir firmes prejuicios contra los chechenos (tachados de mafiosos o terroristas) iban a alimentar, en la segunda guerra, el odio y el desprecio contra ellos. Las tropas rusas que habían ocupado Grozni a sangre y fuego fueron obligadas a retirarse ante la presión guerrillera (Bowker, 2005: 228). Núm. 11 (primavera 2010)
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Lejos quedaba la baladronada del ministro ruso de defensa Pavel Grachov, declarando que una división paracaidista iba fácilmente a ocupar Grozni y poner fin a las hostilidades. La toma de la capital era la pieza más codiciada por encarnar el centro del poder de Dudáyev. Equivocadamente se valoró que el líder checheno no contaba con ningún apoyo popular, minusvalorando el efecto que podría tener la intrusión de las tropas federales. La captura de Grozni supuso 14 días de enconados combates pero esto no mermó, en absoluto, la resistencia chechena. Muchos de los residentes eran rusos que vivían en la capital y padecieron igualmente el asedio ruso. La mediación entre las partes implicadas no fructificó. Los combates se recrudecieron con la toma de las ciudades chechenas de Gudermés y Algún, y el colofón de las masacres que perpetraron las tropas federales se produjo en la captura de Samashki. La situación era tal para la población que dormían “vestidos por si necesitan correr a refugiarse a alguna parte” (Nivat, 2003: 18). En junio de 1995, como respuesta a las acciones rusas, una partida encabezada por Shamil Basáev se infiltró en territorio ruso y perpetró un audaz secuestro en el hospital de Budionnovsk (al que seguirían otros). La intención era forzar al gobierno ruso a negociar la paz. Se consiguió un acuerdo en el que los chechenos entregarían sus armas a cambio de la retirada paulatina de las tropas rusas. Ahora bien, la intervención de las fuerzas de seguridad rusas para liberar a los rehenes causaron cientos de muertos. Del futuro de Chechenia no se dijo nada. No iba a ser la primera ni la última vez que sucediera algo parecido, que actos de terror puntuales buscasen salidas negociadas al fin de las hostilidades (Smith, 2002: 334). En junio de 1995, la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) envió una mediadora, Sandor Meszarosz, a la zona para establecer las condiciones de una tregua entre las dos partes enfrentadas. Sin embargo, el asesinato de Anatoli Romanov, la máxima autoridad militar, empujó a las autoridades de Moscú a atajar el problema mediante el uso indiscriminado de la fuerza. Se había creado un gobierno satélite de Moscú liderado por Doku Zavgáev para darle al país una normalidad que no existía, mientras la guerrilla que opera en “grupos autosuficientes y móviles” (Smith, 2002: 268), en los que participaban todos los chechenos, cada vez tenía más éxito en sus incursiones y desafíos a las tropas federales. A pesar de sus esfuerzos por acabar con sus acciones, los desmoralizados soldados rusos no daban el golpe definitivo. Sin embargo, eso no impidió que las masacres y asesinatos de civiles se siguieran sucediendo, lo que produjo un “rechazo generalizado a la ocupación rusa” (Serra i Massansalvador, 2005: 164) y un apoyo a los guerrilleros. Como concluye Gakaez sobre la primera Guerra en Chechenia: “The war was lost when the authorities in Moscow and other Russian Cities started to use illegal acts limiting the rights and freedoms of Russian citizens of Chechen nationality” (Gakaev, 2005: 29). En 1996, Yeltsin envió al general Alexander Lebeb que, gracias a su popularidad, parecía ser el mediador adecuado para proceder a la pacificación de Chechenia y sacara al Kremlin de ese callejón sin salida. Se logró, finalmente, en agosto de 1996, tras la violencia desatada por la reconquista de Grozni por parte de la guerrilla, alcanzar el acuerdo de Jasaviurt. Lébeb, que había asumido la derrota rusa, se convirtió, prontamente, en el chivo expiatorio de una claudicación. Aún así, sólo se hacía un paréntesis. En los acuerdos de Grozni se congelaban las pretensiones soberanistas chechenas hasta 2001, cuando se convocaría un referéndum en el que se decidiría la suerte de la República; claro que, anticipando acontecimientos, este no iba a producirse (Meyer, 2007: 558). Núm. 11 (primavera 2010)
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En 1997, tras haber asesinado al que fuera primer presidente de la República de Chechenia, el carismático Dudáyev, que había protagonizado acciones y golpes de manos casi míticos, los rusos se replegaron siguiendo los acuerdos alcanzados. El sustituto de Dudáyev, Zelimján Yandarbiiv, fue refrendado por los líderes chechenos como presidente interino, el cual se avino a negociar con el Kremlin que, cercanas las elecciones a la presidencia, necesitaba rubricar la paz. Pero no sería hasta las conversaciones secretas entre Lebeb y Masjádov, y la inesperada contraofensiva para recuperar Grozni por la guerrilla chechena, cuando Moscú se diera cuenta de que la resistencia no estaba ni mucho menos sofocada. La batalla de desgaste entre guerrilla y rusos había traído un balance negativo por el enorme gasto militar y humano y por el cariz impopular de su reconocido e inexorable fracaso. Las tropas rusas, mal pagadas y alimentadas, habían sido presas del desánimo y la corrupción. Yeltsin, que había dado luz verde a la intervención en Chechenia, se presentaba como gestor de la paz. El cine se revelaba, una vez más, como un recurso válido para apelar a la conciencia social a la hora de juzgar la validez de los conflictos armados. Tras tantos siglos de dominación rusa el pueblo checheno seguía ostentando su identidad cultural y social diferenciada (aunque había muchos rusos viviendo en Grozni). Y, sin duda, se demostraba que no era una amenaza contra nadie, salvo contra sí mismos. El cine no se adentraba en analizar la pugna de los clanes chechenos entre sí por el control del poder. Se construía, así, una imagen fílmica ideal de una Chechenia montañosa apegada a sus tradiciones culturales y sociales. Pero albergaba, por lo demás, un rotundo mensaje de apreciar lo absurdo del papel jugado por la intervención militar rusa. El filme El prisionero de las montañas, en todo caso, recalcaba el carácter cruento de la guerra que acaba por destruir una forma de vida, como es la del pueblo donde los dos soldados viven encerrados. La crítica que se realiza a las tácticas y a la actuación en Chechenia sobresale como la auténtica garantía de la importancia que tiene la imagen a la hora de lanzar mensajes de sensibilización y descripción de una realidad. En esta ocasión, en su mayor parte, la opinión pública rusa estaba en contra de la intervención en Chechenia. Ahora bien, la segunda guerra chechena no sólo iba a alterar ese enfoque fílmico, sino que iba a suponer un cambio de perspectiva total respecto al modo en el que los rusos iban a revalorar esta cuestión. Puesto que, como señala de forma áspera Jean Meyer, si la gente estaba en desacuerdo con la guerra no venía motivado por las simpatías chechenas o por el empleo del Ejército, sino por no “querer perder a sus hijos o verlos regresar inválidos” (Meyer, 2007: 548). Si la primera guerra fue cruenta, la segunda alcanzó los límites más insospechados sobre el desprecio del civismo y la tolerancia y se convirtió en escenario de las brutalidades más encendidas. Y la sociedad chechena dejó, prácticamente, de existir como tal. Entre 1996 y 1999 pareció abrirse un espacio para el diálogo, la paz y la reconstrucción de un país fuertemente golpeado por la violencia de los enfrentamientos. Las cifras oficiales dieron el resultado de 4.000 soldados rusos muertos y el mismo número de guerrilleros chechenos. A eso habría que sumarle entre 35.000 a 50.000 civiles fallecidos y entre 150.000 rusos y 200.000 chechenos desplazados (hay quien sitúa esa cifra en los 450.000) (Tishkov, 2005: 157). Pero además, la destrucción de Grozni, en el fragor de esta encarnizada batalla, anulaba el mayor agente modernizador de la sociedad al verse destruida la universidad, los museos, los archivos. Esto provocó que diese un paso hacia atrás, no sólo a nivel económico, ruralizándose la economía, sino en ese elemento fundamental como es la posibilidad de educar a una generación hacia posiciones modernas y democráticas.
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En mayo de 1997, Yeltsin y el que sería elegido presidente checheno Masjádov llegaron a un acuerdo que parecía poner fin al conflicto. Pero la paz en Chechenia no implicó que los distintos clanes que habían luchado codo con codo contra los rusos se uniesen en un intento por desarrollar el país, y las marcadas diferencias derivaron en una confrontación interna. Los sectores integritas musulmanes no aceptaron la legalidad restablecida y operaron de forma autónoma. Masjádov se vió forzado a disolver el parlamento que, de todos modos, poco parecido tenía su funcionamiento a un Estado de derecho. Las distintas partidas guerrilleras, además, habían visto en el secuestro un lucrativo negocio que no quisieron abandonar. La guerra prolongada había invitado a que cada grupo sobreviviera con su propia ley. A esto se le sumó el contrabando de petróleo y estupefacientes. La vida cotidiana en Chechenia venía de la mano de la significación de la violencia sistemática a la que había sido sometida durante tantos años y de forma tan recurrente y seguida. En esa normalidad, no era difícil encontrar junto al mercado de verduras y de frutas el de armas, vedado a las mujeres, y a su vez lugar de esparcimiento de los hombres mientras cerraban el trato de la compra de granadas o kalachnikov, en previsión al siguiente enfrentamiento. Era difícil crear una sociedad civil entre las cenizas de tan duro enfrentamiento y el nuevo presidente se enfrentaba a los mismos problemas endémicos de antes (Nivat, 2003: 48). Las necesidades de una Chechenia semiindependiente pasaban inequívocamente por la ayuda de Moscú. Pero estas tampoco fueron satisfechas. El país se vio inmerso en la parálisis con unas tasas de paro altísimas. Las condiciones sanitarias eran pobres, por no decir nulas. Y los diversos intereses económicos se centraron en saber cuál sería la mejor fórmula para volver a hacer rentable la reconstrucción de Chechenia. Sin embargo, la correlación de fuerzas de los teip, tan sustancial en otro tiempo, se había roto y, por consiguiente, una parte del conflicto interno se situaba en la desestructuración de la propia sociedad chechena. Pues hemos de entender que durante toda la guerra tanto la nación chechena como la sociedad (en tanto términos distintos sujetos a fines y compromisos distintos), “ceased to exist as an agent of social action” (Tishov, 2005: 170).
La Segunda Guerra de Chechenia (19992003) La paz fue un nuevo espejismo. En septiembre de 1999, se produjeron una serie de atentados en Moscú, Buinaksk y Volgodonsk, que causaron trescientas víctimas mortales y, presuntamente, se culpó a una partida de terroristas chechenos de lo ocurrido, lo que polarizó en su contra a la opinión pública rusa. A pesar de las dudas sobre la autoría de los atentados, ya que no se demostró si habían sido chechenos, Vladimir Putin, que acababa de ser elegido presidente, prometió acabar con la lacra terrorista (Meyer, 2007: 569). Un mes antes, en agosto, un comando dirigido por el líder checheno Basáyev, y sufragado por un magnate ruso, entró en el territorio de Daguestán con el fin de, fallidamente, crear una República islámica. Esto comportó la decisión inmediata del Kremlin. Basáyev fue durante breve tiempo vicepresidente de Chechenia y jefe de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, sus posturas radicales le llevaron a romper con Masjádov, no aceptando el moderantismo de este ni mucho menos la tutela de Rusia. Putin exigió al Presidente de Chechenia Aslan Masjádov la entrega inmediata de los sospechosos, aunque nadie sabía quién había encabezado las acciones terroristas en Rusia. Pero su negativa fue la excusa para dar luz verde a una operación militar a Núm. 11 (primavera 2010)
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gran escala, en octubre de ese mismo año, previamente dispuesta desde el Ministerio del Interior ruso con la intención de aplastar toda posible resistencia. El Gobierno de Putin, que contaba en ese momento con el favor de la mayoría de los medios de comunicación públicos, capitalizó el frontal rechazo al terrorismo por parte de la sociedad rusa, manipulando los acontecimientos. Las voces críticas por la intervención fueron acalladas de una forma u otra, como en el caso de la periodista Anna Politkovskaia, asesinada en 2006, sin que se sepa todavía quién fue el responsable de tal crimen. Chechenia seguía siendo “la asignatura pendiente que simbolizaba y concentraba la incapacidad de Rusia para afrontar su propia cohesión” (Serra y Massansalvador, 2005: 237), por lo que era la ocasión de oro para cerrar esta herida abierta. Si bien, no debemos descartar la idea de que tampoco la sociedad rusa había aceptado la derrota y, por lo tanto, fue una manera de resarcirse de aquella guerra fallida. Las operaciones, en esta ocasión, se desarrollaron con mayor inteligencia, sin escatimar en dureza, al emplear un contingente de fuerzas aún mayor, aunque fueran los mismos soldados bisoños, en su mayor parte, de la primera guerra. Se aprovechó la ventaja y superioridad táctica del uso de la aviación y de la artillería rusas, y se desplegaron unidades de elite, compensando de esta forma la experiencia de las partidas guerrilleras en las zonas más abruptas del país. Grozni, pieza clave, fue nuevamente asediada pero de manera más selectiva y eficaz, aunque eso no supuso respetar a la población civil. La periodista francesa Anne Nivat describe la situación de la ciudad como “un batiburrillo de edificios destruidos y minúsculas construcciones improvisadas que casi se confunden con las ruinas” (Nivat, 2003: 46). Una vez controlada la mayor parte del país, la autoridad pasó a depender del Servicio Federal de Seguridad, con el fin de acabar con las supuestas bases terroristas en Chechenia. Se podía, así, apreciar el efecto que había tenido el 11 de septiembre en la política internacional. En consecuencia, de esta segunda intervención, Chechenia perdió “casi todo lo que asociamos con un Estado moderno: el gobierno, la economía, la vivienda, el poder y la asistencia sanitaria” (De Waal, 2003: 14). Para Rusia significó resarcirse de una flagrante derrota que implicaba, al tiempo un “acto de afirmación nacional” (Serra i Massansalvador, 2005: 238) que, esta vez, parecía culminarse con éxito, a pesar del alto coste humano que había supuesto. Para Putin significó el espaldarazo definitivo, la reafirmación de su incuestionable autoridad a partir de ese instante, tanto ante la opinión pública como ante las propias élites rusas (Pain, 2005: 70). El problema fue (y es) que había generado entre los rusos un odio a los chechenos enorme y a todo lo caucásico. Tampoco se reconoció la violación sistemática de los derechos humanos, perdiendo los chechenos todas sus garantías legales. Pese a ello, de ser casi un desconocido, la popularidad de Putin alcanzó un 70%, y la opinión pública y los partidos exigieron “medidas drásticas” (Meyer, 2007: 571), lo que derivó en un odio exacerbado a todo checheno. No importó que Masjádov declarara que Basáyev no representaba a Chechenia. El Kremlin tampoco dudó en utilizar las debilidades chechenas, su división en clanes, para favorecer sus planes de control y de dominio sobre el territorio, sin que eso le evitase cometer infinidad de tropelías contra la población civil. Así, “chechenizó” el conflicto logrando acabar, por ello, con su independencia. Contar con varios clanes a su favor permitió establecer una administración con un gobierno proruso a cuyo frente se hallaba Kadirov. Sin embargo, la insurgencia, fragmentada, continuaba pugnando para Núm. 11 (primavera 2010)
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que las llamas del conflicto y el desorden no se extinguiesen, apelando a la estrategia seguida en la primera guerra. Varios atentados suicidas, un ataque al metro de Moscú, los terribles hechos del teatro Dubrovka en Moscú (2002), donde murieron 119 rehenes pero, sobre todo, la masacre en la escuela de Beslán (2004), con el resultado de cerca de un millar de niños fallecidos, fueron los últimos intentos del líder Basayev (finalmente asesinado) para impulsar al Kremlin a negociar una paz. Para Putin Chechenia fue la llave de su mandato presidencial. La renuncia de Yeltsin en la Nochevieja de 1999 de, lleva a Putin a volar de manera simbólica hasta Chechenia, para condecorar a unos soldados donde fue agasajado con un puñal de comandante. Para 2003, como señala el analista Simón Saradzhyan, la guerra de Chechenia era un conflicto de baja intensidad. Rusia quiso dotarla de normalidad democrática, lo que derivó en la celebración de unas elecciones vigiladas por Moscú. Se aprobó una Constitución en la que, de hecho, se abolía la ciudadanía chechena y dejaba en manos del Parlamento ruso el poder ejecutivo y legislativo. La lengua oficial era el ruso y se impedía la libertad de cultos así como la creación de partidos nacionalistas (Taibo, 2004: 118). La segunda guerra había provocado de nuevo miles de víctimas civiles y cientos de miles desplazados completando la catástrofe con lo que en la primera guerra no pudo destruirse. Las condiciones de la población civil alcanzaron unos límites insospechados de penuria y pobreza: “las limpiezas no cesan, parecen autos de fe en masa. Las torturas son la norma. Las sentencias sin juicio previo son rutina. Los saqueos, cosas de cada día” (Politkovskaya, 2003: 15). De esta forma tan sintética y dura describía Ana Politkovskaya la vida en Chechenia en 2002. Lo peor de todo fue, sin duda, que los organismos internacionales se abstuvieron de realizar una denuncia radical de la brutalidad empleada, como si fuese una cuestión interna rusa. Putin había alcanzado su propósito al consolidar su poder en el Kremlin. La guerra le había permitido imponer a la sociedad rusa su punto de vista sobre la intervención, con lo que los chechenos, en esa coyuntura tras el 11S, eran algo parecido a miembros de AlQaida. El peligro a que otras repúblicas reclamasen su secesión había desaparecido. Sin duda, la idea del guerrillero islámico integrista forjada por las huestes de Basáyev se ha codificado como parte de un imaginario colectivo, aun cuando sólo están conformadas por una parte de la guerrilla y, en su mayoría, los chechenos practicaban un islamismo moderado. Es cierto que, en 1998, el presidente Masjádov introdujo la sharía en el país. Cuando se produjo la invasión rusa, en octubre de 1999, el integrismo de los wahabíes era el único que parecía estar dispuesto a prestar apoyo al gobierno checheno, por lo que Masjádov proclamó el Estado islámico. La violencia en toda la región permitió consolidar el mensaje integrista. Claro que no todos los clanes compartían las inclinaciones integristas y preferían regirse por su adat, normas tradicionales. La sociedad chechena estaba claramente dividida, rota y fragmentada. Y la guerra había contribuido plenamente a ello. De hecho, Nivat recoge la opinión de una joven chechena que señalaba como “desde el final de la Unión Soviética y esta historia de la independencia, hemos vivido un terror permanente. Miedo a los rusos y a los wahhabitas” (Nivat, 2003: 108). El Kremlin aprovechó este giro religioso para justificar la política militar desarrollada en Chechenia de atajar el peligro integrista, siguiendo la dinámica internacional de declarar la “war on terror” (Cherkasov y Grushkin, 2005: 135). Con el paso del tiempo la situación se ha normalizado. Moscú ha conseguido el propósito de alterar la composición de la sociedad. Divide y vencerás. Unos clanes, los afines al presidente Kadírov, los Yamadayev y sus aliados, Núm. 11 (primavera 2010)
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se imponían sobre los otros. Chechenia vive la enfermedad de su división interna facilitada por los rusos. Y la violencia desmedida que han padecido ha facilitado la aceptación resignada de una situación de injusticia que, dentro de lo malo, se tornaba tolerable. En 2007, el conocido cineasta ruso Nikita Mikhalkov rueda Doce, un filme inspirado en la mejor tradición del cine judicial americano, Doce hombres sin piedad de Sydney Lumet. Ahora bien, Mikhalkov introduce un cambio importante: el caso versa sobre un joven checheno acusado de asesinar a su padrastro, oficial ruso. Al final, el filme se convierte en una reflexión del papel que ha jugado Rusia como protector de una Chechenia dividida y violenta que podía haberla llevado a su propia destrucción. El cineasta ruso reproduce, con habilidad, la paternal influencia de Rusia en el Cáucaso. Por eso se justifica su presencia allí. ¿Cabe dejar a Chechenia a su suerte cuando hay tantas personas perversas que desean encaminarla hacia su destrucción? No, es necesario protegerla y, ahí, los rusos tienen un papel importante aunque la sociedad no lo entienda. Puesto que, como señala Ferro, “es evidente que los cineastas”, como es el caso, “consciente o inconscientemente, están al servicio de una causa, una ideología determinada” (Ferro, 1995: 22). La lectura que lleva a cabo Mikhalkov se convierte así en una alegoría, en la recurrente imagen del pájaro, que introduce en un momento del filme, que echa a volar en mitad de la intemperie. Pero no aclara en ningún momento qué ha suscitado el conflicto, qué ha arrastrado a los rusos a intervenir en Chechenia, por qué existe una violación de los derechos humanos y cómo se ha podido justificar tamaña destrucción de las formas de vida locales. Tampoco evita resaltar un hecho importante en una escena en la que “algunas personas también estaban furiosas con los combatientes chechenos” (Smith, 2002: 312), porque atraían las desgracias que vivía la población civil. Eso se destaca cuando el padre le pide a su hijo, el joven acusado ya de mayor, que se aparte de los guerrilleros. El chico se ha entusiasmado bailando una danza tradicional porque él los observa como auténticos héroes a los que emular. Si bien, para el padre es la causa de sus desgracias. Uno de los planos más significativos del filme, que se repite como una alegoría de la violencia desatada, es la de un perro que corre con una mano cortada en su boca y que atraviesa un escenario apocalíptico bajo una cortina de gotas de lluvia. El lirismo de la imagen, sacada de un hecho verídico, sintetiza la importancia de la imagen. Ese recurso expresa como ningún otro la extrema desolación y la gravedad de la contienda bélica; la despersonalización de la escena, es un perro el que porta una mano, no hay ninguna otra presencia viva, encarna el brutal salvajismo al que se ha llegado. El respeto por la vida fue prácticamente ignorado ya que se disparaba indiscriminadamente. Grozni fue destrozada (la imagen urbana puede simbolizar a la capital destruida) contándose la muerte de miles de civiles (tanto rusos como chechenos), sin poder calibrar el número de víctimas ni equipararlas, por supuesto, a los daños colaterales que se adujeron en los ataques aéreos en Servia o Kosovo. Obviamente, ante lo irremediable, la guerra y la barbarie que han traído consigo el nacimiento de un terrorismo integrista de carácter suicida, todo parecía justificado. El Kremlin se escudaba en sus violentas andanzas en la zona por mor de invalidar este terrorismo internacional. En parte, justificado por una ola de atentados perpetrados en varios inmuebles de Moscú, achacados a terroristas chechenos (Bruce Ware, 2005: 91).
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Esto nos lleva a apreciar la importancia de las alegorías en el cine ya que el asesinato del padre del joven checheno es provocado por la especulación inmobiliaria. No hay duda de que el aporte de los rusos a la defensa del joven checheno es básica para entender el papel que juega Rusia en este orden. En otras palabras, el checheno no puede obtener justicia porque eso la condenaría a muerte, asesinado por las propias mafias que llevaron al asesinato de su padre, y de ahí la importancia de su protección. Tal y como lo entiende el historiador Rosenstone, “las películas son reflejo de la realidad política y social del momento en el que fueron hechas” (Rosenstone, 1997: 44). Por eso, si comparamos esta realidad con el discurso humanista del filme de Sergei Budrov hay notables diferencias en la forma de entender el conflicto. Pero, ¿cuáles han sido las causas de esta segunda intervención? Lejos quedan los motivos puntuales que derivaron en la segunda invasión de Chechenia por el ejército ruso. Así que las verdaderas causas han sido sustituidas por otras, conminándonos a creer que la invasión fue la de proteger a los chechenos de sí mismos. Pero la mirada triste de Politkovskaya se hace sentir a cada paso y sentencia: “La guerra no sólo ha pasado por el territorio checheno también ha asolado el alma de las personas” (Politkovskaya, 2003: 42). El cambio de estrategia seguida por Putin fue fundamental a la hora de encauzar la situación en Chechenia. Básicamente, al contar con el apoyo de varios clanes, eso ha impedido que la sociedad chechena se movilice contra el ocupante ruso. La acción militar ha derivado en que los civiles chechenos busquen el mejor modo de sobrevivir a la adversidad y ha permitido a otros, en colaboración con los rusos a los que combatían en la primera guerra, obtener cotas de poder. Si bien, eso no evitaba los abusos de las tropas federales, ni la contabilización de más de un millar de asesinados civiles ni, claro está, la inexistencia de un gobierno con mínimas garantías legales (Taibo, 2004: 106). El 23 de marzo de 2003 se dio un aire de normalidad a Chechenia con las elecciones a la presidencia y al parlamento, por las que fue elegido Kadirov con una abrumadora mayoría. En unas votaciones que no fueron seguidas por ningún órgano internacional que pudiera velar por su limpieza, Kadirov instauró un gobierno afín a los intereses de Moscú y de corte “feudal” (Gakaev, 2005: 36). Un proceso de normalización con un déficit democrático enorme, si bien, era la manera de legitimar un gobierno afín a los intereses de Moscú. El asesinato de Kadirov en 2004 llevó a su hijo, Ramzan Kadirov, finalmente, en 2007, a tomar las riendas del gobierno marginando a los clanes rivales, como los Yamadayev, a pesar de que en su día apoyaron a su padre, para adquirir el control absoluto del país. Sin embargo, este gobierno favorable a Moscú se caracteriza por las “continuas amenazas, desapariciones, torturas y asesinatos de civiles” (Vázquez Linán, 2008: 39). Nada puede restituir a los miles de muertos causados por la guerra, esta vez, unos 90.000, ni a los miles de desplazados que ya no pueden regresar a sus pueblos y aldeas, que alcanza la cifra de unas doscientas mil personas. La otrora capital de Chechenia, Grozni, fue prácticamente arrasada por los bombardeos rusos. El coste de la reconstrucción llevada a cabo por las nuevas autoridades ha recaído en los propios chechenos de a pie, mediante la extorsión practicada por la Fundación Admad Kadírov, unida a la familia Kadírov. La inexistencia de las garantías básicas para el cumplimiento de los derechos humanos (en vano la OSCE y la ONU han querido situar observadores sobre el terreno para paliar esta realidad) se une al hecho de que la propia guerra ha “beneficiado a todos los que han participado en ella” (Taibo, 2004: 108), menos, por supuesto, a la población civil.
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De los 160.000 refugiados que se estiman provocados por la guerra sólo 17.000 se albergaban en campamentos de refugiados. Y mientras que el Ministerio ruso de Situaciones de Emergencia no era capaz de declarar este éxodo como “catástrofe”, otras organizaciones como Médicos del Mundo (MDM) o el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), han tenido que compensar la dejación de las autoridades rusas. Pero tampoco la guerrilla chechena ha ido en zaga a la hora de demostrar su crueldad y su violencia contra la sociedad rusa y chechena. La espiral de la violencia afectó a todos, los comandantes chechenos eran “violentos, corruptos y delincuentes” (Meyer, 2007: 578). Y han protagonizado 1.400 secuestros con víctimas. Finalmente, el 16 de abril de 2009, el Kremlin ha puesto fin a la operación antiterrorista en Chechenia que “contemplaba, entre otras cosas, toques de queda, controles, restricciones de movimientos, escuchas telefónicas y también restricciones a los periodistas” (Bonet, 2009). Esto no significa que Chechenia pase a convertirse en un Estado de derecho, porque aún cabe destacar la impunidad con la que operan las fuerzas de seguridad rusas y unas nuevas estructuras de poder sin ninguna tradición democrática. La misma Rusia se ha empeñado en apoyar la reconstrucción del país, si bien torpemente, adecuándola a sus intereses. La corrupción, el autoritarismo, las acciones de la guerrilla, las mafias, etc., impiden que estas actuaciones sean eficaces. Aunque la realidad sea mucho mejor que cuando no había nada.
A modo de conclusión “The death of Chechen civilians on a mass scale was the most terrible and severe consequence of the war” (Gakaev, 2005: 40) A pesar de los muchos avatares, de la difícil cuestión sobre la codificación de la naturaleza del conflicto, el incierto devenir que aguarda a Chechenia viene determinado por el papel primordial que juega Rusia en la zona. Los chechenos abogaron por el autogobierno, pero la experiencia fue fallida y se malogró. Aún así, aunque buena parte de la población no era anti rusa, el efecto demoledor de las dos guerras ha cambiado buena parte de estos sentimientos. La unidad étnica chechena, que podría ser un factor determinante en su definición, se ve entorpecida por la rígida estructura de clanes y redes de poder rusas que se han establecido en el territorio. Sin olvidar la importancia relativa que ha ostentado el integrismo wahabí, que ha justificado la actitud represiva rusa. A eso hemos de sumar la poca voluntad de la ONU de ocuparse del conflicto checheno (interpretado como un problema interno de Rusia) o del escaso papel que ostenta la Unión Europea en la región. Ambas son otras de las grandes cuestiones que impiden que cualquier intento por forzar la situación derive en la retirada definitiva de las tropas rusas y el establecimiento de un marco legal para una posible consulta con garantías. Todas estas razones, además de las que supone el vertebrar un país donde se han hecho fuertes organizaciones mafiosas y militares, no hacen suponer que Chechenia salga de su espiral de dolor, sufrimiento y abandono hasta pasado algún tiempo. Chechenia, por supuesto, no es Kosovo, y su situación geográfica y el hecho de que sea Rusia la agresora invalida cualquier tipo de alternativa negociada o de intervención internacional pacificadora. Este país es, en palabras de Fernández Ortiz, un agujero negro de los “utilizados por el capitalismo internacional para la desestabilización regional” (Fernández Ortiz, 2003: 108). Por lo que eso ha sido aprovechado por el integrismo islámico para presentarse como tabla de salvación ante la miseria y desesperación reinantes. Como se ha ido demostrando a lo largo de Núm. 11 (primavera 2010)
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la Historia, las intervenciones armadas no han solucionado los problemas internos de las sociedades. El propio cine ha acabado por codificar el reflejo del parecer de la sociedad rusa. En la primera guerra chechena, tiempo donde trascurre El prisionero de las montañas, hay un claro intento de sensibilizarse con los chechenos; de conocer la cultura y al pueblo checheno en sus aspectos humanos. Sin embargo, en ese cambio de coyuntura internacional, el temor al terrorismo internacional (el 11S) derivó en que en la segunda guerra, que se recoge en el filme 12, se introduzca esa variable de la necesidad de salvar al pueblo checheno frente al fanatismo integrista y el terrorismo. Y esto es de destacar porque, como señala Rosenstone, “el cine es colindante con la historia, al igual que otras formas de relacionarnos con el pasado como, por ejemplo, la memoria o la tradición oral” (Rosenstone, 1997: 63). En definitiva, Chechenia se halla en una encrucijada de la que tiene difícil respuesta. La aparente fachada de legalidad que Rusia ha dado al nuevo régimen del clan Kadirov, aunque no reúna las garantías legales suficientes, y la presunta victoria final contra la insurgencia integrista, suponen un statu quo del que es difícil saber qué dinámicas tendrá en el futuro. Hay que admitir que tampoco Chechenia tiene la capacidad de ser independiente.
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ENTELEQUIA revista interdisciplinar
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