Hormiga del género Camponotus. Foto cortesía de David P Hughes. 10
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Evolución y comportamiento Alex Kacelnik Universidad de Oxford
La evolución explica la conformación biológica de todos los seres vivientes, desde las bacterias y los hongos hasta los mamíferos, incluidos los humanos. Esa conformación biológica, por su lado, permite explicar el comportamiento, por lo que este, también, es producto de la evolución. Pero a veces los caminos de la evolución son complejos, como en el caso de las colonias de hormigas, en las que produjo insectos de conformación y conducta admirablemente adaptadas a su función en el hormiguero, a pesar de que no tienen descendencia.
Hongos maquiavélicos y hormigas robóticas
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a mayoría de las hormigas que vemos yendo y viniendo en las inmediaciones de sus colonias son obreras. Pasan su tiempo trabajando para garantizar que una de ellas, la reina, que nunca sale del hormiguero, produzca descendientes. Esas obreras son genéticamente hembras, pero funcionalmente son neutras, pues sus órganos sexuales se encuentran atrofiados. Sus cuerpos, sin embargo, están magníficamente adaptados al trabajo que les toca realizar, y como las hay que cumplen diversas funciones, las formas de sus cuerpos difieren. En El origen de las especies, su libro fundamental, Charles Darwin puntualizó que las hormigas planteaban una dificultad capaz de destruir la teoría en la que venía trabajando desde hacía más de veinte años. Preocupaba a Darwin entender cómo, si las obreras nunca producen descendencia, resultan tan perfectamente adaptadas a sus diversas funciones. Según veremos más adelante, propuso una solución que anticipó uno de los mayores avances en nuestra comprensión de cómo evoluciona el comportamiento de cualquier especie. Hoy, ciento cincuenta años más tarde, se ha descubierto que en Tailandia viven unas hormigas, del género Campono-
Charles Darwin en 1855 Volumen 19 número 113 octubre - noviembre 2009 11
Hormiga del género Camponotus. Foto cortesía de David P Hughes
tus, cuyas obreras a veces hacen cosas aun más sorprendentes. Pasan su vida en las copas de árboles, donde coexisten con ciertos hongos del género Cordyceps, que ocasionalmente las infectan. En esas circunstancias, su comportamiento cambia radicalmente: dejan de hacer su trabajo y descienden por el tronco del árbol en busca de una hoja cercana al suelo. A mediodía muerden una nervadura en el lado inferior de la hoja y su cuerpo comienza a segregar una sustancia adhesiva por la que la hoja queda pegada a la mandíbula en forma permanente. A partir de ese momento les crece una protuberancia en la cabeza, en cuyo extremo se forma una esfera con esporas del hongo, que el viento transporta a otras hormigas para que se repita el ciclo. El comportamiento de las hormigas una vez infectadas también está magníficamente adaptado a la función nueva que desempeñan, diferente de hacer su trabajo anterior y contribuir a la reproducción de su reina (lo que preocupaba a Darwin). Esa nueva función es garantizar la reproducción de un hongo que destruye de manera sistemática a otras hormigas. Si observáramos con un microscopio el interior de la cabeza de una hormiga infectada, veríamos células de Cordyceps en aquellas partes del cerebro que controlan la locomoción y la contracción de las mandíbulas. Estas células hacen que camine hacia su destino final, muerda en el momento y sitio apropiados, y mantenga la hoja firmemente entre sus mandíbulas hasta que actúe el adhesivo y la retenga 12
en el sitio. La infección transforma a la hormiga en un robot cuyo cerebro está controlado de forma precisa para servir a los intereses del hongo. Así, el comportamiento del insecto se transforma en opuesto al que exhibía antes de la infección, y es un control tan refinado y complejo que las modificaciones cerebrales que lo causan están en buena medida más allá de lo que el conocimiento científico actual permite explicar. Parece ciencia-ficción pero no lo es. Es, se podría decir, más sorprendente que cualquier historia imaginaria, pues implica que el hongo ‘sabe’ exactamente cómo debe afectar el cerebro de su víctima para comandar su conducta con mayor precisión que el más avanzado de los robots ficticios. ¿Cuál es la explicación de semejante encadenamiento de extrañas observaciones? Mientras que aún ignoramos muchos detalles, sabemos que solo existe un sistema de pensamiento en condiciones de servir de guía para explicar este misterio: la teoría de la evolución por selección natural, ideada por Darwin ciento cincuenta años atrás. Es la teoría que Darwin consideraba amenazada por el comportamiento de esos insectos. Pero él mismo explicaría esa conducta en uno de sus muchos brillantes, sencillos y elegantes razonamientos.
Teorías de la evolución Theodosius Dobzhansky (1900-1975), uno de los más importantes biólogos del siglo XX, escribió: En biología nada tiene sentido excepto a la luz de la evolución. Esta es una afirmación contundente. Implica que en nuestro ejemplo, aun cuando conozcamos perfectamente la anatomía y la fisiología de cada hormiga y de cada hongo, solo mediante la teoría de la evolución podremos elevarnos por encima de una visión inconexa y puramente descriptiva. Es más, si uno agregase a la frase de Dobzhansky que nada de lo humano, ni la mente, ni la sociedad, ni la historia, ni el arte, cobran sentido excepto cuando se toma en cuenta que nuestra especie es el resultado de su biología, y por lo tanto de su evolución, deberíamos concluir que si no entendemos la evolución nos quedamos en ayunas sobre casi todo lo que nos interesa. Antes de la teoría de la evolución tal como la conocemos hoy, la naturaleza se nos presentaba como una aglomeración carente de orden y concierto. Así como en
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el mito tanguero se mezclan cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón, en nuestra percepción de la naturaleza se mezclaban ñandúes, claveles, hormigas, corales, camellos, hongos, algarrobos, seres humanos y comadrejas. Podíamos describir lo que veíamos y encontrar leyes que daban cuenta de ciertas regularidades, pero cada observación era un hecho aislado y no había hilo conector. Aun quienes despejaban sus incertidumbres postulando la existencia de alguien que entendía todo por haber creado el universo debían sufrir cierta insatisfacción, pues los motivos por los que un creador había tramado historias tan crueles y extrañas como la que narramos, acontecidas entre criaturas brotadas de su imaginación, se hacían más oscuros a medida que avanzaba la ciencia. La idea de evolución significa que las especies biológicas no habrían existido siempre como las vemos en la actualidad, sino que habrían adquirido sus formas presentes como consecuencia de cambios acumulados a lo largo de su historia. Esa idea había tomado cuerpo antes de la crítica fecha –ciento cincuenta años atrás– en que Darwin y Alfred Russel Wallace (1823-1913), en forma independiente uno del otro, postularan la teoría de evolución por selección natural. Un antecedente crucial fue el trabajo de Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), que data de 1808, un año antes
del nacimiento de Darwin. Aun hoy la idea de Lamarck es tentadora para muchos. Imaginemos que, generación tras generación, muchos individuos de una especie se enfrentan con un problema similar. El ejemplo clásico, aunque algo caricaturesco, es el de un imaginario antecesor de la jirafa que habría tenido cuello corto y vivido en un sitio donde las hojas más altas de los arbustos le eran inalcanzables. Durante su desarrollo, cada individuo estiraba su cuello lo más que podía y conseguía alargarlo un poco, del mismo modo que ejercitar un músculo lo hace crecer. Lamarck postuló que las modificaciones adquiridas debido a los esfuerzos de cada individuo pasarían a los descendientes; en cambio, las alteraciones indeseables, como mutilaciones o consecuencias de enfermedades, no se transmitirían, por haber ocurrido pasivamente. Al acumularse esos cambios a lo largo del tiempo, darían lugar a la jirafa como la conocemos hoy en día. Sin embargo, en estos momentos sabemos que la teoría no proporciona una explicación satisfactoria, pues no existen mecanismos que hagan pasar los caracteres adquiridos por una generación a la siguiente. La propuesta de Lamarck, además, tiene la debilidad de implicar cambios dirigidos. En su visión, los cambios que se transmiten por herencia son solo los que mejoran la adaptación del individuo a su ambiente. En una palabra, se requiere
Alfred Russel Wallace
Jirafas. Foto Zorn, Wikipedia Commons.
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una supervisión del proceso de cambio. Como veremos enseguida, la dificultad que amenazaba a Darwin fue, en realidad, fatal para la teoría de Lamarck. La teoría de Darwin y Wallace, surgida como consecuencia de muchos años de inspirada observación de la naturaleza por parte de cada uno, combinada con una
Selvas e islas
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ara entender cómo varias especies pueden surgir de un tronco común, imaginemos una población de aves viviendo en una vasta selva. Los recién nacidos de cada generación se dispersarán en todas direcciones, en búsqueda de sitios donde establecerse. Entre una minoría que nace cerca del océano habrá algunos que se extravíen mar adentro. Otros, accidentalmente, aterrizarán en islas perdidas y, si el sitio resultase propicio, establecerán nuevas poblaciones. Las características de cada isla, por diferir entre sí y con las de la selva original, determinarán qué mutaciones serán exitosas y cuáles no, y, por lo tanto, la dirección en que evolucionará cada población. Para seguir con el ejemplo, mientras que en la selva la tendencia a alejarse mucho del sitio de nacimiento es ventajosa, pues facilita la colonización de nuevas áreas, en pequeñas islas quienes tengan una tendencia a volar demasiado lejos se perderán con frecuencia en el mar. Por eso, en las islas los individuos más exitosos serán los más sedentarios. Las adaptaciones apropiadas para largos vuelos, como huesos más livianos pero menos robustos, serán revertidas en descendientes instalados en islas, donde los individuos tenderán a ser más robustos y menos móviles. Incluso, algunas especies de aves que habitan islas perdieron la capacidad de volar, como el cormorán de las Galápagos (Phalacrocorax harrisi). Como las mutaciones son aleatorias, también ocurrirán algunas desfavorables, que se irán perdiendo, y otras sin consecuencias, que al acumularse contribuirán a alejar a la población de sus antecesores continentales. El resultado, luego de muchas generaciones, será una población de individuos tan modificados en anatomía y comportamiento que no se aparearán ni procrearán con miembros de la población original, ni si se encontrasen en el mismo sitio. Así habrá nacido una nueva especie. Si multiplicamos este proceso a través de islas, montañas, lagos y demás posibles causas de aislamiento, entenderemos cómo la selección natural genera especies parecidas entre sí debido a su origen común, pero cada una con rasgos que reflejan las condiciones de su hábitat y los cambios neutros ocurridos en cada población a lo largo del tiempo. Darwin explicó así la diversidad en el marco de una cierta semejanza de las especies que observó en Sudamérica y en las islas Galápagos. Wallace arribó por su lado a la misma visión para explicar la distribución geográfica de especies en los trópicos del Amazonas, Asia y Australia. En las Galápagos, Darwin observó que cada isla estaba habitada por especies diferentes, pero con rasgos comunes relacionados con los de especies que había visto en Sudamérica.
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profunda reflexión teórica, es simple, elegante y supera esas dificultades. Se basa en unas pocas premisas, que se pueden exponer en apretada síntesis. En primer lugar, que los organismos generan descendientes más semejantes a sus progenitores que a miembros de la especie con los que no tienen parentesco, es decir, hay reproducción con herencia. En segundo lugar, que el parecido entre padres e hijos no es perfecto: ocurren mutaciones heredables, que causan al azar esporádicas diferencias entre progenitores y descendientes. Debido a esas mutaciones, en toda población hay diversidad entre los individuos, sea en comportamiento, anatomía o fisiología, y esa diversidad hace que algunos individuos sobrevivan y se reproduzcan más exitosamente que otros. Sus descendientes, por ser similares a sus padres, heredan las características que determinaron su éxito. Sorprendentemente, eso es todo lo que requiere la teoría de la evolución. La diferencia fundamental con la teoría de Lamarck es que los cambios entre generaciones, es decir, las mutaciones, ocurren al azar y no van dirigidos en una dirección particular. La adaptación al ambiente ocurre debido a que las mutaciones aleatorias favorables dan lugar a individuos que dejan mayor descendencia. Los cambios producidos en el organismo como consecuencia de esfuerzos individuales no se incorporan a óvulos o espermatozoides, como en la teoría de Lamarck, y por lo tanto desaparecen con la muerte del individuo. Las premisas de reproducción con herencia y mutaciones aleatorias, junto con el hecho obvio de que algunas de las diferencias causan variaciones en el éxito reproductivo, hacen inevitable que, a lo largo de las generaciones, las especies cambien. Cuando observamos una especie actual, solo vemos a los descendientes de aquellos individuos que, generación tras generación, fueron dejando mayor número de hijos y nietos. Lo fundamental es que, en todo el proceso, no hay ni dirección anticipada ni ideal de perfección. Es como si en cada generación se seleccionase a aquellos individuos con características más exitosas y se modificase la especie para que se parezca más a ellos. En la frase anterior, el ‘como si’ es importante, pues constituye una metáfora: en realidad no hay nadie que seleccione. Darwin utilizó la expresión selección natural para indicar que la naturaleza misma genera el proceso de reproducción diferencial, y puntualizó que la idea es tan poderosa que puede explicar no solo el cambio adaptativo de cada especie sino, también, el origen de diversas especies a partir de una población única (ver recuadro ‘Selvas e islas’). Luego de sus primeras observaciones, Darwin pasó veinte años acumulando datos, reflexionando y puliendo su teoría. Solo la discutía con amigos y colegas cercanos, hasta que un día recibió una carta de Wallace en la que este le pedía que actuase como promotor, ante la Linnean Society de Londres, el más prestigioso cuer-
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po científico del Reino Unido, de la idea que había concebido acerca de la evolución de los seres vivos. La carta tuvo el efecto de un verdadero terremoto, pues Wallace había llegado a los mismos conceptos que Darwin. Este, en consecuencia, se encontró entre la espada y la pared: si presentaba la teoría como propia, Wallace, con razón, se hubiese sentido estafado. Si la atribuía a Wallace, tiraba por la borda la creación más importante de su vida profesional. En una solución que honra a ambos, llegaron al acuerdo de presentar al mismo tiempo las ideas de cada uno. Dos distinguidos científi- Charles Lyell cos amigos de Darwin, el geólogo Charles Lyell (1797-1875) y el botánico Joseph Dalton Hooker (1817-1911), escribieron una histórica carta al secretario de la Linnean Society. Comenzaba así: Estimado señor: Los artículos que acompañan la presente, que tenemos el honor de comunicar a la Linnean Society y que se refieren al mismo tema, a saber las leyes que afectan la producción de variedades, razas y especies, contienen los resultados de las investigaciones de dos infatigables naturalistas, los señores Charles Darwin y Alfred Wallace. Dado que ellos, independientemente y sin conocimiento mutuo, concibieron exactamente la misma ingeniosa idea para dar cuenta de la aparición y perpetuación de variedades y formas especificas en nuestro planeta, pueden ambos con justicia reclamar el mérito de ser los originadores intelectuales de esta importante línea de pensamiento; pero dado que ninguno de ellos ha publicado aún sus opiniones, aunque por muchos años el señor Darwin fue urgido por nosotros a hacerlo, y ambos han puesto sin reservas sus artículos en nuestras manos, pensamos que la mejor manera de promover los intereses de la ciencia es que una selección de estos artículos sea presentada a la Linnean Society. Las ideas fueron expuestas en la misma noche y ambos autores permanecieron en contacto profesional por muchos años. Es una hermosa anécdota, muy clara en su moraleja, que no es más que la fuerza del conocimiento científico. Así como Darwin y Wallace concibieron su idea independientemente, si ellos nunca hubiesen nacido, con toda seguridad tarde o temprano otros hubiesen arribado a la misma teoría y la noción de evolución natural sería hoy prácticamente la misma.
Joseph Dalton Hooker en 1896
Selección natural y lenguaje intencional Al comienzo relatamos una historia de hormigas y hongos como si atribuyésemos conocimiento e intenciones a sus protagonistas, pero nada de eso existe ni en las unas ni en los otros. La teoría de la selección natural nos dice que, millón de años tras millón de años, la herencia de mutaciones aleatorias moldeó el desarrollo de los hongos de modo que sus fibras de crecimiento se alojen en aquellas partes del cerebro de las hormigas que modifican el comportamiento de estas y, de esa manera, se propague el hongo. Es como si los hongos compitiesen entre ellos por determinar cuál controla mejor la hormiga a la que infecta. El resultado son hongos que crecen como si quisiesen reproducirse, conociesen la anatomía y fisiología del cerebro de las hormigas y lo utilizasen para que la hormiga haga todo aquello que a ellos les conviene. Un comportamiento como el del hongo puede considerarse inteligente en el sentido biológico, sin que lo rija una mente o una inteligencia en el sentido que damos normalmente a la palabra. En biología es frecuente usar este lenguaje, lo mismo que presentar las acciones de la selección natural como si fueran intencionales. Cuando afirmamos que el macho del pavo real despliega su plumaje para convencer a la hembra de que copule con él, solo queremos decir que la selección natural ha favorecido a hembras que copulan selectivamente, luego de comparar el despliegue de plumaje de diferentes machos, y al mismo tiempo ha favorecido a machos que poseen un plumaje que se ajusta a las preferencias de las hembras y un comportamiento que los lleva a desplegar su plumaje en el momento apropiado. La segunda formulación es más exacta y no atribuye intenciones a los actores, pero es impráctica: de Volumen 19 número 113 octubre - noviembre 2009 15
Pavo real. Google Images Hipocampo o caballito de mar. Fue capturado a 20m de profundidad aguas afuera de la desembocadura del Río de la Plata. Foto PE Penchaszadeh
ahí su reemplazo por un lenguaje que echa mano a las metáforas de intencionalidad. Ahora estamos en condiciones de volver al dilema que Darwin consideró potencialmente fatal para su teoría: la evolución del comportamiento y del cuerpo de insectos sociales, como las hormigas o abejas obreras, que jamás se reproducen.
Selección por parentesco En palabras de Darwin: Una dificultad especial al principio se me presentó como insuperable, y de hecho como fatal para toda la teoría; me refiero a las hembras estériles o neutras de las comunidades de insectos. Pues estos neutros a menudo difieren en forma marcada en instinto y en estructura tanto de los machos como de las hembras fértiles [las reinas]; pese a esto, al ser estériles no pueden propagar su forma de ser. […] Si la hormiga obrera u otro insecto neutro hubiese sido un animal ordinario, yo hubiese afirmado sin dudarlo que todas sus características han sido lentamente adquiridas por medio de la selección natural; es decir por individuos que nacieron con pequeñas modificaciones beneficiosas, que fueron heredadas por sus descendientes; y que estos a su vez variaron y fueron a su turno seleccionados, y así sucesivamente. Pero con la hormiga obrera tenemos un insecto que difiere fundamentalmente de sus padres, y sin embargo es totalmente estéril, de modo que nunca pudo haber transmitido modificaciones favorables en estructura o en instinto a su progenie. 16
Después de plantear el problema con claridad, Darwin escribió: Me sorprende que nadie haya avanzado el caso demostrativo de los insectos sociales neutros, en contra de la conocida doctrina de herencia de los hábitos adquiridos, como proponía Lamarck. Procedió luego a describir la solución, en un razonamiento que anticipa descubrimientos de la genética que tardarían otro siglo en ser verificados y cuantificados. Dijo textualmente: Esta dificultad, aunque parece insuperable, disminuye, o, creo yo, desaparece, cuando recordamos que la selección puede ser aplicada a la familia, tanto como al individuo. Su razonamiento se basó en la selección hecha por los criadores de ganado doméstico. Puntualizó que, al menos en esa época, estos preferían carne veteada con grasa, pero solo conocían el tipo de carne una vez sacrificado el animal, el cual, por lo tanto, no podía ser utilizado en lo sucesivo para producir descendencia que se le pareciera. Darwin notó que en esos casos los criadores volvían su atención a los reproductores que habían generado la res con la carne deseada, y que reservaban esos reproductores para producir la siguiente generación, como modo de extender sus propiedades a toda la tropa. Del mismo modo, dijo, la selección natural puede conferir más éxito a las reinas y a los machos sexuados cuya descendencia son las obreras más productivas en su trabajo; y aunque esas obreras nunca se reproduzcan, sus características exitosas se extenderán a la especie por ser heredables por la vía de las madres y padres que las gene-
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raron. Lo notable es que, en el momento en que Darwin planteó su solución, nada se sabía del mecanismo de la herencia. La investigación científica que siguió en el siglo y medio desde entonces no ha hecho más que confirmar la exactitud de su razonamiento, y ponerlo sobre bases firmes desde el punto de vista molecular y matemático. De hecho, esta observación anticipa uno de los avances fundamentales de la teoría de la evolución durante el siglo XX, un concepto que llamamos selección por parentesco (ver recuadro ‘¿Qué es el parentesco?’). Un buen punto de partida para explicarlo es otra frase de Darwin: La selección natural nunca habrá de producir en un ser vivo estructuras más dañinas que beneficiosas para ese ser, pues actúa solo por y para el bien de cada uno. Esto se puede deducir fácilmente de las premisas que presentamos antes. Como el proceso no tiene obje-
tivos, las especies acumulan los cambios producidos por las mutaciones favorables y eliminan aquellos originados en mutaciones perjudiciales. Darwin usó la palabra estructura, que incluye el comportamiento heredado.
Machos y hembras Consideremos ahora un tema engañosamente familiar, el sexo. Sin duda, el lector puede diferenciar entre machos y hembras de nuestra especie, pero encontrará dificultades para hacerlo en otros organismos. Los hipocampos o caballitos de mar (Hippocampus sp.) son peces muy especiales, no solo por su aspecto sino, también, por su comportamiento. Machos y hembras forman parejas estables y ex-
¿Qué es el parentesco?
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ara entender la idea de la selección por parentesco veamos un ejemplo no biológico. Supongamos que alguien arroja una moneda que vale C al fondo de una fuente; si cae cara gana un premio por un monto de B. Como a la larga la moneda cae cara la mitad de las veces, también a la larga habrá que tirar dos monedas para obtener B una vez. Si el premio B fuera mayor que dos veces el valor de la moneda, la persona terminará, en promedio, ganando dinero. Matemáticamente, decimos que la acción es beneficiosa si B > 2C (si B es mayor que dos veces C). El número 2 indica que, en promedio, se debe ejecutar la acción dos veces para ganar una vez. Una manera alternativa de escribir lo mismo es establecer que se debe cumplir: pB > C (p es la probabilidad de ganar cada vez que se tira la moneda, es decir, 0,5). Generalizando, decimos que una acción es favorable si su costo es menor que su posible beneficio multiplicado por la probabilidad de recibir ese beneficio. El biólogo inglés William Donald Hamilton (1936-2000) reconoció la importancia de este simple razonamiento para explicar matemáticamente las intuiciones de Darwin. Recordó que cada individuo lleva en los cromosomas de todas sus células dos versiones de cada elemento de información heredable, es decir, dos ejemplares de cada uno de sus genes, uno proveniente de la madre y otro del padre (con la excepción de las gametas o células reproductivas –óvulos y espermatozoides– que solo llevan una copia). Cuando un macho y una hembra producen descendencia, cada hijo tiene la mitad de sus genes en común con su madre y la mitad con su padre. Diferentes hijos heredan al azar la mitad que les toca de madre y padre. Por ello, la proporción de genes compartidos por hermanos es también, en promedio, la mitad; la compartida entre abuelos y nietos, un cuarto; entre primos, un octavo, etcétera. Así, es posible calcular la probabilidad de que determinado ejemplar de cada gen esté presente en el cuerpo de cualquier par de parientes. Esta probabilidad suele llamarse el coeficiente de parentesco (y simbolizarse con la letra r). Si afirmamos que el coeficiente de parentesco de dos individuos es r, estamos
diciendo que la probabilidad de que la versión de cada gen de uno de ellos esté también en el cuerpo del otro es exactamente r. Supongamos que el gen A lleva a quien lo porta a actuar de modo que, pagando un costo C, causa que uno de sus parientes reciba un beneficio B. El gen A tiene la probabilidad r de estar también en el pariente que recibe el favor, es decir, la probabilidad de que el beneficio recaiga en alguien con el mismo gen es r. Al igual que con las monedas del ejemplo, el gen A ocasionará un beneficio neto si rB > C (si el beneficio recibido por el pariente multiplicado por el coeficiente de parentesco es mayor que el costo para quien actúa). Para los mismos beneficios y costos, la acción tiene más probabilidades de ser beneficiosa cuanto más cercano sea el parentesco. Esta relación, que llamamos fórmula de Hamilton en honor a su creador, se aplica directamente a la selección natural si lo que denominamos beneficio y costo expresan el número de descendientes que deja cada organismo o, más precisamente, el número de copias de cada gen que pasan a la generación siguiente. La fórmula de Hamilton explica por qué las madres incurren en un costo considerable en la lactancia de sus hijos: si el incremento en la probabilidad de sobrevivir conferido por la leche materna es más que el doble que el costo pagado por la madre en términos de su propia supervivencia y su capacidad de reproducirse, la conducta de lactancia será favorecida por la selección natural. La relación es menos intuitiva con parientes más lejanos: como el coeficiente de parentesco entre primos es 1/8, si una acción aumenta la progenie de un primo más de ocho veces el costo que ocasiona al actor, la selección favorecerá esa acción. En otras palabras, la fórmula de Hamilton reconcilia la afirmación de Darwin de que la selección natural solo actúa a través del beneficio del actor, con la posibilidad de que un organismo ayude a sus parientes pagando cierto costo, y aun, como en el caso de las hormigas neutras que causaban las dudas de Darwin, de que un organismo se sacrifique para aumentar el éxito reproductivo de otro organismo, como la reina, con el cual está cercanamente relacionado por parentesco. Volumen 19 número 113 octubre - noviembre 2009 17
clusivas, que subsisten aun cuando uno de sus miembros esté enfermo o parcialmente discapacitado. Los integrantes de cada pareja pasan separados la mayor parte del día, pero cada amanecer se encuentran en un sitio determinado para intercambiar señales, gestos y contactos físicos, incluso cambios de color, entrelazamientos de colas y una danza en la que giran uno alrededor del otro. A veces los saludos son más vivaces y los colores más vivos, y uno inserta un apéndice en un orificio del cuerpo del otro y transfiere células reproductivas. La cría crece dentro del cuerpo del receptor, y los encuentros matinales siguen, pero con menor vivacidad. Al cabo de unas tres semanas, los recién nacidos, que pueden ser hasta ochocientos, salen del vientre protector y se alejan nadando. Una vida sexual que evoca algunos aspectos de la humana, excepto que quien inserta su apéndice en el cuerpo de su pareja es la hembra, y quien nutre a los embriones en su abdomen es el macho. La mecánica de la cópula y el patrón de cuidado de la cría no definen en este caso los sexos. En las aves el sexo está determinado genéticamente, como en los seres humanos y demás mamíferos. En un sexo los dos cromosomas sexuales son iguales y en el otro diferentes, como en nuestra especie, en la que las mujeres tienen dos cromosomas iguales y los varones, dos diferentes. Pero en las aves el sexo con cromosomas iguales es el masculino: la diferenciación de los cromosomas sexuales que determina el sexo tampoco nos da un criterio universal para definir quien es hembra y quien es macho. El sexo no se define ni por caracteres anatómicos, ni por la conducta parental, ni porque los cromosomas sexuales sean iguales o diferentes, sino por algo más fundamental: el tamaño de las gametas o células reproductivas. Llamamos
Izquierda: cormorán de las Galápagos (Phalacrocorax harrisi). Foto Punneymark, Wikipedia Commons. Derecha: elefante marino (Mirounga leonina) en Península Valdés. Foto Claudio Campagna
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hembra al sexo que produce gametas grandes y provistas de reservas nutritivas para el embrión recién formado, mientras que macho por definición es aquel que produce gametas pequeñas, que no contienen mucho más que el material genético y la maquinaria para llevarlo hasta el óvulo. Esto nos permite deducir algunos aspectos generales del comportamiento. Dado que las gametas masculinas son poco costosas, los machos producen miles de espermatozoides para inseminar un solo huevo. En contraste con las hembras, el límite máximo a la reproducción de los machos es el número de óvulos que consiguen inseminar, y no el número de espermatozoides que son capaces de producir. Por ese motivo la selección natural tiende a favorecer en los machos los comportamientos que favorecen alcanzar el máximo número de fertilizaciones, y en las hembras aquellos que conducen a conseguir más nutrientes para producir óvulos, así como machos de alta calidad para fertilizarlos. Los machos, por lo tanto, resultan favorecidos por las hembras cuando despliegan rasgos atractivos para ellas, entre otros la capacidad de pelear más efectivamente para fecundarlas. Estas diferencias en los factores favorables para uno y otro sexo se traducen en diferencias presentes en la mayoría de los animales, sean insectos, ciervos, elefantes marinos o seres humanos. Por eso, casi siempre los machos son más grandes y poseen mayores colmillos, astas u otras armas que las hembras, pues eso los favorece en sus batallas con otros machos. Además suelen ser más llamativos, como los machos de pavo real, que despliegan hermosas plumas con el objeto de seducir a un mayor número de hembras, o los machos del ruiseñor, que con el mismo objetivo cantan toda la noche.
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¿Y la mente? Según lo anterior, la selección natural explica con precisión matemática la tendencia a dosificar la colaboración de acuerdo con el parentesco, o la tensión sexual entre machos promiscuos y hembras selectivas. Lo explicado, sin embargo, tiene un aire de irrealidad para los seres humanos. ¿Acaso hay alguien que se plantee antes de actuar qué ventajas evolutivas confiere una posible acción? ¿Elegimos pareja tomando en cuenta el número de genes que nos permitirá pasar a la próxima generación? Estas dudas llevan a muchos a cuestionar que principios tan efectivos en entender el comportamiento de otras especies expliquen también el de los seres humanos. Para aclarar esas dudas, ante todo es necesario distinguir entre los mecanismos que controlan el comportamiento de cada especie y las razones evolutivas que han llevado a esos mecanismos. En el ejemplo presentado al inicio, hasta un hongo, que difícilmente pueda considerarse dotado de grandes méritos intelectuales, muestra una conducta altamente compleja y perfeccionada, como si entendiese en gran detalle el funcionamiento del cerebro de otro organismo y la manera de modificarlo para alcanzar sus objetivos. Claramente, no es mediante el razonamiento como el hongo logra esos objetivos, sino respondiendo a su ambiente de un modo que la historia evolutiva de la especie ha conformado por simple variaciones al azar seguidas de éxito reproductivo diferencial. Curiosamente, algo similar se puede decir acerca del ser humano. En nuestras relaciones interpersonales actuamos siguiendo nuestros afectos, pero nuestros sentimientos no tienen una explicación racional: son, precisamente, sentimientos. Comprender la mente y el comportamiento humanos constituye uno de los objetivos centrales de diversas disciplinas científicas, como la neurobiología, la psicología, la economía, la antropología y muchas más, y con seguridad no será posible sin la intervención de todas ellas pero, como en todo lo que sea producto de la naturaleza, la participación de la evolución y sus principios es inevitable. Una formulación clave, que debemos al gran evolucionista estadounidense George Christopher Williams, es la siguiente pregunta retórica: ¿No es razonable anticipar que nuestra comprensión de la mente humana sería mayor si supiésemos el propósito para el que fue diseñada? Williams recurre a la idea de diseño para referirse a la historia evolutiva. Si los fenómenos mentales son generados por el funcionamiento de nuestro cerebro, y el cerebro es el resultado de modificaciones graduales del sistema nervioso de nuestros antecesores por selección natural, la mente misma deberá reflejar el proceso de selección que le dio lugar. Mientras valoramos el talento artístico, la profundidad del pensamiento abstracto, la generosidad o la modestia, y sentimos que nuestros pensamientos y nuestra moral nos llevan a actuar en forma gloriosa o ignominiosa, el
razonamiento darwiniano es más prosaico, ya que sostiene que las características que dan lugar a más descendientes son las que nos hacen como somos. Nuestra mente y los detalles de su diseño (qué sentimos, cómo vemos el mundo, qué nos alegra y qué nos entristece, a quién amamos, cuándo nos enojamos) se pueden entender mejor si tomamos en cuenta que han surgido en el curso de la evolución para ayudar a que dejemos más descendientes. Nuestras emociones y pensamientos nos ayudan a resolver problemas, a asistirnos, a pelearnos, a amarnos, a comunicarnos, y todo ello como consecuencia de ese simple proceso que hace ciento cincuenta años dedujeron Darwin y Wallace. Comemos como consecuencia de sentir hambre, pero la sensación de hambre es el resultado de la selección natural, y por lo tanto está diseñada para que comamos cuando, como y lo que favorece a nuestra supervivencia y reproducción. Lo mismo ocurre con las experiencias de amor, belleza, ambición o deseo sexual: nuestras experiencias están allí para hacernos comportar de modo de propagar más efectivamente nuestras características heredables. Y esta es quizá la contribución fundamental de Darwin: hacernos entender que, así como Copérnico demostró que la Tierra no es el centro del universo, el ser humano no es el pináculo de la creación ni escapa a las leyes de la naturaleza. Como magistralmente escribió en su obra máxima (el lector encontrará el texto inglés de esta cita en la página 44): Es interesante contemplar un enmarañado barranco, cubierto por muchas plantas de múltiples clases, con aves que cantan en los matorrales, con variados insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra húmeda, y reflexionar que esas formas elaboradamente construidas, tan diferentes entre ellas, y que dependen unas de otras de una manera tan compleja, han sido todas producidas por leyes que obran a nuestro alrededor. CH
Lecturas sugeridas DAWKINS R, 2000, El gen egoísta, 2ª edición, Salvat, Barcelona [edición original: The Selfish Gene, Oxford University Press, 1976]. –, 2008, El cuento del antepasado: un viaje a los albores de la evolución, Antoni Bosch, Barcelona [edición original: The Ancestor’s Tale: A Pilgrimage to
the Dawn of Evolution, Houghton Mifflin, Boston, 2004.
Alex Kacelnik Licenciado en biología, UBA. DPhil, Universidad de Oxford. Profesor de ecología del comportamiento, Oxford. EP Abraham Fellow, Pembroke College, Oxford.
[email protected] Volumen 19 número 113 octubre - noviembre 2009 19