Identidades cosmopolitas en las sociedades posmodernas 1

Universidad Nacional Autónoma de México Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) Seminario Diversidad y Multic

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Universidad Nacional Autónoma de México Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) Seminario Diversidad y Multiculturalidad en las Grandes Ciudades ¿Identidades o Ciudadanías? 27-28 de junio 2011

Identidades cosmopolitas en las sociedades posmodernas1 Daniel Hiernaux-Nicolas2 Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa, ciudad de México

Introducción En los procesos de construcción de la identidad, el espacio socio-geográfico juega un papel decisivo: tradicionalmente los grupos sociales construyen su identidad a partir de un espacio donde inscriben sus actividades y que modelan por medio de signos que permiten identificar y diferenciarlos de otros. Sin embargo, si asumimos el planteamiento de Zygmunt Bauman (2003) según el cual la metáfora más ajustada del hombre posmoderno es el “turista”, resulta complicado seguir pensando que la identidad se define en y con el espacio, por lo menos según las pautas tradicionales. En esta ponencia empezaremos, en una primera parte, por subrayar el papel tan relevante que ha tenido el espacio y las territorialidades humanas para la definición de la identidad en las sociedades tradicionales. Enseguida, en una segunda parte, se evidenciará cómo el mundo actual trata de vencer las restricciones espacio-temporales, acelerando la vida cotidiana, y transformando los seres humanos de sedentarios a más radicalmente “nómadas”. Tal incremento de la movilidad no podría entonces dejar de tener una influencia sobre la forma en que se define la identidad de los individuos y de los grupos sociales. Analizaremos entonces algunas implicaciones de este fenómeno en la construcción de las identidades de la llamada “hipermodernidad”. Finalmente, la tercera y última parte de la reflexión, se centrará sobre el nuevo papel del espacio en la creación, estabilidad eventual y transformación de esas nuevas identidades “nómadas”: se verá como ciertos sitios emblemáticos, barreras físicas a la movilidad u otras formas espaciales son susceptibles de apoyar o inhibir la creación de las identidades actuales y cómo éstas pueden entrar en 1

Presentado en la mesa 2, “Los migrantes en la ciudad cosmopolita”. Doctor en Geografía, Profesor-Investigador titular del Departamento de Sociología y de la Licenciatura en Geografía Humana de la UAM Iztapalapa.

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Correo: [email protected] , página web personal: www.danielhiernaux.net

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conflicto con aquellas de grupos cuyas identidades todavía se construyen y sostienen mediante un apego sustancial al espacio, tales como los grupos indígenas, por ejemplo. 1. Espacio, territorialidad, identidad Partir del espacio para definir la identidad no es común en las ciencias sociales: sin embargo, el espacio es un elemento indispensable para entender cómo se realiza la asimilación y/o diferenciación entre las cosas y las personas y, por ende, es definitorio en la construcción identitaria de las personas vistas como individuos y de las colectividades en las cuales se congregan. El espacio está en la esencia misma de la experiencia Para entender la otredad, y la forma en que las sociedades enfrentan las diferencias, la filosofía y la geografía humana nos recuerdan que en la esencia misma de la experiencia humana, se ubica la distancia. El espaciamiento permite distinguir un objeto de otro, un ser de otro; también nombrar diferencialmente los objetos y las personas: en otros términos permite conformar un “sistema de objetos” como lo llamó Baudrillard y un “sistema de personas”, que llamamos sociedad. La misma palabra “espacio” en alemán se dice “raum”, que proviene de la idea de hacer un claro en el bosque, de abrir algo sin la presencia de árboles (Ortega Valcárcel, 2000). Este origen lingüístico nos pone en claro lo que el espaciamiento tiene de fundamental para las sociedades, desde los principios de la humanidad. Espaciamiento es entonces sinónimo de darse “aire”, de poder constituirse como entidad propia, diferenciada de los demás. La experiencia humana, en consecuencia, se va a debatir entre una voluntad de acercamiento y una voluntad de distanciamiento. Distanciar significa entonces diferenciar, señalar la otredad, mientras que acercar implica asemejar, reducir lo diferente, asimilar. De esta forma, nos volvemos parte de un grupo que se puede identificar, mientras que a la par nos hacemos de cosas: nace la identidad con la propiedad. Como lo menciona Michel Lussault “Porque hay separación de realidades y necesidad de encontrar las vías para acceder a y estar en contacto con, los hombres arreglan el espacio, tanto en el plano material como ideal” (Lussault, 2009: 43). Espacio es poder El poder es la expresión de nuestra capacidad para acercarnos las cosas y las personas, para controlar, marcar nuestra identidad sobre las mismas, sea mediante un signo fuerte hasta tatuado en la piel (como marcar un caballo o un 2

esclavo), sea mediante un documento que acredita esa propiedad, o mediante una determinación jurídica abstracta pero que tendrá efecto cada vez que requerimos del uso o del control del objeto o de la persona. El poder sobre las cosas y las personas, significa entonces tenerlas “cerca”, lo que podemos hacer tanto por medio de un control inmediato en el cual la distancia geográfica es la menor posible. La otra vía es por medio de un control mediato, es decir atravesado por las técnicas que permiten mantener un control sin por ello tener “a la mano” el objeto o la persona. Regresaremos a este punto en la segunda parte de este texto. Los actos legales, como documento de posesión de esclavos o actas de propiedad, de matrimonio, etc., son algunos de los aparatos técnicos usados para establecer el poder sobre personas y bienes. Las sociedades se han dedicado entre otras actividades a inventar mecanismos de control: el panóptico de Bentham va en este sentido, tanto como las cámaras de televisión/video vigilancia, los satélites espías, pero también los controles diversos efectuados sobre las poblaciones. No hay teoría social sin consideración del espacio Resulta entonces errónea la creencia que han manteniendo varias disciplinas sociales por décadas, que el espacio es una exterioridad a la sociedad, algo que puede o no tomarse en cuenta; por ejemplo, la economía tradicional sigue elaborando modelos sofisticados donde el espacio es ausente. Sin embargo, el espacio no puede disociarse de cualquier experiencia de intercambio económico, sea mediante la distancia entre productor y consumidor, la necesidad de disponer de lugares donde el dinero es accesible para quienes lo guardan en bancosCNo es tampoco porque las nuevas tecnologías de información y comunicación y la informática nos permiten hacer hoy operaciones bancarias inclusive desde el teléfono portable, que podemos pensar que el espacio ha desaparecido de nuestras vidas. En años recientes se ha asistido a lo que podríamos llamar un “giro geográfico” de las ciencias sociales, que se expande concomitantemente a un giro espacial de la propia geografía, que recupera así su objeto esencial –el espacio- el cual había descuidado a favor de descripciones o, en el mejor de los casos, modelos descriptivos-normativos (Lindón y Hiernaux, 2010). La identidad se construye en/con el espacio Si bien la identidad puede reflejarse en marcas, tótems y demás hitos emblemáticos, también lo hace en la apropiación/organización del espacio, a partir de la construcción particular que del mismo realiza la persona o el grupo. La disposición de las viviendas, las formas de ocupar el terreno, la “artialización” particular de la naturaleza que lleva a cabo, acaban construyendo paisajes que son la transcripción más evidente de los elementos identitarios en el espacio, el producto mismo de la forma de “habitar la tierra” en el sentido heideggeriano.

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Por la permanencia temporal relativamente larga de los paisajes en las sociedades tradicionales, éstos se vuelven, como conjuntos organizados de objetos, naturaleza y personas, una representación misma de la identidad. Por ello es que la geografía histórica, por ejemplo, otorga un interés muy particular en la manera cómo se han construido los paisajes, y por los significados que sus diversos elementos constitutivos revelan de las identidades y de los géneros de vida de la comunidad que los construyó. Por ello, toda una escuela de geógrafos se dedica a analizar al paisaje como reflejo identitario de una sociedad. El valor del paisaje no se confirma solo entonces para el presente, sino como configuración visible de una historia identitaria, por lo que una política de destrucción voluntaria del territorio, no solo aniquila los espacios, los objetos, los bienes y las personas, sino que destruye una parte significativa de las marcas identitarias de un grupo. Pero también la aniquilación de una población, por ejemplo mediante un genocidio, puede requerir de ciertas conformaciones territoriales, que a su turno, otorgan una cierta “identidad negativa” a los grupos genocidas que será reconocida en buena medida por la huella espacial que dejaron: es el caso de los campos de concentración de todas las latitudes, los estadios donde se concentran rebeldes y opositores, las cárceles clandestinas. Si una sociedad no quiere que se pierda la memoria de esos fenómenos de exterminación, requiere mantener los símbolos mismos -por abyectos que puedan ser- de esa misma acción. Las marcas territoriales que identifican el grupo portador del acto y sus acciones mismas, son el más potente recuerdo posible y el negacionismo no es más que la voluntad de negar la huella misma del acto como forma de borrar el acto mismo. 2. La identidad y el espacio en la hipermodernidad Sin afán de polemizar sobre la existencia de una posible “posmodernidad” “hipermodernidad” o “modernidad avanzada”, nos referimos ahora a esta fase reciente de la modernidad en la cual se ha podido observar una creciente aceleración del tiempo, una extensión de la misma sobre todo el globo (sin por ello que sea homogénea) y una complejización y deestructuración creciente de las instituciones tradicionales. La identidad se ha transformado de manera extremadamente rápida en el curso de ese proceso a la par que la forma de percibir el espacio y el tiempo. Se ha hablado de “desanclaje de las sociedades” para referirse a la serie de procesos por los cuales la movilidad de las personas, los bienes, la información, los valores y las imágenes, se ha vuelto emblemática de las sociedades hipermodernas. El turismo, los movimientos de capitales en fracciones de segundo, las migraciones internacionales, los valores transmitidos por los medios de comunicación mundializados, los alimentos y rasgos gastronómicos locales transformados en bienes mundiales, son solo algunas de las aristas de un proceso multifacético que abarca prácticamente todos los resquicios de la vida moderna. 4

Si bien la intensidad de estas transformaciones se hace más evidente en los países más desarrollados, éstas alcanzan todos los rincones del planeta: basta ver la implantación de la telefonía satelital en África, la internacionalización de la violencia en ese mismo continente con armas chinas y discursos musulmanes fundamentalistas o la guerra de Internet de Chiapas, para entender la profundización creciente de la movilidad de todos los factores y sus efectos de transformación de las sociedades y sus formas de hacer o rehacer el mundo, sea en el desarrollo o en la guerra. En este contexto pensar que la identidad sigue los patrones tradicionales de su construcción social sería un error fatal. Se ha hablado bastante de la mundialización de las identidades: en este momento queremos recalcar el nuevo rol del espacio en la formación de las identidades actuales. Ya no es posible, en efecto, considerar que las identidades se conforman a partir de un espacio fijo, una sociedad sedentaria, marcas territoriales comunes y la peculiar configuración cultural que determina y delimita un grupo social y lo diferencia de otro. Por una parte, se hacen presentes esos referentes simbólicos que no son ya atributos locales sino parte de una suerte de entorno global en el cual las diversas demandas identitarias se aprovisionan de símbolos. En el supermercado de los símbolos identitarios flotantes, es fácil aprovisionarse; sea por adquisición de los originales, sea a través de las grandes ventas de rebajas que representa la falsificación, la piratería. Para el joven de una favela brasileña o del suburbio de una hipermetropoli africana, su identificación con un grupo “global” es relativamente fácil y fluida, gracias a la Internet, a la mercancía pirata, a la bajada de música y a la compra de películas multicopiadas. Los símbolos de pertenencia identitaria pasan de “geosímbolos” a símbolos a secas: parecerían que han perdido su dimensión espacial. De la misma forma, los Bobos, “Bohemian Bourgeois” que analiza David Brooks (2002) cosechan frenéticamente símbolos de diversas orígenes geográficas, como máscaras africanas, telas hindús, antigüedades europeas, para confortan un entorno que creen multicultural porque los objetos son de orígenes geográficos diversos, sin percatarse que todos esos objetos han perdido su referente identitario y, en términos benjaminianos su aura, por haber sido extraídos de su entorno original. Todo valor simbólico se pierde cuando el objeto no está en el lugar al que pertenece para el uso de aquellos para los cuales integra un significado particular. Se crea así una nueva estética del contraste, donde la geografía está particularmente maltratada a la par de las referencias de identidad. En la complejidad del mundo actual, el pasado se difumina para ceder el lugar preferente a una “presenteidad omnipresente” y derribadora de la articulación tradicional del pasado al presente y al futuro. Por ello, los espacios que suelen albergar una identidad son cada vez más apreciados en la medida que desaparecen irremediablemente las mismas identidades que los edificaron y ordenaron. Esta contradicción es a la fuente de una valorización extrema del patrimonio, sustentada por políticas globales dictadas desde los organismos internacionales manejados casi exclusivamente por representantes de las nuevas

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clases cosmopolitas pero sobretodo sustentadas por los imaginarios que los guían en el mundo hipermoderno (Hiernaux, 2011). En sociedades donde el tiempo que dirige y orienta el mundo es solo el presente inmediato, el espacio se vuelve intercambiable, y se asiste a lo que Francesc Muñoz llama la “urbanalización” (2008) es decir nuevas formas de expansión o de renovación urbana por la cual la banalización de los espacios es pan de cada día. Perdida la profundidad de la historia, borrada la huella identitaria de la construcción progresiva del espacio, queda la banalización del espacio, que remite a clichés, a postales intrascendentes de lugares intercambiables a lo largo del planeta. En estos casos, puede llegar a pasar que el habitante de algún reducto donde el pasado sigue denso, para el cual el espacio aun condensa capas geológicas de historia social, se vuelva, a los ojos del “neohabitante” , el “otro” incómodo, el que molesta, el que contrasta con la intercambiabilidad de espacios, estilos de vida, objetos y al fin vidas, a la cual se ha ido acostumbrando progresivamente. La aceleración de los desplazamientos no da tiempo a que el viajero moderno se acostumbre y por ende, se identifique con los nuevos espacios y las nuevas sociedades que llega a conocer. Salvo que esa sea la finalidad de su viaje, es decir encontrarse con el otro como estímulo para su propia vida mediante vivencias diferentes, la presencia de identidades distintas, proyectadas sobre la persona a través del movimiento, se torna agresiva por no decir insoportable. El turista es quien viene preparado, al igual que el antropólogo, para afrontar la otredad de una comunidad diferente, aunque con límites claros fijados por su propia trayectoria cultural. Pero el otro viajero, el que no hace el viaje para afrontar la otredad, se encuentra sometido a un bombardeo de incontables referentes culturales que no conoce y le pueden incomodar. Por ello, los referentes mundializados son útiles para evitar ese choque cultural. Los hoteles de cinco estrellas con lujo y confort internacionales, los restaurantes de comida “internacional”, las cadenas televisivas nacionales retransmitidas a lo largo del espacio planetario, son algunos de los elementos que permiten “sobrevivir” en una jungla de símbolos identitarios que el viajero hipermoderno no conoce ni pretende apreciar en sus cortas estancias utilitarias. De esta manera aparecen las “burbujas cosmopolitas” suerte de espacios offshore en los cuales no rigen las normas identitarias locales: las mujeres no deben llevar velo, el alcohol es permitido, el inglés es el lenguaje vehicular, CNN el referente en noticias... Hoteles, clubes en la mejor tradición de los espacios reservados a los colonizadores de las metrópolis europeas en el siglo XIX y hasta la mitad del actual, edificios de oficinas, aeropuertos, son numerosos los espacios acaparados por quienes no quieren insertarse en culturas no propias, y prefieren asumir una vaga referencia a una cultura cosmopolita que, a diferencia de la mencionada, remite a una multiplicidad de ofertas simbólicas, asumidas como “globales”.

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La otredad se desdobla entre una variante “light” y una “hard”: la primera remite a diferencias menores entre quienes asumen las conductas cosmopolitas y solamente exhiben rasgos distintos en la medida en que eso puede ser atractivo en su encuentro con el “otro” de su mismo grupo. La segunda remite a una diferenciación profunda y asumida como tal, por quienes niegan la existencia de culturas históricas en los lugares donde ellos mismos ejercen una función neocolonizadora. 3. La nueva realidad espacial El rol del espacio ya no es entonces el mismo en la configuración de las identidades que por el pasado. Lejos estamos de un espacio definitorio en cierta medida de los marcadores identitarios pero, a la vez, producto de una identidad particular. Pero esto no significa que la relevancia del espacio para la identidad y la otredad se haya derrumbado. Por el contrario, el espacio sigue constituyéndose como una dimensión fundadora de la identidad y la otredad, salvo que bajo modalidades más complejas. En esta tercera parte del ensayo, trataremos de explicar este postulado a través de varios ejemplos. Quizás el más evidente es la formación de identidades trasnacionales. Esta temática ha sido ampliamente desarrollada en el mundo anglosajón y ha tenido ecos considerables para el análisis de las migraciones de México hacia los Estados Unidos. El tema central, a nuestro entender, es que se forman nuevas identidades productos de la migración entre países, que se construyen a partir de la recuperación de elementos simbólicos identitarios recogidos de ambos lados de la frontera. Esta integración puede asimilarse a una “pepena”, a un “bricolaje” identitario que recoge –seleccionándolos- elementos dispares para elaborar una construcción heteróclita, que solo en apariencia puede parecerse a la identidad original o a las características identitarias del espacio al cual se migra. Ese bricolaje tiene por efecto una nueva construcción identitaria muy parecida simbólicamente a las viviendas mismas de los migrantes: hechas de pedacería, difíciles de constreñir a un solo modelo, son el reflejo de los estilos de vida heterogéneos de los mismos migrantes. La posibilidad de articular y sacar provecho de esa pedacería identitaria resulta ser una ventaja competitiva para los migrantes que evitan así, en primera instancia, la permanente situación de desencaje de quien no se siente pertenecer al lugar donde migró, también la de regresar eventualmente como un “local” más en su comunidad (traen de regreso símbolos culturales extraños que les ofrecen estatus), pero también la posibilidad de jugar a ser el “otro” (el que llegó o el que regresó) respectivamente en su comunidad de destino o en la de origen. Esta posibilidad de asumir un papel de “extranjero” como lo analizó justamente Simmel (1999) o Schűtz (2003), resulta ser una real ventaja por el distanciamiento cultural que permite con la comunidad de origen tanto como la de destino. Esta hibridación identitaria es a la vez una hibridación espacial. El “urbanismo mágico” de los migrantes que analiza Mike Davis (2000) resulta entonces creador 7

de paisajes donde los procesos que pueden explicar cierta configuraciones territoriales, ciertas imágenes, ciertos prototipos, no encuentran su origen en el territorio mismo y en la comunidad que la habita, sino en lejanías insospechadas a las cuales deberá dirigirse el analista para encontrar las claves paisajísticas. Ciertos símbolos culturales entonces responden a realidades históricas que se desprenden de una historia social lejana, pero vehiculada por el migrante que transporta así a cuestas esa historia que fue suya y es la de sus antepasados; a través de relatos, de costumbres, de objetos transportados, de un patrimonio vuelto nómada por la fuerza de la vida, el migrante recrea un espacio que “ni es de aquí ni es de allá” un espacio híbrido radical pero necesario para curar la nostalgia y marcar la diferencia entre el migrante y el local. El segundo ejemplo que queremos aportar es el de las identidades cosmopolitas que tratamos parcialmente en el punto anterior. De cierta manera, hemos dejado de pensar que esas identidades se producen solo de manera defensiva frente a una doble necesidad: la de mantener puntos de referencia dentro de un estilo de vida nómada, y aquella de crear una suerte de muralla de protección contra las identidades locales diferentes y posiblemente inentendibles a primera vista. La identidad cosmopolita se crea también a partir de una suerte de pepena de fragmentos identitarios múltiples: pero entre esos fragmentos dominan los productos originados en las industrias culturales y en las industrias del lujo. Pertenecer a los grupos identificados como cosmopolitas no es reservado solo a los neoburgueses que se han enriquecido con la mundialización. También se perfila como una tendencia fuerte entre ciertos grupos intelectuales y en ciertos estratos medios que podemos llamar “ilustrados”. La captura de esos fragmentos culturales que permitirá dar consistencia a la identidad cosmopolita no se realiza de manera autogestiva como parece que ocurre con los migrantes de bajos ingresos. Por el contrario, es un proceso que podemos llamar asistido, es decir conducido e inducido por ciertos ramos de producción de bienes, información, valores, y otros, que toman las riendas de la construcción de esa identidad cosmopolita: productores de objetos de lujo, mecenas/compradores de arte, empleados emblemáticos de las empresas mundiales, se encargan a veces involuntariamente, de procesar esos productos hasta volverlos elementos identitarios claros, susceptibles de ser consumidos por otros: es el caso de actores de cine o figuras muy conocidas del show-business que publicitan ciertos productos como cierta cafetera de cápsulas que ha revolucionado la tradición del buen café, perfumes de nuevo cuño renovables cada año, coches de lujo, yates, hoteles renombrados, entre otros. El anclaje espacial de estos objetos es prácticamente invisible salvo el caso de hoteles, conjuntos de viviendas de descanso que per se, son localizables aunque su entorno prácticamente desaparece entre imágenes míticas e imaginarios turísticos impuestos por la publicidad. Y es justamente lo que hace la fuerza de esas ofertas, por esa posibilidad que ponen a disposición de pertenecer al grupo de usuarios es decir de quienes pueden darse el lujo de conseguir esos productos de manera ubicua. La desterritorialización de los marcadores de pertenencia y por ende de identidad contribuye a la expansión de la venta de los mismos. Por ende, 8

la desterritorialización es una estrategia competitiva notoria que acompaña a la proyección de una imagen de lujo y por ende a cierta idea de estatus. Sin embargo, evacuar el espacio por la puerta no impide que regrese por la ventana: la adquisición de ciertos marcadores de identidad no opera si no se está en condición de compartir esta asimilación identitaria con otros, y frente a otros. En otros términos, existe una necesidad de integrar un “nosotros” que se distancia de los “otros”. Y para eso, el espacio sigue y seguirá siendo esencial. En cuanto a la formación de una comunidad de identidad, no es creíble que eso sea posible sin que medie una relación espacial: existen efectivamente comunidades virtuales de identidad, para las cuales la misma se construye sobre ciertos elementos de reconocimiento mutuo; en esos casos se reduce la dimensión espacial aunque no se elimina totalmente. Pero en términos generales, se requiere de espacios donde el individuo pueda presentarse y representar como componente de un determinado grupo con una identidad definida. Para ello, se ha podido observar que se multiplican las formas de reagrupamiento, es decir de confinamiento voluntario de ciertos individuos que buscan un “nosotros” con el cual identificarse. Estos reagrupamientos pueden ser de carácter no espacial, pero mucho mantienen o quizá hasta privilegian cierta espacialidad compartida. Es el caso de las comunidades cerradas las “gated-communities” sobre las cuales se ha discurrido intensivamente, evidenciando su carácter defensivo. Si bien éste es un factor decisivo en el agrupamiento social, no es el único, y la posibilidad de compartir con otros los rasgos identitarios adquiridos por ciertas formas de consumo es, a su turno, una clave central para entender esas segregaciones voluntarias. Lo mismo puede ser dicho de los clubes recreativos o las salas de deporte, los centros comerciales y, de manera creciente, los centros históricos de las ciudades sujetas a procesos de rápida “gentrificación”. Si bien esta última modalidad puede ser todavía difícil de concretarse por la presencia no eliminada totalmente de “otros” no bienvenidos a pesar de ser los ocupantes originales, no deja de estar viva, creciente y atractiva para sectores significativos de población. Ello no implica que es un proceso dominante, pero sí que es una de las formas en la cual ciertas formas de identidad cosmopolita recuperan espacios donde puede dar libre curso a sus manifestaciones culturales peculiares: el afecto por la cocina fusión o étnica desterritorializada, los cafés donde se puede discutir en torno a un filtrado de calidad, librerías sorprendentes y acogedoras, tiendas exóticas o de antigüedades, etc. Consideraciones finales El espacio entonces está y no está presente en las identidades cosmopolitas actuales: si bien resulta claro que no es ya un elemento central como en la formación y permanencia de las identidades tradicionales, se manifiesta todavía a partir de ciertos territorios de identidad en las ciudades o a partir de cierto recurso a geosímbolos reterritorializados por los portadores de nuevas pautas identitarias. 9

En vez de un proceso de construcción territorial, es decir de la producción de un espacio particular por un grupo del cual derivará un género de vida y finalmente una identidad, estamos frente a la posibilidad de jugar con diversas identidades que son creadas no por la producción, sino por el consumo potencial de cierto tipo de símbolos y de ciertas configuraciones espaciales como, por ejemplo, los barrios centrales de las cosmópolis. Por ende, la selección de una identidad en las cosmópolis posmodernas obedece no a decisiones ligadas a la autoproducción de un grupo, sino a decisiones individuales de afiliación o desafiliación (Bourdin, 2007). La temporalidad de la afiliación es también irrelevante, ya que se puede adoptar una identidad el tiempo de unas vacaciones, de una tarde de domingo o de una decisión de residencia. Identidades de ocio más que de trabajo, individuales más que grupales, efímeras/ocasionales tanto como duraderas, estamos frente a un verdadero “bazar” identitario donde es posible la creación o la destrucción, la actitud defensiva (para la protección de lo ya adquirido) u ofensiva (para ganar algo más). El espacio es parte de ese consumo, de esa creación y así se logra entender que pueda ser valorizado por las industrias culturales e inmobiliarias como nueva fuente de beneficios: No en balde un neoliberal como Michael Porter, considera que los centros históricos son espacios que permiten la competitividad y la estimulan (Porter, 1995). El espacio, más que ser el inductor existencial3, el sustrato que interactúa con el grupo social para que éste defina su género de vida, no es más que un “factor” complementario, desligado del “lugar”4, sitio del ejercicio de una actuación permanente de individuos que anhelan encontrar en ciertas configuraciones espaciales, un bálsamo a la vacuidad de los estilos de vida que les promete la mundialización si obedecen a las inducciones consumistas por las cuales son bombardeados con constancia vindicativa.

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En el sentido que el filósofo belga Jean Ladrière hablaba de “la ciudad como inductor existencial”; Ladrière (1972). 4 Uso la voz “lugar” con la intensidad de significado que le asigna la geografía humanista.

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lugares

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