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Imagen de la portada cedida por DRIVE CINE, S. L. Primera edición en DeBOLS!LLO: abril, 2005 © 1999, Miguel Barroso © 1999, Random House Mondadori, S. A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Printed in Spain – Impreso en España ISBN: 84-9793-661-2 Depósito legal: B. 17.656 - 2005 Impreso en Liberdúplex, S. L. Constitució, 19. Barcelona P 836612
Para C, C y C: la triple C. También para B y, cómo no, para A.
Aquí estoy, solo estoy, despedazado. José Martí
Abrí las ventanas y me envolvió un aire húmedo, caliente y salado; como el aliento de un perro que bebiera agua de mar. Desde la altura alcanzaba a ver casi todas las luces de la bahía. A la izquierda, las bombillas mortecinas de la Casa de Salud La Benéfica, un hospital para pobres. En la misma diagonal, pero más cerca, la terminal de los vapores que cubren la línea de Miami y las farolas de la estación. Enfrente, como a un palmo, los focos de los camiones lamiendo con su lengua de luz el asfalto de la Vía Blanca hasta desembocar en Guanabacoa. A la derecha, las torres altas de la Compañía de Electricidad. El faro del Morro disparaba destellos de luz al vacío. Y al fondo, el trazado caprichoso de los barrios de La Habana Vieja. El conjunto componía un panorama triste, ideal para reafirmar el propósito de un suicida. Luyano podía ser un barrio tan bueno para vivir como cualquier otro de La Habana, me dije. Siempre y cuando fueses una rata y no te dieran miedo las ratas más grandes que tú. Al fin y a la postre, poseía todo lo que un hombre en mis circunstancias podía necesitar: pensiones baratas, proximidad al atracadero del ferry que cubre a diario la línea de Key West cargado de automóviles y turistas yanquis, y una tortuosa vía ferroviaria por la que desfilan cuantos mercancías parten hacia Oriente. Había llegado al hostal Chicago muy cerca de la medianoche. Se anunciaba engañosamente como Casa de Huéspedes con un rótulo de neón que prometía precios módicos y alquiler de habitaciones por semanas, días e incluso horas. Ocupaba la quinta planta de un edificio que una vez fue blanco. El tiempo lo había convertido en uno de esos lugares a los que va a parar la gente que transita la etapa de su vida que precede al desastre y que utilizan también las parejas sin futuro. Pensándolo bien, la mayor ventaja 9
de alojarse en el Chicago consistía en salvarse de la Mansión Oriental, el primer destino que me propuso el taxista. El tipo de la recepción del hostal tenía entre cuarenta y sesenta años. Camuflaba la calva paseando una sola mata de pelo superviviente, y que había teñido de rojo, desde el temporal izquierdo por todo el cráneo. Hablaba masticando un pedazo de pan, como si se enjuagase con él la boca. –Estará como en casa –me dijo. Tuvo que interrumpir su campaña de propaganda unos instantes para tranquilizar a un huésped que se asomó al pasillo quejándose a gritos de un corte de agua. –El ambiente es familiar –agregó. Tomó una llave del cajetín y me acompañó hasta la última habitación libre. Descorrí una cortina que llevaba tiempo sin asomarse al agua. –¿Gallego, verdad? –preguntó desde el quicio de la puerta. Si hubiera tenido intención de responder, no me habría dado tiempo, porque continuó: –Lo sé porque lo primero que miran los gallegos es la ventana, para calcular la claridad de la mañana –prosiguió–. Cada quien tiene sus manías: los americanos se preocupan por la ventilación, los mexicanos palpan el colchón, los venezolanos abren la llave del agua... El cubano es rascabucheador: antes que nada observa si hay ventanas enfrente, para espiar de noche a las mujeres. Me fijé en la camisa que dejaba caer por fuera del pantalón, como hacen los gordos. En el pecho resaltaba un mamey, en un sobaco un racimo de cerezas, en el vientre un cuerno de la abundancia que rebosaba monedas de oro. Toda esa euforia primaveral emanaba de un fondo rojo. Tan rojo como los días de fiesta de un almanaque. Seguía hablando. –Me gustan los gallegos. Mi padre era gallego, de las islas Canarias. Son gente seria. Trajeron cosas buenas a América, como el idioma, la raza o la siesta. Aunque a mí no me gusta la gaita que tocan en las romerías.... De un manotazo se sacudió un mosquito del tamaño de una libélula que se le había posado en el cuello. Exploró la mano en busca de restos y me sonrió, como restando importancia a la tra10
vesura de un animal doméstico. Antes de escuchar un relato de la guerra de Cuba pregunté el precio. –Un peso al día. Si se queda más tiempo, cinco pesos por semana. Hay agua corriente en cada cuarto. Cada baño son diez centavos. Y no tenemos teléfono, pero puede llamar desde la vidriera de apuntaciones de la esquina y ahí mismo le toman los recados. –Sólo quiero dormir, no pienso comprar la habitación –le respondí. –No se me ponga bravo, gallego. Todo se puede hablar. Podemos dejarlo en la mitad. Se le ve buena gente y formal. Volvimos a la entrada. Mientras recogía mis cosas, en una radio sonaba una voz afectada cantando «Si muero en la carretera no me pongan flores...» sobre un fondo de violines. El gordo seguía mascando el mismo pedazo de pan. –¿Tiene algo para los mosquitos? –Lo ideal es poca claridad y mucha ventilación. –Quiero decir si tiene algo contra los mosquitos. –Lo mejor es no hacerles caso y dejar trabajar a las arañas. –Ya. ¿Y aparte de las arañas tiene algo más? Escarbó bajo el mostrador y apareció un matamoscas verde. Lo asió por la varilla como si fuera un florete: –Con esto no se le escapa uno. Tendió la empuñadura con la misma solemnidad que si me confiara la espada de caballero. –Seguro, pero aparte de la esgrima también quisiera dormir un rato. La sonrisa se esfumó, sustituida por un mohín. Rebuscó en el mismo sitio hasta que apareció un pulverizador de flis. Lo agité y se lo devolví: el tambor estaba en las últimas. Aquello era más de lo que el gordo podía soportar. Desenroscó de mala gana un frasco con una etiqueta roja que tenía dibujada una legión de insectos convalecientes y una calavera pequeña. Vertió un chorro discreto. Me tumbé en la cama. El colchón, o lo que hubiera debajo de las sábanas, era algo menos duro y estrecho que un reclinatorio; pero la palabra clave era algo. Después de rociar el cuarto un buen rato con el pulverizador me quedé observando una araña 11
muy plana y de patas largas y peludas. Debía de ser hembra porque era enorme y se aproximaba distraídamente hasta un mosquito que deambulaba cerca de la bombilla del techo. Su merodeo componía un movimiento parecido al tamborileo de una mano sobre la mesa. Tanto el cazador como la presa pertenecían probablemente a especies mutantes inmunizadas contra el insecticida o tal vez la calavera del frasco sólo advertía a los vertebrados. Les dejé hacer sin tomar partido. No sé si los insectos tienen oídos, pero la araña aprovechó el pitido de un tren al tomar la curva del puerto para atrapar al mosquito. Observar la cacería me llevó unos veinte minutos. Otros diez los dediqué a fumarme el último pitillo de una cajetilla de Belmont que había comprado en la escala de Caracas. Después, saqué de la americana la cartera y desdoblé un sobre astroso en el que figuraba junto a mi nombre una dirección antigua y al tiempo reciente: Penal del Dueso. Segunda Galería. Santoña (Santander). España. El matasellos emborronaba el perfil resuelto del primer presidente de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes: «La Habana. 10.4.49.» Extraje su contenido y me concentré en él una vez más. Tres jóvenes de uniforme componían una pose improvisada. Medina, con una rodilla clavada en tierra, tendía una botella de coñac hacia el objetivo. El de la izquierda era yo, el más alto de los tres, aunque por muy poco. Mi gorra estaba ladeada y extendía el brazo sobre el hombro de Dalmau que lucía un bigotito recortado, de galán de la época. Era el único que ceñía el quepis conforme al reglamento y retaba a la cámara con una sonrisa luminosa y cautivadora. Dominaba la escena con una energía que no procedía de la corpulencia, equivalente a la nuestra, ni de la edad, sólo un año superior. En conjunto, no sumaríamos entonces más de tres cuartos de siglo. Una vez leí que es posible que tres personas mantengan un secreto, siempre que dos estén muertas. Nosotros éramos jóvenes y éramos tres, aunque no teníamos todavía un secreto; o por lo menos no lo sabíamos. Claro que desde entonces habían pasado veinte años. Medina llevaba muerto once y a mí no me había ido mucho mejor. Volteé la foto, la única que llevaba encima, sin contar la del pasaporte. Lo que ponía en el reverso lo sabía de memoria. Esta12
ba redactado con caracteres menudos y apelmazados distribuidos en dos líneas inclinadas hacia arriba. Un grafólogo habría dicho que era la letra de un médico optimista. Lo había anotado Dalmau, pero la frase no era del todo suya ni de ninguno de los tres; se parecía mucho a lo que dijo cierta vez un poeta algo mayor que nosotros y tan muerto como Medina. Era la clave del secreto: «Si me pierdo, que me busquen en La Habana.»
Y te busqué por pueblos Y te busqué en las nubes. José Martí
Cuando se llega de noche por primera vez a una ciudad los lugares y las personas adquieren una cualidad particular. La gente es misteriosa y se desplaza de un misterio a otro. De día, las cosas se ven diferentes. Contemplado de nuevo desde el balcón, Luyano me pareció simplemente un barrio pobre y enrevesado, con un trazado intestinal. Después de tomar un buche de café, me entendí fácilmente con el encargado de la vidriera de apuntaciones. Se metió en el bolsillo el billete sin mirarlo y me anotó su teléfono. En la puerta varias viejas y unos cuantos desocupados anotaban los números premiados en el sorteo del día anterior. Rompían en pedazos su boleto prescrito y entraban a por más. Otros tentaban la suerte en las inmediaciones y recitaban jaculatorias incomprensibles: «Todo pa’l queda»; «Pareja de cuatros, diez y diez»; «Puñalada tapa y tapa»... La parada de taxis más próxima quedaba a dos manzanas, pero antes de llegar me abordó un negro de unos cuarenta y cinco años casi tan alto como la torre de Pisa y bastante más recto. Jugaba con un llavín delante de un Chevrolet color crema. Me ofreció un paseo de tres horas por un peso y abrió la puerta trasera. Las callejuelas del barrio tenían poco interés, al menos a esa hora. En cada esquina asomaba la garganta lóbrega de un billar, los críos acaparaban el ancho de la calzada bateando con patas de muebles desvencijados y sus madres comadreaban ante las bodegas. Gracias a una revista abandonada sobre el asiento me enteré de cuáles son los animales más veloces y los más lentos. Aprendí, por ejemplo, que el elefante galopa a 50 kilómetros por hora, diez más que el león. Mientras cruzamos la avenida del Puerto sonaba 15
en la radio un cha-cha-chá. El chófer me observaba por el retrovisor y cada poco ladeaba la cabeza y pronunciaba en voz alta el nombre del edificio que quedaba a la izquierda, como si pasara revista a los apellidos en una guía telefónica: –Archivo Nacional... Iglesia de Paula, está en ruinas.... Ministerio de Educación... Estado Mayor de la Marina de Guerra... Club Internacional de yates. La voz era honda y grave; hubiera bastado para imponer respeto a cualquiera aunque no estuviese respaldada por el físico. Pese a que no apareció en su recuento, me fijé además en la fila de tabernas, prostíbulos y hoteluchos que se alineaban frente al agua. Allí se mecían unas toldillas de popa redonda y proa ancha con mástiles despintados. Cuando llegamos al Malecón le dije que fuéramos al parque Central. Los ojos iniciaron una sonrisa amistosa. –Gallego, ¿verdad? Mi familia viene también de las Vascongadas. Son los más fuertes. He oído que levantan piedras como nadie. ¿Vio pelear alguna vez a Uzcudun? –llevaba el pelo tan rapado que los brotes no alcanzaban a formar bucles. Una cicatriz antigua marcaba la ceja izquierda, pero no le confería un aire amenazante. Había en su mirada un fulgor apacible y amable. –Sí, son los más duros, pero a Uzcudun hace tiempo que no lo he visto en acción. Llevo una temporada larga fuera –concedí con desgana. Volteó medio cuerpo y ofreció una mano del tamaño de una esterilla de sacudir alfombras. Miraba derecho a los ojos, sin reservas. –Despanier, Kid Despanier, superweight –dijo–. Fui campeón de la isla, pero me robaron el título. Y estoy de acuerdo con lo de Uzcudun –agregó–. Creo que todo lo que tenía que decir lo dijo en sus cuatro asaltos contra Joe Louis. –Losada –respondí–. Martín Losada. –Acá los gallegos y los asturianos no se pueden ver. Y los vascos no se tratan con los demás. A veces voy a los partidos de fútbol entre asturianos y gallegos, aunque no entiendo bien las reglas. Lo que me gusta es la pelota. –¿Entonces para qué va al fútbol? –En esos partidos de fútbol se ve buen boxeo, y el boxeo es 16
mi vida. Asturianos y gallegos levantaron ya hace años dos edificios sociales enormes en el parque Central, el uno enfrente del otro. No se ponen de acuerdo en cuál es más grande. Tienen también casas de salud y balnearios. Cuando la guerra que ustedes tuvieron tampoco andaban de acuerdo. Los gallegos estaban con Franco, los asturianos con la República. –¿Y los vascos? –Los vascos están en lo suyo. Ellos lo que tienen es un frontón y un asador. Detuvo el coche junto a un parque sombreado, al pie de una estatua. No eran aún las diez de la mañana y el calor húmedo era ya sofocante. –Ése es Martí. También estuvo en España. Él fue quien los mandó a casa a ustedes. Le mataron de casualidad, en una carga a caballo. Pero oye esto: es el único que tiene el monumento sin caballo. Así es el cubano... o se queda corto o se pasa. Nunca había subido unas escalinatas como las del Centro Asturiano. Sabía que existían porque había visto otras parecidas en las películas de romanos, pero no en persona. Culminaban en una especie de patio interior que recibía la luz cenital de una claraboya ilustrada con una versión asturiana del Descubrimiento de América. En las carabelas de Colón ondeaba la bandera asturiana y todo estaba enmarcado por guirnaldas y rosetones con el escudo regional. El conserje recorría el último piso escoltado por unos obreros que engalanaban el salón de baile. Un fresco con aguas encabritadas, paisajes montañosos y campesinos rudos y nobles decoraba la bóveda. De los arcos circundantes pendían lámparas de araña doradas. La del centro era la mayor. Exhibía tantas bombillas como la verbena de un barrio rico. El conserje me hizo un gesto y esperé meditando sobre el sufrimiento de los asturianos cada vez que les confundían con los gallegos. En las oficinas se afanaban varios tipos vestidos con guayabera. El secretario del Centro apenas se demoró en recibirme. Encima del buró, un rótulo advertía de su cargo. También figuraba el nombre: Gerardo Rivaya. Vestía un traje completo de color inexpresivo un par de tallas mayor que la suya que no era muy alta. El bigote raquítico tampoco le aportaba prestancia. Aproveché su 17
conversación telefónica para echar un vistazo a la gruesa guía de la Cuban Telephon Co. que completaba un anaquel de expedientes. Colgó al poco y me preguntó mi apellido. Se lo dije y también el de Dalmau. Cambió de expresión y consultó con desgana un fichero de cartón. –No hay ningún socio que se llame así. Además, ese nombre ni siquiera es asturiano. –No se puede tener todo en la vida; por ejemplo, yo nunca he estado en Gijón –le respondí. Le hizo poca gracia, así que seguí–: ¿Y no aceptan miembros no asturianos? –Sí, a no ser que sean gallegos o franquistas, o las dos cosas. –Por ese lado puede estar tranquilo. Dalmau tendrá sus defectos, pero no tiene perversiones. –¿Ha visto chinos en la ciudad? –preguntó. No esperaba que le contestara, así que aguardé el final del acertijo–. Pues hay veinte mil. ¿Americanos...? Siete mil. ¿Judíos? Son casi diez mil. Me llevaba tres aciertos de ventaja y tenía que reaccionar, de modo que contraataqué: –¿Quién es más rápido, el antílope o el caballo? ¿Cuál es el premio del concurso? –Quiero decir que en La Habana viven más de ciento cuatro mil españoles –respondió algo tenso–. Y hay diecinueve centros regionales, aparte de la Embajada. Vaya al consulado. Me tomé unos segundos para contestarle; puede que mi voz sonara cortante: –He pasado por delante viniendo hacia aquí. Pero le tengo alergia a esa bandera y mi amigo también. Antes de pisar ese edificio él preferiría volver a perder la guerra, y no fue divertido perderla una vez –noté que el comentario le llamó la atención, porque adelantó el mentón y encadenó otra pregunta: –¿Le tocó el bando perdedor? –Lo elegí. Y por si fuera poco, al terminar repetí la elección; Dalmau hizo lo mismo –comenzó a mirarme de otro modo. No es que dijera o hiciera nada especial, aparte de invitarme con un gesto a tomar asiento; pero se comportaba de otro modo, como si hubiera desaparecido la mitad de la distancia que nos separaba. –Me gustaría poder serle útil, pero todo lo que puedo sugerirle es que pruebe en los otros centros. Si decide hacerse socio, 18
vuelva por aquí. Organizamos conferencias, bailes, romerías... –lo dijo con esfuerzo, como si de verdad supiera lo que me estaba proponiendo. –Me habían dicho que La Habana era excitante, pero no me esperaba tanto. Lo tendré en cuenta –respondí. Anoté en un papel mi apellido y el número de la vidriera, se lo confié y me dispuse a salir. –¿Martín...? –Sí, Martín Losada. –¿El caballo? –No. El antílope. Alcanza cien por hora. El caballo sólo sesenta y dos –abrí la puerta del despacho y bajé sumando los escalones. Eran 87, sin contar dos rellanos, un poco más estrechos que una avenida. Para llegar al Centro Gallego bastaba con cruzar el parque. Había un grupo discutiendo a gritos quién era el mejor pitcher de la liga nacional y les costaba ponerse de acuerdo. Por su aspecto parecían llevar varios años con la controversia y no tener prisa. La fachada de los gallegos aún exhibía más esculturas y escudos y dentro se respiraba el mismo ambiente de nostalgia que en la acera de enfrente. La escalera era circular y en la balaustrada estaba esculpido ese copón que figura en su bandera. El secretario se llamaba Estévez y había salido a la peluquería. Podía esperar o acercarme. Decidí acercarme. Sobre la fachada acristalada se leía: Beauti Parlor. Últimos estilos: italiano y francés. Croquinols, tintes, manicura. Reconocí a Estévez de inmediato. Era el único rubio y tenía unos ojos claros, sepultados en el tocino de los párpados, y tan pequeños como los botones de una sotana. Además, un alfiler con la bandera roja y gualda anclaba al estómago su corbata de lunares. Por si fuera poco, leía absorto El Progreso de Lugo. Un habano humeaba empotrado en sus labios carnosos y blandos. Calculé en total no menos de 120 kilos de grasa fofa. Le conté a quién buscaba, pero quiso saber en seguida para qué le buscaba. –Es mi amigo. No le veo hace más de diez años. –¿Cuánto le debe? –Eso es lo de menos... 19
–El dinero nunca es lo de menos –me interrumpió–. ¿Usted sabe cuántos españoles viven en La Habana? –Ciento cuatro mil –le sorprendí–. Y veinte mil chinos, siete mil americanos y diez mil judíos. Parpadeó. Estaba desconcertado. Lo sé porque apartó el puro de la boca y me miró fijamente. Así que rematé: –Y en la guía telefónica hay once Dalmaus. Pero ninguno se llama Albert. –¿Y por qué cree que yo podría ayudarle? –dijo–. ¿Y por qué iba a ayudarle aunque pudiera? –Primeramente, porque él no conocía a nadie en La Habana y cuando llegó tuvo que acudir a cualquier lugar donde hubiera españoles. ¿No construyeron ese edificio para eso, o fue sólo para colocar encima ese ángel cursi con una trompeta? –¿Y en segundo lugar? –Porque ya sé que usted piensa que el dinero no es lo de menos. Me preguntó el nombre completo. Lo apuntó en una agenda de bolsillo junto con el teléfono y, en tono conciliador, me dijo: –Martín, usted y yo podemos ser amigos. –Me conformaría con hacer negocios –repliqué. –Las dos cosas son lo mismo. ¿Sabe cuál es el mejor amigo del hombre? –empezaba a estar cansado de los concursos de preguntas y repuestas y me quedé mirándole–. El mejor amigo del hombre es el dinero –siguió–. Aquí llegan miles de españoles de todas partes. Unos vienen huyendo de algo. Otros persiguiendo un sueño... –Eso no es suyo –le interrumpí, pero él no me escuchaba y continuó: –La mitad se pasan la vida renegando del clima y añorando su tierra en las tertulias de los centros regionales. A ésos la ese nunca les entra en la lengua y el son nunca les entra en los pies. –¿Y la otra mitad? –Se aplatanan, se transforman en cubanos. Son cubanos. Si se fija en la guía verá que hay cuatro páginas llenas de Martínez. Los indios no tenían apellidos. Y los negros que trajeron aquí tampoco. Y aunque los hubieran tenido no habrían aparecido en la guía telefónica porque no sabían escribir. Y además, entonces no 20
había teléfonos. Como mucho tenían tambores. ¿Se imagina cómo se dice Martínez con un tambor? Celebraba sus propios chistes. Y el último le debió de parecer irresistible porque contrajo la cara como si fuera a llorar y luego experimentó unas convulsiones seguidas de tos. Sacó un pañuelo, se secó primero el sudor de la frente y a continuación una lágrima que ya resbalaba por el moflete. Estaba muerto de risa. –Estévez –le dije–. Estoy convencido de que Dalmau está en La Habana. Es mi amigo. Y necesito encontrarle cuanto antes. Se nota que usted está bien relacionado, que trata con mucha gente –le mostré la foto–. Es el del centro, aunque seguramente habrá cambiado bastante, porque aquí tenía veinte años menos. Tomó la foto con unos dedos rollizos como percebes gallegos y advertí un brillo de caja registradora en sus ojillos de cerdo. Dio la vuelta a la foto y leyó la frase que Dalmau había escrito. –Eso es por lo que dijo García Lorca, ¿verdad? –apuntó–. Era comunista y maricón. Estuvo aquí y cuentan que se divirtió tanto con los negros de Santiago que escribió eso de «Si me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba» –recitó con sorna–. Aunque algunos poemas suyos me gustan. ¿Usted es comunista o maricón? Sentí la tentación de hacerle tragar el cigarro. En vez de hacerlo, apreté los dientes antes de contestarle. –No me lo puedo permitir –respondí–. Estoy demasiado ocupado buscando a mi amigo. Y si me ayuda a reunirme con él, entre los dos encontraremos la manera de agradecérselo. Llamó a la manicura y le hizo una señal para que reanudara el trabajo. Luego, extendió la mano, apoyó el cogote mullido en el reposacabezas del sillón y entornó los ojos. Fuera, la luz era cegadora. Despanier estaba hablando con otros dos negros grandullones que gesticulaban echando los hombros hacia adelante. Se giró y me saludó con un periódico doblado.
Solo como la llama desprendida, Como un sol funeral cruzo la vida, Como un rey, como un mármol, como un muerto. José Martí
Despanier me llevó al Centro Castellano. También fuimos al Valenciano y al Aragonés, próximo a la embocadura del puerto. Al transitar por el Malecón pasamos ante una mancha de turistas americanos disparando fotos a media docena de chiquillos de ocho o diez años. Levantó el pie del acelerador y dijo: –El Havana Post dice que esta ciudad es Las Vegas de América Latina, pero en el norte estas cosas deben de hacerlas con animales. Un americano con camisa floreada lanzó al cielo algo brillante que se hundió luego en el agua. Los chicos se lanzaron en picado desde el pretil por entre las rocas puntiagudas. Un negrito surgió sonriente a los pocos segundos con una moneda en la boca y los americanos aplaudieron y le hicieron más fotos. –Me gustaría hacerles alguna vez fotos desde arriba a los americanos –resopló Despanier–. Una vez me llevaron a pelear allá. Me citó aquí en el hotel Nacional un yoni que se dedicaba a amañar peleas, Frankie Garbo, y me mandó al Garden de Nueva York a dejarme ganar por un pelirrojo, Joe McCowley. Tenía una derecha que sólo servía para acariciar, pero me tuve que tirar en el sexto. Me dolió más la caída que los golpes. –¿Cuántas veces peleó? –Media docena más de las que debía. Si no hubiera sido por eso habría dado más de lo que recibí. Pero de todos modos di bastante. Gallego –me preguntó tuteándome–, ¿tú sabes pelear? Estábamos doblando el recodo del Malecón y superamos la vertical de la fortaleza de la Cabaña. Por delante de sus sillares de un rojo amarillento se paseaban dos torpederos de bandera cubana. En el muelle vecino sobrevivían unos edificios desvencijados 23
de madera y yacían atracadas varias goletas de las que salen a pescar a la sonda. –Tuve que aprender. –¿Cómo fue eso? –Fue demasiado largo para resumirlo... ¿No es ése el Centro Aragonés? –Ese mismo es –le pagué su peso. Lo contempló con la atención de un numismático y se despidió con una sonrisa amistosa–: Ya seguiremos conversando, gallego. En el Centro Aragonés conseguí la mitad de pistas que en el Castellano y el Catalán. Y en esos dos no había conseguido ninguna. Repartí papeles con mi nombre y mi teléfono a la gente con la que hablé y al acabar almorcé en una fonda vecina arroz y frijoles y unos pedazos crujientes de cerdo frito con grasa. De postre me tomé dos cervezas. La comida fue memorable. Aún la recuerdo cada vez que tomo bicarbonato. Cuando me asomé a la calle se estaba cayendo el cielo. Las nubes eran tan oscuras como los paraguas y la gente apretaba el paso sin mirar a los lados. Los taxis, amarillos y naranjas, pasaban llenos. Me resguardé bajo un soportal y esperé leyendo un periódico que compré en un puesto donde también vendían billetes de varios sorteos. Un limpiabotas negro miraba llover. La sección de deportes no consiguió interesarme: rebosaba béisbol y ése era un deporte con demasiadas palabras que no entendía. La de política hablaba de la próxima toma de posesión de Rivero Agüero y de las componendas de los partidos que habían participado en las elecciones de octubre. Parece que sobraban pretendientes o faltaban cargos; o las dos cosas. El periódico decía que el Ejército estaba aislando a los terroristas en Oriente y que se había desmantelado un foco guerrillero en la sierra del Escambray, cerca de Trinidad. Un general barrigudo posaba sonriente ante una tanqueta. El embajador americano auguraba un futuro de prosperidad a la isla y declaraba que los créditos militares aprobados por el Congreso de su país reafirmaban el compromiso con la libertad de Cuba. Las páginas de sucesos venían más entretenidas. Casi todos los accidentados habían muerto al ser colocados sobre la mesa de operaciones. Decidí que en caso de accidente nunca me dejaría operar. En espectáculos, la sensación era la victoria del dúo Ma24
rian y Tony sobre Beny Moré y Olga Guillot en el duelo por la elección de Miss y Mister Televisión en el parque de atracciones del Conney Island. Seguía diluviando. Las olas brincaban por encima del muro del Malecón y resbalaban por la calzada para perderse después en las alcantarillas. Se me estaba agotando la lectura. Me concentré en los anuncios. Traspasaban varios negocios agrupados por precios: una fuente de soda, un tren de lavado, una carpintería y un expendio de guarapo. Prometían discreción en los contactos, elevada rentabilidad y garantías de beneficio. Reclamaban algo más de 20.000 pesos. Se me ocurrió que cualquiera de los dos primeros sería una buena inversión y aún me sobraría lo suficiente para comprar mi propia casa. Sólo tenía que recuperar mi parte. Y para ponerle la mano encima a mis 25.000 necesitaba antes localizar a Albert. Una página más tarde supe que el Ford del 59 ya estaba a la venta y que, además, era el auto más proporcionado del mundo. Poco, comparado con el nuevo Plymouth que, aseguraba otro anuncio, seguiría siendo nuevo hasta el año 65. Un experto en alguna ciencia que yo no conocía afirmaba en una entrevista que la materia es activa y está en evolución permanente, mientras que el alma es mera conciencia. Reflexioné y me gustó la idea, aunque no la entendí del todo. Pero luego se refería a sus conversaciones con habitantes de Marte. Según decía le habían transmitido que en ese planeta no existen ni la voz ni el gesto y que toda la comunicación es telepática. Por eso, concluía, entre nuestros hermanos de Marte no existe la mentira. Eso último me hizo desconfiar. A punto de cerrar el periódico encontré un suelto con algo más terrenal. El autor elogiaba las obras del túnel de la bahía que unirían la ciudad con las playas del este y ensalzaba la calidad ingeniera de la compañía ejecutora, Les Grands Travaux de Marseille. Pero acababa reclamando una explicación que disipara los rumores circulantes sobre una supuesta operación especulativa en los terrenos adyacentes a la obra. «La magnitud del proyecto y los ingentes beneficios sociales que comporta no deben verse empañados por la sospecha de una granjería inapropiada», así terminaba. Firmaba con seudónimo: Pascal. 25
Comenzaba a plegar el Información cuando sonó un claxon varias veces. Era el Chevrolet crema de Despanier. Hacía gestos para que me acercara. Me protegí la cabeza con el diario y monté en el asiento delantero. La lluvia había disipado el olor a gas y comida fuerte que antes flotaba en la calle. –Gallego, el día está malo, malo. Parece que trajiste el mal tiempo. ¿A dónde vamos ahora? –Yo, a seguir buscando en cuanto escampe y pueda llegar hasta un autobús –le contesté. –Va para largo. Parece que entró un frente frío del norte. Si lo que te preocupa es el dinero, podemos arreglarlo. –Va a ser difícil –le dije, mientras empezaba a tirar de la manecilla. –La guagua te va a llevar ocho centavos por viaje y dos más por cada transferencia –insistió–. Por treinta kilos te acompaño a hacer tus mandados y te llevo a casa. –¿Y eso? –Chico, tal como se puso la cosa, el día está echado a perder. Así conversamos... Miré fuera. Los coches lanzaban una cortina de agua al pisar los charcos y sólo unos cuantos bultos permanecían cobijados bajo las columnas blancas. –Vamos –asentí. –¿A dónde toca ahora? Repasé mi lista, llena de tachaduras, y dije: –Al Centro Andaluz. Está en la calle 23, número... –23 y J –atajó–. ¿Qué tal el almuerzo? –Sabroso. Casi tanto como zamparse un centollo vivo –no atendió la respuesta, seguramente porque tenía otra idea en la cabeza: –¿Así que cómo fue lo de aprender a pelear? –insistió. –Ya te dije: por obligación. Cuando te pasas una temporada entre rejas no te queda más remedio. Bueno, hay otros dos caminos, pero me atraían menos. –¿Y cuáles son? –Convertirte en una alfombra o salir fiambre – asintió inclinando levemente el cuello. –¿Y cómo de larga fue esa temporada a la sombra? –preguntó. 26
–Tres mil ochocientos doce días más de la cuenta. Al tercero ya estaba harto. –No me explico cómo podía orientarse en el tráfico con la mirada fija en el retrovisor. Se rascó repetidamente el lóbulo de la oreja antes de lanzar otro interrogante. –¿Cómo fuiste a parar allí? –No había hecho reservas en ese hotel –le dije. Se sonrió con los ojos, pero no movió la boca–. Es algo que puede ocurrir si entras con dos amigos en un banco para sacar dinero y ninguno de los tres tiene cuenta. –¿Por qué asaltaban bancos? –Yo mismo me he hecho diez veces al día la misma pregunta durante 127 meses. Creo que fue porque en los bancos es donde está el dinero –sonrió y volvió a la carga. –¿Y la magua? –no me quitaba los ojos de encima y comprendió que no le había entendido–. La astilla, el dinero, quiero decir. –No era para mí. En realidad, tenía que servir para pagar una especie de revancha de una guerra que perdimos con tongo. –¿Como lo mío con el pelirrojo? –Algo así. Sólo que éstos pegaban duro y además nosotros peleamos hasta el final. Ahora sí se rió con ganas. El Centro Andaluz estaba compuesto por el zaguán y un bar donde el Betis Balompié hubiera podido disputar una final contra el Sevilla. Y nada más. Había parroquianos jugando al dominó en mesas de mármol y carteles de toros por todas partes. Las flores de adorno eran de plástico y sonaba una canción de Pedrito Rico con muchas palmas que se imponía sobre el parloteo de un televisor que todos ignoraban. Pregunté por el presidente. Iba una vez por semana, justamente los viernes. Pero precisamente esa semana había acudido el miércoles. El secretario no estaba. El tesorero tampoco. El encargado del bar arrastraba la bayeta por el mostrador y se paraba de cuando en cuando a escuchar los chistes que partían de un corrillo de alcohólicos madrugadores. El suelo estaba alfombrado de peladuras de gamba, cáscaras de cacahuete, servilletas de papel, mondadientes y huesos de aceituna. Sin el televisor y con un poco más de mugre me hubiera sentido en España. Hice 27
un par de intentos de conversación con el cantinero antes de quedarme afónico y todo lo que conseguí fue escucharle tres chistes de maricones sevillanos. Lo pensé mejor y concluí que era más difícil encontrar allí a Dalmau que a Hitler en una sinagoga. Salí con la moral baja. Despanier debió de notarlo, porque nada más arrancar me propuso ir por la noche a un combate de Kid Gavilán. –Entrena en el mismo gimnasio que yo y va para arriba. Me tendió un sobado recorte de periódico que sacó de alguna parte. El papel amarilleaba y Despanier aparecía fotografiado diez años más joven. Se notaba que estaba escrito después de una victoria porque empleaba un tono poético. Lo describía como un púgil tan ligero que podía alcanzarse a sí mismo. –Lee en voz alta –me pidió. –«Es un púgil tan ligero que parece capaz de alcanzarse a sí mismo. En el ring, cuando sus puños flotan en el aire, parece la cólera triunfante. Siempre exhibe una sonrisa que gotea por la lona. La sonrisa arde en su humanidad corpulenta e ilumina las gradas. Y hasta la guataca....» ¿Qué es la guataca? –pregunté. –La oreja. Sigue. –«...y hasta la guataca dañada por el sogazo que le propinó Cullimber brilla con el destello del ébano. Despanier no ha hecho mas que iniciar el despegue que habrá de elevarlo al Olimpo donde habitan los dioses como Kid Chocolate –doblé el recorte con cuidado y se lo reintegré. –Pero no despegaste –comenté sin mirarle. –¡Y cómo que no! Despegué y también aterricé. Lo que sucede es que en ese mundo los viajes siempre son de ida y vuelta, pero ya lo creo que despegué. Fíjate que sólo una vez acabé nocao. Las demás peleas, y escucha esto, fueron nada menos que ciento veintitrés, resistí de pie. Hasta cuando me enfrenté a Nero Ching, un loco portorriqueño. Y pelear con un boxeador loco es pelear contra dos: el boxeador y su locura. Me dio un castigo tremendo, pero le tumbé. Al volver a Cuba, fui a un curandero de Regla que me puso mixturas y aguanté dos años sin quejarme. Hasta la pelea con Baby Rosales. Me atizó un jab de izquierda que todos vieron venir, menos yo. Entonces se dieron cuenta de que no tenía casi visión en el ojo derecho –se miró los zapatos 28
puntiagudos y siguió–: ¿Sabes por qué me sucedió? –no era una pregunta. No era más que el pretexto para regalar un consejo–. Porque no le conté a nadie lo que me pasaba, ni a Samy, mi entrenador, ni a nadie –hizo una pausa antes de formular la pregunta que yo esperaba–: ¿Se puede saber qué buscas, gallego? –A un amigo. Uno de los que me acompañaron en la visita al banco. –¿También cayó preso? –No. Fue el único que se libró. –¿Y el tercero? –Medina se llevó la peor parte. –¿Cómo sabes que tu amigo está en La Habana? Le expliqué que hicimos la guerra juntos, que seguimos juntos en Francia pegando tiros cuando los nazis invadieron el país y que volvimos a España con la idea de tumbar a Franco. –Si pasaba algo debíamos encontrarnos aquí. –Y pasó –dijo Despanier mirándome fijamente. –Todo iba bien, según lo previsto. El dinero estaba donde debía estar y a la hora que debía estar. No había moros en la costa y el trabajo se hizo sin pegar un solo tiro. Nos escabullimos por separado. Dalmau y Medina se largaron en el coche y tampoco en eso hubo problemas: arrancó a la primera. Yo les cubrí y me perdí entre el gentío de las Ramblas antes de que sonara la primera alarma. Pero cuando llegué a la casa donde estábamos citados la poli me dio la bienvenida. –¿Qué fue del tal Medina y de Dalmau? –A Medina lo acribillaron –respondí. Antes de proseguir intenté tragar saliva. Me costó, como si me hubiera hecho el nudo de la corbata muy apretado–. Por lo que supe en el juicio, Dalmau tuvo más suerte, algo se debió de oler, porque se lanzó desde un balcón al patio interior de la manzana. –¿Y tú pagaste por todos? –No actuábamos solos. Toda nuestra red quedó desmantelada: informadores, apoyos, depósitos de armas y munición, contactos con la dirección en Toulouse... todo se fue el carajo. –Menos Dalmau. –Menos Dalmau –dije–. Por eso le busco –tomó bruscamente una curva y chirriaron las ruedas. 29
–Si hace ya más de diez años, ¿cómo puedes estar seguro de que te sigue esperando? –Le conozco bien; desde hace más de veinte –repliqué. –Sólo el mar conoce bien el fondo del barco –dijo–. Es un proverbio abakuá. El negro lo usa mucho. Se habían alumbrado las farolas y en las ventanas de los rascacielos de Vedado también palpitaban estrellas. Todas esas luces, junto con el resplandor de los anuncios, daban a esa parte de la ciudad el aspecto de un trasatlántico gigantesco y misterioso.
De carne se hace también el alacrán. José Martí
Me mandaron avisar cuando aún me estaba afeitando. Borré la espuma de la cara con una toalla tan esponjosa como una lima y me enfundé la camisa por fuera de los tirantes antes de bajar. Al otro lado del teléfono estaba Rivaya, el secretario del Centro Asturiano. –¿Tiene algo que hacer esta mañana, Losada? Esperé un poco antes de contestar. –Ahora que lo pienso, no. Bueno, seguir buscando... –¿Sabe dónde está el Cinódromo? –Ni siquiera sé que es eso. –Las carreras de galgos –aclaró. –Entonces no me puedo perder. –Le espero allí, en el bar, hacia las doce. Eché un medio al aparato y llamé a Despanier. Ya estaba en pie, aunque la noche anterior, después del combate de Kid Gavilán, había bebido el doble de líneas de ron pantera que yo. Y yo me había despachado siete. Me dijo que llegaría en media hora. Me instalé en la bodega de enfrente tomando un café. Despanier aparcó con suavidad delante de la puerta y antes de dirigirme la palabra pidió un cubanito. Le sirvieron un cubilete que rellenaron con ron y jugo de tomate, además de unas gotas de tabasco. Hundió dentro el meñique hasta el sortijón con piedra y removió el líquido. Luego se chupó el dedo y sorbió un trago largo, como si tuviera prisa por ver el fondo del vaso. –Gavilán se confió –dijo por fin–. Dejaba abajo la izquierda y su hook de derecha se declaraba a gritos. –Creo que no estaba concentrado. Y en el boxeo la concentración es el noventa por ciento. –¿Y el resto? –preguntó. –El otro ochenta por ciento es pegar más fuerte que el con31
trario –se rió tanto que me fijé en la guayabera, por si le reventababan las costuras. Saqué un billete y lo dejé sobre el mármol. –No me hagas eso –saltó, retirando el peso. Y dirigiéndose al bodeguero agregó–: El dinero de este hombre es falso aquí. El canódromo quedaba en la otra punta de la ciudad, pero el viaje se me hizo breve. Despanier me relató su propia versión de la guerra que los rebeldes libraban contra Batista. Según él, casi todo Oriente estaba en manos de Fidel Castro y el Ejército regular retrocedía desmoralizado. Su relato sobre lo que sucedía en el centro de la isla tampoco tenía nada que ver con lo que contaba la radio. La gente del Movimiento 26 de julio se había hecho fuerte cerca de Santa Clara. –Sólo les falta el ataque sobre la capital. Va a ser candela. Olvídate con eso. –¿Cuántos son? –pregunté. –Eso nadie lo sabe. La radio dice que unos pocos, pero cuando atacan parecen miles. Sean los que sean, tienen a la mayoría detrás. –¿Qué harán si ganan? –Lo que quiere la gente es acabar con esto como sea. Se conforma con poco. Bastaría que hubiera algo de dignidad y que no asesinaran por gusto. Cuando cayó Machado todos creímos que las cosas se enderezarían, pero volvieron a las andadas. Fidel ha prometido libertad y una reforma agraria. –¿Es comunista? –Nada que ver. Los comunistas dicen que los de Sierra Maestra son unos aventureros y además ellos apoyaron a Batista en el 40. Yo he visto una revista americana donde Fidel sale con un crucifijo. Creo que lo que va a traer es un poco de decencia. Además, lo que hace falta es que alguien acabe con el tirano. Lo de menos es quién lo haga –los dos sacamos a la vez una cajetilla. La suya era de Regalías el Cuño. Despanier me requisó la mía y me tendió un pitillo–: Déjate de mariconerías de suave. Fúmate un fuerte –después de prenderlo agregó–: Ay, gallego, tú no crees en nada... –no tenía el tono de un reproche, pero tampoco era una simple observación. –¿Cómo que no? Sí creo en ciertas cosas. Por ejemplo, creo que llevo la mitad de mi vida detrás o delante de un arma. Creo 32
también que mi suerte tiene que cambiar. Y creo que para eso necesito encontrar a Dalmau. Lo demás, quiero decir, el mundo, me importa. Pero me he dado cuenta de que yo le importo poco al mundo. No contestó, a no ser que se considere una respuesta la mueca descreída que compuso. Continuamos cruzando la ciudad por la parte de atrás. El mar quedaba fuera de la vista. Atravesamos barrios atestados de coches y tiendas y otros donde la gente acarreaba cubos de agua y caminaba descalza. Después de traspasar una calle muy ancha pasamos ante el zoológico y por delante de un cine donde proyectaban un programa doble: Tarde de toros y Fuga en cadena. En cuanto dejamos atrás el río Almendares el paisaje cambió. Había jardines, las avenidas eran amplias y sombreadas; los autos más lujosos y flamantes. Se olfateaba el perfume del dinero. El canódromo se hallaba cerca de los cuarteles de Columbia, junto a un aeródromo militar. En el aparcamiento se alineaban bastantes autos de temporada y en la entrada figuraba escrito con letras rojas: Havanna Grey-Kennel Club. Despanier se despistó en las ventanillas de apuestas y crucé las gradas de la zona sur hasta llegar al bar. La refrigeración zumbaba y la voz que anunciaba los nombres de los perros participantes en la siguiente carrera llegaba amortiguada, como si allí importara menos ganar o perder. En un rincón, Rivaya observaba la pista a través de la cristalera. Iba vestido diferente que la primera vez, de un modo que en La Habana llaman sport: sin americana ni corbata y con un sombrerito de paja que había posado sobre la mesa. Antes de levantar del todo el brazo acudió el camarero y antes de bajarlo había vuelto con un jaibol helado. Saqué un Regalías el Cuño y le ofrecí a Rivaya. Extendió la mano abierta como para pararme y espetó: –Me he enterado de algo que podría interesarle. –¿Las cifras de la colonia francesa? –No, Losada, hablo en serio. Una información sobre su amigo. Le miré fijo, pero no dijo nada. Por lo visto era mi turno de palabra. –En esta ciudad todo el mundo quiere algo. ¿Qué quiere usted, Rivaya? 33
–Todo el mundo quiere algo, pero no todo el mundo quiere lo mismo, si se refiere al dinero. Yo me conformo con que haga un favor a una amiga. Le aseguro que, si lo hace, no lo olvidaré. –Seguro, la gente no olvida a quien le saca de un apuro. Siempre lo recuerda cuando vuelve a tener otro problema. ¿Cómo es esa información? –Confiable. –¿Y cómo es ese favor? –Sencillo, para alguien desconocido en la ciudad –en ese instante cesaron los ladridos, se abrieron las jaulas y los perros se lanzaron adelante como cohetes. La gente de las gradas se puso de pie y jaleó a sus favoritos con palabras que no conseguí entender, pero que debían de pertenecer a un idioma que comparten los apostadores y los galgos. Hasta un tipo que vendía refrescos entre el público agitaba la gorra y la golpeaba contra la nevera portátil. –¿Hay políticos de por medio? –Todo es política, Losada. –Ésa ya me la sé. Y también la de que la política es la economía concentrada o la de que la política es el arte de lo posible... Quiero decir si hay armas –se tomó un tiempo en contestar: –No tiene por qué. –Nunca tiene por qué, pero de pronto uno se encuentra en una trinchera, la que sea, o con alguien apuntándole. Y la artillería sale otra vez a relucir. –Todo lo que tiene que hacer es conseguir una información. Nadie le va a pedir que vaya más allá de esa información. –Empecemos por la mía. –Creo que no le va a gustar. La información es confiable, aunque no está actualizada. Se interrumpe hace siete años. Su amigo llegó hacia 1946. –En el 47 –le interrumpí. –O 1947. El caso es que aún estaba Grau San Martín de presidente. Se relacionó durante un tiempo con círculos de exiliados españoles. ¿Ha oído hablar de Rolando Navarro? Los altavoces proclamaron al número cinco como vencedor. Pero se quedó, como todos los demás galgos, desconcertado y jadeante cerca de la línea de llegada, como preguntándose por la 34
liebre. Rivaya dobló su boleto con fatalismo y lo abandonó sobre la mesa. Nos levantamos y fuimos paseando hacia las taquillas. –Es la primera vez que oigo ese nombre. –Es español. Llegó aquí antes, nada más acabar la guerra civil y se adaptó fácilmente. Prosperó en el ambiente del gansterismo de la República. Después de la revolución que derrocó a Machado había mucha gente con armas y mucha frustración. Usted sabe que hay quienes no asimilan bien el poder que proporciona un arma en la sobaquera. Las bandas empezaron como grupos políticos, tenían nombres políticos: La Unión Insurreccional Revolucionaria, El Movimiento Socialista Revolucionario, los Comandos de Justicia Intransigente... –Sé cómo es eso –atajé. –Había algunos idealistas. Pero también muchos pistoleros. Primero organizaron secuestros y atracos para financiar sus actividades revolucionarias. Luego, mantuvieron sus nombres revolucionarios para justificar sus atracos. –¿Qué hacía la policía? –Ellos estaban en la policía. Eran la policía. Los gobiernos de la República no tuvieron agallas para pararles los pies. Trataron de integrarlos. Grau trató de comprarlos con dinero o con botellas... –¿Alcohol? –¿Qué alcohol? –exclamó casi gritando–. ¡Sueldos del gobierno sin moverse de casa! Los gobiernos eran impotentes. Promulgaron una ley contra el gansterismo que era papel mojado. Cuando Grau retiró sus botellas a una de esas bandas, le robaron el brillante del Capitolio. Hasta nombraron a Tió, uno de sus líderes más salvajes, jefe de policía de La Habana; a Salabarría, otro por el estilo, lo designaron coronel del SIM. Pero aquella gente había descubierto el método de vivir bien sin trabajar y no les convenía mantenerse con un sueldo y fichar en una oficina todas las mañanas. Los gobiernos de la República no acabaron con ellos, de modo que ellos acabaron con la República. Al final del mandato de Prío Socarras, en el 52, la gente quería que aquel desorden acabara de cualquier manera. Batista se presentó como la solución. –¿Qué tiene que ver Navarro con todo eso? 35
–Navarro se convirtió en el líder de uno de los grupos más puros, el Bloque Revolucionario Intransigente. Quiero decir que dentro del gansterismo era una de las bandas con postulados más políticos. Fueron los que promovieron el intento de secuestro de Julio Lobo, el rey del azúcar, y el atraco del American Trust en el 51. Preconizaban la propaganda por la acción. –¿Cuál era la propaganda? –Formaban el ala ideológicamente más radical de ese fenómeno. Sostenían que la República estaba enferma y que el gobierno había traicionado los propósitos revolucionarios del movimiento de regeneración que combatió a Machado y lo derrocó. En realidad, ellos eran uno de los síntomas de la enfermedad –levantó dos dedos y el camarero retiró los vasos vacíos. Antes de continuar se aproximó con un aire confidencial–: Me contaron que Dalmau fue ascendiendo en ese círculo. Tenía algo en la cabeza y además tenía valor. Navarro se fiaba de él. Era uno de sus allegados. –¿Y en qué acabó todo eso? –Rivaya miró en dirección a una ceiba plantada en el centro ovalado de la pista. Una brisa suave acariciaba la copa. Parecía que buscara en ella la inspiración para contestar. –No hay una sola respuesta. Batista prometió orden. La gente de negocios necesita orden. La gente normal quiere orden. Y Batista sabía que era su baza, porque no hay orden si coexisten dos poderes en el mismo suelo. A algunos de aquellos pistoleros, como Orlando León, El Colorao, los liquidó sin contemplaciones. La misma suerte corrió Vicente Larring, El Italianito: la policía lo eliminó en Zapata. Agratini cayó en Vedado, en un enfrentamiento. Aramis Escalona apareció flotando en la bahía de Santiago el año pasado... A otros los tiene encerrados hace tiempo en el presidio de la isla de Pinos. Los más listos se dieron cuenta de que los tiempos habían cambiado. Los mozos estaban recogiendo ya los chuchos y los llevaban hacia la perrera. El vencedor no lucía ningún premio y parecía tan frustrado como los demás. –¿Qué fue de Navarro? –pregunté, reprimiendo la ansiedad. –Creía haberle dicho que era de los más listos. Ahora es senador y dice que el problema de la República es que no supo 36
mantener el orden. Tiene su propia banda de forajidos en Santiago. Naturalmente, ya no habla de revolución. –¿Y Dalmau? –Nadie sabe nada de él desde el asalto al American Trust. Aquí hay mucha humedad y las temperaturas son altas todo el año. A veces, la gente se evapora –contestó con un ápice de cinismo. Sacó una Waterman y escribió algo en un boleto vencido. Leí «Laura Suárez» y una dirección de Nuevo Vedado. Rivaya giró la cabeza y se quedó ensimismado observando las jaulas donde los perros ladraban excitados. Me di cuenta de que la conversación había terminado, de momento. –Rivaya –le dije adelantándome unos pasos y mirándole fijamente–: ¿Ha visto algún perro atrapar la liebre? –No es posible, la dirigen a distancia. –¿Y si un galgo alguna vez la atrapara? –Tendrían que matarlo, porque ya no volvería a correr después de descubrir la trampa. Sonaba razonable. Volví a preguntar: –¿Quién es más rápido: el galgo o el caballo? Se miró las uñas de la mano izquierda, se ajustó el anillo y respondió: –¿Lo hará, Losada? –Pasaré a verla hoy mismo. Pero no me comprometo a nada. –Está bien. Allá usted –señaló la pista y aventuró–: ¿El galgo? –No. Ya le dije que el caballo supera los sesenta. El galgo más veloz apenas alcanza los cincuenta y dos. –La próxima vez iré al hipódromo –contestó con una media sonrisa y sin descomponer su frágil figura.
¿Penas! ¿quién osa decir Que tengo yo penas? Luego, Después del rayo, y del fuego, Tendré tiempo de sufrir. José Martí
Después de la conversación con Rivaya mi situación había cambiado. En lugar de un embrollo tenía dos, pero a cambio tenía también una pista. La economía era lo que peor marchaba. Se estaba agotando el poco dinero que traía y el nuevo no aparecía por ningún sitio. Me consolé al pensar que, al menos, sabía que Dalmau había estado en La Habana. Hicimos el recorrido inverso y al poco de cruzar el Almendares Despanier me dejó frente a un rechoncho edificio de apartamentos. Había prometido a su mujer que llevaría a los chicos a la playa. –Conviene aprovechar los días buenos; está al llegar el invierno y la frialdad. –¿Prefieres la playa que el campo? –La playa lo tiene todo, chico: arena para los niños, agua para mi santa y tiburones para mi suegra –bromeó. La calle tenía un aire alegre y cuando llegué todavía estaba abierta una pastelería que esparcía un olor honesto entre el vecindario. Las personas que me crucé parecían despreocupadas y joviales y saludaban al pasar. Rivaya debió de llamar por teléfono y hacer una descripción precisa, porque al poco de pulsar el timbre, me sentí observado por la mirilla y la puerta se abrió. Laura Suárez no era lo que se suele llamar una mujer guapa. Tenía los pómulos demasiado pronunciados, la boca demasiado grande y los ojos marrones demasiado juntos. Tampoco ponía ningún empeño en resultar atractiva. Vestía una especie de bata plisada de color azul suave, sin adornos y con el cuello cerrado, 39
que caía recta hasta más abajo de las rodillas, y unos zapatos de cuero de tacón bajo entonados con el conjunto. Pero tenía la sonrisa más acogedora que he visto jamás. Calculé que rondaba los treinta años, aunque se esmeraba por parecer mayor. No había rastro de maquillaje en la cara y llevaba el pelo recogido con un prendedor de carey. No despertaba ningún pensamiento remotamente relacionado con el sexo, pero olía a jabón y a espacios aireados, a heno y a domingos en familia. Encarnaba uno de los dos tipos de mujer que me fascinan. El otro es todo lo contrario. Me hizo pasar a un salón tan acogedor como su sonrisa. Estaba amueblado de manera sencilla, con un tresillo de cretona rosa, una librería con una enciclopedia de muchos tomos, novelas resumidas bien encuadernadas de esas que edita Selecciones del Reader’s Digest y libros técnicos. Una vitrina exhibía un juego de porcelana. Completaban el decorado un par de cuadros con paisajes, unas flores secas enmarcadas y un título de la Universidad de La Habana a nombre de Antonio Suárez Herrero. Desde la calle llegaba el bullicio de niños felices jugando y una brisa suave que se colaba a través de las persianas tipo Miami y hacía flotar las cortinas color crema esculpiendo formas caprichosas. La mesa estaba puesta con dos cubiertos, uno frente a otro y se escuchaba el zumbido monótono de una olla. Laura Suárez me indicó que tomara asiento; me acomodé con las rodillas juntas en uno de los sillones y observé el suelo de granito jaspeado. Se disculpó para ir a la cocina. Hablaba con poco acento cubano, las ces le salían con un sonido extraño, como una zeta pronunciada sin apoyar la lengua en los dientes. Al volver, traía una Hatuey helada en una bandeja donde también viajaban dos platillos, con aceitunas y cacahuetes. Lo dispuso todo en la mesita baja, se sentó y me ofreció: –Si prefiere algo más fuerte se lo puedo preparar. Respondí que no. Habría dicho lo mismo aunque me hubiera servido gaseosa. Continuó hablando: –Supongo que Rivaya le ha puesto en antecedentes... –Todo lo que sé es que son amigos y que usted necesitaba algún tipo de ayuda. –En realidad, él era amigo de mi esposo. Antonio falleció hace seis meses. 40
Se volvió hacia una foto enmarcada en un portarretratos de plata en la que aparecía sentada abrazando a un niño de pelo claro repeinado. A su lado se erguía un hombre varios años mayor que ella, moreno, con gafas de montura negra y bigote recortado pulcramente. Vestía un traje y una corbata oscuros y posaba con ese aire serio e incómodo que adoptan algunas personas en cuanto pisan un estudio fotográfico. –Una tarde me llamó por teléfono y me dijo que tenía una cena de trabajo. Fue la última vez que hablé con él. A la mañana siguiente visité todas las casas de socorro y los hospitales de la ciudad y denuncié su desaparición. Dos días después me llamó la policía y me citó en el depósito para identificar su cadáver. Estaba deformado. Todo lo que me dijeron es que le habían encontrado flotando esa madrugada en el Laguito del Country –hablaba sin vacilaciones, sabiendo a dónde quería ir a parar, y yo empezaba a sospecharlo también. –¿Y en este tiempo han averiguado algo? –La investigación se cerró oficialmente pocas semanas después. En realidad, no creo que llegara siquiera a abrirse. Resolvieron que se trataba de un asesinato cometido por malhechores y que el móvil era el robo. El abogado de la compañía aseguradora dio por bueno ese fallo y me abonó la prima sin rechistar. –Pudo ser así –alegué–. Ésta parece una ciudad dura. También pudo ser que su marido tuviera algún enemigo personal, o una relación con otra mujer. A veces, la gente despechada hace barbaridades –antes de acabar la frase me arrepentí de lo que había dicho, aunque no pedí disculpas. –Señor Losada, usted no conocía a mi esposo. Yo sí. Fuimos novios cuatro años, desde que yo tenía diecisiete. Estuvimos casados diez. Y en ese tiempo no pasamos una noche separados. Él adoraba a nuestro hijo y vivía para su familia y su trabajo. Era un buen padre y un hombre íntegro –respondió de un tirón. –No quisiera herirla. Pero uno nunca acaba de conocer a nadie. Yo trabajé una temporada para pagarme los estudios de Derecho en el despacho de un abogado. Mi jefe era un hombre recto, intachable, de misa diaria. ¿Qué más quiere? ¿Padre de familia numerosa? También era padre de familia numerosa. Manejaba los asuntos de varias fundaciones piadosas que se ocupaban 41
de niños huérfanos. Un día la policía vino a buscarlo al despacho. Llevaba veinte años robando el dinero de los huérfanos para gastárselo al bacará y para mantener una querida que era cerillera en un cabaré. Me quedó convincente, pero no quería dejarse convencer. –Cuando la policía me llevó al depósito, me explicaron que habían identificado a Antonio gracias a una cartilla que llevaba en la cartera. Era del Instituto de Profilaxis Venérea –al decir aquello se le formaron dos arreboles en las mejillas–. Y le juro por Dios que nosotros tuvimos relaciones regulares durante todo nuestro matrimonio y ni mi marido ni yo padecimos jamás ningún trastorno de ese tipo. –Sólo el mar conoce el fondo del barco, señora Suárez –dije ensartando una aceituna–. Es un proverbio abakuá. –Señor Losada –esto lo dijo tomando mucho aire en los pulmones, como si se dispusiera a gritar–, ni mi esposo era el degenerado que ellos quieren insinuar, ni su muerte fue obra de un maleante. En el depósito tuve fuerzas para descorrer toda la sábana –se detuvo para acopiar ánimos y acometer la descripción–: No tenía vísceras. Le habían rellenado las cavidades con serrín. Esa no es una molestia que se tome alguien sólo para robar. –¿Quién se toma entonces esa molestia? Matar un hombre es la cosa más sencilla del mundo. Lo difícil suele venir después. Si encima hay que manipular el cadáver y crear pistas falsas hay que tener mucha vocación o motivos muy poderosos. ¿Por qué no acude usted a su familia o a los amigos de su esposo? –¿Cree que no lo he intentado? Aquí la gente tiene miedo. Todos los días ocurren cosas que nadie sabe explicar. Y la gente tiene miedo de preguntar a quien podría explicarlas –sus palabras abrieron una pausa densa. –¿Y usted? ¿No tiene miedo? –Tengo miedo, sobre todo por mi hijo. Y lo he pensado mucho antes de seguir adelante. Lo que me ha decidido es el recuerdo de Antonio. Había una frase que repetía a menudo las semanas antes de que ocurriera todo eso –apretó los labios y exclamó resuelta–. Él decía que vivir con miedo es morir muchas veces. Cuando acabó, me miró de frente. Me sorprendí pensando en acercarme al sofá donde estaba sentada y acariciarle el pelo lacio 42
con la mano extendida. En vez de hacerlo, piqué un cacahuete y dije: –Déjeme que adivine. Usted está convencida de que su esposo fue asesinado por alguien a quien conocía y cree que esa persona es tan poderosa como para hacer que la policía mire hacia otro lado, pero no tiene ni idea de los motivos del crimen. Y por si faltara algo piensa que yo puedo aclarar todo, que soy más astuto que la policía y más resolutivo que todas las personas que usted conoce en La Habana.... –Rivaya me dijo que usted podía hacerlo... –¿Qué más le ha dicho de mí? –Me explicó que estaba en La Habana en busca de un antiguo amigo, alguien muy querido para usted con quien había hecho proyectos y... –Eso es cierto –intercalé. –... que parecía alguien sin miedo y buena gente. Me incorporé lentamente del sillón y paseé por la estancia. –Rivaya exageró en las dos últimas cosas. Seguramente quiso decir que yo era alguien a la deriva, la persona ideal para desenredar este embrollo o para meterse de lleno en él. Se equivocó por poco. Sólo olvidó un detalle... –¿Usted cree en Dios, Losada? –me dijo en un susurro. –En cierto modo. Puede que haya alguien arriba que nos observa. Pero nos odia. –Yo sí creo. Y estoy convencida de que Él no permitirá que esto quede así. –Todo el mundo cree que Dios está de su parte. Pero los únicos que tienen pruebas de que es así son los ricos y los poderosos. –remaché inútilmente. Laura Suárez no se daba por vencida así como así. –¿Cuál es el detalle que olvidó Rivaya? –El motivo. Aquí todos lo tienen claro. Usted, Rivaya, la policía, Dios, el asesino... A mí también me gustan las películas que terminan bien. Y hasta aplaudo cuando el chico acaba con el malo y rescata a la chica. Pero esta función es demasiado cara para mí. Iba a darle las gracias por la cerveza, cuando se incorporó y me pidió que aguardara. Fue hasta la librería y regresó con una 43
edición en cuero de las obras de san Agustín. Supuse que iba al leerme cualquier fragmento sobre el pecado, el alma y el bien y me adelanté: –No se moleste. Conozco a san Agustín de sobra. Tuve que estudiarlo a fondo en Filosofía del Derecho... Ni se dignó responderme; actuó como si mis palabras procedieran de la radio. Abrió el libro por la mitad y extrajo un sobre amarillo que me extendió. Contenía dinero. Demasiado como para contarlo delante de ella. No sé qué habría hecho si no lo hubiera necesitado, porque sabía que aquel sobre además de dinero estaba repleto de problemas. Pero pensar en eso era una pérdida de tiempo: lo necesitaba. –Es del seguro. Hay quinientos pesos. Rivaya me advirtió que podían venirle bien si aceptaba el encargo –me miró los zapatos, algo cuarteados y no muy limpios. Yo los eché para atrás, tratando de ponerlos fuera de su vista–. Si consigue algún resultado, puedo darle el triple. –No es un buen escondite. Los libros religiosos y el congelador son los primeros sitios donde buscan los ladrones. Le aconsejo que el resto lo cambie de lugar. –Por eso no se preocupe. Está seguro en el banco. Podía haberle dado una disertación completa sobre los bancos y la seguridad, pero calculé que no era lo que esperaba oír. Evalué distintas posibilidades y, al fin, le respondí: –¿Tiene alguna pista? ¿Algún dato por el que pueda empezar? Me pidió que la siguiera hasta un despacho cerrado con llave que se hallaba al fondo del pasillo. Mientras abría eché un vistazo al dormitorio principal a través de la puerta entornada. Sobre la cama colgaba un cuadro de la Sagrada Familia con marco dorado. El cabecero hacía juego con las dos mesitas de noche. En la de la derecha, además de la correspondiente lamparita con pantalla de raso, descansaba un libro grueso y encima una funda. Probablemente contenía todavía unas gafas de montura negra. El despacho era pequeño, pero estaba abarrotado de libros. Sobre el buró se distribuía una escribanía de cuero repujado con un abrecartas y unas tijeras sobresaliendo de un cubilete. Varias cartas abiertas, pensé que de pésame, unas facturas antiguas y un 44
libro grueso sobre resistencia de materiales se alineaban en la parte derecha, junto a un flexo cromado. Abrió uno de los cajones y me extendió una carpeta azul cerrada con un lazo de tela. En ese momento sonó el timbre de la calle y me quedé solo en la habitación. Dentro de la carpeta encontré recortes de periódicos, copias de cartas en papel cebolla y un plano trazado a mano, además de varios folios con anotaciones que me resultaron incomprensibles. Desde el salón llegaba claramente la voz de un niño. Únicamente me dio tiempo a examinar el primer anuncio. Junto al dibujo de una familia idealizada sonriendo ante un hotelito titulaba: ¡Las Colinas de Villa Real! El texto rezaba: «El túnel de La Habana pondrá el Este a un paso del Capitolio. Es el momento de comprar, antes de que los precios suban, en una zona que crecerá vertiginosamente. Desde 6,5 pesos la vara. Abone el 15 por 100 de entrada y el resto en sesenta meses sin intereses. Todas las parcelas en una altura ideal, sobre la suave inclinación de las colinas.» La línea que hablaba del precio de las parcelas estaba subrayada en rojo. Miré la fecha del diario: era del mes de marzo pasado. Fue lo último que pude ver, porque en ese momento apareció Laura Suárez con el niño de la foto. Ahora tendría unos seis años, unos ojos grandes y atentos y extendía la mano para saludar como hacen las personas mayores. –Es un amigo de tu papá –le dijo su madre–. Ahora ve con Daisy y lávate las manos, que vamos a comer. El niño salió corriendo y Laura Suárez se giró hacia mí: –¿Usted va a almorzar con nosotros, señor Losada? –Se lo agradezco –le respondí–. Pero tengo una cita de negocios –no sé por qué dije esa estupidez. Laura Suárez sabía tan bien como yo que mi único negocio consistía en sobrevivir el tiempo suficiente para dar con Dalmau y el dinero. –Era de Antonio –señaló la carpeta con unos dedos finos de uñas no muy largas, esmaltadas, pero sin pintura. Me pregunté cómo se sentirían aquellas uñas en la espalda–. Creo que son papeles de su trabajo, pero los tenía guardados en un portafolios y no los llevaba nunca a la oficina. –¿Cuál era la profesión de su marido, señora Suárez? 45
–Antonio era ingeniero civil. Trabajaba en una contratista, Mendoza y Fowler, desde hace más de cinco años. Intervino en la ampliación del acueducto de la ciudad y en otras obras importantes. –¿Cuál fue su último trabajo? –La empresa tenía una subcontrata con la adjudicataria de las obras del túnel de La Habana, Les Grands Travaux de Marseille. Era el jefe de planeamiento. Estaba muy orgulloso, decía que era la obra civil más importante que jamás se había realizado en el país. Repetía siempre que nunca se habían perforado dos kilómetros por debajo del mar, como se ha hecho aquí a la entrada de la bahía –el ingeniero había conseguido contagiarle su entusiasmo, porque continuó explicándome las ventajas del proyecto–: ... y conectará la ciudad con la Vía Monumental y toda la zona este. Actualmente, para ir en dirección a Varadero hay que tomar la Vía Blanca y cruzar Guanabacoa. Se pierde más de media hora en hacer un trayecto que se recorrerá en cinco minutos –se recreó en ese pensamiento y precisó–: Y todo eso será posible gracias a Antonio. Volvimos hasta el comedor. Apuré de un sorbo la cerveza que quedaba, guardé el sobre con el dinero en el bolsillo interior de la americana y me despedí. –No le prometo nada; sólo que me moveré. –Promesas ya he recibido demasiadas. –La tendré informada –le dije mientras nos dábamos la mano–. Y si se le ocurre algo nuevo, puede volver a localizarme a través de Rivaya. El chico estaba ya sentado a la mesa y bajó la vista hacia el plato cuando le dije adiós con la mano. –Hable con Rivaya, él está más enterado. También puede ver al abogado que nos representó en las negociaciones con la Mutua, Ruiz Lavín. Él manejó todo el expediente y tiene buenos contactos. Había dicho que tenía una cita y la cita no existía. Aunque, pensándolo bien, acaso las citas pendientes fueran ahora dos. Una con un amigo extraviado; otra, con un taxidermista sádico. Pero ninguna de las dos tenían lugar ni hora.
Todas las fieras se han dado cita, Sobre mi alma. José Martí
Tenía casi seiscientos pesos, contando los quinientos de Laura Suárez. Y por entonces el peso cubano estaba a la par con el dólar. Nunca antes había reunido esa cantidad de dinero, excepto después de algún atraco, pero aquello sólo pasaba por mis manos. Era una cantidad con la que se podían hacer locuras. No las hice, aunque después de examinar la carpeta de Suárez me di una vuelta por el Sloppy Joe’s, un bar elegante para extranjeros, y me tomé un par de coñacs. Luego hice caso a una recomendación de Errol Flynn que había leído en el Havana Post y me pasé por la Bodeguita del Medio –«el mejor sitio para emborracharse en La Habana». Todos los trenes que salieron o llegaron aquella noche a la estación hicieron un desvío por mi cuarto. Y todos pitaron al atravesar mi cabeza. Me levanté tarde y me dejé caer por la bodega. Decidí probar la fórmula antirresaca de Despanier y pedí un cubanito. Funcionaba, pero me entraron ganas de volver a la cama. Hacia mediodía llamé a mi amigo boxeador: daba timbre y no respondía. Me acerqué a la piquera próxima y tomé un taxi naranja. El chófer, un viejo canoso y enjuto, tenía sus ideas sobre cómo resolver los problemas del país. Y no coincidían en casi nada con las de Despanier. Después de atender unos minutos a sus barbaridades sobre el precio del azúcar y la necesidad de fortalecer la autoridad, me interrogó: –¿Cómo usted lo ve, amigo? –silabeó. –Creo –le dije– que este país tiene un problema serio –tensó el oído. –¿Los terroristas? –No. Eso tiene solución. 47
–¿La cuota azucarera? –Tampoco. El verdadero problema es que las personas que sabrían cómo sacarlo adelante están demasiado ocupadas trabajando el taxi. Aquello le sedó o acaparó todas sus neuronas disponibles hasta que llegamos a la Quinta avenida, un paseo amplio y verde bordeado por palmeras con mansiones suntuosas a ambos lados. Aunque el Havana Post lo describía como los Campos Elíseos de América Latina, estaba prevenido frente a las exageraciones de ese diario. He visto los Campos Elíseos, desfilé por ellos con otros españoles en el 45, al terminar la segunda gran guerra, y no me imagino ningún ejército capaz de mantener el orden marcial bajo ese sol y esas palmeras. Los escasos coches que circulaban marchaban en la misma dirección que el taxi: las playas de Marianao. No había peatones. En rigor, no vi las aceras, si es que existían. Era un barrio hecho para el automóvil, pensado para el futuro. Sólo divisé unas pocas familias vestidas de domingo a la puerta de una iglesia, saliendo de misa. Se les notaba incómodos usando las piernas. En cuanto intercambiaban unos saludos subían a sus coches y volvían a sonreír. Giramos en el Cinódromo y enfilamos una avenida donde las mansiones eran aún más lujosas, el arbolado más frondoso y las rejas más altas. Unos minutos después el Chevrolet se detuvo ante una verja formada por largas garrochas rematadas con flechas doradas. La cancela estaba abierta y, como no habían previsto un sendero para las personas, ascendí por un camino para autos formado por dos hileras empedradas de pizarra granate. A la izquierda de la entrada principal se alzaba un garaje con tres puertas basculantes. Dos estaban abiertas y delante se exhibían un par de platillos volantes del tamaño de dos graneros. Me acerqué y leí las marcas: Packard y Cadillac. Uno era azul metálico y el otro negro, pero ambos relucían con la misma intensidad. Un individuo enfundado en un overol frotaba con una gamuza los cromados del Cadillac. Tal vez pensaba que debajo había oro. –¿Cuánto corren? –pregunté. –La aguja marca cien –dijo ufano–. Y la he visto tumbada. 48
–¿Solamente? –dije. Me pareció decepcionante. –Millas. ¿A quién quiere? –Vine a ver a Rolando Navarro. El apellido hizo salir de la sombra a un sujeto trajeado, con sombrero y gafas de sol. Era alto y también era ancho. Era enorme. Con la parte visible de su cara bastaba para formarse una idea: hubiera sido considerado horrible hasta en Corea. Tenía la piel granulada y una boca sin labios, como el ojal de un abrigo. La nariz tenía en cambio más ondulaciones de la cuenta. Se encaramó en mi dirección inspirando aire y dijo: –El señor Navarro no está –visto en conjunto parecía un experimento genético que hubiera acabado en catástrofe. –Entonces acérquese y dígale por favor que está aquí Losada, Martín Losada. Querría hablar con él unos minutos sobre un amigo común: Dalmau. –Gallego, hablo claro. He dicho que Navarro no está. –¿A él también le llama gallego? No creo que le guste –con ese golpe puntué. Hizo un gesto al mecánico en dirección a la puerta y éste marchó diciendo algo en voz baja; seguramente repetía los apellidos que le había dicho, para no olvidarlos por el camino. Cuando iba por la mitad de los escalones se giró. –Losada y Dalmau –le recordé. Llegó hasta arriba y dio un rodeo hasta donde debía de estar la puerta de servicio. La espera duró menos de un cuarto de hora que maté echando un vistazo a una revista que encontré sobre una banqueta. Era una de esas publicaciones para personas que mueven los labios al leer. Al final, el chófer regresó y me anunció que podía entrar. –Espera –me dijo el otro desde atrás–. Levanta las manos –me cacheó de una manera rara. De abajo hacia arriba. Y mientras estaba agachado vi asomarse la culata de un revólver afincado en el sobaco derecho–. Listo –dijo. Se retiró andando hacia atrás. Me pareció que cojeaba algo de la pierna izquierda, pero puede que sólo estuviera exagerando los movimientos. –¿Y esa pierna? –Un accidente –replicó rápidamente–. Pero todavía me obedece cuando tiene que patearle los huevos a alguien. 49
–Me extraña. Sé reconocer a simple vista las secuelas de la sífilis –apretó los labios y se quitó las gafas. Me impresionaron las cejas. Parecían pintadas. El recibidor era de trazado circular. Tenía unas falsas columnas jónicas con capiteles dorados y una mesita con un reloj de algún estilo antiguo que no logré determinar. Seguí a un criado con chaquetilla blanca a través del salón, donde la temperatura descendía diez grados. Una decena de sujetos de mediana edad, de complexión robusta, me flanqueaban por entre los sofás, los bargueños y la chimenea. Todos tenían la misma expresión de cansancio. Era yo, reflejado en los espejos que cubrían casi todas las paredes, como en la atracción de una feria. En una esquina había un bar bien surtido, con banquetas altas, y de los muros colgaban cuadros con paisajes nórdicos y también caribeños o bodegones, aunque no faltaba un estridente grabado de Cristo. En el vasar de la chimenea reposaban figuras de cerámica inglesa con escenas corteses, lo mismo que sobre las mesitas que se intercalaban entre las butacas, los sofás, los sillones y las poltronas diseminadas por la sala. Las lámparas colgantes culminaban en falsas bujías y en dos consolas chinas gemelas se alzaban dos falsos quinqués. El aparato del aire acondicionado estaba cubierto con un tapete de macramé. El teléfono posado sobre una rinconera imitaba el estilo de una época bastante anterior a la invención del teléfono. En una vitrina se exhibía una pantera negra moldeada en vidrio soplado. Abundaba también la madera de roble oscuro, recargada de brillante barniz. A través de una puerta acristalada se contemplaba el comedor, con una mesa tallada en roble y sillas con asiento y respaldo de cuero, candelabros plateados sostenidos en alto por esclavos nubios desnudos y más adornos de cerámica rememorativa de Versalles. Era agobiante pasar de una estancia a otra sin descansar un rato los ojos. Al jardín se accedía a través de una biblioteca lúgubre y con otra chimenea decorativa sobre la que pendía una reproducción de la Sagrada Familia y un reloj de cucú. Los libros, ordenados por tamaños y colores, encajaban con perfección milimétrica. Seguramente habían sido comprados por metros. En una repisa detecté el único toque humano de toda la casa: unos números de Carteles y de Selecciones del Reader’s Digest. Traté de ima50
ginar al responsable de aquel disparate y concluí que no se trataba de una persona de mal gusto. Tenía que ser alguien que sencillamente carecía de gusto, bueno o malo. La piscina trazaba un riñón azulado en el verdor de la parcela. Estaba circundada por arecas y palmas reales sobre las que me pareció distinguir injertos de orquídeas de varios tonos. Presidiendo el escenario multicolor, Navarro fumaba en una silla metálica blanca. Tenía el pelo engomado, como si le hubieran peinado en una planta de engrase, y un bigote que nacía unos milímetros más abajo de la nariz y bordeaba el labio superior. Los ojos eran saltones y las ojeras le llegaban a los hombros. Representaba alrededor de cincuenta años, unos quince más que la rubia que yacía en una tumbona con ruedas al otro lado de la mesa erizada de bebidas y aperitivos. Ella tomaba el sol con la cara embadurnada de cremas y rouge, aunque tenía menos boca de la que se pintaba. Seguramente también tenía más años de los que reconocía. –¡Qué sorpresa, Losada! –me concentré en el batín de Navarro. Era rojo y eso le daba el aspecto de una langosta alegre. –Yo tampoco contaba con encontrarle. El apolo de la puerta me dijo que había salido. Un segundo camarero, vestido igual que el primero, se había quedado rígido a nuestro lado. A la altura de la sobaquera izquierda se abombaba un bulto que no tenía forma de cartera. Llevaba desabotonados los botones intermedios de la chaquetilla. –Tómese un daiquirí, a esta hora es lo mejor –como no opuse resistencia, agregó–: Reinaldo, uno doble, con poco azúcar. Tengo entendido que era amigo de Dalmau. Permanecí plantado ante él. –Así es, soy amigo suyo. Ya se lo dije al de la puerta. –Lo sé. Él hablaba a menudo de usted. Siempre decía que era quien tenía más sangre fría de todo el grupo. Me contó la ocasión en que, después de asaltar juntos un banco, usted volvió a entrar a punta de pistola para recuperar las llaves del coche que Dalmau había perdido por el camino –sonreí. –Alguien tenía que hacerlo. Yo le debía mucho. –Lo sé. También me explicó la vez que él le salvó la vida en la guerra. Decía que usted se había descuidado y se había metido detrás de las líneas fascistas, que lo encontró con los pantalones 51
bajados y rígido, con la tensión de alerta de un perro de caza.¿Es verdad o era una exageración de Alberto? –Contó la verdad. Fue cerca de Belchite; estaba muy oscuro y las líneas del frente no las pintan en el suelo como en un campo de fútbol –Navarro celebró la ocurrencia con una carcajada demasiado estridente para ser sincera. Saqué la cajetilla de Regalías y se la tendí. –No, gracias, y menos aún fuerte. Estoy tratando de dejarlo. El médico me ha dicho que tengo que elegir entre el alcohol y el tabaco –la rubia se incorporó. Tenía figura de vedette, de esas que en las revistas anuncian como despampanantes y exuberantes. Llevaba pintadas las uñas de los pies con el mismo color sangre de la boca. Se puso un vestido ligero estampado de flores, se giró y me dijo: –Querido, ¿me sube el zipper? –aunque con los ojos me pedía más bien que lo bajara, tiré de la cremallera hacia arriba y se trabó. Sentí un mareo al aspirar un aroma dulzón de perfume caro. Volví a intentarlo con más fuerza y cedió. Se volvió y nos quedamos a menos de un palmo. –No les he presentado –dijo Navarro–. Gispsy Herrera; Martín Losada. –Encantado –dije. El camarero sirvió la bebida en una copa baja de boca ancha, con hielo frappé hasta el borde. Me preguntó si quería menasquino y miré a Navarro. –Tres gotas –dijo–. Ese toque es esencial. –Navarro, no quisiera abusar de su tiempo. Sé que es un hombre muy ocupado. Estoy buscando a Dalmau. No le veo desde hace once años y alguien me dijo que ustedes colaboraron hace algún tiempo. Pero nadie sabe decirme dónde encontrarlo. Frunció la frente y sorbió un trago de un daiquirí rosado. Como se dio cuenta de que lo observaba, apuntó: –Éste lleva fresa –hizo una pausa y siguió–: Nuestro amigo murió, Losada. Los mejores son siempre los primeros en caer. Usted le conoció en una etapa difícil. Pero los cuatro años que vivió aquí tampoco fueron apacibles para él. Ya sabe que era una persona de ideales. Cuando llegó a Cuba nos entendimos pronto. Se incorporó a nuestro grupo... –El Bloque Revolucionario Intransigente... 52
–Exacto. Allí había muchachos que habían crecido con la pistola en las manos, eran chicos de gatillo alegre, como se decía. Gente que se había fogueado en la lucha contra Machado, desde el Instituto de Segunda Enseñanza. ¿Sabe lo que hicieron con Ainciarte, el jefe de la policía, cuando cayó Machado? –en ese punto hizo una pausa dramática que consagró al daiquirí de fresa–. Ainciarte, desesperado, se suicidó. Su familia le enterró en secreto. Cuando el pueblo descubrió la tumba, lo desenterraron y arrastraron su cadáver descompuesto atado a un parachoques por toda la ciudad. El país rezumaba odio. Y aquellos muchachos estaban listos para rifarse la vida con la pistola o la bomba. Pero no sabían hacer otra cosa. Había pocos con cabeza. Dalmau tenía cabeza y además era leal. No con esa lealtad de los cuadrúpedos, sino con una lealtad reflexiva. Por eso nos entendimos. –¿Qué tenía que ver Dalmau con todo aquello? –Dalmau no servía para estarse quieto. Usted sabe lo que siempre decía: «Primer cap avant i després ja veurem» –lo dijo en un catalán tropical, pero inteligible–. Era fogoso, un perfecto hombre de acción. Y este país marchaba a la deriva, con gobiernos impotentes y corruptos. Di un sorbo más y me esforcé por parecer despreocupado: –El de ahora es distinto. Parece potente y corrupto. –No sea cínico, Losada. Aquello no podía continuar. Cuando el general Batista dijo su famosa frase «Los dictadores somos el pueblo y yo», la mayoría del país respiró tranquila, porque la pesadilla había terminado. Y los americanos también se sintieron aliviados. –¿En qué quedó el Bloque Revolucionario Intermitente? –hizo como si no hubiera captado la burla. –Estábamos en un callejón sin salida, como muertos que caminan... –Cadáveres de permiso... –corregí. –Exacto, Losada. –Lo dijo Lenin para describir a los revolucionarios –ignoró la interrupción y siguió: –Nos tenían atrapados en una ratonera. La disyuntiva era seguir pegando tiros sin ton ni son hasta caer acribillados o incorporarse a un proceso de renovación nacional. 53
–¿Qué hizo Dalmau? Se volvió hacia la piscina y se le descompuso la expresión. Le seguí la mirada esperando que apareciera un tiburón, pero sólo tropecé con las irisaciones que arrancaba el sol en la superficie. –Dalmau ni siquiera tuvo oportunidad de elegir. Cayó en una de las acciones más espectaculares del Bloque, el asalto a la oficina principal del American Trust en septiembre del 51. Hace ya más de siete años y aún me cuesta aceptarlo –parecía triste de veras, pero era un actor mediocre–. El golpe lo dieron cuatro hombres. Desarmaron a los guardas de seguridad y entraron en la cámara blindada. Consiguieron escapar con más de dos millones en dos carros. Pero la policía les estaba esperando en la cita posterior. No tuvieron compasión con ellos. Rodearon el garaje y vaciaron los cargadores. Se salvó únicamente un muchacho, un mulato masón. –¿Masón? –Eso mismo dije. –¿Qué fue de él? –Robertico Pastoriza salvó el pellejo de milagro. Era oriental, de Bayamo. Cogió miedo después de aquello. Puso tierra por medio y se distanció del grupo. No he vuelto a tener noticias suyas. –Y usted se integró en el proceso de... ¿cómo era? –Renovación Nacional –respondió desafiante. Una ráfaga de viento hizo estremecer las sombrillas–. Simplemente he tratado de aportar mis energías desinteresadamente para hacer de Cuba un país moderno y próspero que deje atrás una historia lacerada por el odio fratricida. –Siempre aparece gente dispuesta a ayudar a los vencedores –mi comentario arrancó una carcajada a la rubia, pero irritó a Navarro. Ella se incorporó e hizo girar un tocadiscos. –Aunque usted no lo crea, Losada, el dinero no es lo más importante –esto último sonó ya ridículo, sobre un fondo de chacha-chá. –Lo sé –repliqué–. Lo importante es la cantidad. Y la suya no está mal. ¿O es que los automóviles que he visto en la puerta y esta casa le han tocado en una rifa benéfica? –el camarero regresaba con más daiquirís en la bandeja, pero Navarro le interceptó: –Reinaldo, deje eso. El señor Losada tiene que marcharse ya. 54
Acompáñele hasta la puerta –me dio el tiempo justo para coger la copa al vuelo y darle un buen lingotazo. Me incorporé y me despedí de la rubia guiñándole el ojo. Ella se rió. Antes de arrancar alcancé a preguntar: –Una cosa más, Navarro. ¿Qué sabe usted sobre las obras del túnel? –Lo que todo el mundo –contestó velozmente–. ¿Por qué? –Simplemente, porque me impresionaron. Parece que el Proceso de Renovación Nacional avanza. Al salir me llevaron por la puerta de servicio. No había rastro del matón y el mecánico movía los labios, absorto en una lectura. Le pregunté por su jefe. –No tengo ningún jefe –se picó. –¿Y el cojo? –Es otro empleado del señor Navarro como yo. Terminó de decirlo y reapareció el matón. Me miró de una forma atravesada y dijo mi nombre de un modo que sonaba a amenaza: –Sí. Losada, Martín Losada –repliqué. –Losada. No se me olvidan los nombres ni las caras... –Me extraña. Tengo entendido que la sífilis hace estragos en la memoria –no le di tiempo a contestarme ni advertí si hacía algún movimiento, porque me giré y comencé a bajar la loma. Pero sentía su mirada clavada en la nuca. Tuve que andar a pleno sol hasta la Quinta avenida para encontrar un taxi. Aquello me hizo echar de menos a Despanier.
Se me ha entrado por el alma Una banda de palomas. José Martí
La Gran Logia se elevaba al final de Carlos III, una avenida despejada próxima al barrio comercial que empieza en el parque de la Fraternidad. El edificio tenía un aire macizo y estaba construido como si hubieran amontonado bloques de granito en pirámide hasta superar por unos centímetros la aguja de la iglesia de la Virgen de Regla que queda justo enfrente. En la puerta se leía el rótulo con la fecha de construcción, 1952, y el nombre oficial: Gran Logia de Cuba de A. L. y A. M. Constituyente de la Confederación Masónica Interamericana. En el directorio del hall figuraban los nombres de los Grandes Funcionarios: Gran Maestro, Primer Gran Vigilante, Gran Tesorero, Gran Primer Diácono, Gran Orador, Gran Hospitalario, Gran Primer Experto, Gran Porta Bandera.... He tratado a bastantes masones y me fío de ellos bastante más que de los curas. Al fin y al cabo, son de este mundo y no van imponiendo su punto de vista a los demás. No se sabe que haya existido nunca una Gran Inquisición Masónica. Pero no logro tomarme en serio a sus títulos y a sus ceremonias. Pregunté a un hombre de mediana edad emboscado tras un mostrador, supongo que el Gran Primer Conserje, y me dijo que esos asuntos los manejaba personalmente el Gran Secretario. Debía tratarse de una Gran Información. Su horario de tarde comenzaba a las dos. No se podía decir que el Gran Secretario tuviera una gran jornada. Aproveché para dar una vuelta. A esa hora y en ese barrio las calles rebosaban gente. En las escaleras mecánicas de los grandes almacenes Wollworth se arremolinaban mujeres; en unos billares próximos se agolpaban los holgazanes y en el despacho de un garrotero, una oficina triste empotrada en el zaguán de un edificio antiguo, se había formado 57
una cola de gente humilde, lista para empeñar sus últimas joyas. No faltaban escaparates atestados de electrodomésticos y otros artilugios modernos. En una sola manzana conté dos joyerías, tres sastrerías, una tienda de confecciones, una pastelería, una ferretería y una farmacia. Almorcé en la cafetería El Globo un arroz con pollo más que aceptable. El postre fueron tres cervezas Polares. Me sirvió una camarera mulata de unos veinticinco años. La chapa que llevaba prendida sobre el uniforme a listas azules y blancas la identificaba como Xiomara. Y lo que se intuía bajo el uniforme la clasificaba como lo que en Cuba llaman una mulata de cuerpo y en España un cuerpazo. Tenía un hueso de más en la rabadilla para sostener una arquitectura trasera de ondulaciones pronunciadas y unas caderas firmes que contoneaba de una manera que no se enseña en las escuelas de hostelería. El ambiente era luminoso y clínico, distinto del de cualquier lugar que yo hubiera visitado jamás. De las esquinas brotaba un mosconeo de diálogos confusos, chistidos de aviso a las camareras, alguna tos y carraspeos aislados. El claro tintineo de vasos y cucharillas chocando se sobreponía al rumor sordo de las pisadas. Y por encima de todo ello se elevaba el escándalo de una ortofónica eléctrica que derramaba sobre el local el sirope empalagoso de un bolero enigmático y amenazante: «Un crucigrama es mi vida desde que tú llegaste. Resuélvelo, si no he de dejarte sobre la tierra tendida.» El café rebullía de clientes, ellas con vestidos de telas ligeras, de colores claros y con mangas y escotes extensos. Los zapatos de gamuza blanca o de piel de dos tonos y también sandalias tan coloridas como un arco iris falso sostenían pantorrillas desnudas. Ellos vestían guayaberas y camisillas de cuello abierto estampadas con motivos marinos, florales o zoológicos. Los hombres con traje completo parecían mayores que los demás y almorzaban inapetentes, con los ojos clavados en muchachas infinitamente más jóvenes que ellos. La mulata me llamó «mi amor» cada vez que me tradujo la carta al español de España y cuando le pedí un café. Me contemplaba con una sonrisa burlona y repiqueteaba con el bolígrafo sobre la libreta de las comandas de un modo que no denotaba impaciencia, sino otra cosa. Su actitud me hizo concebir ciertas 58
esperanzas. Las mismas esperanzas que se disiparon en cuanto comprobé que se dirigía del mismo modo a los demás clientes. Abandoné sobre la mesa diez centavos de propina junto con mis ilusiones. Cuando ya me estaba levantando, me espetó: –Ven acá. ¿De qué parte de España tú eres, gallego? –De Madrid –respondí, por decir algo. –La capital –precisó–. Mi abuelo por parte de padre proviene de las islas. Me concentré para adivinar de qué islas se trataba y repliqué: –Se nota –dije–. Tiene usted esos ojos grandes de las Canarias. –No, bobo. De las Baleares. Él era blanco completo, así como tú. Pero se empató con mi abuela que es mulata prieta y mi papá salió mulato medio que blanconazo. Encima, se casó con mi mamá que es retinta. Así que me atrasaron muchísimo. De chiquita le reprochaba a veces a mi papá que no se casara con una blanca. Yo ahora sería trigueña. Procuré consolarla: –Pero usted tiene un color precioso. Es el color del café con leche tal como a mí me gusta... –¿Verdad? Pero si lo tomaste sin leche.... –guiñó un ojo con picardía–. Ustedes los gallegos son la candela. Son medio zorros. Vinieron aquí, acabaron con los indios y llenaron la isla de negros. Y ahora le entran a las mulatas –se frotó con el índice derecho el antebrazo izquierdo–. ¿Te gustan las mulatas? Estaba abrumado por su versión sexual de la conquista y la colonización. Procuré mantener el ánimo y acerté a decir: –Me gustan las mujeres elegantes. –¿Me estás bajando una muela? –preguntó. No supe bien qué responder–. Se te ve en seguida que eres sato. Miró en dirección a la caja y dijo en voz baja: –Salgo de aquí a las nueve. Si tú quieres, me recoges en la puerta de la iglesia de Reina y nos damos un vacilón... –Es la mejor propuesta que me han hecho en los últimos once años. –Acuérdate que es a las nueve. Se dio la vuelta y desapareció con la bandeja en dirección a la cocina. En mi reloj eran las dos y diez. 59
El sujeto de la puerta me reconoció y señaló los ascensores con un gesto simultáneo de la cabeza y de la mano. La antesala del Gran Secretario estaba decorada con una galería de retratos de hombres respetables que hubieran podido ser también rectores universitarios o presidentes del Colegio de Médicos. Bajo cada cuadro una chapa reproducía el nombre y el período de mandato. Conforme las fechas se hacían más próximas, las expresiones perdían solemnidad y los tonos de las chaquetas se deslizaban desde el negro severo hasta el azul cielo. Un mapa de estilo escolar dividía la isla en quince porciones atravesadas por decenas de chinchetas de cabeza colorida que debían marcar la posición de las logias. El conocido anagrama del compás y la escuadra coronaba el mapa. Me acomodé en un sofá de cuero color castaño y contemplé la ciudad desde lo alto, a través de unas persianas de varillas entornadas. Vista desde un noveno piso La Habana parecía inmóvil. Me quedé ensimismado frente a un mar de varios tonos que se difuminaba en un horizonte rosado. Una corriente ancha y plateada transportaba varias embarcaciones de distintos tamaños que acababan engullidas por la boca hambrienta de la bahía. Una mujer negra de pelo canoso y con gafas demasiado anchas me atendió. Reapareció con un par de periódicos y unas gacetillas para decirme que el Gran Secretario me recibiría en media hora, en cuanto despachara los asuntos urgentes. Ataqué el primer diario. En la portada destacaba una gigantesca foto social en la que varios sujetos sonrientes elevaban sus copas: «El secretario de Estado John Foster Dulles y señora brindan por el presidente Batista con el embajador Nicolás Arroyo y señora en la legación cubana en Estados Unidos. Mister Foster Dulles fue homenajeado en un banquete dado en su honor.» El periodista interpretaba la presencia del mandatario americano como una reafirmación de la política de su país respecto a Cuba y apuntaba: «Estados Unidos está cansado, fatigado, del secuestro de ciudadanos norteamericanos por las fuerzas rebeldes de Fidel Castro.» La crónica glosaba los finos manteles blancos que ornaban las mesas dispuestas en la embajada, los candelabros de cristal de Baccarat con múltiples velas y los centros de plata «cuajados de rosas rojas hapyness y orquídeas mo60
radas». «Nada más bello», decía, «se había visto en tiempo en la sede cubana en Washington. La concurrencia fue deleitada tras el almuerzo con un bellísimo programa musical en el que hizo gala de su exquisita voz la encantadora señorita María Remolá.» Seguía la descripción del conjunto de la embajadora: «moiré blanco y terciopelo negro modelo Maggy Rouff», de la señora Dulles, «sobrio raso», y la condesa de Motrico, esposa del embajador español, «ataviada con un imponente traje de Balenciaga en negro y verde»... De pronto se me antojó la idea de que eso, lo que estaba leyendo, era lo único real; que la historia se reduce a una sucesión de recepciones y trajes, de banquetes y menús, por los que desfilan siempre idénticos personajes. Me sentí absurdo suspendido en el último piso de un rascacielos extraño, en medio de una ciudad extraña, esperando ser recibido por un desconocido con un título extravagante, movido sólo por la desquiciada esperanza de encontrar a la única persona que podía ayudarme a desencallar mi vida. Pasé la página y me concentré en otra información más escueta. Relataba que el Consejo de Ministros presidido por el general Batista había decidido decretar una nueva suspensión de las garantías constitucionales por espacio de 45 días. La relación de los artículos suspendidos ocupaba tanto espacio como el resto de la noticia. Desde España se daba cuenta de la celebración del XXV aniversario de la fundación de Falange en el teatro de la Comedia. El Real Madrid regresaba al primer lugar de la Liga, tras la victoria 5 a 0 frente al Atlético, con dos espectaculares goles de Di Stéfano. Ahuyenté la sensación de hastío con la lectura de un par de gacetillas apiladas sobre la mesita. La primera, impresa en tinta verde, consagraba un artículo amplio a Espronceda, «republicano, masón y poeta». Elogiaba su entrega a la causa masónica, «organización creada para llevar adelante el faro de la civilización, fundada para acabar con el oscurantismo, levantada por grandes apóstoles para predicar la verdad, la justicia y el amor universales, tiene ineludible deber de llevar, si es necesario al martirio y al sacrificio, en favor de esa parte de la humanidad que no sabe y sabe que no sabe». Unos versos de Espronceda corroboraban ese 61
empeño: «Y si caigo, ¿qué es la vida?/ por perdida ya la di/ cuando el yugo del esclavo/ como un bravo sacudí.» Los otros opúsculos mantenían el mismo tono. Tras una portadilla que reproducía la recargada simbología masónica y sus lemas «Sit lux et lux fuit», «In foedere vis» se sucedían artículos que rezumaban buenas intenciones y una visión optimista y pueril del universo. Otros glosaban efemérides masónicas, citas rimbombantes de masones célebres, intricados reglamentos con minuciosas disposiciones procedimentales que regían la vida asociativa de la organización y menudas reseñas sobre la actividad social de las logias. Me faltaba poco para implorar misericordia al Gran Arquitecto, cuando se abrió la puerta y la secretaria me indicó que pasara a una estancia forrada en madera noble e iluminada por varias lámparas de luz fría que parpadeaban en el techo. El zumbido de los condensadores y el resoplido de una pareja de ventiladores dispuestos en las esquinas serraban la quietud de la sala. Los ruidos de la calle, si es que la calle seguía abajo, quedaban amortiguados por unos pesados cortinajes de terciopelo verde, a juego con el tapizado de los 23 sillones que circundaban una mesa irregular, ovalada en uno de sus lados, recta en el otro. En las paredes, más retratos de masones egregios. José Martí, Carlos Manuel de Céspedes, primer presidente de Cuba, y Benito Juárez fueron algunos de los que reconocí en una inspección apresurada. Tras el respaldo del sillón presidencial, más ancho y alto que los demás, se erguía un bajorrelieve con el escudo de la Gran Logia: dos castas doncellas –una desnuda, la otra tocada con gorro frigio y toga– flanqueaban un círculo donde se superponían herramientas de albañilería. Una gran G mayúscula engastada en un triángulo iridiscente coronaba el conjunto. Tampoco era ése mi destino final. Aún tuve un par de minutos para familiarizarme con las expresiones graves de los próceres masones hasta que se abrió en el otro extremo una puerta pequeña y un hombre afilado, de altura mediana y trajeado de sepia, con una corbata a listas amarillas y marrones me invitó a pasar. En el ojal lucía una insignia dorada con dos plumas de ave entrelazadas. Miraba fijo a los ojos y rezumaba una expresión a tono con las palabras (amor, bondad, cariño, fraternidad...) que se re62
petían en mayúsculas en su revistilla. Me tendió una tarjeta que leí en voz alta: –Eriberto Saborit Verdecia. Primer Gran Secretario. Gran Logia de Cuba de A. L. y A. M... ¿Qué significa AL y AM? –Admitidos Libertos y Aceptados Masones. Quienes no son hermanos siempre preguntan si AL significa América Latina. ¿Viene usted de España? –En cierto modo sí, aunque no pisaba mucho la calle. –Nuestros hermanos están sufriendo mucho allá. Parece que el dictador se ensañó con ellos y los ha convertido en los chivos emisarios de todos los males que afligen al país, hasta el punto de equipararlos a los comunistas. –No son los únicos. Digamos que Franco es bastante pródigo en materia de odios. –Fíjese que ese odio tampoco es nuevo. Mucha gente ignora que hace 130 años Fernando VII, el monarca absoluto, ordenó la disolución de la Gran Logia Española en la península y en todas las colonias por oponerse a la autocracia y al fanatismo. Usted sabe que allá donde los dictadores se alzan con el poder atacan el pensamiento libre y una Institución como la nuestra, integrada de hombres libres, les incomoda. Parece que quieren llevar el luto y la consternación a los hogares y se esmeran en derramar la sangre de quienes no hemos cometido otro delito que marchar de acuerdo con el tiempo. Les importa poco el llanto de las madres que claman por sus hijos y que maldicen el odio que convierte a los hombres en lobos... ¿No es usted del mismo parecer, señor ...? –me encajó dos interrogantes en un solo viaje. Las últimas palabras me devolvieron bruscamente a la realidad. Mi mente se había trasladado escaleras abajo, más exactamente hasta los jugosos labios de mi reciente conquista mulata. –Desde luego... Losada, Martín Losada. Siento no poder brindarle aún una tarjeta. Estoy buscando dónde instalarme de modo definitivo... El Gran Secretario quedó pensativo un segundo y adoptó una expresión melancólica, como si su digresión le hubiera transportado a las simas de la condición humana. –Pero vamos con el asunto que le ha traído aquí. Usted quería saber acerca de quien fue nuestro hermano, Robertico Pasto63
riza –asentí con la cabeza y me ofreció una pitillera de plata con el símbolo masónico–. Robertico ha sido una más entre las víctimas de la maldición que se cierne sobre nuestra patria –al decir esto dio la vuelta a una ficha tan blanca como sus dedos y se caló los lentes–: Él fue miembro activo de una de nuestras logias, la Logia Virtud, del reparto de Habana Centro. Se incorporó allá recomendado por nuestros hermanos de Bayamo, de donde era originario. –Ha dicho fue. ¿Se ha dado de baja en la masonería o en la especie humana? Antes de contestar se humedeció los labios. –Conocí personalmente a Robertico cuando todavía era un niño. Su padre era ya un destacado hermano de la provincia oriental y me consta que se esmeró por educarlo en la pasión por la integridad. Con el muchacho llegué a coincidir en un par de tenidas masónicas allá en su logia. Me pareció un joven de mucho mérito y bien generoso –observó la ficha nuevamente y agregó–: Es Aries, el signo del carnero que aportó el toisón de oro inmolado a Júpiter. También era muy impulsivo y ardiente, como son los bayameses. Se le hacía difícil aceptar los flagelos de la corrupción y de la injusticia que azotan a nuestro país y entendía que los extravíos de los gobernantes deben ser atajados con nuestros propios extravíos. Mi interlocutor hizo un alto en su narración al escuchar el tañido de una campana próxima. Aproveché su distracción para dar salida a unos gases estomacales con sabor a pollo. En cuanto concluyeron las campanadas reanudó su argumento. –El muchacho comenzó a frecuentar grupos de los que se autocalificaban de revolucionarios y prometían solucionar todo a balazos de la noche a la mañana. Fue enjuiciado por su logia y se determinó su radiación de la fraternidad en un procedimiento conforme al artículo primero, acápite noveno, de nuestra Constitución Masónica que corroboró el Gran Maestro... –¿Ha sabido algo más de él? –Francamente, ignoro si sigue vivo o si marchó al Eterno Oriente –se giró hacia el ventanal por el que se veía palidecer el día y suspiró–: Ya ve lo que la impaciencia de aquellos grupos nos ha traído... 64
–A veces, cuando lo peor reposa sobre pistolas, no queda más remedio que recurrir a las pistolas –le dije, y yo mismo me asombré nada más acabar de decirlo. –Pero es que lo que combatían no era lo peor. Lo que ha venido después ha sido aún peor. Y hay quienes pensamos que el diálogo de la violencia aún puede traer cosas peores; que lo peor está por venir. No supe entonces a qué se refería, aunque tampoco me interesaba gran cosa seguirle en aquella disertación pacifista. He conocido demasiados hipócritas que echan mano del pacifismo para escurrir el bulto; hasta naciones enteras he visto que se refugian en el pacifismo para cerrar los ojos ante la bestia. Su pitillo se había consumido en un cenicero de cristal que tenía chapado en metal el símbolo masónico. Me tendió otro y me miró fijo: –No acostumbro a entrometerme en la vida de los demás, pero ¿puedo saber por qué busca a Robertico? –Por mí no hace falta que rompa sus costumbres. Me basta con saber cómo puedo encontrarle –la impertinencia no pareció contrariarle, porque se excusó: –Sólo quiero estar seguro de que esa información no le perjudicará. –Por ese lado puede estar tranquilo. En toda esta ciudad soy la persona que menos tiene que ver con la policía o con el gobierno de ahora o de antes. Todo lo que necesito de él es que me ayude a encontrar a un amigo español al que conoció. –Puede anotar esa dirección. Es la que consta en nuestros archivos, aunque es ya vieja. Me tendió la ficha blanca donde, junto con unas anotaciones a máquina de años que acababan en 1950, figuraban a mano otras claves y abreviaturas que no pude descifrar. La dirección correspondía a un piso de la calle Neptuno, el tercero del número 525. –Usted parece buena gente, Losada; si contacta con nuestro hermano dígale de mi parte que ningún hombre es más grande que el que se vence a sí mismo para cumplir con su deber. Dígaselo, Losada; y dígale también que no hay conducta, por execrable que sea, que no merezca la piedad fraterna –mientras se levantaba y me estrechaba la mano aún agregó–: Tal vez el hermano Jacobo, quien era su mejor amigo hace años, pueda ayu65
darle más. Le encontrará en nuestra imprenta. Gladita le acompañará. Nada más abandonar su mano experimenté lástima por Robertico, por Dalmau y por mí. Me hubiera gustado retener un poco de la serenidad que flotaba en aquel despacho. Sabía que en la calle acechaban lobos y que nada más salir del ascensor me reincorporaría a la manada. La imprenta se limitaba a un taller pequeño de cristaleras viseladas con el símbolo del compás y la escuadra que filtraban una claridad cegadora. Las revistas se apilaban en montones regulares sujetos con piezas de plomo. Un linotipista tecleaba con soltura un original que desembocaba en renglones de plomo fundido. Jacobo era el mulato que manejaba la guillotina en una pieza anexa. Se limpió las manos con aguarrás y se secó con un delantal azul que desanudó antes de darme la mano. Me dijo lo que ya sabía: Pastoriza entró en los círculos de Rolando Navarro, se embarcó en la acción clandestina y su pista se perdió tras el atraco al American Trust de 1951. –No le veo hace ya más de siete años, ni sé qué fue de él. De algo sí estoy cierto: lo que sucediera fue por culpa de ese hombre. No tiene principios. Empujó a muchos jóvenes a rifarse la vida en una pelea de mono con león y acabaron comiendo tierra. Es un desaprensivo y un oportunista. Afuera me esperaban el estrépito de los automóviles y los alaridos de los vendedores ambulantes que porfiaban en deshacerse de sus últimas mercancías antes de la definitiva conclusión de la jornada. Los lobos afilaban sus uñas al sentir que la tarde se iba a pique y comenzaba a diluirse en la oscuridad nocturna.
¡A bailar!, ¡a bailar!, las turbas gritan Y ebrias y palpitantes las mujeres En brazos de un galán se precipitan. José Martí
Tenía casi cuatro horas por delante hasta mi primera cita sentimental de la última década. Si descontamos la hora que necesitaba para ducharme y maquearme, seguía quedando un espacio en blanco considerable. Dudé entre acumular fuerzas para la salida nocturna o aplacar los nervios. Estaba desentrenado y, para colmo, por entonces vivía en la creencia de que una mujer mulata no era lo mismo que una blanca. Entré en un cafetín y llamé a la vidriera. No había recados. La siguiente llamada fue para Rivaya: no había llegado todavía a casa, le esperaban de un momento a otro. Entre las dos llamadas sortearon por la radio un coche (un Ford del año) y un apartamento en Marianao a beneficio de la Liga Nacional para la Cruzada contra la Cirrosis. Había una fila de bebedores solitarios que interrumpieron la bebida y se concentraron en sus boletos. Se les veía impacientes por conocer el resultado. O acaso querían contribuir a la cruzada intuyendo el futuro que les aguardaba al fondo del vaso. Una vez que la locutora hubo cantado el número premiado retornaron a la senda de la cirrosis. Mientras salía aún me dio tiempo a oír la misma voz chillona anunciando otra rifa: con el envoltorio de un paquete de arroz Jonchí (chi que crece, chi que desgrana, chi que le va a gustar) podías hacerte con un chalé con piscina en Santa María del Mar. Necesitaba hablar con alguien y no tenía muchas alternativas. Cuando hice a un lado las cortinas de la bodega sólo le quedaban a Despanier dos fichas. Las golpeaba con impaciencia contra la mesa esperando su turno. Creí que no me había visto porque no se inmutó hasta que empotró la última contra el mármol. 67
En ese momento me guiñó un ojo, exclamó «¡A contar!» y pasó la pierna derecha por encima de la silla sin rozar el respaldo. Todo a la vez. –¿Cómo va la suerte, gallego? –¿De cero a diez...? Un dos. Le puse al día, mientras sacaba brillo a su frente con un pañuelo rojo que regresó a su punto de partida y quedó asomando en el bolsillo trasero. –¿Qué tal un poco de espectáculo esta noche? Pelea el Quije en el Almendares Park contra Andy Arel. Es un superwelter –se disculpó–, pero desembarca una derecha tremenda. Entrena aquí, en Los Alacranes del Cerro, como Gavilán. Aunque el Quije no pelea con la bandera de Batista como hace el otro cabrón. Le expliqué que tenía otros planes menos combativos y lo celebró a su manera. Despanier tenía de las mujeres un concepto horizontal. Para empezar, me clavó un codo cómplice a la altura en que una vez tuve el hígado. Después, se atizó un palmetazo en el muslo que restalló como un latigazo. Vuelto hacia los parroquianos más cercanos gritó: –¡Caballeros, el gallego va a saber lo que es amor de mulata! ¡Eso es peor que una pelea a quince rounds...! ¡Ahora mismo le vas a servir un cóctel de ostiones! Evité las miradas compasivas y procuré desviar la conversación hacia el boxeo. Fue en vano. Tuve que soportar el ritual de beber un vaso atestado de enormes valvas verdosas aderezadas con jugo de tomate picante. Una vez trasegué el afrodisíaco, me desplacé hacia la izquierda para cerrar el hueco a los instrusos que trataban de entrometerse en nuestra conversación: –¿Todos tus amigos proceden del gimnasio? –Mírales las guatacas... Fíjate que todos las tienen de coliflor. Paseé la mirada por los jugadores de dominó y los demás clientes de la bodega. Comprobé que sus orejas estaban rematadas en protuberancias bulbosas, como ampollas de líquido, y algunos carecían de lóbulo. Despanier amplió la explicación: –Hay ciertos barrios donde los muchachos reciben clases de tenis; aquí en el Cerro, tomamos clases de boxeo. Y la primera escuela, el kindergarden, es la calle. –¿Ahí empezaste tú? 68
–Comencé vendiendo periódicos mientras pude. Luego, alterné los entrenamientos en Los Alacranes con la recogida de basura. Un día asomó por aquí el manager del Tigre Blanco, que entonces era lo máximo, y me llevó de sparring. El Tigre era metralla, lo habían subido los que manejan el asunto porque hacía taquilla, pero no aguantaba un gaznatón. Entonces yo era un chiquito, tuve que hacerle un cuento a mi vieja para que me dejara pasar unos días fuera de casa. Fíjate que pesaba menos que lo justo, era un superweight; pero hay pesos mayores que entrenan con otros más ligeros para coger velocidad. Hacíamos asaltos de cuatro minutos para que agarrara resistencia y al Tigre se le salía el protector fuera de la boca al final de cada round. Me daban dos pesos cada día, además de la comida. Todo lo que tenía que hacer era seguirle la corriente. Aquello era jamón –se echó dos aceitunas a la boca y me quedé esperando en vano que reaparecieran los huesos–. Pero un día el Tigrecito se levantó cabrón y vino por mí; parece que se molestó por algo y se me echó arriba queriéndome meter un rabbit punch en todo el riñón. Ahí sí que se me subió el santo: le metí un carnaval de aplausos en la cara y, para terminar, le mandé un jab de derecha que lo puso de rodillas. El second y las otras gentes que había por allí se boncharon del tipo y se formó una tángana. Me pagaron el jornal de una semana y me mandaron a casa. Íbamos por la tercera Polar, Despanier tenía ganas de hablar y a mí me sobraba el tiempo. –Oye esto, gallego: no tuve que esperar ni dos semanas y fue el mismo Samy Tolon, el manager del Tigre, quien vino a buscarme al gimnasio. Me firmó un contrato y así fue como dejé lo de la basura, un alivio porque las jevas te huelen por mucha colonia que te pongas arriba. Después de un poco de tiempo como amateur, pasé al profesionalismo. Para foguearme, Samy me preparó varios combates de telonero. Todos frente a paquetes, al final de su carrera. El historial era impresionante, tumbar a aquellos tipos me costaba menos que cargar los latones de basura. Algunos hasta me pedían con los ojos que les empujara al piso cuando llegaba el sexto round. Como dicen ustedes, era coser y cantar. Me hice un nombre en el Stadium del Cerro, le compré muebles nuevos a la vieja y hasta me hice con un motor, una Jawa que estaba encojonada. 69
No sé si sería la comida buena, pero yo crecía como la cizaña y estaba siempre en el límite del peso. A veces tuve que bajar hasta siete libras en una semana para dar la pesada y aquello se ponía cada vez más complicado. Me daba cuenta de que si seguía rebajando peso antes de cada combate llegaría un momento en que bastaría una sardina para tumbarme en el ring. Un día, Samy viene y díceme: «Despanier, tienes que subir a los pesados.» Yo sabía lo que eso significaba, ingresar en los heavyweight es entrar en las grandes ligas. Y el problema es que un boxeador puede subir de categoría pero lo difícil es arrastrar arriba la pegada. Lo jodido era que había llegado la hora de la verdad. Hablaba con los ojos muy abiertos y en su brillo veía reflejados todos los temores y las ilusiones de veinte años atrás. Arrimé los vasos y nos los llenaron. Despanier no se dio ni cuenta. En aquel momento yo era apenas una oreja. –La primera pelea en serio fue lo máximo. Imagínate que el Salón Rey de Marianao estaba a rebosar. Cerró el puño izquierdo y golpeó con la palma derecha abierta la parte de arriba arrancando un sonido sordo, como el de un petardo con la pólvora húmeda. –Había un mar de sillas de tijera alrededor del cuadrilátero y en las primeras filas se acomodó una colección de tipos podridos de dinero con mujeres espectaculares. La grada la ocupaba un gentío que chillaba y rugía como condenados al infierno. Mi rival era Elpidio Padrón, un blanquito con un palmarés bueno, pero que no era un pegador, al menos eso me decían. Tenía los ojos azules y pesaba algo menos de 200 libras, contando los granos. Yo sabía que debía acabar por la vía del sueño porque a los puntos había poco que hacer, me aventajaba en experiencia. Encajó un pitillo en la comisura de los labios y prendió un fósforo. Siguió hablando con la cerilla moribunda en la mano. –Allí estábamos Padrón y yo frente por frente; después de todos los guantes, del punching, de la comba, de las flexiones, los abdominales, los respiratorios, del saco, detrás de todo me esperaba una bolsa de 500 pesos. Miré fijo al rubio y pensé: no eres nada, eres solamente un estorbo que ha aparecido en mi camino hacia otra vida mejor para la vieja y para mí. Salí cauteloso, ha70
ciendo un poco de esgrima y jabeando con la derecha. Él se mantenía a distancia y bailaba alrededor, con la guardia bien puesta. Cuando me di cuenta estaba en la lona y alguien desde un rincón que parecía el mío me gritaba «¡Levántate!» Pensé: no puede ser a mí, esa cuenta que escucho a lo lejos no va conmigo. Dicen que la tarea más difícil que tiene un entrenador es levantar a un púgil joven de la lona. Y es verdad: me sentía a gusto tumbado, ni siquiera me estorbaba el bramido del público ni sus insultos. Paseó la mirada sobre mi hombro. Me di la vuelta y comprobé que era uno más del público arremolinado. Los jugadores habían interrumpido la partida de dominó y se habían aproximado cabalgando sus sillas de tijera. Despanier continuó su relato. –Cuando me incorporé, la cuenta iba por seis. Me concentré en la nariz de Padrón. No la tenía de boxeador, era una nariz bonita y regular, de blanco. Pensé: tengo que darle en la punta para hundirle el hueso en el cerebro. Aunque te parezca raro, eso me dio confianza. Mantuve la defensa y aproveché sus descuidos para puntuar; hasta le metí en el mentón un buen gancho de izquierda que le hizo tambalearse al mismo tiempo que sonaba la campana. En el taburete Samy me decía: «Este rubito no aguanta tu swing, ve a por él.» Y yo que siempre había había estado seguro de ganar, porque de otra manera no podría ni ponerme los calzones, pensé: me lo dice porque sabe que puedo perder, piensa que el rubito me puede ganar. Cuando me ajustaron el protector lo mordí con rabia y me fui a él. En el infighting le podía, yo tenía más envergadura y me sentía más fuerte, pero el árbitro nos separaba. Así pasaron tres asaltos, hasta que conseguí meterle un cross de derecha y le hice sangre en la ceja. Esbozó un movimiento recto con el brazo y detuvo el puño a mitad de la diagonal que apuntaba a mi rostro. –El rojo es la señal de la autenticidad en el boxeo –agregó–. El público se excitaba y yo notaba los flashes de los fotógrafos. El rubio era valiente y en su mirada no había odio, sólo cálculo; en eso me superaba, porque la rabia no da buenos resultados en el ring. En el séptimo le noté fatigado, justo cuando yo iba entrando en calor. Se agarraba a mí en el cuerpo a cuerpo y se trababa como si quisiera bailar conmigo. Padrón ya había desistido de lograr un golpe ganador y se conformaba con los crochets. Falló al71
gunos y el referee le amonestó por un golpe en la nuca que yo ni siquiera sentí. Él estaba agotado, puso una guardia francesa y se protegió por lo bajo y le seguí la corriente un poco, amagando unos ganchos. Cuando lo tuve bien cuadrado me lancé sobre él con los dos puños y le conecté un derechazo eléctrico en la nariz. Pude ver que se le nublaba la vista y se desplomaba en el piso como un saco de azúcar, sin parar la caída con los brazos. Estuve deportivo y me fui a mi rincón a esperar la cuenta; sabía que no se levantaría y que si se levantaba sería peor para él... No estaba alegre, tampoco triste, tenía la misma sensación que cuando después de vocear el día entero vendía todos los periódicos y me podía ir a casa. Sólo que esta vez me llevaba quinientos baros en la bolsa. Nada más me quedó una sensación de haber terminado el trabajo... Ante nosotros se extendía una hilera de cervezas vacías larga y marrón como una tarde desperdiciada. Despanier suspiró y miró alrededor: el mozo que despachaba había fijado los codos en la barra de zinc para seguir atento el relato; hasta las moscas habían suspendido provisionalmente su vuelo. En el rostro de los parroquianos se leía la palabra admiración. –Gallego –resopló–, la gente que está contra el boxeo dice que no es más que una máquina de picar carne. Son los mismos que con una firma pueden dejar a cien familias sin hogar desde su escritorio; sin mancharse las manos de otra cosa que no sea tinta. Te diré algo: en parte tienen razón: el código es cruel; pero para mí el boxeo es también una prueba de valor humano, porque, como dice el son, la verdadera escuela del dolor no es el ring, es la vida... –cambió el tono y me palmeó en las costillas–: Te acerco con el Chevy a tu cita. Y no te agites, mi hermano, que el corazón no se opera. Mientras nos acercábamos a la iglesia de Regla retumbó un estallido a lo lejos. Despanier miró el reloj de pulsera y me dijo: –Descuida, eso no es ni el 26 de julio ni tampoco tu corazón, es el cañonazo del Morro. Son ya las nueve. Xiomara esperaba ante la escalinata erecta sobre unos zapatos de charol de tacón alto que resaltaban la corvadura de la pantorrilla; leía con atención una revista ilustrada que sujetaba con una sola mano. –Buen carro –apuntó Despanier, cómplice, y agregó con una 72
sonrisa–: Tremenda balconería. Nos vemos mañana –no me quedé a preguntar qué significaban sus palabras; antes de que el Chevrolet se detuviera por completo tenía los dos pies en la acera y antes de moverlos había vuelto a coger velocidad. Xiomara no me dio tiempo de disculparme por los minutos de retraso. Me mostró una fila de dientes blanquísimos enmarcados por unos labios gruesos y brillantes, como neumáticos en un día de lluvia, y leyó: –El periodista le pregunta a Sofía Loren: «¿Cuáles son sus deseos?» Ella contesta: «Deseé ser artista y lo soy; juré ser rica y lo soy; me enamoré de un hombre y es mi marido. Ahora quiero tres hijos.» Escucha esto: El periodista le dice: «¿Usted se casó por gratitud?» Y responde: «¡Qué idiotas son los hombres, no saben lo que para una mujer significa el sentimiento de seguridad!» Di tú. Eso está bueno... No habría abierto el pico aunque hubiese tenido opinión. Xiomara dobló la revista y siguió: –En el Rialto están poniendo un programa doble con El bolero de Raquel, de Cantinflas, y El ángel de España, de Pedrito Rico –no era una información, era una proposición, pero se ajustaba poco a mis proyectos. Xiomara debió de notarlo en mi expresión porque en seguida añadió–: Si prefieres, podemos comer algo y luego vamos al Alloy; es un night club que han abierto hace poco cerca de mi casa. Actúa la orquesta Sensación. Durante la cena me contó una versión rápida de su vida: procedía de San Antonio de los Baños, un pueblo agrícola a unos cuarenta kilómetros de la ciudad y había venido a La Habana hacía tres, después de quedarse embarazada de un novio, empleado municipal: –Al enterarse, me propuso que me sacara el niño, aunque él sí se quería casar; yo no. Tomaba demasiado y tenía arrebatos violentos. Vine a trabajar en casa de una familia muy buena que me acogió, con barriga y todo. Estuve de manejadora más de dos años practicando con un bebito y con otros dos fiñes mayores hasta que crié a mi niño. Luego me salió el trabajo en El Globo; me lo consiguió esa misma familia. Me gano la vida bien y tengo un cuartico en Centro Habana; una vecina mayor se ocupa del niño mientras yo trabajo. 73
Formó con los labios una figura carnosa y la plasmó sobre la servilleta blanca. El interrogante partió de los ojos antes de abrir la boca: –¿Qué hay de ti, gallego?, porque no me has dicho ni cómo te llamas ni si estás casado allá en España. Reposé los cubiertos sobre el mantel y me inventé algo parecido a un pasado. Le relaté el motivo de mi presencia en la isla, sin entrar en detalles. –Verás que sí vas a encontrar a tu amigo. Yo soy medio que adivina –bromeó. Se llevó a la boca una bola completa de helado de fresa que se derritió al entrar en contacto con sus labios almohadillados para desaparecer luego absorbida por una boca honda y escarlata, como un deseo muy vivo. Los neones del Alloy refulgían en medio de una calle estrecha y oscura como la pobreza. En la puerta había aparcados varios autos de colores pastel con techos blancos y cromados relucientes. Según mis cuentas, los Ford vencían a los Chevrolet en una proporción de dos a uno y por cada tres Chevy había un solo Plymouth. Los letreros de fuera debían de consumir todos los watios del local porque me costó unos minutos acostumbrar los ojos a la oscuridad del interior. Cuando lo conseguí comprobé que los blancos escaseábamos dentro más que los Plymouth afuera. Sobre una tarima, una orquesta con más miembros que cualquier consejo de ministros entraba en acción. Llevaban un camisa blanca con pajarita y traje azul celeste con esos manguitos tropicales festoneados que arrancan en el antebrazo. Comenzaron suave, con una especie de danzón cadencioso que atrajo a varias parejas a la pista. Alguien que estaba fuera de mi vista debió de hacer una señal, porque en un momento dado todos los músicos, excepción hecha del bajista y del percusionista que atrapaba la tumbadora entre las piernas, ignoraron la partitura y empezaron a tocar a su aire. Se entabló una conversación incomprensible entre el piano, la flauta, el violín, las trompetas, el güiro, el timbal y el cencerro, mientras el bajo y la tumbadora regañaban rítmicamente, como para restablecer el orden. Los bailarines daban un primer paso acompañado de una caidita engañosa del cuerpo. Le seguían dos pasos más como si iniciaran un desfile militar, para fingir un cuarto, falso, en el que el 74
pie solamente acariciaba el suelo con la suela, sin llegar a afirmarse en él. Algunos ni siquiera marcaban ese paso con el pie, sino con un estremecimiento del cuerpo, como si se sacudieran un insecto molesto que se hubiera posado en su espalda y ascendiera mordiente hacia los hombros. Ya en el frenesí del baile, las parejas se desintegraban y se entregaban a sacudidas individuales, gozando a sus anchas del embrujo de la música, como si cada miembro del cuerpo respondiera por su cuenta a la llamada de un instrumento diferente. Algunos danzarines subrayaban los permanentes cambios de ritmo con grititos sofocados de «¡mambo!», que se me antojaron pequeñas válvulas de seguridad dispuestas para liberar parte de la tensión de aquel desenfreno caótico. Xiomara me tomó de la mano e hizo ademán de arrastrarme hacia la pista. No sé muy bien qué pretexté, pero marché a la carrera hacia el baño donde unos cuantos galanes cambiaban impresiones en un lenguaje desconocido mientras descargaban la vejiga sobre un urinario metálico corrido, parecido a un abrevadero, con el fondo cubierto de hielo frappé. Dejé pasar un buen rato que consagré a repasar mi aspecto y a lavarme la cara. Sólo regresé al salón cuando del silencio de las trompetas deduje el alejamiento del peligro. Mi pareja removía con un absorbente el líquido de un vaso ambarino, con el borde recubierto de azúcar glaseado: –Te he pedido un añejo a las rocas. El presentador anunció el plato fuerte de la noche, la Orquesta Sensación, igual de nutrida que la anterior pero menos frenética. Tras una aspiración que hubiera reanimado a un ahogado y que dejó el vaso a la mitad, mi mulata me tomó de la mano y, después de acariciarla, me miró fijo a los ojos, como si en ellos estuviera escrita la clave de un secreto íntimo o una declaración de amor. Rebusqué en mi memoria algún recurso con el que salir del paso, pero se me adelantó: –Tú no bailas, Martín... –¿era un reproche, una pregunta; era una acusación? Era todo a la vez. –Tengo alas en los pies –dije muy serio. –Vamos a verlo. En ese momento sonaba Seis lindas cubanas, un son bastante 75
más tratable que el ritmo diabólico que me había expulsado del salón. Xiomara me envolvió con sus brazos y con un perfume suave y fresco. Bailaba sin esfuerzo y disfrutaba bailando. Yo acoplé mi cuerpo contra el suyo, cálido y firme, y me concentré en la flauta para marcar el paso esperando conseguir la ingravidez o deslizarme al menos transportado por el movimiento de mi mulata. O, como mínimo, pasar desapercibido en el centro del barullo. La canción se me hizo eterna. El cantante enumeraba las virtudes de las isleñas y pasaba revista a las regiones y los encantos de sus hembras para concluir que «la cubana es la mujer que el ser supremo creó; la que el mundo proclamó la más linda del vergel; son las más lindas, son las mejores». Asentí y redoblé mi esfuerzo. No debió de ser muy productivo porque al tercer pisotón Xiomara me dijo al oído: –Gallego, tienes plomo en las alas. Se rió con una carcajada indulgente y cariñosa, tan cercana a mi oreja que sentí un cosquilleo seguido de una especie de parálisis facial en toda la parte izquierda. Se apretó más fuerte contra mí, como si los destellos intermitentes que se proyectaban sobre el escenario fueran relámpagos y la música una tempestad glaciar que se abatiera sobre nuestros cuerpos extraviados. Acabó esa pieza y otra y otra más y otra más y me abandoné jubiloso a mi suerte aspirando el olor amable que ascendía de su cabello escarolado. Sentía su cuerpo arrebujado estremecerse cada vez que resbalaba mi mano derecha por su espalda desnuda y la posaba en su cadera. Sentía sus caricias en mi cuello y al notar cómo introducía su índice fino y su uña puntiaguda por el cuello de la camisa sentía descender por toda la columna vertebral descargas eléctricas que desembocaban entre las piernas. No sé cuánto tiempo pasamos así, acoplados, hasta que durante un danzón me separó con suavidad. Con la cara inclinada hacia arriba, clavándome la mirada, acompañó el estribillo: «Cobarde, tienes miedo de mirarme, tienes miedo de quererme, tienes miedo del amor. Entonces dime para qué quieres la vida. Cobarde, eres un triste lamento, eres humo y vanidad. No conoces el amor y no quieres aprenderlo. No sabes lo que es besar y besarse con pasión y estrujarse en una boca, porque eres cobarde.» 76
Así que ésta es la señal, pensé, y acudí a sus labios con los míos abiertos. Lo que me salió al encuentro fue una pulpa fresca y jugosa que aterrizó en el cielo del paladar. Instalada allí, se solazó lamiendo la arquitectura interior completa de mi boca. Aquel beso acaso duró unos segundos, o puede que se dilatara por espacio de horas, porque se confunde en mi memoria con otros besos húmedos y con otros cálidos, con el deseo de ser absorbido por aquellos labios como el Manhattan que aguardaba inútilmente en la mesa... Fingiendo creer en mi protagonismo en aquella desigual contienda de bocas, Xiomara sonrió y me susurró al oído: –Pero que rico tú besas, chico. Me sonrojo al reconocerlo, pero ese halago inmerecido me sacudió por dentro y me empujó otra vez hacia sus labios y allí me quedé en suspenso, en suspenso...
Yo que vivo, aunque me he muerto, Soy un gran descubridor, Porque anoche he descubierto La medicina de amor. José Martí
¿Qué se puede esperar de un día que empieza teniendo que levantarte? Pero en cuanto miraba el escondite donde había ocultado los 500 pesos de Laura Suárez me sentía un canalla. Y si comparaba los días de estancia en La Habana con los raquíticos progresos de mi búsqueda de Dalmau, entonces me sentía un cretino. De modo que, después de tomar un café, rescaté la carpeta azul del ingeniero del fondo de la maleta. Desanudé el lazo rojo y comencé a leer los recortes de prensa. El primero era el único que había examinado en casa del ingeniero. El segundo pertenecía a la misma serie y estaba también fechado seis meses atrás. Titulaba con el reclamo «Dé ahora el paso... compre en Colinas de Villa Real». La mitad inferior de un individuo abarcaba con una zancada varios kilómetros. Posaba el zapato izquierdo en La Habana Vieja y afirmaba el derecho al otro lado de la bahía. Enmarcando varias fotografías de los trabajos del túnel, el texto destacaba que, una vez finalizadas las obras, La Habana del Este quedaría «a un paso del Capitolio». Exhortaba a apresurarse en la compra desde 6,5 pesos la vara: «Abone el 15 por 100 de entrada y el resto en sesenta meses sin intereses.» La posición de las parcelas se describía hablando de «una altura ideal, sobre la suave inclinación de las colinas». Al final, figuraba una dirección, el número 56 del paseo del Prado, y un teléfono, W7367, para ampliar información y atender a los compradores. Suárez había resaltado en rojo el precio de las parcelas. El siguiente recorte, en realidad una página completa del Diario de la Marina, era un mes más reciente. Presentaba un plano de la zona este de la ciudad que abarcaba La Habana Vieja, Lu79
yano, la bahía y Cojímar. Situaba la urbanización en la intersección de la avenida Monumental en la que desembocaría el túnel con la Vía Blanca llamada a prolongarse hasta Varadero. El tono era semejante al del anuncio anterior. Apremiaba a comprar desde siete pesos la vara «parcelas situadas a unos minutos del centro de la ciudad, con ventajas inigualables de altura, amplitud y precio». Otra vez, el precio estaba subrayado con bolígrafo rojo. «Comprar ahora en Colinas de Villa Real –concluía– significa un positivo ahorro. Aproveche una oportunidad que no volverá a presentarse y regale a su familia una vida nueva oxigenada por la limpia brisa del Atlántico.» Seguían tres avisos más de fechas posteriores en el mismo tono bucólico-comercial. Los bocetos de la zona se hacían cada vez más detallados e incorporaban ya un campo de golf. Las fotografías captaban grúas y brigadas de obreros trabajando en torno a construcciones a medio edificar que venían a ser los esqueletos del futuro. Un plano trazado a mano alzada estaba sujeto con un clip al último anuncio. Suárez había recreado la misma zona que aparecía en la publicidad. En el confín izquierdo representaba el arranque del túnel, junto al Malecón. En el área contigua figuraba el Palacio Presidencial, que estaba marcado con una B. Situaba la salida del túnel detrás ya de las fortalezas de El Morro y La Cabaña, al otro lado de la bahía, abriéndose al recorrido de la avenida Monumental y la Vía Blanca. Suárez había sombreado una zona de perímetro muy amplio que lindaba a la izquierda con el túnel y, en el costado opuesto, con Santa María del Mar. Al pie, constaba una anotación a pluma: «31 kilómetros.» La anchura de la cinta costera incluida en el plano estaba indicada por un segmento comprendido entre dos cruces: «3.700 metros.» Y Cojímar, un pueblecito de pescadores, apenas un puñado de casas agrupadas junto a un entrante del océano, aparecía en medio de un círculo del que arrancaba una flecha enérgica que apuntaba a otra inscripción en rojo: «Marina.» Hojeé el resto de la carpeta: un mapa del litoral norte de la isla en el que se había acotado el tramo comprendido entre el Mariel, a unos 20 kilómetros de la capital, y las playas de Varadero, en la península de Hicacos. Suárez había rotulado: La Riviera del Caribe, entre comillas. En unas hojas timbradas con el anagrama 80
de East Havana Land aparecían unas operaciones aritméticas con profusión de multiplicaciones, restas y divisiones. Una cifra final, 512.836 varas, venía seguida de signos de exclamación y de una inscripción entre paréntesis: (10 p./vara). En un sobre sin usar de tamaño medio Suárez había guardado una hoja de papel carbón casi nueva. Al trasluz distinguí apenas la dirección del diario El Mundo, la fecha (10/II/58), el nombre del destinatario, Francisco Abascal, y el encabezamiento: «Estimado señor: Quien le remite estas líneas lo hace presuponiéndole autor del gallardo suelto firmado con el sobrenombre de Pascal y sin otra pretensión que la de ren- Obrador...» A partir de ese primer renglón resultaba imposible seguir la lectura, porque las huellas impresas por las teclas de la máquina se superponían a las de otra carta. Al final, se distinguían otras líneas en caracteres nítidos: «–fío en que su recto proceder le permita impedir con la información que precede la perpetrasión de este abuso especulativo por el bien de nuestra querida patria.» Firmaba «Un cubano que ama a Cuba». Había otro sobre franqueado y con matasellos de Ciudad de La Habana 14/2/58, con la dirección de Suárez escrita en caligrafía impersonal y sin remite. Había sido rasgado con cuidado por el pliego superior, seguramente con el mismo abrecartas de empuñadura de cuero repujado que había visto sobre el escritorio del ingeniero. Extraje una sola hoja del interior. No había nada escrito; sólo palabras de distinta tipografía procedentes de diferentes periódicos componiendo una amenaza: «Vas a amanecer con hormigas en la boca.» Plegué los papeles, los guardé nuevamente en la carpeta, conseguí en la recepción un sobre manila grande y lamí la solapa. En la parte delantera escribí: «Don Francisco Abascal. Recoger en mano» y lo entregué al conserje. Bajé hasta la vidriera de apuntaciones y traté de marcar el teléfono del primer anuncio. Me llevó cinco intentos, hasta que alguien me explicó que para componer la W debía marcar un 8. Me presenté ante la telefonista como un cliente potencial y me informó atentamente de su horario de oficinas. Luego me invitó a visitar la urbanización sobre el terreno: –Si se desplaza esta misma mañana recibirá un obsequio, sólo con acudir, y participará además en el sorteo de un lote de terreno 81
formidable –eso fue lo que recitó con tono de lección aprendida. Tuve que esperar un rato hasta que Despanier apareció. Me obsequió con unas cuantas consideraciones personales sobre las mujeres, el sexo, el amor, las mujeres, el dinero, las mujeres, la vida y las mujeres. Rodeamos la bahía atravesando vías ferroviarias, cruzando semáforos, esquivando camiones estacionados en plena descarga. Despanier proseguía con su tema favorito: –...por eso, para mí, la mujer hecha es la que da mejor caldo –sentenció, y aguardó una respuesta. –¿Como cocinera? –No chico, no. Como hembra –me consideró con ironía y espetó–: ¡Gallego, tú tienes un coco con esa mulata! Transigí en silencio. Es verdad que me sentía distinto después de la noche anterior. Casi once años a la sombra y un par de contactos sexuales fugaces y mercantiles le predisponen a uno a confundir una noche en blanco con un sentimiento. Pero la figura de Xiomara tendida sobre la cama, su piel tostada sobre las sábanas blancas, el hormiguero de pelo que desfilaba hacia el sur de su ombligo, la inverosímil elasticidad de sus piernas aprisionándome los riñones, sus párpados entreabiertos al recibirme... No podía ni quería apartarla de la cabeza. Dilaté el silencio y concentré la atención en el agua azotando los farallones del puerto, en la silueta recortada del gigantesco Sagrado Corazón que ultimaban en el promontorio de Casablanca y en las nubes aborregadas suspendidas sobre la fortaleza de la Cabaña. Tampoco la música que sonaba en la radio, Ansia, de Eusebio Delfín, ayudaba mucho: «Tengo ansia infinita de besarte la boca, de morderte los labios hasta hacerlos sangrar, de estrecharte en mis brazos con furores tan locos, que nunca en la vida me puedas olvidar...» El locutor interrumpió la canción para leer con tono solemne un comunicado de la Confederación de Trabajadores de Cuba: «..., por todo ello, ante los rumores de huelga general política, con la consabida aspiración de paralizar todas las actividades, de desarrollar el terror en grado superlativo y tomar el poder, que según los teóricos de la violencia caerá en las manos ávidas de los rojos de la Tercera Internacional y de sus aliados como cae una manzana al sacudir el árbol, es menester que los trabajadores de Cuba nos mantengamos firmes y expectantes.» 82
Sentí alivio cuando el locutor alcanzó la pausa; llevaba más de un minuto sin respirar. «¡La CTC», prosiguió enérgico, «se manifiesta contra todo intento de huelga general, porque estamos contra la violencia, el terror y el crimen! ¡Por la felicidad de nuestro pueblo!» –¿Rumores...? ¡Qué descaro tiene esa gente, asere! Sienten que se les está cerrando el cuadro y después que censuran todos los periódicos dicen que lo que hay son rumores... Estábamos abandonando la ciudad por los suburbios de Regla y el pueblo de Guanabacoa. Dejamos atrás una refinería Esso de la que brotaba una lengua de fuego. Unos indicadores provisionales apuntaban a la izquierda la dirección de la avenida Monumental, que en pocos días empalmaría con el Malecón a través del túnel, y hacia la derecha la Vía Blanca. Un gran panel daba la bienvenida a «La Habana del Este, la nueva ciudad». Seguía una lista de las urbanizaciones en marcha: Alamar, Colinas de Villa Real, Celimar, Celimarina, Habana del Este Metropolitana, Los Ranchos de Anacaona... El camino hacia Las Colinas comenzaba asfaltado y por todas partes pululaban equipos de obreros saciando la voracidad de las hormigoneras, inmensos tractores removiendo la tierra, grúas descomunales descolgando sus vigas en el armazón de los edificios, como animales prehistóricos alimentando a crías monumentales. Cerca del aparcamiento se afanaba una aplanadora, allí donde se iniciaba el futuro campo de golf. Los coches, de trazados aerodinámicos y con intermitentes angulosos, se aglomeraban en la explanada y unos sujetos con chaquetilla azul marengo y gorra del mismo color dirigían el tráfico. Aún seguían llegando algunos invitados rezagados que desembarcaban apresurados. También vivaqueaban grupos de curiosos desorientados. Unas azafatas nos recibieron al pie de una carpa. Anotaron un nombre y una dirección que inventé sobre la marcha y me dieron a elegir, ése era el regalo, entre un surtido cosmopolita de postales musicales: Pepita de Mallorca, O sole mío, Côte d’Azur y Buona Sera signorina. Me quedé con la italiana que reproducía una panorámica satinada del puerto de Nápoles arañada por los microsurcos impresos de la canción. No hicieron ademán de interesarse por mi amigo botero, y él me indicó con una mirada baja y un gesto que me esperaba fuera. 83
El tapete derivaba en una construcción de techo de guano, con su perímetro definido por macetones con aspidistras. Unas mesas alargadas dispuestas con aperitivos y servidas por camareros de blanco con pajarita negra delimitaban el espacio de la recepción. En el centro, ante un cartel con el rótulo de la urbanización y frente a varios cientos de personas, se alineaba la presidencia del acto. Un individuo, con el pelo demasiado azabache para su edad, daba la bienvenida a los asistentes. Embozaba los ojos con gafas de montura gruesa de carey y cristales ahumados con hulla negra. Presentaba a sus huéspedes más ilustres a medio centímetro del micrófono: Arturo Sonville, vicepresidente de la constructora Balzain; el senador José Antonio Casabuena; Aurelio Piedra, administrador del Banco Agrícola y Mercantil; Orlando Baró, del Banco Agrícola e Industrial; José Álvarez, subgerente del Banco de Boston; Laureano Pujol, vicepresidente del Banco Pujol; Alex M. Roberts, presidente de Roberts Tobacco Co.; Doctor Radio Cremata, senador; Francisco Brasco, del Banco Continental Cubano; Amadeo Barletta, empresario; Néstor Carbonell, senador... A medida que mencionaban su nombre, cada uno de los mandamases inclinaba suavemente la cabeza a modo de saludo y observaba sus zapatos de horma angosta en busca de una mota improbable. El orador fue el último en presentarse: Ramón Mestre, presidente de la Constructora Balzain, hablaba con la mano derecha enterrada en el bolsillo del pantalón de muselina, con el puño cerrado como si sujetara algo que pudiera escaparse, seguramente su billetera. Hizo votos por el seguro éxito de las obras y glosó sus objetivos que resumió en «dar trabajo a miles de cubanos y contribuir al progreso material de la República». Invitó a los amigos y clientes potenciales a recorrer las instalaciones incipientes que comenzaban a elevarse «como un monumento erigido a la laboriosidad y al bienestar de los cubanos. Y a detenerse en la belleza del lugar y en el abundante arbolado que demuestra la magnífica capa vegetal de los terrenos». Ésas fueron sus palabras, antes de proponer un brindis por el «espléndido proyecto, ya casi realidad, que se alza a este lado de la bahía y que se enmarca en el ambicioso plan trazado por la dirigencia de la nación (al decir esto se volvió levemente hacia los senadores presentes 84
que correspondieron sonriendo con las manos cruzadas en la espalda y contabilizando mentalmente sus comisiones) para erigir en nuestro litoral norte una nueva fachada, símbolo de la modernidad y del progreso que aguardan a nuestra patria y que se verán simbólicamente consagrados cuando el próximo primero de enero queden inaugurados el nuevo túnel de la bahía y la avenida Monumental». Lo dijo de una vez, sin pausas. Parece que la retórica oficial no transigía con el reposo. Cuando todos hubieron bajado sus copas y aplaudido con convicción acepté del camarero más próximo un vaso rebosante de líquido turbio en el que había crecido abundante vegetación. Aún sentía el rastro ardiente de la lengua de Xiomara en una zona posterior de la mucosa que debía corresponder a la parte interior de la nuca. Tan posterior que sólo conocía su existencia gracias a una lámina vista hace años en el consultorio del otorrino. Ya con el mojito en la mano me desplacé hasta un pabellón próximo y algo menos congestionado. Los paneles dispuestos representaban la costa norte, antes y después de su transformación. Me detuve ante la maqueta más grande que descansaba sobre un tablero forrado de terciopelo granate con las iniciales del Ministerio de Obras Públicas grabadas en hilo dorado. La avenida Monumental, con sus cuatro vías aisladas por separadores y sus dos paseos laterales, nacía en el arco de salida del túnel y se extendía varios kilómetros hasta morir en la autopista. Unos cochecitos de miniatura se deslizaban inmóviles sobre el suave pavimento gris de la calzada. Parejas de postes inclinados se cruzaban a intervalos regulares y formaban enormes equis que remataban en focos luminosos. Aquí y allá, las palmas reales salpicaban de un verdor más fosco el verde claro del paisaje. Una docena de casetas de peaje se alineaban en un ensanchamiento de la ruta, a un trecho de los ojos del túnel. Admirado por la perfección de los detalles, me entretuve en la lectura de un prospecto comercial. Las ilustraciones mostraban familias felices correteando por la campiña tras de una pelota, grupos de jóvenes playeros resguardándose bajo sombrillas a franjas rojas y blancas, una rubia en bikini patinando sobre tablas de esquí naútico, un golfista ensayando un drive y unas parejas con elegantes trajes de noche balanceándose con la música de una 85
orquesta bajo el cielo estrellado. Todos exhibían una sonrisa tan amplia como un político en campaña electoral y en cada grupo al menos un personaje saludaba con entusiasmo a alguien que quedaba fuera de la imagen. El precio de la felicidad había subido en los últimos meses y se había puesto ya a diez pesos la vara. Iniciaba la multiplicación cuando detrás de mi sonó una voz conocida: –Mira quién está aquí –lo dijo como si el encuentro fuera casual y hasta feliz–. Eres como el arroz blanco: estás en todas partes. ¿Qué pasa, otra vez buscándote problemas? Tiburón no tenía mejor cara que la primera vez que nos habíamos visto en la mansión del senador Navarro. El único cambio radicaba en el ridículo bigotito que ahora le fileteaba la ranura de la boca. –¿Eso es un bigote o es que te has comido una rata? –le respondí, para animar la conversación–. No esperaba encontrarte aquí; los folletos no anunciaban ningún zoológico... Entre las cualidades de Tiburón no sobresalía el sentido del humor, porque noté un temblor de manos al quitarse las gafas oscuras y mientras las plegaba. Me apuntó con ellas al cuello: –Gallego, tú acabarás comiendo pan con hormigas –hizo luego un gesto brusco, como señalando el lugar ideal para un corte y me mostró la dentadura entera. Una cosa estaba clara, Tiburón no se había ganado su apodo por los dientes. Ese tipo no había coincidido en los últimos veinte años con un dentista ni en un ascensor. Antes de darme tiempo a recomendarle un estomatólogo se dio media vuelta y se reunió con otro sujeto pequeño con cara de comadreja, un absurdo sombrero de ala ancha y un traje cruzado con rayas algo más anchas que una pista de bolos. Marchó caminando con su alegre cojera. Miré alrededor: vendedores y visitantes se habían evaporado camino del plato fuerte de la jornada: el sorteo del lote de terrenos. Desde la zona de las bebidas llegaban las notas alegres de una orquesta y en el lado opuesto los obreros habían interrumpido el trabajo para almorzar. Un regimiento invisible de grillos serraba en dos el silencio del campo.
La ciudad, como un árbol, se deshoja. José Martí
Radio Cadena Azul nos amenizó parte del camino de vuelta. Tuve tiempo a ponerme al día sobre la Liga de béisbol. El Club Marianao lideraba la tabla, por delante del Almendares y el Cienfuegos. La tabla de bateadores la encabezaba Paula, del Almendares, y la de lanzadores Pascual, del Cienfuegos. El comentarista no disimulaba su contrariedad con el equipo de Ciudad Habana. Después vinieron unos anuncios de automóviles (¡Buick rompió la barrera de lo nuevo con el Invicta del 59!), cocinas («Decidí ser moderna y ahora en mi casa se cocina con electricidad Westinghouse»), cine («El bárbaro y la geisha, con John Wayne: la verdad sobre las misteriosas y bellas geishas japonesas»), coñac («El que sabe, sabe que Domecq sabe mejor»), cigarrillos («¿Ya ligó el nuevo H. Hupman con filtro? Pues hágalo, amigo, porque son un triunfo»). Siguió el parte metereológico, que auguraba una tarde y una noche despejadas con mínimas de 22 grados. Y vuelta a la publicidad. En un programa de discos dedicados de otra emisora se atendían peticiones de los oyentes. Resultaron penosamente unánimes: Pedrito Rico, consagrado como «El ángel de España», reinaba con su tema Perrita pekinesa. Las preferencias de la locutora sintonizaban con las de los oyentes: «Todo cuanto en exaltación del cantante español se comente o escriba no es exageración, porque Pedrito Rico ha desatado esa irrefrenable simpatía colectiva que se va encadenando para engrosar con más y más devotos de su arte.» Si las seguidoras del ángel no tenían bastante con las ondas podían verlo en directo a diario en el teatro Nacional y quienes precisaran una dosis mayor podían deleitarse a las cinco ante el televisor en «La tarde de las estrellas» de CMQ. Los informativos de Radio Reloj impartían su habitual curso acelerado de anticomunismo. Cada noticia venía precedida de un 87
pitido intermitente y seguida de la hora y el minuto junto con la rúbrica de la emisora: en Fort Lauderdale la policía norteamericana había ocupado un avión con armas para los rebeldes cubanos y detenido a 22 personas. Esa misma tarde se celebraba la constitución formal del Frente de Empresarios Anticomunistas en un acto presidido por el periodista Salvador Díaz Verrón, proclamado máximo líder antisoviético continental. Me solacé imaginando a los presentes dando vítores a las siglas de su entidad. Se divisaban ya los primeros signos de vida urbana: un tablero de madera con las combinaciones de la lotería sostenido sobre una columna desconchada y un racimo de apostadores a su alrededor. El comentario de la jornada corría a cargo de Miguel Fraga Penabad y llevaba un título sugestivo: «Rusia es una madriguera de criminales.» El Estado Mayor del Ejército emitía un comunicado oficial en el que, para empezar, advertía que «los rumores están penados y la ley condena a quienes los hacen circular, por lo que el Ejército debe insistir en que la ciudadanía sensata ha de evitar por todos los medios hacerse eco de los mismos». «Diez cubanos partidarios del terrorista Fidel Castro han sido procesados en Haití acusados de dar muerte a un marinero al pretender apropiarse de la embarcación Barracuda.» «Ocupan en Key West un yate con armas para Cuba; fueron detenidos ocho hombres.» A todo esto, «En los cabarets y clubes, igual que en todos los bares, por la gente de buen tono se toma whisky White Label». De un manotazo, Despanier asesinó la radio sin pronunciar una palabra. El abogado que había tramitado la reclamación del seguro de Suárez tenía su despacho en Vedado, cerca del Habana Hilton, una mole con geometría de caja de cerillas. La entrada del edificio estaba alicatada con placas doradas. Las había de médicos de todas las especialidades y otras pertenecientes a notarios y agentes de la propiedad. Una chica con falda ajustada y peinado tipo repollo me tuvo esperando un rato y luego me informó de que el doctor Ruiz Lavín, ése fue el título que le aplicó, estaba defendiendo a un cliente en el Tribunal. Nos pusimos nuevamente en camino hasta el centro y después de atravesar pasillos anchos y bien encerados nos sentamos en los bancos reservados al público de la sala de audiencias. Una 88
foto de José Martí presidía la estancia, sobre un juez togado absorto en la lectura de unos legajos, o tal vez resolviendo el crucigrama del día. Nuestra entrada cogió al fiscal del caso presentando las conclusiones: –... Belisario Girón apareció balaceado. Ése y no otro es el hecho que ningún brillante discurso puede soslayar. Y por si cupieran dudas, me remito a la propia expresión del acusado. Observen la cruel contracción de su rostro. Ésa fue acaso la última visión que contempló la víctima antes de fenecer. Observen su mirada fría y acerada, el mordiente de su expresión. Es una persona que revela índices de máxima peligrosidad por su comportamiento dentro de la sociedad y por haber obrado con alevosía, con premeditación, con un ensañamiento... El reo se comportaba con despreocupación, como si aquellas palabras no fueran con él. De tanto en tanto se giraba hacia su abogado, un gordo glandular de tez curtida, del color de la manteca vieja. Ruiz Lavín le reconfortaba posando su mano sobre el brazo. Cuando llegó su turno, nuestro hombre se incorporó con dificultad hasta que sus pantalones se desbordaron sobre los zapatos. Ruiz Lavín se encaró al estrado, observó a los cuatro magistrados uno a uno y extrajo del bolsillo un caja de cerillas, como si se dispusiera a prender fuego al Palacio de Justicia. –Esto es, todo el mundo lo sabe, una caja de fósforos. Hablaba con pasión y con frases largas plagadas de latinajos, sin atenerse para nada a los hechos. Dedicó palabras piadosas a su cliente que al poco apareció como una víctima, una persona arrastrada por un destino despiadado a quien la sociedad había negado desde la cuna la oportunidad que se reserva incluso a los animales de compañía. Durante media hora se explayó sobre un amplio temario. Trató de las criaturas huérfanas que crecen sin orientación en hospicios alejados del afecto de una madre; de un sistema penitenciario sádico y feroz que pervierte a los reclusos; de la confusión moral que impera en la sentina social; de la crisis de valores que azota a los jóvenes de humilde extracción... Tal como vaticinara el fiscal, habló de todo menos de las balas que habían acabado con la vida del tal Belisario Girón, quien a esa altura había perdido la condición de víctima para transformarse en 89
una triste anécdota en la pendiente que condujo al acusado hasta el presidio. Hizo una pausa teatral y se encaramó en silencio al tribunal, como si aguardara su respuesta o esperando acaso el retorno de una cita latina fugitiva. De pronto, abrió la caja que todos habíamos olvidado y prendió una cerilla. –¿Dónde está la justicia? Estoy buscándola. Sé que no descenderá de los textos legales, ni tampoco brotará de los oropeles de los estrados judiciales. La siento, sí, balbucear en la benevolencia de sus corazones piadosos... –permaneció inmóvil un tiempo interminable. Despanier parecía conmovido, igual que buena parte del público. Pero cuando el defensor regresó a su asiento y el magistrado principal acalló con el timbre una ovación espontánea, ya me había percatado a qué categoría de abogados pertenecía Ruiz Lavín. Aquel gordo era el clásico picapleitos capaz de robarle las muelas de oro a su madre. Cuando me recibió por la tarde en su despacho de Vedado le felicité por su actuación apenas le estreché la mano: –Valió de poco. La sentencia estaba escrita antes de la vista. Fíjese que los únicos que no tienen penada la ignorancia de la ley son los jueces y los abogados. Al juez Sheridan le traen sin cuidado los hechos. En alguna ocasión ha dejado en libertad a cuatro blancos que asesinaron a un negro. Pero puede estar seguro de que hubiera hecho lo mismo si hubiera sucedido lo contrario... Me senté frente a él y frente a un retrato suyo del mismo tamaño que él. –¿También hubiera puesto en libertad a cuatro negros después de liquidar a un blanco? –¡Qué va! –sonrió–. Hubiera hecho lo mismo si un solo blanco hubiera asesinado a cuatro negros. Mire, Losada, no sé muy bien cómo son las cosas ahora mismo en España, pero acá la justicia es igual para todos... los pobres. Esta sociedad está enferma... –Eso ya se lo he oído en el tribunal –le atajé. –No, ahora hablo en serio. En los tribunales existen tarifas; todo el mundo lo sabe. Hasta hay quien se pasea por el Palacio de 90
Justicia con una tabla dividida en cuatro columnas: en una figuran los delitos, en la segunda los jueces, en otra las penas normales y en la última la tarifa de reducción. Para algunos las puertas de la prisión son giratorias. –Pero siempre entran más de los que salen. –No se confunda: los que se quedan dentro son siempre los mismos. Ése es el truco del asunto. Quien no entiende eso no puede sobrevivir aquí –repicó contra el buró un sortijón de oro con un pedrusco de obsidiana tan brillante como el infierno. –¿Y la justicia? –dije. Me observó con estupor antes de contestar con cinismo: –La justicia queda para el más allá, en este mundo hay que conformarse con los jueces. Me disponía a explicarle el motivo de mi visita cuando me atajó: –No se sofoque. Rivaya ya me ha puesto en antecedentes... –¿También usted es asturiano? –pregunté. –Como si lo fuera –me quedé sin saber por qué. Removió los papeles de su mesa hasta dar con una carpeta. Rebuscó en un cilindro y extrajo un llavín–. Suárez... Ahí tiene un ejemplo. Él solito se metió la cabeza en un cubo. El caso me vino encomendado por Rivaya. Negocié duro con la Mutua, les saqué lo que pude para la viuda. Y le aseguro que a esa gente no es fácil sacarles nada. Ya sabe lo que se dice: los ricos no son generosos, porque si fueran generosos no serían ricos. Ese pensamiento le proporcionó ánimos para levantarse hasta la biblioteca. Una edición encuadernada en cuero de El Quijote claudicó para dejar al descubierto una licorera. Sacó un White Label y bebió directamente de la botella sin ofrecerme. El aroma del licor se extendió por todo el despacho sobre el olor a libros de jurisprudencia inútiles y a dinero ganado de modo fraudulento. Se sorbió los mocos y continuó de pie: –Aquí la gente se ha desquiciado. Los de arriba están demasiado ocupados en robar y no se dan cuenta de que Castro y los suyos se van a presentar cualquier día por el Malecón. Y los demás están como locos con Castro y no se percatan de que después de Castro vendrán los comunistas y les dejarán sin nada. –¿Y Batista? 91
–Esta isla es un cigarrillo encendido por las dos puntas. El mulato no es más que un hombre pequeño con una ambición grande. ¿Sabe que hasta a sus invitados les hace trampas jugando a la canasta? Él cree que seguirá mandando mientras quieran los americanos, aunque ponga de fachada a Rivero Agüero porque se lo han pedido ellos. Ni unos ni otros se dan cuenta de lo que se viene encima. Han llegado a un punto en que se creen sus propios partes de guerra y las mentiras que cuenta la prensa que ellos mismos censuran. Y ¿qué hay enfrente?: Un fanático –se respondió a sí mismo–. ¿Sabe que estudió con los jesuitas? –¿Quién? –¿Quién carajo va a ser? –se indignó–. Castro. –No, no lo sabía. –Pues estudió con ellos. Y es como ellos: un jesuita loco. Fue alumno mío en la Universidad y ya andaba metido en líos de pistolas. Era igual que ahora: no sabía lo que quería, pero estaba dispuesto a todo por conseguirlo. Después organizó el asalto al cuartel Moncada, en Santiago, y montó una escabechina. Tomaron 68 presos. Es lo único que se sabe, porque el número de muertos en combate o de asesinados nunca lo han dicho. Lo más grande es que primero Batista lo mete preso en la isla de Pinos y al poco, el 15 de mayo de hace dos años, decreta una amnistía y lo deja marchar a México. ¿Y qué dirá que hizo? Volver a lo mismo. Ahí lo tiene atacando desde Oriente, desde el Escambray, desde Santa Clara, desde todos lados, haciéndose fotos para los periódicos americanos. Cualquier día llama a la puerta del Palacio Presidencial, asoma las barbas y dice «¡Aquí estoy!». –¿Qué tiene que ver Suárez con todo esto? Se dejó caer en el sillón giratorio. Se mecía con los pies y a la vez giraba medio círculo sobre sí mismo. –Todo tiene que ver con todo. En esta isla unos padecen porque carecen de lo imprescindible y otros padecen por temor a perder lo que les sobra. Todos padecen y eso afecta antes que nada al estómago; por eso hay tantos médicos de aparato digestivo. Los ricos sufren dispepsia nerviosa, pero en todo lo demás son iguales que el resto. Les conozco bien y se lo puedo jurar. La única diferencia es que tienen más dinero y más poder. Es verdad que para compensar tienen menos escrúpulos... 92
Hizo un buche con el segundo trago, se enjuagó la boca y continuó la perorata. Aquel hombre no se había equivocado de profesión. –Ellos estaban arriba del todo con sus ingenios, sus fábricas, sus negocios, con su vida. Y como sintieron miedo llamaron a Batista una vez. Pero el sargento se acostumbró a mandar y aprendió cómo funcionaba la cosa. Cuando lo quitaron y regresaron los partidos él se preparó desde Daytona Beach para volver. Sabía que lo necesitarían de nuevo. Las dictaduras son como una droga para quienes se aprovechan de ellas, una vez que alguien siente que tiene todo el poder no puede estar mucho tiempo sin él. Como ellos no volvieron a llamar al dictador, el dictador se tomó un clipper desde Florida y vino él solo. –¿Qué pinta Suárez en todo eso? –insistí–. ¿Por qué una buena mañana un ingeniero aparece reventado en el Laguito y la policía no mueve un dedo por investigar? –¿Aún no lo ha entendido, Losada? Son ellos. No sé cómo se llaman ni quiero saberlo, pero son ellos. A ese ingeniero un día se le ocurrió levantar la vista de los planos y, en lugar de calcular resistencias y pensar en las mierdas que piensan los ingenieros, metió las narices en sus asuntos. ¿Usted sabe cómo razonan ellos? Aquí hay gentes como Masferrer, como Navarro o Battisti... o Patiño que hace diez años no tenían donde pararse muertos. Algunos no eran ni cubanos, y hoy son senadores. Se han hecho los amos y ya le plantan cara a los ricos de siempre y hasta les meten miedo. Y luego están los americanos, la Mafia, que se han ido apoderando primero del juego, después del turismo, más tarde de las plantas químicas, de las aerolíneas, de las tiendas de carros... de todo. Están metidos en 32 negocios y el más honrado es la trata de blancas. Debajo está la clase media, donde hay gentes de buena fe, como Suárez, que piensan que se puede hacer algo. ¿Cree que se puede hacer algo? Calentó un Montecristo con un fósforo y lo encendió. Luego, introdujo el extremo del tabaco por el orificio de la botella hasta empaparlo en licor. Se deleitó con una calada profunda, observando la brasa tan fijamente que acabó bizqueando. –No, no se puede. La única respuesta prudente ante un poder absoluto es la sumisión absoluta y categórica –se despachó otro 93
lingotazo y miró el reloj de muñeca que había colocado sobre el buró antes de emprender la parrafada final. –El caso de Suárez lo manejó directamente el capitán Esteban Ventura, el jefe del quinto distrito; lo sé porque tengo contactos en esa estación. Prefiero beberme el agua del vaso de una dentadura postiza antes que ir a preguntar a Ventura o a su jefe, Pilar García, un cabrón con nombre de mujer y alma de asesino. Tampoco le aconsejo que vaya usted si no tiene ganas de comer tierra: son un par de sádicos peores que su antecesor, Salas Cañizares. Aquel terminó encajando un tiro en la tripa por debajo del chaleco antibalas en los sucesos de la Embajada de Haití y a estos no les aguarda un final mejor –sentenció. El gordo se levantó y me abrió la puerta antes de que pudiera pensar en hacer otra pregunta o en darle mi teléfono. Me estrechó la mano empujándome hacia afuera, como hacen algunos médicos muy ocupados. Mientras bajaba por las escaleras no sentía exactamente miedo; más bien una nebulosa de angustia alojada entre la garganta y el vientre. Descendí por varias calles al lado de una hilera de columnas que marchaban en procesión lenta. Necesitaba respirar algo de aire puro en el Malecón. Al fondo, el día se suicidaba zambulléndose sin prisas en el mar.
Los huesos de la frente Se abren en alas negras Que avanzan como barcos misteriosos Brava y seguramente en las tinieblas. José Martí
La redacción del diario El Mundo ocupaba una finca completa, un mazacote de piedra, con ventanas escasas y estrechas como troneras, enclavado a dos manzanas de Galiano. El portero me interrogó con voz ronca. Despedía un aliento espeso, sobre el que se podría edificar otra sede para el diario. Esperé a Abascal en una salita separada del lobby por una cristalera. El suelo era de granito de insulso color verde y no daba mucho juego. Me entretuve con el globo terráqueo rodeado por un círculo rojo y con un gran óleo que ocupaba toda una pared. En una misma escena se mezclaban faunos, geishas, monjas, madonnas renacentistas y bacantes griegas. Un crítico benévolo hubiera dicho que el cuadro era ecléctico. Abascal no era un hombre alto. Llevaba una guayabera de hilo blanco impecable, supongo que para equilibrar unos zapatos negros de cordones que no sabían lo que era un cepillo. Me concentré en el rostro. Tenía algo raro que me costó descubrir, hasta que comparé sus ojos y comprobé que no eran del mismo color ni del mismo tamaño, aunque sí miraban en la misma dirección y con la misma intensidad. Tenía dos posibilidades: tratar de despistar o ir directo al grano. Le pregunté sin rodeos por Suárez y por la carta que le había dirigido y no se inmutó. Al principio atribuí su mutismo al chasquido de las rotativas que amortiguaba mis palabras, pero repetí la pregunta y la reacción fue la misma: ninguna. Hubiera necesitado una cinta métrica para comprobar si movía un solo músculo. Al final, parpadeó pero sólo con el ojo castaño. –Está a punto de comenzar el comité de redacción –se justificó–. Puedo reunirme con usted dentro de una hora –me citó en 95
un bar llamado La Florida que se encontraba cerca, en el parque Central. –Puede hacer tiempo aquí, si gusta, echando un vistazo a la prensa o dar un paseo. Sopesé la posibilidad de despacharme una colección encuadernada de diarios, tan voluminosa como para detener una bala del 45 y la comparé con la de tomar un café cargado. He tomado decisiones más difíciles: –Creo que me daré una vuelta. A esa hora la circulación era infernal. Decenas de coches merodeaban en busca de una plaza de aparcamiento en las inmediaciones del Capitolio. Cuando los conductores conseguían un hueco introducían una moneda en los parquímetros de níquel y marchaban a resolver sus asuntos o a hacer sus compras. Pasé otra vez frente al pastel monumental del Centro Gallego. Allí seguían los dos ángeles en lo alto de los dos cimborrios. Mi primera parada fue en la cafetería del hotel Inglaterra, un edificio que por fuera exhibía un impecable estilo inglés y dentro albergaba un patio andaluz de azulejos con una bailaora esculpida en bronce. El diario Información me puso al día. En el frente cultural, las cosas seguían por el estilo: Pedrito Rico acaparaba la atención y se anunciaba un maratón con tres funciones de homenaje y despedida en el teatro Nacional. Nuestro astro se había hecho retratar con mirada insinuante, chaquetilla torera, pañuelo al cuello y un cigarrillo humeante en los labios formando una caprichosa voluta a juego con su proverbial rizo en la frente. Pedrito estaba a punto de abandonar la isla. Pero no había nada que temer. En las mismas páginas se anticipaba la llegada de refuerzos: en una semana arribarían Pablo del Río, «El ruiseñor español», y Joselito Jiménez, «La voz de oro del cine español». En lo deportivo había más novedades. El comité de competición de la Liga Española de Fútbol estaba considerando la posibilidad de suspender a perpetuidad a Gento y Di Stéfano. Al parecer, el argentino había contestado groseramente a un reportero y Gento le había lanzado una toalla mojada al rostro. La cosa se ponía oscura para el Madrid. A pesar de sus éxitos europeos, el Barcelona le pisaba los talones en la Liga después de encajarle cuatro goles al Betis el último domingo. 96
Me entretuve bastante con una miscelánea de curiosidades que incluía la estadística de curaciones en Lourdes durante el centenario de la aparición; la gesta de un presbítero español que acababa de realizar la mayor obra pictórica del mundo: un óleo de mil metros cuadrados destinado a la catedral de Albacete; y las reseñas sobre el harén «neroniano» del ex dictador venezolano Pérez Jiménez, abastecido, según un diario de Chicago, desde Cuba, «fuente de prostitución para todo el Caribe». El redactor, César García Pons, clamaba contra la campaña que «pone nuevamente en solfa la moral de nuestra patria». Seguían las habituales secciones de religión («Actualidad de las profecías de san Malaquías»); ciencia («Todo listo para lanzar cohete a la luna; estudian llegar a Marte y Venus») y anticomunismo; sin olvidar la reseña ganadera («Ha llegado el momento de autorizar la exportación de la vaca mestiza»). Ya en el frente político propiamente dicho, el diario daba cuenta del proyecto de ley de Estado de Emergencia. No aclaraba qué pasajes de la Constitución, aparte del título, pensaba suspender, si es que quedaba alguno en vigor. Entretanto, una amplia crónica refería la visita de Batista al túnel de las Américas, de inminente inauguración. El tiempo se pronosticaba estable, con mínimas de 20 grados. Me entretuve con el crucigrama hasta que me atasqué en una horizontal de ocho letras, sinónimo de batracio. Doblé el periódico y caminé a través del parque Central, donde los desocupados de siempre porfiaban sobre la zurda de Colmenares. Ese día parecían reconciliados en torno a un viejo que describía un golpe («un cañonazo entre left y center que llevó a la goma a Pérez Benítez»). Me abrí paso entre el olor a gas y picadillo que se adensaba en la avenida de Bélgica. Cuando llegué al bar, Abascal ya iba por el segundo daiquirí: –Esto es lo máximo: ron, limón, azúcar sobre hielo frappé y, si le gusta, un toque frío de damasquino. Aunque él lo prefiere sin azúcar y con doble ron. Lo llama daiquirí a lo salvaje; el barman Constantino lo bautizó «Papá doble». Me señaló hacia un extremo de la barra donde un gigantón canoso con camisa floreada se despachaba una copa tras otra acodado sobre el mostrador. Tenía la mirada clavada en algún punto 97
invisible y pavimentado de recuerdos. A su lado se erguía un busto de bronce idéntico a él. –Es Hemingway, el escritor americano, pero ni se le ocurra acercarse, o se expone a un puñetazo, como le sucedió a mi amigo Alberto Fuertes hace unos días. Tiene un par de teorías particulares: según él, el derecho más elemental de la persona es beber sin que le molesten. –¿Y la otra? –La otra teoría trata sobre el daiquirí. Sostiene que las burbujas trasladan el alcohol al cerebro y es el azúcar quien lo activa y pervierte. O sea, que lo que emborracha no es el alcohol, sino el azúcar. Acaso no sea muy científico, pero él se toma una docena de tragos sin azúcar, se queda tan campante y aún se lleva otro para el camino de regreso a Finca Vigía. Pedí un daiquirí regular. Abascal sonrió y cada ojo adquirió una vida independiente. Casi todas las mesas del bar estaban ocupadas por hombres, aunque había también unos cuantos turistas yanquis. La mayoría de los clientes vestía traje. Tenían aspecto de políticos escapados desde el Capitolio, de hacendados agrícolas o de altos funcionarios que aprovechaban la hora del almuerzo para refrescarse el gaznate. Aquí y allá se veía a algunos extranjeros, secretarios de embajada o negociantes del norte, incluso algunos sabuesos y espías en busca de rumores para su informe diario. Eran tan evidentes como si llevaran un distintivo luminoso en la frente. Estos últimos eran los que más frecuentaban la barra. Apoyaban una nalga en el taburete y se quedaban absortos, contemplando un cuadro ceñido por dos pilastras de caoba que reproducía la entrada de la bahía en tonos amarillentos y ocres. Hasta que aparecía alguien a quien sonsacar información. –Me queda claro lo que busca –soltó de repente Abascal y me tendió un Camel sin filtro–. Pero aún no sé por qué lo busca. Otra vez se presentaban dos posibilidades: decirle la verdad o inventarme una historia para sonsacarle información. Cada ojo parecía listo para atajar uno de los dos caminos. De manera que me sinceré y le expliqué mi relación con Rivaya y con Laura Suárez. –¿Por qué se ha metido en esto? Mantuve la misma línea de franqueza y le referí mi interés en 98
dar con Dalmau, incluso buena parte de los contactos que había mantenido desde mi llegada a la isla: –... Desembarqué con 150 pavos y la búsqueda de mi amigo se estaba alargando más de lo previsto. La viuda del ingeniero me pidió ayuda y me ofreció algún dinero. He hecho cosas más raras en mi vida... –¿Como cuáles? –Como pasante de abogado... –Ésa no me parece demasiado rara... –objetó. –Se lo parecería si hubiera conocido a mi jefe. Bueno, también hice de bibliotecario en una cárcel, de pinche de cocina en el carguero que me cruzó el Atlántico... –tuve la impresión de que había pasado el examen cuando me dio lumbre y comenzó a hablar: –Sí; yo recibí esa carta anónima. Y hasta me figuré quién la había enviado cuando más tarde supe de la muerte del ingeniero. –¿No hizo nada por denunciar el caso ni por averiguar más sobre el asesinato de Suárez? –Abascal volvió a sonreír, pero esta vez lo hizo con amargura. Miró hacia la puerta y dijo: –Podría hacerlo y acaso recibiría un homenaje y dentro de dos años tendría una calle con mi nombre, cuando los gusanos hubieran acabado su trabajo. Pero tengo otros planes para el futuro. Son menos heroicos, pero más prácticos. Estudió las mesas contiguas, se aproximó y me confió con voz queda: –Publiqué hace casi un año un suelto en el periódico con seudónimo. Insinuaba cosas que luego Suárez averiguó. Es algo que también hace de cuando en cuando otra gente, como Ramiro Obrador en la revista Bohemia o en Radio Progreso. Escribes o hablas entre líneas, pero sin cruzar la raya. –¿Dónde está la raya? –La raya no está quieta en ningún lugar. Si fuera así sería demasiado sencillo. La raya se mueve, la ponen ellos cada día donde se les da la gana. –¿Pascal? –pregunté; ésa era la firma que figuraba en el recorte de prensa de la carpeta de Suárez. –Así que me ha leído –no parecía orgulloso, más bien perplejo–. Está bien, ése es el nombre que empleo cuando no quie99
ro líos. No lo conoce mucha gente fuera de la redacción. O al menos eso pensaba hasta que publiqué el primer suelto del túnel. A los dos días me llamó mi mujer para decirme que se había presentado un hombre mientras estaba en el periódico y le había entregado un paquetito a nombre de Pascal. Nada más contenía una bala del 38. La carta anónima de Suárez me llegó unos días después; no estaba en la mejor disposición para volver sobre el tema... Y, a pesar de todo, aún he vuelto a hacerlo alguna otra vez. Pero de modo más... –vaciló buscando la palabra. –Prudente –sugerí. –Eso mismo: prudente. –¿Recibió alguna advertencia directa? –No la necesitaba más directa. Losada, ¿usted sabe de quién es este diario? –sacudió las hojas como si fuera a desprenderse el nombre del propietario–. Si mira en el registro, el nombre no le dirá nada, porque aparece como propietaria una sociedad llamada Ámbar, igual que la concesionaria de la Ford o que el Canal 12, y otras cuarenta empresas. Pero si pregunta qué quiere decir Ámbar hasta el guajiro más iletrado le dirá que son las iniciales de Amadeo Barletta. Y si le quedan ganas de seguir preguntando y su interlocutor no echa a correr, le dirá que Barletta es un intocable, un hombre que aterrizó aquí hace algo más de una década expulsado por Trujillo de la República Dominicana; un individuo que tiene acceso directo a Palacio. Pertenece al círculo íntimo de Santos Traficante y ése es un círculo tan pequeño como un guá. Lo componen ellos dos más Amletto Batisti. ¿Sabe qué quiere decir eso? Significa Mafia. Los ojos de Abascal habían adquirido el mismo tono: expresaban algo más que alerta. Las pupilas se habían dilatado y en la frente había aparecido una gruesa vena. –Barletta sabe cómo pienso –prosiguió calmándose–. Me soporta y a veces hasta me utiliza para hacer pasar ciertos comentarios. –¿A quién? –Le acabo de decir que él sabe cómo pienso –se impacientó–. El sistema es muy simple. Me llama a su despacho, me brinda un whisky y divaga en voz alta sobre los problemas del país: que si la obstinación de Batista, que si la inutilidad de los mandos mi100
litares, o los movimientos en el Ejército... Son sus opiniones y las de sus amigos y me las transmite para que las haga llegar a los míos. Me limito a escuchar y antes de despedirme siempre me dice lo mismo: «Abascal, usted nunca me pide nada.» Parece que le incomoda tener cerca a alguien que no le debe favores. Me removí en la silla. Tenía el respaldo metálico y era incómoda. –¿Qué decía la carta de Suárez? –El ingeniero era un iluso. Le llevó dos años darse cuenta de lo que sucedía ante sus narices. Déjeme que le muestre. Pidió al camarero un periódico y le trajeron el Diario de la Marina. Arrinconó las dos copas, lo abrió sin titubeos por las páginas centrales y lo desplegó sobre la mesa. El titular proclamaba en grandes caracteres: UN GOBIERNO DINÁMICO CREA UNA NUEVA HABANA. El reportaje estaba ilustrado con profusión. Aparecían el túnel de la bahía y el túnel que discurre bajo el río Almendares, la nueva Ciudad Deportiva, el colosal Cristo próximo al Morro y varias vistas panorámicas del barrio de Vedado, hospitales, avenidas y rascacielos. Una faja horizontal en la parte inferior signaba POPB, las iniciales del Plan de Obras del Presidente Batista. –Está bien. Batista promueve obras públicas y se hace publicidad. Eso es lo que hacen todos los gobiernos. ¿Dónde está el problema? –El asunto no es que se dé lija. Lea la letra pequeña... El texto describía con tonos dramáticos la ciudad que recibió Batista en 1952, «una urbe llena de baches y solares yermos». «La mano del hombre», seguía, «ha realzado las bellezas naturales de Cuba y se ha empeñado en erigir una metrópoli hermosa sin pena de competir con cualquier capital del hemisferio.» «El gobierno», continuaba, «tiene previsto hacer de la capital el gran nudo del circuito turístico del Golfo y de todo el Caribe. En el espacio que media entre El Mariel y Varadero, unos 160 kilómetros, y tomando como referencia la franja costera de veinte kilómetros tierra adentro, existe una población de casi dos millones de habitantes, la tercera parte de la demografía de la isla. Por eso, las obras que estos días concluyen y que abarcan los puentes del Almendares y de las Américas, bajo la bahía, configuran el eje del 101
más fabuloso proyecto de desarrollo que haya conocido nuestro país a lo largo de su historia, el armazón de una Cuba nueva.» La pieza concluía con unas frases de autobombo de Batista y su gobierno. –El daiquirí aguanta frío sólo treinta minutos, apúrese con el suyo –alzó la mano y encargó otros dos. –Aquí sólo se habla de obras públicas y de promociones turísticas. Continúo sin ver el problema. –Ése no es el problema, es la respuesta al problema, es el botín. Batista se embolsa el 30 por 100 de todas las obras. Desde los 60.000 metros cúbicos de hormigón que compraron a Concretos Caribe hasta los salarios de los operarios. Cobra a través de su ministro de Presidencia, Andrés Domingo. Eso lo sabe todo el mundo. Lo que la gente no sabe con exactitud es qué pasa con el resto. Plegó el periódico y lo extendió al camarero. No tuve que esperar mucho para saberlo. –Lo demás se lo repartirán entre los políticos amigos de Batista y la gente de Santos Traficante. Esta ciudad está en una carrera contra Las Vegas. Allí, en Nevada, están poniendo en pie contra reloj una ciudad consagrada al juego. La dirección sobre el terreno la llevaba Bugsy Siegel, hasta que se pasó de la raya y lo liquidaron. Aquí van más lejos. Lo que están fletando es toda una isla, un país completo consagrado al juego. Al proyecto lo llaman «dólar redondo». Controlarán todo: desde los billetes de avión hasta los carros de alquiler, los hoteles, los casinos, los shows, las drogas, la prostitución. Hasta el último centavo de los turistas irá a parar a sus manos. La palabra repartir no existe en el vocabulario de esa gente. –¿Y qué les queda a los amigos de Batista? –Mucho. Todo el hueco que resta entre las comisiones de su protector y el negocio que manejarán Santos Traficante, Lansky y los suyos. Eso es lo que Suárez no entendió. Él se escandalizó por la operación de La Habana del Este. En su carta decía que para las obras del túnel de la bahía y de la avenida Monumental habían expropiado más terreno del necesario. Medio millón de varas. Habían pagado a los campesinos a razón de cincuenta centavos la vara y esos mismos terrenos ya están valiendo cerca de diez pesos 102
la vara. Lo que Suárez no sabía es que el año que viene, cuando se complete el proyecto, se pondrán a veinte. –¿Qué falta? –Batista quiere trasladar la mayor parte de las dependencias del gobierno a esa zona, empezando por el Palacio Presidencial. Parece que no se siente seguro en medio de la ciudad desde que Echevarría y los del Directorio Revolucionario estuvieron a pique de ocuparlo completo el año pasado y de acabar con él. De paso, sus amigos le venderán al gobierno los terrenos al precio más alto; Batista y los ministros cobrarán su 30 por 100, y vuelta a empezar. Fíjese que aquí no mojan más que un par de docenas de individuos; ni siquiera las familias de siempre sacan tajada. Hasta la embajada americana se enojó cuando adjudicaron las obras del túnel a una firma francesa. Los franceses fueron más generosos con las comisiones y el Congreso de Estados Unidos se berreó y tomó represalias con la cuota azucarera. –Si todo está tan claro, ¿por qué quitaron de en medio a Suárez?, ¿qué daño podía hacerles? –Se lo he dicho. Suárez era un iluso y no conocía las reglas del juego. Echó las cuentas con los expedientes de expropiación y la promoción de las Colinas de Villarreal y, de repente, abrió los ojos. Todo lo que se le ocurrió fue empezar a mandar cartas anónimas a los periódicos. Alguna fue a parar donde no debía y ése fue su fin, como ya les ha ocurrido a unos cuantos más antes que a él. Cada poco tiempo aparece un Suárez en la crónica roja. A uno lo abandonan desnudo y con los calzoncillos en la boca, para insinuar una venganza entre pájaros; a otro le torturan y, antes de rematarlo, le amputan el tobillo hasta que se caga encima. Suárez no jugaba en ningún equipo ni tenía quien le protegiera. Aquí hay un proverbio de origen abakuá... ¿sabe a qué me refiero? –No sé a qué proverbio se refiere, pero sí sé quiénes son los abakuás –respondí. –OKÁ. El proverbio dice: «El perro chico se arrima al grande y crece grande» –pidió un par de tragos más al camarero con la mano, sin parar de hablar–. Este país es como un trasatlántico. Arriba del todo, en el puente de mando, hay una fiesta, están estas gentes repartiéndose el pastel. En cubierta, viaja una clase alta 103
que no supone más del 10 por 100 de la población y que concentra la mitad de la riqueza. En medio están los profesionales y los protegidos del gobierno: sólo en Hacienda hay 800 botelleros, gentes que ni aparecen por el trabajo; cobran por nada. En Aduanas hay 300, 600 en Salud Pública, en la Comisión de Transportes 400... A los de más abajo les ocurre lo contrario: ni siquiera les llegan las migas. La mitad de la población no suma ni el 10 por 100 de los ingresos totales. Un peón agrícola tiene un salario anual de 90 dólares. ¿Sabe cuánto es eso? Lo que cuesta un almuerzo de cuatro personas en El Templete. Y el transatlántico, mientras, se hunde. Los yanquis controlan la mitad de la producción azucarera, todos los servicios de electricidad y de teléfonos, la mitad de los ferrocarriles, el petróleo, la minería, el cemento, la cuarta parte de los depósitos bancarios... Uno se siente extranjero en su propio país. –Yo he llegado a esta ciudad desde España y le puedo decir que allí las cosas no son mejores. Aunque la mayor parte se lo roben unos pocos, aquí, al menos, se nota que circula el dinero. Allí... –iba a contarle que los gobernantes especulaban con la penicilina que se podía encontrar en cualquier farmacia de La Habana, le iba a decir que en España el robo estaba bendecido, que el mayor asesino se paseaba bajo palio escoltado por obispos. Iba a decirle todo eso y tal vez otras cosas que se me hubieran ocurrido, pero no me dejó continuar. –Usted no ha visto Cuba mas que por televisión y sale en color y muy favorecida. Conoce justo la capital; y ésta es una ciudad grande, con apariencia de prosperidad, que devora un país que se hunde en el subdesarrollo. La capital acapara la mitad de las camas de hospital, aqui viven las tres cuartas partes de los profesionales del país y estudian dos tercios de los universitarios. Hay un médico por cada 400 habitantes. Sería bueno que se diera una vuelta por Oriente. En el campo tocan a un médico por cada 2.500 personas y las cuatro quintas partes de las viviendas son bohíos, chozas de paja con el piso de tierra. Ni el 2 por 100 de las casas tiene agua corriente –era la segunda lección gratuita de sociología que recibía en dos días, pero seguía sin avanzar un palmo en lo que de verdad me interesaba–. ¿Ha oído la canción de Carlos Puebla? –esta vez me sorprendió en blanco–. Dice: 104
«Los caminos de mi Cuba nunca van a donde deben...» Así mismo ha sucedido durante demasiado tiempo. –¿Quién está detrás de las Colinas de Villarreal? –¡Y qué más da! –exclamó–. Usted nada más quiere saber quién mandó asesinar a Suárez y lo que yo le puedo decir es quiénes están asesinando a mi país. Lo que a usted le interesa lo tendrá que averiguar en otro lado. Tengo mis ideas, pero la primera de ellas es seguir vivo todo el tiempo que sea posible. La carta del ingeniero ya llegó donde debía llegar, con eso cumplí con mi parte. Es como la historia esa que cuentan los gringos de cuando la guerra hispano-cubano-americana, lo del Mensaje a García... Me debió notar en la cara que no sabía de qué estaba hablando y prosiguió. –Es lo mismo, la cosa es que un general americano mandó que entregaran un mensaje al general mambí Calixto García, que estaba en las montañas. Y, a la postre, quien lo entregó fue un tal teniente Andrew Rowan, que fue el único que no hizo preguntas. Así mismo hice. El mensaje ya llegó a García, y García ya sabrá qué hacer con él. Los culpables, tarde o temprano, rendirán cuentas, igual que tantos otros que se entregan a la dialéctica del vergajazo y a la trofología del asesinato. Puede estar seguro, los que asesinaron al ingeniero pagarán; pero no será antes de que paguen los demás... Las últimas palabras se le quebraron entre los labios y me dirigió un mirada intensa, como para descargar unos ojos demasiado llenos. Antes de despedirnos en medio del parque, frente a la estatua de Martí, me advirtió: –Cuídese, Losada. Y llame si me necesita.Ya sabe lo que sucede aquí con los perros chicos que andan husmeando sin protección. Me quedé allí mismo, al pie del monumento, solo en medio del barullo del tráfico y del griterío de los niños jugando. Sentí ascender desde debajo de la tierra el lamento de los muertos sin valor, de los héroes sin estatua en ningún parque; de Suárez, de Medina, acaso también de Dalmau.
La ciudad es grande, cierto, Y rica, y brillante, y bella, Y yo soy un hombre muerto, Y mi sarcófago es ella. José Martí
Según todos, Dalmau llevaba muerto más de siete años. Eso había dicho Rivaya y lo mismo afirmaba Rolando Navarro. Hasta los compañeros masones de Pastoriza sostenían la misma versión. Había una forma de comprobarlo. Al fin y al cabo, desde hace unos cuantos miles de años en todas partes suelen hacer lo mismo con los muertos. El Chevrolet de Despanier enfiló hacia poniente y, tras un breve tramo ceniciento, arribamos a la Calzada de Jesús del Monte. El tráfico se adensó y, a través de la ventanilla bajada, me entretuve contemplando la línea de soportales que flanqueaban la vía, sus columnas roídas por el agua y las deyecciones de los perros. Las ventanas mantenían los párpados cerrados, agobiados por el polvo y la luz cegadora del mediodía. En una terraza, un anciano relataba a solas una versión de su vida o quizá invocaba simplemente la aparición de su muerte. Y, cientos de metros más allá, una mujer reclinada sobre un balde con ropa por tender soportaba el peso de su tedio. Al llegar a la avenida de Carlos III el paisaje se hizo más despejado y la marcha más ligera. Cruzamos una vía férrea custodiada por un guardagujas y enfilamos Zapata hasta tropezar de frente con varios puestos de flores y el pórtico trebolado del cementerio de Colón. Estaba labrado en un estilo románico más falso que un discurso en las Naciones Unidas. Dos de los tres tímpanos tenían las verjas cerradas; quedaba el hueco del arco central, rematado por un grupo escultórico de mármol y una cicatriz latina borrosa que acababa en «pacis». Al otro lado se abría una explanada donde estacionaban dos docenas de automóviles particulares y tres taxis 107
naranjas. Me fijé en un macabro anuncio desplegado sobre un frontal metálico próximo a la entrada: «Cuando toque madera piense en Pérez Hermanos, S. A. Luyano 802.» Las tapias de la necrópolis se perdían a lo lejos y calculé que la ciudad de los muertos debía de hospedar más habitantes que la de los vivos. Las oficinas quedaban a la izquierda de la entrada, un edificio de dos plantas con un largo mostrador de formica atendido por dos sujetos con bata azul. Atornillado a una columna, un siniestro directorio pregonaba la diaria cosecha de cadáveres. Pregunté al más joven por la forma de localizar una tumba y escuché una voz cascada que conocía bien: era el sonido que emiten las cuerdas vocales cuando han visto pasar media docena de tragos de licor barato camino del estómago. Lo que me respondió también me sonaba, porque era justamente lo mismo que yo quería saber. –No, no tengo idea de la calle ni de la zona –le contesté. Al parecer, el complejo mortuorio estaba dividido en barrios que trasladaban al más allá la categoría social de los inquilinos. –¿Estaba adscrito a alguna asociación regional española o a alguna entidad gremial? Si fuera así, sería más fácil, porque tienen panteones colectivos para sus miembros. Me sentí incapaz de contestar. –¿Y si no lo sé? –Entonces la cosa está complicada. Me quedé sin saber cómo reaccionar y el otro empleado salió para atender un cortejo encabezado por un coche funerario tapizado de coronas de crisantemos con cintas violáceas. Los tres primeros automóviles enfilaron el paseo central transportando a gentes llorosas. Los viajeros del cuarto vehículo mostraban una expresión de desconcierto, como si les hubieran preguntado por una dirección que no conocían; en los dos siguientes conversaban de negocios o de pelota y en el coche que cerraba la marcha cuatro individuos de luto disfrutaban contándose chistes. Salí de nuevo a la explanada y me asaltaron varios chiquillos que se ofrecieron como guías para una visita. Los despaché con un gesto, pero un negrito que no debía tener más de doce años me siguió a través de la pista de tierra. Después de dar una docena de pasos giré y comprobé que continuaba a mi espalda. Cuando iba 108
a señalarle el mismo camino que a sus amigos, me sonrió y dijo: –Señor, me llamo Jorgito. Piense que es mejor un mosquito que cien mosquitos. –Prefiero cero mosquitos. –Pero, dóctor, ésta es zona de mosquitos –la expresión me divirtió y rebusqué en el bolsillo hasta dar con una pieza de cinco centavos. –El cementerio de Colón data de hace casi un siglo y tiene forma de campamento romano. Está compuesto por una retícula de calles, manzanas y lotes donde proliferan casi todas las manifestaciones arquitectónicas presentes en el eclec... –aquí Jorgito se encalló y tuvo que repetir la palabra tres veces hasta pronunciarla completa– eclecticismo europeo, también del modernismo y del racionalismo del siglo XX. Hablaba y hablaba de corrido, sin entender la mayoría de las palabras, leídas en algún folleto o escuchadas a un guía adulto que las habría leído previamente en un folleto. –La portada que hemos dejado atrás está realizada en mármol de Carrara. Es obra de un paisano de usted, Calixto de Loira, quien... –Si es de Loira no es paisano mío –interrumpí. –¿Cómo dijo, dóctor? –No importa, continúa. –Calixto de Loira, quien se encuentra enterrado en un panteón pro... –aquí el niño tuvo un nuevo tropiezo– proyectado por él mismo en 1872, la Galería de Tobías. El conjunto escultórico que remata la fachada fue realizado por un célebre escultor cubano, José Vilalta de Saavedra, autor de otros monumentos importantes de la nec –Jorgito se embarrancó por tercera vez– necrópolis, como el panteón de los ocho estudiantes de Medicina fusilados en 1871 por las autoridades coloniales que queda a su derecha. Una pieza compacta de mármol de cuatro metros de altura y con planta en cruz simulaba una morada custodiada por un arcángel con los brazos abiertos invitando a penetrar en el dulce recinto de la muerte. El conjunto servía de base a un grupo escultórico de tres figuras armadas con espadas, parecidas a las sotas de la baraja y taciturnas como ellas. 109
El crío iba a reanudar su recitado cuando le hice callar y le expliqué lo que buscaba. –¿Y no tiene la dirección? –preguntó, como si hablase de alguien de su barrio a quien pudiera conocer de vista. Le respondí sin palabras–. ¿Sabe al menos el día del entierro? –Aproximadamente. –Entonces quien le puede ayudar es Samuel. Lo arreglaré con dos pesos. Retrocedimos hasta la entrada y después de darle el nombre y los dos apellidos de Dalmau me quedé esperando al sol. Sobre la parte vieja de la ciudad se estaba formando una cúpula de nubes que avanzaba a buen paso hacia nosotros. Samuel y el muchacho conversaron unos instantes. El empleado contempló con recelo uno de los dos billetes, antes de sacar del cajón un libro donde figuraban anotados todos los nombres de la muerte. Repasó con el dedo varias páginas y dijo algo a Jorgito que le propulsó en mi dirección. –Está en la calle L, entre 15 y 17, junto a la Logia Ekeregua Momí. –¿Qué es eso? –Una sociedad abakuá, de ñáñigos. Está en la esquina sureste, cerca de la tapia. Marchamos a través de la avenida central y giramos al rebasar una capilla octogonal. Estaban descargando las últimas coronas del cortejo que había visto desfilar por la entrada. Dejamos atrás el osario central y un panteón con una escultura de un cristo que parecía de Benlliure. Había mausoleos suntuosos, con portalones metálicos y también muros abarrotados de nichos; buen gusto y banalidad; coronas frescas y gladiolos y lirios marchitos embutidos en jarrones de plástico; sentencias poéticas y también ripios patéticos. Como uno que decía: «Aquí finalizó su carrera Dolores Rincón. Ven mortal y considera las grandezas cuáles son.» Todo permanecía envuelto por una atmósfera irreal animada por querubines y ángeles adultos, murciélagos y palomas. En los epitafios se repetían ciertas palabras, como dolor, alma, recuerdo y vida. El chico me tomó unos metros de ventaja porque me entretuve en los monumentos más egregios. El del Sindicato de empleados y obreros de ómnibus aliados; la Sociedad de beneficen110
cia de los naturales de Aragón; la Asociación Cristiana de managers, players y umpires de béisbol profesional, con un bateador de piedra en reposo; el del banderillero de Masantín, José Fernández Callejas; un torreón almenado con troneras horizontales que custodiaba los restos del conde de Rivero. Algunas tumbas se veían atendidas por alguien que se ocupaba de podar las plantas y de regar las macetas que velaban a los muertos. Pero la mayoría parecía abandonada a la voluntad de los sepultureros. Pensé en cómo familiares y amigos llegan y se van, mientras los enemigos perduran más allá de la vida. Al doblar un recodo divisé a una mujer que venía a nuestro encuentro. No tendría más de veinticinco años. Vestía una torera rosa pálido guateada, con vuelo y solapa estrecha. La falda blanca era de tubo y aprisionaba unas piernas largas que avanzaban con pasos cortos y airosos, como si le hicieran un favor a la tierra. En realidad, no andaba, sencillamente avanzaba con resolución estrechando contra el pecho un bolso con unas manos de uñas largas pintadas color cereza. Lo sujetaba con tanto cuidado como si transportara una caja de nitroglicerina. Al llegar a nuestra altura no levantó la vista. Pensé en la tragedia de las mujeres bellas, condenadas a la contemplación del pavimento. Era un problema que yo no tenía, de modo que me centré primero en el pelo claro, luego en el rostro de pómulos marcados y labios gruesos, en los ojos color ámbar, y fui descendiendo hasta una esclavilla dorada que ceñía el tobillo izquierdo y los tacones puntiagudos sobre los que patinaba el conjunto. Fingí que anudaba los cordones sobre el poyete de un sarcófago y me giré para observar su camino. Marchaba hacia el paseo principal como si le sobrara la ropa. Nos estábamos acercando al destino porque rondábamos el muro amarillo que señalaba el contorno geográfico de la muerte. Desde la calle se filtraban ráfagas de ruidos procedentes del mundo de los vivos. Jorgito se detuvo: –Es ésta –señaló. Y me miró feliz por el hallazgo. Me acerqué hasta situarme a su altura y saqué de la chaqueta la foto que conservaba de Dalmau. La contemplé un instante antes de despedirme para siempre de mi mejor amigo y con él de la última oportunidad de alcanzar algo semejante a una vida. 111
Lo que tenía delante era una tumba sencilla, con una losa de mármol claveteada con cuatro tachones dorados de forma vegetal. Sobre la lápida rematada con una cruz estaba grabado el resumen de una vida: Albert Dalmau Reyes. Valencia 1915-La Habana 1951. Debajo, una foto engastada en un camafeo cobrizo y recubierta de cristal empañado por el tiempo y la humedad. O la isla había transfigurado a Dalmau o un bromista había reemplazado la foto. El cambio había sido tan radical que mi amigo se había convertido en mulato, había perdido diez años largos y el cabello había vuelto a brotar en las entradas. Todavía más abajo, el cincel había trazado en el mármol una leyenda. Quedaba parcialmente oculta por un ramo espeso de rosas rojas prendidas del tallo con un bejuco. Aparté el ramo y se me humedeció la mano. Leí la inscripción con trabajo. Aún me costó más comprenderla. Decía: «Guanaloriponsa empoma aserende.» Y, una línea más abajo: «Egüasi irere, imempo mutusia.» Me quedé atónito, sin saber qué pensar. Anoté la inscripción en el envés de la foto, como un mensaje en clave capaz de aclarar el sinsentido. Regresamos por el mismo camino. Ni en la calle L ni en ninguna de las intersecciones nos cruzamos con nadie. Me dije que el día de los difuntos quedaba demasiado cerca y los deudos debían de sentir que ya habían cumplido con sus familiares desaparecidos. La avenida principal llevaba en esa parte del camposanto el nombre del Obispo Espada. Me entretuve con mi guía frente a varios túmulos próximos a la vía de regreso. Sobre uno convivían la cruz cristiana y la estrella judía de seis puntas formada por dos triángulos enlazados. Un bajorrelieve metálico en forma de escudo reproducía el perfil de una joven víctima de la dictadura de Machado. Debajo, un poema mutilado de algunas letras: «¡Levanten el án mo/ los que lo tengan co arde!/ con t einta homb es/ se p ede fundar un p eblo.» Firmaba nada menos que José Ma tí. El chico me arrastró hasta un panteón formado por enormes fichas de dominó talladas en mármol. El sepulcro estaba cubierto por una losa con el tres doble: –La vieja murió mientras jugaba, al sacar esa ficha. Parece que se le quedó ahorcada y perdió la partida y a la vez la vida, porque le dio un síncope. 112
No celebré la broma macabra y dirigí la vista hacia la entrada a través de los arbustos. La mujer se disponía a cruzar el pórtico. –Viene cada tanto –me informó Jorgito sin aliento–; siempre trae rosas rojas. Maldije en voz baja y aceleré el paso. La seguí con la mirada mientras empezaba a lloviznar, hasta que el cielo crujió y las hojas de los árboles se estremecieron. Arreció la lluvia y al rebotar sobre el mármol arrancó un sonido parecido al que produce una tonelada de carbón cayendo por un caño de plomo. Alcancé a verla subiéndose a un taxi que arrancó mucho antes de que llegáramos a la explanada. Tampoco importaba gran cosa, porque Despanier se había esfumado. Cuando pisé la calle Zapata el coche se había diluido en el tráfico que rodaba hacia el centro. –¡Tremendo aguacero, gallego! –exclamó a mi espalda Despanier–. Y no trajimos capa de agua. Nos cogió fuera de base. Claro que el parte decía que el día sería despejado... Así sucede con los desastres, que no se pueden prever. –Algunos sí –mascullé–. Por ejemplo, hoy actúa otra vez a las nueve Pedrito Rico. Secundó el chiste con ganas y le encargué a Jorgito que averiguara algo más sobre la rubia. Marchó de nuevo a las oficinas y regresó agitando la cabeza a derecha e izquierda: –Saben lo mismo que yo. Viene un par de veces al mes con un ramo de rosas rojas y los tiene a todos soplaos... Permanecí un rato a cubierto de la lluvia, maldiciéndome y tratando de ordenar las dos o tres ideas que me rebotaban en el cráneo. De pronto, se me prendió una bengala en el cerebro y crucé el asfalto a la carrera. El dependiente de la floristería estaba retirando las coronas de la acera y formaba con ellas un parapeto vegetal ante el mostrador. Después de insistir un par de veces me escuchó con las manos en el guardapolvos y guardó silencio. Un billete de un peso atajó el ataque de amnesia y desapareció en su bolsillo como desaparece un puño al abrir la mano: –La jabá es bailarina. Lo sé por un cliente que la vio actuar en un cabaré del centro. –¿Cuál cabaré? –Ni el pinto de la paloma. Todo lo que sé es lo que se ve, aun113
que no me incomodaría averiguar algo más –guiñó el izquierdo con picardía–. Viene cada dos lunes y siempre compra dos docenas de rosas rojas. Ya ni me las pide. Ella se para, yo las envuelvo y ella paga. –¿No es extraño llevar rosas rojas a los muertos? –No es lo más frecuente. Para eso están los crisantemos, los gladiolos y hasta los claveles, los jazmines y las madreselvas. Pero ésta es una de las pocas cosas en las que manda el gusto del difunto. Crucé la calle a zancadas y llegué empapado hasta el Chevrolet. Me sentí como si me hubieran descargado en el estómago un vagón rebosante de incertidumbre.
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. ¿O son una las dos? José Martí
Dar con una bailarina en La Habana era tan fácil como tropezar con un cura en el Vaticano. Pero si no buscabas cualquier bailarina, sino cierta bailarina, la cosa se volvía tan imposible como encontrar en la guía un número de teléfono sin saber el nombre del propietario. Para empezar, en La Habana había unas diez mil putas, entre fleteras, chicas de alterne y prostitutas de lujo. Y todas, sin excepción, se declaraban bailarinas. Luego estaban las bailarinas propiamente dichas, y las alumnas de las academias de baile, las ex bailarinas... Es más fácil encontrar un gato al que le guste nadar. Despanier se empeñó en comenzar la búsqueda desde abajo, así que fuimos al Kursaal, un antro de la zona portuaria. Mientras mi amigo botero pagaba el cóver me distraje con las fotos de las vitrinas. Las chicas llevaban poca ropa y, en las imágenes más procaces, estrellas coruscantes velaban los pezones y el sexo de las artistas. Después de someternos a un cacheo desfilamos por una gruta decorada con escenas corteses. Me fui familiarizando poco a poco con ese olor espeso que se asienta en los vestuarios y en los cuarteles. Una mezcla de trabajo duro, testosterona, ropas usadas y materias orgánicas en descomposición. El show todavía no había empezado y nos abrimos paso hasta una mesa del centro. Miré alrededor y no vi más mujeres que las de los carteles de las paredes. Los filamentos de las lamparitas supervivientes se notaban gastados y se respiraba un ambiente expectante, como el que debe de preceder al Juicio Final. Estaba observando los jirones de los asientos y tratando de discernir si el color de los manteles era ocre o mostaza cuando los 115
focos se extinguieron. Un alarido salvaje ascendió desde todas las esquinas de la sala. –Espectáculos Kursaal presenta.... Una avalancha de silbidos pisó la última parte del mensaje y el rugido que siguió acompañó la aparición en escena de un grupo de cinco mulatas carnosas de mediana edad. Escoltaban a un sujeto de pantalones y zapatos blancos con una camisa de colores vivos, como la de un payaso de circo. Se coronaba con un bisoñé rojizo y su misión consistía en enardecer a la asistencia con chistes picantes o acariciando sin convicción a las chicas, mientras desgranaba una canción insinuante al ritmo de una orquesta invisible. Se retiró saludando, como si los pitidos fueran una ovación, y la megafonía fue presentando artistas con nombres de leyenda y cuerpos de pesadilla. Aquello tampoco era lo que el público esperaba porque los grupos desatendían la escena y se entretenían en conversaciones y bravatas para matar el tiempo. Desfiló después una cantante rolliza con un escote que perseguía sin éxito unos pechos desmoronados hacia los flancos. Despanier fumaba y observaba con indiferencia, hasta que se inició la parte fuerte del show. Apareció una trigueña joven que comenzó a desembarazarse de las lentejuelas para exhibirse después con el sujetador y las bragas de una enana. Los clientes se concentraron en sus movimientos y marcaban con el pie la cadencia de la percusión o el otoño de las prendas. Cuando sucumbió el sostén la concurrencia contuvo la respiración. Al apartar la morena las manos flotaron dos pechos mullidos y mantecosos con unos pitorros absurdamente oscuros y compactos. La música se detuvo y la muchacha los observó sorprendida, tal que si le hubieran crecido en el trayecto desde el camerino. Después los masajeó con afecto, como si acariciase la calva de dos bebés mellizos. Al reanudarse la música, se desentendió de las criaturas y, sentada de espaldas sobre un taburete que apareció por algún lado, se concentró en las presillas laterales de las bragas, que liberaron unas nalgas adiposas. Los platillos de la batería subrayaron la aparición de un zancudo de patas de alambre entre los dos muslos de la morena, allí donde debía madurar un fruto rojizo. 116
El cortinaje, plateado y traslúcido, acaso una red tejida apresuradamente por el insecto, eclipsó el escenario y dejó paso a un interludio entre aplausos sonoros como bofetadas. Las artistas se diseminaron entre el público con su misma ropa de trabajo. Trataban de intercambiar alguna invitación por un rato de conversación y un manoseo superficial. Dos de las primeras coristas, de pestañas largas como las cerdas de un cepillo de limpiabotas, se ofrecieron a compartir con nosotros. Despanier se incorporó galante y les ofreció un par de asientos que arrebató a una mesita próxima. Intercambié con mi pareja insustancialidades un buen rato y recibí sus confidencias. Si hubiera de creer en ellas, la acompañante de Despanier había sido por más de diez años amante del cardenal Arteaga. –Ahí donde la ves, esa mujer era lo más grande de la vida, una muñequita. Analicé a fondo a la aludida y supuse que se refería a la época en que el cardenal cursaba aún como seminarista. Nuestro idilio se interrumpió bruscamente en cuanto mi pareja me trasladó una oferta sexual con fuerte acompañamiento etílico. No encajó bien mi negativa y me recomendó que me hiciera solo lo que ella se había mostrado dispuesta a hacerme. Forzado a la soledad, me volví hacia mi amigo. Le vi cuchicheando en la oreja de la mujer algo inaudible y levantó la mano para pedir al camarero un trago azulado. Conversaron otro rato y ella me examinó cuando Kid me señaló. Rememoré una oración infantil para que no apañara otra cita y con cara de circunstancias me concentré en la decoración del local, en los terciopelos raídos y en los orificios chamuscados de la moqueta color ala de mosca. Despanier se despidió de la ninfa con un beso y acompañó su marcha con un sobo de sus muslos de flan. –Le he descrito a la jabá y aquí no hay nada que hacer. Le conté que la habías conocido en un baile, te habías enamorado de ella y la andabas buscando como loco; por eso se reía. Dice que coincidió hace siete u ocho años en El Gato Tuerto con una bailarina parecida. Se llama Vía Damone; bueno, así era como la conocían en su mundo. Era famosa por su flexibilidad. Entonces tenía diecisiete años y hacía un número de acrobacia erótica. Al parecer, 117
su fuerte era quitarse el blumer sujetándolo con los dientes. No ha vuelto a saber de ella. Apuré el cóctel de la casa, un líquido ácido y turbio con el color del agua del lavapiés de una piscina muy frecuentada y con el mismo sabor. En el exterior hormigueaban varios muchachos y un par de limpiabotas que entretenían la espera lanzando monedas contra la pared. Ganaba quien clavaba la suya más cerca del muro. –Juegan al pegao –comentó Despanier antes de arrancar el Chevy. La pista de la bailarina nos llevó primero hasta El Gato Tuerto, luego al Feeling y más tarde al Copa Room del Riviera, que prometía un show con «diosas de carne». Me sería imposible reproducir el embrollo de seudónimos, cabarés y calles que recorrimos. En nuestras pesquisas nos guió únicamente el rastro de la destreza contorsionista de la mulata. Nuestro sexto objetivo se llamaba Las Vegas y el nombre artístico era esta vez Monín Agosto. Viajamos por el interior, callejeando a través del Barrio Chino. A esa hora todavía quedaban en la calle vendedores ambulantes que ofertaban bollitos de frijoles a los transeúntes residuales. En el triángulo que nace en el vértice de Zanja y Dragones y muere en Galiano, los orientales, con su vestimenta holgada, alternaban con unos pocos turistas extraviados y muchos cubanos. Estaban absortos ante las máquinas traganíquel o apelotonados ante el Shangai que prometía «los desnudos más atrevidos del continente». Las casas de juego se intercalaban entre bares de aspecto sórdido y ventanillas de luz pálida. Algunas tenían descorrida la cortina y exhibían mujeres casi desnudas, con un chupetín de encaje o un picardías. En otras, los bultos intuidos tras los visillos componían escenas equívocas en un teatro de sombras. El Chevrolet siguió por Zanja y luego giró a la derecha en Belascoaín, a la altura del Jai Alai. En las esquinas algunas mujeres adelantaban la mano al paso de cualquier coche. Y la mayoría de los coches frenaban en cada esquina. Los hombres paseaban en grupos, excepto algunos borrachos que marchaban solitarios hacia un destino previsible. Todos, hombres, mujeres y calles, formaban una ciudad distinta de la que conocía de día, una geografía de diversiones forzadas y ri118
sas destempladas. A veces, mientras paseaba de día por la zona, me había preguntado dónde se divertirían ciertas personas. O qué tipo de personas acudirían a ciertos locales. El trayecto por el Barrio Chino a esas horas me dio la respuesta a las dos preguntas. Nada más llegar a la avenida Menocal, Despanier giró a la derecha y aparcó en el hueco que liberó un Ford blanco. La entrada era gratis para las mujeres, pero los caballeros teníamos que pagar un cover de dos pesos. Un chico negro se aproximó a dos americanos y les susurró: –Hey, mister. Want women, eh? Se miraron y uno preguntó al otro en inglés: ¿qué quiere este negro? El muchacho insistió varias veces sin éxito y el mayor se giró y por fin le dijo: –Oh, leave us alone. Get out of here, negro! El Las Vegas era distinto del Kursaal y de los demás tugurios. Constaba para empezar de un corredor angosto iluminado por bujías de lágrima y adornado con fotos de Mary Gattorno, «la vedette más sexacional de la era atómica». Era sólo el preludio de un pabellón circular que se subdividía en pequeñas madrigueras orientadas hacia el escenario. En cada una se refugiaba una pareja. Por la zona abierta pululaban muchachas bastante normales, con aspecto de dependientas, y hombres algo mayores en busca de muchachas normales. Cuando se emparejaban se recluían en alguna de las madrigueras libres. Ocupamos un par de banquetas en un ángulo de la barra desde el que se divisaba la pista completa. A mi lado, un borracho escaso de recursos alimentó su vaso con los restos de otros vasos y formó un cóctel de babas que se despachó de un trago. El barman le retiró el servicio y pasó una bayeta por nuestra porción de mostrador mientras arrimaba la oreja para entender la orden. –Dos añejos straight, uno con algo de soda –pidió Despanier. –Y una información –agregué. –¿Busca chica? –Bróder, tú eres adivino –dijo Despanier. El barman no le miró al responder. –Para eso no me necesitan. Ahí tiene donde escoger –dijo señalando hacia la pista. 119
En el escenario un pianista aporreaba las teclas con diez pulgares y una pareja de morenos se contorsionaba. Él agitaba unas maracas y ella se convulsionaba con los pies clavados en la tarima. Sacudía la pelvis y el tronco como si estuviera en trance o la hubieran conectado a una torre de alta tensión. –La que busco es una chica que trabaja aquí. Por lo menos trabajaba hace un tiempo. –¿Cómo es ella? –Se llama Monín Agosto, es una jabá alta y clara. Se quedó mirándome, como tratando de imaginar para qué podía buscar a una mujer como aquella alguien como yo. Debió de dar con la respuesta rápidamente, porque sonrió y me apuntó basculando los dos índices: –Deje que hable con Hernán –y se acercó a otro barman algo mayor. Regresó al poco y se plantó delante. Los ojos emitían un brillo financiero–: Hernán quiere saber si hay algo para él. –Puede haber. Si la información es buena. –Cirilo –dijo. Despanier me tradujo: –Positivo –saqué un billete de cinco pesos y lo mantuve sujeto sobre la barra. El barman extendió la mano para cogerlo, pero Despanier plantó el puño sobre el papel. –La información es buena, socio –se quejó el camarero. –Vamos a escucharla primero. El gallo canta después –dijo mi amigo. –Ella tuvo un número aquí. Venía del Bambú y entonces era casi una niña y se teñía de blonda. Empezó con otras tres jevas. Al poco, a las demás les salió otro trabajo. Martica Stincer ingresó en el coro de Tropicana, Yolanda de la Torre pasó al Sans Souci y Marta Camejo hizo pareja con el bailarín Carlos Alderete. Entonces a Monín le dieron un número de vedette, fue portada en la revista Show y hasta salió por la televisión. Sacó de un cajón un fajo de revistas manoseadas con chicas opulentas emergiendo de piscinas en poses provocativas y entresacó una. Era de febrero de 1951. La jabá del cementerio, unos años más joven, posaba de puntillas al borde de una alberca. Llevaba un bañador negro de una pieza sin tirantes y miraba a la cámara como retando al fotógrafo. Las páginas interiores desplegaban un reportaje con muchas fotos en poses sinuosas con pies 120
elogiosos y vacíos: «Habrá mujeres completicas, pero Monín se puede ufanar de pasearse entre las primeras», decía uno. Otro se refería a sus piernas: «Mientras haya piernas como las de Monín, el mundo será siempre un paraíso, a pesar de que los hombres no quieran entenderse.» En una entrevista insípida, la vedette hablaba de su juventud, de sus ambiciones, de su tierra natal, Bayamo. El resultado era una de esas piezas literarias en las que gente que no sabe escribir entrevista a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer. –Un día dejó de venir. Parece que a su hermano mayor le sucedió algo, porque se apareció la policía preguntando por ella y anduvieron registrando en su taquilla. La cosa es que no regresó ni para recoger el maquillaje... –Eso no vale una monja, bróder –dijo Despanier retirando el billete. –Espere... –imploró–. Hernán ha oído decir que se cambió de nombre y anda actuando en el Pensylvania. –En la playa de Marianao... –apuntó Despanier. Sujetó el billete por los dos extremos ante los ojos del barman y le dijo que se volviera hacia el espejo–: Éste es el de mi amigo –le dijo–. El del cristal es el tuyo. Si la información sirve tendrás los dos. Tú verás que los negros somos gente de palabra. Guardó los cinco pesos en el bolsillo del pecho y se zafó del taburete sin que el tipo pudiera reaccionar. Tampoco creo que reaccionar hubiera sido beneficioso para su salud.
Yo tengo un amigo muerto Que suele venirme a ver. José Martí
Las farolas del Malecón formaban una procesión de cocuyos contra el telón de los grandes edificios de Vedado. Un anuncio de Bacardí, otro de chocolates la Estrella y los focos del monumento ecuestre a Maceo se reflejaban en los charcos del pavimento. Un fondo de bardas se alejaba amenazante hacia el oeste después de aliviar su peso sobre la ciudad. –Precisamente ahí en Marianao, en el salón Rey, tuve algunas de las mejores peleas. Despanier extrajo el billete y me lo tendió. No me pareció que hubiera nada que comentar. –Después de lo de Padrón seguí hacia arriba como un cohete. Samy me preparó peleas con fulanos con un palmarés de ocho combates y siete derrotas por K. O. Procuraba hacerles el menor daño posible porque esa gente son la materia prima con la que se fabrica la carrera de los campeones. Y ahí mismo, en el salón Rey, murió Beny Paret. Aún era joven, no tendría más de veintiocho. Peleaba por el campeonato de los medianos del Caribe. Yo ya había terminado con un paquete hacía rato y salí del vestuario a verlo. Iban por el tercero y lo encontré contra las cuerdas, acorralado. Esbozó una sonrisa como diciendo «No sabía que fuese a morir tan pronto» y cayó con la cabeza hacia atrás. Perdió el sentido y comenzó a bajar a una lentitud que nunca había visto, como un barco grande que se desliza segundo a segundo hacia una fosa. Griffith, un jamaiquino, le seguía pegando, y el ruido de los golpes caía como un hacha pesada. ¿Tú sabes cómo se siente un nocao? –Supongo que como una anestesia... –A veces sí. Pero otras veces es como si te taladrasen el cráneo y por el agujero te echasen un chorro de agua caliente en los 123
sesos. Así me pasó con Finney, un irlandés, en Nueva York. Me conectó un directo a la barbilla y una cortina de fuego me nubló la vista y caí a lo largo. Aún me levanté y le gané, pero durante una semana no recordaba ni el nombre de mis amigos más íntimos. –¿Y en una situación así, de dónde saca uno las fuerzas para levantarse? –Solamente se levantan los que están acostumbrados a ganar; los perdedores aprovechan para echarse una siesta. Cuando estás hecho a vencer y de pronto te encuentras en la lona no relacionas la caída con la imagen de todos los que has tumbado. Sientes que has tropezado contra algo y te levantas porque es automático, como si llevaras un muelle acoplado. Vuelves a ponerte en pie y despliegas la guardia, mueves los pies y buscas el golpe sin pensar en nada. ¿No te fijaste el otro día en Wilfredo, un moreno que estaba jugando con nosotros en la bodega y que no despegó los labios? Tiene el tamaño de un closet... –No caigo ahora mismo... –me disculpé; todos me parecieron enormes. –Llevaba una gorra con visera... –¡Uno que hablaba extraño! –Anjá, ese mismo. Wilfredo no tiene lengua. Un día volvió a casa y encontró a su mujer con otro... –No tengo idea de los atractivos de la mujer de Wilfredo, pero aunque esté casado con Gina Lollobrigida si él quedó así no me habría gustado estar en el lugar del otro... –No, qué va. Eso es lo más grande: no les hizo nada. Sólo se los quedó mirando fijo. Imagínate el cuadro: cuando los otros creyeron que les iba a machacar y ya la jeva andaba lloriqueando, Wilfredo abrió la boca y sacó la corbata. Apretó los dientes y se arreó tremendo piñazo en la barbilla. Ahí mismo se la cortó. –¿El qué? –La corbata, compay. La lengua. –¿Y qué ganó con eso? –Ahí no era cosa de ganar o de no ganar. El problema es que a él le acababan de pegar muy duro y respondió de la manera que sabía: con los puños. Si se hubiera ido contra ellos lo que le esperaba era el bote. Pero tenía que pegarle a algo. A aquella gen124
te no se la volvió a ver. Ni a la mujer ni al otro que le pegaba los tarros. ¿Qué tú piensas? –Que es mejor no volver a casa sin avisar.... –Despanier sonrió. Aprovechó una recta y se desentendió del volante para prender un cigarrillo. –Samy también me buscó rivales potentes. Pupy Galoni, por ejemplo. Era un hooker jodido y me tuvo a raya hasta el noveno. El árbitro nos regañaba a los dos y nos decía: «Muevan el culo y tengan una pelea de verdad.» Pero los dos sabíamos que la cosa iba en serio. En el noveno fue que me alcanzó en la ceja y empecé a sangrar. Pararon la pelea y subió el cutman para cerrarme la herida. Cuando reanudamos me fui con todo a por él. Lo sabía y me estaba esperando. Me sacudió fuerte pero no pudo pararme. Le di en el estómago y se dobló por la mitad. Se fue a volina. Cayó así... Trazó con el índice un tirabuzón y seguí el itinerario de la caída de aquel desgraciado. –Galoni siguió aún años luchando. Y cuando ya no servía se metió en el circo ese de la lucha libre con un antifaz y una capa. Hace poco fui a verle a Santa Obenia. Anda en silla de ruedas y no tiene movimiento ninguno de la cintura para abajo. Me dijo que si le dejaran boxear sentado lo volvería a hacer. –¿Aún le quedan ganas? –Dice que tiene más ganas ahora que antes. Me recordó nuestro combate asalto por asalto. En cuanto se despistan las monjas, se acomoda frente al espejo y ensaya combinaciones de golpes con ambas manos y esquiva a contrincantes imaginarios con movimientos de torso... Pupy es lo máximo.... Se concentró en el semáforo que hay a espaldas del Riviera, como si la luz roja ordenara detener la conversación además del tráfico. Al ponerse verde continuó: –Es lo que decía mi amigo, el gallego Morales, creo que ya te hablé de él. –Sí, el gallego que dijiste que era tu mejor amigo. –Ese mismo, un hermano. Decía: «En esto, el único lema es pegar sin que te peguen.» Su orgullo era acabar sin despeinarse siquiera. Y en la época que te hablo eso no era raro. Ahí mismo, donde han levantado el Riviera, estaba el Palacio de los Depor125
tes. Era donde se celebraban los combates más importantes de la isla. Y ahí peleé cantidad de veces. Cabían ocho mil personas y quiero decirte que en las veladas fuertes no había sitio para una aguja. Desde la orilla izquierda de la desembocadura del Almendares zarpaban las barcazas de la basura. Se dejaban arrastrar por la suave corriente del río hasta el punto en que entregarían sus desperdicios al mar. Navegaban seguidas de cerca por pescadores parásitos que aguardaban la llegada de los peces. La escena me pareció toda una metáfora de la vida. –Cuando vino Davey Abad, de Panamá, los boletos costaban el doble en la reventa. Llegó haciéndose el guapo y pronosticando que me tumbaría sin problemas antes del quinto. Tenía cinco años más que yo y me llevaba treinta combates y ocho libras de ventaja. Pero no tenía técnica ninguna. Mejor dicho, su técnica era moverse por el cuadrilátero lanzando guantazos hacia todos lados. El sistema era ése: dejaba volar los puños y esperaba que chocaran contra mí –braceó sin ton ni son y empuñó nuevamente el volante–. Antes de empezar, cuando estaban haciendo las presentaciones, se me acercó y me dijo al oído: «Te tumbaré con el derecho. ¿Sabes cuál es la derecha? Es la mano que encaja en el guante derecho.» Pensé, te va a costar encontrarme en tu camino antes de que te canses. Y así fue. Me perseguía por el ring y la gente me gritaba de todo. Atacaba con rallies y yo le daba pita mientras iba contando los minutos. Cuando él creía que me había acorralado, le engañaba con un quiebro y me salía por el lado contrario. El referee me amenazó una vez con suspender y darle a él ganador por falta de combatividad. Samy me decía: «Aguanta, tu momento está aún por llegar.» Y aguanté. Hasta el séptimo aguanté. Ahí se le acabaron sus bravatas. Le enterré la derecha en el costado de una manera que le hizo expulsar el aire, como en una tos de tísico, y antes de que se hubiera repuesto le sentencié con un gancho de izquierda, de los que duelen, en la misma barbilla. Despanier protegió la llama de un fósforo con las dos manos y se desentendió unos momentos del timón. Absorbió el humo del cigarrillo junto con el aire de la noche y escarbó el siguiente yacimiento de recuerdos. 126
–Hay un dicho abakuá que tiene mucho que ver con esto: «Pavo real se cree rey; que no se mire las patas.» Es verdad. No es bueno andar guapeando, porque en cualquier momento se te aparece alguien y te devuelve a tu sitio de un golpe. Eso le pasó conmigo al panameño. Samy me dijo una vez que un puñetazo bien orientado y con toda la masa de un peso completo equivale a más de cuatro toneladas. Es como chocar de cabeza contra una guagua. El cerebro tiene que absorber ese impacto en la gelatina. Eso acaba con uno. Mira lo que le sucedió a Kayo Morgan. Habíamos rebasado ya Conney Island y estábamos dando la vuelta a la segunda rotonda de Quinta avenida. Frente a la línea de cabarés se extendía una fila de puestos de patatas fritas y los parqueadores trataban de ordenar una aglomeración de automóviles que se prolongaba hasta el distribuidor de guaguas. Despanier aparcó, pero no tenía intención de bajar hasta acabar la historia de Kayo Morgan: –Estos paragüeros son de madre. No sabrían parquear ni en medio de un estadio vacío... Oye esto: en su última pelea Kayo recibió un castigo fuerte, nada más empezar. Y estuvo todo el combate haciendo un gesto extraño, como si se quitara la sangre de la frente. A todo el mundo le chocó, porque no mostraba herida, ni le corría sangre. Cuando volvió al vestuario se desmayó y tuvieron que llevarlo a la clínica. Los médicos dijeron que tenía una hemorragia interna. ¿Te das cuenta? Sangraba por dentro... En el Pensylvania no había más negros que los músicos. Tocaba un bongosero, El Chori, famoso por su música y porque tatuaba con tiza su nombre en todas las tapias de la ciudad. Monín ya no se llamaba así. Ahora se anunciaba como Zeida Alonso y dominaba el escenario vestida con poca tela, muchas plumas y bastante pedrería de pacotilla. Agitaba la cintura de una manera inverosímil y sonreía mostrando todos los dientes mientras el cantante dedicaba elogios a sus caderas y entonaba una letra equívoca sobre el ardor de las mulatas. Las demás coristas formaban en dos divisiones. Las más altas, todas de piel oscura, bamboleaban al fondo sus cuerpos tiburonescos meciendo unos penachos blancos que agigantaban su talla. La infantería, de tez más clara, evolucionaba por la pista componiendo figuras acrobáticas y levantando el pie por encima de los turbantes, has127
ta que el estribillo las expulsaba nuevamente de la embocadura hacia los bastidores. La actitud del público era circunspecta y la temperatura sexual baja. Los hombres calculaban de reojo las corvas y los muslos de las modelos, pero asentían con gravedad cuando las esposas les hacían notar las fallas de la coreografía. Con la ayuda de un camarero complaciente conseguí hacer llegar un mensaje al camerino. Explicaba escuetamente que quería hablar un momento sobre Albert Dalmau. El camarero trajo de vuelta la respuesta. Podía esperar unos minutos en el bar L’Elegant, una antesala contigua al cabaré que contaba con su propio público compuesto por rapaces a la espera de presa. Monín-Zeida se quedó en la puerta y paseó la vista por las mesas. Al verme solo se encaminó hacia mí. Esta vez no vestía faldas. Se había enfundado las piernas en unos pantalones de látex y me pareció un poco menos alta que en el cementerio, pero aún más imponente. No tenía nada que ver con las otras chicas de ninguno de los tugurios. Resulta increíble que alguna vez hubiera actuado en locales de propinas de cinco centavos, que compartiera camerino con rubias de pasado moreno con betún en las pestañas. Me tendió la mano y le dije mi nombre. Noté que no era nuevo para ella, aunque no pestañeó al oírlo. Me costó devolverle la mano; era de tacto suave y encajaba bien con la mía. –¿Qué es lo que quiere saber del señor Dalmau? –hablaba segura, como si me atendiera en un puesto de información. –La cosa es sencilla. Soy amigo suyo y estoy buscándole. Alguien me dijo que usted le conoce bien. –¿Quién le ha dicho eso? –Un pajarito –la broma la dejó indiferente. Hay que reconocer que no era nada del otro mundo. Pero no se me ocurrió otra mejor. –Es verdad. Le conocí hace bastante tiempo. Pero su pajarito está bastante anticuado. Hace más de siete años que no sé de Alberto. Era una mujer de clase: para mentir así no basta con ensayar. Hay que tener un talento innato. No me fiaría de ella aunque fuéramos los únicos supervivientes de un holocausto atómico. –¿Se puede saber por qué no le ha vuelto a ver? 128
–Eso son asuntos privados, señor Losada. No creo que le importen. –Se equivoca. Me importan. No quiero conocer detalles de su relación, ni me interesa saber cómo se divertían ustedes, ni cómo se llamaban en la intimidad el uno al otro. Sucede que estoy buscando a mi amigo y hasta ahora no he tenido mucho éxito –aspiraba a fondo el humo de un mentolado y lo soltaba con lentitud, como si le costara desprenderse de él. –Sí; tuvimos una relación. Yo era muy joven y aquello me sirvió para aprender que el amor y la felicidad casi nunca llegan juntos. Alberto me dejó por otra. Tampoco le guardo rencor, aprendí de él muchas cosas. Pero mi vida siguió y no tengo mayor interés en recordar. Eso es todo. Pensé que me gustaría conocer a la mujer que puede hacerte abandonar a una como ésa. El cigarrillo se había consumido y ella opinaba que la conversación también. Comenzó a incorporarse y deshizo la equis de las piernas para formar un cuatro y luego una elle muy alta. –Dos cosas más... –Si son sencillas... –¿Conoce alguien que pueda darme más información? –Tampoco. –Tampoco es tan poco. –Es todo. Aquello terminó. Se acabó hace años. Y no me gusta mirar hacia atrás. ¿Conoce usted este dicho: «El que no mira adelante, atrás se queda»? ¿Cuál es la segunda? –¿Cuál es su nombre de verdad? ¿Monín, Zeida, Agosto, Alonso...? –Mi nombre de pila es Zeida. Y Alonso es el apellido de mi mamá. Lo demás son nombres artísticos. –¿Puedo saber el primer apellido? –Eso ya son más de dos preguntas. Pero no es ningún secreto. Mi papá se llamaba Pastoriza. Pagué la cuenta y conté hasta treinta bastante despacio. Despanier tenía el coche en marcha. Abrió la puerta trasera izquierda y nada más montar me dijo: –Quédate ahí detrás de mí. Esta vez no se me escapa –seguimos el taxi de Zeida Pastoriza por toda la Quinta avenida dejan129
do alguna distancia. Después de cruzar el túnel del Almendares tomó el camino de la derecha y subió por Línea hasta Paseo. Allí torció a la derecha y buscó la 27. En una zona de hospitales, cerca ya de la Universidad, el taxi se detuvo frente a un edificio de apartamentos de cuatro plantas, uno de los más bajos de la calle. La luz interior del taxi se iluminó y la bailarina descendió al poco para ser devorada por la oscuridad del portal. Cuando llegué a mi cuarto eran las dos pasadas. El portero se había quedado dormido con la frente sobre el mostrador, como fulminado por un colapso. En mi casilla, junto a la llave, había un papel doblado. Tenía un recado de Gerardo Rivaya. Me había llamado a mediodía y me indicaba que le contactara esa noche en casa. Y tres llamadas de Laura Suárez. La primera se había recibido a las seis, la última a las ocho, la hora a la que cierra la vidriera. La viuda tenía urgencia en hablar conmigo y también había dejado un teléfono, el mismo de Rivaya.
¡Oh qué hermoso será un muerto Tendido en el paño azul De los cielos –las estrellas Por cirios– oh, qué gran capilla ardiente. José Martí
A veces, en La Habana, cuando no sucedía nada, por ejemplo un sábado, la muerte se inscribía en el Registro Civil. Ese sábado se inscribió con el nombre de Gerardo Rivaya. Nadie tuvo que decírmelo. Atendió el teléfono una sirvienta y me hizo esperar un minuto para informarme de que Laura acompañaba en ese momento a la señora. Ambas estaban agotadas después de toda una noche en vela. Tomé nota de la dirección y me planté allí en un cuarto de hora, incluyendo el tiempo que me llevó comprar una corbata negra en el Ten Cents. Por el camino leí El País. Publicaba ya varias esquelas del secretario del Centro Asturiano. La más grande era la del propio centro, pero la familia había pagado otra de buen tamaño y las demás casas regionales españolas firmaban la tercera. Me fijé en que no la rubricaban ni el Centro Gallego ni el Vasco. El apartamento ocupaba un piso elevado en un edificio de Paseo que pertenecía a una tendencia arquitectónica popular en aquellos años. Creo que sus fundadores la llamaron funcionalismo, pero le cuadraba más el nombre de «escuela si no te gusta, peor para ti». Se distinguía por su obsesión de construir inmuebles geométricos y más altos que los demás, por movilizar bloques de hormigón ciclópeos y por exhibir en las fachadas todo el aluminio y el plástico disponibles. Subí en el ascensor con un par de tipos. Se notaba que eran españoles, porque hablaban a gritos y ceceaban. No se debían de conocer mucho ya que conversaban del tiempo con frases hechas. En la puerta nos recibió un hombre algo mayor que Rivaya y muy parecido a él. Abrazó por orden a los dos visitantes. El primero le dio 131
varios palmetazos epilépticos y susurró unas palabras de ánimo. Con el segundo aparentaba tener más confianza porque se abrazaron como dos boxeadores cansados. Me hicieron esperar en el salón, donde aguardaban media docena de personas. No era lujoso. Me refiero a que, aunque el piso era amplio y tenía todo lo necesario para llevar una vida confortable, no era de esas casas con biblioteca, piscina y chimenea que suelen poseer gentes que no saben leer ni nadar y que no necesitan calentarse. Mientras avisaban a Laura Suárez me distraje con un concurso matinal. Lo recuerdo a la perfección porque fue el primer programa de televisión en color completo que vi en mi vida. El primer competidor tenía que decir en diez segundos el año en que se terminó la torre de Pisa. Como se equivocó en más de un siglo le estamparon un cake en las narices. Para humillarle un poco más le mostraron el premio que acababa de perder: una nevera grande y blanca como un pabellón de hospital. Otros asistentes se solazaban en la contemplación de un álbum familiar de fotos con tapas sintéticas y cantos dorados. Luego me entretuve contabilizando los objetos inútiles acumulados a lo largo de una vida: figurillas, platillos, tapetes, jarroncitos, pajaritos de cristal, de felpa, de latón, metopas, artículos indefinibles de viscosilla, de fieltro, ceniceros de cerámica, de plata, de acero, de barro... bobadas acarreadas durante años de existencia apacible para rememorar emociones de baja intensidad. Iba ya por más de noventa y empezaba a dirigir miradas de deseo a una botella de ron Matusalén cuando apareció Laura Suárez en la jamba de la puerta y me hizo una señal. –Después del entierro hablaremos. Ahora puede pasar a dar el pésame. La viuda vestía ese traje de luto que todas las mujeres guardan en algún rincón del armario. Lo conservan desde que reciben la primera visita de la muerte y comprenden que ése es sólo el comienzo de una serie de encuentros que acabará con una invitación a bailar en pareja. Es algo que por alguna oscura razón a los hombres nos cuesta mucho más aceptar. Estaba serena y no se dejaba arrastrar por el llanto histérico de una señora mayor, probablemente un familiar, que lloraba lágrimas copiosas, como un paraguas puesto a secar. El cadáver del secretario del Centro Asturiano estaba semioculto. Únicamente se podía ver, a través de un ventanuco de cristal, la cabeza 132
y la parte superior de la mortaja. Le habían taponado las orejas con algodones y le habían peinado con mucho líquido y gomina. Tenía una expresión de concentración y distinguí hasta un par de contusiones en la mandíbula y en la sien izquierda. Aquella imagen me reafirmó en la convicción de que envejecer es malo, pero casi siempre es mejor que la alternativa. Cedí el puesto al siguiente visitante y di el pésame a la viuda con una frase hecha. Ella compuso un simulacro de abrazo y me besó con labios de papel. Volví a la sala a por el Matusalén y lo combiné con un cuarto de soda Canada Dry, lo que sumado da un jaibol. La sala se iba llenando. A mi lado tomó asiento una señora delgada, horrible y severa, las tres condiciones para hacerse instructora de la Sección Femenina de Falange. Hablaba más que Bobby Deglané y las palabras salían de su boca sin pasar por el cerebro. Perdí el equivalente a dos horas escuchándola decir obviedades. Y eso que sólo la tuve cerca veinte minutos. Compartía la original teoría de que Dios siempre llama antes a los mejores. Lo pensé un poco y concedí que tal vez era cierto y eso explicaba lo que Dios nos reservaba a los demás. También nos obsequió unas cuantas reflexiones de filosofía de almanaque acerca del contraste entre la alegría y la vitalidad de la víspera y la quietud inerte de hoy. Se reveló como una coleccionista de esos lugares comunes que ayudan a la gente a pensar menos. Para ella, los familiares eran siempre inconsolables, los comerciantes acaudalados, las vacaciones merecidas, el aguacero torrencial, los funcionarios probos, el buffet exquisito, las equivocaciones lamentables, los encuentros inesperados, las enfermedades largas y penosas... Gracias a los tópicos amuebló el silencio con descripciones en las que los dientes postizos parecían naturales, las mejorías se manifestaban dentro de la gravedad, al perro no le faltaba más que hablar y la juventud de una madre acompañada de su hija las hacía parecer hermanas. Un individuo pálido y esquelético me tendió un Lucky. Parecía el marido, o al menos mostraba tanta amargura como si lo fuera. La mujer nos reprendió y me incitó a no seguir el ejemplo de su esposo; hasta me brindó una fórmula personal para abandonar el vicio: –Si quiere dejar de fumar no tiene más que asistir a la autop133
sia de un chino. Es como desnudar una chimenea. Fuman tanto que están negros por dentro. Eché mano del revistero y abrí al azar un número de Carteles. Hablaba del adulterio y se refería a estudios recientes que demostraban que es menos mortífero que el automóvil, pero más que el ferrocarril. En Francia, explicaba, mueren 30.000 personas al año en accidentes de carretera y se registran mil crímenes pasionales, cinco veces más que víctimas ferroviarias. Se me ocurrió que lo más seguro era el adulterio en coche cama. Así fui matando el tiempo hasta las doce. Toda la casa se puso en movimiento y aparecieron los empleados de la funeraria que cargaron el ataúd y lo trasladaron hasta la capilla del colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de la calle 13, entre B y C. En el frontón estaba inscrita la divisa de la orden, concisa y aburrida: Virtud, Dios, Patria, Hogar. El responso oficiado por un cura de rostro macilento parecía dictado por la cacatúa del velatorio: advirtió que la defunción de Rivaya nos recordaba a todos de dónde venimos y cuál es nuestro último destino. Se refirió también a lo efímero de la vida terrenal y a unas cuantas cosas más de ese estilo; pero no dijo una palabra sobre cómo había muerto el asturiano. Escuchándole se podía pensar que Rivaya había sucumbido a una intoxicación de marisco. Seguramente, pensé, no poseía otra información del difunto que la muy esquelética del nombre y apellidos. Y sobre ella edificó un monumento de admoniciones, espantos y consuelos. Cuando expuso que el cielo azul y sereno simbolizaba la acogida que la naturaleza reservaba a nuestro hermano desplegando el espectáculo de su belleza majestuosa salí a la calle a fumar. Laura Suárez fue una de las últimas en abandonar el templo. Me reuní con ella a la sombra de un flamboyán. –Carmen está deshecha –dijo. Se había puesto unas gafas de sol negras, a juego con la rebeca y la falda plisada. Los zapatos, casi planos, también eran negros, como el lazo que recogía el pelo. –¿Cómo ha sido? –Rivaya salió del trabajo a media mañana, tras recibir una llamada. Nadie sabe adónde fue. Lo siguiente lo supimos por una pareja que paseaba por el bosque de La Habana: lo encontró 134
sin vida entre los algarrobos, hacia las cuatro de la tarde. Su Plymouth todavía no ha aparecido. Recordé nuestro primer encuentro en su despacho del Centro Asturiano y la conversación en las carreras de perros, lo que me dijo sobre la falta de riesgos y también lo que me explicó sobre lo que les ocurre a los galgos que atrapan a la liebre. Laura Suárez aspiró hondo y dijo: –Le habían amputado los dos brazos y se los colocaron cruzados sobre el tronco, sujetos con cinta adhesiva. Le remataron de un tiro en la nuca. ¿Cree que tiene algo que ver con lo que le sucedió a mi esposo? Le podía haber dicho muchas cosas. Le podía haber dicho lo que sabía sobre el túnel, sobre el empeño infantil de su marido en husmear en la porquería, sobre mi propia majadería al dejarme meter en un asunto que sólo podía traerme problemas. Pero si se lo hubiera dicho en ese momento me hubiera arrepentido después y, además, no hubiese servido de nada. –Es probable... –eso fue todo lo que dije y fijé la mirada en la gente que montaba en los coches camino del cementerio. Me miró fijamente y exclamó: –¡Por favor, Losada, cuídese! Asentí con una mueca. –Hay algo que me oculta. ¿En qué está pensando? –Pensaba en lo que dicen sobre el hombre; que es el animal más torpe porque es el único que tropieza dos veces en la misma piedra. –¿A qué viene eso? –Quisiera saber con qué tipo de animal se puede comparar a un hombre que se coloca él mismo una piedra para tropezar en ella... –creo que al final ella entendió algo semejante a lo que pensaba decirle, porque únicamente me preguntó si iría al cementerio–. Últimamente no salgo de ahí. Se quedó pensativa y agregó: –En cuanto tenga un rato pásese por casa. Estuve ordenando el escritorio de Antonio y encontré unos papeles que pueden ser importantes. –Descuide, lo haré –la tranquilicé. Dejé un recado a Despanier para que me recogiera; el dinero de Laura Suárez había reactivado nuestra sociedad. Marché en taxi 135
hasta el cementerio de Colón. En el rato que duró el trayecto el cielo se cubrió de nubes aborregadas. En el responso, el sacerdote dijo esta vez que la desaparición del sol ilustraba cómo el firmamento participaba también del luto. Aparte de los familiares, los amigos y de algún que otro aficionado a los entierros, no divisé a nadie especial. A la salida encontré a Jorgito con sus otros compañeros. –No ha vuelto, dóctor. Estuve atento todos los días y el lunes pasado no volvió la jabá –le di una moneda y le relevé de la guardia. Despanier me esperaba en la explanada.Tras explicarle lo sucedido con Rivaya me acribilló a preguntas. Luego se palmeó la sien y exclamó: –¡Alabao, casi lo olvido! Te tengo resuelta una cita con un iyamba para lo del epitafio. Mi socio Héctor que es abakuá me dijo que esas palabras están escritas en la lengua de ellos y que para descifrarlas hay que acudir a un jerarca de su sociedad. Le pregunté si el iyamba era una especie de sacerdote. –Deja que te explique, chico. Los abakuás son una sociedad medio que secreta que existe nada más aquí en La Habana y en Matanzas. Tiene su parte religiosa, pero cada cual puede seguir su culto. Unos son del culto Congo, otros del Palo, hasta algún cristiano hay. Pero la hermandad tiene sus mandamientos bien severos. Se reúnen en lo que ellos llaman potencias o naciones. Hay unas cien en total. Dentro de un rato comienza un plante en la potencia de Guanabacoa. –¿Dónde queda eso? –Pasamos por allá el otro día, camino de La Habana del Este, queda al lado de Regla, pegada al puerto. ¿Oíste? Lo que encontramos al llegar parecía más bien una fiesta que un ceremonial religioso. En la garganta de un callejón, un grupo de negros batía palmas. Varios de ellos arrancaban ruidos sincopados a cajones de madera, a una tumbadora y a una caja de latón que alguna vez había contenido galletas. Un viejo marcaba el compás con dos cornamusas de madera y todos entonaban un guaguancó en un idioma incomprensible. Un sujeto de la estatura de Despanier y de la misma anchura que el capó de un Cadillac saludó al botero estrechándole la mano por el pulgar. Vestía una camiseta blanca con botones dorados y un pantalón acampanado. Con la derecha sujetaba un pañuelo rojo en viaje 136
continuo desde el bolsillo trasero hasta el cuello. Su misión consistía en secar el sudor y en fregar los churretes de las sienes, aunque de paso sacaba brillo a una cadena con eslabones de oro suspendidos en los pectorales. Llevaba también varias piezas dentales de oro y un anillo del mismo metal. –Asere, llegaron a punto. La procesión está al comenzar. Despanier hizo las presentaciones. Encontré una banqueta libre y lo abandoné conversando con Héctor. Atendí a la escena y divisé en el fondo del callejón una concentración de una decena de varones atentos a las instrucciones del mayor de ellos. Vestía completamente de blanco y tenía el pelo canoso. Su cabestrillo dorado era algo más fino que los otros y colgaba por fuera de la camiseta, dejando a la vista una alhaja del tamaño de un meñique y con forma de daga. De repente la percusión y los cantos se interrumpieron y de algún portal salieron varias figuras disfrazadas con trajes de palma y capuchones de mimbre pintados en colores vivos. Iniciaron una danza ritual de cabriolas grotescas y acosaron al grupo de neófitos con unos cetros de caña rematados en forma de cometa. Entretanto, el barrio entero se había arremolinado en las cercanías y una pareja de policías observaba a distancia la ceremonia, confundida entre la gente. La procesión se inició cuando empezaba a anochecer. Los abakuás emprendieron la marcha detrás de varios cristos y estandartes con signos geométricos indescifrables. A la cabeza, precediendo a un piquete de tambores africanos, desfiló el jerarca mayor y en medio se concentraron los neófitos que soportaban con expresión de terror el hostigamiento de los diablillos danzantes. –Hay uno de esos diablillos que es peligrosísimo, el nekríkamo –masculló Despanier–. Es portador de enfermedades gravísimas. Si te roza, la sangre se te hace agua y los huesos se reblandecen. El cortejo recorrió unas cuantas manzanas a la luz de teas flameantes y regresó al punto de partida. No vi más de media docena de blancos en todo el recorrido; y eso contando los policías. Le pregunté a Despanier si todos los abakuás eran negros o mulatos. –En Matanzas hay alguna potencia de blancos y hasta una de chinos, pero aquí son todas negras. 137
–¿Y un blanco no puede ingresar en la hermandad? –sinceramente, no se me había pasado por la cabeza tal posibilidad, pero fue lo único que se me ocurrió preguntar para hacer tiempo. –Sí. A condición de renegar de tu raza –me observó irónico. –¿Y cómo se reniega de la propia raza? –Es fácil, chico. Basta con arrancar de un mordisco la cabeza de un gallo, beber su sangre y decir la frase... –¿La frase? Me quedé con las ganas de descifrar el secreto, porque apareció Héctor: –El iyamba dice que podemos ir ahora, antes de que comience la ceremonia secreta. Nos abrimos paso entre el gentío arremolinado en el callejón. Hombres y mujeres habían formado grupos separados y tomaban ron a palo seco en unas vasijas de latón de las que sirven para hacer flanes. Héctor nos condujo por una escalera empinada y fosca hasta el segundo piso. El jerarca estaba arrellanado en un sillón de mimbre y salmodiaba algo a media docena de negros atentos. Si nos oyeron llegar, no lo demostraron: –Se reunieron 420 sacerdotes de Ifá en representación de varias familias y ramas que, bajo la dirección del sacerdote de más años y por las manos del más joven y el concurso de muchos hermanos de muy vastos conocimientos, se procedió y cuyos resultados explicamos a continuación para conocimiento de los hermanos oriates, babaloshas, iyaloshas e iworos y del pueblo religioso en general... –saltaba a la vista que los conocimientos sacerdotales debían de ser más religiosos que sintácticos...– Osorbo iku lowo araye, olofón onire; onishe si kaure otan –eso fue más o menos lo que dijo antes de volver al español–: Para el año inmediato de 1959 gobernará Oduduwa, quien se hace acompañar por Yemayá. La bandera debe ser blanca con ribetes azules. Ebbó: el gallo colorado, una jícara de Saraekó, un paño rojo y todos los demás ingredientes del Ebbó y su derecho. El oráculo parlamentaba absorto. Me fijé en la boca. Tenía una dentadura helgada pero reluciente que destacaba en la oscuridad de la estancia. Algunos discípulos tomaban notas, otros parecían reflexionar sobre lo que escuchaban: –Rogarle a Eleuá con un boniato salado embarrado en corojo. 138
Regarse la cabeza con pargo y limpiar las casas con omiero de granada y aberikutó. Darle cumplimiento a los paraldos del signo. Atender espiritualmente a nuestros mayores fallecidos. Se recomienda recibir a Olokún y hacerle ofrendas al mar. Darle un chivito a Eleuá según las posibilidades. Reforzar a Orgún con siete palos fuertes, no debe faltar el aroma –siguió con un rosario de advertencias–: Cuidado con las enfermedades de la columna vertebral, cuidarse de trastornos digestivos y del sistema nervioso central, darle de comer a la basura, hacerle ceremonias a la sombra. Meditar bien antes de decidir viajar. Ponerle a Orgún siete huevos, darle un gallo blanco, soplarle vino seco después de purificarse a fondo con las claras. Baldear la casa con albahaca, piñón florido y prodigiosa. Hizo ademán de concluir con una parábola: –El bien y el mal andaban parejos, predicando el bien con mucho éxito, cosa que el mal no veía con buenos ojos. Después de mucho pensar, se le ocurrió crear el dinero, a través del cual se desató una guerra fratricida entre los hombres. Plegó el papel y enunció unas cuantas máximas de las que entusiasmaban a Despanier: –El huevo no le puede declarar la guerra a la piedra. Los ojos no pueden salir de la cabeza. Poco a poco debemos hacer las cosas, como poco a poco comemos la cabeza de la gallina. Ninguna música es más alta que la de la campana –aquello debía de tener algún sentido para los feligreses porque asentían a cada proverbio. Por fin, Héctor, Despanier y yo nos quedamos solos frente al iyamba. El brujo me dirigió una mirada que hubiera congelado un brasero de carbón: –¿Eres tú el que quiere saber...? –asentí con la cabeza–. La frase que Héctor me trasladó tiene dos partes. La primera es un proverbio nuestro que significa: «El que no mira adelante, atrás se queda.» ¿Entiendes lo que quiere decir? –Me hago una idea –y en verdad, había escuchado antes esa frase y había sido además en los últimos días. –La otra es una traducción a nuestra lengua, con algún error. Dice: «Si me pierdo, búscame aquí mismo.» ¿Tiene eso sentido para ti? Pensé en la leyenda escrita en el revés de la vieja foto en la que Dalmau y yo aparecíamos con Medina y dije: 139
–Lo tiene. –Apúrate entonces; el que viene es un año que traerá cambios. ¿Tienes ya un padrino? –Aún no. –¿Conoces ya tu signo? –Tampoco. –Es el de Ochún. Ponte bajo su protección, porque aunque el elefante es muy fuerte, no lo es tanto como para derrotar al viento. Mientras paseábamos hasta el coche, Héctor nos explicó que el iyamba era también babalao. –Es uno de los hombres más poderosos que conozco. De joven fue cocinero en un navío mercante. Un día cayó enfermo en las islas Canarias y no pudo embarcar. Estaba tumbado en el letargo de su pobreza y se quedó embelesado. Ahí se le apareció san Lázaro y por señas le hizo dibujar en una tela que le tendió. Desde entonces supo que era hijo de ese santo y ahora es el mejor tapicero de Cuba. Mi reloj marcaba las nueve menos cuarto y no debía de retrasar, porque aún no había sonado el cañonazo. Decidí probar suerte y le pedí a Despanier que me acercara hasta Carlos III. Xiomara estaba ya en la parada de la guagua y alegró el semblante al verme. Nos fuimos andando por Reina hacia la plaza de la Fraternidad. Luego paseamos hasta la avenida del Puerto y entramos en un restaurante de pescado cerca de la Lonja del Comercio. Estaba casi lleno, pero poco a poco los demás comensales se fueron marchando hasta dejarnos casi solos. Le pregunté si era creyente: –Yo no creo mucho; pero por si acaso repito. Derramó una risa alegre. La observé y, por primera vez en mucho tiempo, pensé que aún me era posible vivir una vida inventada por mí. Confeccioné un proyecto con el dinero que Dalmau me guardaba, con algún negocio limpio con el que mantenerme, con Xiomara, con postales de una ciudad luminosa y con olores salados. No me preocupé de comprobar si todas las piezas de ese proyecto encajaban. Mientras esperábamos un taxi que nos acercara la sirena de un carguero dejó escapar toda su alma.
Mientras me quede un átomo de vida Halaré mi cadena con valor. José Martí
Después de mes y medio en la isla se imponía un balance. De un lado me encontraba yo, dando palos de ciego y con la cartera cada día más ligera. En medio, cientos de miles de personas, con sus quehaceres y sus afanes, entrando y saliendo de los cabarés; los policías y los rebeldes librando su batalla; los políticos y los negociantes haciendo su agosto. Y en algún lugar bastante elevado, alguien reteniendo la información sobre Dalmau y sobre el asesinato de Suárez. Se me ocurrió que acaso lo mejor fuera tomar un atajo y buscar en lo más alto. Si un periodista honesto como Abascal y un picapleitos fullero como Ruiz Lavín coincidían en algo debía de ser porque tenían razón. Y si tenían razón, lo que había arriba del todo era la Mafia. Hasta los lectores del Reader’s Digest sabían que quien estaba en lo más alto de la Mafia era Meyer Lansky. El asunto consistía, por tanto, en ir al encuentro de Lansky y preguntarle. Sin más. No sé por qué orificio se me coló esa idea en el cerebro; menos aún en qué estaba pensando cuando decidí ponerla en práctica. Pero lo hice. –Casi todas las noches hace el recorrido de sus casinos y cada vez se demora un rato en uno distinto. Sabremos cuál es por el carro, un Packard negro del año que parquea siempre en la entrada. Lo demás es cosa tuya, bróder –me informó Despanier cuando le expliqué el plan. –¿Y una vez dentro, cómo le reconoceré? –No tiene nada especial. A simple vista parece tan inofensivo como un contable a punto de jubilarse. Es pequeño y lleva el pantalón muy alto, a un palmo de la barbilla, como se estilaba hace unos años. Empezamos de oeste a este, por la sala de juego del hotel Sevilla Biltmore. En el paseo del Prado estaban alineados varios co141
ches deportivos. Un Mercedes blanco descapotable, un Sondemberg y un MG. Del último se apeaban dos rubias, acompañadas de un tipo esbelto que entregó las llaves al parqueador sin mirarle a la cara. El único automóvil negro era un Cadillac Fleetwood con una trasera que podía servir de rampa para lanzar cohetes. Seguimos por el Summer Casino, por el Chateau Madrid y el Montmartre, donde se anunciaba el espectáculo «Las 1001 noches de los hermanos Pertierra». Repasamos el estacionamiento y oteamos otros cuantos Cadillac, algún que otro Chrysler Imperial, un Buick Special y hasta un Lincoln negro, pero no apareció el modelo que buscábamos. Comenzó a llover a ráfagas y con gotas grandes. Por alguna razón, el mar se sobresaltó a la vez y las olas comenzaron a batir el pretil del Malecón. Formaban un arco sobre los coches y se plantaban en la acera opuesta lamiendo después toda la calzada. En el hotel Nacional fue algo más difícil. Todo el perímetro estaba cercado con una valla de piedra y un par de conserjes resguardados bajo paraguas controlaban el camino de acceso. Despanier les explicó que traíamos algo para entregar y nos ordenaron que dejáramos el coche en el aparcamiento. Tampoco allí estaba el Packard de Lansky, pero sí un De Soto marrón oscuro con la luz interior prendida y un chófer dentro: –Es el de Santos Traficante, el brazo derecho de Lansky. El judío estará en otro lado, porque no se dejan ver juntos. –¿Y eso? –¿Socio, has visto tú alguna vez alacranes que salgan en pareja? En la fachada del Salón Rojo del Capri refulgía la silueta de George Raft presentando a Lucho Gatica. La gente se apeaba de los coches y se resguardaba bajo el paraguas de un conserje vestido con el uniforme de un domador de leones. Nos asomamos al garaje contiguo y tampoco vimos ni rastro del Packard entre la flotilla de Thunderbirds, Cadillacs y Lincolns. –Habrá que ir hasta el Sans Souci –se lamentó Despanier. Marchábamos a buen paso por una de las calles transversales de Vedado cuando retumbó a nuestras espaldas una explosión y la calle se quedó a oscuras. Seguimos adelante y distinguí algunos bultos encaramados a los balcones. Al cabo de unos minutos 142
las sirenas rasgaron la noche. Un Ford color aceituna con una antena combada que arrancaba en medio del techo cruzó en dirección opuesta y arrojó sobre el parabrisas una espesa cortina de agua turbia. Me asomé por el lateral y vi que dentro viajaban tres policías; el del asiento de atrás llevaba asomada por la ventanilla una Baby Thompson y todos se mantenían tan tensos como si cruzasen un desfiladero. Despanier encendió la radio y pulsó un botón para cambiar de frecuencia. Una voz agitada reclamaba a las perseguidoras en el hotel Saint John. –A todas las unidades. Atención: explosión en el Pico Blanco del Saint John. Diríjanse a 23 y N con urgencia. Unidades camufladas, aíslen zona comprendida entre Menocal y Avenida. Procedan a detener vehículos sospechosos y verifiquen documentación transeúntes. –Una bomba del 26 –comentó Despanier con naturalidad–. Será mejor que vayamos por Boyeros –giró hacia la izquierda y aceleró suavemente. Cuanto más nos alejábamos del centro más tupida se hacía la lluvia. Sobre nuestras cabezas se había fijado una esponja negra y compacta que lanzaba rayos sin parar. Los truenos retumbaban en las calles desiertas. Cuando se iluminaban con los relámpagos componían un decorado de película de terror. Recorrimos una carretera que no reconocí entre fábricas y depósitos. Cruzamos un puente sobre la autopista que llega al aeropuerto y nos adentramos en una zona con prados y huertas cultivadas. En una bifurcación giramos a la derecha, junto a una caseta custodiada por un guarda al que Despanier saludó llevándose la mano a la frente. Enfilamos un camino asfaltado y, de repente, me encontré frente a un edificio grandioso con más luces que un árbol navideño. La senda se doblaba hacia la derecha formando un óvalo. Se prolongaba en una desviación camino de la parte trasera que debía servir de aparcamiento; pero los clientes se apeaban frente a la puerta principal. Un par de criados con librea se abalanzaban hacia las puertas y hacían desaparecer el automóvil. Había dos coches estacionados fuera de cualquier regla: el pequeño era un Plymouth cobrizo, el grande un Packard negro. Del techo colgaban arañas de cristal y el suelo estaba tapizado con alfombras en las que uno podía perder un zapato. No se 143
veía una sola mesa de juego ni tampoco esas caras desencajadas que suelen acordonar las mesas de juego. Tampoco me pareció adecuado preguntar. Todo resultaba elegante y moderado, excepto el lujo y el tamaño de los cuadros con escenas galantes y paisajes campestres. Me encaminé hacia el bar para estudiar el terreno. Unos cuantos borrachos fondeaban frente a la barra. El que me tocó de vecino andaba por los treinta, aunque su hoyuelo en el mentón le hacía parecer un niño grande. Llevaba una chaqueta blanca de dracón de doble botonadura y zapatos en dos tonos con los cordones desabrochados. Pertenecía a la peor especie de borrachos, la de los poetas. Hay hombres que viven con un poema dentro y no descansan hasta que encuentran a quien recitárselo. El suyo hablaba de una boca como un cáliz de frescura, unas pestañas de seda, pupilas misteriosas, un talle de palmera y unos labios de fuego. Era tan malo que podía ser original. –Se titula «El madrigal de tus ojos». Se lo compuse a Leyzie hace casi dos años. Sus padres no me aceptan. –Tal vez entienden algo de poesía –si captó la broma, no lo demostró. –No, el viejo es senador y le parece que un publicitario no es bastante bueno para ella –cambió de expresión y dijo–: Teddy Crucet –me tendió una mano suave y pequeña–. Soy el autor del anuncio de Arroz Jonchí.. –¿«Chí que crece, chí que desgrana...»? –¡Ese mismo! –así que Teddy era el nombre del genio. Estaba orgulloso de veras. –¿Qué dice su horóscopo, Teddy? –Que es una semana propicia para el amor... –¿Y a qué espera para intentarlo? –También ella me rechaza. Su familia ha conseguido ponerla en mi contra. Me devuelve las cartas que le mando y ya ni me dirige la palabra. Allí la tiene –señaló hacia una pelirroja que coqueteaba con dos sujetos a la vez. Estaba arrellanada en un sofá con las piernas al desgaire y dejaba asomar una buena porción de muslo por la abertura lateral de un traje de noche. –¿Qué tal si se olvidara un rato de ella y probara con el juego? –Está bien, pero antes se la recito completa –cerró los ojos 144
para concentrarse y arrancó: «Bajo la gracia de la tarde/abre sus rosas el jardín/ En los cristales el sol arde/y llora lejos un violín...» –Aguarde un momento... –le interrumpí–. ¿Dónde quedan las mesas? Me observó con decepción y señaló más allá de un arco flanqueado por dos consolas con candelabros. –Me voy adelantando para comprar fichas –dije y salí en estampida. Paseé entre dos hileras de traganíquel, también conocidas como ladrones de una mano. Muchas mujeres solas introducían las monedas en la ranura y tiraban de la palanca hacia abajo con fuerza, como si de ese modo pudieran atrapar la suerte. Un sujeto de esmoquin jaleaba a los jugadores: –¡Está pintando premio. Meta otro níquel y péguele duro! Las ganancias más insignificantes se pregonaban con campanillas y luces intermitentes; las pérdidas fluían silenciosas hacia la banca a través de conductos invisibles. Había varias mesas de black jack y dos grandes tableros de bacará. El público, al menos ese día, estaba compuesto a partes iguales por cubanos adinerados y algunos turistas americanos. Me chocó ver también a media docena de marines en uno de los tapetes en que se apostaba al póker. En un lateral, un matrimonio americano jugaba frente a un croupier. El empleado lanzaba cuatro parejas de dados que salían brincando alegremente por el tapete y las recogía con un rastrillo. La mitad de las veces exclamaba «¡razzle!» sin pasión, como el conductor de autobús canta los nombres de las estaciones. Deslizaba entonces el rastrillo y rebañaba un montón de fichas del americano. Me quedé observando y la única regla que conseguí deducir es que el cliente perdía indefectiblemente cada cinco tiradas el equivalente al sueldo de un año de su secretaria en, pongamos, Nueva Jersey. También que los dos asesores cubanos que jaleaban al jugador y le animaban a doblarse estaban de acuerdo con la banca. Los dados tampoco me parecieron muy ortodoxos. Después de cada rastrillazo a su montón le susurraban cosas como «Sería una lástima retirarse ahora, cuando va a cambiar su suerte», y también: «La banca sólo puede ganar si uno se retira a me145
dias.» El conejo estaba atrapado. La mujer lo sabía y parecía aterrorizada. Me acerqué al oído y le dije: –Trate de llevárselo antes de que lo desplumen por completo. Me miró como si el consejo viniera del más allá y le comentó algo a su marido, pero él no se inmutó. Tenía la mirada perdida y parecía hipnotizado por las manos del croupier o por la perspectiva de la bancarrota. Quien sí reaccionó fue uno de los dos sujetos, el que llevaba chaqueta blanca y lazo de mariposa. Se incorporó y desapareció en busca de otra pieza. Al cabo de un cuarto de hora el americano extendía un cheque con unos cuantos ceros y hacía un hueco al siguiente panoli. La parte central del salón estaba consagrada a la ruleta. Dos dealers y un supervisor manejaban el juego. No me habría fijado en Lansky si no hubiera sido por los dos matones que le encuadraban. Era tan menudo que parecía estar sentado. Tenía cejas espesas y unas orejas anchas y desplegadas, como las puertas abiertas de un coche. Vestía un traje beige discreto y el único rasgo llamativo era un zafiro estrella montado en platino del tamaño de un cenicero que llevaba en el anular izquierdo. Frente a él se alzaba una torre de fichas de varios colores y un vaso de leche. Parecía ausente y de cuando en cuando tomaba un sorbo y dejaba caer algún plástico de diez dólares sobre un número, generalmente impar. Mientras esperaba una oportunidad para acercarme a él decidí imitarle. Al cabo de veinte minutos sólo me quedaba una ficha de un peso. Era de color verde veteado de franjas blancas. La guardé en el bolsillo por si me traía suerte y también para tener conversación si se agotaban los temas. Me fui a dar una vuelta y en una de las mesas de black jack reconocí a Castellanos, un fulano con cara de galán y figura de charcutero. Lo había visto en carteles electorales prometiendo honradez, austeridad y decisión para acabar las obras del acueducto de La Habana desde el sillón de alcalde. En la misma partida participaba George Raft, el actor americano fotografiado en la fachada y autor de una de mis frases preferidas: «Otro comentario parecido y te pondré el piano de bufanda.» Raft iba bien acompañado. Se hacía escoltar por dos hembras despampanantes. Alguien me palmeó en la espalda. Me giré esperando encon146
trar al poeta y me hallé frente a dos sujetos. Uno era el de la chaqueta blanca que había colaborado en el expolio del yanqui. El otro debía de haber llegado más tarde porque aún traía puesto el sombrero. –Acompáñenos –más que una invitación parecía una orden dictada por gente acostumbrada a ordenar. Me tomaron cada uno de un brazo y me pasearon por un pasillo hasta una puerta trasera que daba al aparcamiento. Intenté explicarles que un amigo me esperaba afuera pero no aflojaron el paso. Me empujaron al interior de un Oldsmobil azul oscuro. El de la chaqueta blanca iba conduciendo. –No creo que sea delito dar consejos de juego... –Ahora te daremos un cursillo sobre juego. –No lo malgasten conmigo. Mejor se lo dedican al americano –no respondieron y al aspirar por la nariz se me llenaron los pulmones de un olor agrio mezclado con brillantina. –¿Son policías o de alguna comisión ciudadana para el juego limpio? Tampoco esta vez dijeron nada, pero el del sombrero se sacó de debajo de la chaqueta una Star 38 y me la enseñó con la palma abierta. Luego me la estampó contra la nariz. Faltó poco para que me la rompiera, porque empecé a sangrar en serio. Seguíamos en esa animada plática cuando el coche se detuvo frente a un hotelito. Si mi orientación no me fallaba estábamos en las inmediaciones del río, por la parte que linda con el cementerio. Me dejaron un rato solo en una habitación oscura y les oí hablar a través de la puerta. Fui a tientas hasta el baño, abrí el grifo y me lavé la cara. Como no me pude ver en el espejo me sentí algo mejor. El de la chaqueta blanca abrió y me hizo un gesto. Le seguí hasta una sala a medio amueblar en la que había sentados otros dos tipos sin chaqueta y con la corbata recogida entre dos botones de la camisa, como si se preparasen para un trabajo en el que se fueran a manchar. Se me pasó por la cabeza que el trabajo podía ser yo. Recordé entonces una estúpida estadística que había leído alguna vez y que decía que un hombre tenía más posibilidades de morir de suicidio que a manos de los restantes habitantes del planeta. El más alto, un mulato de mi edad, me preguntó: 147
–Veamos, gallego, ¿qué andas haciendo por acá? La primera pregunta era fácil. Me limité a contestar la verdad, que estaba buscando a un amigo. Luego les devolví la pregunta. –¿Puedo conocer el motivo de su invitación a esta fiesta? Seguramente no estaba en el guión que yo hiciera preguntas, porque el tipo se levantó sin prisas del asiento, fue hasta mi silla y me derribó de un sopapo en el oído. La silla también cayó al suelo y yo sentí un zumbido intenso, como si me hubieran soltado una colmena en el cráneo. El mulato apretó los labios y se miró la mano. Parece que mis huesos eran más duros de lo que había previsto porque tensó los nudillos como si se hubiera contusionado. –¿Has oído hablar del SIM? –Algo he oído decir. Creo que significa Servicio de Información Militar... –Inteligencia –rectificó el mulato. –Eso quise decir, inteligencia militar –no les reproduje lo que de verdad me habían dicho para no ser descortés. –Nosotros somos del SIM. ¿Tienes bastante con eso? –me pareció imprudente hacer más preguntas y asentí con la cabeza–. ¿Qué tenía que ver Rivaya con tu amigo? –Lo mismo que el Sans Souci con el juego limpio. Se miraron divertidos y hasta me pareció que mejoraba la atmósfera. De repente, sentí que la silla desaparecía debajo de mi trasero y salí despedido hacia adelante. El mulato me sacudió esta vez en el estómago y caí de lado sin tiempo para frenar el golpe con las manos. Hasta la boca me llegó una arcada vacía y escupí un hilo de bilis. –¿Qué te hizo Rivaya? ¿Por qué lo mataste? –no respondí. Parece que mis respuestas les gustaban tan poco como mis preguntas–. ¿No me has oído? –ahora la voz venía de detrás, me pareció que del tipo de la chaqueta blanca que hacía de gancho en el casino. –He oído, pero no entiendo de qué me están hablando. Yo conocía a Gerardo Rivaya y me enteré de su muerte cuando ya llevaba un día entero fuera de circulación. Estuve en el funeral y le di el pésame a la viuda. Y eso es todo. 148
Ser inocente es peligroso porque no tienes una coartada lista. Me cubrí la cabeza con los brazos. A esa altura ya me traía sin cuidado lo que le ocurriera a mi cara y sólo me importaba salir vivo de la casa. –¿Vas a negar que te citaste con él el mismo día que lo liquidaron? –Puede que me llamara, pero no me vi con él –traté de levantarme y de ganar la silla para poder prepararme para los siguientes golpes. El mulato me ayudó a incorporarme. –Mete las manos en los bolsillos –lo hice y palpé la billetera y la ficha superviviente de la ruleta. Me sujetaron por detrás y me ataron al asiento. El del sombrero se puso delante y me mostró un frasco con un líquido coloidal verdoso. –Si fueras una mujer te haría tomar este pomo de Palmacristi para que recuperases la memoria. Pero como eres un gallego cabezón te refrescaré la memoria de otra manera. Sacó una caja de fósforos, prendió uno y me lo acercó tanto a la cara que sentí el calor. Luego encendió un cigarrillo y le dio dos o tres caladas. El sabor no debió convencerle porque apagó la brasa en mi patilla derecha. El pelo crepitó y sentí un escozor salvaje a la vez que me llegaba el mismo olor que despiden los pollos cuando les socarran las plumas. Grité todo lo fuerte que pude y traté de zafarme de la cuerda; hasta conseguí arrastrar la silla medio metro. Sentía dolor y rabia, pero sobre todo sentía miedo. Aquellos tipos ya habían decidido qué hacer conmigo y según todos los indicios su plan no me iba a gustar. Parece que el pasatiempo les despertaba la sed, porque el de la chaqueta blanca apareció con unas cervezas. –¿Quién te pagó para que te bailaras a Rivaya? –no contesté. Supuse que cualquier cosa que dijera les disgustaría. –¿Quieres que siga con la limpieza de cutis, gallego? ¿Cuánto tiempo hace que estás en la isla? –Casi seis semanas. Llegué en barco. –Eso está bien. Llegaste el 22 de octubre. ¿Y quién te dio este dinero? Se abanicó con los billetes que me había adelantado Laura Suárez. Me pareció que sólo habían encontrado el fajo que tenía escondido en el tubo del toallero. 149
–Eso es mío. Lo gané trabajando. –No te nos pongas cheche, socio. ¿Y tú quieres que eso nos lo creamos? De verdad que estás agotando nuestra paciencia. Estamos siendo caballerosos contigo y tú nos tratas como a unos comemierdas... Eso no es correcto, mi hermano. Nos va a obligar a que te pongamos la cara difícil. Encendió otro cigarrillo y se entretuvo lanzando anillos de humo hacia la lámpara del techo. Después, me echó el humo a la cara y soltó una carcajada. Retrocedió unos pasos y regresó con un tubo de luz fría partido por la mitad. Me lo acercó a la garganta y lo paseó por la frente y todo el rostro. –¿Sabes qué es esto? –Una lámpara de neón. –Bien por ti, chico. ¿Y sabes qué te pasa si te hacen un corte con luz fría? Yo te lo diré: que ya más nunca cicatriza. Podrá parecer extraño, pero aquella amenaza en lugar de asustarme me tranquilizó. Si todavía se ocupaban de mi aspecto es que no habían decidido deshacerse de mí. –¿Tienes miedo, gallego? –¿Debería tenerlo? Estoy en manos de unos funcionarios públicos que velan por la seguridad de los ciudadanos... Desde atrás, alguien me atizó en el hombro izquierdo con una especie de cachiporra de goma maciza. Cuando me retorcí me cayó un golpe en el otro hombro y me empujaron hacia delante. Aterricé con la cara. –Eres guapo, socio... Pero guapo sin gatillo no sirve pa’ un carajo. El que lo dijo no había hablado hasta el momento. Se plantó encima y sentí que una costilla flotante crujía con el peso. Los dos punterazos siguientes vinieron seguidos y se clavaron entre los omóplatos. Aunque los zapatos tuvieran la puntera reforzada, ahí había un futbolista de categoría. –Mira esto. ¿Sabes cómo se llama? –lo que tenía delante era un tolete de piel negra de medio metro de largo que se combaba al sacudirse. –Vergajo... –traté de decir. A esas alturas ya estaba claro que aplicaban conmigo la técnica del policía malo y el policía peor. –Olrai. Aquí le decimos bicho de buey. Y ahora viene la pre150
gunta del millón. ¿Por dónde se les mete a los guapos el bicho de buey? Bájenle los pantalones... Me habían desnudado ya de cintura para abajo cuando sonó el timbre de un teléfono. –Llévalo al cuarto para que se mentalice. Aflojaron la cuerda y me arrojaron a la oscuridad. Traté de desentumecerme y mientras me retorcía de dolor oí que el del teléfono contestaba con monosílabos. Lo último que dijo fue: «Oká.» Después colgó. Todo se quedó en silencio y hasta pensé que me habían abandonado en la habitación porque una puerta se cerró de golpe. Desde algún sitio llegaban las voces de un matrimonio discutiendo a gritos. Ella le reprochaba la hora de llegada y él invocaba no sé qué de respeto. Pasó un buen rato hasta que la puerta se abrió. Yo seguía en la misma postura en la que me habían dejado y me preparaba mentalmente para el siguiente trance. El de la chaqueta blanca me dijo: –Todo se aclaró. Parece que hubo un error contigo. Lávate la cara y vete pa’l carajo. Me puse los pantalones y me arrastré hasta la puerta en una pose grotesca, tratando de mantener algo de dignidad. Con la mano sujeta en el pomo de la puerta me volví hacia los cuatro y me atusé los harapos y el pelo. –¿Y el dinero? –pregunté. No se lo esperaban y les llevó unos segundos recuperarse. Al final, respondió el del sombrero. –Eso queda por el alojamiento. Vuelve cuando quieras.
Que engaña una mujer; ya se sabía Que esa fiera elegante engañaría! José Martí
Aún llovía cuando eché a andar, pero la luz había vuelto, al menos en aquel distrito. Me fijé en el mojón de la primera intersección de calles y comprobé que mi orientación había fallado por bastante. Por un lado estaba escrito 10 y en el otro 21, lo que significaba que estaba en pleno Vedado. Esperé por si pasaba algún taxi y miré el reloj. Se había parado a las dos y veinte. Lo que quedaba más cerca era la casa de Laura Suárez, pero no me pareció apropiado presentarme a esa hora, menos aún con ese aspecto. Seguí pensando y caminando. Las perseguidoras de la policía aún patrullaban las calles. Cada vez que distinguía un destello en la lejanía o percibía el quejido de una sirena me empotraba contra un árbol. La siguiente dirección que me vino a la cabeza estaba a unas diez cuadras, lo que equivale a un kilómetro. El problema es que, en ocasiones, un kilómetro no son mil metros. Por ejemplo, con una pierna a rastras y medio cuerpo entumecido, un kilómetro se hace más largo que el régimen de Franco. Las luces del último piso aún estaban encendidas. Y el portal no tenía echada la llave. Ascendí renqueando hasta el primer rellano, sujeto a la barandilla de yeso disfrazado de alabastro. Los otros tres pisos los hice en ascensor, cuando tuve que optar entre el sigilo y la extenuación. En el último había dos puertas. En la del lado izquierdo colgaba una placa del Sagrado Corazón. Se dan casos de bailarinas de cabaré piadosas, pero no es lo común, así que opté por la otra. La mirilla se descorrió al segundo timbrazo, Zeida entreabrió la puerta y me observó de arriba abajo. La visión debió de resultar elocuente porque quitó el seguro y me ayudó a entrar. –¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado? 153
–Estuve jugando con unos amigos al fútbol y me tocó hacer de pelota. –Está usted loco, aún tiene ganas de bromear. Espere aquí un momento. Tendió sobre el sofá una manta vieja a cuadros, de las que usan los paralíticos para cubrirse las piernas, y me hizo sentar. Me dejé caer poco a poco y empapé la manta. La bailarina llevaba un camisón corto con escote festoneado y unas zapatillas de lamé. Aún no se había quitado las medias color fresa. Se arropó con una toquilla y se acercó para observar las heridas de la cara. –¿Cómo ha llegado aquí? –No había taxis a la vista... Tampoco quiero ser una molestia –hice un ademán muy tímido de incorporarme, tan tímido que sólo participaron los ojos y un brazo. –¿Dónde va a ir así? –me aplicó la palma sobre la frente y dijo–: Está ardiendo. Lo primero que tiene que hacer es tomar un baño bien caliente. Marchó hacia el cuarto, del que salía el murmullo pegajoso de un bolero triste que hablaba de arrepentimiento y pasión. Me quedé observando la salita. Había pocos cachivaches y eso le daba un aire espacioso y cómodo. Junto a un mueble con radio y tocadiscos se alineaba una estantería con varios cofres de distintos tamaños y un periquito de cristal. Las cortinas estaban echadas y reproducían motivos chinos, con campesinos tirando de una carreta y acarreando verduras al mercado. Los libros no ocupaban mucho espacio. En realidad no conté más de media docena y parecían más aptos para colorear que para leer. Había, eso sí, un revistero rebosante junto a un sillón de cretona que se prolongaba en una especie de transportín desplegado para tender las piernas. El agua estaba tibia y Zeida la había aderezado con sales de color azulado. Me quedé dentro hasta que la piel de los dedos empezó a estriarse. Secarme fue lo más difícil, porque casi no me quedaba un palmo sin cardenales. Me enfundé un pijama a rayas azules y blancas, como la toldilla de un hotel barato, y un batín de felpa. Sobre la mesita de centro humeaba una taza. Ella estaba enfrente. Sin gota de maquillaje y medio desvestida parecía una de esas mujeres que sólo existen en las revistas 154
satinadas. La debí de mirar con una expresión tonta, como si estuviera sorbiendo un batido. Señaló la taza: –Es té con limón exprimido y un chorro de añejo –estaba ardiendo y me entretuve en soplarlo con los carrillos demasiado hinchados. Esperaba que ella hablara primero. Me costó, pero lo hizo–. ¿Por qué se empeña en buscar a Alberto? –Estuve dándole vueltas más de diez años a esa idea y una vez aquí no he encontrado nada mejor que hacer... Tampoco nadie acaba de darme una razón para que desista –le hice un resumen de nuestras correrías por España y por Francia–. Desde mi punto de vista, un amigo es algo bastante importante; sobre todo cuando no se tiene nada más. Me pidió que le contara cómo nos habíamos conocido y le hablé un buen rato de la Facultad, de las afinidades ideológicas, de nuestra posterior coincidencia en el grupo de teatro universitario y de la camaradería en el combate; de cómo la guerra civil había trastornado definitivamente nuestros proyectos juveniles. Me atendió encandilada, con el velo de la nostalgia empañando los ojos. Me detuve y caí en la cuenta de que el encuentro con Alberto veinticuatro años atrás había marcado mi vida; igual que, tiempo después, la de Zeida. –Yo ahora podría ser como su vecino de enfrente –observé–. Llevaría veinte años casado y habría puesto en la puerta un felpudo para que las visitas se limpiaran los zapatos. Tendría una colección de pipas de espuma de mar y por la noche leería novelas policiacas y acariciaría un perro de lanas –lo que me callé es que si fuera su vecino de enfrente acabaría sonámbulo. –Alberto podría haber llevado esa misma vida. Pero había en él como dos personas conviviendo. Podía ser todo el tiempo cautivador y se hacía irresistible para todos los que le conocían; pero, a la vez, arrastraba una rabia interior que no lo abandonaba. A veces me despertaba por la noche y lo encontraba fumando y mirando por la ventana como si el mar tuviera un imán y le halara –me miró fijamente y agregó–: Siempre decía que le quería como a un hermano pequeño. Recapacité sobre nuestra relación, desde el remoto momento en que nos conocimos en el aula magna el primer día del curso y tomó asiento a mi lado. Me pidió papel y le cedí también un la155
picero para tomar apuntes. «No he pegado un ojo en toda la noche y no me ha dado siquiera tiempo de pasar por la pensión», me confesó, como si se dirigiera a un viejo amigo con el que sobraran las excusas. O puede que siempre me tratase como a un hermano menor. Y, sin embargo, somos de la misma edad, pensé. –Somos casi de la misma edad. –Lo sé –replicó Zeida–. Pero eso no quiere decir nada. Tomé aire y le pregunté a bocajarro: –¿Quién está enterrado en su tumba? –se lo estaba esperando. Juntó las palmas de las manos y cruzó los dedos, como formando un libro sobre ese tema. Al hablar contrajo el rostro y se le formó un plisado en las comisuras: –Es Roberto, mi hermano. Formaba parte del mismo grupo que Alberto. Era un idealista. Navarro y su gente lo reclutaron cuando no era más que un muchacho. Murió en el asalto al American Trust, hace más de siete años. –¿Y Alberto? –No sé qué le habrán dicho, porque quien menos tiene que decir es quien más habla. Hay gente que disfruta difamando –agregó, como si eso explicara algo–. La verdad es que Alberto, herido y todo por el disparo de un guarda, cargó a Robertico desde la bóveda del banco hasta la calle. Los que esperaban en el carro se asustaron y salieron de estampida en cuanto oyeron tiros. Alberto se procuró un auto a punta de pistola y escapó. Condujo con un torniquete en la pierna que se hizo él mismo con la corbata –atrapó un muslo entre las dos manos y al momento deseé ser corbata o un simple torniquete. Defendía a Dalmau con ardor... –¿Dónde está ahora? –pregunté, pero no me escuchaba. Estaba embebida en su relato. –Alberto quería a Robertico como a un hermano pequeño. Fue él quien le enseñó a leer y a escribir. Lo tomó bajo su protección. Se jugó el tipo por él en el banco y volvió a jugárselo con tal de llevarlo agonizante hasta la casa de socorro. –¿El botín se perdió? –Sé que se pusieron bravos por eso. Cuando el guarda se revolvió llevaban un buen rato vaciando los cofres de la bóveda. Tenían tres sacas llenas de joyas y de billetes. Navarro aún le repro156
chó a Alberto que se hubiera desentendido de la mayor parte del botín para socorrer a mi hermano. –¿Qué pasó después? –En el grupo decidieron que Alberto debía desaparecer una temporada. Me pidieron que colaborara para suplantarlo. Enterramos a mi hermano con la identidad de Alberto. Luego, lo seguí viendo a escondidas, en lugares a los que me llevaban; los llamaban pisos francos. Cada vez con menos frecuencia; hasta que me mandó un recado diciendo que tenía que irse a Santiago. De eso hace seis años. –¿No intentó volver a ponerse en contacto con él? –¿Y cómo? No tenía modo de hacerlo. Cambié de trabajo y me mudé para el Pensylvania, pero sigo en la misma casa. Él siempre supo dónde encontrarme cuando quiso. Callamos los dos y sus últimas palabras quedaron flotando. Sólo crujía la mecedora de rejilla columpiando el cuerpo de Zeida. –¿Y las cosas de afeitar que hay en el baño? –improvisé. –Yo le esperé, puede que más de lo prudente. Pasé semanas enteras sin pisar la calle, aguardando una llamada; abría el buzón nerviosa y lo registraba a tientas por si aparecía una carta o una nota, cualquier explicación, aunque fueran nada más unas palabras de despedida. –¿Trató de cerca a otros miembros del grupo? –Robertico y Alberto hablaban poco de eso. Me suena que Navarro era el que mandaba. –¿El senador? –Ese mismo, Rolando Navarro... De los demás apenas si recuerdo un rostro en algún encuentro casual. La mayor parte apenas eran muchachos, algunos se metían en líos desde el mismo instituto. Dejaban los libros por las pistolas y llevaban una vida de proscritos. La mayoría no sabía ni por qué andaban en eso. Creo que lo que les atraía era simplemente el afán de aventura... Cuando usted me abordó en el club creí, al principio, que me traía algún mensaje de Alberto. –¿Cuánto tiempo duró la espera? –Ya se lo he dicho: más de lo razonable. Sé la fama que tenemos las bailarinas y es verdad que en este mundo al amor y al 157
sexo se les da menos importancia... Usted me entiende, el ambiente de un cabaré no es el de un baile de sociedad del Yacht Club. Por allí desfilan empresarios, promotores, representantes, clientes... y todos tienen la misma idea: empatarse con una muchacha y darse un fuetazo. Coleccionan sus conquistas como trofeos. A mí ese mundo siempre me ha parecido vacío, jamás me ha interesado. Puede que estuviera mintiendo, pero eso sólo querría decir que era una contorsionista de la palabra. Acaso fuesen embustes, pero sonaban más auténticos que muchas verdades. –Necesito a mi lado, como cualquier mujer, un hombre que me represente; alguien con quien compartir además mi vida y mis ilusiones, pero no los quiero ver rondando a mi alrededor como mariposas. Después de lo de Alberto encontré un hombre bueno, dispuesto a ayudarme, que me brindó apoyo y comprensión. Un hombre con contactos y con influencias. Fue él quien me dijo que Alberto había marchado a Santo Domingo desde Oriente. –¿Vive sola? –Él tiene una esposa y le es difícil dejar de acudir por la noche a casa. Es un hombre que tiene una posición y no le conviene dejarse ver con una muchacha; menos aún con una chica de mi color y de mi ambiente. Usted ya sabe cómo es eso... Consolar a una mujer es algo que nunca se me ha dado bien. En las películas y en los seriales de radio, cuando una mujer se lamenta, siempre aparece un hombre de mundo que sabe colocar una expresión de consuelo, del tipo de «la vida es así» o «nadie merece una lágrima suya». Yo traté de hacer una gracia y lo que me salió fue una necedad: –Eso es lo que pasa con los amores fáciles. A veces son los más difíciles... –Sí, así mismo sucede. Pero al menos tienen una ventaja sobre los amores imposibles: son difíciles, pero posibles. Recogió la taza y la llevó hasta el fregadero. Miré el reloj y seguía marcando las dos y media. Se me pasó por la cabeza que tal vez lo que se había parado no era el reloj, sino el tiempo. O mi corazón. Seguí el repique de las chinelas y contesté con un «gracias», cuando desde la cocina me ofreció unas galletas inglesas. 158
–Puede quedarse a dormir en el mismo sofá. Es cómodo. Le sacaré una frazada y una almohada, por si no le bastan los cojines. Me fui deslizando hasta quedarme boca arriba en posición horizontal, como si esperara que viniera a darme un beso en la frente. La luz se apagó y antes de dormirme medité un buen rato sobre todas las vidas que se cruzan como trenes en la oscuridad. Me incorporé con dificultad y eché un vistazo a los libros de la estantería. Encontré uno de un poeta español. Hablaba de La Habana y de su cielo. Decía que el cielo habanero no parece parte del cielo común a toda la Tierra, sino proyección del alma de la ciudad. Me asomé a la ventana, miré hacia arriba y contemplé el firmamento cuajado de nubes marmóreas veteadas de color sangre. Le di la razón al poeta. Dentro del libro había un folio escrito a máquina con el título: «Oración anima sola.» Lo leí despacio: «Anima triste sola. Nadie te llama. Yo te llamo. Nadie te quiere. Yo te quiero. Supuesto que no puedes entrar en los cielos estando en el infierno, montarás el caballo mejor, irás al Monte Oliva y del árbol cortarás tus ramas y se las pasarás por las entrañas a ..., para que no pueda en silla sentarse, ni en mesa comer, ni en cama dormir, y que no haya blanca, negra, china, mulata o jabá que con él pueda estar y que corra como perro rabioso tras de mí.» Al final agregaba: «Esta oración se dice a mediodía y medianoche encendiendo una lámpara detrás de la puerta.» Me zambullí en un sueño febril. Estaba asomado a un balcón en una calle de Madrid, aunque los letreros estaban en francés. Por el centro de la calzada desfilaba una comparsa danzando con caretas y disfraces como los de la procesión abakuá. Hacían sonar trompetillas de feria y maracas gigantescas. Me saludaban componiendo gestos grotescos y agitando estandartes y antorchas, como en un aquelarre. Uno de los personajes, una calavera, se detenía bajo el balcón y se quitaba la máscara. El rostro era el de Albert, y su expresión era la misma que hace veinte años. Me gritaba algo que no podía oír y con gestos me indicaba que bajara. Pero no podía moverme; era como si tuviera los pies atornillados al suelo. Nadie en la procesión se percataba de que estaban desfilando sobre una vía férrea, pero yo veía venir una locomotora embalada hacia ellos con las lu159
ces encendidas y haciendo sonar las bocinas al aproximarse al gálibo. Desperté empapado en sudor. Los cojines estaban en el suelo y había formado un ovillo con la manta y las sábanas. De la cocina llegaba un pitido y un aroma a café fuerte. Mi reloj de pulsera seguía inmóvil en las dos y media y la mesa estaba puesta con un par de cubiertos, un plato con tostadas y un surtido con varios tipos de galletas envueltas en papel de plata. –Puede darse una ducha y ponerse esta ropa –señaló un traje gris de alpaca, una camisa blanca y una corbata dispuestos sobre el respaldo del sofá–. La que llevaba ayer no vale ni para un espantapájaros. Sus cosas están en la repisa del baño. Espero que le sirva; perteneció a Alberto y era uno de sus preferidos. –Seguro. Soy el menor de tres hermanos y nos llevábamos sólo cuatro años. Me pasé toda la niñez heredando y nunca tuve problemas. A solas en el baño conté las contusiones: nueve, incluyendo la quemadura de la patilla que quedaba oculta por el pelo. La chaqueta del traje era de tres botones y me caía casi perfecta. Tanto, que me fijé en la etiqueta por si alguna vez me decidía a renovar el guardarropa. Lo habían confeccionado en El Sol: «Sastrería anatómica y fotométrica. Manzana de Gómez. La Habana.»
Tiene el señor presidente Un jardín con una fuente Y un tesoro en oro y trigo: Tengo más, tengo un amigo. José Martí
–¿Has pasado la noche discutiendo con Rocky Marciano? –el Chevy color crema estaba parado en la puerta del hostal y Despanier salió a mi encuentro en cuanto doblé la esquina. Empecé a contarle la entrevista con los matones del SIM mientras subíamos por la escalera. El ascenso era lento y me ayudaba apoyándome en el pasamanos. –¿El cuerpo te lo trabajaron en línea con la cara? –Completaron la faena a conciencia. –Esa gente están de madre. Fíjate que a sus locales al pie del puente del Almendares les llaman la Escuela de Canto. El que entra allí de seguro que entona mejor que La Original de Manzanillo. Son las peores alimañas del mulato. Él hace como que no se entera de nada y éstos le resuelven el trabajo sucio. Cuando lo del cuartel Moncada, en Santiago, enviaron a un equipo y liquidaron a sangre fría a la mayoría de los asaltantes. Eso después de reventarles los tímpanos y molerles los huesos a culatazos. Dicen que cuando un grupo de representantes americanos fue a quejarse a Batista de los excesos de la policía y del SIM, el mulato se los quedó mirando y los despachó diciendo: «Las víctimas son comunistas y esos que asesinan son mis amigos. Y yo soy el amigo de su país. O sea, que no me vengan con mariconadas.» Lo raro es que te dejaran ir. El gordo estaba tras el mostrador. Llevaba otra de sus camisas floridas. Le daba un aspecto de muestrario ambulante de pinturas acrílicas. Se le veía sofocado: –Señor Losada, ayer a media tarde vinieron preguntando por usted unos caballeros de la policía y les tuve que dar la llave de 161
la habitación. ¿Quién pagará los daños? Esta es una casa decente y no queremos complicaciones... –Despanier le perforó con la mirada y el gordo no terminó la frase y me entregó la llave. –¿Y el sobre que le dejé? –Aquí lo tengo, nadie ha venido a recogerlo todavía y ellos no preguntaron. Lo atrapé camino del cuarto. Por allí había pasado una plaga de langostas y después un ciclón. Habían rajado hasta el tubo de la pasta de dientes y el bote de talco. La maleta yacía descerrajada y bostezaba boca abajo en el suelo. Tanto el colchón como la almohada estaban destripados y la borra se había esparcido por todos los rincones. Ni los pomos de las patas de la cama estaban en su sitio y los cajones del armario, vacíos, formaban una torre junto al balcón. La ropa se amontonaba sobre el somier, al lado de un par de libros, unas cuantas revistas y periódicos atrasados. Me giré en redondo y vi al gordo observando desde la puerta: –¿Y el insecticida? –grité. Me miró como si el espectáculo me hubiera trastornado. –Creo que es mejor que busque otro lugar. Esta es una casa decente... –Y mis nalgas son Yul Brynner –atajó Despanier. –¡El insecticida! –repetí. El gordo trotó por el pasillo y regresó con el pulverizador. Paseaba la vista por el techo y el suelo escrutando una posible invasión de cucarachas. Desenrosqué el tapón del tambor y saqué un rollo de billetes sujetos con una goma. Me aseguré de que no faltaba uno solo de los trescientos pesos. –Esa croqueta es la que buscaban las víboras del SIM... –apuntó Despanier. –No creo, el otro rollo se lo tropezaron y se lo llevaron, pero lo que andaban buscando era otra cosa... –me volví hacia el conserje–: Déjenos solos –Despanier apoyó la sugerencia con un breve giro del torso y el gordo salió cerrando la puerta. –Esto es lo que andaban buscando. Rasgué el sobre y extraje la carpeta de Suárez. Saqué el papel carbón y lo pegué al cristal. Repasé los trazos visibles de las teclas. Unos centímetros más abajo del encabezamiento de la carta 162
a Abascal aparecía otro nombre que se solapaba con el primer párrafo. Estaba algo desplazado a la derecha y le faltaba la primera letra, pero Abascal lo había enunciado completo: «-brador», tenía que ser el mismo periodista Ramiro Obrador del que me había hablado Abascal. Debía de ser otro de los destinatarios de las cartas de Suárez. Volví a doblar los papeles, los introduje nuevamente en la carpeta y luego en el sobre. –Yo te los guardo –ofreció Despanier–. Esta gente son unos bárbaros jugando al escondite. Fuimos primero hasta su casa. –Quédate en el carro, no vale la pena que lo cierre. Bajo en cinco minutos, es sólo coger una llave –dejó el Chevy en marcha y regresó agitando un llavero–. Gallego, ¿tú sabes cuál es la vida media de un carro parqueado en plena calle en el barrio de Jesús María? –aguardó para ver si picaba, pero permanecí en silencio–: Treinta minutos... ¡Te llevan las ruedas y el volante en marcha y no te das ni cuenta! –soltó una carcajada y enfiló hacia el Cerro–. Vamos a ver si son tan guapos que se atreven a reventarme la taquilla en Los Alacranes. –Tengo otra idea mejor. Vamos para Centro Habana, a la calle Ánimas, entre Perseverancia y Campanario. –¿Al barrio de Colón? Tú mismo. Pero tú sabes que lo que hay allí es la penúltima parada de la guagua que va al infierno... –Ahí es donde vive Xiomara. –Está bien, chico. Podías haberte buscado la jeva en un reparto mejor. En la radio transmitían un discurso del vencedor de las elecciones amañadas por Batista, Rivero Agüero. Se refería a la votación como si de veras creyera en el resultado. Elogiaba la «honda emoción popular, confirmatoria de hasta dónde ha calado en la ciudadanía el hermoso mensaje que como bandera y prédica he paseado por los cientos de mítines relámpago que he pronunciado a lo largo y ancho de la República: ¡Cuba primero...!» –El tipo es medio pendejo –comentó Despanier–. Batista lo maneja como a un pelele y lo deja de fachada para seguir mangoneando desde la sombra. Sabe que tiene que replegarse de la primera línea y lo pone a él para recibir los golpes. Oye esto –subió el volumen: 163
–«...El país está fatigado por la violencia fratricida. Yo ofrezco como aval la vida de un hermano enterrado, víctima de las pasiones desatadas, y los lagrimales de una anciana madre que no se ocluirán mientras le quede un soplo de vida...» Al final de la proclama, el boletín emitió un par de comunicados del Estado Mayor en la línea habitual. El primero desmentía los rumores que hablaban de la detención de media docena de oficiales por conspirar contra las instituciones. El segundo hablaba de «progresos en la ofensiva final contra los grupos rebeldes que siembran el terror en Oriente». –¡Esa guayaba no hay quien se la trague! –exclamó irritado el botero–. Si quieres enterarte de la verdad, tienes que darle la vuelta completa a todo lo que dicen. Cada vez que desmienten un rumor es porque es verdad. Un socio me confirmó ayer que los barbudos controlan ya casi todo Oriente y que hay columnas luchando en Santa Clara. Tienen la isla cortada por la mitad y estos comemierdas siguen hablando basura. ¿Sabes lo que me recuerda esto? Un caso que me contaron de un avión. Volaba por los Estados Unidos y atravesó una tormenta con muchos relámpagos. Les cayó arriba un rayo, pero de momento no pasó nada. Continuaron, llegaron al destino y aterrizaron normal. Pusieron la escalerilla y cuando los pasajeros bajaron y tocaron tierra se quedaron todos carbonizados. ¡Di tú! –Lo veo raro. Pero es posible. –¡Qué va! Yo también pienso que es un cuento, pero lo escucho como una película. Aquí es. Estábamos frente al número doce. Ascendí por la escalera hasta el segundo. Pregunté por Xiomara a una vecina que recogía ropa tendida. Se fijó en los hematomas y respondió con desconfianza: –La mamá del niño salió hace un rato a hacer unos mandados; luego iba al trabajo. Hasta ese momento no me había dado cuenta del crío mulato que arrastraba a sus pies un camión de bomberos. Casi todas las puertas y ventanas que daban al patio estaban abiertas y dejaban escapar ecos radiales con cantantes vociferantes que llegaban rebozados con olores de comida agria. La vieja acabó de cargar el balde y me invitó a pasar a un cuarto con dos camas y una mesa 164
cubierta con un mantel de plástico. De una pared colgaba un calendario de cerveza Polar con una rubia sonriente y, en la cocina, una olla a presión silbaba una melodía de frijoles. Mientras doblaba la ropa le pasé la mano al niño por la cabeza y él me observó con atención. Tenía los ojos grandes y sólo llevaba puesto un pantalón corto de tirantes. Rebusqué en el bolsillo y saqué la ficha verde del Sans Souci. Se la mostré y luego cerré las dos manos y las tendí hacia él. La primera vez le dejé acertar y eso le animó. Después hice desaparecer la ficha y simulé encontrarla detrás de su oreja. Así le tuve entretenido un rato haciendo juegos de manos hasta que la vieja me atendió. Le pedí que le entregara el sobre a Xiomara para que lo guardara. Cuando iba por las escaleras me di media vuelta y vi que el niño me había seguido por el pasillo. Me llegué hasta él y le mostré la ficha otra vez. –¿Me la guardas? –hizo que sí con la cabeza y desapareció de la vista en cuanto la deposité en su mano. –Creí que te quedabas a vivir con tu mulata –dijo Despanier nada más arrancar–. ¿Dónde vamos ahora? –A Radio Progreso, cerca de la Rampa. –Sé dónde es. Me entrevistaron varias veces cuando estaba arriba. Yamil Chade tenía buena mano ahí, con el comentarista de deportes. –¿Quién es ése Chade? –Un libanés garrotero, un descarado. Un día Samy se me presentó y por las buenas me dijo que le había vendido mi contrato al garrotero. Parece que había pasado por una mala racha en el juego y había empeñado hasta los zapatos. Siguió bajando y lo único que le quedaba era yo... El sol lanzaba rayos violentos sobre el asfalto, arrancaba irisaciones a las piedras de la acera y rebotaba en las casas blancas de la zona. La claridad del día penetraba por los poros y hería la vista. –El libanés me citó en su despacho, detrás del Capitolio, y cuando estuve frente a él dijo: «Bueno, bueno, bueno.» Yo estaba berreado, no tenía ganas ningunas de cambiar y todo lo que le contesté fue: «¿Compadre, cuántos buenos necesita usted para saludar?» Parece que le hizo gracia, porque se levantó y me dio la 165
mano. Díceme: «Vamos a hacer grandes negocios.» Dígole: «Yo sólo sé hacer negocios con los puños.» Se rió y respondió: «Con tus puños y mi cabeza los negocios serán mejores.» Al principio las cosas no fueron mal, aunque era diferente que con Samy. El porciento que se quedaba era mayor y me descontaba cualquier gasto. Si antes le daba a Samy un 33 por 100, un suponer, ahora el 50 iba para el mánager y el 10 para Samy, que siguió como chief second. La parte buena es que las bolsas aumentaron. Viajamos por América del Sur primero y luego por Estados Unidos. –Así que conociste mundo... –Ya lo creo, aunque siempre me hubiera gustado caer por España y por Europa. La cosa es que la primera pelea de la gira fue en el Luna Park, en Buenos Aires. Allí me anunciaron en los carteles con el alias de Kid Cacao, por mi piel y para aprovechar la fama de Kid Chocolate. El rival era un argentino, Osvaldo Terragno, un buen esgrimista, de academia; pero con una pegada más blanda que un edredón de plumas. Antes del combate vino Samy y me dijo: «Quieren hablar con nosotros.» Fuimos al despacho del promotor y allí estaba Yamil con un argentino. Díceme el tipo: «Aguántale hasta el catorce. Si es preciso le sujetas para que no se caiga.» Y casi tuve que hacerlo. Finteaba como un contorsionista y en cuanto me acercaba clincheaba como para bailar un tango. Se había untado vaselina en los guantes, en el cuello y en los hombros, pero ni por esas. Al acabar el primero, nada más sentarme en la banqueta, le dije a Samy: «Me va a costar sostenerlo de pie como no suspendan la ley de la gravedad.» Yo dejaba baja la guardia y él colocaba algunas caricias. Hice ver que sus golpes dolían y eso le gustaba al público. En el catorce estaba impaciente por terminar con aquella comedia. Fui a su encuentro y lo desmonté al primer golpe, con un recto en medio de la mandíbula. Mientras aguardábamos una luz verde seguí con la vista a una vieja loca. Hablaba sola, provocaba a los transeúntes y regañaba a las plantas. –Me llevaron también a Montevideo y Guayaquil –siguió Despanier–. Y allí tumbé a otros cuantos paquetes. Los periódicos cubanos siguieron la gira y agotaron el diccionario buscando adjetivos para elogiarme. Ahí fue la primera vez que me entrevistaron en Radio Progreso, cuando volví de América del Sur. 166
Pero Yamil Chade no tenía bastante con eso. ¿Sabes lo que es un garrotero? –Como un prestamista, ¿no? –Sí. Así mismo es. Él decía que era un comerciante y que su mercancía era el dinero. Pero no es verdad. La mercancía no es el dinero, es la miseria de la pobre gente. Acuden a su despacho con sus problemas y con algún objeto de valor que les queda y reciben préstamos a precios de usura. Llevan miseria y el garrotero les multiplica la miseria. Luego, todos los días de cobranza, los agentes siguen a la víctima como la sombra al cuerpo. Los ves a finales de quincena pegados a él, con un arma visible. Siempre según las categorías de la víctima. Los agentes de primera te dan jamón de pistola, los de tercera llevan un cuchillo matavacas... –Ése era tu agente. –Ése era. Y te digo que al principio no me fue mal. Pero, como dice el proverbio abakuá, «poco dura el dulce en la boca». El libanés tenía planes más grandes para mí. Eso dijo. Y eso significaba ir al norte y el bocado del norte era demasiado grande para comérselo él solo. Se puso en contacto con un raquetero de Nueva York, Frankie Garbo, un sonofabicho. Garbo movió la cosa. Aquello ya no era boxeo, el dinero que se movía en las apuestas era mucho más que el de la taquilla y los tipos lo manejaban todo a su gusto. Nada más aterrizar se quedaron con mi pasaporte y con el de Samy, para asegurarse de que no les fallábamos. En total estuve allí cuatro meses. –Ya me hablaste de un par de combates... –Exacto; el de McCowley y el de Nero Ching. Bueno, empecé en Atlantic City en un pabellón al aire libre. Fue un combate normal, sin trucos, y gané contra un italiano, a los puntos. A las dos semanas fue lo de McCowley y un mes después lo del portorriqueño. Luego fuimos a Nueva Jersey. Allí había bastantes cubanos. Observé el reclamo de un puesto de lotería. Proclamaba una verdad como una catedral: «Nadie se ha hecho nunca rico trabajando.» Y agregaba: «¡Juegue lotería!» –Lo que me habían preparado era un circo. Me pusieron enfrente un abuelo rechoncho que venía de la lucha libre y que no 167
sabía ni cómo se amarraban los guantes. Antes de empezar vino a verme al vestuario Garbo con otros dos mafiosos y unas fulanas. Díceme: «¿Estás listo?» Le contesté que no me iba a costar mucho tumbar a ese tapón de bañadera y me respondió: «Lo sé. Así es como vas a empezar, ganando, hasta que las apuestas se pongan interesantes. Luego te vas al cuerpo a cuerpo y le dejas que te trabaje un poco. En el diez o el once te tiras al suelo.» Protesté, le hice ver que con ese tipo no se podían hacer más que albóndigas. Samy me apoyó, le advirtió que la gente se daría cuenta. El mafioso se puso hecho una furia, se debió molestar de que le lleváramos la contraria delante de sus amigos. Comenzó a insultar a Samy y dijo que no iba a gastar saliva con dos imbéciles y que en la calle podía comprar diez como yo por lo que le habían costado los pasajes. Por la forma de hablar parecía convencido. Sacó los dos pasaportes y una fosforera. La encendió y les acercó la llama. Estaba fuera de sí, tanto que le creí capaz de darles candela allí mismo. Samy bajó la cabeza y le rogó que se calmara. Le aseguró que lo arreglaríamos como quisiera. A las zorras aquellas les hizo gracia la escena... Salieron del vestuario riendo. –¿Cómo acabó? –Perdí. No como él había dicho, porque era imposible que la bola de sebo me tumbara. Pero Garbo y su gente estaban sentados en las sillas de primera fila y cada vez que cruzábamos la mirada me enseñaba los pasaportes. Los cinco primeros rounds le solté unos cachetes y a partir del sexto le di pita. En el décimo, el gordo resoplaba como un búfalo y yo hice lo único que podía para perder: le solté un golpe bajo para que me descalificaran. Me dieron perdedor por foul. La cosa acabó en una bronca monumental. –En total, dos derrotas y dos victorias. –Hubo un quinto. –¿Después de Nueva Jersey? –«Necesidad hizo parir mulato.» ¿No conocías ese dicho? –¿Ganaste o perdiste? –Lo dieron nulo. –En total, dos victorias, dos derrotas y un nulo. –Eso oficialmente. Para Frankie Garbo todas fueron victorias menos la última. 168
–¿Y en tu cuenta? –Esas cinco peleas prefiero no contarlas. Volví con medio ojo menos y con un buen dinero. También aprendí cómo trabaja allá arriba la Mafia. –¿Qué pasó en el último? –sonrió satisfecho. –Mejor te hago el cuento otro día. Es aquí. Radio Progreso ocupaba todo un inmueble en la misma divisoria entre Vedado y Centro Habana, la avenida Menocal. Las diferencias sociales se percibían entre las dos aceras, como si un sociólogo de laboratorio hubiera trazado una linde en medio de la calle. Los oyentes de Radio Progreso están del lado pobre y los directivos, actores y locutores viven del otro lado de la frontera invisible. Cruzamos unas puertas de vidrio corrugado y en la recepción preguntamos por Ramiro Obrador a un sujeto que estaba almorzando a hurtadillas. Levantó dos dedos, como si celebrase una victoria y señaló el directorio. En las paredes ya se asomaban los adornos navideños: un Papá Noel triscaba por un cerro plateado montado en un trineo tirado por renos. Encima de los ascensores habían colocado guirnaldas y bolas de colores. En la segunda planta los estudios se distribuían en torno de un recibidor con varias filas de asientos. La mayoría de los que aguardaban tenían tan poco que ver con la radio como nosotros. Esperaban para entrar en la sala desde donde iban a emitir la radionovela «Con el odio en las venas». Cuando hubieron pasado todos se encendió un piloto rojo sobre la puerta del estudio y pudimos seguir la emisión por los altoparlantes empotrados en el techo a la vez que veíamos a los actores interpretar la obra dentro de la pecera. –Él es Leonardo Moncada –susurró Despanier–. Lleva en antena casi dos años y tiene locas a todas las mujeres, pero lo sigue todo el mundo. Es lo máximo. Un tipo de voz engolada comenzó haciendo el resumen de la radionovela. Al parecer trataba sobre dos hermanos que se profesaban un odio mortal, sobre una madre atormentada en busca de su hijo, otra madre ocultando un horrible pasado para defender la felicidad de su familia, un asesino sin escrúpulos abusando del sacrificio de una tercera buena madre, un hombre ambicioso tratando de despojar a los humildes de lo que les pertenecía. Y, en 169
medio de todos ellos, la figura justiciera de Leonardo Moncada. Le recordé a mi amigo el objetivo de la visita: –Esto puede durar otros dos años. Asintió y se coló en uno de los estudios que tenían la puerta abierta. Le vi conversar con una limpiadora negra que recogía los ceniceros. Regresó al poco. –Parece que Obrador terminó hace un rato. –¿Dónde se le puede encontrar? –Eso mismo fue lo que le pregunté. Tres tardes a la semana va por la redacción de Bohemia. Parece que hace semana inglesa, pero hoy no le toca. –¿Y las otras? –Lo suyo es la hípica. –¿Puedes enterarte de si monta en el campo o en un picadero? –me miró con sorna antes de responder: –Gallego, aquí sólo hay tres tipos de gentes que montan a caballo: las muchachitas de la high que buscan marido en el Country Club y los guajiros que no tienen motor. –¿Y los terceros? –Los jockeys, chico. Obrador no sube ni a los caballitos del tiovivo, lo que hace es apostar en el Oriental Park. –¿Y a qué esperamos? –Esperamos a que abra, a las cinco. Antes te voy a llevar a un lugar donde preparan la mejor ropavieja de toda La Habana. Almorzamos en una fonda una especie de carne mechada fibrosa acompañada de plátanos fritos y abundante arroz moro. Para empujar el bolo nos despachamos cuatro cervezas por cabeza y dos cafés cargados. Todo por cuatro pesos. Al salir me sentía como si hubiera acabado hasta con la vajilla. Para llegar al hipódromo hay que cruzar media ciudad y el tráfico a esa hora era denso en el centro. Circulamos por calles poco transitadas y con bastantes baches, anchos y profundos como trincheras. Despanier los esquivaba con soltura: –Aquí los conductores para tener la licencia deberían pasar una asignatura: aprenderse de memoria los baches de la ciudad –comentó ufano. En uno de los cruces de la avenida de Bélgica Despanier arrimó el Chevy a la acera. Marchó a la carrera hasta la esquina y de170
positó un billete en el sombrero de un ciego que limosneaba en cuclillas. –Esta gente me rompe el corazón, compay... –comentó a modo de explicación. El Oriental Park era una especie de hangar descomunal dividido en dos secciones. En la zona interior colgaba una pizarra en la que figuraban las nueve carreras de la tarde, las distancias, los nombres de los caballos, las cuadras y los jockeys. En las casamatas de los books de apuestas se formaban colas y cada poco un individuo ascendía por una escalera de madera y garabateaba con tiza el precio de las combinaciones. Afuera, los corredores vivaqueaban por las gradas entre el público. Exhibían sus talonarios y despachaban las consultas con expresión profesional. Cerca de la valla que separaba los asientos del turf los potreros encaminaban las bestias hacia el poste de partida sujetándolas de la brida. Los jinetes, de la complexión de un enano raquítico, marchaban pensativos. De la línea de llegada regresaban varios potros con aire cansino. El ganador marchaba con más brío mientras su dueño le acariciaba la grupa, justo al lado de la carona en que estaba grabado el número tres a gran tamaño. Había pocos mulatos y casi ningún negro, salvo los vendedores de refrescos. Despanier me indicó que esperara y marchó a hacer sus pesquisas. Me estacioné en la sombra, junto a la barra del bar y pedí un jaibol. –Amigo, me dejó esperándole el otro día... –una voz familiar sonó a mi espalda. Me giré y allí estaba el poeta del Sans Souci: –¡Arroz Jonchí! –Teddy llevaba el nudo de la corbata aflojado y tenía la mirada vidriosa. Seguía con el mismo aspecto de niño grande, sólo que, a la luz del día, la nariz exhibía ese color escarlata que únicamente se consigue desayunando ron con cereales. –¡He compuesto otra poesía! –¿A la misma muchacha o a otra? –Ésta se la he dedicado a Dora –no tuve tiempo de preguntar quién era Dora ni cómo había terminado lo de Leyzie, porque recitó el ripio de corrido–: Oye esto: «Quema el oro del sol tu gracia plena/ Y eres hecha de sol y cedro toda/ Cinamomo es tu carne de morena/ Debajo de tus trajes a la moda...» –¿Qué quiere decir cinamomo? 171
–Es un árbol de adorno, con unos frutos de los que se hacen las cuentas del rosario... Lo explico más adelante. Y sigue: «Hoy moderna flor de los salones/ Con tu paso indolente vas altiva/ Y hay un brotar de cálidas pasiones/ Ante la gloria de tu estatua viva...» –Teddy, ¿por qué no pruebas a dejar de beber y llevas a Dora a bailar? –Eso mismo dice mi padre. Pero estoy convencido de que a las mujeres se las conquista con sensibilidad y con poesía... –gimoteó. Habló muy cerca de mí y me llegó un hálito de alcohol tan espeso que temí que me destiñera la corbata. –Haz caso a tu padre, Teddy. Los poemas que les gustan a ellas son como el del arroz Jonchí: palabras bellas envolviendo cosas prácticas... Se quedó pensativo, con expresión de desengaño, como la primera vez que uno levanta el vestido a una muñeca y no encuentra nada entre las piernas. Aproveché y fui al encuentro de mi amigo botero que conversaba con un tipo en el quicio de uno de los portones que daban al anfiteatro. Llevaba el pelo peinado hacia atrás con brillantina y tenía la nariz aplastada, como si se pasara la vida pegado a las lunas de los escaparates. –... Caney ha bajado de categoría y ya superó la lesión; está barata de veras –Despanier movía la cabeza–. La carrera es bien cerrada y las apuestas queman. Si quieres algo más seguro, espérate a la cuarta. La pista está heavy, de manera que White Princess ganará a la Gitana sin problemas y puedes llevarte tres morados por uno... –Raúl, ya tú sabes lo que pienso de las carreras hípicas. Sólo sirven para que se entretengan los ricos y para que pierdan el sueldo los negros ascensoristas –le desalentó Despanier. –¿Y tu amigo? –No pierdas el tiempo, chico –zanjó el botero. El corredor desistió y se guardó el talonario en el bolsillo de la guayabera. Levantó las dos palmas y dijo: –Está bueno, está bueno. Pero mañana te arrepentirás en cuanto abras el periódico... Vamos con lo que te interesa: Obrador estaba hace un rato junto a la reja. Llevaba un traje blanco. 172
Le reconocerás en seguida porque cada vez que pierde una carrera saca la petaca y le da un cañangazo al coñac. Y pierde la mayoría... –de pronto, se puso en guardia, dijo: «¡Box!» y amagó un gancho en el estómago del negro. Despanier soltó una risotada y se cubrió. –Sigues con el mejor hook de la isla. Salúdame a Samy si le ves. Se despidieron con un apretón de manos y varios palmetazos en los omóplatos. Descendimos por el graderío y dimos con Ramiro Obrador. Tal como nos había descrito el corredor estaba apoyado en la cancela. Era el único con traje blanco y llevaba una corbata con un nudo minúsculo, como un meñique mal vendado. Me adelanté y le ofrecí un cigarrillo. –Creo que Caney ya superó la lesión –apunté. Rechazó el Regalías y sacó un Camel. Me dio fuego con un mechero de plata. –Caney es una mierda, como las demás. Estoy haciendo tiempo hasta la octava. Juanito Posada monta a Crocodile Tears en la milla y sesenta yardas –me miró de reojo y dijo–: ¿Qué busca usted? –Estaba siguiendo las carreras y un amigo me dijo que usted era el famoso Ramiro Obrador, le sigo en Bohemia –sacó la petaca del bolsillo interior de la americana y mientras la desenroscaba me dijo: –Amigo, usted no sabría distinguir una yegua de un semental. ¿Qué quiere de mí? Se sacudió un buen lingotazo y se chupó los dientes para recoger el coñac que se hubiera quedado adherido en las encías. –Bueno, he leído algunas de las cosas que ha escrito sobre el túnel de la bahía y creo que un conocido mío le escribió una carta denunciando algunos abusos. –¿Cómo se llama ese conocido suyo? –Suárez. Se llamaba. Hace meses se fue al otro barrio. –¿Gallego? –En cierta forma, pero no exactamente de Galicia. –Ya sé cómo es eso. ¿Y usted? –Por el estilo. –No me convencen los gallegos en el trópico. Pasa como con casi todos los animales que trasplantan a ambientes extraños. 173
Unas veces se reproducen demasiado aprisa como los conejos en Australia o las cabras en Polinesia. Y otras se hacen peligrosos, como los gatos en la Antártida o las mangostas en el Caribe. –¿De dónde proceden sus antepasados? No me hizo ni caso. Se saltó la última pregunta y contestó a la penúltima: –Usted ya estuvo con Abascal –no supe qué era más oportuno decir, así que me quedé callado–. Ese conocido suyo parece que sabía algunas cosas sobre East Havana Land. Cosas que andaba comentando. Esos comentarios no les gustaban a los dueños de East Havana Land ni tampoco a los amigos de los dueños. –¿Quién está detrás de la sociedad? –Vaya a las oficinas, le darán un folleto con el directorio. –He dicho detrás. Por lo general, a los peces gordos no les gusta dar la cara. –Pues en este caso aparecen casi todos los peces gordos. Son peces gordos y vanidosos. Incluso Navarro está en el consejo. No hacía el menor esfuerzo por resultar simpático. Daba la impresión de seguir hablando por inercia, como si hiciera tiempo hasta el inicio de la siguiente carrera. –El único que se reserva –añadió– es el más gordo de todos: Patiño. Pero Patiño nunca figura. Rara vez se deja ver en público; yo le he visto de cerca sólo dos veces. Y si de él dependiera, los grafólogos se morirían de hambre. Lleva ya unos cuantos años en los negocios más turbios y nadie conoce su firma. –¿Qué relación tiene con Navarro? –De cómplices. Nadie sabe cuál de los dos es el que manda. Supongo que tienen un reparto de papeles. Navarro es senador y juega la baza política. Patiño se mueve en la sombra. Digamos que se complementan como una hiena y una mangosta. –¿Y Lansky, qué tiene que ver con ellos? –apartó la mirada de la pista y habló articulando menos. –Amigo, Lansky juega en otra división. Se entiende directamente con Batista y no se mezcla con la gente de aquí. ¿Ha oído hablar de la Mafia? –Algo he oído. –Lansky, igual que Santos Traficante, es la Mafia. Y la Mafia aquí no se complica en negocios menudos desde que expulsaron 174
a Lucky Luciano hace diez años por presiones de los americanos. Llevan una vida discreta y se limitan a lavar en empresas bastante legales el dinero que ganan en el norte con sus pillerías. –¿Todo lo que hacen es legal? –Tratándose de la Mafia, legal es una palabra bastante relativa. Pero en general, sí. Tenga en cuenta también que la ley la pueden redactar desde casa y eso facilita mucho las cosas. El sol se había retirado detrás de unos nubarrones densos y hacía un calor sofocante. Me quité la chaqueta y la plegué sobre la barrera. Aunque no lo demostraba, se fijaba en cualquier detalle. Ahora le sorprendí mirando de reojo la etiqueta. –La cuarta va a empezar –dijo, e hizo ademán de desentenderse de mí. –¿Puedo preguntarle una última cosa? –Inténtelo –dijo aburrido. Saqué de la cartera la foto en la que aparecía junto a Medina y Dalmau y se la mostré. –¿Ha visto alguna vez al del centro? Se caló unas gafas de carey que sacó de un estuche plateado y observó el retrato unos segundos. Cuando me la devolvió me pareció que tenía las pupilas dilatadas, aunque podía ser un efecto de los cristales. –Se les ve bastante más jóvenes... –Tiene ya casi veinte años. ¿Le suena su cara? –Todos los soldados se parecen, pasa como con los chinos. Los altavoces anunciaron la siguiente carrera. Me iba a dar la vuelta cuando Obrador me dijo: –Sastrería a medida, ¿eh? –señaló mi chaqueta–. No todo el mundo puede retratarse en El Sol. No le contesté. Subí los peldaños de dos en dos para cobijarme cuanto antes en el aire acondicionado.
Es hora de pensar. Pensar espanta Cuando se tiene el alma en la garganta. José Martí
La sastrería El Sol ocupaba un ángulo interior en la galería comercial conocida como La Manzana de Gómez. Lo de Gómez viene de su promotor, un español con ideas innovadoras. Lo de Manzana se explica porque ocupa una cuadra completa frente al parque Central. Dispone de cuatro entradas, una en cada esquina. Las dos primeras dan al parque, hay otra que desemboca a los pies de un edificio imponente coronado por el murciélago de Bacardí; la cuarta queda a un paso del Floridita. La sastrería se localizaba junto a la camisería El Dandy, en el vértice norte del aspa que forman los dos pasillos que trizan La Manzana. En casi todos los escaparates nevaban grandes copos de algodón y en varios de ellos habían dispuesto además belenes. Un Papá Noel tañía su campanilla desde el interior de una juguetería, resguardado de los treintaypico grados ambientales con el aire acondicionado. Aparte del nombre, que hacía pensar más bien en un periódico, El Sol tiene otra particularidad: se anuncia con la rúbrica «Sastres Anatómicos y Fotométricos». El significado me lo explicó un dependiente rubio y atildado después de exhibir el calcio brillante de la dentadura: –Tiene usted que pasar al laboratorio. Allí le tomamos las medidas y el peso y se le retrata de cuerpo entero... –¿Desnudo? –En paños menores. Esa fotografía se amplía a tamaño natural y con ella se confecciona un maniquí en el que se realizan todas las pruebas y que permanece en nuestros archivos para ulteriores encargos. Así no tenemos que molestarle cada vez que desee renovar su ropero. –¿Y si engordo? –hizo un mohín y aleteó sus pestañas largas y rizadas como las de Pedrito Rico. 177
–No se lo aconsejo. La elegancia masculina es un conjunto de reglas que se adaptan al tipo físico y a la personalidad de cada cliente. Por ejemplo, un hombre grueso debe evitar el uso de cuadros y escoger las rayas que le dan mayor esbeltez. Pero una buena silueta facilita mucho el trabajo sartorial. Inspeccionó mis flancos con aprensión de forense y formuló su diagnóstico: –Por ejemplo, usted es una persona de complexión robusta, pero no es grueso. Le convendría un color entero que acentúe su esbeltez o bien las listas anchas. Aquello empezaba a resultar engorroso. Me inspeccionó la cara y después el traje, como si quisiera adivinar cuánto había costado y prosiguió: –Su piel es cetrina y no debería acentuarla con trajes de pintas demasiado vivas; los tonos neutros son los más adecuados para producir armonía. Aunque eso no quiere decir que deba conformarse con colores ortodoxos. La moda ha traído una nueva juventud a la indumentaria masculina. La clave está en compaginar confort, elegancia y fantasía. Le mostraré algo que se adapta a la perfección a sus rasgos. Disculpe. Desapareció en el interior y regresó con un catálogo abierto por una página doble. Un sujeto con boquita de piñón posaba recargándose en un Mustang descapotable sobre un fondo urbano. –Es un modelo combinado. La chaqueta en estilo Ivy, confeccionada en worsted, con el amplio rayado del blazer en negro, gris y carmelita; el pantalón es de franela gris. Combina bien con una camisa estilo Oxford y una corbata de tricot de seda. ¿Qué me dice? –No me lo pondría ni de mortaja. –¿Perdón? –Me lo pensaré un rato –marché a curiosear al otro extremo de la tienda, donde exhibían las telas en estantes de maderas oscuras. El cachemir, la muselina, la gabardina y la franela eran los tejidos de la temporada. Los muñecos del escaparate estaban disfrazados con trajes de tres botones y pantalones con vuelta ancha. Tomé una revista y me quedé hojeándola mientras meditaba el siguiente paso. Según parecía, el traje combinado estaba siendo la sensación de la temporada. La palabra Moda aparecía escrita 178
siempre en mayúscula y unos petimetres relamidos y sonrientes adoptaban poses afectadas enfundados en ternos ceñidos. Según la revista, aquello se llamaba Slim Line y consagraba el triunfo definitivo de La Moda. Miré de reojo y comprobé que mi dependiente revoloteaba en torno a un cliente en el rincón de las corbatas. Más cerca de mí, un individuo de unos cincuenta años, con cabellos y bigote plateados, conversaba con otro que podía ser un hermano mayor y alopécico. El primero parecía indignado y apoyaba a veces sus frases con golpes secos de anillo contra el mostrador. Me aproximé con disimulo. –...y quien no ve las relaciones directas que existen entre la decadencia y el descuido en el vestir y en el hablar por parte de tantos jóvenes y la crisis de los sentimientos de humanidad y de respeto a la vida entre nosotros, quien no se percata es que no comprende nada en el mundo de hoy en día –el calvo asentía–. El guayaberismo anárquico e insolente, ese guayaberismo de cualquier sitio y cualquier hora, tiene mucho que ver con el matonismo. Y dígame usted, ¿qué otra cosa es la grosería en el lenguaje y en los ademanes sino un anticipo de gansterismo y de violencia antisocial? Todo es comenzar con el desdén al prójimo. Primero se le niega el derecho a recibirlo o a visitarlo correctamente vestido y luego se le van negando todos los demás derechos, para terminar negándole hasta el derecho a la vida. Se acaloraba con su propia oratoria y subrayaba sus sentencias con gestos tensos y afectados. No me parecía que se hubiera percatado de mi incorporación a la tertulia. –Ese jovencito que comienza por maltratar a la joven visitándola en día de fiesta con una guayabera entreabierta a la manera del hampa termina por desconocer todas las convenciones y actuando a la manera del hampa. Si no quiere rendirle a la joven ni el mínimo homenaje de esos frutos de la cultura que son el traje, la conversación correcta y el ademán cuidadoso, ¿me quiere decir cómo puede esperarse que ofrezca después los homenajes que un hombre civilizado reserva a la mujer que elige por compañera de su vida, por madre de sus hijos...? Por su forma de hablar quedaba claro que estaba ante el filósofo de El Sol. El cliente seguía asintiendo pero escudriñababa de reojo cada dos por tres un reloj de pulsera de esos que lucen una 179
gran esfera acribillada de pequeñas esferas. Parecía tener prisa o tal vez no lograba descifrar la hora en el laberinto de pequeñas manecillas. Hubiera sido normal, porque ese tipo de relojes poseen más instrumentos de precisión que la carlinga de un reactor y resulta más fácil seguir el ritmo de las pulsaciones o cronometrar una carrera de cien metros lisos que saber la hora. El pelmazo proseguía su cantinela: –..nadie recuerda a Martí en mangas de camisa. Nadie vio nunca a Varona, ni aun en la sala de recibo de su casa, sin los atributos de un caballero que cuida su apariencia porque respeta su esencia... ¿Que han cambiado los tiempos, como dicen algunos haraganes? No. Cambian los estilos, pero no las normas –se percató de mi presencia y el cliente aprovechó para zafarse de la conversación diciendo: –Recuerde que el esmoquin lo necesito mañana a más tardar. –No pase cuidado. Lo tendrá para lucirlo en el cotillón. ¿Se lo hago llegar a su domicilio o al Capitolio? –A casa. Mañana tenemos la última sesión del año –el sastre se despidió con una reverencia y se volvió hacia mí: –El senador Dueñas, don Evelio: un caballero –expresó a modo de explicación–. Se lleva una pequeña maravilla, un esmoquin en líneas clásicas, en worsted negro, con solapas de chal, en satín semimate. ¿En qué puedo servirle? –Acabo de escucharle y me ha convencido. Quiero hacerme un traje –me miró fijamente a los ojos, del modo que hacen los hipnotizadores y los policías de aduanas y replicó: –Pero usted no es cliente. Antes que nada tendrá que pasar por el laboratorio para tomarle los datos anatómicos y fotométricos. A partir de las tres el fotógrafo le atenderá. –El problema es que llevo algo de prisa. He llegado hace poco y necesito procurarme un ropero algo más adaptado al clima tropical –hice un gesto y señalé al termómetro ubicado junto al reloj y que marcaba casi noventa. –Descuide, son Farenheit. Para convertirlos a Celsius hay que restar 32 y dividir después por 1,8. –De todos modos, siguen siendo demasiados grados. –Lo malo no es la temperatura; lo peor es la humedad –suspiró–. Podemos aplicarle el procedimiento de urgencia. Resul180
tará algo más caro, pero lo tendrá en menos de una semana. –Siguen siendo demasiados días. Mire, conozco mis medidas. El traje que llevo me viene perfecto y pertenece a un amigo que sí es cliente de ustedes –me miró de arriba abajo y precisó: –Sí, es un Continental clásico, con delanteros redondeados y solapas inglesas. Está apurado... –dijo exhalando un suspiro filosófico–. La prisa es la enfermedad de los tiempos modernos –lamentó, como si hubiera pasado la mayor parte de su vida en los tiempos antiguos. –¿Cómo se llama su amigo? –Dalmau. Albert Dalmau. –No se me vaya a ofender, pero esos bolsillos rectos ya no los confeccionan ni en Brummel. No son de esta temporada. Déjeme que haga una comprobación en los archivos. No me invitó a acompañarle, pero me colé por la portezuela batiente del mostrador y le seguí por un pasillo ancho y alto con repisas abarrotadas de telas y decenas de trajes colgando de perchas sujetas con ganchos de una traviesa tubular. Debió de notar que marchaba tras él porque siguió con su perorata: –Hay gentes que no entienden nuestra insistencia en señalar las normas correctas en el traje y en la educación en tiempos en los que el país vive problemas tristes y desorientadores. ¿Precisamente ahora, dicen? ¿No es muestra de frivolidad y de insensibilidad ante la tragedia? Sabía perfectamente que no me tocaba a mí contestar a la pregunta, de modo que le cedí el gustazo de responderla. –¡Precisamente ahora!, les respondo a esos haraganes. Ahora que el país vive sumido en una crisis honda y compleja es cuando más urge la insistencia y la perseverancia de quienes están, estamos, si me permite la jactancia, en condiciones de educar –subrayó la palabra educar–, de amansar a la bestia, de cultivar en los hombres los sentimientos de civilización y elegancia. Por lo que entendí, su teoría consistía en sofocar la guerrilla con trajes de muselina. Llegamos a una estancia amplia y refrigerada con varios obradores de madera y un pescante del que pendían centenares de fotos de varones blancos en calzoncillos enmarcadas en una especie de bastidores. Estaban colocadas en orden alfabético y unos salientes separaban las letras. 181
–¿Dalmau? –preguntó. –Sí, Albert Dalmau –abrió un hueco en la fila de trajes y siguió hablando: –No me canso de repetirlo. En cuidar el vestir, las normas de la educación y el trato con los semejantes se encierra la síntesis de todo lo que el ser humano ha hecho a través de los siglos para dejar de ser un torvo animal, un sujeto de bárbaras pasiones y reacciones ciegas... Aquí está Dalmau –extrajo un bastidor y lo colgó de un perchero. Delante tenía a mi amigo. Miraba a la cámara con expresión ceñuda, muy semejante a como yo lo recordaba la última vez que nos vimos en Barcelona hacía más de diez años. Sólo que ahora únicamente llevaba puestos una camiseta de tirantes, los calzoncillos y unos calcetines negros. En la semipenumbra del local, su figura recortada contra la taquilla parecía más real que el sastre y su estúpida perorata, más real que mi viaje y que mi búsqueda, más real que la descabellada situación que había ido tejiendo a mi alrededor desde mi llegada a La Habana. El sastre se agachó y examinó algo que estaba anotado en el reverso de la lámina. –Es extraño... El último encargo está registrado en septiembre de 1951... –¿Dónde está lo extraño? Tal vez haya cambiado de sastre. –Lo extraño, mi amigo, es que el traje que usted lleva puesto y que, tal como ha dicho atinadamente fue confeccionado en nuestra casa, no es, desde luego, de esta temporada... –Eso ya lo dijo... –Pero tampoco es de hace siete temporadas. Esa franela nos la sirvió un fabricante de su país, Sobrinos de Nazábal, que es proveedor nuestro desde hace solamente tres años. Y esas solapas estrechas y esos bolsillos rectos son del catálogo de invierno de 1956... –¿Está seguro? –Somos meticulosos, es el secreto de nuestra superioridad sobre los competidores. Todos los datos se conservan. Aquí tiene la mayoría. Hay una persona dedicada exclusivamente a llevar el registro y los archivos. Y hasta ahora jamás, digo bien, jamás, ha fallado. –¿Y las demás? 182
–¿Perdón? –Ha dicho que aquí están la mayoría. ¿Y las restantes? –volvió la vista hacia una oficina oscura separada del almacén por una vidriera y respondió nervioso: –Mantenemos también, naturalmente, el archivo confidencial, con las referencias de algunos clientes muy especiales a quienes atendemos a domicilio. Usted comprenderá que aquí también se viste la flor y nata del país. Son personas que no quieren que su foto en prendas menores ande circulando... –¿Y esos, dónde los guarda? –Ya le he dicho que es del todo imposible que su amigo figure entre ellos, son unas docenas, todos ellos personalidades públicas; algunos, si me permite la inmodestia, personalidades internacionales, como el generalísimo Trujillo, a quien tengo el orgullo de atender en su propio país. –¿No puede revisarlo? –Esta situación me causa un enorme fastidio... Puedo asegurarle que en ese fichero no hay ningún Dalmau. Pero es más, aunque lo hubiera sería inútil, porque ese fichero, como acabo de manifestarle, no contiene piezas fotométricas. En ese momento sonó un teléfono en la pared del fondo y el petimetre se disculpó y marchó a atenderlo. Aproveché para echar un vistazo en los bastidores alineados en el pescante. Reconocí a varios senadores y hombres de negocios y unas cuantas caras que me sonaban de la prensa y del acto social de las Colinas de Villareal. En la C encontré a Castellanos, el candidato a alcalde de las obras del acueducto. En calzoncillos perdía cualquier vestigio de prestancia. Rebosaba la gordura de atleta que deja de hacer deporte. Los músculos se sueltan, igual que ocurre con las multitudes después de una dictadura, y se forma una barriga abultada y deforme, como una gaita escocesa. –¡Chsss, chss..! Me giré y vi al sastre haciendo muecas desde el teléfono. Le ignoré y proseguí la inspección. En la E tropecé con Estévez, el directivo del Centro Gallego. La carne fofa de los michelines desbordaba el tensor de los calzoncillos y las varices surcaban las pantorrillas por encima de los calcetines, sujetos con ligas. Había algo obsceno en esa legión de personalidades retratadas en calzoncillos. 183
–Me voy a ver obligado a invitarle a abandonar nuestro establecimiento... –dijo irritado el sastre en cuanto colgó el auricular–. Nuestras normas son muy estrictas y no se puede fisgar en la intimidad de las personas. Cuando se vulnera la privacidad... –Sí, ya sé, la chusma se adueña de la calle y los hampones imponen su ley. –Exactamente. Creía tratar con un caballero. –Y así es. Pero los caballeros también somos humanos y no somos inmunes a la curiosidad –apoyé la excusa con una sonrisa conciliadora–. Regresaré más tarde para la sesión fotométrica. Aquello pareció calmarle y esbozó un gesto que, procurando ser amable, se quedó en una mueca de asco, como si le hubieran dado a probar comida para peces.
Ven y apriétate a mí: mira cuál cruzan Los amores, cual cerdos en bandadas. José Martí
La redacción de El Mundo quedaba a tiro de piedra. Abascal tardó esta vez aún menos en bajar. De todas formas, tuve tiempo para echar un vistazo al mural y comprobar que el globo terráqueo seguía en su sitio. La primera del diario me confirmó que la isla también. El general Tabernilla aparecía con su enorme vientre erguido, pasando revista a una formación de soldados montados en blindados y jeeps. Eran los últimos pertrechos suministrados por Estados Unidos para proseguir el combate contra la subversión. –Tengo entendido que ha pasado unos días bien entretenidos –comentó señalando el cardenal del pómulo. –Quiero pedirle un favor –se quedó esperando. Yo tampoco hablé. Entonces dijo: –Está bien, dispare. –Necesito que me consiga una entrevista con Meyer Lansky. Sacudió la cabeza de un modo que podía significar que se negaba o bien que me tomaba por loco. –¿Y cómo supone que yo pueda llegar hasta Lansky? ¿Y qué espera que él le diga? –¿En qué orden contesto? –Empiece por la más difícil. –Tengo la impresión de haberme estancado en los dos caminos que sigo. Todas las pistas de Dalmau que encuentro acaban difuminándose. Por otro lado, en lo que se refiere a la muerte de Suárez, el ingeniero, siento que... –¿Qué tiene que ver Lansky con todo eso? –atajó impaciente. –... las cosas no marchan mejor. Todo el mundo dice, usted el primero, que en esta ciudad no se mueve una jicotea sin que Lansky se entere. Lo más lógico... –Abascal no tenía la menor intención de dejarme acabar las frases. 185
–¿Y se puede saber qué puede darle a Lansky usted a cambio? –Bueno, lo mismo que a usted. De momento, nada. Se me ocurre que alguna vez en su vida hasta los mafiosos pueden hacer algo gratis. –Lo único que Lansky ha dado gratis en su vida ha sido miedo. Pero aún le falta una respuesta. –Me he perdido... –¿Cómo supone que yo pueda llevarle hasta él? –Bueno, usted mismo me dio la idea. Este periódico pertenece a Barletta y usted trabaja aquí. Incluso, si mal no recuerdo, me dijo que Barletta le insiste siempre en que le pida alguna vez algo... –Pongamos que se lo pido. ¿Qué gano con eso? –Eso suena algo egoísta. –¿Sabe cuál es la mejor definición de egoísta que conozco? Egoísta es una persona que piensa más en sí misma que en mí. –¿Lo hará? –Le llamaré –ya me iba a levantar cuando me dijo–: ¿Se ha enterado de que apareció el coche de Rivaya? –debí poner cara de sorpresa, porque siguió–: Detuvieron a unos chicos tirando octavillas del Directorio Revolucionario desde el Plymouth. En el maletero transportaban un Winchester del 16 con los cañones recortados y una libra de mariguana. Por si fuera poco, hallaron restos de sangre. La policía les acusa de haberle matado. La versión oficial es ahora que Rivaya era uno de los suyos y se sintieron traicionados. Que fue un ajuste de cuentas. –Pero eso es increíble... –Peor aún, es una imbecilidad. ¿Qué tienen que ver las armas y la droga? Pero esta gente ni siquiera se molesta en inventar mentiras inteligentes. ¿Qué más les da? Es evidente que las armas y la droga las han plantado ellos mismos. Aquí nadie se cree nada, pero cada día salen a la calle dieciocho periódicos diferentes con los mismos embustes. Me llegué a un teléfono y llamé a Laura Suárez. Le hice un resumen de mis averiguaciones sobre la muerte de su esposo. Me llevó poco tiempo. –No es mucho, pero... –dejó caer. Tenía razón al reaccionar así, pero me irritó. 186
–Ya le dije que no me comprometía a nada. No fui yo quien insistió en meterme en este embrollo. Por cierto, la policía no se limita a mirar hacia otro lado, como usted dijo. He tenido un encuentro con el SIM y se tomaron bastante interés en el asunto –le narré el interrogatorio y la paliza de dos días atrás. –Losada, discúlpeme. No me expliqué bien... –Pues yo la he entendido a la perfección, señora Suárez. Usted quiere resultados y me pagó para que se los ofreciera. Como no los tengo, o al menos no tengo todos los que usted precisa, le devuelvo su dinero y todos tan contentos –lo dije sin calcular las consecuencias. De los quinientos pesos me quedaba apenas la tercera parte. Los forajidos del SIM me habían birlado un pellizco, más de doscientos, y el resto se me había ido en vivir. –No lo diga ni jugando, Losada. Sé perfectamente que su labor no es fácil y usted ha logrado más en unas semanas que nosotros en medio año. Lo que quise decirle es, justamente, que no debe impacientarse. Por cierto... recuerde que tengo unos papeles aguardándole. –Descuide, pasaré en cuanto pueda. –Eso me dijo el otro día. No deje de hacerlo, Losada. Y cuídese. No me perdonaría si a usted también le sucediera algo. –Así lo haré. Aunque le cueste creerlo, estoy tan interesado en mi salud como usted. Para terminar bien la jornada decidí hacerme un regalo. Era el día libre de Xiomara. Me encaminé a pie a su casa. De pronto, el cielo se oscureció y se desató una tormenta rabiosa. Las calles se llenaron de paraguas y se vaciaron de taxis. Llegué hecho una sopa. –Pasa al cuarto y quítate el traje. Lo plancharé en un momento. Me quedé en calzoncillos ante el espejo del armario, igual que los prohombres de El Sol, igual que Dalmau. El niño entró en la habitación y se puso a saltar sobre una pierna: –¿Y la ficha que te regalé? –le pregunté. –No está. No la encuentro –respondió sin contrición. Se puso a jugar con lo primero que encontró, un frasco de laca Hair Streighter. En la etiqueta, un par de negras proclamaban entre 187
exclamaciones: «¡Ahora todos pueden tener el pelo lacio!» Xiomara entró en ese momento. Traía la camisa en una mano y el traje en la otra, con los pantalones plegados por el antebrazo. Los dejó sobre la cama y le arrebató el frasco al niño. –¡Te he dicho muchas veces que no juegues con las cosas de mami! –ya dirigiéndose a mí, sugirió–: Martín, ve vistiéndote. El aguacero está al acabar. Si quieres me arreglo y vamos a la playa con el niño un rato. Luego le traemos a casa y nos castigamos el cuerpo en cualquier dancing... Para llegar hasta Guanabo, la guagua contorneó la bahía y desembocó en un tramo de la avenida Monumental desde el que se divisaba el mar con la recién estrenada cualidad de la estación nueva. Los rebaños de nubes grises se aposentaron sobre nuestras cabezas presagiando el golpe de una perturbación. Llegados al borde del mar, nos tumbamos sobre la arena para asistir a las acrobacias de los delfines untados de sonrisas e irisaciones. Bandadas de gaviotas y algún que otro pelícano patrullaban la superficie de la costa en busca de almuerzo. El niño edificó una frágil fortaleza con la arena y nosotros jugamos a poner nombre a las cosas. Aprendí, por ejemplo, que merodean la isla hasta 35 clases de tiburones. –Algunos tienen nombres cómicos, como la Doncella, la Vieja, el Emperador, el Trompetero, el Jorobado, el Barbero, el Zapatero, el Barbero o el Diablo –me informó. –¿Y terrestres? –pregunté. –En Cuba no hay alimañas de esas que creó el diablo, para que tú sepas. Puedes dormirte bien tranquilo en pleno campo al amor de las estrellas... Y dicen que no hay estrellas más cercanas a la Tierra que las del trópico. No nos atrevimos a asomarnos al futuro. Como mucho, hicimos planes para la cena del día siguiente. –Te prepararé lo tradicional aquí para la Nochebuena; una cena bien rica con lechón, yuca con mojo crudo. De postre, buñuelos. Para beber podemos comprar sidra El Gaitero y así habrá sobre la mesa también algo español –anunció Xiomara–. Si quieres algo más fuerte, ligas la sidra con coñac Domecq. ¿Sabes cómo lo llaman? –No tengo la más remota idea. 188
–«España en llamas» –rió. «España en llamas», me repetí, y tumbado en la playa de Guanabo concluí que, a falta de algunos pequeños detalles perfectamente subsanables con dinero, aquello se parecía extraordinariamente al tipo de vida que me gustaría vivir.
Hay una raza vil de hombres tenaces De sí propio inflados, y hechos todos, Todos, del pelo al pie, de garra y diente. José Martí
Visto por fuera, el edificio del Senado de Cuba tiene el aspecto de un hijo bastardo del Capitolio de Washington y la basílica de San Pedro de Roma. Visto por dentro es más complejo. Parece el producto de un concurso internacional de ideas que el jurado hubiera fallado a la vez por media docena de proyectos. Los cubanos mantienen con el edificio una curiosa relación híbrida de amor y odio. Lo muestran a los visitantes como el monumento más colosal de la ciudad y, a la vez, saben en su fuero interno que es la obra cumbre de Machado, el dictador más sanguinario que ha conocido la isla, al menos hasta Batista. Su construcción llevó algo más de tres años y durante ese período fueron asesinados más de diez cubanos por día. No es un mal promedio y, para un pueblo orgulloso, no es una mala contradicción. La escalinata es algo menos empinada que una pirámide egipcia y durante la ascensión uno se siente observado por dos atroces grupos escultóricos que hay a los lados. El macizo de la izquierda representa el Trabajo y el de la derecha la Virtud del pueblo. El primer control propiamente dicho radicaba junto a las pilastras. Me identifiqué como turista y me agregué a un grupo de yanquis que iniciaban el tour. Además de una serie de cifras imposibles de retener sobre el número de trabajadores que intervinieron en la construcción y la longitud y extensión del edificio, el guía repitió varias veces la palabra ecléctico. Se detuvo ante la estatua femenina de gorro frigio con la que uno tropieza nada más entrar. Explicó que representa a la República de Cuba y la catalogó como «la segunda más grande bajo techo del mundo, con sus quince metros y cincuenta toneladas». La visita se iniciaba en el Salón de los Pasos Perdidos, un corredor del tamaño de 191
un estadio de fútbol de primera división. En el centro mismo, protegido por un cordón, está incrustado en el suelo el diamante del Capitolio, un melocotón de cristal que marca el punto de arranque de todas las vías de la República. Caminé confundido con el grupo de turistas hasta el fondo norte de la avenida. Me entretuve contemplando las lámparas sujetas por bruñidos atlantes de bronce soportados en peanas con altorrelieves de monstruos marinos, los bancos de jaspe de cinco o seis tonalidades a juego con el piso de mármol taraceado y las cristaleras opalescentes biseladas con las iniciales RC (República de Cuba). Al término se abría un salón alfombrado lleno de retratos de personajes con patillas en forma de costillas de cerdo. Desde ahí se accedía a las tribunas de invitados del hemiciclo. Mientras el guía disparaba otra ráfaga de datos inútiles me colé por una puerta alta como una portería de rugby y me senté en la última fila. Intervenía desde su escaño un sujeto que inició su parlamento con frases que me desorientaron. «No es preciso», dijo, «que llame la atención de la mente clara y progresista de sus señorías sobre el hecho de que ninguna oscura conspiración podrá impedir que la luz de la verdad se proyecte con letras fulgurantes e imperecederas sobre la negra cúpula del firmamento.» Me esforcé por imaginar a qué hacía referencia, pero era más difícil que resolver un crucigrama sin casillas negras. Al poco supe que se dolía de los límites impuestos en Ginebra a la cuota azucarera. Al parecer, consideraba que dos millones y medio de toneladas constituían una afrenta a la dignidad nacional, cuya categoría no se merecía menos de tres millones de toneladas. Esta última cifra originó murmullos y algunos gritos airados de otros tribunos que tenían un concepto más estricto de la dignidad o de la nación. El presidente campanilleó con denuedo y la cosa no pasó a mayores: se quedó entre los muros forrados de corcho del hemiciclo. Repasé las bancadas y me detuve en las caras más conocidas. El cliente calvo de El Sol se sacrificaba por el pueblo echándose una cabezadita, mientras otros senadores conversaban o leían el periódico. Rolando Navarro, repantigado en un butacón de la segunda fila, se hurgaba la oreja en busca de algún tesoro. Lo halló, pero con la mala fortuna de que se le quedó adhe192
rido a la uña, por lo que prosiguió la exploración ayudándose de un bolígrafo dorado. El presidente manejaba la sesión con celeridad y pronto arribaron al punto siguiente. Ascendió a la tribuna el secretario de Exteriores y se felicitó del voto del gobierno cubano en las Naciones Unidas al oponerse a la prohibición de las armas atómicas. «Tal medida», expresó, «facilitaría a Rusia la conquista del mundo. Cuba se alinea junto a Estados Unidos y frente a la Unión Soviética en defensa de la democracia y de la libertad.» Aquí los rumores fueron unánimes y aprobatorios. Un senador puntualizó desde su poltrona que «el virus comunista debe también ser atajado privándole del campo de cultivo de la miseria». Lo dijo ufano, intuyendo el brillo de su redondilla en el libro de actas. Todos parecieron quedar satisfechos y pasaron a otro tema. Me deslicé hasta el salón y pregunté a un ujier por los despachos de los senadores. Pulsé el botón y frustré el despegue del elevador. Las puertas volvieron a abrirse y los cinco viajeros me hicieron un hueco de mala gana. Como siempre sucede, reaccionaron de dos maneras opuestas. Un par se entretuvieron haciendo cálculos y repasando el texto de la chapa que advierte del límite de libras de carga. Los otros se volvieron hacia un gordinflón que, a su vez, clavó sus ojos en mí. Por suerte no sonó timbre alguno ni se encendió ninguna luz y en un instante desembarcamos en un pasillo de grandes ventanales revestidos con cortinajes de seda. El despacho de Navarro era el quinto. Antes de entrar me pareció distinguir al fondo del corredor a Tiburón acompañado de otro secuaz distinto del que conocí en las Colinas de Villa Real. Éste tenía la figura de una caja de caudales y una cara más inexpresiva que un retrato robot. Dentro de la oficina un individuo joven dictaba desde atrás a una secretaria los párrafos finales de un discurso. Ella estaba tan concentrada que ni levantó la vista de la Smith Corona. Él me ordenó sentarme por señas y continuó dictando: «Probidad, honestidad y decencia son más que tres palabras...» –Son cuatro –interrumpí. El chupatintas se detuvo. –¿Disculpe? –Que son cuatro, no ha contado la conjunción –se quedó sin saber qué responder, así que la secretaria tomó el relevo. 193
–¿Qué deseaba? –Tengo una cita con el senador Navarro. –Ahora mismo está en el pleno. –Está bien. Le esperaré aquí. Era una rubia con las cejas y el pasado morenos. Había cumplido los treinta y aún estaba de buen ver. Llevaba una falda plisada y de la muñeca le colgaba una pulsera niquelada que ensartaba miniaturas: una cesta de jai-alai, una cafetera, un tibor, un saxofón y una moneda de diez centavos. Seguramente eran trofeos de amores pasados, de esos que se recuerdan por el nombre de un hotel de colchas marrones y grifos goteantes. Me quedé observando a la pareja mientras encajaban unas cuantas palabras altisonantes más y acababan el discurso. Por la forma de mirarse me pareció que aquellos dos hacían juntos algo más que discursos. Pasó un buen rato, pero se notaba que no acababan de acostumbrarse a mi presencia. La secretaria se levantó varias veces, la última a por café para ella y su amiguito. No hizo el menor ademán de brindarme. Después tomó un diccionario y se puso a hojearlo sin ton ni son, como si no tuviera nada mejor que hacer. Se la notaba impaciente por sacar del buró las revistas de cotilleos, pero no quería causar una mala impresión. –Están por orden alfabético –dije, para romper el silencio. –¿Cómo dice? –Que si busca una palabra la encontrará más deprisa si sigue el orden alfabético... Antes de que tuviera tiempo de reaccionar se abrió la puerta y pasó Navarro envuelto en una nube de after shave. Si le sorprendió verme lo disimuló bastante bien. Me hizo pasar a su despacho y ordenó a la rubia que no le molestaran. –¿Cómo le va por La Habana? –lo dijo con desparpajo, como si hablara con un viejo amigo. Estaba más moreno que la última vez, con un color pardo, como si se hubiera bronceado en un asador de pollos. Decidí no dar rodeos y fui al grano. –¿Qué ha sido de Dalmau? –la pregunta también le dejó frío. –Losada, ¿cómo quiere que se lo diga? –Estoy cansado de embustes, así que me bastará con que me lo diga una sola vez y en español –trató de abrir la boca para replicar y le corté–. Le voy a ayudar. Sé que todo lo que me contó 194
en su casa son patrañas. Sé que Dalmau salió vivo del atraco al banco. Conozco el invento de cambiar su identidad por la del mulato masón. También estoy al cabo de la calle de la historia esa de que huyó a Santiago y luego pasó a Dominicana. Me consta que, al menos hace tres años, estaba tan vivo que se mandaba hacer trajes como ése –señalé su terno, de doble fila de botones–. Lo único que necesito saber es qué le sucedió después. –Veo que no ha perdido el tiempo –abrió una tabaquera y examinó su contenido. –He tratado de aprovecharlo a mi manera –me observó aparentando control, pero cuando encendió un Montecristo del uno noté un temblor en la llama. –Ha estado muy cerca de la verdad. Preferí no contárselo la otra vez que conversamos. –¿Por qué tanta consideración? –Me pareció que cuanto más lejano en el tiempo quedara el desenlace más fácil le resultaría asimilarlo. A la postre, el final es el mismo –expulsó una calada y siguió las volutas de humo hasta que se desvanecieron en dirección al techo–. La verdad le puede traer complicaciones. –Me conmueve su preocupación, pero uno nunca puede sentirse a salvo hasta que no está en un féretro. Además, no creo que la verdad vaya a traerme más compliciones que sus mentiras, Navarro. –Está bien. Lo que le expliqué es la pura verdad hasta el fiasco del atraco al American Trust. La parte de Pastoriza y la falsificación de la identidad también la conoce. Lo que sucedió después fue doloroso para mí. Ensayó un mohín, pero lo que le salió fue algo más parecido a la reacción ante un retortijón de vientre que la expresión de una verdadera emoción. –Nuestro amigo permaneció oculto y le seguimos ayudando un buen tiempo. Todo marchó de forma razonable hasta hace algo más de cinco años. Con Batista, la situación había cambiado, ya se lo expliqué, y nos habíamos incorporado a las instituciones republicanas. Dalmau hubiera podido rehacer su vida; estábamos gestionándole un indulto y si hubiera hecho lo que le aconsejábamos en poco tiempo habría podido llevar una existencia normal. 195
De repente había empezado a hablar en plural, como si estuviera en una tribuna o padeciera de lombrices y hablara en nombre de todas ellas. –¿Por qué dice nosotros? –Es un modo de hablar –contestó demasiado rápidamente–. Lo que le explico no fue una evolución solitaria. Ya le comenté que nuestra lucha no era individual, desarrollábamos una acción colectiva –hizo una pausa y siguió–: Bien –dijo, como para darse ánimos–. Dalmau no lo asimiló. Hubiera podido, pero no lo asimiló. –A lo mejor no tenía tragaderas. –No me venga con eso. No es cuestión de tragaderas. Todos tenemos un esqueleto en el armario... –Algunos lo que tienen en el armario es un cementerio. –¿Quiere insultarme o prefiere saber la verdad? –no le respondí porque no veía contradicción, y prosiguió–. Usted sabe perfectamente que lo que le apasionaba a Dalmau era la acción. Primero se apuntó al intento de invasión de la República Dominicana que se organizó con los antitrujillistas desde Cayo Confites, en Oriente. Estuvieron a punto de cazarle y se salvó por los pelos. Empezamos a perder contacto y, a cambio, él se aproximó a la gente del Directorio Revolucionario. Por lo que sé llegó a ganarse la confianza de su principal dirigente, José Antonio Echevarría. No lo puedo asegurar con certeza, pero estoy casi seguro de que Dalmau fue el cerebro del secuestro de Fangio... –¿El corredor de coches argentino? –Sí. Juan Manuel Fangio. Había venido a la isla a participar en el Gran Premio de La Habana y un grupito le mantuvo secuestrado durante unas horas. No pidieron rescate, era una operación de... ¿cómo le llaman? –Propaganda por la acción. –Eso es. Propagandística. Fue un escándalo internacional. Imagínese cómo se sintió la policía. Se rieron en sus narices y lo liberaron después de que se hiciera público un comunicado revolucionario. Les pusieron tremendo rabo, como decimos aquí. Desde entonces se la guardaban. El tabaco se consumía en un cenicero de vidrio tallado. Lo recuperó con ternura y se lo llevó de nuevo a los labios. 196
–La oportunidad se les dio con el secuestro de Alfredo Pémberton. Raptaron a una de las primeras fortunas del país, el dueño de miles de caballerías, el presidente del Country Club, y pidieron un rescate de tres millones de pesos. La policía recibió un soplo, cercó la casa donde lo tenían preso y entró disparando sin preguntar. Al viejo no le pasó nada, pero cayeron tres hombres y una mujer. A ella consiguieron hacerla hablar antes de morir y les confesó el escondite de Dalmau. Salas Cañizares se la tenía jurada y lo hicieron talco. –¿Usted no hizo nada? –No me sobrevalore, Losada. –Ni por asomo. Lo tengo tan bien valorado que ni me sentaría en su inodoro. Pero incluso en una rata como usted me resulta difícil entender que no moviera un dedo por salvarle. –No abuse, Losada –resopló–. Hasta ahora he sido paciente con usted, pero no le conviene abusar. –¿Qué podría pasarme? ¿Lo que a Suárez y a Rivaya? Se le descompuso la cara. Navarro estaba fuera de peso y además debía de tener los pulmones cascados, porque respiraba dos veces por cada una mía. A cambio, mi corazón latía dos veces por cada una suya. –Soy un senador y un hombre de negocios. Mi vida se ha orientado siempre hacia el bien común y he procurado no lastimar conscientemente a nadie. No sé qué quiere conseguir con sus insinuaciones, pero le diré por si le sirve que tengo la conciencia muy limpia. –Eso será porque la usa poco. Llevo unas pocas semanas en Cuba y su nombre aparece por todas partes, y no me refiero a las instituciones benéficas. –Tal vez no ha investigado a fondo. Soy miembro del Patronato del Asilo de Santovenia. –En algo le beneficiará... Me refiero sobre todo a East Havana Land, me refiero a los pobres ingenuos que una noche no vuelven a dormir a su casa y luego aparecen en el bosque de La Habana o flotando en el Laguito; me refiero a las palizas de las alimañas del SIM. Le estaba llevando al límite. Pulsó el botón del interfono y pidió un Alka Seltzer. 197
–Losada, comprendo que usted está afectado por lo que acabo de relatarle. Se siente triste por la pérdida de un buen amigo. Me he esforzado en comprender que desee desahogarse, por eso no he replicado a sus provocaciones. Pero le vuelvo a advertir que no tiente a su suerte. Alguien le ha informado mal sobre lo que ocurre en este país. Yo me limito a prestar una modesta contribución al progreso de una nación que me acogió como a un hijo. Lo hago desde la dignidad de un representante elegido por los ciudadanos. La rubia reapareció con una bandeja plateada. Navarro mondó la pastilla y se deleitó con las efervescencias de la copa. Me di cuenta de que era un medicamento útil para todo. Se me pasó por la cabeza emplearlo contra la desesperación. Navarro prosiguió: –Me habla de muertos... Todas las muertes son un crimen. Todas valen igual, pero no me parece que la gente que pone bombas en un cine o en una cafetería sean hermanitas de la Caridad. Mire a su alrededor sin pasión y verá gentes que ansían vivir en paz y sin sobresaltos. Verá un país que ha conquistado con esfuerzo un nivel de bienestar que le distingue entre los de su área. Ésa es la realidad en la que me reconozco. Cuba tiene más teléfonos, más coches y más radios por habitante que cualquier país de América Latina; tiene más televisores que Italia, no digamos que España, donde si vieran un receptor lo apedrearían; tiene más doctores y camas de hospital que algunos países europeos. Esta ciudad fue la capital de América que más Cadillacs compró el año pasado y dispone de infraestructuras y de comunicaciones equiparables a las de muchos países avanzados. ¿Eso no significa nada? ¿Quiere hablar de libertad? Hablemos de libertad. Sólo en la capital hay 18 diarios, hay 32 emisoras radiales, hay cinco cadenas de televisión. Todo eso no surge porque sí. –Para ser un hombre sin principios los defiende con pasión. –Ya entiendo. Su fuerte son los principios. El dinero no cuenta para usted. Seguramente no tiene nada que ver con su interés por encontrar a Dalmau ni con su presencia en La Habana. Es extraño, porque oí hablar a Alberto en alguna ocasión de mucho dinero y de un acuerdo entre ustedes para repartírselo.... ¿Cuánto dinero sacaron de su último golpe en Barcelona, Losada? ¡Claro, se me olvidaba, aquello era un asunto de principios! 198
Ése fue un golpe bajo. Navarro se estaba recuperando y pasaba a la ofensiva. –Es usted un cerdo, Navarro –no se inmutó. –Lo dirá en el buen sentido de la palabra –sonrió displicente–. Le creí más inteligente, Losada. Y no es más que un pobre hombre fracasado. Váyase antes de que me haga perder la paciencia. Y procure no volver a cruzarse en mi camino –hizo como si me ignorara y se puso a leer unas cuartillas que tenía sobre la mesa. No me pensaba marchar dejándole la última palabra. –¿Qué va a hacer cuando esto se acabe? Usted es un senador y un sinvergüenza, perdone si me repito. Seguro que sabe que este tinglado de la Renovación Nacional no va a durar y no le queda demasiado tiempo; tal vez unos meses, puede que ni siquiera tanto. ¿Dónde va ir con el dinero que ha robado? –aquello le tocó de lleno. De pronto se le olvidaron los folios. Y me habló con furia. –Se comporta usted como un imbécil. –¿Qué piensa hacer? Las lechuzas y los sinvergüenzas son los primeros en presentir las catástrofes. Aunque no tiene alas debe haberse dado cuenta de que el chollo se le acaba. ¿Qué plan tiene? –le dolía. –¡Quítese de mi vista! –gritó fuera de sí. Los matones debían de estar sobre aviso, porque en cuanto se ahogó el berrido aparecieron Tiburón y su compañero. –Acompañen a Losada hasta la calle.... Sin escándalo. Me llevaron en volandas hasta una escalera que arrancaba al lado de un montacargas. Nada más doblar el primer recodo Tiburón le hizo un gesto al gorila para que me sujetara. Me ciñó con fuerza por los brazos y me estremecí de dolor. No me había repuesto todavía del vapuleo del SIM y Tiburón y su amigo querían darme ya mantenimiento... o algo peor. –Gallego, vamos a ver si tienes tantos timbales como presumes –me agarró la cabeza y la asomó entre los forjados del hueco del ascensor, de forma que quedara mirando hacia el techo–. Ahora vamos a esperar a que alguien baje para hacer un experimento. Vamos a ver qué sucede con la chola de la gente curiosa que se asoma donde no debe. –Navarro ha dicho que no quiere escándalos... –traté de objetar, pero Tiburón me hacía palanca en el cuello y casi no se me oyó. 199
Pasamos así un rato que a mí me pareció la eternidad tal como la explicaba el cura en el colegio. Calculé que la cabina estaba dos pisos más arriba, aunque las distancias se medían mal dentro del hueco, porque la luz de la claraboya sólo se filtraba a través de las rendijas laterales. Oí pasos en el cubículo y los cables se tensaron. El motor emitió un quejido hidráulico y el contrapeso comenzó su ascenso a la vez que la base de la cabina bajaba al encuentro de mi cabeza. Evalué las posibilidades que tenía de zafarme del abrazo de King Kong y de la llave de Tiburón. El resultado fue cero. El ascensor se detuvo con estrépito en el segundo y pude oír a gente bromeando. Tiburón empezó a reírse y el otro matón le secundó. Aquellas risas casi daban más miedo que el feo final que me esperaba en unos segundos. –¿Sabes lo que voy a hacer después de ver rodar tu cabeza, gallego? Me voy a comer unas masas de puerco con papas fritas y me tomaré una Polar bien fría. El motor roncó de nuevo y ya distinguía hasta las arandelas y las tuercas que sujetaban las escuadras de la cabina. –Algunos se las dan de guapos porque estos trabajos no les quitan el hambre. A mí me despiertan el apetito... –cuando el montacargas estaba a un palmo de mi cara, Tiburón tiró del pelo hacia atrás. La chapa pasó rozándome la barbilla. –Es la última vez que te libras. Pero eres un gallego cabezón y no aprenderás la lección. Así que nos volveremos a encontrar y la próxima vez la cabeza se quedará de la parte de dentro. Me despidió con un puñetazo en la boca del estómago y se sacudió las manos como si se le hubiera quedado pegado un mechón de pelos. El grandullón me empujó, tropecé en el descansillo y caí en una posición bastante ridícula. Me costó un poco incorporarme y eso les dio ocasión de pisotearme mientras bajaban. –Hasta pronto, gallego. Cuídate ese coco, que lo quiero para mí –dijo Tiburón. La risa del gorila se perdió entre la música de los cafetines de enfrente del Capitolio sin que me diera tiempo de improvisar una respuesta. Por suerte.
Yo no puedo olvidar nunca. José Martí
Puede que fuera un chispazo en el cerebro producido por el rebote de la cabeza contra el mármol. Aunque es más probable que la idea partiera del cartel que me saludó nada más bajar la escalinata del Capitolio. El caso es que, no sé aún cómo, me encontré dentro de la Armería Antigua del Prado que promete «Reparación e Intercambio de Armas» examinando una Browning belga de 9 milímetros. Es una pistola excelente, pero tiene un solo inconveniente, si la guardas en el pantalón abulta como una erección. La Llama niquelada estaba en oferta, igual que una Star española. –El Colt 45 es un clásico, pero sigue teniendo muchos partidarios. Éste es el modelo del año –dijo el dependiente, con la misma naturalidad que si me estuviera ponderando un coche. –Creo que me llevaré aquélla –señalé un Astra del 38. El vendedor me pidió la documentación y le alargué el pasaporte y mis dos últimos billetes de cincuenta. Me hizo rellenar un par de impresos y me citó diez días después. –Lo necesito antes. Tengo previsto hacer prácticas esta misma semana. –Es imposible. La policía está muy estricta con este trámite. Aún más en el caso de extranjeros sin residencia permanente. Deshicimos el trato y salí a la calle. En el café de al lado la orquesta Ensueño tocaba el cha-cha-chá El bodeguero bajo los soportales y un poco más allá Despanier gesticulaba frente a un policía que anotaba algo en un talonario. Cerró el Chevy de un portazo. –Lo que son estos tipos es tremendos descarados y unos sonofabichos, mi hermano. Son como pitchers de la mano equivocada. Zurdos para lanzar y derechos para recoger. Fíjate que desde que crearon la ONPAV no paran de suprimir parques y jardines para ensanchar los parqueos. 201
–¿Qué es ONPAV? –Eso es lo más grande... Significa Organización Nacional de Parques y Áreas Verdes. Bueno, pues lo que han hecho es acabar con los parques, echar asfalto o concreto, lo que toque, y plantar parquímetros. En vez de parques, parqueos y parquímetros. ¿Oíste eso? El dinero se lo quedan ellos y sanseacabó –hasta ese momento el enfado había acaparado su atención. Entonces se me quedó mirando–: ¿Ya te has vuelto a meter en problemas? –señaló la camisa y me di cuenta de que tenía la pechera como si hubiera fregado con ella la calle. Le expliqué la conversación con Navarro y el encuentro con Tiburón y su gorilazo; también la gestión fallida en la armería. –Lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo. ¿Así que por fin te decidiste a emplear artillería? Vamos a buscar un socio que está en eso. Cruzamos el parque de la Fraternidad y dejamos atrás la Cuban Telephon Co. A medida que avanzábamos por la Calzada del Monte iban menguando las tiendas rebosantes de gente que hacía sus compras para la fiesta de fin de año y crecía la desolación. –Por aquí tiene la bodega Samy... –¿Tu antiguo mánager? –¡Anja! Déjame que te haga el cuento de cómo terminó lo de Frankie Garbo, el gánster yanqui. –¿Lo del último combate? –Eso es; bueno, en realidad no debía serlo, pero fue el último en el norte. A Garbo se la devolví en el quinto combate. Me preparó una pelea contra un trigueño, Archy McBride se llamaba. Era en un estadio al aire libre y por la tarde. Como siempre, van y le dicen a Samy que nos quieren ver en media hora. Cuando él vino al vestuario ya me había puesto las vendas. Dígole: «Lo que quiere decir es que no nos quieren ver hasta dentro de media hora.» Estaba berreado, pero Frankie y su gente retenían aún nuestros pasaportes. Llegamos allá y lo mismo. Estaban tomando y Frankie me pregunta jodiendo que cómo me encuentro. Le contesto que en plena forma y díceme: «Es una pena, porque hoy te toca perder otra vez», y se ríe... Aquella es la bodega de Samy... –¿No quieres parar? 202
–Mejor otro día con tiempo... Bueno, Garbo me explica que tengo que tirarme en el décimo, que hay mucho dinero en juego y toda esa basura. Cuando salí del despacho ya había decidido jugársela, lo que no sabía cómo. Le dije a Samy que estuviera preparado y empecé normal. Le di ventaja al tipo, pero no era capaz ni de aprovecharla. Se mantenía en peekaboo, con los codos pegados a las costillas y el guante derecho tocando la oreja. No dejaba libre un centímetro en el que colocar un golpe, pero tampoco atacaba un carajo. En el quinto vi que le decían algo, porque el trigueño abrió la guardia confiado y me buscaba la cara con directos de derecha. Yo amagaba y nada. Hasta que, de pronto, me tiró, ran, un jab bueno que chocó contra el mentón. Aquel guante no estaba normal, pesaba como la guía telefónica. Y entonces pensé: a este hijo de puta le han cargado los guantes. Y caí en la cuenta de que no habían seguido las reglas y ya traíamos puestos los guantes desde los vestuarios... –¿Quieres decir que tenía un refuerzo en los guantes? –¡Anjá! Lo normal, lo reglamentario, y más en los superheavys, es tirar en medio del ring una caja con los dos pares de guantes y allí mismo se sortean, justo antes de la pelea, para asegurar que no hay truco. Primero el referee te visita en el vestuario y firma el vendaje para que no te metas yeso... –¿Yeso? –Eso mismo. Bueno, hay otros métodos, como rajar los guantes por dentro y echar el relleno para los lados. Así los nudillos se quedan libres. Hay quien prepara un cubo con yeso y mete ahí las manos vendadas. Se seca al momento y lo que te queda no son puños, son dos manoplas. Hasta los hay que arañan el yeso de la pared y lo mojan. Bueno, deja que te siga el cuento. Veo que esos guantes están cargados y cuando llego a mi rincón le pregunto a Samy: «¿Quién te ha dicho que vengamos del vestuario con guantes?» Samy se queda callado. Él sabía de sobras, pero estaba aún más apendejado que yo. Empieza el round y salgo a comérmelo. Pensé: «Voy a darle hasta partirlo, no quiero que este cabrón vuelva a boxear.» El tráfico se detuvo en un paso a nivel con barrera. Desfiló con parsimonia una locomotora. El maquinista iba asomado en la plataforma y pasó rozando un poste de telégrafos. Despanier es203
taba enfrascado en su historia y conducía en piloto automático. –Así dos asaltos. McBride sangraba como un cristo, no sé ni cómo podía verme. Entonces Garbo se acerca a nuestra esquina, saca los pasaportes y dice: «Si te tiras en el décimo recuperan los pasaportes, si no, arden primero los papeles y luego ustedes.» Pasé el octavo abrazado al otro que no se tenía en pie. Cuando suena la campana me voy al taburete y le digo a Samy: «En el décimo vete a su lado y agarra los pasaportes en cuanto yo me tire a la lona.» Llega el décimo y McBride casi no era capaz de levantar los dos brazos al tiempo. Aprovecho que me lanza un jab, que no era casi un golpe porque más parecía que buscaba apoyarse en mí, y le presento la cara. Hago teatro y me caigo al suelo. El sol se estaba poniendo y me quedaba de frente. El árbitro empieza el conteo. Podía ver de reojo la cara de asombro de McBride. Cuando van por nueve compruebo que Samy tiene los pasaportes en la mano. Entonces, como si tal cosa, alzo el brazo, extiendo el guante y me tapo la cara para que no me dé el sol. Se formó tremendo griterío... Parecía que el estadio se iba a caer. Me levanté de un salto y caminé hasta mi rincón. El match tuvieron que darlo nulo y aquel sonofabicho perdió toda la plata que había apostado. Ni pasamos por el vestuario... Hay un refrán abakuá que dice: «Un machete también corta a su dueño.» Seguro que Garbo no lo conocía. –Ahí terminó la gira americana. –Así mismo. Y fue a buena hora. Peor le fue a Pablo Villar, un middleweight que llevó también Garbo, sólo que un año después. Figúrate que lo único que sabía era boxear: Garbo lo exprimió como un limón y luego lo dejó tirado. ¿Qué iba a hacer un prieto que no hablaba inglés y con más marcas en la cara que un mapa de carreteras? ¿Iba a trabajar de galán en Hollywood? Hizo lo único que sabía, usar los puños. Acabó asaltando servicentros y tiendas de licores a puñetazos. Llegaba de noche, noqueaba al empleado, cogía lo que encontraba en la caja y se marchaba caminando. Todavía lo deben tener guardado allá. Así que no me puedo quejar de cómo acabó lo mío en el norte. La ciudad había quedado a nuestra espalda hacía rato y el Chevy discurría por una carretera polvorienta que partía en dos una mancha ocre salpicada de algunos macizos de plátanos. Se detuvo ante una casucha de adobe. Una mujer negra restregaba una 204
sábana contra la piedra de un abrevadero. Se incorporó y vino a nuestro encuentro. –¿Mami, está Ernestico? –Ahí dentro lo tienes pegado todo el día al mofuco. M’ijo, mira si tú puedes hablar con él. A ti te respeta, Kid. Lo único que hace es tomar y a mí este hombre ya me tiene obstinada. –Deja ver qué puedo hacer. Marchó hacia dentro y esperé a pleno sol como media hora. En una cochiquera hociqueaban un par de gorrinos grandes y media docena de crías. Una niña de menos de cinco años con dos trenzas de alambre arrastraba sujeto de una guita un gato escuálido que se revolvía para desasirse. Por la parte de atrás había una construcción anexa hecha de madera con un portón desvencijado. Tenía varios agujeros de bala en el mismo centro de sendas dianas pintadas con tiza. Todo despedía un aroma a desolación y ruina. Traté de imaginarme algo más espantoso. Aparte de una cárcel de Franco y una actuación de Pedrito Rico no se me ocurrió nada. Despanier apareció en la puerta de la choza con otro negro algo más joven que él que traía puesta una camiseta de tirantes con lamparones y un pantalón a juego. Se despidieron con un apretón de manos y luego se chocaron los hombros derechos y repitieron el ritual con los izquierdos. El botero traía un bulto oscuro en la mano izquierda. Le dio un beso a la mujer y le dijo algo al oído. Ella meneó la cabeza asintiendo y volvió a reclinarse sobre el rodillero. –Toma, no es una forifay pero es lo que hay de momento. Era una Browning Savage del 32 de cañón corto acompañada de una caja de balas. Es una pistola belga que no sirve para cazar cebús pero es tan buena como cualquier otra para abrir un ojal desde cerca. Era la preferida de Dalmau. Decía siempre que el agujero que abre la Savage del 32 tiene la misma trayectoria que una madriguera. Los balines son tan pequeños que en cuanto tropiezan con algo duro cambian de dirección. Aparte de causar heridas feas tiene otra ventaja: se esconde en cualquier sitio. Por ejemplo, en el bolsillo de la cartera. Ahí mismo fue donde la guardé. Elogié a Despanier la puntería de su amigo. –¿Quién, Ernestico? No le acertaría a una guagua ni disparando desde dentro. Si lo dices por las señales de atrás, lo que hace es disparar y luego dibuja el círculo alrededor –se quedó ca205
llado unos instantes, como para cambiar de tema–. A veces pienso que habría sido mejor no haber vuelto del norte –dijo Despanier. Arrancó y giró en redondo–. Quizá hubiera salido adelante sin pasar por lo que vino después. Resopló y giró la cabeza para preguntarme: –¿Qué será mejor, ser taxista en Nueva York o botero en La Habana? –me quedé pensando, no supe qué responderle y siguió–: ¿Sabes qué decía mi amigo Baby Morales, el gallego? Decía que el dinero no es todo en la vida; pero es lo que más se le parece... Lo mejor debe de ser ir en la parte de atrás de una limusina con bar y con una rubia al lado. –¿Y qué fue eso que vino después? –En realidad hablaba por hablar. La vieja no tenía a nadie más que a mí y yo estaba deseando volver con mi gente. Esos bestias con oreja de coliflor que tú viste jugando al dominó se dejarían matar por mí. Son mis ambias, mis hermanos. –¿No quieres hablar de lo que ocurrió al volver? –¿Cómo que no? Lo que pasó fue que reanudé mi carrera y me fue chévere, de lo más bien. Samy y yo le contamos a Yamil Chade nuestra versión de lo que había sucedido y lo dejó pasar. Sabía que le debía una y que se la cobraría antes o después, pero la cosa marchó. Gané la corona de los completos de América Latina contra un colombiano, el Indio Delgado. Fue en el Palacio de los Trabajadores y tuve que sudarlo. No me faltaba de nada, tenía coba, jevas... y me cuidaba. Imagínate con menos de treinta años y arriba del todo. Era una personalidad pública y los políticos y la gente importante querían hacerse fotos conmigo. Despanier no era bueno para ocultar sus emociones. Su rostro reflejó la evocación de sus momentos gloriosos y, de pronto, algo en su interior se quebró y calló en déficit. –Quienes lo jodieron todo fueron los críticos. Entonces el Baby, mi amigo, estaba subiendo y ya había ganado el campeonato de Cuba de mi peso, los superheavys. Tenía muchos seguidores entre los gallegos y los blancos en general. Y sus guataqueros, que no le faltaban, empezaron a decir que podía superarme, que yo era un tapón en su carrera y que si tal y que si cual. Ya sabes lo que pasa; calentaron el ambiente y especulaban con quién ganaría a quién. Yamil intentó enfrentarnos. Era un buen 206
negocio, porque los boxeadores gallegos siempre han sido taquilla en la isla, arrastran a su gente. Y a mí me seguían los prietos y era una figura nacional. Ni el Baby ni yo hacíamos caso y estábamos de acuerdo en no tener esa pelea. Éramos socios, socios; como hermanos, y los dos sabíamos que no me aguantaría de pie más de cinco asaltos. Figúrate que estábamos cansados de entrenar juntos. Bueno, eso creía yo, él no sé si estaba tan convencido. Regresábamos por un camino diferente y nos detuvimos a almorzar en un restaurante del Cerro. Despanier pidió por los dos: masas de puerco fritas, yuca con mojo, croquetas de pollo y tostones. Para lubricar esa argamasa comenzamos con dos Tropicales bien frías. En cuanto el camarero nos dejó solos continuó el relato. –La cagué yo, compadre. Una noche, después de un combate de trámite contra un panameño, no recuerdo ni cómo se llamaba, un periodista me preguntó por qué rehuía esa pelea. Había tomado demasiado y le dije: «¿Quieres saber mi pronóstico? Mi pronóstico es que el Baby no me ganaría ni en un concurso de baile.» Se lo dije así, bonchando, pero el hijodeputa lo publicó como si fuese una declaración en serio. El titular decía. «Despanier: Vencería a Morales hasta en concurso de baile» –se repasó la dentadura con un palillo y siguió hablando con él en los labios–. Fui a pedir perdón al Baby pero no me dirigió la palabra. Le visité tres o cuatro veces en su casa y ni salió a recibirme. Un día llega Samy a Los Alacranes con cara de pinga y me enseña el periódico. Venía una entrevista con el Baby. Titulaba: «Despanier no podría utilizar mi suspensor.» Tú sabes cómo es eso. Me estaba provocando con esa bobería. Quería decir que me faltaban cojones para aceptar el reto. Al poco llama Yamil y me recuerda que le debo una, dice que el manager del Baby está de acuerdo y que él ya ha aceptado con dos condiciones. –¿Cuáles? –Yamil veía el negocio y no quería que se le escapara. Exigió ser él mismo el promotor y convenir una revancha para el perdedor. –¿Qué le dijiste? –Lo mandé p’al carajo, lo insulté, lo llamé chantajista, garrotero, le dije de todo... hasta culo. Pero sabía tan bien como él que no me quedaba otra que aceptar; en realidad, el reto se lo había hecho yo en público. 207
–¿Aceptaste? Bajó la mirada y se hizo un silencio más indigesto que la comida. Cuando íbamos por la plaza Cívica le pedí a Despanier que se desviara por Carlos III para quedar más tarde con Xiomara. Paró frente a la Gran Logia. –Una noche de éstas podríamos ir a bailar a los Jardines de la Tropical. –¿Nosotros dos? –bromeé. –Mi hermano, no jodas. Con las jevas... Bailar es casi tan rico como templar, se goza hasta con la mujer de uno. En la pensión me esperaba un recado de Abascal. Le llamé a la redacción desde la vidriera de apuntaciones y me tuvieron esperando un buen rato. Me entretuve observando a los clientes. Casi todos estaban abonados a un número fijo, pero los había que se inspiraban en cualquier presagio para probar suerte. En la pared había una imagen de la Caridad del Cobre junto a un cartel en que un gallo anunciaba el alba victoriosa de un premio mayor. Un viejo se acercó al mostrador y explicó que había soñado con un viaje. El lotero tomó un librito. La portada representaba una pitonisa escanciando un cuerno de la abundancia. Preguntó al abuelo si el viaje era a pie, a caballo o en carro. –A caballo –respondió–. Yo era aún niño y marchaba a ver a mis tíos en el campo, cerca de Holguín. –¿Recuerda si iba ensillado? –el otro recapacitó un instante y dijo: –No, montaba a pelo –el lotero consultó el opúsculo y anotó unas cuantas cifras. –Entonces es el 04988. Con montura hubiera sido el 10052. Si el viaje fuera a pie, sería el 06723. Si fuera en carro... –la parte final no llegué a oírla porque Abascal se puso al aparato. Me identifiqué y sin preámbulos dijo: –Meyer ha dicho que sí. Pasa por aquí hacia las ocho de la tarde –colgó sin esperar mi respuesta. Le pedí el folleto al lotero y busqué la equivalencia numérica de gánster. No figuraba. Miré entonces «asesino». Aposté tres pesos al 23455.
Todo como el diamante, Antes que luz es carbón. José Martí
A las ocho en punto estaba en la puerta de El Mundo. Abascal se retrasó más de media hora que invertí en el café de al lado. Un optimista resolvía el crucigrama con una pluma y la radio emitía el programa «Reportajes sensacionales». Un pedante especulaba sobre las causas que podían precipitar el fin del mundo. Barajaba tres hipótesis: el agotamiento del sol, una lluvia de asteroides y el estallido de la luna. Aunque no podía descartarse, agregó, el surgimiento de hombres o mujeres sin sexo. Me concentré en el coñac y traté de ordenar mi cabeza. Mis averiguaciones sobre el asesinato de Suárez concluían en los enjuagues de los peces gordos de East Havana Land. Otro tanto sucedía con mi búsqueda de Dalmau: la última pista se desvanecía en el probador de una sastrería. No saqué nada en claro, porque las tres o cuatro ideas que me rondaban no formaban nada parecido a una teoría, menos todavía a un plan. Componían un círculo vicioso y giraban como los caballitos barnizados del tiovivo. A través de las cristaleras vi salir a Abascal con un fajo de periódicos. Le hice una seña, se sentó enfrente y pidió un Tom Collins. –Es como el Ron Collins pero con ginebra –apuntó–. Tenemos tiempo. La cita es a las diez. Hablamos primero de España y de Cuba, me explicó que su familia procedía de Asturias. Luego me contó unas cuantas anécdotas de gallegos que ilustró con chistes y también se burló de sus compatriotas. –Hay tres cosas de las que el cubano siempre presume: un amigo influyente al que no se quiere molestar, grandes conocimientos de pelota y éxito con las mujeres... –se rió por la nariz, como si tuviera la boca llena. 209
Mirar el reloj y ponerse serio fue todo uno. Sacó un paquete de cigarros negros de Competidora Gaditana. –Aún estás a tiempo. ¿Seguro que quieres ir? –contesté afirmativamente–. Lansky vino por primera vez aquí a mediados de los treinta, por orden de Lucky Luciano. ¿Te suena? –He leído alguna cosa sobre él. –Luciano se había impuesto como jefe de las demás familias, era el capo dei capi. Acababa de poner orden en la Cosa Nostra después de la condena de Alfonso Capone por evasión de impuestos. Lansky no es italiano, nació en Polonia y es el único judío que ha llegado a lo más alto de la organización. Pero tiene talento para los negocios. Luciano había aprendido la lección de Capone y quería tener los papeles en regla, por eso mandó a Lansky a esta isla. –¿Qué vino a hacer? –La idea era blanquear el dinero de los negocios sucios; siempre en cosas legales. Tener las cuentas claras y las declaraciones fiscales al día. Se dedicó a eso cuatro o cinco años hasta que metieron a Luciano en Sing Sing. Tuvo que volver a Estados Unidos y dejó a Santos Traficante senior a cargo de sus intereses. En el 42, los Servicios de Información de la Armada, el embrión de lo que ahora es la CIA, se pusieron en contacto con Lansky para verse con él y los otros dos hombres fuertes de la organización, Anastasia y Costello. ¿Sabes quiénes son? –Se los cargaron el año pasado, ¿no? Me parece que vi las fotos en alguna revista. –Sólo a Anastasia. Se lo echaron al pico en la barbería del Sheraton de Nueva York. Costello salvó el pellejo de milagro. Dicen que fueron órdenes de Lansky. Bien, volviendo al principio, date cuenta de que por entonces los yanquis estaban en plena guerra contra Alemania y Japón y parece que al gobierno le preocupaban los sabotajes en los muelles de la costa este y la infiltración nazi entre los dockers. Necesitaban la colaboración de los sindicatos. Eché un vistazo al parque. Las sombras habían descendido fugaces sobre los bancos. Se avecinaba el instante en que caerían fulminadas por las farolas. –Quien controlaba a los sindicatos era la Mafia. Les propu210
sieron un trato. Se conoció en clave como Operación Malavita y Luciano fue el primero en beneficiarse. Lo trasladaron al penal de Albany, en un régimen mucho más suave. El acuerdo funcionó y lo ampliaron a Europa; por eso la Cosa Nostra siciliana facilitó el desembarco aliado. En cuanto acabó la guerra, Luciano quedó en libertad bajo palabra y lo facturaron a Sicilia. –Lansky seguía lejos de La Habana... –Sólo de momento. Recuerda que había dejado a Santos Traficante a cargo de sus intereses en la isla. Regresó para preparar el terreno a Luciano, que quería volver a América a toda costa para recuperar el control de la organización. Genovese se le estaba desmandando y Bugsy Siegel se había apropiado de los fondos del sindicato y los estaba despilfarrando en proyectos descabellados en Las Vegas. Bordeaban la insubordinación y Luciano sentía que no podía hacer nada desde Sicilia. –Luciano vino a La Habana... –Fue en el 46. El 2 de octubre aterrizó en Camagüey, en un clipper directo desde Río de Janeiro. Al pie de la escalerilla le esperaba Lansky con cuatro guardaespaldas, dos limusinas y el capitán de la policía local... Así son las cosas. Volvió a consultar la hora y echó un trago largo. –Luciano se instaló en el Nacional y a los tres meses se celebraba aquí la cumbre de la Mafia. Lo recuerdo como si fuera ayer. Entonces gobernaba todavía Grau. Aterrizaron en racimos. Primero los capos de Nueva York, Costello, Anastasia, Adonis. Después Joe Bonano, el rey de las pompas fúnebres; Mike Miranda, el amo de las traganíqueles; los chicos de Nueva Jersey y Florida.... Hasta quinientos personajes entre jefes, lugartenientes, gerentes, guardaespaldas, asesores y abogados de las cien familias, ¡qué se yo! El comité de recepción lo formaban Traficante y Stasi, además de Lansky. Se desplazaban en carros negros y largos como la muerte. El personal auxiliar se alojó en el Presidente, el Inglaterra y el Sevilla Biltmore, el hotel de Batisti. Los capitostes coparon el Nacional. En los jardines, en la piscina y en los caminos que desembocan en la calle O merodeaban tipos grandullones con un bulto en la verija izquierda. –¿Cómo los trató la policía? –Miraban para otro lado. Al hotel no se podía acercar nadie, ni 211
periodistas, ni senadores, ni policías. Estuvieron varios días reunidos poniendo orden en sus asuntos y por las noches en el cabaré del hotel, el Parisien, actuaba para ellos Frank Sinatra. Como es natural, de todo eso en la prensa de la isla no se dijo ni una palabra, como si no hubiera sucedido nunca. Cuando se fueron, Luciano se mudó a una mansión de la Quinta avenida. Imagínate, tenía todo lo que podía necesitar y sólo a noventa millas de Estados Unidos. Llevaba una vida discreta. Paseos con sus dos guardaespaldas, lecturas, y muy de vez en cuando una escapada al Jai Alai, al Jockey Club y al casino del Nacional o una visita al casino del Capri que dirigía ese actor de cine que hace papeles de gánster... –¿George Raft? –recordé mi encuentro con él en el Sans Souci. Y, sobre todo, recordé las dos piezas que le acompañaban. –Ese mismo. Es uno de ellos. Los domingos, Luciano asistía a la primera misa en la parroquia de 60 y Quinta. Así pasaron varios meses sin complicaciones. Pero cayó en la trampa cuando estrechó sus relaciones con Beverly Paterno, una rubia platino con un par de pechos como huevos al plato a la que conoció en una fiesta. No se separaban y empezaron a dejarse ver en público, en los restaurantes, en el hipódromo..., en cualquier lado podías encontrarlos como dos pichones. De repente, la rubia se esfumó y al poco el semanario El Tiempo, como si fuera una exclusiva, revelaba el secreto más conocido de la ciudad: el raquetero Salvatore Lucania, alias Lucky Luciano, vivía en La Habana. Los periódicos norteamericanos titularon a toda plana: «El zar de la trata de blancas y de la droga vive tranquilamente a 90 millas de nuestras costas.» En las fotos, el capo aparecía paseando con la Paterno. El gobierno del norte presionó y Luciano fue detenido a finales de febrero con una acusación de tráfico de estupefacientes. Un mes escaso después lo embarcaron en el Bakir, un carguero turco que lo devolvió a Sicilia. Yo estuve en el puerto. Acudieron a despedirlo bastantes amigos, incluido Paco Prío, el hermano del que entonces era vicepresidente y luego sucedió a Grau. Te puedo asegurar que quien más fuerte le abrazó fue Meyer Lansky. Abascal dibujó su firma en el aire y el camarero acudió con la cuenta. Salimos y montamos en su coche, un Fiat 1100. Bajamos por Prado hasta el Malecón y luego giramos a la izquierda. –Estoy seguro de que fue él quien echó para alante a Luciano. 212
–¿Quieres decir que Lansky conspiró para que lo deportaran? ¿No era su mejor amigo, su brazo derecho? –Hablar de amistad entre estas gentes es como hablar del amor entre las orugas. Atiende a los hechos. ¿Cuál es el resultado? Luciano lleva diez años en Sicilia, fuera de juego. Y el cejudo Lansky ejerce como jefe de hecho. Por si fuera poco, controla el imperio que están montando en la isla. Al llegar a la altura del monumento al Maine puso el intermitente, como si fuera a tomar la avenida Wilson, pero siguió un trecho más por el Malecón. Giró frente al hotel Riviera y dejó el auto en marcha frente al lobby. Entregó las llaves a un botones a cambio de un papelito y subimos los escalones. –Quería que supieras a quién vamos a ver. Por lo que sé, no da mala impresión en privado. Dicen que si no le has contemplado desde el extremo equivocado de un cuchillo o de un revólver hasta te parece un conversador ingenioso y afable. El ascensor se deslizó con tanta suavidad que sólo se acusaba el movimiento en los numeritos que se iluminaban sucesivamente sobre la puerta. Bajamos en el piso16 y avanzamos hasta el fondo del pasillo, custodiado por un par de matones con los brazos cruzados. Abascal les explicó en inglés que teníamos una cita con Meyer Lansky. Dijeron que estaba acabando de cenar y nos mandaron abajo a esperar. Comimos un bocado en L’Aiglon, un bar anejo al lobby. Abascal encargó además unos combinados, supongo que para robustecer nuestros ánimos. Eran densos y tenían más grados que el queroseno de aviación. –Dicen que Lansky no es sanguinario, como Frank Costello. ¿Sabes qué se cuenta de Costello? Parece que le gustaba la equitación. Un día el caballo pasó bajo una rama demasiado baja y lo derribó. Llevó a la bestia al borde de un precipicio y lo empujó –se esmeraba en tranquilizarme; o puede que sólo buscara argumentos para ahuyentar su propio temor–. Tampoco le gusta la violencia gratuita, como a Santos Traficante. Éste tiene su propio método con los morosos: amarrarlos a la defensa del carro y arrastrarlos un rato hasta que se ablandan. En realidad, si lo miras bien, Lansky es un hombre de negocios. Si hubiera estudiado en una universidad ahora sería presidente de cualquier corporación... pero estudió en la facultad de la calle –suspiró. 213
La segunda vez nos cruzamos en el pasillo del piso 16 con dos mujeres de ésas que uno jamás debe presentar a su mamá. Venían conversando y no bajaron la vista cuando nos las quedamos mirando. Los de la puerta no preguntaron nada esta vez. Nos pusieron contra el muro y nos cachearon. El que me registraba se puso tenso cuando notó el bulto de mi pistola. La inspeccionó y se la mostró al otro con una sonrisa displicente. Luego, la guardó en el bolsillo. La habitación de Lansky era un poco más pequeña que la sala de plenos del Senado. El mueble más aparatoso era una cama matrimonial en la que se podía jugar al escondite, aunque no parecía ese el juego que habían practicado últimamente, a juzgar por las ligaduras de goma que pendían de la cabecera. Completaban el mobiliario dos juegos completos de tresillos alineados en ángulo frente a una chimenea de alabastro, tan falsa como el grado militar de Batista, y una mesa con seis butacas de respaldos conquiformes. Así y todo, sobraba espacio para muchos más trastos. Sobre la mesa yacían una bandeja con una cubeta de hielo derretido, platos y copas con restos de comida y alcohol, y más instrumental metálico que en un quirófano. La mayor parte de las luces estaban apagadas, salvo una lámpara con pantalla cilíndrica y pie de alabastro que ponía un tono lúgubre en el decorado. La suite estaba vacía y las cortinas flotaban con la brisa. Salimos a la terraza y allí estaba Lansky, apoyado en la barandilla. Únicamente llevaba puesta la chaqueta del pijama y los calzoncillos. Tenía el pelo húmedo y se había echado lavanda suficiente para perfumar un cine de barrio. Se le notaban rastros de talco en el cuello, tiñendo el cogote. –The main reason for... –el capo empezó a hablar sin darse la vuelta. Abascal me traducía–. Si no tuviera otras razones para vivir aquí, me bastaría ésta –señaló un punto cercano a la línea en que el sol se derrite todas las tardes y creí que se refería a Florida. –Es cierto, casi se puede divisar Florida. Su país queda al lado –asentí. –¡Qué Florida! –rectificó–. El gran río azul, como lo llama ese escritor. Es un fenómeno único y no hay otro lugar para verlo como Havana. Surge por allá –apuntó hacia la izquierda–, del suroeste del cabo de San Antonio y bordea la costa norte. Pasa 214
junto a Cayo Hueso y se dirige a Europa, por Canarias. Retorna otra vez a las Antillas a través del Atlántico Norte. Cuando cruza ahí –giró noventa grados el brazo sin bajar la mano–, frente al Malecón, tiene una anchura de sesenta millas y marcha a una velocidad de dos nudos. La profundidad es de tres cuartos de milla y su color azul, muy oscuro. Si entras en la corriente ves que en las orillas se forman remolinos. Hablaba con voz pastosa. Al principio creí que era la suya, pero después me fijé en una botella de Pernod medio vacía que tenía a su derecha y comprendí que estaba medio borracho. –¿Cuál es el negocio? –me pareció que Abascal le agradeció que nos recibiera y luego le dijo que yo tenía problemas. Se giró hacia mí y me fijé en sus cejas. Eran hirsutas y espesas, en forma de visera. Daban sombra a dos ojos inertes, sin otro rastro de vida que un destello de sentido del humor–. ¿Cómo de graves son esos problemas? –preguntó. –Depende de la opinión que tenga de la vida y del dinero –respondí. Se sonrió, pero nada más con la mitad derecha de la cara. –Tengo la mejor opinión del dinero. Y de la vida pienso lo que decía siempre Lucky: «En este mundo lo único importante es no ser jamás el muerto.» Una vez que nos demostramos lo ocurrentes que éramos le conté de corrido mi inútil búsqueda de Dalmau y las averiguaciones sobre la muerte de Suárez. Acabé con el asesinato de Rivaya. Cabeceaba impaciente mientras traducía Abascal. –¿Conoce a Patiño? –preguntó por fin. –¿Por qué? –¡Conteste! –gritó. Abascal me miró con ojos de súplica. Le dije lo que me habían contado sobre él. –No se confunda con Patiño. Usted debiera conocerlo. Es de los pocos de este país con cabeza. Tiene inteligencia natural. No como esos otros que no tienen otra solución para cualquier problema que matar. ¿Sabe lo que pasa con eso? He visto muchos asesinatos, demasiados. Aunque no tantos como dicen mis enemigos. Todos consisten en lo mismo. En matar. Eso tiene poco mérito. Patiño sabe manejar las cosas. Debería conocerlo. –¿Qué sabe de Dalmau? 215
–Usted hace más preguntas que un mal periodista –replicó con sorna–. ¿Cuánto le debe ese Dalmau? –El problema no es el dinero. No vine a La Habana de turismo. Teníamos convenido encontrarnos aquí. He pasado una mala racha y él es la persona que me puede ayudar. Llevo semanas buscándolo y no me voy a ir sin saber qué sucedió con él. Bebió directamente de la botella, sin ofrecer. Le preguntó a Abascal mi nombre y el periodista le dijo el apellido. –No, el primer nombre –dijo en español. –Martín –respondí yo. –Martín, el problema siempre es el dinero. ¿Cuánto le debe su amigo? –Alrededor de 25.000 pesos. –Eso es bastante dinero. Ahora, imagínese que lo ha recuperado. Le voy a recomendar en qué invertirlo. Invierta en amnesia –sacudió otro lingotazo al Pernod y siguió–. Olvídese de ese dinero y dedíquese a cualquier cosa. Vuélvase a España. O márchese a Norteamérica. O quédese aquí si prefiere. Éste es un país donde hay oportunidades. ¿Quiere un trabajo? –He cogido alergia a la pólvora. Si puedo, me gusta mantenerme a distancia. –Mal hecho. ¿Sabe lo que decía en sus buenos tiempos Alfonso Capone? Capone no era el personaje zafio que han descrito esos senadores estúpidos. Era un hombre de talento. Decía: «Se puede llegar lejos con una palabra amable; pero aún se puede llegar más lejos con una palabra amable y una pistola.» Sonrió y volvió a girarse. Se quedó inmóvil, como si esperase un barco que tuviera que aparecer de un momento a otro en el horizonte. Abascal me hizo un gesto y comenzó a despedirse. –¿La Mafia ha tenido algo que ver con el negocio del túnel? –espeté. Abascal se quedó petrificado y no tradujo. Lansky volvió a darme la cara. –No haga caso a lo que oiga por ahí, Martín. La mitad de las mentiras que dicen sobre mí son verdad. Pero sólo la mitad. Dicen que tengo relaciones con la Mafia, el Sindicato del Crimen le llaman. Y es falso. En todo caso, es la Mafia quien tiene relaciones conmigo –soltó una carcajada violenta. Estaba más borracho de lo 216
que me había parecido–. Tengo acciones en algunos políticos, de los de ahora y de los de antes –prosiguió–. También de los que vendrán pronto. Pero en esos asuntos no me meto. Todos los negocios que tengo en la isla son tan limpios como los del Vaticano. Sentí deseos de citarle los nombres de cinco papas asesinos, pero el rostro de Abascal tenía el color de una sábana sucia. Sentía que había rebasado el límite y que debíamos marcharnos. Me quedé contemplando el edificio en forma de caja de cerillas de la Embajada americana y la cinta de luz que forman las farolas hasta perderse en la fortaleza del Morro. Al salir, los matones me devolvieron la 32.
La noche es la propicia. José Martí
El portero del Karachi no llevaba uniforme, ni gorra de plato. Lo único que le identificaba era la autoridad que ejercía en su jurisdicción. Era negro, de un negro intenso, casi azul; vestía una guayabera de hilo de tono vainilla y despachaba las entradas al cabaré desde un atril de madera pintado de verde fosforescente. Gobernaba sobre las inmediaciones de la puerta con el porte erguido de un campeón de danzón. Mantenía a raya a unos cuantos sujetos que esperaban la oportunidad de colarse y que revoloteaban en torno a la puerta, contaban chistes tan viejos como un refrán y bromeaban entre sí. Me entretuve observándole un buen rato desde la acera opuesta y sólo una vez amagó una sonrisa. Asomó entonces un canino orificado que lanzó un centelleo más agudo que los neones parpadeantes de la fachada. Así se percató de mi presencia hizo un gesto en dirección a una zona oscura contigua a los soportales. Bajo un vértigo de palmeras y mangos distinguí una rubia recostada en una boca de incendios con las piernas montadas, como si viajase en moto. La rubia inició un ademán de incorporarse pero lo atajé con un movimiento negativo de la cabeza reforzado con las palmas abiertas hacia adelante que significaba «por ahora no». El portero me devolvió otro gesto que interpreté como «otra vez será». La mujer regresó a su postura con una mueca que quería decir: «¡Que te jodan!» Xiomara fue la primera en apearse del Chevy, antes incluso de que Despanier apagara las luces. Estaba hermosa enfundada en un vestido de dos piezas de chaqueta corta y falda estrecha. El color azul pálido combinaba bien con su piel tostada. Después bajaron Despanier y su mujer. En cualquier otro lugar del mundo, Sheryl hubiera pasado por una mujer obesa, o cuando menos gruesa. Pero en Cuba las cosas son de otra manera. Cualquier protube219
rancia es bienvenida, siempre que se mantenga compacta y su paso es saludado con admiración como «el carro de la carne». Su vestido rojo chillón ceñía unas ancas potentes, una cintura breve y un frondoso busto. Todo en grado superlativo y sin rastro de grasa. Además, como muchas isleñas, producía la impresión de que la columna se prolongaba en una curvatura más allá de la rabadilla. Es un curioso fenómeno al que los expertos denominan esteatopigia. Despanier la protegía de las miradas tomándola por el talle. Mi amigo estaba desconocido en traje blanco y con zapatos del mismo color, igual que la camisa que llevaba desabrochada hasta el cuarto botón, con el cuello montado sobre la solapa del terno. La decoración interior del Karachi tenía poco que ver con el nombre. Una empalizada de troncos de bambú partía en dos el local. De un lado quedaba el salón de baile, un espacio amplio y en penumbra. De los muros colgaban lanzas y arcos emplumados; también algunas máscaras rituales africanas iluminadas desde dentro con bombillas rojas. El escenario estaba desierto y los altavoces destilaban el ritmo dulzón de un bolero plagado de frases imposibles de pronunciar sin música o sin sonrojo. Sobre el murmullo general se elevaba a intervalos el estrépito de una carcajada que resonaba como un torrente de mal gusto. Ocupamos una de las pocas mesas libres y las mujeres reanudaron un diálogo iniciado en el coche. –Aquí no nos necesitan –dijo Despanier al cabo de un rato. Con los vasos en la mano recorrimos la sala y pasamos al otro lado de la empalizada. En la barra se acodaban un par de sujetos y enfrente otros dos lanzaban dardos contra una diana. Despanier depositó un billete sobre el mostrador de zinc y recibió una escopeta de aire comprimido y una docena de perdigones. –Vamos a ver cómo te manejas con los yerros. La prueba consistía en disparar sobre una fila de velas encendidas y apagar la llama. –Empieza tú –le dije. El primer disparo del boxeador se empotró contra la cera y sólo hizo temblar la lumbre. A la segunda acertó y se volteó ufano. Falló los tres siguientes y acertó con el último. –Dos de seis –dijo–. Vamos a ver qué tan bárbaro tú eres. 220
Tomé un trago largo de bourbon y planté los pies en ángulo recto. Apunté a la base de la mecha y apreté el gatillo. La llama de la primera mecha tiritó, pero siguió encendida. Rectifiqué ligeramente la mira del arma y disparé el segundo y el tercero desde la misma posición. Acerté ambos. Las siguientes veces me alejé un paso y las velas se fueron apagando por orden hasta quedar sólo una. Entonces cargué el último balín y dejé caer el brazo izquierdo. Sujeté la escopeta con el derecho y respiré hondo. Cuando fijé el punto de mira y sentí el pulso completamente inmóvil giré la cabeza hacia Despanier y disparé. La sexta vela dejó de alumbrar. –¡Esto sí que es grande, mi socio. ¡Eres completo! –exclamó. El camarero se acercó y me dio a elegir entre uno de los peluches que se alineaban en un estante. Señalé un elefante color azul y apuré la copa antes de volver a la mesa. Despanier escarbó en el bolsillo y se hizo con un oso blanco. Las mujeres seguían intoxicándose de monólogos y en el escenario algunos componentes de la orquesta de Los Diplomáticos del Maestro Pego afinaban los violines. Sheryl ahogó un gritito y abrazó al boxeador cuando le alargó el juguete. Xiomara abrió los ojos y la boca de par en par, envolvió el elefante con los brazos y lo cubrió de besos. –¿Y para mí no hay nada? –protesté. Me besó con la boca abierta y se apartó de golpe con un mohín. –¿Qué sabor es ése, Martín? ¿Es que tú mordiste la culata de la escopeta? Las risas de nuestros amigos sofocaron mi respuesta. La orquesta apareció al completo y la batuta del maestro Pego atacó la primera melodía. Despanier miró el reloj y se arrimó a mi oreja: –Falta poco para las once. Ya tú sabes dónde Durán te espera. Mientras salía vi que el boxeador inventaba algún pretexto para mi escapada. Ya en la calle, marché con pasos largos bajo los soportales. La Habana es probablemente la única ciudad del mundo que se puede recorrer bajo columnas. En unas cuantas zancadas estuve en Teniente Rey. Al doblar por Montserrate ya se divisaba el luminoso del Floridita y, un poco más allá, el siniestro murciélago de Bacardí. Por si no saben cómo era La Habana a esa hora de la noche bastará decir que uno sólo podía cruzarse 221
con dos clases de transeúntes: los borrachos pobres y los borrachos ricos. Aparte, claro está, de los vagabundos; pero ésos, en su mayoría, formaban parte del primer grupo. Uno de ellos empujaba sin urgencia un carrito rebosante de cartones y botellas vacías. Se concentraba en evitar que sus pies desnudos entraran en contacto con las desventuras del pavimento. En los soportales de La Manzana de Gómez que dan al Centro Asturiano pendían farolillos chinos y había también letreros que deseaban Feliz Año 1959. Aunque el estanco de la esquina tenía la persiana echada, la luz se colaba por debajo de la rendija de la puerta. Llamé suave tres veces seguidas y conté hasta diez. Luego arañé la puerta otras tres veces. Enfrente había un puesto de granizado que aún no había recogido. El vendedor rascaba un bloque de hielo a la luz de un farol de gas. Al lado aparcaba un Thunderbird Special, rojo y blanco. Los colores y el modelo eran muy parecidos a los de otro Thunderbird que había visto a la puerta del Karachi. Tan parecidos que podían ser el mismo. Pensé que quizá me estaba volviendo paranoico, pero me repliqué: «¡A los paranoicos también los persiguen!» –¿Cómo dice? La puerta se había abierto sin chirriar y me hallé ante un hombre algo mayor que yo. Hablaba con un acento gallego muy pronunciado y con un tono tan triste como el sonido de un violín en primer curso de conservatorio. –¿Durán? –pregunté. No me respondió, se hizo a un lado y penetré en un pasillo iluminado por una luz mortecina. Dentro, el calor era sofocante. –Despanier me dijo que vendría un poco antes –se quejó. –Me entretuve... –dije para disculparme–. Perdone que le haga trasnochar. –No importa, padezco insomnio. Esto me servirá de entretenimiento. Usted no sabe lo que es eso. –Lo siento. Imagino que debe de ser tremendo –parece que iba a pasar toda la noche disculpándome. –Usted no imagina nada. Cómo va a imaginar lo que es pasarse la vida bostezando y saber que no es de hambre ni de hastío. Conforme avanzábamos por el pasillo la temperatura se ele222
vaba. Durán se refrescaba el esternón húmedo con un abanico de guano. Descendimos por una escalera hasta una dependencia húmeda donde se apilaban cajas de cigarros. En uno de los estantes había un receptor de radio con la onda corta silbando. El Diario de la Marina abierto ocupaba más de la mitad de la mesa. –Hay que esperar un poco hasta las once y media. Es la hora en la que los vigilantes pasan la última ronda –me sirvió una copa de orujo y continuó hablando–. Prefiero quedarme aquí. En la casa mi mujer no me deja parar tranquilo. Escucho un poco la radio y luego me leo el periódico. Hoy me he reservado esta entrevista con un filósofo sobre otro filósofo –eché un vistazo. Junto a una foto de Julián Marías, un titular afirmaba: «Toda la filosofía de Ortega y Gasset representa un logrado esfuerzo por superar concepciones paganas.» –Parece interesante –comenté. –¡Qué interesante! Es tan interesante como ver mear a una vaca. De lo que se trata es de dormir –nos quedamos en silencio. Escuché el batir de alas de una legión de ángeles y después aparenté interés: –¿Cómo marcha el negocio? –No puedo quejarme. Lo atiendo con mis dos hermanos y nos da para mantener a las tres familias. Peor lo tienen algunos. Aquí mismo, en La Manzana, se han suicidado varios. Los más reservados se suben al último piso y se tiran hacia el patio interior de la galería; pero los hay más exhibicionistas y se lanzan hacia la calle... No es bueno para el negocio. –¿Todos comerciantes de La Manzana? –¡Qué va, de cualquier lado! –gruñó–. Se ha puesto de moda suicidarse aquí. Y además de noche. Como yo digo: si los comerciantes se arruinan de día, ¿por qué tienen que suicidarse de noche? –dejé flotar la pregunta un rato y miré el reloj–. Aún faltan diez minutos –dijo empalmando con un largo bostezo–. No me gusta lamentarme, porque a algunos les va mal de veras... Tengo un vecino que administra un puesto de lotería y está desesperado. Desde que Fidel ha decretado el boicot a las loterías las ventas han caído a la mitad. No sucede lo mismo con el boicot a los periódicos y a las fiestas, pero con la lotería la cosa está en llamas. 223
Mi vecino está loco por que los rebeldes entren de una vez en La Habana y levanten el boicot. Se incorporó y puso la radio. Un noticiero informaba de la victoria del Ejército sobre un foco rebelde en el centro de la isla. Batista había felicitado telefónicamente al coronel Rosell y Leyva. –Pues su vecino tendrá que esperar. –¿Lo dice por esto? ¡Eso es basura! Acá decimos que una cosa piensa el borracho y otra el tabernero. Lo cierto es que la columna del argentino que pelea con Fidel, el Che Guevara, ocupó hace dos días Santa Clara. Y Sancti Spiritus se rindió sin lucha hace casi una semana. Batista mandó diez compañías de cien hombres respaldadas por otros tres batallones para impedir la destrucción de los puentes. Marcharon en el tren blindado que fabricó la Western Railways y que dirigía el tal Rosell y Leyva. Bueno, pues el Guevara ese se hizo con los tractores de la Escuela de Agronomía de Santa Clara y lo hizo descarrilar y la mayoría de la tropa se entregó sin disparar un tiro. Tabernilla y los otros generales están rabiosos y han ordenado un bombardeo de la ciudad con los B-26 y los Sea Furies que les vendió Inglaterra. A Batista no le queda ni un corte de pelo. Como mucho, dos afeitadas. –Nadie lo diría oyéndole hablar. –¿Usted conoce la catedral de Santiago de Compostela? –le dije que no con la cabeza–. Pues si no la conoce no sabe lo que es una catedral en condiciones. Con Batista pasa lo mismo. Quien no ha escuchado hablar a Batista no sabe lo que es mentir a lo grande. A veces a uno mismo le hace dudar. –Usted parece bien informado. –¡Vaya, centella, las noches en blanco enseñan mucho! –abrió la boca como si fuera a soltar un aullido. Lo que salió fue un bostezo hondo regado por unas pocas lágrimas. Se las enjugó con el revés de la mano y miró el reloj–. Ya puede pasar. Se adelantó hasta el fondo del almacén y descorrió un cerrojo. De una caja de herramientas extrajo un martillo y un escoplo. Señaló al fondo del corredor en tinieblas y me instruyó: –Es la penúltima de la derecha. Procure no hacer demasiado ruido. Con un solo golpe puede desbaratar el resorte. ¿Trajo linterna? –respondí que no y marchó a por un cirio grueso. 224
–Suerte. Y acuérdese: un solo golpe tiene que bastar. Cuando acabe vuelva por aquí, dejaré abierta la puerta. No era probable que a esa hora hubiese nadie en la sastrería. Pero probable y seguro no significan lo mismo. Sobre la diferencia podría escribir un tratado un compañero de celda que tuve en El Dueso: consiguió entrar desde las alcantarillas a la cámara de seguridad del Banco de España y dentro le esperaba un comité de recepción en el que sólo faltaba el alcalde. Así que pegué el oído a la puerta. Presumo de tener un oído de tuberculoso y dentro no se oía ni el tictac de un reloj. Si había alguien debía de ser más silencioso que una serpiente. Un solo martillazo bastó. Pero el chasquido del picaporte retumbó en el pasillo como el eco metálico de una fragua. Esperé unos instantes, conté hasta diez y sólo escuché unos cuarenta latidos. De modo que accedí a un cuarto sin ventanas, amueblado con un sofá de sky, una mesa baja y una nevera. Arrimé el cirio y eché un vistazo a las revistas que descansaban en la mesa. Debajo de unos catálogos de moda masculina encontré ejemplares atrasados de Paris Hollywood con fotos en blanco y negro de mujeres posando desnudas. «Así que éste es el pasatiempo de nuestro árbitro de la elegancia», pensé. La puerta del fondo tenía un tirador redondo. Traté de hacerlo girar y se quedó quieto. Pulsé el botón que había en el centro y la manecilla cedió. La escalera arrancaba junto a la puerta y desembocaba en la oficina acristalada que había visto desde fuera en mi anterior visita a El Sol. Fui directo al archivador dispuesto a usar de nuevo el escoplo, pero no hizo falta. El cierre claudicó con facilidad. El dandy no contaba con un ataque de las hordas bárbaras por la retaguardia. No habría más de cincuenta fichas. Estaban ordenadas alfabéticamente y la primera correspondía al cardenal Arteaga. Junto a su dirección en el Palacio Episcopal figuraba el teléfono y el nombre de su secretario y debajo, una relación de encargos y fechas. En la B los personajes más destacados eran Amadeo Barletta y Amletto Batisti. Se reseñaban sus direcciones profesionales en el edificio Ámbar y en el hotel Sevilla y también sus domicilios privados. Con la excepción de Batista, que debía encargar sus trajes en el extranjero o cosérselos él mismo, aquello era una guía de los prebostes de la política y las finanzas cubanas. Pero el sas225
tre había dicho la verdad. Si algo estaba claro es que Dalmau nunca había formado parte de ese mundo. Sabía que esa taquilla encerraba información valiosa; pero no sabía cuál. Continué examinando las fichas y advertí que figuraban también mandamases de otros países. Rafael Leónidas Trujillo aparecía en la G, precedido del título de Generalísimo. Acaparaba cuatro fichas completas con una prolija descripción de uniformes exóticos, de todos los colores y para los cometidos más peregrinos. A juzgar por sus medidas, el dictador de República Dominicana no era un asiduo del gimnasio. Continué hurgando y en la P busqué sin ninguna confianza Pastoriza. Sin resultado: después de Palacio, el presidente de la Comisión Azucarera, venía Pastrana, el presidente del Automóvil y Aero Club de La Habana. El siguiente era Patiño. Iba a sacar su ficha del archivador cuando me pareció escuchar un ruido procedente de la tienda. Me agaché y apagué la vela. Los maniquíes adquirían en la oscuridad un aire fantasmal. Repté hasta la puerta acristalada que daba al estudio fotográfico y saqué la pistola. Volví a esperar contando hasta sesenta, aunque tan deprisa que no debió de pasar ni medio minuto. Avancé por el pasillo hasta la tienda y me oculté tras un mostrador desde el que se veía la calle. A través del extremo izquierdo del escaparate divisé la trasera de un coche con las luces de posición encendidas. Podía tratarse de otra casualidad más, pero estaba pintado de rojo y blanco. El exceso de coincidencias me pone nervioso cuando entro a la fuerza en una tienda a medianoche y he sido amenazado de muerte unas cuantas veces en pocos días. El auto desapareció calle abajo, pero aún esperé un rato más. Regresé hasta la oficina y dejé la pistola en la mesa por si hacía falta. Aproximé la ficha de Patiño a la llama. Había cursado media docena de pedidos en el último año. Todos de línea sport, además de algún que otro pantalón de equitación y un equipo de patrón de yate, gorra incluida. Constaba una sola dirección, en el Country Club, a unas calles de la casa de Navarro, y un teléfono. Los anoté y devolví la ficha a su lugar. Patiño disfrutaba, con mucho, de la anatomía más proporcionada de aquella colección de mangantes. Se entendía que no quisieran dejarse fotografiar en calzoncillos. Hasta llegar, claro está, a Porfirio Rubirosa. El em226
bajador dominicano se elevaba con su metro ochenta y dos muy por encima de la media y tenía una constitución que le permitía prescindir del relleno en las hombreras. Miré el reloj de la pared y estaban a punto de dar las doce. Cerré el archivador y sin resignarme a regresar con las manos vacías volví a la habitación de pruebas. Las láminas con las fotografías de tamaño natural seguían en su sitio. Menos una, la de Dalmau, que había desaparecido. Otra casualidad más. El gallego Durán estaba enfrascado en la lectura del Diario de la Marina. Me miró de reojo y dijo: –Según un reportaje de Carteles el tabaco es malo para la salud... No pienso volver a leer Carteles. Por cierto; ¿qué significa panteísta? En el Diario he leído que este fulano dice que Ortega era algo panteísta –improvisé una explicación y pareció quedar tranquilo. –Ya decía yo. Creí que era un insulto. Para mí que Ortega era republicano; al menos a mí siempre me lo pareció por las cosas que decía. La gente y algún escritor dicen que el camino de vuelta se hace más corto que el de ida. También eso es relativo. La iluminación de la calle no era deslumbrante y el Thunderbird me había puesto los nervios de punta. Caminé todo el rato con la mano metida en el bolsillo derecho acariciando la Browning. El Karachi seguía tal como lo había dejado. Los pelmazos de la puerta merodeando y el cancerbero gigante al acecho. Xiomara estaba sola en la mesa y resplandeció cuando me vio llegar. Verla sonreír fue como despertar de un mal sueño. Los músculos se relajaron y me arrellané en la butaca. Tomé un sorbo de su copa para refrescarme y el alcohol disipó los últimos nervios. –Es un bijou –dijo–. Chartreuse, vermouth, ginebra, más lo que quieras añadirle. Repetí y el segundo trago volvió a funcionar, así que pedí otro igual. Del escenario partió el arranque de una conga y Xiomara tiró de mí. No me resistí hasta que me vi en medio de la pista engarzado en un círculo de bailarines y entonces ya era demasiado tarde. Hice lo único que estaba a mi alcance: imitarles. No soy un técnico en la materia, menos aún para juzgarme yo mismo, pero diría que mi papel fue bochornoso. No lograba atra227
par el ritmo, se me escapaba el andar minucioso y preciso de los demás danzantes y me obsesionaba imitando sus pasos. En ocasiones, mis zapatos marchaban sobre las sandalias de tacón de mi pareja y Xiomara reprimía un chillido y me miraba con reprobación. Después volvía a sonreír e intercambiaba guiños cómplices con Despanier y Sheryl que se balanceaban en la parte opuesta de la rosquilla. La orquesta estaba maciza y sublime y hubo momentos en que me dejé llevar por el ritmo y tuve la sensación de penetrar la melodía. Se interrumpió el baile para que los músicos restauraran fuerzas y aproveché para escabullirme. –¿Cómo lo estás pasando, papi? –preguntó Xiomara. –No recuerdo habérmelo pasado tan bien hace mucho –era la pura verdad, pero lo acogió con incredulidad. –¡Qué falso tú eres! –reiteré la respuesta con convicción y me dijo–: Entonces, una de dos. O tienes muy mala memoria o has tenido muy mala suerte. –Debe de ser lo segundo. –¿Te vas metiendo en la música cubana? –Bastante, aunque me cuesta. De todas formas, me quedo con los boleros. –Ya tú sabes lo que se dice: sobre colores y gustos no hay nada escrito –no repliqué, aunque me hubiera gustado ver qué cara ponía Xiomara ante una biblioteca de Bellas Artes. El combinado se evaporó y pedí un Matusalén extraseco. Lo estaba saboreando cuando los muchachos de Pego regresaron al palenque con júbilos nuevos y entonaron Lágrimas negras. Volvimos a la pista y bailamos otras tres o cuatro piezas más. Cuando me sentí bastante seguro abandoné los pies a su suerte y descansé la mirada en el local. No me hubiera definido entonces como un asiduo de los salones de baile, pero sí había pisoteado ya unas cuantas extremidades en pistas españolas y francesas. En otros lugares los bailes cumplen una función práctica. Las parejas se aproximan y los cuerpos se exploran con la coartada de la música. En Cuba era completamente diferente. Tal vez porque allí los cuerpos no necesitan pretextos ni coartadas; pero el baile forma parte de un ritual que atrapa a las gentes y las conmueve con una fuerza que viene de muy lejos y que las hace estremecerse y gozar. No es un fenómeno que tenga que ver con la gimnasia, me228
nos aún con el ballet. Es algo que brota de dentro y exterioriza emociones antiguas. Como si fuera el ritmo quien hablara a través de las personas y no al revés. Los músicos se despidieron con Qué suegra más mala tengo, un cha-cha-chá, y después una melodía enlatada envolvió a los últimos clientes. Mientras marchábamos hacia la salida tuve que soportar unas cuantas bromas. Todas relacionadas con los gallegos y el baile. La más mordaz fue Sheryl, que comparó mis pasos con los de un elefante. Estaba pensando qué replicar cuando Xiomara abrió los ojos como si hubiese tenido una aparición y dijo: –¡Mi elefantico! Salió corriendo hacia el interior sin darme tiempo a reaccionar. Despanier y su mujer se adelantaron a por el Chevy y aguardé solo en la puerta. Entonces lo volví a ver. El Thunderbird arrancó desde atrás. Avanzaba suavemente desde el fondo de la calle Amargura. Venía con las luces apagadas en dirección al Karachi. Pese a todo, reconocí al conductor por las orejas, era el acompañante de Tiburón en las Colinas de Villareal. A su lado no viajaba nadie, o por lo menos no era visible. Por la ventanilla trasera de la izquierda asomaba un cilindro largo y siniestro, como una noche de guardia en el frente. En ese momento aún estaba rebasando el Chevy de Despanier y todavía me hubiera dado tiempo de protegerme en el interior del cabaré. Pero lo que sentí no fue miedo, sino rabia; o quizá ese tipo de miedo que empuja hacia delante a algunos hombres normales y los hace pasar por héroes. Lo cierto es que no me escondí, sino que fingí dar la espalda y empuñé mi Browning mientras observaba a través de las vitrinas del Karachi el reflejo del Thunderbird deslizándose a mi encuentro. Me agaché en el mismo momento en que sonó una ráfaga. Me desplacé en cuclillas parapetado en un Chrysler y reaparecí a la izquierda con la pistola amartillada en la horizontal del matón. Apreté el gatillo dos veces, las dos en dirección a la cabeza del que sujetaba la ametralladora. A su lado distinguí a Tiburón. Los dos tiros de la Browning sonaron como petardos de feria. La Thomson volvió a hablar y escupió una cadena de chispazos como si estallara un cortocircuito en un cuadro de luces. A mi espalda sonaron chillidos y una exclamación en el momento en que 229
el Thunderbird aceleró calle arriba. Me lancé tras él disparando sin parar, en una carrera absurda, hasta vaciar el cargador. Me quedé sin balas, luego sin aliento, pero lo seguí aún unas tres cuadras después de torcer por Compostela en dirección al Malecón. La distancia aumentaba y apenas distinguía la silueta del coche. Decidí regresar al Karachi. Despanier estaba arrodillado junto al portero y alrededor de ellos se había formado un corrillo de curiosos. Le zarandeé y le pedí las llaves del Chevy. No sé qué diantres habría hecho con ellas si me las hubiera dado, porque no me las dio. En lugar de eso se incorporó en silencio con un elefante azul en la mano. Aún no entendía qué había pasado hasta que miré al centro del corro y vi a Xiomara tendida con una flor de sangre a la altura del pecho. Me agaché y le dije algo, pero tenía los ojos cerrados y no me contestó. No sé cuánto tiempo pasó hasta que la manaza de Despanier me sujetó por el hombro y me dijo: –Vámonos ya, gallego. Han llamado una ambulancia y la policía está también al llegar. No reaccioné. Y volvió a insistir. –Nosotros no podemos hacer nada. Deja que se ocupen los médicos. Al menos quítate de en medio, no vas a ganar nada con quedarte. Le obedecí como un sonámbulo. Monté en el Chevy y doblamos por la segunda. Dijo algo sobre el rastro de pólvora y nos detuvimos en un chaflán. Una vez abajo, me ordenó que me orinara en las manos. –Si nos detuvieran nos pondrían guanteletes de parafina para saber si hemos disparado. La orina es lo único que elimina la pólvora. Le obedecí otra vez y volvimos a subir al coche. Sheryl sollozaba en el asiento de atrás. Cuando arrancamos sonó al fondo el aullido de una perseguidora. Las calles estaban oscuras y sobre las sombras se desplomaba un vértigo aún más negro.
Todo se va muriendo A mi alrededor: ¿Es que se muere todo O que me muero yo? José Martí
Pasé la noche entera deambulando por los jardines que hay frente al hospital Universitario. Acudí en cuanto me enteré de que era ahí donde habían ingresado a Xiomara. Salvo un par de paseos hasta el bar del hotel Colina, que quedaba a doscientos metros y no cerró en toda la noche, no me moví de la puerta. No podía hacer nada; ni siquiera podía enterarme de lo que ocurría dentro, salvo cuando Sheryl salía para darme las últimas noticias. La habían operado a vida o muerte y de momento había pasado la prueba. Esperaban a ver cómo reaccionaba en el posoperatorio. Se hallaba en ese estado que los médicos llaman en su jerga pronóstico reservado, y que significa que no les da la gana pronosticar nada para que luego no les acusen de equivocarse. Hacia las ocho llegó Despanier. Recogió a su mujer, la llevó a casa y regresó. Inspeccionó el zaguán y los corredores contiguos y se cercioró de que estaba limpio de policías. Por la noche habían sonado un par de explosiones, una cerca del puerto, en el depósito de Esso, y otra en pleno Vedado. De modo que las perseguidoras debían tener asuntos más apremiantes en los que entretenerse que un tiroteo en un cabaré de gente de color. Por Despanier supe que Xiomara estaba en la zona que mi amigo llamó «trabajos forzados». No le corregí y entendí que se refería a cuidados intensivos. La sala de espera presentaba el aspecto que cabía esperar. Los bancos de formica se alineaban contra la pared que les servía de respaldo. Un par de escupideras repletas de colillas rebosaban en el linóleo. Hojeé un número atrasado de Bohemia y tropecé con las estupideces habituales. Un chalado sostenía que hace seiscientos millones de años el planeta 231
sólo estaba habitado por heces depositadas en el fondo del mar. No decía quién las había dejado allí, pero la teoría tenía su lógica. De ser cierta confirmaría que lo único que ha cambiado desde entonces es la localización de las heces. También me enteré de que no hay nada como el perejil para todo: mejora a la vez la circulación, la vista y el apetito. Habían pasado más de seis horas desde el final de la operación y seguíamos sin noticias nuevas. No sabía cómo interpretarlo, pero no me gustaba nada. Me impuse seguir leyendo majaderías como terapia contra los nervios. El horóscopo arriesgaba bastante más que los médicos y adelantaba sus pronósticos. Nos auguraba a los tauro que «algo en el empleo estará sobre el tapete la próxima semana. También habrá una actividad favorable en el sector de las amistades. El sector mejor aspectado será el que rige sus finanzas. Aunque no es un buen momento para emprender nuevas iniciativas». Al lado, un anuncio recomendaba a los fumadores tomar a menudo Alka Seltzer. No soportaba más tiempo la tensión y me interné por el pasillo. Tropecé con un médico de aire clorótico y le pregunté por Xiomara. –Cuando fue ingresada de madrugada, la paciente presentaba un orificio en el segundo espacio intercostal provocado por un proyectil que ha interesado al pulmón... –¿Eso qué quiere decir? –Significa que la bala ha afectado al pulmón y la paciente padece un distress respiratorio con retracción pulmonar, lo que dificulta la respiración y le provoca un neumotórax. El pronóstico sigue siendo grave. ¿Entiende? –Lo entendía hasta que me lo ha explicado. A medida que fueron pasando las horas mi difusa aprensión hacia el personal sanitario se fue solidificando y se transformó en un odio compacto. Observaba a celadores, médicos y enfermeras entrar y salir indiferentes al dolor y a la angustia de pacientes y familiares. Seguramente para ellos era más grave soportar una guardia en la noche de fin de año. Hacia las seis llegaron los padres de Xiomara con su nieto. Iban arreglados como para asistir a una boda. La madre era algo más baja que la hija. Tenía la piel más oscura y estaba tocada con 232
uno de esos sombreritos que no acaban de encajar en la cabeza, parecido a los que se ponen los borrachos para despedir el año. El padre marchaba erguido con un traje oscuro y corbata a rayas. El tono de su piel era más claro que el del resto de su familia y los labios menos abultados, tanto que en Europa hubiese pasado por un blanco algo cetrino. Los dos derramaban una mirada bondadosa y melancólica. Escucharon con resignación, se quedaron un rato esperando y después Despanier les arrastró a la cafetería. Me quedé otra vez solo. La sala tenía dos ventanales. Desde uno se avistaban los tejados de las facultades, desiertas desde que Batista había decretado su cierre. El otro se abría a la visión del Stadium Universitario y a la Quinta de Los Molinos, donde está el Jardín Botánico. Casi había anochecido por completo y para reconstruir la geografía de la ciudad había que orientarse con los edificios más altos y las avenidas más anchas. Encendí el último Camel y formé una bola con el paquete. Me giré para arrojarlo en la escupidera. Por el pasillo avanzaba con paso lento el mismo médico al que había preguntado a mediodía. A su paso, el olor a muerte se alzó como un animal. Paseó la mirada por la sala como si buscara otra persona. No la encontró, o no la buscaba, o no existía, y se encaró conmigo. Se quedó en silencio, como esperando a que le preguntara. Sabía de sobra lo que iba a decirme y no pensaba facilitarle el trabajo. Miré el reloj. Faltaban pocos minutos para las nueve. Antes de hablar, el médico almacenó todo el aire que le cupo en los pulmones, como si fuera a bucear. –No lo ha superado, se complicó... No atendí a su explicación técnica del desenlace. En eso los médicos no fallan jamás. No le dejé terminar. Le di la espalda y caminé hacia la ventana. La noche estaba despejada y resplandecía una luna que parecía tan nueva como un bombillo al que acabaran de cambiarle los filamentos. Apuré el cigarrillo y observé la punta incandescente. Sentí deseos de apagar las brasas usando mi corazón de cenicero. Me tocó dar la noticia a la familia. Lo encajaron con entereza; hasta diría que habían venido vestidos para recibirla. Despanier me pasó el brazo por la espalda y así estuvimos paseando un 233
rato por el corredor, sin decir una palabra. Dentro de unas horas todo lo que quedaría de Xiomara sería una hora de trabajo de un marmolista. Pero en ese momento sentí que lo que más me importaba era hacérselo pagar a los responsables de su muerte. Una vez oí a un psicólogo decir que la madurez es la capacidad de aplazar la gratificación. Si eso era verdad mi reacción fue condenadamente inmadura porque el deseo de venganza acaparaba mi cabeza. La consigna que los rebeldes habían difundido desde la sierra no parecía tener mucho seguimiento aquella noche. En la puerta de los cabarés y a la entrada de los hoteles se aglomeraba la gente y por las calles marchaban grupos trajeados que desfilaban entre risas. De cuando en cuando se abría un ventanal y un bromista arrojaba un balde de agua a la par que el grito de «¡Año viejo, llévate lo malo!» En la Quinta avenida el tráfico era tan compacto como cualquier día laborable a una hora punta. A intervalos de cinco o seis cuadras refulgían las luces de la fiesta. Empezando por las más modestas, como la del Club de Ferreteros, próximo a la desembocadura del Almendares y siguiendo por el Club de Profesionales, reservado a la clase media, el Copacabana y el Comodoro, de similar composición social, el Miramar Yacht Club de clase media-alta, el Balneario Hijas de María perteneciente a la colonia gallega, el Círculo Militar y Naval, coto de los militares. La ascensión concluía en el exclusivo Havana Yacht Club, reducto de los patricios criollos. El número de las calles servía de termómetro social. Desde el humilde 2 del Club de Ferreteros hasta el opulento 120 del Havana Yacht Club mediaba el tránsito que separa la nada de la apoteosis. El dispositivo era tan preciso que parecía diseñado por un sociólogo para confirmar una teoría sobre las clases sociales. Los únicos excluidos del festín eran los mulatos y negros. Sus opciones de diversión se detenían en el límite que separa el Malecón del barrio de Miramar. En la segunda rotonda de Marianao tomamos el camino de la izquierda y ascendimos hacia el reparto del Country. La verja de la mansión de Navarro tenía las hojas abiertas y la entrada al jardín estaba iluminada por dos faroles. La construcción me pareció esta vez aún mayor. Por las ventanas del garaje se colaba una luz 234
tenue. El timbre de la puerta principal hizo tañer unas campanas. Despanier y yo nos quedamos esperando hasta que apareció una mujer de expresión severa, peinada con moño y vestida de negro. Pregunté por el senador y nos respondió que había salido. No sabía en qué dirección, o al menos eso fue lo que dijo. Marchamos hasta el garaje y mi amigo levantó el portón del centro con una sola mano. Dentro asomó el chófer de la otra vez. En esta ocasión no manejaba la bayeta sino que sacaba brillo al cuerpo de una trigueña en el asiento trasero del Packard. Nuestra llegada no le entusiasmó. Empezaba a protestar cuando Despanier le cortó en seco: –Ven acá, tenorio. ¿Dónde llevaste a tu jefe? –¿Quién les ha dado permiso para entrar sin llamar? El galán trataba de mantener el tipo pero eso resulta difícil sin pantalones. –El mismo que te autoriza a ti a singarte a las sirvientas en el carro de tu jefe. ¿Dónde lo llevaste? –respaldé. La chica acabó de vestirse dentro del auto y se esfumó sin cruzar una mirada. –Salió hace ya rato. Creo que iba a una fiesta. Si quieren, pregunten en la casa. –Prefiero preguntarte a ti. Me resultas más simpático que la vieja. ¿Dónde lo llevaste? Mientras Despanier le interrogaba eché un vistazo dentro del Packard. Al mecánico le gustaba hacer las cosas con primor. Había plegado los pantalones y colgaban doblados del asiento del conductor. –He dicho que no lo sé. Despanier encajó la negativa con parsimonia. Entornó los ojos y se remangó la guayabera como si fuese a meter los brazos en una palangana llena de porquería. –Está bien, socio. ¿Sabes que tú y yo somos del mismo gremio? –No sé de qué gremio me habla. Soy el chófer particular del senador Navarro y no pertenezco a ningún sindicato. –No, chico, no. Quiero decir al gremio de los pugilistas. Te he reconocido nada más verte en calzones... –Está equivocado. No he boxeado en mi vida. 235
–El equivocado eres tú. Vas a boxear ahora mismo. Se inclinó suavemente y adoptó una guardia alta. Empezó a bailar sobre las dos piernas alrededor del mecánico y gritó: –¡Box! El desgraciado miró hacia los lados buscando un hueco por el que huir. Cuando se convenció de que ese hueco no existía se protegió levantando las manos y trató de decir algo. Estaba abriendo la boca cuando encajó el primer impacto en el hombro. Fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se retorció de dolor y se desmoronó aullando. Despanier le convocó con la mano y repitió: –¡Box! El tipo se acurrucó en la pared y empezó a gimotear. Casi no se le podía oír. Despanier acercó el oído. Escuchó algo y asintió; luego preguntó: –¿Y cuál es la dirección de Patiño? –el mecánico gemía pero se resistía a contestar. Iba a decirle a mi amigo que tenía esa dirección pero le apremió–: ¡No hables más mierda y dilo ya o boxea como si fueras hombre! –Es en 150-A, la primera casa después de pasar la calle 25. –Eso está bien. Espero que no te falle la memoria, porque si no, vamos a pelear en serio y será a quince asaltos y sin protector. –Le he dicho la verdad... –Con eso cuento. Sigue practicando porque tienes madera de campeón. Y no te me distraigas con las muchachitas antes de los combates. El sexo y el deporte no se llevan bien –se mofó y marchó hacia el Chevrolet. Hicimos el trayecto en cinco minutos sin cruzarnos con un solo coche. La casa de Patiño no tenía nada que envidiar a la de su socio. Vista desde el exterior de la cancela su aspecto era imponente. Se alzaba al final de un sendero de arecas que ascendía hasta una loma y giraba en redondo ante un porche sostenido por gruesas columnas estriadas. Estaba pintada de blanco y terminada en tejas. Conté hasta diez ventanas sólo en el primer piso. La única iluminada era la del extremo más distante y quedaba encima de un hibisco. Nadie acudió al zumbido del timbre y lo mismo ocurrió cuando golpeé con fuerza la aldaba dorada en forma de cobra. Iba 236
a dar la vuelta para probar suerte por la parte trasera cuando Despanier me dijo: –Aguaita –empujó la puerta y se deslizó con suavidad. –¿Viste? Estaba abierta –guiñó el ojo. El recibidor se comunicaba con un salón. Prendí el interruptor y los bultos cobraron forma. El piso era de granito gris y sobre las paredes blancas colgaban cuadros con escenas campestres. Un bargueño soportaba una pieza de alabastro con una pareja de cupidos. Un cortinaje de tonos azulados, igual que los dos grupos de tresillos tapizados en terciopelo, señalaba el confín de la pieza anexa, un comedor con mesa de mármol y sillas de rejilla, también blancas. Toda la estancia recibía el baño de luz procedente de la lámpara de lágrimas que pendía del techo. Nos quedamos en silencio sin saber por dónde continuar y entonces escuchamos el eco apagado de una melodía procedente del primer piso. Ascendimos las escaleras con sigilo. Antes, saqué la Browning y ajusté el cargador. Despanier iba detrás de mí con un candelabro en la mano. La música se hacía más densa conforme subíamos y al escalar el último peldaño comprobé que procedía del cuarto iluminado. Era un bolero marchito interpretado a dúo por una voz quebrada con acompañamiento orquestal y una segunda voz que no provenía del microsurco y sonaba con altibajos desafinados. La letra se lamentaba: «Pero fuiste tan cruel que jugaste conmigo.» Intercambié una mirada interrogante con Despanier y me adelanté hasta el fondo del pasillo. La puerta no estaba cerrada del todo pero la ranura nada más dejaba ver una hornacina con piezas de cerámica. Me aproximé al quicio y desde allí logré una visión completa de la habitación. Cortinas, sofás y colchas estaban tapizados en el mismo tejido, un damasquinado grisáceo que podía pasar por verde. En ese momento la única luz procedía de una lámpara de pie. Su pantalla cilíndrica formaba un halo en torno al sillón en el que yacía Zeida. La bailarina sostenía con la mano derecha una botella destapada y la otra caía desmayada sobre el posabrazos. Cantaba a pleno pulmón algunas estrofas y su voz desafinada se superponía al sonido del disco. «A sufrir por tu amor me condenó el destino.» Hice una seña a mi amigo y guardé la Browning. Penetré en la habitación y nos 237
plantamos frente a la mujer. Tenía los ojos cerrados y el rímel formaba un borrón en la oquedad de los párpados y cristalizaba en churretes en su descenso hasta las mejillas. Estaba tan concentrada en la música y tan ida que no se percató de nuestra presencia. Cuando se apuraron las últimas notas del tema se incorporó torpemente para alcanzar el brazo del tocadiscos y la aguja hirió el vinilo que reanudó su giro. «Qué le vamos a hacer, yo tenía que perder... y he perdido contigo...» Bajé el volumen y al instante Zeida entreabrió los ojos como si regresara de un sueño. Me dedicó una sonrisa vacía y me preguntó: –¿Si las lágrimas son saladas, por qué no escuecen los ojos? Lo dijo pronunciando las consonantes con dificultad y sin interés en la respuesta. –Zeida, ¿dónde están Navarro y Patiño? –pregunté. No contestó y volvió a cerrar los ojos, esta vez con fuerza, como si quisiera recuperar la visión que habíamos interrumpido. Me acerqué y repetí la pregunta, pero siguió sin reaccionar. Le arrebaté la botella, gimoteó como una niña y apretó los labios. Fui hacia el closet y descorrí la puerta. Del perchero colgaban dos docenas de trajes y varias americanas deportivas. Examiné una de ellas y en la etiqueta figuraba el anagrama de El Sol, Sastrería Anatómica y Fotométrica. Manzana de Gómez. La Habana. En la parte superior había un par de sombreros de fieltro y una gorra de patrón de yate. Despanier se incorporó al registro y se centró en los cajones. Inspeccionaba su contenido y no se molestaba en devolverlos a su sitio. Sobre la mesita de noche descansaba un teléfono nacarado y un radio reloj del mismo tono. En el cajón sólo había un frasco de píldoras y un libro de Somerset Maugham. –En el gavetero no hay nada interesante –dijo Despanier. –Hizo las maletas... –exclamó de pronto Zeida y estalló en una risotada histérica–. Dijo que iba a una fiesta en Varadero... Pero para una fiesta no hace falta equipaje. Y, aunque no se diera cuenta, yo le vi hacer las maletas. Escupía las frases mirando al vacío, como si continuara sumergida en un sueño, mecida sobre el fondo monótono del lamento musical. 238
–Me dio bate. Parece que no soy bastante buena para él. No sirvo para acompañarle a la fiesta de Dupont... Que te quede claro que no soy una comemierda. Nadie va a una fiesta con maletas. Y si no soy buena para él, ¿cómo vino a descubrirlo ahora? Despanier se plantó ante Zeida, la tomó de los hombros y la zarandeó. –¿Iban juntos Navarro y Patiño? La cabeza de la bailarina basculó como si estuviera unida al tronco por un muelle. Inició una risa exagerada que al momento degeneró en llanto entrecortado y concluyó en sopor. Despanier la soltó y fue resbalando por el respaldo hasta descansar en la orejera del sillón. Salimos hacia la noche y sus sonidos. Desde muy lejos llegaba un insistente batir de tambores, procedentes de alguna fiesta y, más cerca, el croar de las ranas.
Como un puñal de acero retorcido Esa canción penetra en mis entrañas. José Martí
Recorrimos la Quinta avenida en sentido inverso. Por el camino nos cruzamos con varios agentes motorizados cabalgando sus Harley Davidson y con algunos coches que transportaban borrachos de fiesta en fiesta. Seguimos por el Malecón y, nada más doblar el recodo que forma a la altura del castillo de la Punta, distinguimos las luces del Palacio Presidencial. Soldados en uniforme caqui de campaña con polainas, casco y correaje habían establecido controles en las inmediaciones. La policía estaba desplegada a ambos lados de la calzada y las linternas de las perseguidoras lanzaban destellos intermitentes en todas las calles adyacentes. –Aquí pasa algo raro, socio –observó Despanier. Conectó el receptor de radio, pulsó la tecla del scanner y sintonizó la emisora de la policía. Una voz asfixiada impartía órdenes perentorias: –«Atención unidades. Aplicar dispositivo Alfa sobre el triángulo de Quinta, 31 y Malecón.» La emisora repetía las instrucciones a intervalos breves. –Ya tú sabes lo que hay en el extremo de ese triángulo... –le miré interrogante–: Al fondo está Columbia, el Estado Mayor del Ejército. Y parece que el corre corre que hay allá es de argolla. No te extrañe si bloquean las salidas de La Habana –levantó el pie del acelerador y esperó mi reacción. –Sigue por el túnel de la bahía –sugerí. –¿Por el túnel? –¿No era hoy cuando lo abrían? –Gallego, tú tienes comején en la azotea. Y yo estoy aún más tostao que tú porque te hago caso – se sonrió. Tomamos el ramal que arrancaba del Malecón en el momen241
to en que el transbordador de Cayo Hueso rebasaba el cabo del Morro con un tren completo a cuestas. Descendimos por una pendiente en un giro casi circular y nos internamos bajo la tierra y el mar entre dos hileras de luces. Ésa era la obra que debía cambiar la vida de La Habana, la misma que había terminado con la vida de Suárez. Rebasamos la línea de casetas de peaje cuando faltaban pocos minutos para la medianoche. Estaban vacías y se abrían a una explanada con un parterre de azaleas cercando un escenario engalanado para la ceremonia de inauguración. Una pancarta anunciaba el arranque de la «Supercarretera de 132 kilómetros. Plan de Obras del Presidente Batista». Despanier miró de reojo su reloj de pulsera y dejó caer: –Ya estamos en el 59. Contemplé la penumbra que se elevaba ante nosotros, la silueta de las farolas en equis, como parejas de jirafas dormidas, los reflejos de la luna en las aguas en reposo del Caribe y formulé un buen propósito para el año nuevo. Los planes que me habían llevado hasta La Habana importaban ya poco. La posibilidad de volver a empezar desde cero, de recuperar el control de mi destino, no contaba ya. El único objetivo era acabar con los hijos de puta, destruirlos, aplastarlos, exterminarlos, aniquilarlos... Aunque al hacerlo dinamitara también mi última oportunidad de alcanzar una vida sin huidas. Circulamos en solitario un buen trecho por una ladera desde la que se contemplaban las casas de recreo de Tarará y de Guanabo. Más tarde, perdimos de vista el mar y rodamos en medio de un paisaje de praderas y quebradas tachonado de palmas reales erguidas contra el cielo. Despanier me miraba de vez en cuando de soslayo, pero no cruzamos palabra hasta después de atravesar el puente que sobrevuela la boca del río Jaruco. –¿Sabes lo que dicen los abakuás? «El perro tiene cuatro patas y no puede seguir más que un camino.» Hay veces que uno siente que marcha por donde no debe, que alguien le ha puesto en esa ruta. Y se pregunta si no habrá otro camino –le miré y tenía la vista fija en el horizonte. –¿Qué tú crees? 242
–Estoy confuso –respondí–. ¿Y tú, qué opinas? –Pienso que no hay cráneo, que atormentarse no sirve de nada. Creí que el consejo iba dirigido a mí, pero en cuanto habló de nuevo me di cuenta de que era una reflexión en voz alta. –Ahí tienes lo mío con el Baby. Era mi ambia, mi hermano. Y yo sabía que aquello no podía terminar bien, pero no encontraba la manera de apearme. Se acercaba el día del combate y los periódicos caldeaban el ambiente más y más. No soy miedoso, pero, oye esto, cuando faltaba una semana sólo deseaba que uno de los dos se pusiera enfermo para aplazar la pelea. Se me pasó de todo por la cabeza; hasta pensé en romperme una mano para no acudir. Cuando Yamil Chade me visitó en la finca donde estaba concentrado y me dijo que se había cerrado el pacto en dos combates y que debía dejarme ganar el primero sentí alivio. Pensé que el Baby se tranquilizaría si me ganaba en el primero y las cosas podrían volver a ser como antes. No entendía de qué me estaba hablando. Fuera, la noche requisaba cualquier imagen. Marchábamos por el orificio de luz que cavaban los faros del Chevy en medio del jadeo opaco de los volúmenes ocultos. –Me estaba engañando –continuó–, porque el Baby ya no era el mismo. El día de la pesada se la pasó lanzando bravuconadas delante de la prensa. Decía que aconsejaran a los aficionados reservar asientos cerca del ring. «Así oirán bien los puñetazos; no se conformen con verlos.» Asimismo se los dijo, mientras me miraba retándome. Siguió igual hasta el momento de la pelea, en el Miramar Garden. Antes de empezar se acercó a Samy y le dijo: «Siento que trabajes en la esquina del perdedor.» Yo me lo iba tragando todo, porque pensaba que él sabía tan bien como yo cuál era el acuerdo y creía que estaba haciendo teatro. En el receptor sonaron los compases iniciales de un bolero que reconocí al instante: «Tengo ansia infinita de besarte en la boca, de morderte los labios hasta hacerlos sangrar...». –No me costó trabajo perder. En el ring ocurre como en una riña, para ganar tienes que creer ciegamente en el triunfo. Quien no sale convencido, de seguro pierde. Me cubrí como pude y 243
aguanté de pie casi el combate completo. En el último asalto me tiré cuando sentí el roce de su jab en la mandíbula. En el suelo pensé: «Ya está, ya ha terminado.» Me incorporé, recogí el albornoz y marché hacia el vestuario con Samy detrás de mí, sin atender los silbidos. Ni siquiera sentí lástima de mí, porque tenía lo que me había buscado; si acaso lo sentía por mi gente, por quienes confiaban en mí, por todos a los que había engañado. Pero, con cuatro patas o con dos, no había más que un camino. –¿Hubo revancha? –pregunté. –Ahí está el asunto. El contrato de Yamil decía que había derecho a revancha, pero yo pensaba dejarlo correr. Quería creer que el Baby ya tendría bastante, que con la primera pelea había arreglado la metida de pata. Planeaba ir a verle y hasta le pedí a Samy en el mismo vestuario que le llamara. A la mañana siguiente, Samy vino a verme a casa y le pregunté si ya había hablado con el Baby Morales. Me dijo que no y me desahogué con él. A gritos le pregunté a qué esperaba. No me contestó. Me tiró a la cara los periódicos. –¿Qué decían? –Lo normal. Hablaban del combate, de la sorpresa del resultado y coincidían en que había empezado mi declive... Toda esa basura me traía sin cuidado. Lo peor era lo que decía el Baby... –Supongo que estaría eufórico. –Eso hubiera sido lo natural, incluso estaba preparado para leer cualquier fanfarronada. Eso lo da este deporte. Lo que me cogió privao fue ver que ni siquiera pronunciaba mi nombre. Hablaba de mí todo el tiempo como «ese negro». En el rostro de Despanier había rabia. La digirió con un bascular de la nuez y reanudó la explicación. –Me enfureció. Te parecerá una bobería, pero acá decirle a alguien negro no es hablar de su color, es sólo un modo de expresar desprecio. Me dolió mucho más que cualquiera de los golpes que haya recibido en el cuadrilátero... ¿Sabes lo que quiero decir? –Me lo puedo figurar –asentí. Estuve tentado de explicarle cómo nos trataron a los antifascistas cuando pisamos suelo francés después de perder una guerra; o de contarle cómo nos llamaban en la cárcel del Dueso a los presos políticos. Pero me di cuenta de que Despanier hablaba de una 244
cosa distinta, de algo que no es un mero insulto. Expresaba una humillación que no admite réplica porque escarba en un sentimiento que es tan fuerte en el que desprecia como en el despreciado. –No te lo puedes figurar. Para eso tendrías que haber nacido negro. No te lo figurarías ni cambiando de piel y de pelo. A mí se me había olvidado desde que me zafé a piñazos de un destino miserable en una casa miserable en medio de un barrio fétido. Desde entonces había dejado de ser negro. Al vencer un repecho se abrió la perspectiva de Matanzas. Se alzaba en un punto donde el mar horadaba en la tierra una garganta profunda. Tampoco ese espectáculo apartó a mi amigo de su idea. –No me gustó nada hacer mentalmente el camino inverso. El caso es que se me subió el santo. Fui a ver a Yamil y le pregunté cuáles eran las reglas del segundo combate. Me acogió feliz y contestó que ya no había más reglas. Díceme: «Ahora es tuyo, Kid. Haz con él lo que quieras.» Dígole: «Yamil, quiero que esa revancha se celebre cuanto antes. Esta vez no lo salva ni el médico chino.» Tuve que esperar un mes. –¿Por qué? –Después de una derrota por nocao la federación no me dejaba pelear antes... –aclaró–. Me entrené a conciencia, con rabia. Llegó el día y la temperatura en el Miramar Garden derretía el mercurio; y era invierno. Por lo que sé, las apuestas iban equilibradas. Fui por él desde que sonó la campana con la derecha martillada. El Baby buscaba meter la izquierda, pero eso duró un par de ráfagas. Antes de acabar el primero ya había besado la lona después de encajar un gancho que lo levantó en vilo. No fue más que el aperitivo. Los cinco asaltos siguientes los pasó aguantando el castigo. Le tumbé otras tres veces, pero se levantaba como un resorte y volvía a por más. Sentí que escaseaba el aire. Entorné la ventanilla y el choque del viento arrancó un quejido agudo. –Tenía una expresión de sorpresa –siguió Despanier–. Como si no entendiera lo que le estaba sucediendo. Su mirada estaba vacía y no hacía nada por protegerse. Era como boxear contra un bulto. A veces se abrazaba y le oía respirar junto a mi oreja. Le 245
lanzaba hacia atrás y volvía a aporrearle con directos de izquierda hasta que lo remachaba con la derecha. Sólo hizo un amago de ripostar en serio en el octavo, cuando casi no le sujetaban las piernas. Pensé: ¿por qué nadie detiene la pelea? ¿Por qué tengo que seguir dándole a este hombre? Pero nadie pestañeaba. Su second no tiraba la toalla, el árbitro le dejaba continuar cada vez que se le doblaban las rodillas, el médico le examinaba los hematomas y le mostraba unos cuantos dedos para comprobar si los distinguía. Y debía acertar, porque en seguida lo lanzaba hacia el centro con una palmada. La melancolía había adquirido un estado líquido muy denso, próximo a solidificar. Absorbía casi todo el espacio disponible en el interior del carro. –No sé de dónde sacó la fuerza para llegar hasta el décimo. Puede que fuera el odio o el desconcierto, que no comprendiera que esa paliza la estaba recibiendo él. Bajo el emplaste de grasa que le habían aplicado para taponar los cortes de las cejas tenía los ojos vidriosos, como escamas de pescado. Lanzó un jab de izquierda lento y blando que esquivé con un paso atrás. Y antes de que recuperara el equilibrio, aprovechando el mismo impulso que él traía, le encajé un gancho en la barbilla. Fue tremendo, llevaba detrás toda mi fuerza y todo mi peso. Se tambaleó y se quedó suspendido, como si le faltara fuerza hasta para llegar al suelo. Al momento se desmoronó como un edificio al que dinamitan los cimientos. Pasé miedo. He noqueado a bastantes hombres, pero no he visto a nadie desplomarse como al Baby aquella noche... –se pasó las manos por el rostro, como si se lavara sin agua y suspiró hondo–. Así acabó todo –concluyó. –¿No os volvisteis a ver? –Nunca más –contestó en un tono que daba a entender que sobraban comentarios. Habíamos dejado atrás el puerto de Matanzas y las luces de Varadero se adivinaban a lo lejos. Trazaban una lengua brillante intercalada entre dos masas oscuras de agua.
El ancla está levada. José Martí
Llegando desde La Habana, la dársena de yates deportivos es la última edificación que se encuentra sobre la carretera Central antes de acceder a la península de Varadero. Al lado del arco de la entrada se alza un servicentro donde repostan los autobuses que cubren esa línea. También se detienen allí los camioneros para tomar un trago antes de emprender el regreso a la capital. Aproveché para ir al baño mientras Despanier llenaba el depósito y me asomé a contemplar los fuegos artificiales del Club Marítimo desde una galería que penetraba unos metros en el Atlántico. En la barra quedaban un par de parroquianos y otro más le reprochaba a alguien por teléfono algo relacionado con su hombría. Todavía no habían terminado las emisiones de televisión y un presentador anunciaba la actuación de Joselito, «la voz de oro de España», como plato fuerte de la velada. En el muelle vi a gente afanándose en torno a los amarres. Nada más apareció Despanier me di cuenta de que sucedía algo extraordinario y no parecía que fuese una bajada por sorpresa del precio de la gasolina. Venía dando zancadas desde el surtidor y balanceaba la mano derecha chocando el índice y el corazón de ese modo que en Cuba sólo puede significar mucho, grande o deprisa o las tres cosas al tiempo. –Dame un oso sudando, le dijo al barman –en cuanto le sirvió una Polar helada, explotó–: De Columbia han despegado cuatro aviones... –le miré perplejo, sin entender nada–. ¡Se rajó, compay! ¡El mulato se rajó! Se hacía el muy hombre y decía que él siempre tenía una bala en el directo. Pero en cuanto vio que la cosa estaba de ampanga, se rajó. Le pregunté de quién estaba hablando. –¡Del tirano, socio, de Batista! El cabrón llegó de madrugada y se va de noche. Y se escapa precisamente el día de San Ful247
gencio –sorbió de un trago toda la cerveza y mantuvo el vaso inclinado hasta que desapareció la espuma. Entonces chasqueó la lengua y dijo–: Vámonos; eso está en llamas. Reanudamos la marcha por la autopista y ascendimos en paralelo a las aguas grises de la bahía de Cárdenas. Sobre el otro lado de la costa se había formado un grumo de nubes color ala de mosca que descargaba trallazos eléctricos. –¿Y a dónde irá? –¡Y qué sé yo! A Estados Unidos o a Puerto Rico. Lo grande es que ayer se extendieron los rumores. Decían que había sacado a sus hijos del país con Pérez Benito, el jefe de la Aduana. También comentaban que los Tabernilla se habían marchado; luego se vio que aparecían ordenando el bombardeo de Santa Clara. ¡Pero ahora se rajó. ¡Se rajó, coño, se rajó! –¿Cómo puede haberse escapado si esta misma noche estaba dando una fiesta en el Palacio Presidencial? –El tipo no tiene gandinga. Es la pata del diablo. Falso hasta con los suyos. Ahora, de algo sí puedes estar seguro: no habrá dejado ni donde amarrar la chiva. Habrá cargado el avión con todo lo que le quedara en la isla y... ¡flaing! Los que no caben, que los pasen por la piedra. De la carretera arrancaban calles transversales numeradas correlativamente en orden ascendente. A partir de un punto los números dejaban paso a las letras y ese punto era el que señalaba el dominio de los hoteles de lujo, comenzando por el Internacional, un mazacote de hormigón precedido de un prado protegido por un seto. La vía se iba estrechando conforme se adentraba en la península hasta convertirse en un camino angosto de firme polvoriento. –Estamos al llegar a Xanadú –comentó Despanier. Cuando habitué la vista a la oscuridad comprendí que discurríamos en medio de las ondulaciones de un campo de golf. Al superar un repecho nos encontramos frente a una garita custodiada por un guarda con gorra de plato y cartuchera al cinto. El Chevy se detuvo y mi amigo sonrió al vigilante, un muchacho de grandes dientes de ardilla y expresión desconfiada–: Venimos a por la orquesta –el otro enfocó con una linterna la parte trasera, como si buscara un compartimento secreto y Despanier se adelantó–: Sólo 248
recogemos al director; los demás viajan con los instrumentos –le guiñó el ojo y se explicó–: Entre los músicos también hay clases, compay. Unos viajan en taxi y otros en la pisicorre –hizo una pausa y añadió con complicidad–: Pasa como con los taxistas. Unos libran en Nochevieja y otros trabajan. El vigilante se relajó y correspondió a la broma: –Olvídate, ya me sé ese cuento... Deben de estar al terminar. Ya han salido la mitad de los invitados. –Entonces, ánimo, que ya queda poco –concluyó Despanier acelerando. Aún nos adentramos un par de kilómetros en medio de la oscuridad. El camino discurría sinuoso entre lomas tapizadas de césped y lagunas artificiales. Las sombras de los penachos de las palmeras formaban en el green manojos de cuchillos. De pronto, la vía se internaba en una gruta de árboles y, algo más allá, se perdía en la traición de una curva. Al llegar al cambio de rasante tuvimos que echarnos al arcén para dejar paso a una comitiva de tres coches negros. Heredamos la confusión de una estela de polvo. Después, el carreterín descendía suavemente y más tarde marchaba en línea recta hacia un promontorio donde se elevaba la mansión Dupont. –Le dicen el rey de la industria química. Y es el amo de medio Varadero –comentó Despanier–. La mansión tiene más de veinte habitaciones, cada una con su sala de baño, además del campo de golf de nueve hoyos y su propio embarcadero. Sólo aparece un par de veces al año, pero lo hace sin avisar. Y para que tú veas, me contaron que no es como otros millonarios: todo lo ha conseguido él solo con su esfuerzo. –¿En cuánto tiempo? –No vayas a pensar que es viejo. Lo que sucede es que comenzó temprano. A los quince ya hacía negocios con otro amigo en el colegio. A los dieciocho abrió un garaje de motocicletas en Detroit. Siguió trabajando y ahorrando y a los veinte..., bueno, a los veinte se murió el viejo Dupont y heredó sus fábricas –rió con picardía. Ocupó uno de los huecos libres del aparcamiento y me despidió con una palmada en el muslo: –Ya sabes dónde me tienes. Ándate con cuidado que la cosa está oscura y huele a queso... 249
Un contorno de guirnaldas ribeteaba la fachada y de los árboles del entorno colgaban frutos de luz. Evité el zaguán donde dos camareros de etiqueta controlaban la entrada y bordeé el flanco derecho del edificio pegado a la pared, junto a unas dependencias del servicio. Las notas de un cha-cha-chá se montaban sobre el estrépito de las olas y se confundían con los crujidos de un espigón de madera. Doblé la esquina y en un par de saltos me planté en la explanada trasera de la mansión. Del interior brotaba un torrente de luz que se esparcía por todos los orificios: a través de las ventanas, por un mirador en forma de tabernáculo, por los balcones estilo colonial... En la planta baja la claridad rebosaba por un porche sostenido en columnas talladas en espiral. En los extremos de la cornisa media docena de farolas enarboladas por parejas de cariátides completaban la iluminación. Cestas de fruta variada se alineaban intactas en mesas adornadas con muérdago y velas. Los invitados portaban gorros dorados y sombreritos refulgentes en forma de cono. Había también globos luchando por elevarse sobre las copas de los árboles y algún que otro letrero deseando feliz año nuevo en inglés y en español. Unas cuantas parejas de yanquis evolucionaban sin gracia en la pista contigua al podio de la orquesta y varios grupos conversaban a distancia de las bocinas. Se veían también algunos individuos sueltos aferrando una copa, con el fervor que ponen quienes no saben exactamente qué hacer, y camareros haciendo equilibrios con bandejas repletas. Atrapé un vaso de ponche y me retiré a un ángulo para tener una vista general. A dos metros reconocí una cara familiar, pero era la de un actor americano que había visto en alguna película de vaqueros. Vomitaba contra el suelo sujeto al tronco de una ceiba. No había rastro de Navarro por ninguna parte y a simple vista tampoco pude identificar a ningún pez gordo cubano entre los trasnochadores más recalcitrantes. A mi sí me reconocieron. Teddy me abrazó con la familiaridad que reservan los borrachos para sus compañeros de farra. Estaba, como siempre, entre dos copas. Al principio creí que trasladaba la segunda a su pareja, pero en seguida comprobé que alternaba el champán con el whisky, como si temiera que se fuera a decretar la ley seca de un momento a otro. –¡Amigo! Te voy a presentar a mi novia –se le trababa la len250
gua. Soltaba palabras pasadas por la lenta masticación de un chicle. Apuró el champán y convocó a voces a una rubia–. Lucy, mi amigo... Se me ha olvidado tu nombre. –Nunca me lo preguntaste, Teddy. Me llamo Martín, Martín Losada. –Ella es Lucy, mi chica. –Enchanté –dijo ella, en perfecto francés de barra americana. Lucy llevaba pestañas postizas, a juego con la peluca postiza, con las uñas postizas y con unos pechos que me parecieron aún más falsos que el resto. Dudo que se llamara realmente Lucy. Sospecho que lo único auténtico de aquella elementa era la emboscada que le preparaba al pobre Teddy. –Martín me ha ayudado mucho, Lucy. ¿Recuerdas que te hablé de él? –Perfectamente, cheri –mintió ella. –Martín, seguí tus consejos. Y gracias a ti conocí a Lucy. Ella es la modelo del próximo anuncio del coñac Felipe II. –Boca no le falta –dije. –Me saqué la lotería. Esta rubia es mi vida. Hice lo que me dijiste y las cosas han empezado a marchar. ¿Tú te imaginas a Lucy diciendo por la televisión: «Tome el coñac más sabroso/ tome Felipe II/ es hecho en la madre patria/ y no tiene sustituto/ Felipe II es la gloria/ por eso se toma mucho»? ¿Te la imaginas? –¿Termina así? –Bueno, luego dice: «Manzarbeitia y compañía/ son sus receptores únicos.» ¿Qué me dices? –Es un paso adelante. Pero lo que has ganado en concreción lo has perdido en rima –era inútil explicarle, porque no escuchaba. –A Lucy también le encantó. Le he compuesto otras piezas más románticas. Una empieza así: «Tus ojos lejanos como dos raras flores/ miran cual los retratos miran desde sus marcos...» –Espera, Teddy –interrumpí–. No te vayas a ofender, pero tenía una cita con una persona y no la encuentro... –¿Lo conozco? –Puede ser. Es el senador Rolando Navarro. –Pues claro. Figúrate que he hecho varias campañas para Aerolíneas Q y él está en el directorio. Estuvo aquí, pero se marchó hace un rato. Déjame que averigüe... 251
Marchó al encuentro del maître y volvió a la carrera dando traspiés. No pude explicarme cómo se mantenía derecho. –Salió hace como media hora con Eriberto Patiño. Parece que tenían prisa. Comentó algo de la fiesta de la dársena. Ésos saben lo que se hacen. Es donde van las mejores chicas solas –guiñó el ojo derecho, con tan poca coordinación que, a la vez, el izquierdo quedó semicerrado y la boca abierta–. Era donde iba antes de enamorarme de Lucy. Pero eran otros tiempos. Precisamente compuse un poema que se titula... –Lo siento, Teddy. Estoy apurado. Ya me lo recitas en otra ocasión. –Está bien, nos vemos... –se despidió con decepción. Conocía el camino de vuelta. Era el mismo que el de ida, sólo que con los nervios más tensos. Despanier me puso al corriente de las últimas noticias: –Parece que el mulato se ha llevado con él a otros cuarenta. Eso sin contar los que se escapen por sus propios medios... Dicen que montó un teatro para dejar al general Cantillo a cargo de la situación y que andan tratando de formar un gobierno provisional. –¿Y los rebeldes? –No he podido captar su emisora, pero la gente se ha lanzado a la calle en La Habana. Ahí sí que Fidel Castro botó la pelota. Te apuesto a que la situación no se le escapa de las manos... Despanier frenó al llegar a la garita. El muchacho seguía con la misma expresión de asombro, como un ciervo deslumbrado por unos faros en medio de una carretera. –¿Y el músico? –preguntó. –Hubo cambio de planes –contestó Despanier–. Andaba jamoneando a una rubia americana, así que nos vamos con la música a otra parte. –¿Vuelven luego? –Para la faena que le aguarda no nos necesita. Otra cosa: ¿has visto pasar al senador Navarro? –Salió al momento de pasar ustedes. Han tenido que cruzarse con él. Iba en un Cadillac negro seguido de otros dos carros del mismo color. Despanier le dio las gracias y pisó el acelerador hasta el fon252