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Historia y religión en La mujer que quiso ser Dios José Luis Martínez Morales I
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ndependientemente de las razones personales que motivaron a Luis Arturo Ramos a escribir La mujer que quiso ser Dios (2000), yo me aventuro a situar esta novela dentro de una serie de obras literarias cuya génesis respondió a un estado de ánimo propiciado por el fin del siglo XX y, con él, del segundo milenio de nuestra era. Obras de diverso género, signo, intención y envergadura, pero que en el fondo corresponden a ese espíritu de lo apocalíptico presente en todos los tiempos pero acentuado en los fines de siglo y sobre todo de milenio. El acercamiento a la fecha del año 2000, quizás en menor grado que lo que sucedió con el año 1000 de nuestra era, fue un caldo de cultivo propicio para la imaginación popular, tanto en el aspecto religioso como en el profano, que excitó la imaginación sobre posibles catástrofes o sucesos de carácter apocalíptico. Al menos para el cine comercial y para mucha literatura barata fue un pretexto de mercadotecnia que le rindió buenos frutos. La literatura seria, aunque quizás sin ese espíritu mercenario de las anteriores expresiones, también colaboró con su buena dosis de producción artística, de mayor o menor calidad, que dio cauce a dichas expectativas de la humanidad. ¿Pero qué debemos entender por literatura apocalíptica? En primer lugar, hay que decir que la literatura original que da sentido y forma al concepto de lo apocalíptico en nuestra cultura, está conformada tanto por textos anteriores como posteriores al Apocalipsis o Libro de la Revelación de Juan, el de Patmos. Es, sin embargo, esta obra la que se ha constituido como el paradigma de lo apocalíptico. En segundo lugar, aunque la verdadera intención del autor del Apocalipsis fue dar un mensaje religioso de fe y esperanza para las comunidades del cristianismo primitivo que vivían momentos difíciles de su
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existencia; después, y con el correr de los tiempos, se hizo de este libro “una lectura dramática del libro, centrando la atención en los episodios catastróficos”.1 De allí que el término apocalíptico circule más bien en nuestra cultura bajo el concepto de lo escatológico, y prenda en el ánimo de algunos grupos religiosos o sectas en circunstancias históricas de crisis sociales o de catástrofes naturales, que son asumidas como signo inminente del fin del mundo. En tal sentido, la literatura, para la que nada de lo humano le es ajeno, ha dejado constancia de estas situaciones y estados de ánimo a través de lo largo y ancho de su historia. Es a esta serie de obras a las que me refiero y que, a falta de mejor término, podríamos llamar apocalíptica o milenarista. En el contexto literario de la narrativa mexicana finisecular podríamos conformar un corpus de obras que tematizan el fenómeno, a veces de forma directa y otras oblicuamente. Menciono, como ejemplos, algunas de ellas: el libro de cuentos de Ricardo Chávez Y sobrevivir con las manos abiertas. Una historia de todos los fines del mundo (2001), la antología Apocalipsis (1998), de diversos cuentistas y compilada por Agustín Cadena, los cuentos “Parque Fin del Mundo” de Pedro Ángel Palou, “Reglamento transitorio para los últimos días” de Jorge Volpi y “Magma” de Mario González Suárez.2 Novelas como de Luisa Josefina Hernández: Apocalipsis cum figuris (1982), la de Ricardo Chávez: El día del hurón (1996), la de Pedro Ángel Palou, Memoria de los días (1995) y la de Volpi, El juego del Apocalipsis. Un viaje a Patmos (2001). Por otra parte, al tematizar lo apocalítico y escatológico en la ficción o se toma en serio el asunto y se trata de ser convincente, o se emprende el camino del juego, de la parodia y del humor. Optar por lo primero es darle solemnidad al asunto a riesgo de fracasar en el intento. Muestra de una obra exitosa en esta primera línea es la de Luisa Josefina Hernández quien traduce en su obra el verdadero espíritu y sentido simbólico cristiano de lo apocalíptico. En cuanto a la segunda
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Jean Delumeau: “El Apocalipsis recreado” en J. C. Carrière, J. Delumeau, U. Eco y S. J. Gould, El fin de los tiempos (Barcelona: Anagrama, 1999) 96. 2 Los cuentos de Palou y de Volpi, aunque publicados antes en suplemento, aparecieron en Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI. Las horas y las hordas. Comp. y Pról. de Julio Ortega (México: Siglo XXI, 1997). El cuento de Mario González Suárez forma parte de su libro Nostalgia de la luz (México, UAM, 1996).
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línea, poco frecuentada en nuestra literatura, se inscriben las obras de Pedro Ángel Palou, de Jorge Volpi y, obviamente, de La mujer que quiso ser Dios de Luis Arturo Ramos. Tanto esta novela como la de Palou, La memoria de los días, comparten además el hecho de que sus historias tematizan el nacimiento y desarrollo de una secta religiosa de carácter apocalíptico, aunque en la de Ramos dicho espíritu se encuentra atenuado no obstante que hay varias referencias y alusiones al libro del Apocalipsis. II La novela de Luis Arturo Ramos construye su mundo posible anclándolo en un espacio geográfico y en un tiempo histórico veracruzanos a los que ya había recurrido en dos obras anteriores: Intramuros (1983) y Este era un gato (1987). Ahora, sin embargo, el espacio no se restringe al ámbito del puerto sino que se extiende a varios lugares de la geografía veracruzana, pues se trata prácticamente del itinerario de vida de Blanca Armenta, quien nacida en una choza en medio del campo veracruzano costeño a principios del siglo XX, en 1906, pronto se traslada con su familia, a sus cuatro años, a la pequeña población de La Antigua, en donde permanece hasta los dieciséis para emigrar al puerto de Veracruz y emprender a los pocos años una vida trashumante por diversas poblaciones veracruzanas. Tras el remanso de un lustro en Xalapa, regresa de nuevo al puerto, vía La Antigua, a sus treinta y tres años, y funda allí la Iglesia de la Espera, donde muere en 1960. El recorrido del personaje en sí es interesante en tanto que permite establecer una analogía con el texto parodiado, el evangelio asumido como género, donde el itinerario geográfico de Jesús, sobre todo tal cual se señala en los sinópticos, es connotado de una significación especial. En los evangelios, es Jerusalén el punto de orientación hacia donde se encamina Jesús para dar cumplimiento a su misión; en la novela, son La Antigua y el puerto de Veracruz los lugares centrales de la revelación, fundación y difusión de la iglesia de Blanca, quien proclama un nuevo evangelio: “la Nueva Buena Nueva”. En cuanto al tiempo histórico, que va de 1906 a 1961, se mencionan los acontecimientos siguientes: la invasión norteamericana de 1914, los años de la revolución mexicana, los movimientos sociales posrevolucionarios: la lucha agrarista, el movimiento inquilinario,
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el movimiento obrero, la persecución religiosa tejedista, así como los años de la Segunda Guerra Mundial, la guerra fría y el triunfo de la Revolución cubana. En la mayoría de los casos, sólo se alude a ellos de manera breve. De todas formas, el hecho de que un periodo histórico de medio siglo sea puesto como telón de fondo para los eventos fictivos y, sobre todo, que sean éstos exponentes de crisis sociales, no es gratuito. Se puede asumir, como intención oculta de la obra, que es precisamente debido a dichas situaciones que se propicia el surgimiento de sectas religiosas como la aquí historiada. Y ya con esta sola peculiaridad podemos atribuirle a La mujer que quiso ser Dios su carácter de novela apocalíptica. El movimiento inquilinario en particular cumple además la función de proveer a la Fundadora del núcleo central simbólico de su nueva doctrina, y convalida, además, su propio movimiento de género, en tanto que revindica para la mujer el derecho a ser representante de Dios en la tierra y depositaria de una nueva verdad revelada. Blanca Armenta llega a Veracruz por primera vez: [...] en plena agitación inquilinaria. Herón Proal y sus anarquistas quemaban contratos de arrendamiento y recibos de alquiler frente a los azorados ojos de los casatenientes. Las bases mismas de la propiedad privada representada por uno de sus símbolos más conspicuos: la casa-habitación, sufría el juicio sumario de aquellos alzados urbanos.3
Contra el pensar de su tío Marcial, rentista quien ve en el movimiento inquilinario “la testuz de la bestia del desorden”, en clara imagen apocalíptica, Blanca Armenta se identifica con los manifestantes porque en su infancia también sufrió el desalojo, aunque por razones distintas a las del movimiento social. El desalojo del hogar paterno, sufrido a los cuatro años, le dejará una huella traumática y la predispondrá para su futuro destino, reafirmado por otros desalojos que le crearán, por así decirlo, una suerte de complejo de judío errante. Su precocidad, que la lleva a aprender a leer antes que los niños de su edad, se extiende también a su capacidad exegética para analizar desde pequeña la semántica de la palabra casa en relación con lo social y lo religioso: 3 Luis Arturo Ramos, La mujer que quiso ser Dios (México: Castillo, 2000) 57. En adelante, sólo se dará al final de cada cita, entre paréntesis, el número de página.
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Dios había expulsado a Adán y Eva de su casa que era el Paraíso. Y habían tenido que construir otra, y otra, y otra más hasta que el mundo se llenó de casas. La gente peleaba por las casas o por la tierra para construir sus casas. Había mucha gente sin casa. La guerra que amenazaba los alrededores y monopolizaba las pláticas de sobre mesa, era por cuestiones de tierra. Daba lo mismo que fuera para sembrar o para construir [...] El destino de las personas era ir de casa en casa porque habían sido expulsadas, como marcaba clarito la primera letra de la palabra (26-27).
Más tarde, Tiburcio Lagunes, militante de las luchas proletarias y su amante, la instruirá en la doctrina socialista y le hará ver que “La casa por sí misma era un símbolo [...] donde habitaría el hombre nuevo” (89). Con esta “catequización revolucionaria”, más sus experiencias de desahucios subsiguientes, la futura fundadora de la Iglesia de la Espera pondrá en práctica una suerte de ensayo de vida comunitaria en una casa de huéspedes de Xalapa, en 1927. A su sentido social, al hacer con los desheredados una comunidad familiar, Blanca aúna la significación simbólico-religiosa al querer que el número de huéspedes no excediese de doce. Si bien no está todavía en su intención la fundación de una iglesia, esta preparación la va a llevar a que su futura doctrina de la Iglesia de la Espera se sustente de manera primordial en el símbolo de la casa y en la hermandad de sus habitantes. Más tarde, cuando le llegue la supuesta revelación, ella se constituirá en la depositaria de “la llave que abre la puerta de la Mansión Definitiva” (230) y, dentro de su lógica doctrinal, las casas terrenas pasarán a convertirse en un símbolo de aquélla, sirviendo al mismo tiempo de “escuelas” para aprender a esperar e interpretar el llamado de Dios para cuando llegue la hora de acceder a la Residencia Celestial: Porque así como [Dios] nos alquila este nuestro cuerpo terrenal a cambio de la simbólica renta de nuestro buen comportamiento, así nos ordena que habitemos en santa paz nuestras casas terrenales [...] Él nos ha dado nuestro cuerpo en alquiler y puede pedírnoslo cuando se le antoje... Puede expulsarnos como lo hizo con Adán y Eva del Paraíso, la Primera Casa, cuando incumplieron el contrato del arrendamiento. Como arrojó al género humano de la Casa del Mundo para limpiarla con los cubetazos del diluvio, cuando los antiguos inquilinos desacataron el contrato firmado al calce de los Diez Mandamientos. Como antes, mucho antes, desahució a Luzbel y a su nefanda familia de la Casa Original por razones de soberbia y rebeldía... Y así lo hará con nosotros si no sabemos mantenernos fieles
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hasta que llegue la hora de mudarnos a su Casa Definitiva... Y si el Señor Dios nos considera indignos de sus Aposentos, vagaremos por la eternidad en el arroyo de los sin casa (233-234).
Como se ve, en esta reinterpretación bíblica del camino de la salvación se transita de lo social a lo religioso, de lo terreno a lo celestial. La lucha histórico-social en defensa de la casa o de la tierra, pues se defiende que tanto la una debe ser de quien la habita como la otra de quien la trabaja, viene a dar sustento simbólico a lo religioso. Sin embargo, nótese que, a diferencia de la posesión terrena de las casas, en lo religioso se privilegia el derecho del rentista, Dios, a sancionar hasta con la expulsión definitiva de su Casa Definitiva a quienes incumplan su contrato de buen comportamiento. Es decir, al fin de cuentas, las leyes humanas quedan supeditadas a las leyes divinas. III Un problema que nos presenta la novela es cómo debemos asumir el planteamiento social y religioso dado a través de un discurso fictivo que se reviste de un tono fársico y, por ende, paródico y carnavalesco. Tiberiano, el narrador-personaje, pretende ser un testigo fiel de la mayoría de los acontecimientos y eventos narrados o ser, al menos, el transmisor inmediato del conocimiento de quienes fueron testigos o protagonistas de los mismos. En tal sentido se asume como un verdadero cronista pero a la vez equipara su escritura con la realizada por los evangelistas con quienes establece una disimilitud: “A diferencia de los cronistas del Nazareno, yo soy un hombre educado y por ello destaco los guiños con que el destino dirigió los pasos de la Fundadora” (39). Sin embargo, la diferencia no está tanto en el método seguido por él sino en su intención. Es decir, mientras los evangelistas, por medio del género biográfico de la época, cuentan la vida y el recorrido temporal y geográfico del fundador del cristianismo, a la vez que transmiten su mensaje doctrinal, convalidan también la misión del Jesús histórico en dichos y hechos de personajes del Antiguo Testamento que lo prefiguran; el narrador-personaje de esta novela, en cambio, convalida, en una clara función paródica de los textos evangélicos, la futura misión de la Fundadora de la Iglesia de la Espera en los acontecimientos historiográficos y en varios eventos
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de su vida personal. Sin embargo, sobre todo al final de su discurso, marca enfáticamente la intención manipuladora de su escritura con lo cual pone en entredicho la veracidad total de su historia. Tal como está escrito, su texto servirá para desenmascarar la supuesta verdad de lo acontecido, si es que él no es elegido como sucesor de la Fundadora. Si, por el contrario, la decisión de la comunidad le favorece, el manuscrito deberá ser quemado de inmediato: [...] el destino de este manuscrito depende del resultado. Eloías Constantino tiene órdenes de quemarlo tan pronto como yo sea elegido. De no ser así, quedará a resguardo hasta que yo juzgue oportuno darlo a conocer [...] Por lo tanto, querido lector, si esto llega a tus manos, sabrás más allá de toda duda, el resultado de la elección (389).
Es decir, equiparando la situación del manuscrito de Tiberiano a la de los textos evangélicos al interior de la historia de la iglesia católica, la canonicidad de su texto sigue una tendencia contraria a aquéllos, pues él decide darlo a la publicidad no para conocer la verdad de los hechos narrados sino para poner en evidencia las falacias y supercherías en que se sustenta la supuesta doctrina de la Iglesia de la Espera. En otras palabras, si la sucesión hubiese recaído sobre su persona, automáticamente su manuscrito hubiera pasado a adquirir la categoría de apócrifo y era, por lo tanto, necesaria su eliminación para no poner en riesgo su misma legitimidad dentro de la institución religiosa. Hecho fictivamente improbable, además, pues entonces nosotros, sus lectores, no lo hubiésemos conocido. Independientemente de esta estrategia de carácter lúdico, la decisión del autor por convertir a uno de sus personajes en narrador cronista conlleva una indudable intención por convertir a su texto en una parodia de la escritura de los evangelios y de la doctrina que sustentan, sobre todo bajo una interpretación muy general del catolicismo y de algunas sectas cristianas, pero también de la devoción popular que al interior del primero ha sido puesta en práctica por sus fieles. La doctrina de esta fictiva Iglesia de la Espera fundada por Blanca Armenta pretende ser una refundición del mismo mensaje evangélico y por eso se le connota como una “nueva verdad”, una “Nueva Buena Nueva”, es decir, como un nuevo evangelio si nos apegamos a la etimología de dicha palabra, pues evangelio quiere decir en griego “la buena nueva”.
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No se da, sin embargo, una clara determinación por parodiar la figura de Jesús o ciertos episodios evangélicos en riguroso orden, sino más bien de tomar diversos elementos o aspectos de los mismos, aunados a ciertas prácticas de la devoción popular católica, para ir configurando con ellos una imagen carnavalesca tanto de la fundadora como de la nueva iglesia. Para entender lo que quiero decir, quizás no exista mejor ejemplo de ello, que la parodia que se hace del famoso cuadro de la última cena en uno de los dibujos que los fieles llevan a la casa de la Fundadora (en una práctica similar a la de muchos fieles católicos que los ofrecen como exvotos sobre todo en los santuarios), y con los cuales se adorna la bóveda del zaguán del Domicilio Principal, como réplica de los frescos de la Capilla Sixtina en el Vaticano. El cuadro en cuestión es el siguiente: [...] el diseño más revelador del estado de Nuestra Iglesia, fue la recomposición de la última cena en un primer e inaugural desayuno, a juzgar por el naciente sol que todo lo preside. En una larga mesa cuyo parecido con la que se instauró la noche de la Revelación, me insta a suponer que el autor estuvo presente, aparecemos los Residentes de la Casa a ambos lados de la Fundadora, la cual, de pie, inclina sumisamente la cabeza debajo de una enorme llave que resplandece en plata y oro. Aparezco yo, espolvoreado en tiza, extrañamente acunado en su regazo [...] A la derecha de Madre, se ve al Ángel portador de la Revelación. Jacinta a la izquierda de la Fundadora y a la cual identifico porque junto a ella, una Leovigilda hinchada y protuberante, le proporciona el detalle necesario para el reconocimiento. Meche puede ser Eloías o a la inversa; sin embargo la lira denuncia a Vueltiflor y el chambergo la cachucha de Lino Amaro. Una gárgola con dos cabezas reproduce grotescamente la simbiosis de Ciriaco y Carmelo Perafán. Chelo y Benigna, identificadas por reducción al absurdo, cierran los extremos de la mesa con un recurso que por ingenuo resulta conmovedor. Las dos santas mujeres despliegan una manta que colocan o sacuden como si fuera un mantel y que contiene la burda reproducción de los símbolos arameicos o taquigráficos de Las Placas de la Antigua. Bajo el enrevesado alfabeto, el Semper Omnibus Aperta que nos convoca a todos (286-287).
El narrador reconoce que éste y todos los demás dibujos o exvotos, “enriquecidos con transcripciones bíblicas alusivas a la idea de la Casa de la Espera y del llamado” –donde significativamente la transcripción más reiterada es una cita del Apocalipsis– “demuestran que los
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pilares ideológicos de la Fe han hecho huella en la imaginación de los creyentes” (287). Y más adelante expresa con toda claridad que “Toda religión, más que un ejercicio de fe, es un desplante de imaginación” (344). De imaginación y de invención como lo muestra el hecho de que la Fundadora aproveche todas las circunstancias que le son propicias para convertirlas en signos de una supuesta revelación. Mas quien todo lo ordena y reestructura por medio de lo escrito es precisamente el narrador, cronista o evangelista, para acomodarlo en última instancia a sus propios fines. Como él mismo lo expresa de este cuadro, la escritura de su manuscrito puede verse como una “recomposición” o reconfiguración carnavalesca de los eventos a la luz de los evangelios. De tal manera que, en términos generales, ya no estamos frente a la historia y la doctrina de un Fundador sino de una Fundadora. Ya no se trata de la presencia única y exclusiva de varones apóstoles sino de una mayoría de apóstoles mujeres. Es decir, estamos ante una verdadera carnavalización literaria, en tanto el mundo narrativo y doctrinal, en esencia, ha sido puesto al revés: donde el mismo convivium ya no es una cena sino un desayuno, donde el signo de la cruz se ha permutado por el de la llave. No se trata de una reinterpretación de La cena de Leonardo da Vinci, como lo quiere el autor de una novela actualmente de moda, donde el discípulo amado es visto como la Magdalena, sino de una verdadera recomposición, como dice el pseudo evangelista, donde la mujer pasa a usurpar, ideológica y doctrinalmente, el papel principal, mientras acoge, a su vez, a su discípulo amado, el propio cronista, ese “engendro híbrido: ni humano ni cosa”, autor fictivo de este carnavalesco texto, parodia de la construcción de una religión y de su escritura misma.
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