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ING. CARLOS GONZÁLEZ FLORES, PRIMER DIRECTOR DE LA FACULTAD DE INGENIERÍA DE LA UAEM1 Horacio Ramírez de Alba Cronista de la Facultad de Ingeniería
Al referirse a los orígenes de la Facultad de Ingeniería, el ingeniero José Yurrieta Valdés, decano de la universidad, establece como fecha significativa el 5 de noviembre de 1955. Este día la Escuela de Medicina del ICLA ofreció al Lic. Adolfo López Mateos una comida en agradecimiento por la ayuda recibida. Como su discípulo que había sido en el instituto, y en presencia del gobernador, ingeniero Salvador Sánchez Colín, el Lic. López Mateos me encargó la fundación de la Escuela de Ingeniería. Con la anuencia del rector, pocos días después me entrevisté con el director de la Escuela Nacional de Ingenieros, Javier Barros Sierra, quien proporcionó la ayuda necesaria para elaborar y poner en marcha el proyecto de la escuela de ingenieros en el instituto. Fue entonces que a fines de 1955 el consejo directivo del instituto aprobó la creación de dicha escuela, y al fundarse la Universidad Autónoma del Estado de México, aparece como uno de los cinco espacios académicos iníciales. Las actividades académicas empezaron en mayo de 1956. En sus inicios ofrecía solamente la licenciatura en ingeniería civil, pero en la actualidad comprende cuatro programas de licenciatura en ingeniería (civil, mecánica, computación y electrónica); siete de maestría (análisis de decisiones, informática, estructuras, procesos de manufactura, transporte, ciencias del agua y administración de la construcción), y dos de doctorado (ciencias del agua y estructuras). Cumple también importantes programas de investigación y extensión. Esto ha sido posible gracias a que en los inicios se establecieron bases sólidas, no sin vencer serias dificultades. Gran parte del mérito que esto significa se debe al Ing. Carlos González Flores, primer director de la Facultad de Ingeniería. El presente texto tiene como propósito dar a conocer a la comunidad universitaria algunos datos acerca de González Flores, en cuanto a su actuación al frente de la dirección y a su actividad profesional. Recurro para ello a documentos, entrevistas y al conocimiento personal, por contarme entre sus afortunados y numerosos discípulos y amigos. Nació en Veracruz, Veracruz, el 19 de febrero de 1921. La herencia genética y el terruño le imprimieron un carácter creativo y una voluntad férrea, sin que le faltaran el alma de pirata y el espíritu bohemio. Sus primeros estudios los realiza en Toluca, para después trasladarse a la capital del país. Siguiendo sus preferencias se inscribe en secreto en la Academia de San Carlos y, conforme con el designio que le tenía preparado su padre, don Carlos González Reyna, se inscribe simultáneamente en la Escuela Nacional de Ingenieros. Seguramente con satisfacción, pasaba de los suaves brazos de la musa del arte a los firmes de la de UAEM. Sucesivas Aproximaciones de Nuestra Historia. Crónicas de la Universidad Autónoma del Estado de México. Tomo III. Toluca, México, 2002, pág. 125-131 1
las ciencias. De los viejos y nobles muros de San Carlos a los no menos viejos y nobles del Palacio de Minería; instituciones creadas al amparo del despotismo ilustrado de Carlos III, y que son la cuna de las instituciones de educación superior modernas. De sus progresos en San Carlos quedan dibujos nítidos y óleos de gran fuerza expresiva, que el Ing. González Flores muestra a pocos, sin poder ocultar ni nostalgia ni orgullo. Destaca un gran óleo con el motivo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de rostro angelical e inmensos ojos azules, que miran al infinito, traspasando personas y paredes. El autor, al ver su obra, suspira al recordar a la bella damita toluqueña que le sirvió de modelo. Sin embargo, al enterarse don Carlos que el joven Carlos estaba dando más importancia a la pintura que a la física y a la resistencia de materiales, le obligó a dejar lo primero y a dedicarse de lleno a la ingeniería civil. El joven hubiera podido oponerse y seguir sus preferencias, pero no lo hizo por una razón muy fuerte: el indiscutible respeto al padre, que hace unas décadas era irrebatible, pero tan debilitado en las nuevas generaciones. Muchos salimos ganando con esta decisión, aunque siempre queda pendiente la intemporal posibilidad de una vida dedicada al arte. Nuestro personaje no gusta de recordar este episodio y, cuando se le pide hablar de ello, lo hace con el menor número posible de palabras. Quizá no debería hacerlo público, y me disculpo ante él si cometo una indiscreción. Muchos estamos convencidos que su creatividad no se interrumpió, sólo cambió de los pinceles a las escuadras. Al terminar sus estudios de ingeniería civil, encuentra que su profesión es muy socorrida. El país se está transformando a pasos agigantados y participa en grandes obras de infraestructura, contribuyendo al bien ganado prestigio de la ingeniería civil mexicana. Entre las obras en las que participó se cuentan los diques de control del Río Bravo y el puerto de altura de Salina Cruz. Posteriormente se traslada a Toluca, para colaborar con su padre en su empresa: Talleres Meteoro. Allí, desde muchos años atrás se fabricaban herrería artística y cortinas metálicas; sin embargo, se decidió incursionar en la fabricación de estructuras de mayor envergadura, como armaduras para techumbres y grúas viajeras para industrias. Por lo tanto, el talento y los conocimientos del joven pero experimentado ingeniero resaltaron indispensables. Para cumplir lo mejor posible con su misión, se propuso ocupar lo más reciente del conocimiento y la tecnología. Se actualizó con textos y manuales sobre soldadura y pailería, para así convencer a su padre de invertir en maquinaria moderna, haciendo uso de créditos de la banca local. El negocio progresó y se convirtió en Fabricaciones Metálicas Meteoro. En lugar de las tradicionales herrerías artísticas, empezaron a salir de los talleres grandes grúas y armaduras. Pero, sin él saberlo, la sociedad toluqueña ya se había fijado en su
talento, para encargarle una empresa aparentemente diferente. Así me lo relató el propio Ing. González Flores: Una mañana de marzo de 1956 llegó a visitarme el Ing. José Yurrieta Valdés, quien me dijo que el señor gobernador, Salvador Sánchez Colín, le había encargado la fundación de la Escuela de Ingeniería en la reciente universidad, que tal encomienda había sido cumplida y que él venía a invitarme para que aceptara ser el director de ella. En un principio decliné la distinción de la que me hacía honor, considerando que no tenía ninguna experiencia en el ramo de la docencia, dije docencia, no decencia -acotó, con una amplia sonrisa- y, sin duda, otros ingenieros tendrían mucho mejor desempeño que yo, como Humberto Correa o Víctor Hardy. Mis argumentos no valieron, el Ing. Yurrieta insistió y tuve que aceptar tan honroso cargo –como quien dice, me saqué el tigre-. Le pregunté al Ing. Yurrieta: "¿Con qué alumnos se va a formar el primer grupo?" Y me respondió que se había logrado reunir un grupo de siete alumnos, que estaban dispuestos a inscribirse y ser los pioneros. Recuerdo que dentro de este grupo inicial había dos jóvenes centroamericanos.
El 23 de abril de 1956 fue nombrado director de la Escuela de Ingeniería, por acuerdo del Consejo Universitario de la UAEM. Explica que se tuvo que partir de cero y, como primer paso, recurrió al ingeniero Javier Barrios Sierra, entonces director de la Facultad de Ingeniería de la UNAM, quien expresó su beneplácito por la nueva escuela de ingeniería y comisionó a su secretario, el ingeniero Rodolfo Félix Valdés, para proporcionar lo necesario. Así, se pudo iniciar la actividad académica, con la meta de formar ingenieros civiles, en un principio con planes de estudio basados en los correspondientes de la UNAM. El Ing. González recuerda que una de las principales dificultades fue la conformación de la planta docente, por no contar la ciudad de Toluca con suficientes ingenieros. Algunos temas tuvieron que ser cubiertos por los propios alumnos. Afortunadamente, a partir del segundo año de ejercicio se logró superar el problema. El ingeniero González Flores enfatiza que poco a poco fue quedando firme y bien sembrada la planta de maestros. Sin embargo, pronto se tuvo la necesidad de conseguir profesores para los cursos avanzados. La estrategia seguida por el ingeniero González Flores sería determinante para la institución, pues a sabiendas de la limitante de sueldos, procuró establecer convenios con los gobiernos estatal y federal, para que comisionaran ingenieros de primera línea en la impartición de las asignaturas. Se contó con el apoyo del gobernador Gustavo Baz Prada para establecer un convenio con la Secretaría de Marina, bajo el mando del almirante Manuel Zermeño Araico, contándose con la participación de dos nobles ingenieros: Samuel Ruiz García, quien se haría cargo de los cursos de estabilidad y estructuras
hiperestáticas I y II, y Roberto Bustamante Ahumada, para los cursos de puertos y planeación. También recurrió a la Secretaría de Recursos Hidráulicos y aprovechó que su titular, el Lic. Alfredo del Mazo, era oriundo del Estado de México. Relata el Ing. González Flores que el secretario Del Mazo ofreció, con sus propias palabras: "Comisionaré a nuestro mejor ingeniero de obras hidráulicas, el Ing. Francisco Torres Herrera". Otro logro importante, añade, fue conseguir los servicios del joven matemático Gerardo Aguilera Aldana, por medio del Dr. Roberto Torres, de la UNAM, quien además gestionó el pago del sueldo correspondiente por dos años. Aunque el Ing. González Flores no lo menciona, sus relaciones personales prepararon el camino para que otros notables ingenieros participaran en la impartición de asignaturas. Entre ellos se puede contar a Fermín Athie Carrasco, Carlos Elizondo López Yera y Fernando Valdivia Polanco. Sobre lo conseguido para completar la planta de profesores, el ingeniero González Flores menciona en una entrevista lo siguiente: Con una planta de prestigiados maestros logramos tener una Escuela de Ingeniería al nivel de las mejores del país, con la ventaja de que las primeras generaciones estaban formadas por grupos pequeños, lo que hacía que el estudiante tuviese una atención casi personal de sus maestros. Desde luego, cada maestro tenía una personalidad diferente, los había temibles -y no necesito decir quiénes-; los había elegantes en su manera de enseñar; los había sabidos, porque sus conocimientos sobrepasaban lo requerido por las materias, aun en su más alta expresión. Los había también exigentes, algunos muy exigentes. Otro nervioso, jovial y proyectado al futuro, y había quien duplicaba sus virtudes, pues aparte de ser excelente y caballeroso maestro, tenía por hermana a una bellísima y joven actriz, motivo por el que los alumnos le llamaban -también muy caballerosamente- El Cuñado y los hubo muy cultos, pues dominaban un horizonte muy amplio del saber.
La influencia de estos profesores sería profunda y duradera. Algunos de ellos formaron verdadera escuela en las áreas de su especialidad, y son fácilmente reconocibles hasta la fecha. El Ing. González Flores relaciona este acierto con la tradición en la formación de buenos profesionistas de la Escuela Nacional de Ingenieros y el espíritu de superación que les fue inculcado; su razonamiento en aquel tiempo fue: ...Esto nos obliga a buscar profesores de primera línea, indispensable condición para la docencia y la investigación, pensando en lograr buenos alumnos, que en el futuro se convirtieran en buenos profesionistas y algunos de ellos serán dignos sustitutos de los actuales maestros; además, esto dará prestigio a la Escuela de Ingeniería y lograremos atraer más alumnos.
Cuánta razón tuvo el Ing. González Flores, quien además se preocupó por dotar de laboratorios a la nueva institución, así como de la publicación de notas
para los cursos; la compra de material didáctico, incluyendo películas sobre grandes obras de ingeniería, y la organización de viajes de prácticas para los estudiantes, visitando por ejemplo las grandes presas que se estaban construyendo en diferentes partes del país. La buena labor del Ing. González Flores le valió la reelección por el Consejo Universitario, el 26 de marzo de 1959. De esta forma, cubrió dos periodos legales de tres años, conforme con la reglamentación aplicable en su momento, tiempo en que logró cimentar sólidamente a la institución. Por desgracia no tuve la oportunidad de ser testigo de la labor tan encomiable del primer director, pues yo ingresé a la facultad cuando él terminaba su gestión. En cambio tuve la fortuna de tratarle en el plano profesional y también en el humano. Con él completé mi formación y aprendí a trabajar, pero sobre todo me ayudó a valorar la profesión y a sentirme parte de ella. Relataré en seguida algunas de las experiencias vividas al lado de tan ejemplar persona. Al estar cursando el tercer año de la carrera de ingeniería civil, fui invitado a trabajar en la empresa del Ing. González Flores. Alonso Castañeda Siles, estudiante del último semestre, quien posteriormente sería director de la facultad, ya tenía algún tiempo trabajando en Meteoro, y fue el conducto para mi ingreso. Así, me trasladé a las calles de Heredia y Aldama, donde se encontraban los talleres, a pocos pasos de la universidad. Dispuesto a iniciar mi primer trabajo formal, mi primera entrevista con el ingeniero González Flores fue con el objeto de establecer las condiciones de trabajo: "Lo primero es no descuidar los estudios; horario flexible; el pago es de seis pesos por hora, rayando los sábados". Toda una oferta. El ingeniero se presentó con su atuendo habitual: pantalón cómodo de trabajo, ancho cinturón, zapatos fuertes y camisa de manga corta, que dejaba ver sus musculosos brazos de boxeador, deporte que había practicado. De la bolsa de su camisa sobresalían los instrumentos esenciales para su labor, como un portaminas, lápices de colores, una escala (regla metálica graduada en milímetros y pulgadas), una lupa plegable y varias tarjetas en blanco; todo ello bien ordenado en funda de piel, sin faltar la indispensable regla de cálculo. Me encontré con un hombre de estatura media, pecho ancho y musculoso, de mirada penetrante y escrutadora que, si no tuviera en el fondo amabilidad, atemorizaría; mentón un poco prominente y amplia frente, con el cabello bien cortado y peinado hacia atrás. En suma, con porte varonil y actitud de estar siempre pronto a la acción. Poco a poco me fui acoplando a su forma de trabajo y a cumplir con lo que esperaba de sus colaboradores. A la hora de iniciar labores había que estar atento a sus explicaciones y cumplir al pie de la letra. No admitía bromas ni distracciones, pero su actitud no era hosca, sino la de alguien concentrado en lo que hace. No despertaba temor, sino respeto y admiración. Si alguno de nosotros
o de los trabajadores del taller hacía algo mal por descuido u omisión, solía sacar palabras dignas de un carretonero de Alvarado, pero lo hacía en infinitivo; no lastimaba a las personas, estaba en contra del pecado, mas no del pecador. Intercalaba espacios para tomar un café y fumar un cigarrillo; éste era el momento de bromear y platicar. Gustaba de poner y ponerse retos. Los trabajos emprendidos eran por lo general únicos y con un buen grado de dificultad. Tenía como regla mejorar progresivamente los proyectos y utilizar lo más adelantado. Cuando había que resolver problemas de diseño, lo cual era frecuente, el ingeniero hacía uso de su poder creativo, que se convertía en un ritual, que, dicho sea de paso sigue practicando. Iniciaba con el restirador limpio y dispuesto con varios pliegos de papel, y la solución podía quedar en el primero o en el último. Tenía a la mano lápices de colores, escuadras, compás, escalímetro y los manuales de perfiles, de soldadura y de maquinado. No debería haber llamadas telefónicas; pero sí alguien, con discreción podía estar cerca, por lo que pudiera ofrecerse. Se iniciaba así el milagro de la creación: en el papel poco a poco se iban combinando las líneas y los colores para representar en dos y tres dimensiones la estructura o la máquina que después los obreros harían realidad; así, por ejemplo, en una sola tarde podía quedar completo el diseño de un aparato para comprobar la hermeticidad de los motores de combustión interna; un mecanismo para bajar y acomodar tubos de 25 toneladas en la línea de alta presión en las grandes presas; el molde metálico para un elemento prefabricado de 35 metros de longitud para la línea elevada del transporte colectivo, el metro de la ciudad de México; una grúa esbelta y eficiente con capacidad de 120 toneladas; el escudo para perforar túneles, etcétera. Sus ayudantes nos encargábamos de verificar el margen de seguridad de sus diseños, hacer planos detallados de taller, presupuestar los proyectos y supervisar su fabricación; tal era la confianza en sus diseños que teníamos que regatear con él, poner un poco más material aquí o allá, o bien, hacer filetes de soldadura más gruesos o más delgados. Finalmente, al entregarse un trabajo terminado, muchas veces de gran tamaño, que exigía el transporte en la plataforma de un pesado camión, se premiaba a cada trabajador, técnico o administrativo, con un bono; además, al terminar la jornada se festejaba el acontecimiento con una cena en algún lugar especial: se pedía la mejor comida y el mejor vino, para lo cual se contaba con el experto consejo del Ing. González Flores. Si la euforia subía de ánimo, lo cual resultaba frecuente, el festejo podía terminar en algún lugar de la ciudad de México; por ejemplo, en cierto negocio donde una dama de buen ver, acompañada de un pianista, interpretaba canciones de Agustín Lara. Al ingeniero se le recibía como en casa. Volviendo al plano profesional, fuimos varios los estudiantes que trabajamos en Meteoro; algunos más años que otros. Para todos fue nuestra segunda escuela; de hecho, puede decirse que Meteoro fue por muchos años una extensión de la facultad. El Ing. González Flores tenía grandes dotes de educador: si algo le caracteriza es su generosidad con sus conocimientos y su amistad. Sí,
formó a muchos ingenieros, pero también a competentes técnicos. Un joven que apenas sabía escribir y que ingresaba a trabajar en Meteoro, en un año se transformaba en pailero, soldador o tornero de primera. Algunos de ellos posteriormente fueron a trabajar a grandes empresas o formaron sus propios talleres, con éxito. He tenido la suerte de continuar frecuentando a don Carlos, algunas veces con propósitos profesionales, pero la mayoría para platicar de temas de actualidad, relacionados obviamente con la ingeniería. Sigue muy activo, aunque menos que antes. La vida no le ha tratado tan bien como merece; pero él aparentemente ni se entera, porque siempre tiene proyectos y nuevos retos por cumplir. En una de esas ocasiones me pidió ayuda para desarrollar un sistema de destensado para elementos de concreto de grandes dimensiones, para puentes y viaductos, utilizando el principio del plano inclinado y la fricción. Siguiendo su diseño se realizaron pruebas en el laboratorio de la Facultad de Ingeniería, con lo que se pudo comprobar la idea del ingeniero. Con pequeños ajustes se puso en práctica y funcionó de maravilla; con ello ya no se tuvieron que importar costosos dispositivos para el destensado. Su apego a la facultad no ha disminuido: hace ahorros y frecuentemente compra libros de texto, manuales y programas de cómputo, que me entrega con la consigna de ponerlos a disposición de los estudiantes. Estos materiales son por supuesto sobre temas de estructuras metálicas, construcción pesada y soldadura. Ojalá hubiera un libro en el cual se pudiera aprender la creatividad y el cariño a la profesión del Ing. Carlos; eso sería de mucha utilidad para alumnos y profesores. El Ing. Carlos González Flores ha recibido el reconocimiento de la institución. La biblioteca lleva su nombre y se estableció una beca para estudiantes también con su nombre. El gremio de los ingenieros civiles le otorgó recientemente la presea Nezahualcóyotl. En estos casos ha sido difícil lograr que el ingeniero acepte ser reconocido, pues siempre que hay otros con más merecimiento. Muchos, como yo, estamos convencidos que no se le ha reconocido en la medida que merece; pero el mejor homenaje que le podemos ofrecer los que seguimos ligados a la Facultad de Ingeniería es procurar agradecerle, como él lo hizo.