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Jorge Orlando Melo.
Contra la identidad. Melo, Jorge Orlando. Contra la identidad. En: El Malpensante. No. 74. Noviembre – diciembre de 2006. Bogota. http://www.elmalpensante.com
El optimismo académico populariza conceptos pegajosos que nadie sabe definir con precisión y que luego tienen consecuencias considerables. Por ejemplo, el muy ajetreado concepto de identidad.
Como tantas veces en su historia, los colombianos creen que el país está en una encrucijada en la que hay que pensar de dónde venimos y para dónde vamos. La cultura colombiana es cada vez más un nudo en el que resulta imposible diferenciar lo local y lo global, lo autóctono y lo extranjero, y esto inquieta a quienes sienten que podemos terminar sumergidos en una cultura indiferenciada, internacional e igual a la de cualquier otro país. Esta inquietud se ha expresado, en los últimos diez años, en angustiados cuestionamientos de la identidad nacional, en ruidosas lamentaciones sobre la ausencia de un proyecto nacional, en inquietas discusiones sobre la debilidad de nuestra formación nacional. Con frecuencia se propone una fórmula confusa y mágica para enfrentar nuestros problemas: debemos reforzar nuestra identidad nacional1. En este contexto quizá se explique que se reúna un congreso de bibliotecarios convocado para discutir el papel de la biblioteca como “espacio para la construcción de identidad”. Sin embargo, una reflexión atenta sobre los debates alrededor de la identidad y sus diferentes variantes —identidad cultural, identidad étnica, identidad local, identidad de género, etc.— muestra las dificultades de un concepto que pocas veces tuvo precisión y claridad. Por otra parte, las invitaciones a construir identidades carecen de contenido concreto, y quienes las hacen se apresuran a quitarles fuerza a las propuestas, señalando que plantean identidades abiertas, contradictorias, variadas, variables, múltiples, polisémicas, polifónicas, multívocas o indefinidas, que no existen o que todavía no han existido, es decir, que son identidades que tienen muy poco de identidad, en el sentido original y común de la palabra. En vista de esta confusión, trataré de mostrar por qué considero que en vez de seguir tratando de redefinir la identidad para evitar los rasgos fastidiosos y las aristas molestas del concepto, lo que ha llevado a un uso perfectamente informal, descuidado y arbitrario de esta palabra2, es preferible abandonarla del todo y tratar de encontrar nuevas formas de definir la situación cultural del país y las relaciones entre sus procesos culturales, así como las definiciones de nación, región, etnia y localidad. Asimismo me parece necesario discutir esas estrategias que supuestamente refuerzan la capacidad
creativa de los colombianos y la capacidad para reelaborar la cultura local y universal en forma activa. Un concepto confuso e impreciso Antes de 1960 nadie hubiera utilizado un término como identidad para referirse a los rasgos culturales que puedan existir o que se postulen como existentes en una comunidad local, regional o nacional y que hacen que las personas que los compartan, que tengan rasgos idénticos, se sientan de alguna manera parte de esa comunidad. “Identidad cultural”, “identidad regional”, “identidad nacional”, “identidad local” son frases que no existían hace cuarenta años y que ahora se usan a cada segundo. Los científicos sociales emplean estas expresiones como si fueran transparentes, como si tuvieran un sentido claro, y sólo excepcionalmente intentan ofrecer una definición de las mismas3.La frecuencia del uso del término identidad es abrumadora y arrastra a la creación de otros términos cuyo sentido tampoco se logra definir: se postulan así identidades regionales como la “antioqueñidad”, la “santandereanidad”4 o la “caqueteñidad”, o identidades nacionales como la “colombianidad”, o identidades religiosas o étnicas. El término va conquistando nuevos campos y se habla de la “identidad juvenil”, de la “identidad masculina y femenina”, de la “identidad de barrio”, de la identidad musical de una región, de la identidad corporativa de una compañía, de la identidad de la policía o de un equipo de fútbol. A medida que se generaliza el uso y se hace más arbitrario y confuso, comienzan a producirse señales de incomodidad. Ya bastantes científicos sociales proponen que se abandone esta palabra por completo, o se resignan a usarla mientras protestan por su ambigüedad, por considerarla imprecisa, con demasiados sentidos diferentes, y sin ningún contenido aceptable para la ciencia social5. Otros, preocupados por el uso del término para promover proyectos políticos y religiosos intolerantes, hablan, como el libanés (que se siente igualmente francés o europeo) Amin Maa-louf, de “identidades asesinas”. Ellos atribuyen la exasperación de los nacionalismos y los localismos y la creación de un clima de hostilidad y de violencia —entre quienes están afirmando su identidad— a estos treinta años de promoción de la idea de identidad, a los esfuerzos por definir lo que diferencia a unas culturas, países o religiones de otros, y a la incapacidad de definir “identidades” que no estén basadas en la diferencia6. El primer problema que enfrentan los que usan el término es que no se sabe muy bien qué quiere decir: ¿es la “identidad” un conjunto de rasgos culturales 7 que caracterizan a un grupo social y que pueden ser descritos por un observador externo? En este caso, ¿el cambio de esos rasgos altera la identidad, o ésta se mantiene a pesar de que todo cambie? ¿Incluye la identidad cultural de un pueblo todos los rasgos de ese pueblo, importantes y secundarios, con todas sus contradicciones, o solamente un núcleo esencial? ¿O es la identidad una construcción elaborada por diferentes agentes históricos, como las escuelas, los gobiernos, los intelectuales, los estudiosos de la cultura, y que de alguna manera, a partir de su definición, es acogida por los miembros de la comunidad, aunque no se pueda demostrar que corresponde a alguna realidad?8 Cualquier definición de la palabra lleva a callejones sin salida. Definirla a partir de los rasgos reales de la cultura exigiría —lo que nadie ha podido hacer— encontrar un criterio para definir qué es parte de la identidad nacional y qué no. ¿La identidad cultural colombiana, por ejemplo, está formada por los gustos musicales de toda la población e incluye por lo tanto a los géneros musicales que se formaron en el territorio, como el bambuco, el bunde, el porro o el vallenato, o también los géneros que han entrado de fuera, como el bolero, la ranchera, el tango, la salsa, el rock y el reguetón? Es casi inevitable sostener que la identidad no puede definirse por rasgos de origen local, pues la identidad colombiana parecería, a primera vista, incluir infinidad de cosas que vienen de afuera. Practicamos una religión inventada en el Asia Menor, hablamos un idioma traído de la
península ibérica, tenemos como bebida nacional una infusión hecha con base en un grano árabe, nuestros platos típicos están hechos con productos europeos o africanos, las frutas que sentimos nuestras son asiáticas como el mango, o africanas como el banano, o venidas de España como la naranja. Nuestros campesinos curan las enfermedades tanto con plantas americanas como con plantas traídas de España o África, y las coplas y romances que han recogido nuestros investigadores de las culturas populares tienen origen europeo. Hasta cuando una cantaora negra canta en el Chocó “El corderillo” está retomando un tema medieval español, y cuando un escritor como Tomás Carrasquilla cuenta en “A la diestra de Dios Padre” una historia oída en la década de 1870 a un cuentero en una mina antioqueña y después a doña Tomasa, una ventera de Santo Domingo, resulta que la narración existe también en Alemania, Estonia, Costa Rica, Ecuador, Chile e Italia9. Por otra parte, si incluimos en la identidad de un país o una región todas las formas culturales que allí se practican, vemos que son contradictorias: si el catolicismo hace parte de la identidad colombiana, entonces, ¿quienes no son católicos no son verdaderos colombianos? ¿Incluye la identidad colombiana el amor a la paz que tienen muchos de los colombianos y la facilidad para la violencia de otros? ¿El gusto por la música popular de unos, el gusto por la música gringa de otros y el gusto por la música clásica de otros? Si no necesito compartir los rasgos considerados parte de la identidad para seguir siendo colombiano, esa identidad no querría decir mucho: yo conservaría mi identidad de colombiano aunque no comparta ningún rasgo cultural —ni siquiera hablar español, pues podría hablar wayuu o embera— con otros colombianos. En el fondo, la única definición inexorable de colombianidad es la constitucional: son mis derechos como ciudadano, que precisamente se confirman con la expedición de un “documento de identidad”, la única marca de identidad que comparten todos los colombianos, la cédula de ciudadanía10. Finalmente, si definimos la identidad de una cultura, ¿esta identidad se altera cuando cambian los hábitos y prácticas culturales, o un país o localidad conserva su identidad aunque la cultura cambie mucho? Los citados son problemas complicados, porque muchas veces quienes usan este término tienen, además, propuestas de políticas culturales, como la defensa de la identidad cultural frente a lo que pueda amenazarla. Pero si la identidad se mantiene a pesar del cambio, no puede estar amenazada por nuevas formas de cultura. La identidad colombiana, por ejemplo, se habría mantenido a pesar de que la mayoría de los colombianos cambió el bambuco por la ranchera o el tango, y se mantuvo cuando los jóvenes reemplazaron la ranchera y el tango por la salsa y, por supuesto, no se perdería por el hecho de que la generación actual se dedique masivamente al rap. ¿Y si la identidad se mantiene a pesar del cambio, qué es lo que la define y qué vamos a hacer para consolidarla o fortalecerla? ¿Fortalecer el bambuco o hacer festivales de rap? Hagamos lo que hagamos, promovamos las formas culturales que promovamos, estaremos defendiendo la identidad cultural, pues esas formas eventualmente formarían parte de ella, ya que ésta no se pierde por ningún cambio. De hecho, la mayoría de quienes proponen defender la identidad cultural nacional o local, y que se preocupan poco por la coherencia de sus propuestas, lo que promueven es la defensa o el refuerzo de algunas formas tradicionales de cultura: la música andina o la música costeña, las comidas tradicionales, las artesanías, las creencias incontaminadas de los campesinos. Éstas son las miradas conservadoras y folcloristas de una perspectiva elitista y paternalista de la cultura popular, que generalmente han venido acompañadas de ideas más o menos místicas o metafísicas sobre el “alma popular” o las “raíces” de la nacionalidad. Estas propuestas tienen fuerza sobre todo cuando refuerzan proyectos comerciales, alimentados por el hecho de que en las sociedades modernas el turismo encuentra atractivo lo diferente, lo “otro”, lo exótico, lo extraño, lo típico, lo mágico, lo que muestra rasgos tradicionales: grupos indígenas, música tradicional, objetos artesanales, bailes auténticos11. De este modo, la defensa de la identidad es con mucha frecuencia una
invitación a la conservación de la autenticidad, definida en sentido tradicionalista. Mientras el artesano, el músico que compone en el Sinú sus porros, no quiere limitarse a seguir una fórmula fija y rígida en la medida en que es un artista creador, los asesores de los institutos turísticos o los funcionarios culturales invitan a los artistas populares a conservarse inmodificados y tratan de convencerlos de que lo que vende es la tradición o la llamada “autenticidad”. La mayoría de los que hablan y escriben sobre identidad se acogen a esta forma de ver la cultura nacional o local. Quien entre a internet y busque las páginas sobre Antioquia tropezará con una visión fundamentalmente folclórica, convencional y tradicionalista de la cultura antioqueña: no es la vida de las ciudades, no es el mundo de la industria, no es la literatura de Fernando Vallejo lo que constituye la identidad antioqueña, sino el carriel, el tiple, los ancestros blancos e hidalgos, el aguardiente y ciertos rasgos psicológicos (rezandero, tumbador, trabajador, emprendedor, ingenioso, bebedor) que sólo los antioqueños —aunque no todos— tendrían. Por esto, el lenguaje de quienes utilizan la semántica de la identidad tiende a estar asociado con la idea de rasgos permanentes, que siguen siendo válidos aunque ya no estén vivos en la conducta de la mayoría de los miembros de una cultura: una esencia que se mantiene a pesar de los cambios, que expresa el alma verdadera, las raíces profundas de una cultura. Frente a estas dificultades, la salida más frecuente ha sido negar que la identidad exista realmente y afirmar al mismo tiempo que sólo existe en la medida en que alguien la propone o la define y la gente cree en ella: la identidad sería la idea que se hacen los miembros de una comunidad sobre lo que constituye la “identidad” de esa comunidad. Esta idea sería el producto de procesos históricos complejos en los que se conjugan las acciones culturales de la comunidad, pero sobre todo proviene de las acciones del Estado y de los intelectuales. Estos últimos promueven, a través de la escuela y de los medios de comunicación, estereotipos acerca de los rasgos valiosos de un país, mitos históricos acerca de su pasado glorioso, símbolos patrios como el escudo, el himno o la bandera, e imágenes diversas de lo característico del país. Tales identificaciones adquieren más fuerza si se contraponen o se enfrentan contra otras sociedades: generalmente el sentimiento de pertenencia a una comunidad se agudiza cuando se experimentan humillaciones, derrotas militares o deportivas, o cuando se logran algunas victorias sobre un contrincante. Esta concepción “invencionista”, “constructivista” o “construccionista”12 es la que domina hoy entre los estudiosos, pues ya casi hay consenso de que realmente no existe nada en la vida social que defina la identidad de un país o una región, y de que lo único que constituye la identidad es el discurso por el cual sus miembros se reconocen como miembros de esa comunidad. Pero el contenido de ese discurso, hay que recordarlo, es relativamente arbitrario e indeterminable. En los procesos sociales, algunas representaciones tienen éxito y entran a hacer parte del discurso de la identidad. Esto no quiere decir que tengan más realidad social que otras que no logran entrar en el discurso de la identidad. De tal modo, esta visión de la identidad tiene la ventaja de que rechaza la noción de que en una sociedad hay un núcleo que define su identidad y escapa de todas las acusaciones de que se está creando un ente arbitrario, una metafísica de los rasgos nacionales. Esta ventaja la convierte en una herramienta útil para el análisis social, que puede verificar los rasgos de esos discursos de identidad, las formas en que ciertos símbolos se convierten en representantes de la nación o la región, la estructura retórica con la que se forman las identidades. Así, uno puede mostrar cómo los discursos de la antioqueñidad se apoyan en un racismo latente, en la afirmación de los mitos del origen judío o vasco de la población, en estereotipos de la igualdad social, el amor al trabajo y al dinero, y usan símbolos como el aguardiente o el carriel para subrayar los tradicionales elementos campesinos de la cultura. Pero está claro que esta “identidad” es una propuesta arbitraria, una propuesta política, una ideología, algo que podemos aceptar o rechazar. Por eso, los textos de muchos científicos sociales sobre estas identidades usan con frecuencia la ironía para mostrar que
la identidad es una creencia social, más bien ingenua y manipuladora, una forma de imponer ciertos niveles de uniformidad cultural a la población, de evitar la acogida de ideas extrañas y, en general, de consolidar las formas de dominio cultural de los gobernantes y sus amigos. Esto conduce, finalmente, a una situación paradójica: lo que hace, por ejemplo, que la mayoría de los colombianos se identifiquen con su país y se sientan colombianos es simplemente que siguen creyendo en algo que según los científicos sociales no existe: que hay rasgos propios que distinguen a los colombianos de los ciudadanos de otros países. La identidad estaría basada, para estos colombianos, en un error, en una visión falsa de la cultura colombiana, en un discurso que afirma que los colombianos somos de ésta u otra manera, creadores, vivos, violadores de la ley, llenos de inventiva, o lo que se quiera. Por todo esto, la “identidad discursiva” o construida no logra evitar ser una propuesta más o menos abusiva y arbitraria a la que se induce a la población, o un error compartido masivamente. Por otra parte, aun esta definición constructiva tropieza con dificultades analíticas. Si tratamos de analizar los discursos y creencias que sirven a las personas para decir que son colombianos, para definirse como colombianos, comprobaremos de inmediato que unos colombianos se identifican con su país por una razón y otros por otra, muchas veces muy diferente o hasta opuesta: en los discursos colombianos sobre la identidad aparecen rasgos como el respeto a la democracia y la viveza del que comete fraude, el tradicionalismo y el abandono de toda tradición, la violencia y el amor a la paz, la capacidad creadora y la incapacidad para la invención científica, la calidad del trabajo y la falta de dedicación y continuidad en el trabajo, el machismo y el respeto a las mujeres. Todo, en cierto modo, hace parte de nuestro discurso de la identidad. Frente a este dilema, que se presenta en todas partes, la respuesta es afirmar que un país no tiene una sola identidad, que ésta es variable o que tiene identidades múltiples. De este modo, de la identidad nacional se puede predicar cualquier rasgo o se puede atribuir a la identidad nacional cualquier conducta cultural. Así, la identidad colombiana incluiría una identidad andina, que incorpora la música andina, una identidad costeña, que se define por el vallenato, una identidad sinuana, que está más cerca del porro, etc. Lo anterior, por supuesto, parte de una comprobación psicológica elemental: los individuos entran en múltiples relaciones sociales que se describen como relaciones de un sujeto, del “yo”: yo soy un funcionario público, un mestizo, un antioqueño, un testigo de Jehová, un varón, un colombiano, un proletario, un latinoamericano, un seguidor del Deportivo Caldas. En determinados contextos, la respuesta “yo soy un conferencista”, “yo soy el padre del niño de primer año” puede contestar a la pregunta por mi identidad, al “¿quién es usted?” que me dirige un portero o un profesor. Lo que estoy diciendo, en esencia, es que mis conductas y actividades me hacen entrar en diversas relaciones sociales, de diversa intensidad. En unos casos, simplemente sé que existe esa relación social aunque no un grupo real que la integre: no existe el grupo de los “conferencistas”, propiamente hablando, ni el de los “mestizos colombianos”: son simples clasificaciones hechas por alguien que mira los hechos desde fuera. En cambio los testigos de Jehová forman un grupo al que hay que afiliarse, que crea obligaciones, que hace que los miembros se conduzcan de determinada forma: es una relación social de pertenencia. Los miembros del pueblo o de la clase obrera o los habitantes de un barrio no forman parte de un grupo coherente y preexistente, si bien éste cobra existencia real cuando en un conflicto social luchan juntos, cuando los individuos se sienten interpelados en los debates sociales y esgrimen su identidad como pueblo, como clase o como miembros de un barrio en conflicto con las autoridades, otros grupos sociales u otras clases. En el caso de que yo sienta que hacer parte de un grupo me define, me impulsa a actuar de determinada forma y a seguir al grupo, puedo decir que me identifico con ese grupo. De alguna manera mi identidad incluye la pertenencia a ese grupo, y para muchos efectos las demás “identidades” se subordinan a una identidad o a unas pocas identidades que
dominan a las demás. Por eso, podría tener sentido decir que mi identidad es ser liberal o cristiano. Pero decir que mi identidad es ser padre del niño de primer año o seguidor del Caldas es usar el término en un sentido muy vago. En todo caso, la comprobación de que estas relaciones sociales pueden darse en forma simultánea ha llevado a psicólogos y sociólogos a decir, en forma que a mí me parece imprecisa, aunque señale algo real, que es posible tener varias identidades o, como prefieren decir, “identidades múltiples”. Sin embargo, esto se refiere a la identidad de las personas, y no a la de grupos sociales. Cuando yo digo que Risaralda o Antioquia tienen identidades múltiples no estoy diciendo nada comprensible, dado que estas entidades son simplemente construcciones legales o sociales, no sujetos unificados por ninguna conciencia o acción común, por ningún yo: estoy dando un nombre inapropiado al hecho simple de que los miembros o elementos de estos grupos son diferentes entre sí, tienen rasgos distintos o contradictorios. En vez de decir: en Antioquia hay personas que creen en Dios y hay ateos, digo que “Antioquia tiene una identidad religiosa múltiple”. Habiendo llegado a la conclusión de que las identidades no existen o que son discursos más o menos arbitrarios y sin contenido empírico compartidos por los miembros de una comunidad, algunos insisten en usar el concepto como propuesta política: no importa que la identidad sea un mito; según muchos es un mito, pero un mito útil, que puede servir a nuestros países. Crear la idea, la ilusión, el mito, la utopía de que hay una identidad aunque sepamos que no la hay, puede ayudarnos a lograr la solidaridad que requerimos. Por ejemplo, ante los riesgos que enfrentan los países latinoamericanos en términos del sometimiento a la economía mundial o a una cultura homogénea promovida por las industrias culturales de los países más ricos, se nos propone promover la idea de una “identidad latinoamericana”, aunque estemos seguros de que esta identidad no ha existido, no existe, y de que es muy poco probable que los ciudadanos de estos países se sientan identificados con una entidad como Hispanoamérica o Latinoamérica. Pero, se dice, así no exista sería conveniente estimularla para enfrentar el poder de Estados Unidos, y para ello hay que promover anacrónicamente los mitos de origen, los proyectos de confederación americana de Bolívar o las contraposiciones culturales que propuso José Enrique Rodó entre el materialismo anglosajón, dominado por el afán de éxito y de riqueza, y la cultura latinoamericana, cuyos valores tradicionales (el hispanismo, la decencia, la valoración de la cultura sobre lo material, etc.) son más altos que los de quienes sólo quieren el progreso material y el consumo, tan ajenos a los deseos de nuestros pueblos. Así pues, la identidad se convierte en algo inexistente, en algo múltiple o plural, en un proyecto tradicionalista nacional, regional o latinoamericano: es todo y no es ya nada13. De los caracteres nacionales a la identidad Como ocurre con frecuencia en las ciencias sociales, la adopción del término identidad fue en parte el producto de la insatisfacción con otros conceptos. Desde finales del siglo XVIII los estudiosos sociales, al observar las diferentes naciones y culturas, se preguntaron por las razones que hacían que unas hubieran progresado más que otras. Montesquieu sostuvo, al comparar los pueblos europeos con los pueblos de Asia, África o América, que una razón fundamental del mayor atraso de algunas era el clima. Otros, como David Hume, sostuvieron que el clima no tenía gran influencia y que las diferencias en las características de los países —su capacidad de trabajo, su avance tecnológico, su desarrollo comercial, su moralidad— dependían en esencia de factores históricos: de la calidad de sus gobiernos, de las instituciones que habían adoptado, de la influencia de sus creencias. En el siglo XIX estos debates llevaron, con el desarrollo de las teorías biológicas de la evolución y con otros avances científicos, a un evidente retroceso: se propagó la teoría de que las diferencias entre los diversos países provenían ante todo de las razas humanas que los poblaban. A partir de esta idea se generalizó la creencia de que las razas blancas eran superiores y de que cada país tenía unos rasgos o características que dependían de la composición racial.
Esos países se estaban configurando en toda Europa como naciones, conjuntos de pueblos que compartían algunos rasgos básicos y que se organizaban bajo un gobierno unificado. Cada nación trató de lograr que sus ciudadanos se sintieran vinculados a ella promoviendo sentimientos de pertenencia. Las escuelas promovían el nacionalismo con las historias de los héroes, las narraciones de las luchas que habían llevado a formar el país y con descripciones de las virtudes y rasgos positivos de esa nación. Las naciones más exitosas, como Inglaterra o Francia, desarrollaron una mitología nacional en la que se incluía la idea de un “carácter nacional”, unos rasgos que, como los de un individuo, constituían su esencia. Para los pensadores latinoamericanos del siglo XIX esta situación era inquietante. En sus esfuerzos por enfrentarla, definieron a nuestras sociedades en términos de la lucha entre la civilización y la barbarie, y buscaron cómo lograr la primera y salir de la segunda. Para los liberales o los creyentes momentáneos en algunas formas de socialismo, debíamos adoptar la cultura europea en la forma más completa posible para civilizarnos, mientras que otros trataban de defender los rasgos tradicionales de la sociedad creada por España durante el período colonial. Los primeros promovieron las ideas europeas de libertad y democracia, y a veces de igualdad social y racial, mientras que los segundos creían que, aunque debíamos buscar el progreso material y social, lo más importante era defender nuestra cultura, en especial sus valores católicos, espirituales y jerárquicos, de las amenazas del liberalismo, el protestantismo, el positivismo y de todas las formas disolventes de pensamiento moderno. Casi todos, sin embargo, no hay que olvidarlo, hacían parte de élites que veían en los indios, los negros y los campesinos la personificación del atraso y la ignorancia: partían de la idea de que la cultura se identificaba con los blancos y los grupos elevados, y su noción de la nación tendía a ignorar o menospreciar a los mestizos, indios y negros. Los progresistas creían que había que civilizar a los campesinos mediante la letra, la técnica moderna y la salud; los tradicionalistas pensaban que era más importante defender el tejido social tradicional y buscar el progreso sin que se transformaran unas culturas campesinas en las que veían la esencia de la tradición. El tejido social se rompería si los campesinos abandonaban su sabiduría natural14. En nuestro país, pensadores como José María Samper o Luis López de Mesa aceptaron estas ideas y pensaron que la influencia de los negros o los indios explicaba que estuviéramos más atrasados que otros15. Sólo el mejoramiento de la raza mediante la inmigración o el mestizaje crearía razas capaces de progresar e igualar a Europa o a Estados Unidos. Al mismo tiempo que se hacía más homogéneo el país en términos raciales, sociales y de cultura, en la escuela debía promoverse el sentimiento de pertenencia a la nación mediante el culto a los héroes, la memoria de las luchas de Independencia, las fiestas patrias, el culto a la bandera, el himno y el escudo. Algo similar se producía al mismo tiempo en todos los países que se encontraban en proceso de formación nacional16. A lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, se extendió por el mundo como una epidemia que surgió en Europa y fue contagiando a todos los continentes la idea de que la nación era el sujeto social por excelencia. El mundo debía ser un mundo de naciones. América Latina y el oriente de Europa en el siglo XIX, Asia y África en el siglo XX, definieron sus límites nacionales trabajosa y conflictivamente, y para ello apelaron con frecuencia a la idea de que detrás de cada nación había rasgos comunes que daban su esencia a la nación: unos orígenes comunes, una historia compartida, unos caracteres étnicos, una religión, una lengua, una cultura. La investigación del folclor, el desarrollo de la lingüística, las historias nacionales, unieron sus esfuerzos para crear los grandes mitos de la nacionalidad. Las crisis del siglo XX —dos guerras mundiales para resolver los conflictos producidos por los diferentes nacionalismos, la reivindicación creciente y violenta de la independencia de pueblos que no tenían un Estado, entre muchos otros factores— llevaron a buscar una
superación del nacionalismo. La creación de instituciones supranacionales, como la Liga de las Naciones y las Naciones Unidas, expresaba en parte este movimiento, acompañado por un creciente escepticismo de historiadores y antropólogos acerca de la existencia real de las esencias nacionales. Poco a poco la idea de que la nación existía fue reemplazada por la idea de que era una invención, una construcción más o menos arbitraria e interesada17. Pero el hecho de que los científicos sociales abandonaran la idea de una “esencia de la nación” o de unos “caracteres nacionales”, no suprimía la existencia de una historia y de unas experiencias que dan formas a la cultura, como tampoco suprimía los fenómenos que promovían el nacionalismo. O para decirlo en forma brusca a nuestro país, el hecho de que no exista “la colombianidad” o “la antioqueñidad” no quiere decir que la historia de Antioquia o de Colombia no haya creado y siga creando unas constelaciones particulares de características más o menos extendidas, más o menos idiosincrásicas, de sus culturas, que es justo y conveniente estudiar18. Después de la consolidación de la primera ola de naciones, muchos pueblos europeos, asiáticos y africanos habían quedado sin un Estado propio. Se trataba de grupos humanos que vivían dentro de una nación mayor y que se sentían oprimidos por ésta: su idioma minoritario, sus costumbres y sus tradiciones se encontraban en riesgo. Estas reivindicaciones de naciones sin Estado encontraron un nuevo lenguaje en las teorías psicológicas del siglo XX. Erik Erikson, un psicoanalista alemán que estudió el problema de la identidad individual, describió en 1950 las llamadas crisis de identidad y mostró cómo los adolescentes necesitaban fortalecer el yo y configurar su identidad para no caer en la confusión19. Desde mediados de los años sesenta, el término identidad comenzó a aplicarse en forma creciente a pueblos como los judíos, los vascos o los galeses que, aunque estuvieran sometidos a un Estado de otra nacionalidad, habían defendido su religión o su tradición, habían luchado por tener un Estado propio o se habían enfrentado a quienes querían borrar sus culturas y en esa defensa habían conformado una “identidad” nacional. La idea de identidad ofrecía, en contraste con el viejo concepto de las “características nacionales”, un carácter militante, un sentido de proyecto y de lucha. La identidad no era simplemente un conjunto de rasgos comunes: era la manera como las personas asumían su cultura y luchaban para protegerla y defenderla. Pronto el término identidad se fue aplicando a los grupos que se encontraban sujetos a alguna forma de dominación o exclusión y que podían motivarse para enfrentar esa dominación. El feminismo y las luchas de los negros norteamericanos estuvieron en el centro de este proceso intelectual, probablemente porque eran comunidades en las que la aceptación de la desigualdad o el sometimiento al varón o al blanco se había interiorizado: había que convencer a las mujeres y a los negros de que tenían la misma capacidad que los hombres y los blancos, que no existía ninguna inferioridad en ellos, que eran iguales. Esto se vivió como la afirmación orgullosa de la identidad. Por supuesto, esa identidad objetivamente no existía en ninguna parte: ni las mujeres ni los negros formaban conjuntos homogéneos. Lo único que hacía iguales a la mujer de un empresario de Nueva York y a la de un obrero parisino era que a ambas las maltrataba el varón. El concepto de identidad se aplicaba, no a un rasgo común de los miembros de un grupo, ni siquiera a una creencia más o menos arbitraria en ese rasgo común, sino simplemente al rasgo social común de estar oprimidas. Pero al señalarla, al darle nombre, se constituía de alguna manera el sujeto que lucharía contra esa opresión: la postulación de la identidad creaba en cierto modo esa identidad. El término se fue extendiendo, como ya lo mencioné, en todas las direcciones, reemplazando en muchos casos la vieja idea de los rasgos nacionales, con un tono de mayor confrontación. En Colombia, quizás quien puso de moda la “identidad” fue el presidente Belisario Betancur, que defendió la identidad cultural latinoamericana, primero, y después habló una y otra vez de la identidad colombiana20. Por supuesto, aunque nadie sabe todavía en qué consisten esas identidades, la idea fue adoptada
fácilmente. Los antropólogos escribieron tesis sobre la identidad cultural de grupos indígenas o de grupos regionales, y los historiadores y ensayistas, que habían descrito los rasgos de la nación, discutieron ahora la identidad nacional o las identidades regionales. Como siempre, estos últimos llegaron a la conclusión de que estas identidades no existían ni podían definirse, sin que esto impidiera que día a día se hablara más y más de la identidad. La identidad y las bibliotecas Resulta, sin embargo, sorprendente que surja la propuesta de convertir a las bibliotecas en promotoras de la identidad. De acuerdo con lo que se ha tratado de argumentar en las páginas anteriores, la identidad no es algo que deba promoverse. Por una parte, vista como un conjunto de rasgos propios de una región, una localidad o el país, no existe. Por otra, uno de los elementos esenciales de la cultura consiste precisamente en su capacidad de cambiar, y nada sería más inadecuado que tratar de congelar e inmovilizar algún sector de la cultura. La promoción de la identidad tiende a ser promoción del folclor, de un tradicionalismo conservador y arcaizante, de orgullos y vanidades locales. Por supuesto, no es fácil mostrar en qué sentido pueden las bibliotecas convertirse en promotoras de identidad. ¿De cuál identidad? ¿De la identidad de quién? La tentación inicial es definir la identidad dentro de la oposición de lo local y lo universal. Esta contraposición ya se ha dado en los debates culturales de Colombia, cada que algún grupo ha tratado de resguardar los elementos tradicionales frente al riesgo de las ideas nuevas. A fines del siglo XIX los conservadores defendieron la tradición contra las ideas extranjeras. Mientras don Miguel Antonio Caro defendía las ideas católicas, la tradición y las costumbres hispánicas, pues ellas hacían parte de nuestra verdadera esencia, Baldomero Sanín Cano, que había sido maestro en Rionegro en 1865, abogaba por la cultura universal. Según escribía en 1894, “es miseria intelectual ésta a que nos condenan los que suponen que los suramericanos tenemos que vivir exclusivamente de España en materias de filosofía y letras. Las gentes nuevas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento [...] Ensanchemos nuestros gustos [...] Ensanchémoslos en el tiempo, en el espacio; no los limitemos a una raza, auque sea la nuestra, ni a una época histórica ni a una tradición literaria”21. Este enfrentamiento entre tradición y cambio, entre lo local y lo universal, se mantuvo a lo largo del siglo XX22. Mientras que algunos sectores de la sociedad insistían en que había que conservar las costumbres campesinas porque en ellas residía el alma de la nación, otros creían que los campesinos debían alfabetizarse, educarse, recibir tecnología avanzada. Mientras unos consideraban que el afán de progreso destruiría la tradición nacional y la religión, otros insistían en modernizar el país, a veces dentro de una perspectiva religiosa, a veces dentro de una perspectiva liberal. La expresión “ideas exóticas” se convirtió en una de las favoritas para desautorizar una forma de pensamiento y se aplicó sobre todo al marxismo, pero también a la ciencia moderna, al psicoanálisis, a la psicología experimental o a la sociología. A mediados del siglo XX los seguidores de Laureano Gómez hicieron un gran esfuerzo por frenar la contaminación de la cultura colombiana con elementos exóticos: siguiendo las inspiraciones del franquismo y del hispanismo franquista, trataron de redefinir la orientación intelectual del país para evitar que, bajo el influjo del liberalismo, el protestantismo, la modernidad y el comunismo, se destruyera la tradición colombiana. En la contraposición entre lo local y lo universal, lo autóctono y lo extraño, no hay manera de saber qué es lo local y qué lo universal. Lo local está hecho de elementos universales: nada es realmente autóctono, pues todo ha llegado de alguna parte o se ha unido a algo que ha venido de fuera. El proceso de unificación y vínculo con el mundo externo no es nuevo. Son muchos los procesos de globalización —para usar algo anacrónicamente este término— que ha vivido nuestra cultura. En el siglo XVI se produjo probablemente el más drástico de todos, cuando llegaron a sangre y fuego la religión católica, el idioma español y la escritura.
Y destaco la escritura porque era per seun mecanismo que rompía la separación entre lo local y lo extraño. Aunque es fácil exagerar el aislamiento de los pueblos precolombinos que se la pasaban intercambiando productos y aprendiendo de pueblos extraños (por ejemplo, el maíz fue una importación de México hecha por grupos indígenas), sin duda la escritura es revolucionaria porque mediante ella no necesito desplazarme para entrar en contacto directo con otras culturas: el neogranadino del XVI podía leer a los historiadores italianos, o el del siglo XVIII a los científicos europeos, estudiar a los filósofos, debatir con historiadores europeos como William Robertson o Cornelius de Pauw, sin moverse de su casa en Bogotá o Popayán: con la escritura la cultura se independizó del lugar; se deslocalizó, como diríamos ahora. La segunda gran ola de globalización vino con la incorporación del virreinato en la modernidad ilustrada: en el siglo XVIII los intelectuales de la Nueva Granada importaron de Europa la ciencia moderna, el pensamiento ilustrado, la idea de progreso, la idea de los derechos del hombre. Esta globalización se prolongó durante el siglo XIX, cuando nuestras costumbres se transformaron bajo la influencia de Inglaterra y Francia, e importamos, entre muchas otras, las ideas de democracia y de libre cambio aunque, por supuesto, éstas sólo se incorporaron parcialmente a la vida real. Trajimos también muchos avances técnicos: la medicina moderna, la vacuna, el motor de vapor, el motor eléctrico. Estos cambios afectaron con fuerza a las élites, al tiempo que los campesinos, que se habían conservado más que todo analfabetos y que eran más del 80% de la población, seguían todavía sujetos a formas de cultura con muchos elementos tradicionales. El siglo XX fue el siglo de la incorporación traumática de los campesinos en una nueva cultura global: al trauma de la globalización del siglo XVI siguió el de la globalización del siglo XX. A los campesinos y a los colombianos les llegaron el marxismo y las reivindicaciones sociales, el sindicalismo y la defensa del proletariado, el radio y la alfabetización, la televisión. La radio y la televisión alteraron las culturas locales en forma muy drástica: la música extranjera reemplazó a la música local, entraron a los pueblos el arroz y el café, después la pizza, el helado, el perro caliente y la hamburguesa, para no hablar de la aspirina o del papel toilet y de las toallas higiénicas, otras avanzadas de la globalización. Los valores sociales se transformaron: la sumisión de la mujer se reemplazó —en un proceso que no ha concluido— por la idea exótica de la igualdad entre los géneros, mientras se debilitaba la autoridad paterna. Las nuevas tecnologías permitieron una urbanización acelerada, con energía eléctrica, teléfonos y demás herramientas de la globalización. Después de cinco siglos de globalización, ¿habrá llegado la hora de enfrentarnos a la cultura universal y de defender lo local? Me parece una tarea muy difícil y ni siquiera logro saber qué es lo que vale la pena defender, ni de qué. Ya lo local es totalmente universal: es imposible encontrar una sola cosa importante en nuestras vidas que no haya venido de fuera, hace tiempo o el año pasado, o que no esté transformada totalmente por algo que en algún momento fue exótico o extraño. Estamos, pues, ante un falso problema: la cultura de un país es un organismo vivo que se va formando en una relación activa entre el pasado, el presente y el futuro. La vitalidad y fuerza de una cultura están en la capacidad de mantener una continuidad con el pasado mientras se incorporan nuevos elementos, en la capacidad de crear nuevas estructuras y equilibrios entre lo que se había incorporado antes y lo que interesa digerir ahora. Una cultura que desvaloriza totalmente su pasado es tan inquietante como aquella que quiere anclarse en lo arcaico. Sin embargo, este proceso es algo que se define en forma activa en la vida cultural real, en medio de conflictos sociales y de luchas de poder: son los creadores culturales, populares y eruditos, los maestros e intelectuales, los consumidores y creadores de cultura, los que incorporan bien o mal su tradición cultural, los que la transforman asimilando elementos nuevos. Estos procesos se realizan en buena parte sin que sea posible determinar con claridad su marcha y resultan de la contraposición de posturas y visiones, sin que puedan o deban orientarse a partir de programas elegidos por grupos de
funcionarios culturales. Los enfrentamientos reales de la cultura, vinculados a los conflictos sociales, a las luchas de poder político o económico, son los que deciden en qué medida el idioma se transforma, en qué medida cambian los gustos musicales o de baile. La contraposición entre lo local y lo universal no ayuda en nada a entender, a aclarar o a mejorar este proceso, pues es una contraposición indefinible y absurda. Por ello, hay que mantener y reivindicar el papel que han tenido desde hace mucho tiempo las bibliotecas públicas modernas. El papel de las bibliotecas nacionales y patrimoniales, por supuesto, no está en cuestión: desde el siglo XVIIII han hecho parte del esfuerzo estatal por hacer la colección de los documentos que sirven para estudiar la tradición nacional: son el depósito de la memoria escrita de una nación y hasta cierto punto son lo más parecido a unas bibliotecas defensoras de la identidad. Las bibliotecas públicas, por su parte, surgieron ante todo para extender el acceso a la cultura de los grupos sin recursos. Nacen de la democratización cultural, de la afirmación de que los artesanos, los obreros, los campesinos, tienen tanto interés en la cultura escrita y tanto derecho a ella como las élites. Después, en el siglo XX, las bibliotecas públicas descubren que sus tareas se realizan adecuadamente sin tener que someter el desarrollo de sus colecciones a un criterio de atención de los más pobres: la cultura que se debe poner a disposición de todos los lectores es más o menos la misma. No importa que sean los niveles más bajos o los intermedios los que de hecho formen el público de las bibliotecas; lo que importa es que la biblioteca sea el sitio en el que todos tienen acceso a todos los aspectos valiosos de la cultura. Las tentaciones restrictivas, las invitaciones a limitar el ámbito cultural de la biblioteca, han sido combatidas una y otra vez por los bibliotecarios y sus asociaciones: las bibliotecas no deben censurar lo que parezca contrario a los valores nacionales, ni deben considerar que su función es ofrecer los productos de la cultura nacional a sus lectores, dejando de lado la cultura universal, ni deben promover en forma autoritaria o paternalista una identidad determinada a sus lectores. La biblioteca moderna, en la forma en que se consolidó desde hace al menos cien años, es una biblioteca al mismo tiempo nacional y universal, local y global, regional y cosmopolita. Y es una biblioteca que permite a los usuarios poner en cuestión las culturas locales y nacionales, porque en ella se encuentra lo que las combate. Allí estaban —al menos donde el Estado no impuso unos criterios excluyentes o más tímidos— las obras de los subversivos, de los ateos, de los revolucionarios, junto con las grandes glorias de la cultura nacional o universal. No creo que las bibliotecas deban hacer nada diferente de esto. En cierto modo, lo que tienen que hacer es mantenerse, como han debido serlo hasta ahora, como sitios para el contacto entre las culturas, lo que pueden hacer mejor mientras menos se preocupen por problemas falsos como el de la identidad cultural. Sin embargo, creo que vale la pena subrayar dos elementos: 1. La cultura es un proceso continuo de intercambio entre el pasado y el presente en la medida en que la creación cultural se apoya en la experiencia de cada persona, que pone en relación su propio pasado cultural con lo que encuentra ante sus ojos. Ese pasado se halla en la localidad, en la comarca, en la región, en la nación, en el mundo. Está formado por el idioma que se oyó en la infancia, por los paisajes locales, por los libros leídos en la escuela, por la música que se oyó de niño y la que se oyó de adulto, en vivo o en la televisión, por los libros de los autores locales, así como por Cervantes o Julio Verne. Cada persona debe conocer bien su propio pasado, aunque no creo que deba convertirlo en fuente o patrón de identidad. En la medida de lo posible la biblioteca debe ofrecer un acceso ordenado al archivo, a la colección, a la memoria de estas experiencias. Por lo tanto, debe ser rica en publicaciones locales, en libros sobre la historia, la literatura, el idioma, la música, las tradiciones locales, regionales y nacionales. Esto incluye tanto material impreso como música y cine, que hoy hacen parte integral de la memoria cultural.
2. La creación cultural más exigente se apoya en la cultura universal, de modo que hay que ofrecer los elementos básicos de la cultura universal en la biblioteca. Existe un canon razonable, que debe ampliarse siguiendo los intereses manifestados por los lectores, ofreciendo opciones y experiencias nuevas (literatura africana, literaturas latinoamericanas, etc.). A modo de conclusión Quiero terminar insistiendo en que la biblioteca no tiene por qué adoptar una posición propia en relación con los problemas de la identidad. He propuesto que se abandone el uso y abuso de este término, aunque sé que eso no va a ocurrir, y que en los próximos años habrá centenares de tesis y de libros con títulos más o menos abstrusos que incluirán esta palabra. Pero (dejando de lado otras funciones de información general de la biblioteca, que no es oportuno discutir) espero por lo menos que las políticas de la bibliotecas, que ofrecen al mismo tiempo las grandes obras de la cultura universal y las obras que permitan conocer y reconocer la cultura regional o nacional, no se formulen a partir de contraposiciones reivindicativas como las de cultura local o cultura nacional frente a la cultura universal. No es función de las bibliotecas formar la identidad local o regional; ni siquiera me arece posible definir por parte de unos funcionarios públicos qué clase de cultura queremos promover en cada localidad, ni se puede afirmar que sea conveniente que cada localidad tenga su propia identidad y cada región la suya. Tal vez lo que nos conviene —y esto puede estar sucediendo— es menos cultura local y menos identidad local. Y si las bibliotecas deben escoger entre promover o ayudar a formar la identidad y promover el acceso a la mayor diversidad, no tengo duda alguna: el papel de las bibliotecas es darle la espalda a la identidad y optar por la variedad y diversidad de formas culturales: la biblioteca debe ser el espejo más limpio y exacto de la riqueza y diversidad del mundo. En todo caso, a la biblioteca no tiene por qué interesarle que la cultura regional sea haga más local o más universal: son los usuarios los que deben definir su propia aventura, formar su propio mapa de búsqueda y experimentación. Algunos, tal vez muy optimistas, creerán que van a encontrar la inspiración y ejemplo en los autores locales. Otros, más seguros de su propia fuerza, pensarán que, para poder escribir Cien años de soledad, lo que hay que leer son las novelas de William Faulkner.
NOTAS 1. Los medios de comunicación se suman a la inquietud y la convierten en tema de promoción: Semana acaba de hacer una encuesta para escoger el “símbolo nacional”. El escogido, el sombrero vueltiao, que según José Luis Garcés lo usa el “hombre auténtico”, porque “señala un origen, una identidad, una cultura”. Semana, n° 1.260, Bogotá, 26 de junio de 2006. 2. Como decía Humpty Dumpty, si uno es el que manda, puede hacer que las palabras quieran decir lo que uno quiera: “—Cuando yo uso una palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos. ”—La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. ”—La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda..., eso es todo”. Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas. Hasta tal punto el uso del término es una simple moda sin ninguna exigencia conceptual, que un excelente artículo de Francois Xavier Guerra sobre la concepción de republicanismo durante la Independencia, en el cual nunca se usa la palabra “identidad”, es publicado como “La identidad republicana en la época de la Independencia”, Museo, memoria y nación, Bogotá, 1999.
3. Como es muy difícil decir qué es la “identidad”, lo más frecuente es que se diga lo que no es: por ejemplo, Néstor García Canclini afirma: “Hay que cuestionar esa hipótesis central del tradicionalismo según la cual la identidad cultural se apoya en el patrimonio, constituido a través de dos movimientos: la ocupación de un territorio y la formación de colecciones. Tener una identidad sería, ante todo, tener un país, una ciudad o un barrio, una entidad donde todo lo compartido por los que habitan ese lugar se vuelve idéntico o intercambiable. En esos territorios la identidad se pone en escena, se celebra en las fiestas y se dramatiza también en los rituales cotidianos”. Culturas híbridas, p. 178. Claude LeviStrauss destacó hace ya mucho que la identidad “es una entidad abstracta sin existencia real, aunque sea indispensable como punto de referencia”. L’identité, 1977. 4. El día de la santandereanidad fue “institucionalizado” mediante un decreto de abril de 2004 por el gobernador Hugo Aguilar, quien en la celebración del 13 de mayo de 2005 habló de “nuestra tierra, que es un pueblo laborioso, pacífico y de estirpe arrogante, características de sus gentes que han forjado nuestra identidad y sentido de pertenencia por nuestro terruño... [Somos] un departamento lleno de gentes recias, trabajadoras, honestas, virtuosas e impulsoras del progreso, inclusive de otras regiones. Qué bueno en esta mañana compartir con todos ustedes, amigos, historiadores, compañeros, estudiantes, profesores, policías, gentes buenas, de mi departamento, un momento de reflexión por lo nuestro, por los valores que tenemos que luchar, por la pertenencia de nuestro folclor, de nuestros modismos, de nuestra raza y por la historia que le reconoce al gran Santander ser el artífice de la unión de los pueblos y el emporio donde nacieron las grandes industrias y los mejores hombres de las letras en Colombia”. http://www.gobernaciondesantander.gov.co/portal/modules.php? name=Sections&op=printpage&artid=219 5. Rogers Brubaker y F. Cooper, “Beyond Identity”, en Theory and Society (vol. 29, n° 1, 2000), después de una larga discusión de la evolución del concepto y sus definiciones, llegan a la conclusión de que lo más adecuado es abandonar totalmente su uso. Frank Knight muestra con claridad las limitaciones del concepto de identidad que, aunque preferible al de “carácter nacional”, sirve muy poco para entender la historia de un país y es una “fuente rica de pseudoargumentos y tautologías”. “¿La identidad nacional, rasgo, mito o molde?”, en Museo, memoria y nación, p. 150. 6. Amin Maalouf, Identidades asesinas, Alianza Editorial, 1999. Sobre la contribución de los mitos históricos de la identidad vasca a la justificación de la violencia en España, ver Jon Juaristi, El bucle melancólico: historias de nacionalistas vascos, Madrid, Espasa, 1998, y Juan Aranzadi, Auto de terminación: raza, nación y violencia en el País Vasco, Madrid, El País, Aguilar, 1994. 7. Muchos autores parecen identificar simplemente “identidad cultural” y “cultura”. Ver las agudas anotaciones sobre esto de Peter Wade, “Trabajando con la cultura: grupos de rap e identidad negra en Cali”, en Juana Camacho y Eduardo Escobar (eds.), De montes, ríos y ciudades: territorios e identidades de la gente negra en Colombia, Bogotá, 1999. 8. Esta visión de la identidad como construcción, como discurso, es la que manejan —a pesar de que entre ellos haya grandes diferencias— los analistas más sofisticados, como Jesús Martín Barbero, Néstor García Canclini, Ernesto Laclau o Renato Ortiz, para mencionar sólo a los latinoamericanos. En todos ellos es común el rechazo a una visión de la identidad basada en el patrimonio cultural, la tradición, lo local, lo auténtico o cualquiera de las formas binarias de contraposición valorativa que usualmente acompaña los discursos de promoción de la identidad. 9. Existe una versión de los hermanos Grimm: “Der Spielhansl” (Juan el jugador). La versión española fue publicada por Fernán Caballero (una escritora que había vivido hasta los 17 años en Alemania, pero dice que es un cuento del folclor andaluz), como “Juan Holgado”, en Fernán Caballero, Cuentos y poesías populares andaluces, Leipzig, F. A.
Brockhaus, 1874. Dos variantes italianas se encuentran en Italo Calvino, Cuentos populares italianos, vol. IV, números 165 y 200 (“Métete en mi bolsa”, de Córcega, y “La muerte en la vasija”, de Palermo). Carrasquilla conocía los cuentos de los hermanos Grimm y había sido un buen lector de Fernán Caballero. Sin embargo, cuando publicó el cuento en 1897, Clímaco Soto Borda lo acusó de copiar un cuento francés que no se ha identificado: Carrasquilla afirma que había leído varios cuentos parecidos, ninguno era francés. Carrasquilla, Obras, vol.II,Medellín, 1965, p. 756. Una versión literaria del siglo xx es la de Güiraldes en Don Segundo Sombra. Ver Donald McGrady, “Un cuento folclórico en Güiraldes y Carrasquilla”, Thesaurus, XXV, 1970. Ninguna versión, popular o literaria, europea o americana, tiene la fuerza o la gracia de la de Carrasquilla. 10. Roger Bartra polemiza contra la visión de una continuidad cultural de lo mexicano cuando afirma: “una cosa es ser nacionalista y otra mexicano; lo primero es la manifestación ideológica de una orientación política, lo segundo, un hecho de ciudadanía”. Oficio mexicano, México, 1993, p. 133. 11. Como lo destacó Mauricio García Villegas en su artículo “Gustos e identidad nacional”, en la escogencia de los símbolos de Colombia promovida por Semana predominaron los productos comerciales. El Tiempo, 11 de julio de 2006. 12. La palabra no suena muy bien, y ojalá tampoco se generalice, pero es usada con frecuencia para traducir el constructionism del inglés. Un buen resumen del debate inicial, con muy buenas explicaciones sobre los mitos vascos y españoles, se encuentra en Jon Juaristi, “La invención de la nación”, en Claves de Razón Práctica, n° 73, junio de 1997. 13. Otra forma de afirmar la identidad nacional mientras se subraya su inexistencia o su tenue relación con presuntos rasgos o caracteres nacionales es ponerla en el futuro o en el mundo de lo que debe formarse apenas, postular una identidad que no se apoye en el pasado sino en el futuro (Jesús Martín Barbero “El futuro que habita la memoria”, en Museo, memoria y nación) o que exprese una “nación distinta” (Mary Roldán, “Museo Nacional, fronteras de la identidad y el reto de la globalización”, ibid., p. 102). Pero por cada proponente de una identidad futura hay alguien que nos previene contra las Colombias “soñadas o imaginarias”, como las llama Fabio López de la Roche (“Multiculturalismo, viejas y nuevas memorias y construcción de nacionalidades abiertas, dialógicas y experimentales, ibid., p. 301). 14. Ver el libro de Renán Silva, República Liberal, intelectuales y cultura popular (Medellín, 2005), para un excelente análisis de las complejidades de las actitudes de los intelectuales liberales frente a estos temas. En particular, es importante destacar que al mismo tiempo que querían educar al campesino, hicieron una valoración de su realidad cultural más positiva y optimista que la que había dominado antes. También su libro Sociedades campesinas, transición social y cambio cultural en Colombia (Medellín, 2006) resulta ilustrativo, al analizar el esfuerzo oficial más sistemático de recopilar los elementos de la cultura local en Colombia en el siglo XX: la Encuesta Folclórica Nacional. 15. El debate sobre los rasgos de nuestro pueblo comienza a fines del siglo XVIII en el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá. Francisco Antonio Zea aludió a los escritores europeos “que nos equiparan a las bestias y nos juzgan incapaces para concebir un pensamiento” y señaló la “miseria y barbarie en que vivimos”. Allí se defendió el uso del castellano como parte de un “sólido y perfecto patriotismo”, y Manuel del Socorro Rodríguez polemizó con los que creían que la literatura local no tenía valor frente a la europea. En el Semanario del Nuevo Reino de Granada Caldas expuso su teoría, tomada en parte de Montesquieu, del influjo del clima sobre los seres humanos. 16. En 1989, en el V Congreso Colombiano de Antropología, hice una irónica y escéptica presentación de este tema, que desafortunadamente parece haber contribuido a la búsqueda de más y más identidades: “Etnia, región y nación: el fluctuante discurso de la identidad (notas para un debate)”, en Jorge Orlando Melo, Predecir el pasado: ensayos de
historia de Colombia, Bogotá, 1992. También en http://www.geocities.com/historiaypolitica/etnia.htm. 17. El libro clásico en el que se planteó esto fue el de Eric J. Hobsbawm, The Invention of Tradition, Cambridge, 1982. 18. A propósito de este tema, ver J. H. Elliot, “Historia nacional y comparada”, Historia y Sociedad, n° 6, Medellín, 1991. Y por supuesto, aunque usa el término fatal, La identidad de Francia de Fernand Braudel, Madrid, 1993. Negar estas entidades metafísicas tampoco implica negar los lazos de los individuos con aspectos concretos de su región: no hace falta creer en la antioqueñidad para disfrutar de la obra de Tomás Carrasquilla, León de Greiff, Efe Gómez o Fernando Vallejo; para emocionarse con los paisajes de La Ceja o Santa Fe; para interesarse por las formas de cultura urbana de barrios como Guayaquil o Manrique, o para compartir el tono de las coplas del “Cancionero antioqueño” recogidas por Antonio José Restrepo. 19. Erik Erikson, Childhood and Society, Nueva York, W W. Norton, 1963 [1950], e “Identity and the Life Cycle”, Psychological Issues, vol. 1, n° 1, 1959. 20. Ver, por ejemplo, Belisario Betancur, La identidad cultural de Colombia, Bogotá, Secretaría de Información y Prensa de la Presidencia de la República, 1982. El discurso ante las Naciones Unidas fue clave en este sentido. Los primeros usos del concepto en Colombia se pudieron hacer en un documento de 1976 de la Conferencia Episcopal y la tesis de antropología de María Luisa Bernal Mahé de 1978. En 1989 el Congreso de Antropología dedicó uno de los simposios a la identidad, en el cual se mencionaron la identidad étnica, la regional y la nacional, para no hablar de la identidad teórica, las identidades deportivas, la identidad femenina y la identidad de la antropología. Virginia Gutiérrez de Pineda presentó una ponencia sobre “complejos culturales regionales”, pero no usó el término. Hubo también ponencias que usaron normalmente el término identidad con sensatez pero sin definirlo y con sentidos a veces incompatibles, de Fernán González, Fabio López de la Roche, Jeanne Rappaport y Jesús Martín Barbero; la última fue un estudio sin simplismos sobre los problemas de la identidad y la modernidad en América Latina, donde se subrayó la aparición de un sentimiento de nación estrechamente enlazado a lo popular a través del populismo e impulsado en buena parte por los medios de comunicación, así como el resurgimiento de identidades regionales. 21. “De lo exótico”, Revista Gris, n° 9, 1894. 22. La historia de estas concepciones no se ha estudiado en forma detenida. Ver Melo, “Etnia, región y nación...”; Fernán González, “Reflexiones sobre las relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia católica”; Fabio López de la Roche, “Colombia, la búsqueda infructuosa de la identidad”, en vCongreso Nacional de Antropología, 1989; F. Martínez, “¿Cómo representar a Colombia?, de las exposiciones universales a la Exposición del Centenario, 1851-1910”, en Museo, nación y memoria, Bogotá, 1999, y Marco Palacios, que escribe en el mismo volumen un artículo muy agudo y lleno de ironía sobre los esfuerzos por crear discursos para “afianzar la identidad nacional” y critica los supuestos de muchos de estos esfuerzos. Vale la pena insistir en dos puntos para evitar simplificaciones muy grandes: i) el racismo de fines del siglo XIX y comienzos del XX era en gran parte un racismo cultural y no biológico. Para muchos, lo que había que defender era la “raza hispánica”, la “raza neolatina”: o sea una tradición cultural, definida en buena parte por la religión y el idioma, y ii) el liberalismo de los años treinta avanzó algo en la búsqueda de un proyecto político basado en una ciudadanía popular y llevó a muchos de sus intelectuales a tratar de aclarar el papel de la cultura popular y el folclor en la formación de una cultura creativa colombiana. Renán Silva ha hecho un excelente análisis de este tema, pero todavía queda mucho por saber: la narración que tenemos de este período incorpora muy somera y simplificadamente posiciones como las de Germán Arciniegas, Eduardo Caballero Calderón, Armando Solano, Baldomero Sanín Cano, Jorge y Eduardo Zalamea.